De un librillo de un docto licenciado se deduce que el uso de cortarse el cabello los españoles tiene su origen en el trono y en la desventura. Y fue, porque habiendo enfermado del cuero de la cabeza el emperador Carlos V, hubo de rapársela para untársela bien y cabalmente. Entonces, todos los españoles se esquilaron curándose en salud.
Y el autor de ese libro exclama: «Con lo cual estaban libres de peluqueros, y el capricho no había dado en este ramo del lujo que tantos millones cuesta y que más que ningún otro ha contribuido para afeminar a los nombres». Pero, al desposarse doña Ana de Austria, hermana de Felipe IV, con Luis XIII, vinieron de Francia sus gustos, sus deleites, sus costumbres y sus peluqueros. Algunos escritores de mucha sabiduría y austeridad se quejan de los daños que aquellos buenos hombres traen a la patria.
El doctor don Gutierre, marqués de Careaga, escribe una Invectiva en discursos apologéticos contra el abuso público de las guedejas. Se promulgan bandos como este del 23 de abril de 1639, que comienza de esta manera:
«Manda el Rey, nuestro Señor, que ningún hombre pueda traer
copete y jaulilla ni guedejas con crespo u otro rizo en el cabello, el
cual no puede pasar de la oreja...».
Síguense las penas de los peluqueros infractores de este
mandamiento; comienzan por multas, pasan a cárcel, a destierro y llegan
al rigor del presidio. Después se advierten las prohibiciones y castigos
para los lindos de guedejas. A éstos no se les daba entrada a la real
presencia de S. M., ni eran oídos de los señores del Consejo ni de
Justicias, aunque tuvieran preeminencia por título o fuero.
No conoce Sigüenza la razón de esa severidad. Acaso los motilones, los lampiños, los lacios y raídos, ¿son todos dechados de continencia, de templanza? ¿No sabemos de algunos calvos que han cometido los siete pecados capitales y aun más de esos siete? Pues los pobres de los peluqueros ¿merecían ser perseguidos con tanta saña? ¿No profesan oficio limpio y necesario y hasta liberal? ¿No han sido remedio de tribulaciones, descanso de fatigados cuerpos, archivo de secretos y agudezas, dulces y complacientes ironistas, amenos glosadores y aun medianeros de graves negocios de Estado? ¿A quién no le ha acontecido estar malhumorado y caviloso y apenas le alcorzó de jabón mejido la sabia mano del peluquero o le anduvo blanda y discreta por su cabellera, no sintió que se le desenconaba el ánimo y que le rodaba mansamente por las venas más sutiles una onda de resignación y hasta deploró que no se estilasen guedejas y otros entretenidos tocados para no volver tan pronto a lo desabrido de la vida?
Es verdad que todos los siglos han cometido injusticias, demasías y errores. En ese del desatado odio contra los artífices de cabellos diose también en la sinrazón de perseguir esa prenda femenina que se llamó guardainfante, y prohibirla por «lasciva, deshonesta, ocasionada al pecado y perjudicial a la salud y a la generación», según palabras del señor Alonso de Carranza.
Un bando de la época dice: «Manda el Rey nuestro Señor que ninguna mujer, de cualquier estado y calidad que sea, no pueda traer ni traiga guardainfante u otro traje semejante, excepto las mujeres que, con licencia de las Justicias, públicamente son malas de sus personas y ganan por ello...».
Esta orden de todo un Rey nuestro Señor es por lo menos sagacísima; no puede negarlo Sigüenza. Con ella no quedaría mujer que se pusiese el tontillo o guardainfante, que no la hay que no apetezca siquiera la apariencia de honesta. Acaso tuviera esta ley suntuaria más eficacia moral que la cruzada de la modestia cristiana de hogaño. Y más que todo la tendría el hacer a la virtud de la modestia graciosa y elegante. Un buen modisto, pero casto, vencería las audacias y exquisiteces de la desenvoltura, porque parece que una castidad desaliñada, rígida y fea ya no es grata ni a los Santos Padres de ahora, y menos a los pobrecitos pecadores.
Pero en lo que atañe al tontillo, pensó Sigüenza: ¿el guardainfante, lascivo, deshonesto y ocasionado a pecar? ¡Y él que lo tuvo siempre por todo lo contrario!
...Carlos V se corta el pelo en Barcelona.
Sigüenza también se rapó en Barcelona. Fue en una peluquería de estrepitoso ornato.
Apenas entró Sigüenza, sintiose apocado, encogido, como si fuese a pedir una carta de recomendación para oposiciones.
Aquellos mancebos pulidos, perfumados, ágiles, le miraban demasiadamente. Resplandecía la sala de lujo y primores de tocador de alta señora, y con fría severidad de vitrina de sabio cirujano. Le sentaron en un sillón todo articulado, dócil y enorme, y nuestro caballero cometió algunas torpezas: como manifestar su susto cuando el respaldo pareció que se derribaba atrayéndole a un abismo; tampoco pudo reprimir su complacencia cuando, en seguida, sintiose blanda y sabiamente amparado por las vértebras y los brazos y los costados de ese mueble tan humano.
Le ciñeron el suave collarín de algodones; le vistieron un peinador bata, un cendal como un amito, un babero rozagante, solemne como pelliza de canónigo, una fazaleja atusada y hermosa. Y él se miró y se dijo: Señor, ¿a qué estaré obligado, envuelto con estas vestiduras tan amplias y cándidas?
Las manos del mancebo, sutiles, aladas, se internaron delicadamente en la frondosidad de su cabellera. Sigüenza comenzó a sentir un sueño infantil, una deliciosa renunciación, un cabal olvido de sí mismo; todo Sigüenza era piel que se encogía y descogía bajo el suavísimo adobo.
Y entornó los párpados y pensó: Durmamos, alma mía. Pero de tiempo en tiempo llegaba a su oído un plácido abejeo. Era que el oficial le consultaba con mucha reverencia, y él, sin entenderle, le respondía débilmente:
—Claro; sí.
Y de nuevo dormitaba, y otra vez el leve zumbidillo le quitaba de su letargo, y él decía:
—Bueno; sí.
Y, por último, murmuró:
—¡Lo que usted quiera; a mí me es igual! Y le pasaban jabones y pastas; perdiose bajo una espuma que olía a azahar; le derramaban pomos de fragancia; ardían junto a sus sienes, junto a su cerviz unas lamparitas de llamas azules; le daban revistas, libros, anuncios, guías de la ciudad, cigarritos va encendidos, y todo se le iba cayendo blandamente de las manos.
De súbito, los dedos del mancebo, el índice y el cordal, se le fijaron en las sienes y en la barba, y haciendo una gentil mesura le dijo:
—¿Vamos?
—¿Dónde? —preguntó Sigüenza todo sobresaltado viendo sus mejillas jabonosas.
El mancebo hizo una sonrisa menuda, cortesana y seria.
Ese vamos era como un modo de invitación de que ladease, de que volviese la cabeza para seguir rasurando.
...Pasaron días; volvió Sigüenza a su hogar, y una mañana presentosele su peluquero. Era un hombre flaco, descolorido, cansado, con las rodillas un poco dobladas de subir muchas escaleras. Ya entraba en la casa de Sigüenza siendo éste chiquito, y el primer copo de cabellos, esas hebras tan leves de un oro pálido que guardan las madres entre joyas antiguas, que exhalan siempre un aroma de la pasada juventud, esa pelusa la corto, conmovido y solemne, el viejo maestro. Tuvo un salón, insigne en toda la provincia. Y, ahora, va dentro de la vejez, vencido por lo nuevo, ha de ir a las casas de los que le guardan fidelidad. Son de algunos rancios abonados y de sus hijos, y a éstos les tutea, les aconseja, les habla como ayo; muchas veces les sorprende todavía acostados, y les afeita pacientemente en la cama.
Sigüenza le refirió las maravillas de la peluquería de Barcelona. Sonreía el maestro y murmuraba:
—Todo eso que dices son novedades, vanidades y perder el tiempo... Anda, vuélvete, que por aquí ya estás.
Y le centelleó la navaja.
La estuvo aguardando Sigüenza. Y la cuchilla no llegaba. El brazo del maestro pendía ocioso, postrado; sus ojitos se habían humedecido, y sus labios se doblaban con un rasgo de amargor. ¿Qué tenía el buen maestro? El buen maestro alzó la nariz de Sigüenza muy familiarmente, y teniéndola de este modo, le dijo:
—¡No malgastaba yo las horas en mi salón, y eso que no se vivía tan de prisa como ahora, y, sin embargo, tuve que cerrarlo! ¡Y si fuese sólo el salón lo que perdí! ¡Es que la parroquia, casi toda de viejos, va también faltando; el lunes se me murió uno! Esa es la vida: hoy, unos; mañana, otros. ¡Ay, hijo!
Transcurrieron más días. Fue otra vez el maestro. Mientras enjabonaba a Sigüenza le habló de comedias de antaño. —¡Teatro como aquél, Sigüenza!— Y comenzó a afilar la navaja en la vieja correa del suavizador.
¿Qué tenía Sigüenza? No hablaba. En su mirada humedecida se copiaban dos gotas del Mediterráneo tendido frente a sus balcones.
Sigüenza le contó que trasladaba su hogar; decidía salir de su apartamiento levantino.
—¿Que te vas, dices? ¡Te marchas! —prorrumpió espantado el peluquero.
Y después, alzando de la nariz con nervioso pellizco para rasurarle el labio, balbució doloridamente:
—¡Qué hemos de hacerle! Unos, hoy; otros, mañana... ¡Hijo, eso es la vida!
Sigüenza se estremeció. ¡Se creía un muerto, Señor!
¿Esa idea de la muerte del viejo y honorable peluquero no tendrá semejanza con la de muchos hombres, nuestros hermanos, y aun con la de algunos sabios filósofos?