Un Envidiado Caballero

Gabriel Miró


Cuento


Los olores de las huertas y del mar llegaron hasta el corazón de Sigüenza. Miraba y aspiraba este hombre con tanto ímpetu, que llegó a sentir cansancio y dolor en su carne. Y nunca se saciaba, sino que le parecía que le faltaba tiempo para hundir sus ojos en aquellas hermosuras, y recoger toda la vida que se le ofrecía desde el alto camino.

Allí estaba el levante frondoso, lleno, regado, alborozado y fecundo. Allí las montañas daban aguas muy delgadas y dulces, y tenían tierras de buena grosura que llevan la sementera, la viña y el olivo; allí el hondo y la solana, todo estaba cuajado de huertas que apretadamente llegaban hasta las arenas de la costa, y los bancales de hortalizas, que siempre viera Sigüenza al amor de la balsa de una vieja noria o chupando la pobre corriente de las ramblas levantinas, los bancales hortelanos de esta comarca se entraban descuidados bajo el gran sol, rezumando de tan viciosos como si siempre acabasen de recibir los dones de la lluvia, y gozosamente se presentaban al Mediterráneo. Por eso se mezclaba el dulce olor de los frutales y verduras, de campos feraces, con la fuerte y deliciosa emanación de las entrañas del mar.

El pueblo comenzaba en la ribera, y se subía por un altozano. Y era muy curioso de ver sus casas de porches abiertos donde se orean las frutas de cuelga; los corrales, con garbas de sarmientos y un dulce sonar de cencerricos de ganado, y las parras desbordando jovialmente de las tapias, y por las bardas de al lado asomaban los remos, algún mástil roto y podrido, las redes tendidas en los balcones, y en el portal, las cañas, los palangres, las nasas de esparto y rimeros de todas las artes de pesca.

Todo lo notaba Sigüenza entusiasmado y gozoso. ¡Haría juramento de quedarse en esta villa labradora y marinera! Bueno; pero esos juramentos los pensaba siempre al pasar por todos los lugares, aunque aquí, en Altea, sentía la ansiedad de poblador con más ahínco. ¡Oh pueblo claro, torrado de sol, nacido delante de las inmensidades de los valles, de las sierras, de la marina; con humos campesinos y nieblas de mar, con gorriones y gaviotas, manzanos, almeces y cerezos, prorrumpiendo de los huertos umbrosos, y barcas reposando en el cantón de una calleja que baja a la playa! ¡Por fuerza había de ser alegre y dichoso!

Y Sigüenza iba pasando toda la primera calle que tiene la sombra de algún olmo centenario, y el bullicio de las diligencias, y largas horas de silencio; entonces nada más resuena la voz de hidalgos aburridos que platican, o el portantillo de una borrica cargada de estiércol o panizo.

Desde la obscuridad y angostura de algunos portales se le quedaban mirando los ojos quietos, profundos y tristes de los hombres levantinos enfermos, impedidos, lisiados. Son viejos enjutos, de mejillas sumidas y fragosas, erizadas de barba corta, espesa y áspera como un terrón de barbecho; de lagrimales devorados por las moscas, y las manos recias como dos cepas clavadas en un cayado de boj muy alto; bajo las faldas mugrientas de su sombrero, el pañuelo de hierbas les cruza el mondo cráneo, fajándoles las sienes. Son hombres jóvenes, flacos, cetrinos, con la demacración de la terciana, y los labios y las encías blancos como la escara de una llaga. Son hombres gordos, blandos, hinchados, tullidos de dolores recogidos en el mar; por sus puños y calcañares desborda la bayeta de un color amarillo de hopa. Hay también algún hombre lisiado de nacimiento, un idiota que babea y aúlla mientras los chicos, todas las tardes, al salir de la escuela, le hacen miedo como a una criatura.

Estas casas huelen a humedad, a pobreza; parecen señaladas por una mano aciaga. Nunca se hacen en sus puertas bailes ni corros de bullicio y divertimientos; y estos solitarios, cuyas frentes estrechas tienen el sello de la malaventura del hogar, pasan la vida mirando siempre el mismo muro frontero, la misma rama de un árbol que se desnuda, que reverdece, presentándole sólo estas mudanzas el tránsito del tiempo, y ven el mismo grupo de mujeres extenuadas que conversan lastimeras y suspiran, porque ellos son la desdicha de la casa...

...Recibiendo sus miradas llegó Sigüenza a la orilla del mar.

Le aguardaban en una finca que se copiaba toda en la paz de las aguas azules, rodeada espesamente de fronda, de vides, de magnolios y espalderas de circasianas, madreselvas y jazmineros.

Los hacendados del lugar y sus contornos venían por las tardes, y fumaban sentados en la terraza, acompañando al señor de este retiro, un caballero seco y pálido, callado y abatido. De rato en rato alzaba la mirada, tendiéndola en el glorioso horizonte de las azules soledades.

Así le encontró Sigüenza, y recibió con emoción sus nobles manos frías y blancas, porque, ¿acaso no saludaba en aquel momento a un venturoso varón que había recibido todos los dones y gracias de Levante?

Y lo dijo. Y los amigos, los buenos ociosos que acudían a su lado meneaban las morenas cabezas asintiendo. No, no había más cumplido bienestar que el de don Luis: una cabal salud, tierras abundantes, casa alegre y, delante, todo el cielo que pueden apetecer los ojos: mujer sabia y hacendosa, guarda amorosísima de la honestidad y gentileza de una hija artista y dos hijos más, grandes y celebrados de todas las gentes... El señor don Alonso Quijano y su criado le hubieran colmado de gustosos elogios y bendiciones poniendo a don Luis por encima de don Diego de Miranda...

Y el envidiado caballero sonreía musitando: ¡Levante... Levante...!

Quedáronse solos y callados don Luis y Sigüenza. Ya se iba deshaciendo la tarde. Los montes tenían un morado color de arcaica pintura; a lo lejos, el cielo y las aguas se cuajaban tersamente; había una honda quietud en el aire, y todo estaba penetrado del ácido perfume de las magnolias.

Comenzó Sigüenza una encendida alabanza de su Levante, de las mañanas doradas y dulces como el panal, de estos crepúsculos de misticismo y exaltación. Y cuando esta serenidad y esta belleza hallan un alma levantina propicia a su gracia, entonces surge un artista maravilloso y elegido... Familia de elegidos era la de don Luis; todos sus hijos «coronados con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales coronas ven honradas y adornadas sus sienes...».

Y don Luis seguía profiriendo melancólicamente: ¡Levante!... ¡Levante!... ¡Señor!...

Una hija tenía muy hermosa, artista peregrina de los teatros de América. La madre la acompañaba. Ocho años hacía que no las viera. Un hijo era concertista; en ruta gloriosa iba caminando diez años. El otro hijo empezaba triunfalmente en Roma las jornadas del Arte.

Y entre tanto el padre recorría la solitaria casa. Venían los hidalgos. Sonaba en un gramófono la voz de la hija. Todos aplaudían. Llegaba el correo. Traía noticias de éxitos y agasajos. Todos encomiaban la suerte del padre.

Y el envidiado caballero abatía su frente ante la grandeza y hermosura levantina...


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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