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Mirándola se imaginó muy opulento y dueño venturoso de la isla; «vio su» bajel blanco, «su» castellar vetusto, «cubrió» espesamente las peñas de pinares, rumorosos y músicos como las olas...
Una gaviota que se alzó de las aguas, y remontada en el azul, mostró la cándida espuma de su pecho, distrajo a Sigüenza de los embelecos de ínsula y poderío a que frecuentemente le llevaban sus mismos deseos de andante independencia.
Anchamente, con aleteo grande y pausado, volaba el ave del mar. La perdieron los ojos ansiadores del hombre; mas luego volvieron a gozarla. Llegaba del tenue confín, habiendo trazado un magno círculo en las inmensidades. Dio un exultante grito y descendió a la paz de las aguas.
Sigüenza la envidió sin aborrecimiento.
Después entrose en la ciudad, siempre pensando en la gaviota, fiera y solitaria moradora de los azules libres del mar y de los cielos y del silencio de los peñascales.
A su lado pasó una niña humilde y delgadita que llevaba cansadamente en sus brazos un rapaz gordo y esquilado como un cordero, y en cuyos ojillos pegajosos de lágrimas y del sueño se le paraban de esas moscas tenaces, blandas, de los muros y tierra de las calles soleadas.
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Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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