Una Mañana

Gabriel Miró


Cuento


Salió Sigüenza por la orilla de los muelles.

Era una mañana inmensa de oro. Lejos, encima del mar, el cielo estaba blanco, como encandecido de tanta lumbre, y las paradas aguas, que de tiempo en tiempo hacían una blanda palpitación, ofrecían el sol infinitamente roto. Si pasaba una lancha, silenciosa y frágil, los remos, al emerger, desgranaban una espuma de luz.

Gritaban las gaviotas delirantes de alegría y de azul. Y en las viejas barcas de carga, los gorriones picaban el trigo y el maíz desbordado de los costales, y luego saltaban por la proa, dejando en la marina una impresión aldeana muy rara y graciosa.

Bajo las palmeras paseaban los enfermos, los ociosos, los que llegan de las tierras altas, hoscas y frías, buscando la delicia del templado suelo alicantino.

Olía el puerto a gentes de trabajo, a dinero y maderas, a vapores, a Mediterráneo, y traspasaba todas las emanaciones una fuerte y encendida, como un olor de sol, de semillas, de vida jugosa y apretada.

De todos los barcos escogió Sigüenza para mirar un vapor negro, ancho, gordo, reluciente en su misma negrura; el hierro de sus costados tenía arrugas, tacto, substancia de piel etiópica. Respiraba un hondo hervor de máquinas. Sus grúas eran palpos gigantescos que se torcían sobre la tierra; bajaban sus cadenas oxidadas, y con dos uñas terribles se llevaban cuévanos de hortalizas a las entrañas de las bodegas.

Constantemente venían carros de cestos de fruta, y el muelle era una granja en llenura venturosa.

Entre las gentes que faenaban destacaba un hombre rollizo, cebado, de color quebrada de enfermo del hígado; en sus manos, cuajadas de sortijas, aleteaba un papel donde iba anotando la carga que se engullía el vientre del vapor. Gritaba enfurecido, y miraba a todos, a Sigüenza también, con orgullo y desconfianza.

Una mocita flaca, alta, casi rapada, como una esclava, le llenaba, de tiempo en tiempo, un vaso de leche. Bebía vorazmente el fenicio, y sus labios fragosos quedaban blancos de espuma como una peña de playa, y después se los iba lavando con su ancha lengua.

...Dentro de las claras aguas se veía todo el barco: la hélice dormida, el timón, tan enorme, dulcemente doblado... El barco negro, viejo, gordo participaba de la levedad y hermosura de la mañana del Mediterráneo, y ostentaba una sencilla y humana gentileza; y este hombre craso, porque cargaba unos pobres cuévanos de frutas, tenía la pesadez de un vapor, y porque le resplandecían sus dedos enjoyados manifestaba la hermética soberanía de un ídolo cartaginés. ¡Oh fuerza deslumbradora de la tierra levantina!

Entonces reparó Sigüenza en un hombrecito que estaba mirando el bullicio del puerto.

Este hombrecito era un archivero bibliotecario, amarillento, crispado como una edición de 1670, que traía un gabán corto, encogido, de color de pasa, de 1870, botas de elástico blando y bastoncito de puño redondo de hueso. Este humanado anacronismo acogió a Sigüenza preguntándole por cosas y trabajos de antaño. ¡Oh, pasmaba la ingenuidad y mansedumbre de ese erudito que sabía más de seis lenguas muertas y siempre infería relaciones de cualquier menudo hecho de ahora con los sabios textos de El Mahabarata y El Ramayana! Y siempre moderadísimo, helado de palabra, muy tímido, con su gabán ralo, motilón hasta vérsele cabalmente su urdimbre. Varón socrático, limpio de todo pecado de vanidad. ¡Qué contraste —pensaba Sigüenza— entre el buen archivero y el buen cargador de hortalizas, siendo entrambos levantinos!

Cuando regresaron por el paseo de las palmeras, el humilde caballero dijo calándose los anteojos:

—¡Aquí tiene usted a los invernantes!... No puedo negar que siento grandísimo enojo contra alguno de esos señores...

¡Enojado este hombre sabio, en cuyo ánimo no hizo morada la iracundia ni la alegría, y nunca tuvo exaltaciones ni alharacas! ¡Y enojado contra los invernantes!

Sigüenza se lo dijo. ¿Qué agravios pudo recibir de esas gentes tan bien criadas, tan bien vestidas, que les miraban a ellos los pobretes, los indígenas, que no invernaban aunque se hallasen en la ciudad invernal, y aun precisamente por eso, que les miraban sin ocultar su aburrimiento?

—¡Aburrimiento, aburrimiento! ¡Esa era una palabra gollera que equivalía a un insulto!

Y se detuvo el archivero; quedó enigmático como una inscripción cuneiforme. Y de súbito exclamó:

—¡Dicen que no es posible venir a nuestro pueblo porque no encuentran elegancia, fastuosidad, ruido, diversiones! ¿Para qué nos buscan? ¿Qué quieren? ¿Serenidad de cielo, azul, siempre azul; un sol de oro, fuerte, generoso? ¿Necesitan mucho sol? Pues eso les damos: ¡nuestro sol, todo el sol que quieran!

Sigüenza estaba espantado de la transfiguración del hombrecito.

¡Poderosa mañana levantina y cómo penetras en todos los corazones! ¡Qué importaba que un rudo y codicioso mercader de hortalizas se tuviera por grande y fuerte como un vapor, si un bibliotecario lugareño, templado por la sabiduría y humildad, cuando sentía el encendido prurito de nuestro levante llegaba a creer que repartía todo el sol escondido bajo su piel de edición de 1670 o guardado en las mustias faltriqueras de su gabán color de pasa, de 1870!...


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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