Una Noche

En Cristianía

Gabriel Miró


Cuento


Aunque lo leyó en libros muy antiguos, y lo escuchó hasta de gentes humildes, sólo después de muchos meses de postración y de padecimiento supo Sigüenza que en la salud estaba el más grande bien y alegría del hombre.

Si otra ansia sentía, quizá se derivaba de lo mismo: de la codicia de la fortaleza. Ser fuerte, sano, ágil como los marineros que pasaban bajo sus ventanas. Y viéndolos, imaginaba la vida de inmensidad, la de los puertos remotos, la vida ancha, gustosa, descuidada y andariega por países desconocidos y lueñes.

Y decidió viajar.

Los médicos le avisaron que había de prepararse para la resistencia y fatiga de las futuras jornadas; había de salir y andar. Y salió y anduvo.

Casi siempre iba por los muelles. Parábase delante de los barcos de vela, de los viejos vapores, y toda su ánima quedaba colgada de las palabras de los hombres extranjeros.

En los costados de aquellas naves se leían nombres que evocaban lo lejano y legendario. Un bergantín se llamaba Alba; había venido de Génova cargado de macizos de mármol; los tocó; parecía que temblaban en lo más profundo de su blancura guardando ya el latido de la vida y de la forma. Otro, llamado Castor, traía tablones, y aun troncos enteros de pinos, de robles, de caobas; todo el barco exhalaba un olor generoso de bosque. Una polacra de Malta llevaba un rótulo azul que decía: Siracusa. Después estaban los vapores, negros, grises, remendados de rojo; de chimeneas flacas, rollizas, rectas austeras, o inclinadas altivamente hacia atrás; las chimeneas daban a todo el buque la nota, la expresión fisonómica, como la nariz a nosotros.

...Sigüenza no pudo viajar; pero el prurito viajero, el ansia de la lejanía continuaba llevándole a las orillas de los muelles. Amaba el silencio de algunos barcos que semejaban abandonados; oía conmovido el gemir de las planchas de los pasadizos; miraba el cordaje de los veleros, que en medio del mar sonaría como una lira inmensa. Se imaginó pasando por el horizonte, bajo las blancas alas de las velas, envuelto en las gozosas claridades contempladas desde sus balcones. ¡Oh, hasta veía lejos otros barcos, y entonces apetecía ir donde no iba!

...Y una tarde de domingo, tarde de silencio en el puerto, alejose Sigüenza por el más solitario de los pretiles.

Dos barcas reposaban junto a la escollera; tendido bajo el mástil de la más grande, un viejo tañía la ocarina. De la punta de la entena colgaba un traje rígido, inflado, de buzo; parecía el cuerpo de un pirata ajusticiado. Un grupo de chiquitos, vestidos con delantales negros de huérfanos, volcábase encima de la sombra del «muerto», y cuando el aire movía el duro ropón y las calzas monstruosas, los rapaces gritaban agarrando la tierra surcada por la fantasma.

Lejos, lleno de sol poniente, mirándose en la paz de las aguas, había un vapor ceniciento, muy alto. Unos hombres rubios fumaban sus pipas olorosas, sentados sobre las cerradas bodegas. Junto al filo audaz de la proa, y en la plácida redondez de la popa unas letras blancas decían: Dagphin-Kristiania.

Sigüenza contempló embelesadamente el noble vapor, recogiendo las palabras de aquellos hombres enigmáticos, y las pisadas de un tripulante que aparecía por una escotilla y volvía a hundirse en otra negrura; y como calzaban galochas enormes y los suelos eran de hierro, los pasos retumbaban inmensamente; parecían de todo un pueblo, el estruendo de toda una raza.

—¡Dagphin —murmuró Sigüenza— debe significar Delfín! ¡Cristianía!

Después de muchas deliciosas quimeras, viendo no ser posible el marcharse, se dijo: «Pues hagamos amistad con esos hombres extraordinarios, entremos en el buque. ¡Yo quiero comer a su misma mesa y envolverme en los raros aromas de su exotismo de modo que crea estar en Cristianía!».

Y luego se allegó tanto al barco, que pudo tocar el tibio acero de sus lados, y miraba a los marineros mostrándoles mucho agrado, y repetía: «¡Dagphin, delfín! ¡Qué nombre tan hermoso, tan marino y tan noruego!».

Pero aquellas gentes proseguían fumando; algunos de ellos silbaban; otros cantaban dulcemente. ¡De seguro que sería música de Grieg!

Y no le hacían caso.

Decidió buscar la mediación del consignatario para saciar sus deseos.

Y otro día, muy temprano, tuvo aviso de que el capitán del Dagphin consentía en recibirle y darle de comer a la noruega.

Y llegada la tarde, Sigüenza y un hijo del medianero, muy decidor y que sabía inglés y todo, se encaminaron al puerto.

—La lengua inglesa es el idioma de los mares —le advertía el nuevo y precioso cantarada.

Sigüenza, para halagarle, para premiarle sus buenos oficios, se admiraba mucho.

—Barco —añadía el otro— en inglés es femenino; es femenino y se considera la esposa del capitán, que antiguamente no podía desposarse con mujer mientras navegase.

¡Una novia les esperaba!

Sobre el cielo del crepúsculo se veía recortado el gentil contorno de la amada; su pecho lucía como carne de plata... ¡Oh nave silenciosa, sagrada y nupcial!...

Junto a los muelles gemían atadas las viejas barcas pescadoras.

Sigüenza las miró sonriéndoles como si fuesen criaturas pequeñas.

¡Sí; no podía negarlo, eran muy pintorescas, tenían interés y belleza, pero no se alejaban más allá de Larache!...

...Los hombres del Dagphin fumaban calladamente.

Subieron por los pasadizos de las bordas, y al hollar los suelos del vapor comunicose a toda la vida de Sigüenza un tibio resuello que venia de las hondas máquinas. ¡El mismo se oirá cuando el Dagphin repose en los puertos helados!

Apareció el capitán. Era pálido y sus cabellos parecían de algas secas y prensadas. Les saludó ceremoniosamente. Estaban muy cerca, y los ojos claros del marino semejaban mirarles desde lejos. Sigüenza elogió con entusiasmo el nombre del barco.

¡Delfín! ¡Qué hermoso! Verdaderamente el buque era como un delfín gigantesco, relumbrando todo de sol. Surgía la figura de Arión con sus amplias y rozagantes vestiduras y su divina cítara...

Todo se lo traslado el hijo del consignatario al impasible capitán, que contestó unas breves palabras. Dagphin equivalía a Buen día, y Arión, de Arión, nada.

Hecha la presentación del jefe de máquinas, corpulento, rojo, taheño, y del piloto, enjuto, blanco, dorado, pasaron silenciosamente al comedor: una cámara de caoba bruñida, rodeada de divanes de color de cereza. Dos lámparas de cristal empanado esparcían una dulce luz, convidando al recogimiento; era un recinto íntimo, fraternal y bueno; se pensaba en los hogares del Norte, abrigados, sencillos; hasta el frío y la desolación de la noche que les rodea y el clamor del viento doblando los abetos nevados, parece que congregue amorosamente a la familia, que se siente muy sola y pequeñita en medio de la Naturaleza... Y pensándolo se conmovieron Sigüenza y su amigo, y creyéronse muy solos y muy lejos, lejos de todas partes.

Les sirvieron unas escudillas de sopa de pescado con azúcar. No les gustó, pero ¡qué importaba! ¡Esa misma sopa habría comido Ibsen en el aposentillo de su farmacia! Por una de las redondas luceras aparecía una gota roja de cielo inflamado de luna redonda, hinchada.

De súbito pasó un rumor de voces gangosas, un estrépito de almadreñas; se asomaron dos cabezas rubias mirando ferozmente.

Sirvieron peces hervidos, rodeados de patatas y nueces que tenían un dulce baño de jarabe de frambuesa.

El piloto llenaba las copas de un vino levísimo, guardado en garrafas de vidrio que se empañaban por la deliciosa frialdad. Y apenas lo cató Sigüenza, imaginó las pobres vides remotas viviendo bajo fanales. Y fue glosando la tristeza de esas cepas sin sol, quizá nacidas de cepas madres, criadas en la jubilosa y caliente tierra de España.

Y el hijo del consignatario, luego que habló con los marinos, le aconsejó que no se apenase por la vid de ese vino, pues lo habían mercado en una tienda del puerto, que a bordo no lo traían de ninguna viña del mundo para impedir los alborotos y peligros de la incontinencia.

Fuera sonó un rugido; golpearon siniestramente las ferradas paredes. Levantose el capitán, y agarrando un bastón, que tenía por puño una clava, salió a cubierta.

El jefe de máquinas y el piloto sonreían, hablando y engullendo con sosiego de abades. Señalaban hacia el vocerío de la tripulación, y después tocaban los frascos de la mesa.

Sigüenza comía pan; era un pan bazo, cenceño y muy sabroso, cortado en sutiles rebanadas, y encima ponía cundido de jarabe.

Trajo el mayordomo un jamón entero, tierno y asado; llenose el recinto del mismo olor que, según Sigüenza, habría en la casa de Ulises.

Pero, de súbito, llegó un grito de tragedia, y aquellos dos hombres, de un puñado, se desnudaron hasta la cintura y fueron arrebatadamente a la cubierta.

Quedó sola la cámara, y la fuente del pernil humeaba como un sacrificio.

La tripulación rugía amontonada; era una lucha de bestias feroces. La lumbre húmeda de la luna resbalaba sobre los blancos torsos desnudos, sobre las cabezas rubias, enrojecidas, sobre los brazos que se acometían delirantemente. Retumbaba como una siniestra campana la maza del capitán al caer en los costados del buque, o se oía espesa y profunda magullando la carne, y hacia un chasquido duro, rebotante, hendiendo un cráneo... Se senda el desconsuelo, la angustia de la pérdida del sentimiento de humanidad. Ya no quedaban hombres, sino carne, sangre, alaridos.

...Pasada la media noche, Sigüenza y su amigo abandonaban el barco. Al salir, tropezaron con tres hombres tendidos, atados como osos a recias argollas; las cuerdas se enroscaban tirantemente por todo el cuerpo; eran condenados de un infierno mitológico, que aullaban y se retorcían gimiendo bajo el abrazo y la devoración de sierpes horrendas. La luna, ya pálida y alta, vestía de una misteriosa blancura la proa del buque; las letras parecían labradas en hielo de los glaciares de la patria... ¡Dagphins Kristiania! Habían visto a los hombres de Cristianía odiándose por un vaso de vino, el vino para agasajar a Sigüenza...


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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