Nunca tuvo nuestro mar la pureza, la alegría y quietud de esa tarde.
Sigüenza vio algunas gentes asomadas a los balcones. Todas le parecieron comunicadas de la gracia infantil, de la inocencia antigua del Mediterráneo. Si pasaba algún barco de vela se veía todo su dibujo primorosamente calado sobre el cielo y las aguas. La isla de Tabarca, que siempre tiene un misterio azul de distancia, como hecha de humo, mostrábase cercana, clara, desnuda y virginal.
Las gaviotas parecía que volasen en un recinto guardado entre dos cristales: el del cielo y el del mar, porque el mar estaba tan liso, tan inmóvil como si se hubiera cuajado en una delgada lámina y bajo de ella no hubiese más agua, sino el fondo enjuto, alumbrado de sol.
No pudo contenerse Sigüenza en su ventana. Ansiaba y necesitaba ir a la ribera, gozar del Mediterráneo, hasta tocándolo. Seguramente asistiría a algún raro prodigio; se le ofrecerían todos los encantos de las entrañas del mar.
...Halló un amigo, y juntos se fueron a los muelles, prefiriendo el de Levante, porque se entra, se aleja mucho encima de las aguas, y desde el cabo alcanza la mirada toda la ciudad reflejada, y a su espalda se asoman unas montanas remotas y azules, un delicado relieve del cielo. El menos imaginativo cree que va viajando. Todo ofrece una belleza nueva, desconocida.
...Pasaban los dos cantaradas al lado de otros hombres, y se miraban con más dulzura que nunca. Es que debían sentirse hermanos por eficacia de la belleza y de la paz que les rodeaba... ¡Así se hubieran mirado los hombres en el Paraíso —pensó cristianamente Sigüenza— si Dios hubiese criado muchos primeros padres al mismo tiempo!... ¿No fue una lástima?... ¿Y no serían éstos momentos de triunfo, de exaltación de la hermosura y del arte? ¡Seguramente, todos pensarían entonces en los artistas como en hermanos predilectos, dotados de especiales gracias!... En estas tardes, los artistas, por humildes que fueran, tenían sus frentes coronadas de resplandores de elegidos, y recibían un dulce y gustoso rendimiento aun de los más desaforados, de los rudos, de los más vanos, hasta de los políticos y de los banqueros, y de todos los fenicios de la vida.
...Un marinero enorme, macizo, con un gorro doblado y encendido como una llama, le estaba comprando a una recovera del puerto. Seis huevos merco, y holgadamente se los puso en el cuenco de su manaza. Y como Sigüenza le preguntase si su barco —un viejo falucho, negro, bravo, de velas remendadas, nave homérica— había llegado de tierras muy remotas, él, para indicarle que de Orán, alzó con gallardía su cargada mano y tendió el brazo lo mismo que una estatua de D. Cristóbal Colón, y los huevos se estuvieron muy quietos en el seno de su diestra, que parecía un nidal de gaviotas.
En justa alabanza de la recovera y de la grandeza de la mano del marinero, nos atrevemos a jurar que aquellos huevos eran de los más hermosos y cabales concebidos por madrecilla de gallina.
Y así se lo dijo Sigüenza a la buena mujer, que no hacia más que mirarle muy menudamente. Era ancha, blanda, enlutada, de cara rugosa, torrada de sol, las manos ásperas de cortezas de salvado, como las patas de las aves de su corral, y el vientre de una cansada robustez.
Sigüenza también la miró mucho. Hallábala de grata presencia; le era hasta familiar su gesto y su habla. ¿No les acercaría sus voluntades la dulce emoción de la tarde honda, clara, purísima?...
Y parece que no fue eso, porque conversando vinieron a recordarse en otro lugar: en los pasillos de la Excma. Diputación, de cuyo Hospicio y Hospital era esta mujer proveedora de huevos y averío. Allí se encontraron muchas mañanas.
—¿Acaso sería él alguno de los señores diputados? —preguntó la gallinera, ofreciéndole una sonrisa de acatamiento.
Y Sigüenza le correspondió con otra más humilde. Nunca había sido diputado; nada más era cronista.
—¡Cronista, cronista! —murmuraba pasmadamente la vendedora, no entendiéndolo.
Entonces el amigo de Sigüenza le explicó que aquello era oficio de escribir libros de historia y de fantasía, y que de este modo se ganaba la vida...
—¡Historias... libros! —gritó riéndose la buena mujer, y se enjugaba con sus dedos recios y morenos la saliva de su risa—. ¿Y así se ganaba la vida?
Y midiendo con la mirada a Sigüenza, le volvió la espalda y le dijo:
—¿Fantasías? ¿Cronista? ¡Más me estimo yo mis huevos!
Del homérico falucho salía un gustoso olor de guiso picante de pescados y un blando ruido de batir de yemas.
Y Sigüenza murmuró:
—¿No serán un símbolo estos huevos que tanto estima la recovera? ¿Y no habremos de estimar o preferir el símbolo a los libros?
—Todavía sí —le repuso su amigo.
Y silenciosos prosiguieron su camino, subiendo por el muro de las escolleras.
Desde allí veían el mar libre, limpio, inocente, no como el del puerto, cuya transparencia muestra vilezas de las ciudades. Aquella agua ancha, pálida, tenía pureza y misterio de verdadero mar. Agarrados a las piedras se veían los moluscos-erizos esponjándose silenciosamente bajo la luz de la tierra, que penetraba encantada hasta lo hondo; allí, acostados, muy quietos, relucientes de plata, estaban esos peces anchos, gordos y ladinos, cebados por los buenos pescadores, las doradas, cuyas escamas de fastuosos tornasoles recuerdan los recamados coseletes de las bailarinas, y tendidas al amor de una pena o encima de las algas, roen con exquisitez de dama los anzuelos, hasta dejarlos mondos y brillantes.
Mirando estaban Sigüenza y su amigo este retazo de vida submarina, cuando pasaron unos chicos que traían un perrito blanco, jovial, ganoso de bullicio y de fiestas, según brincaba para lamer las manos de los muchachos. Ellos se reían, acariciándole y untándole el hocico con el companaje de sus meriendas, para verle torcer golosamente la roja lancilla de la lengua.
Sigüenza estuvo contemplando aquel grupo, que participaba de la inocencia y de la buena alegría de la tarde. Olvidado de las palabras de la recovera, se afirmaba que la paz y la belleza del ambiente eran como un perfume que regalaba y purificaba todos los corazones, todas las criaturas del mundo.
Pero los rapaces, ya lejos, bajaron a las piedras; sus manos descogían, alargaban una soga; el perrito gañía lastimeramente.
Sigüenza y su amigo corrieron a ver su travesura.
Los mozos, tendidos en las rocas, miraban el fondo, que allí estaba somero, del todo transparente.
—¿Qué hicisteis del perro? ¿Se escapó de vosotros?
—¡No, siñor; no, siñor; aun puede verlo!
Acercose Sigüenza. El perrito se retorcía ahogándose con los ojos abiertos, mirando a sus amigos, que le habían atado el cuello y los brazuelos a una piedra muy gorda para que no se levantase. Y los ojos del animal tenían una angustia y una esperanza humana. ¡Veía tan cerca las manos que había lamido; hacía tan poco que le habían agasajado! ¡Hasta le dieron de merendar, como si fuera un chico pequeño de la misma escuela! ¡Cómo habían de dejarlo morir! ¡Eso no era más que por divertirse asustándole!
Y sí que lo dejaron que se ahogase. Cuando Sigüenza se asomó, ya estaba resignada la víctima; había doblado la cabeza.
Y murió.
Sigüenza les injurió enfurecidamente. Y ellos, entre pesarosos y risueños, le dijeron con sencillez:
—¡Si ha sido sin querer! ¡Le queríamos mucho; pero estaba la mar tan quieta y tan clara, que, sin pensarlo, pues... lo atamos, para ver cómo se ahogaba un perro y todo lo que hacía!...
...Y se quedaron mirando la paz y hermosura de la tarde, que eran como un perfume que llegaba a todos los corazones...