Prefacio
Esta novela está fundada sobre cierta anécdota, bastante conocida, de la vida de un hombre célebre.
La autora.
Primera parte
I. El paseo por la bahía de Marsella
Empezaba a declinar la más apacible tarde de junio de 1752, y aunque era domingo—día de reposo y de oración, en que se disminuye un tanto el bullicioso hervidero de la vida comercial—el puerto de Marsella, poblado de mástiles y banderas de todas las naciones del mundo, presentaba, como siempre, el aspecto animado que le es característico. Uníase más bien al movimiento ordinario de la activa multitud que de continuo bulle por los muelles—formando pintoresco contraste con sus variados trajes, y alegre algazara con sus diversos idiomas—el considerable número de oficinistas domingueros, touristes transeúntes y distinguidos ociosos, que iban llenando lanchas y botes, para visitar los fuertes o las islillas que se levantan en grupo, a media legua apenas de la costa, como para contemplar de frente a la hermosa reina del Mediterráneo.
Entre las pocas barcas que aun aguardaban pasajeros, se distinguía por su blancura una que casi tocaba con su popa los pies del pesado edificio consistorial, y que con su graciosa vela latina—plegada todavía—se asemejaba a un cisne dormitando al suave balance de las tranquilas olas.
La única persona que la ocupaba era un rubio y gallardo mancebo, como de diez y ocho a veinte años, vestido con pulcra sencillez que no carecía de elegancia, y cuya mano derecha—apoyada negligentemente en el timón—mostraba tan aristocrática hermosura, que no era posible presumir estuviese avezada a manejarlo.
Prestando poco interés al bullicioso espectáculo que le rodeaba, dejaba el joven perderse sus miradas por la inmensidad del espacio, cuando de pronto le sacó de su contemplación melancólica el movimiento que imprimió a la barquilla el peso de otro individuo, que saltó a ella con agilidad poco común a sus años—que bien podían pasar de sesenta,—y que se arrellanó sin decir palabra en el asiento más cómodo.
Presentaba la fisonomía de aquel recién llegado cierto contraste difícil de pintar; pues temperaba la severidad de algunas líneas del rostro, y la expresión profunda y un tanto desdeñosa de sus ojos penetrantes, cierto no sé qué de benévolo y dulce que se traslucía, digámoslo así, en su gesto habitual y hasta en la misma gravedad de su espaciosa frente; aviniéndose bien con la extremada modestia de su traje y el sans-façon de sus francos modales.
Detuvo la vista nuestro hombre por breve momento en su joven compañero de embarcación, y la volvió en seguida hacia el muelle, paseándola por todos los que con trazas de barqueros circulaban en él; pero sin satisfacerse, al parecer, con el resultado de aquella muda investigación, gritó al cabo con alguna impaciencia:
—¡Eh! ¿no tiene patrón esta barca? ¿dónde diablo se esconde?
—Perdonad, caballero,—dijo entonces el mancebo,—yo soy el que buscáis.
—¡Vos!..... exclamó sorprendido el anciano.
—Ciertamente, señor, y si queréis salir del puerto, estoy a vuestras órdenes.
—Mi deseo se limita a dar un corto paseo,—respondió el desconocido mirando con creciente curiosidad a su galán conductor:—quisiera gozar mejor de la suavidad de esta halagüeña brisa, admirando a la vez en horizonte más vasto los últimos crepúsculos de tan deliciosa tarde.
—Tenéis razón,—repuso el barquero levantando al occidente una mirada de artista;—porque no hay espectáculo que iguale en magnificencia a una puesta de sol en el hermoso cielo de la Provenza.
Pronunciando estas palabras soltó la blanca vela del esquife, que empezó a hender al instante las serenas aguas de la bahía.
Hubo entonces largo intervalo de silencio, que rompió bruscamente el desconocido, diciendo:
—Ni vuestro aspecto ni vuestro lenguaje son propios del oficio que venís ejerciendo, y que indudablemente no es el vuestro.
—En efecto, señor, contestó el joven suspirando; sólo soy barquero los días festivos, porque en ellos está cerrado el obrador del lapidario con quien trabajo el resto de la semana.
—¿Tenéis grande afición a ese otro oficio?
—¡Ah! no, por desgracia: la pintura de paisajes y de arquitectura ha sido desde la infancia mi vocación decidida.
—¿Quién os impide, pues, cultivar tan noble arte?
—El anhelo de ganar pronto dinero, lo cual no es posible en el largo y costoso aprendizaje que aquél requiere.
—Sois demasiado joven para tanta codicia.
—No adolezco, gracias a Dios, de semejante defecto.
—Pues confieso que no os comprendo, amigo mío,—dijo el anciano deponiendo la involuntaria aspereza con que acompañara su observación última.
—Me explicaré más claro, ya que tenéis la bondad de mostrar ese interés,—pues no es dable sospechar en vos ociosa curiosidad. Yo, señor, he nacido en París, donde mi padre desempeñaba un cargo ventajoso que proporcionaba a la familia medianas comodidades, y me dediqué a la pintura teniendo por maestro un distinguido artista, que aseguraba hallar en mí excelentes disposiciones. Desgraciadamente perdió mi padre su colocación, y tuvo que resolver entonces establecerse en Marsella, por la circunstancia de tener aquí su mujer algunos bienes raíces, y varios amigos que le prometían facilitar a su marido pronto y decente acomodo. Hízose así, quedando interrumpidos mis estudios, que posteriores infortunios me obligaron, antes de mucho, a renunciar completamente, para dedicarme a otro oficio de más breves resultados. Siendo, sin embargo, harto escaso todavía el provecho que éste me proporciona, utilizo—como veis—los días que me deja libre el maestro, ganando algo con esta barca prestada; y aun, así y todo, mi pobre madre y mis dos hermanitas carecerían de lo más indispensable para la vida, si no se ayudasen ellas mismas, ocupándose día y noche en labores de su sexo.
—¿Según eso, vuestro afán por dinero nace de que veis pobre a vuestra familia, y anheláis, como es natural, poder aliviar su suerte?
—¡Oh señor! ¡sí! no me es dado olvidar un momento que mientras yo no consiga reunir considerable suma, vivirán tres ángeles en el dolor y la miseria, y arrastrará mi desdichado padre sus ominosas cadenas.
—¡Cómo! ¿está acaso en presidio vuestro padre?
—La honradez de su vida no podía conducirle a la infamia—respondió el mancebo con dignidad;—pero la aciago de su estrella le ha llevado a la esclavitud.
—Os ruego, amigo mío,—dijo el desconocido con nuevo y vivo interés,—que me deis explicación más amplia, si no os lo impiden poderosos motivos de reserva.
—Todo os lo diré en pocas palabras, caballero. Cierto comerciante trastornó la cabeza de mi padre con grandes proyectos de especulaciones, por cuyo medio le aseguraba serían los dos, en cortísimo tiempo, millonarios. Vendidos, con tal objeto, los pocos bienes que poseíamos, mi padre fletó un buque cargado de mercancías, que constituían ya toda su fortuna, y renunciando a su lucrativa ocupación de corredor de comercio, quiso capitanearlo él mismo, como en efecto lo hizo, dándose a la vela para Esmirna, hoy hace precisamente dos años.
La voz del narrador quedó durante algunos minutos ahogada por violentos sollozos que no pudo reprimir, y el desconocido—respetando su dolor—guardó también silencio, aunque visiblemente agitado por cierta ansiedad penosa, que se convirtió en profundo enternecimiento cuando el joven pudo articular por fin, en medio de sus lágrimas:—Fué apresado por un corsario.... se halla cautivo en Tetuán desde entonces.... quizá para siempre.... no es cosa fácil reunir los seis mil francos que exigen por su rescate.
—Calmaos, pobre joven, dijo el anciano con casi paternal acento, y no desesperéis de alcanzar de la Providencia los medios de libertar al autor de vuestra vida.
—Cuando ocurrió la desgracia, añadió su interlocutor, quise y aun intenté hacerme llevar a Tetuán para ofrecerme en cambio del cautivo; pero mi madre llegó a saber mi proyecto, no sé cómo, y no solamente lo trató de absurdo e irrealizable, amenazándome con su maldición si persistía en él, sino que también habló a los capitanes de buques que frecuentan las costas africanas, rogándoles que ninguno me admitiese a su bordo. Así me hallé privado del único medio inmediato que alcanzaba para volver a mi pobre padre al seno de su familia.
—¿Y aun os halláis dispuesto a sacrificar vuestra libertad por restituirle la suya?—preguntó el anciano con tono cada vez más afectuoso.
—¡Siempre, señor!—contestó el interpelado con voz firme.—¡Mi libertad, decís? ¡Oh! eso no es nada.... otro sacrificio mayor haría ahora alejándome de Marsella.... pero no vacilaría ante ninguno si lograra que consintiese mi madre.
—Habláis de sacrificar algo que apreciáis más que la libertad, ¿estaréis por ventura enamorado?
El joven bajó los ojos, empañados aún por las lágrimas, y su bella frente se coloreó como la de una virgen que ve sorprendidos de improviso los secretos de su corazón.
—¡Vamos! sed del todo franco,—dijo su compañero, procurando desmentir con una sonrisa la emoción que revelaba su acento. Ya que me habéis dispensado la confianza de referirme la historia de vuestros infortunios, no me dejéis ignorar la de vuestros amores. Decidme quién es vuestra novia, y qué esperanzas os animan a ambos.
—No puedo decir que tengo novia, señor, respondió el joven, pues no alimento la más leve esperanza. Amo, es verdad, amo apasionadamente, para colmo de mi desdicha, a la hija única de cierto mercader enriquecido en una de las Antillas españolas, y que goza al presente en esta ciudad—que es su patria—una opulencia de príncipe. ¿Cómo puedo prometerme que quiera dar su heredera a un infeliz artesano?
—La dificultad no sería tan grande si se tratase de un aventajado artista,—observó el desconocido.
—Lo creo así, señor; pero yo no puedo ser ya, cuando más, sino humilde lapidario.
—¿Quién sabe? ¿Cómo os llamáis?
—Huberto Robert, caballero.—¿Y vuestro padre?
—Tiene mi mismo nombre.
—¿Habéis podido saber quién es su dueño?
—Sí, señor; pertenece al jefe de los jardines reales.
—Se me figura que ese jefe de los jardines no ha de ser un mal amo, y tengo, además, amigo Huberto, profunda convicción de que la Providencia premiará al cabo la nobleza de vuestros sentimientos y de vuestra conducta, mejorando la suerte de vuestra cara familia y dispensándoos a todos días serenos y felices, que sincerísimamente os deseo. Ahora servíos atracar la barca al muelle a que nos vamos acercando, y recibid las gracias que os debo por la condescendencia que habéis tenido de darme conversación durante mi paseo.
—Conversación bien triste y que os ha privado del placer que os prometíais gozar, admirando la magnificencia del cielo a la despedida del rey de los astros.
—No importa; todo tiene compensaciones, mi joven amigo, y ésa es una verdad que no debéis olvidar nunca.
Terminando estas palabras el desconocido, se envolvió en su abrigo y guardó meditabundo silencio, hasta que, atracando el esquife, deslizó en la mano que le tendió Huberto—para ayudarle a saltar al muelle—un objeto algo pesado, y sin darle tiempo para ver lo que era, se confundió entre la multitud, que iban envolviendo ya las primeras sombras de la noche.
II. La primera entrevista
En el mismo instante en que el desconocido se separaba de Huberto, abríanse las persianas de una rasgada ventana en el entresuelo de la casa más próxima al paseo público llamado le Cours, a la extremidad de la monumental calle de la Canebiére, y aparecía en el hueco una linda joven vestida toda de blanco.
Aquella figura,—que se destacaba a la pálida claridad del último crepúsculo sobre el fondo de una habitación aun no alumbrada por luz artificial,—presentaba rasgos distintivos de una organización desarrollada prematuramente, bajo cielo más poderoso que el que entonces la acariciaba con moribundos reflejos.
Comprendíase por la casi infantil expresión de su fisonomía candorosa,—llena, sin embargo, de gracia francesa y vivacidad española,—que apenas había gozado de la primera sonrisa del alba de la vida; mientras que sus formas mórbidas y perfectas; su tez delicada y un poco morena; sus magníficos ojos negros de largas pestañas y acariciadora mirada, y cierta voluptuosa dejadez en todos sus movimientos, caracterizaban la especial belleza de la criolla; de la mujer precoz que ostenta toda la lozanía de la juventud, sin haber perdido aún las inocentes gracias de la niñez.
Apoyando sus pequeñas y torneadas manos en los hierros, de la reja, tendió la hermosa criatura larguísimas miradas por la extensión de la ancha calle, y las dejó vagar seguidamente con aire escudriñador por entre las sombras del arbolado que adorna profusamente al antes mencionado paseo; mas no pudo descubrir sin duda lo que buscaba, pues bajó con gesto mohino su graciosa cabeza, cubierta de oscuros rizos, y empezó a deshojar maquinalmente, con cierto despecho, un encarnado clavel que se levantaba a sus pies en rica maceta de porcelana.
Terminada tal operación, repitiéronse las miradas con creciente afán, y al parecer con no más satisfactorio éxito; pues esta vez el disgusto que se siguió fué mucho más ostensible, y un delicado piececito,—de aquellos que sólo produce Cuba,—golpeó repetidas veces el pavimento en señal inequívoca de impaciencia.
—¡Eh! no enfadarse; ya vino:—pronunció al mismo tiempo en extraño patuá, medio español medio francés, que no nos es posible conservar,—una rolliza mulata que se dejó ver a espaldas de la joven, ostentando en su crespa cabeza vistoso pañuelo de madrás, y en sus toscas facciones la expresión mimadora de una ternura casi maternal.
—¡Ya vino! ¿pues dónde está?—dijo al punto la niña, hablando con pureza la elegante lengua de Racine, pero dejando percibir cierta acentuación extranjera, a la vez que el dulce dejo criollo.—Creo que sueñas, Niná.
—No por cierto, Josefina mía,—respondió ella, enlazando con sus robustos brazos la gentil cintura de la doncella, con esa familiaridad cariñosa que usan en nuestras Antillas con los hijos de la casa las esclavas nacidas y envejecidas en ella.—Estoy muy despierta y muy alegre también, porque os vengo a comunicar una noticia que debe causaros la más grata sorpresa.
—¿De veras, Niná?
—Sí, vida mía; sabed que si él no está ya al frente o al pie de vuestra ventana, es porque os aguarda en la verja del jardín, donde podréis hablaros libremente.
—¡Qué dices!—exclamó Josefina, entre gozosa y asustada.—¡Hablarle en el jardín!.... Pero eso es muy arriesgado.
El jardinero anda siempre rondando por los que considera dominios suyos, y si llegase a sorprendernos no dejaría de charlar de ello con los otros criados, llegando muy presto todo a los oídos de papá.
—Nada, repuso la mulata; no sucederá nada de cuanto se forja vuestro miedo. ¿Soy tan tonta que no haya tomado mis medidas? El jardinero duerme una turca que no lo dejará en muchas horas, y los demás que pudieran curiosear se aprovechan con ansia del permiso que les he dado, en mi calidad de mayordoma, para ir a solazarse hasta las diez, ya que pasan sin paseo tantos otros domingos, por las rarezas del amo.
—Pero, ¿y él? ¿y mi padre?....
—Sabéis que hoy apenas le hemos visto la cara, y cuando sube tanto de punto su acostumbrado mal humor, maldito lo que se cuida de vos ni de nadie. Venid, pues, querida niña: tiempo es ya de que se explique el afortunado galán, que con sólo el lenguaje de los ojos ha tenido la habilidad de hacernos perder la chabeta, sin que sepamos de él otra cosa sino que se llama Huberto.
—Yo estoy segura,—dijo la joven con graciosa gravedad,—de que es un caballero en toda la extensión de la palabra.
También a mí me lo parece, y además,—no sé si será por verlo ya como novio vuestro, o porque él tenga en su persona cierta hechicería natural,—pero confieso que no hallo hombre en Marsella que sirva para descalzarle. Sin embargo, bueno es que cuanto antes se sepa ser verdad lo que nos figuramos, y se pueda decir a boca llena que habéis hecho una elección que no deja nada que desear.
—Sí, sí, tienes razón; vamos a hablarle, Niná: nunca he deseado tanto cosa alguna, y te agradeceré siempre como el mayor servicio el habérmela proporcionado. Con todo,—añadió deteniéndose en mitad del gabinete que iba a abandonar,—siento tan grande emoción, que casi me embarga el aliento. Esta entrevista inesperada me hace el efecto de una gran locura.
—Pues más lo era, ciertamente, el estaros en la ventana horas enteras, como lo habéis hecho hasta aquí, para trocar con él,—siempre de plantón abajo,—suspiros y palabritas sueltas que nada adelantaban. Sabed que precisamente por prudencia es por lo que he tenido más empeño en facilitaros que le habléis en el jardín. Aquella calle, a espaldas de la casa, es menos transitada que ésta, y al través de la alta verja cubierta de enredaderas, podréis charlar con vuestro Huberto sin ser vista de alma viviente; mientras que por acá no cesan de pasar curiosos, teniendo por añadidura de vecina a la vieja Mouchard, a quien le viene el nombre de perilla, pues es una fisgona, que se ocupa en husmearlo todo. Mucho será que no se haya enterado ya de cuanto pasa, y esté acechando la ocasión de chismear a su gusto. Vuestro padre suele visitarla, ella dicen que no lo ve con malos ojos, y acaso crea congraciarse con él echándola de celadora de la honra de su casa.
—No se hable más, ¡ea!—dijo Josefina:—Huberto está esperando, y por propia experiencia he comprendido hoy lo insufrible que es eso cuando uno ama.
Pronunciadas dichas palabras, echó a correr con tal ligereza,—no obstante las violentas palpitaciones de su corazón, capaces de ahogarla,—que la corpulenta mulata tuvo que sudar mucho para seguirla a distancia.
Era la vez primera que los dos amantes se iban a hablar de cerca—según Niná se lo ha hecho comprender al lector en el diálogo que antecede,—y tenía, por tanto, la entrevista que referimos, algo de extraordinario y solemne, que no sólo sobrecogía a la doncella, sino también a nuestro ya conocido Huberto.
—¡Oh Josefina!—exclamó con voz trémula de emoción, luego que ella se acercó a la verja.—¿No estoy soñando? ¿Puedo al fin hablaros? ¿Puedo deciros que os amo, que os adoro, sin el recelo de servir de diversión a tanto transeúnte, que he maldecido mil veces?
—A Niná le debemos estos dulces momentos, que me han cogido de sorpresa,—contestó la joven. Pero vos, que los esperabais, pues os fué prevenido que vinieseis aquí, ¿cómo es que habéis llegado más tarde que otros días? Sólo os veo los festivos, después de que anochece, y ya que os hacéis desear el resto de la semana, justo me parece que en esta primera entrevista, por lo menos, me anticipaseis la hora en vez de retrasármela.
—¡Ah! perdonadme, amor mío,—repuso Huberto, procurando traspasar con sus ojos la tupida cortina de madreselva y jazmines que le ocultaba a su linda interlocutora. Debéis comprender que no ha podido provenir de mi voluntad ese retardo imprevisto, como tampoco el privarme de saludar con más frecuencia la reja de vuestro gabinete. Mis ocupaciones duran los días comunes hasta tarde de la noche, y aun los festivos apenas dispongo libremente de aquellos breves instantes que consagro a la felicidad de contemplaros.
—¿Habéis tenido hoy mayores atenciones que los otros días de fiesta, Sr. Huberto?
—No, amiga mía; pero sucedió que cierto sujeto, que debía satisfacerme pequeñísima cantidad, me dió en el paseo del muelle una bolsa, que—abierta después de haberse él ido—vi contenía muchas monedas de oro, y entre ellas, además, una rica sortija de brillantes. Tuve, pues, que hacer inmediatamente diligencias para devolverle lo que por equivocación me dejara, y he perdido la media hora que me echáis en cara recorriendo los muelles y sus cercanías, en minuciosa revista de todos los paseantes trabajo inútil en verdad, pues no dí con mi hombre; proporcionándome sólo—á más del dolor de haber perdido algunos de estos momentos,—el que vos me riñáis con apariencias de justicia.
—¡Qué oficioso se conoce que sois!—dijo sonriendo Josefina.—Ya tendrá cuidado de hallaros el dueño de la bolsa, sin necesidad de que os mováis tanto para facilitárselo. Desde las siete prescindí yo de todo para sólo ocuparme de vos.... y eso aunque conozco haría mejor dedicando todo mi tiempo y mi cuidado a prestar consuelo y compañía a un padre que padece.
—¡Cómo!—exclamó Huberto con interés.—¿Está acaso enfermo Mr. Caillard?
—No sé qué responderos,—dijo Josefina.—Los males del espíritu, que no se llaman enfermedades, ni es costumbre tratar por la ciencia médica, son, sin embargo, muchas veces mortales. Como no sabéis de mí y de mi familia, sino que mi padre es un comerciante venido de la Habana con una hija única—servidora vuestra—que se llama Josefina, poco o nada comprenderéis si os digo que raro es el día que dejo de llorar por las desgracias de mi casa.
—En efecto, amada niña, respondió el joven—logrando esta vez encuadrar, digámoslo así, entre las guirnaldas que vestían la verja el gracioso semblante de la doncella, que iluminó instantáneamente un rayo argentado de la luna :—estaba persuadido de que vuestra familia era tan dichosa como infortunada la mía.
—En cuatro meses transcurridos desde que nos vimos por primera vez en la misa mayor de la iglesia de San Teodoro,—repuso Josefina,—nunca habíamos podido hablarnos seis palabras seguidas; y pues hoy logramos esta ocasión feliz, que acaso no se repita, quiero que nos comuniquemos nuestras penas, explicándonos con franqueza nuestra posición recíproca. Sí, mi buen amigo; conviene que nos conozcamos mejor, toda vez que me amáis, y que en ese sentimiento fundo ya todas mis esperanzas de ventura.
—¡Oh bien mío!—exclamó el joven, permitiéndose besar una bonita mano apoyada en la verja. ¡Cuán dichoso sabéis hacerme con una sola palabra, en medio de las amarguras que me cercan! Tenéis razón; preciso es que no ignoréis nada; que os abra este pecho, que os adora, y cuyos sentimientos constituyen toda la historia de mi humilde vida.
—Yo os daré el ejemplo,—dijo vivamente Josefina:—conoceréis, oyéndome, que no hay en la tierra ser alguno exento de sinsabores, y estos antecedentes que voy a daros del hombre a quien debo la existencia y de quien depende mi destino, os harán acaso comprender su carácter y disculpar sus rarezas.
El joven tornó a besar la lindísima mano, que se quedó desde aquel momento entre las suyas, y Josefina comenzó su relato como se verá en el siguiente capítulo.
III. Historia de una familia cubana
«Mi padre recibió del cielo, como nosotros, una alma tierna y apasionada, si bien bajo el disfraz de un exterior algo áspero. Enamoróse perdidamente de la que después tuvo por esposa, pero no era él entonces sino un pobre mercader extranjero, y ella—hija predilecta de un opulento hacendado de la Habana—estaba, además, prometida desde la infancia a cierto ricacho, joven todavía, y no indiferente a sus ojos. Pocas eran, por tanto, las ilusiones que podía alimentar el desventurado francés, cuya pasión se exaltó hasta el delirio por los mismos obstáculos, al parecer insuperables, en que se estrellaba su esperanza.»
A estas palabras exhaló nuestro héroe profundísimo suspiro, que podía traducirse :—¡Ahí ¡bien sé lo que es eso!
No podemos asegurar que lo entendiese así Josefina, pero es lo cierto que hizo precediese otro suspiro, no menos expresivo, a la continuación de su historia, que fué en estos términos:
—«Aquella triste pasión iba consumiendo la vida del que estaba destinado a ser autor de la mía; pues no sólo no le era dable prometerse la aprobación de la familia a que anhelaba enlazarse, sino que ni aun siquiera podía contar con las simpatías de su adorada. Burlas de los indiferentes, desaires de los allegados, tormentos de un deseo imposible, todo le hubiera sido soportable, con la idea de merecer una mirada tierna de la que constituía su universo; mas no observaba cosa que no le indicase que era completamente de otro el corazón que él hubiera conquistado a costa de cien vidas que tuviese.
»Pasáronse de aquel modo muchos meses, llegando por fin el señalado para el casamiento de mi futura madre.
»La boda debía celebrarse en un hermoso cafetal que poseía mi abuelo, a las inmediaciones de Guanabacoa, y allá se trasladaron anticipadamente la familia y todos los convidados.
»¿Podréis creer que mi padre, conservando aún, en tales circunstancias, la incontrastable tenacidad de su desesperado amor, también corrió a ocultarse en la humilde cabaña de un esclavo, conceptuando todavía una dicha el aspirar el mismo ambiente que su ídolo, y poder seguir sus pasos alguna vez, besando las huellas que dejaban sus plantas?
»Por inverosímil que os parezca, el hecho fué tal como acabo de indicarlo, mi querido amigo, y esto os dará idea del extraño carácter del señor Caillard.
»La víspera de las nupcias se dió en el cafetal un opíparo banquete, al que siguió alegre noche de baile. Terminando éste,—antes de lo regular, por haberse retirado la novia, fatigada sin duda de las emociones del día,—a la mitad de la noche reinaban ya la calma y el silencio en aquellas salas, tan iluminadas y bulliciosas en las primeras horas.
»De súbito empezó a notar la futura desposada, cuyo sueño era probablemente más ligero que el de las otras personas, cierto olor pronunciado, sintiendo al mismo tiempo que se le iba condensando la atmósfera en la oscuridad de su aposento, hasta el punto casi de sofocarla. Llamó asustada a Niná, su camarera, que dormía cerca de ella, y no bien hubo despertado la mulata, exclamó llena de espanto:—¡Jesús, María! algo se está quemando por aquí, y no es cosa de poca monta. ¡Niña! ¿Escucháis esos chasquidos? ¡Oh! ¡levantaos! ¡levantaos!
»Mi madre intentó obedecerla, pero de tal manera la habían sobrecogido las palabras que acababa de oir y que confirmaban sus propios recelos, que le faltaron completamente las fuerzas, y cayó sin sentido a los pies del lecho que quería abandonar.
»Afortunadamente Niná conservaba, no obstante su sobresalto, la presencia de espíritu que tanto vale en semejantes casos, y comprendiendo rápidamente la inminencia del peligro, así como el estado de su ama, corrió hacia ella sin perder momento, la envolvió en las sábanas, y tomándola en brazos se lanzó fuera del cuarto; cuya puerta encontró y abrió con admirable tino, en medio de las tinieblas. Al punto mismo, por el lado opuesto, se precipitaban dentro las llamas con imponderable violencia, resonando simultáneamente por todos los ámbitos de la casa el clamor pavoroso de ¡fuego! ¡fuego!
»Vuestra viva imaginación, Huberto, os pintará mejor que mi torpe palabra aquella escena terrible, a la que dió lugar—según después se supo—cierto descuido del novio de mi madre, que tuvo, sin embargo, la dicha de salvarse el primero saltando por una ventana; pero tan afectado por el miedo que perdió el uso de la voz durante largo rato, y no pudo ni aun dar la alarma, con sus gritos, a los que dejaba dentro. Os diré solamente que, auxiliados por los esclavos, pronto tuvieron la fortuna de hallarse a salvo—sin más que algunas contusiones y quemaduras—cuantos descansaban aquella fatal noche bajo el techo hospitalario de mi abuelo; siendo aquel pobre anciano, medio baldado, el único que faltaba.
»Nadie, empero, le echó de menos desde luego en la conturbación general y en medio de la noche, alumbrada sólo por los resplandores siniestros del incendio, si bien todos se habían ido reuniendo en la meseta de una colina, donde Niná se refugiara la primera con su señorita desmayada.
»El estado de ésta contribuía, sin duda, a preocupar los ánimos, pues continuaba sin dar casi señales de vida, allí donde tan escasos auxilios era posible prestarla, y a vista del fuego, cuyos espantosos progresos no alcanzaban a atajar turbas de infatigables negros.
«Cuando, por fin, se logró que saliese la joven de su largo síncope, y pudo ella tender ansiosamente sus miradas por los grupos que la rodeaban, notó al momento—a los albores del día que iban ya despuntando—la ausencia de la persona que le era más amada en el mundo. Levantándose entonces despavorida, señaló a su novio el punto del edificio en que se hallaba situado el dormitorio del anciano, y gritó con desgarrador acento :—¡Mi padre aun está allí!
«Todos fijaron los ojos con espanto en el paraje indicado; mas viéndole convertido en devorante hoguera todos los apartaron inmediatamente, gimiendo consternados, sin que se le ocurriese a ninguno el intentar siquiera lo que parecía imposible.
»La doncella, sin embargo, continuaba clamando:—¡Mi padre! ¡salvad a mi padre!—Y cayendo de rodillas a los pies de su futuro, levantaba hacia él sus manos crispadas y sus ojos llenos de angustia.
»Él movía tristemente la cabeza sin acertar a dirigir palabra a la bella suplicante; mas la hermana mayor de ésta le sacó del conflicto, pronunciando con decisivo tono:—Todo lo que podemos hacer, hermana mi a, es encomendarlo a Dios.
»Oírlo mi madre, levantarse frenética y echar a correr con dirección al incendio, todo fué obra de un segundo.
«Niná y el novio—que la siguieron acelerados—no hubieran probablemente conseguido alcanzarla, si ella misma no se detuviese de pronto y hasta retrocediera estremecida, cual si pavoroso fantasma saliese a cortarle el paso.
«Así era en verdad, mi buen amigo: todos los que se hallaban en la colina vieron que la subía una especie de espectro, cuya vista horrorizaba.«
—Era Mr. Caillard, ¿no es cierto?—dijo Huberto, interrumpiendo conmovido.
—Era él, sí, contestó Josefina, él, medio desnudo, ennegrecido por el humo, cubierto de quemaduras, pero llevando sobre sus espaldas—que eran una sangrienta llaga—al padre de su adorada, milagrosamente salvado por su abnegación sublime.
«Cuando hubo depositado al exánime anciano en brazos de la más amante de las hijas, cayó el mísero a las plantas de ésta, punto menos que moribundo, sin poder decirle sino esta breve pero consoladora palabra:—¡Está vivo!»
—¡Qué venturoso fué! tornó a exclamar Huberto con cierto tono de envidia. ¡Cuánto no daría yo, Josefina, por tener ocasión de rendir a vuestro padre un servicio semejante, aun cuando me costase la existencia!
—Lo creo,—dijo la linda criolla sonriendo y estrechando dulcemente la mano que aun retenía la suya;—pero, por fortuna, no hay incendios cada día, mi caro amigo, y nos será preciso buscar algún otro medio menos heroico de que merezcáis de mi padre el premio que él obtuvo.
«Aun me resta deciros que, felizmente, nadie murió entonces. Transportados a la capital, en muy mala situación, el salvador y el salvado, y puestos en un mismo aposento de la casa de mi abuelo, fueron asistidos con igual asiduidad y ternura por la que era tan querida de ambos, hasta que tuvo el placer de contemplarlos, casi al mismo tiempo, completamente restablecidos.
»Me parece leer en vuestros ojos,—gracias a esta hermosa luna,—que estáis adivinando también, sin necesidad de que añada a lo dicho la menor palabra, que el casamiento con el ricacho quedó suspenso indefinidamente, y que más tarde—al segundo aniversario del suceso—se inauguró la nueva casa del cafetal, construida al pie de la colina, con otra boda, que no fué turbada por ningún accidente siniestro.
»Tuvo lugar su celebración en un templete redondo que, dando el diseño mi mismo abuelo, se había levantado sobre aquella meseta memorable. Al frontis de la linda rotunda se leía, grabado:—Recuerdo eterno,—y se ostentaba dentro una estatua representando a la Gratitud en el acto de coronar al Amor, reclinado en su seno.
»Las esbeltas palmas, los frondosos mangos, que, sombreando una parte de la colina, cobijaban la espalda del templete, eran los mismos a cuyo abrigo colocó Niná a mi madre desmayada en la noche terrible del incendio. Los floridos rosales, los matizados crótones, los tiernos naranjos que formaban elegantes grupos a los dos lados del pórtico,—así como las violetas y verbenas que alfombraban la ladera por donde subió mi padre con su preciosa carga,—todos habían sido plantados por la mano misma de la joven esposa.
»Allí, amigo mío, en aquel templo del agradecimiento, en que recibieron la bendición nupcial los autores de mi vida, fuí bautizada, diez meses después, colmando la alegría de la familia; y como ésta habitó constantemente desde entonces en la finca predilecta, su poético accesorio llegó a ser el teatro de todos los regocijos domésticos.
»En él se celebraban las fiestas de cumpleaños y de los Santos Patronos; en él las alegres cenas de Noche-buena, las meriendas de Pascuas, las veladas de San Juan, los bailes campestres que solemnizaban la recolección del café.
»Al echar con felicidad mi último diente, allá fuí llevada en procesión, entre cánticos de acción de gracias a la Providencia: cuando articulé la primera palabra, allá se ostentó vistosa luminaria de vasos de colores: allá, en fin, aprendí a andar, asida de la diestra materna, que me guiaba a adornar de rosas el altar del reconocimiento.
»A cada fausto suceso de tal índole, plantaban los esposos un nuevo árbol en el corto camino de aquel santuario de los dulces recuerdos, y se depositaba en el pedestal de la estatua alguna ofrenda votiva; resultando, con el tiempo, que era una magnífica alameda la que nos llevaba de la casa a la colina, y que el templete se vió tapizado, por decirlo así, de primorosas alhajas y simbólicas figurillas.
»Contaba yo nueve años cuando la señora Caillard anunció, llena de júbilo, que iba por segunda vez a ser madre, y la anhelada noticia se festejó con tres días de iluminación del sitio consagrado. Pero ¡ah! el acontecimiento que entonces se celebraba, era precisamente el que debía trocar en luto y en soledad las risueñas pompas de la colina.
»Mi pobre madre sucumbió a los treinta años, víctima de un alumbramiento desgraciado, sin sobreviviría el infante, objeto de tanto anhelo.
»Figuraos, Huberto, cuál sería el doloroso trastorno de aquella casa, morada hasta aquel día de la felicidad más pura.
»Mi abuelo siguió al sepulcro prontamente a la más cara de sus hijas; mi padre fué postrado por gravísima y larga enfermedad, que le dejó en despedida la consunción física, y una flaqueza tal de las funciones intelectuales, que hacia temer se convirtiese en completo idiotismo.
»Durante más de un año permaneció en la Habana (pues no se le permitió volver al cafetal) asistiéndole cariñosamente mis tías y sus familias; pero en vista de la creciente decadencia de su salud se resolvió, al cabo, trasladarle al suelo natal, como último recurso a que apelaba la ciencia.
»Mis doce años cumplía la misma mañana en que pisé por primera vez las playas de Marsella, y cuatro y medio han pasado desde aquel suceso, que puedo llamar afortunado, pues fué el comienzo de la mejoría lenta, pero progresiva, del estado del enfermo.
»Sin embargo, a medida que recobraba sus fuerzas y facultades, se le despertaba también con mayor intensidad y energía el sentimiento de su gran desgracia,—adormecido antes en la absoluta postración de su ser,—y aun no cumplidos dos años de su regreso a Francia, ya no pensaba más que en volver a la isla de Cuba, mirada por él como su verdadera patria. Necesito,—decía,—aquel cielo, aquel aire de mi felicidad perdida; aquella colina, santuario de mis eternas memorias, y donde aun hallaré por todas partes huellas y emanaciones de mi esposa.
»No hubo razones ni súplicas que lograran hacerle renunciar a tan halagüeñas esperanzas. Surcamos nuevamente el seno del Océano, para ir a buscar la certeza de una decepción amarguísima.
»¡Ay amigo Huberto! el templo de la gratitud no existía ya; la colina querida se hallaba despojada de sus galas y transformada impíamente.
»Nuestros deudos, usando de los poderes que les dejó mi padre,—casi sin conciencia de ello,—lo habían vendido todo, en la persuasión de hacerle servicio, puesto que no contaban con su regreso a la isla. El nuevo dueño del cafetal, hombre positivista y vulgar, para quien nada era bello sino lo materialmente útil, juzgó que estaría la colina mucho mejor empleada siendo el asiento de un enorme criadero de palomas,—hecho con el maderamen del templete,—que conservando en ella estatuas, árboles y flores que no tenían para él significación alguna.
»No intentaré pintaros el efecto que causó en el alma enferma del Sr. Caillard una profanación tan odiosa; sólo os diré que fué tal, que volvimos a embarcarnos inmediatamente, huyendo de los mismos parajes que habíamos ido buscando al través de las olas. Marsella, empero, no restituyó a mi padre la calma del espíritu, como la salud del cuerpo. Desde entonces se ha hecho tétrico, extravagante, maniático.
»En la imposibilidad de recobrar, tal cual lo necesita, el sitio consagrado por todas las alegrías de su vida, se ha apoderado de él atormentador afán de verlo reproducido por el arte. A poco de su vuelta a Francia encargó la pintura exacta de aquel paisaje a cuantos artistas hay en la Habana; pero, aunque algunos de ellos habían visto el original muchas veces, ninguno alcanzó a imitarlo de un modo que dejara satisfechas las exigencias del viudo inconsolable.
»Después ha hecho detalladas descripciones de los objetos queridos a varios pintores de Marsella, de Lion y aun de París, que—mediante retribuciones cuantiosas—se han prestado a probar si acertaban a complacerle: el éxito siempre ha sido el mismo.
»Éste no es el cielo de los Trópicos (exclama a cada nueva muestra que se le presenta), no hay calor en esta luz, no hay vida en esta vegetación raquítica.... nada veo que me recuerde las suaves brisas que suspiraban entre las palmeras y bambúes, enredando juguetonas los negros rizos de mi bella cubana: nada que anime este recinto frío e inmóvil, como la figura académica en que el torpe pintor ha creído copiar la irregular pero expresiva imagen de la Gratitud, concebida por el corazón. Al fuego, al fuego todo este hielo.
»Para que acabéis de comprender la fuerza de su manía, sólo os falta saber, amigo Huberto, que, desesperado de hallar quien le pinte su anhelado paisaje, se pasa él mismo días y noches con el lápiz o el pincel en la mano, intentando inútilmente,—pues carece de toda noción del arte,—trasladar al papel o al lienzo lo que tan claramente conserva impreso en su alma.
A cada ensayo desgraciado se siguen momentos dolorosos de desaliento y postración, hasta que lo reanima de nuevo violentamente su extraña monomanía, que—os lo confieso—llego a creer contagiosa, pues me hallo yo misma tentada muchas veces a tomar también la paleta, juzgando imposible (como le sucede al pobre papá) que no acierte a trazar mi mano lo que me parece tener todavía delante de mis ojos.
»He aquí la historia de mi familia, con todos sus pormenores, y a fin de que nada absolutamente ignoréis, la terminaré diciendo que me pertenece—como herencia materna—más que mediana fortuna, y que el Sr. Caillard, independientemente de mis bienes que administra, los posee considerables; pues no sólo aumentó muchísimo con su laboriosidad, durante diez años y medio de matrimonio, el modesto capital que aportó a él, sino que le cupieron también cuantiosos gananciales de la dote de su esposa, quien le agració, además, con todo su quinto, al que unió mi abuelo parte del suyo, en agradecimiento a lo bien que le manejó sus intereses desde el mismo día en que pudo llamarle hijo.
Ahora, amigo mío, os toca a vos darme conocimiento de cuanto os concierne, persuadido, como debéis estarlo, de que si vuestra suerte no es próspera, la impresión que me haga tal noticia será aumentar, si es posible, el afecto con que os miro.
Cesó de hablar Josefina, aguardando contestación; pero no recibió ninguna. El mancebo se hallaba evidentemente tan preocupado, que ponía en olvido hasta la presencia de su amada.
—¿En qué pensáis?—preguntó ella con un poco de extrañeza.—¿Os habrá fastidiado tanto mi larga narración, que os falte ánimo para comenzar la vuestra?
El interpelado desplegaba los labios para decir algo,—no sabemos qué,—cuando Niná que vigilaba a alguna distancia, llegó exclamando asustada:—Callad y separaos. El amo ha salido de su encierro, y le oigo andar por el corredor llamando con grandes voces a la niña.
Josefina sólo se detuvo para estrechar la mano de su amante, diciéndole aceleradamente:—Hasta el domingo: por si no podemos hablarnos, traedme escrita vuestra historia.
Separóse en seguida de la verja, y luego que nuestro héroe hubo perdido de vista su blanco vestido por entre los grupos de naranjos y rosales, se alejó también lentamente en dirección al humilde arrabal de San Lázaro, donde habitaba, con su familia, el tercer piso de un caserón viejo y destartalado.
IV. Tentaciones
El pensamiento que absorbía a Huberto, inspirado por algunas de los palabras que acababa de oir a Josefina, no es probablemente un misterio para nuestros penetrantes lectores. Monsieur Caillard se hallaba atormentado por el afán de obtener del arte perfecta imagen de aquel templete y de aquella colina, que eran para él un idilio de sus felicidades domésticas: el inspirado pintor que acertase a animar con el soplo del genio la copia exacta del sencillo monumento, sería, por tanto, objeto de admiración, de gratitud y fervorosa amistad para el triste monomaníaco; y ¿qué más podía anhelar el amante de su hija?
La grave preocupación de Huberto se encerraba, por consiguiente, en la respuesta que debería dar a esta pregunta dirigida a sí mismo:—¿No pudiera ser yo el afortunado artista?
—Mucho que sí (le aseguró al cabo su orgullo): posees superabundante idoneidad, y el amor—que te prestaría sus inspiraciones—sabe operar los mayores prodigios.
—¡Ah!—exclamó entonces con íntima convicción nuestro joven:—si no me hallase encadenado a un vil trabajo mecánico, si pudiera estudiar un año más siquiera el divino arte que amo, a mí indudablemente me debería ese hombre lo que ha pedido en balde a consumados maestros. Yo leería con los ojos del alma, en el alma tierna de mi adorada virgen, todo aquel conjunto de afectuosos recuerdos vinculados en los objetos materiales cuyos detalles recogería de sus labios. Yo sabría animarlos con la vida inmensa de mi amor, idealizarlos con la poesía melancólica de mis ensueños de ventura.
Pero ¿cómo? añadía después, sucediendo al entusiasmo hondísimo desaliento. ¿Cómo he de arreglarme para intentarlo siquiera? El día que yo faltase del obrador del lapidario carecerían de pan mi madre y mis hermanitas, cuyos propios recursos aun son harto eventuales. ¡Si consiguiese, al menos, cierto tiempo de libertad!.... ¡Si pudiese reunir la suma necesaria para que mi familia no tuviese por algún tiempo necesidad de mí!....
Al hacer la última reflexión le asaltaron de súbito un recuerdo y una idea, que parecieron aclarar instantáneamente las nubes de su horizonte. Llevaba en la faltriquera, no sólo una cantidad algo considerable, sino también valiosísima joya, que había podido apreciar a la primera mirada, como inteligente que era ya en la materia. Con usar, pues, de lo que a su disposición se hallaba—y podía presumir dón voluntario—el júbilo y la paz tornarían en breve al hogar doméstico del cautivo, cuyas cadenas quedarían quebrantadas; mientras que el tierno amante privado de esperanza, el pobre artista condenado a prosaicas tareas, se hallaría por su parte libre también para cultivar su genio y abrir florida senda al porvenir de su amor.
El asalto de la tentación no podía ser más rudo: Huberto, recibiéndolo desprevenido, quedó casi sojuzgado desde el primer instante, y el objeto temible, la rica bolsa del desconocido, se halló abierta, sin poder decir cómo, en su mano trémula y abrasada.
La luna,—que se hallaba en sus primeros días de crecimiento,—próxima a abandonar en aquella hora de prueba el trono celeste, desde cuya altura había acariciado la primera entrevista de los dos amantes,—lanzó, maligna, en tal momento sus últimos resplandores, que se reflejaron y multiplicaron con mágica fascinación en las límpidas facetas del magnífico y solitario brillante, destacado de entre el montón de dobles luises de oro que le prestaban séquito.
Los ojos del joven—fijos con calenturiento ardor en aquel foco centelleante—se cerraron de pronto como deslumbrados; pero, así y todo, sentía vivamente las irradiaciones fúlgidas y vertiginosas, que llegaban a su cerebro como efluvios de fuego, como torbellinos de llamas.
Cuando tornó a abrir los párpados ardientes, la reina de la noche había corrido del todo las tupidas cortinas de su lecho de nubes; la oscuridad en torno suyo era casi completa; pero aquellas sombras,—que podía creerse venían de exprofeso para favorecer el triunfo del deseo culpable, encubriendo la vergüenza de la probidad vencida;—aquellas sombras, decíamos, parecían surcadas todavía, a la vista de nuestro protagonista, por fantásticos cambiantes de luces maravillosas, que eclipsaban la débil claridad de la razón ya ofuscada.
Sin embargo, el instinto elevado de aquel adolescente generoso no estaba, en medio de todo, completamente ahogado. Algo había en el fondo de su alma que aun se esforzaba por protestar contra tantas seducciones irresistibles. En balde, para acallar aquella tímida pero íntima protesta, recordaba Huberto, o creía recordar, haber visto el tentador brillante en un dedo de la diestra liberal que se lo entregara, deduciendo de ello que sólo pudo hallarse en la bolsa—algunos instantes después—por un acto de deliberada voluntad y con intención determinada de acompañar con él las monedas que se le destinaban. La voz interior combatía elocuentemente esta hipótesis, apenas había sido formulada, suscitando dudas y presentando argumentos que poco a poco iban echando por tierra los capciosos sofismas del deseo.
—¿Por qué recibir como dón de la Providencia (le decía) lo que puede no ser más que tentación del abismo? ¿En qué se funda tu confianza? Dando por cierto que no te engañe la imaginación cuando presumes recordar que el valioso anillo brillaba esta tarde en la mano que te dió la bolsa, ¿que razón hay para afirmar que sólo pudo ponerse en ella con la intención que supones?
Semejante dádiva no está justificada, es inverosímil como gratificación de un ligero servicio, y como limosna de caridad sería excesiva aun partiendo de la diestra munífica de un príncipe, cuanto más dispensándola un hombre en cuyo sencillo aspecto nada había de magnificencia regia.
Aun permitiéndote creer que pueda ser el desconocido disfrazado magnate,—añadía severamente aquella voz interior,—¿le concedes, además, tan abnegada generosidad, que se prive voluntariamente del placer, tan dulce para toda alma benéfica, de escuchar las bendiciones de tu reconocimiento, y hasta de la certeza de que supieras debérselo?
¿Cómo explicar que te deje en una duda que te expone a ser ingrato y culpable, apropiándote como hallazgo casual lo que podías utilizar legítimamente y con gratitud, sabiendo ser intencional beneficio?
¡Oh, no! la pasión te fascina más que los rutilantes reflejos de esa piedra preciosa; pues es lo probable, lo casi evidente, que su dueño sólo creyó darte en la bolsa algunas pocas monedas, olvidado del oro que contenía y de la joya que—por algún incidente extraño—fué momentáneamente depositada en ella.
Ante la fuerza de esta lógica de la conciencia, el encanto se fué desvaneciendo, y derrumbándose el bello edificio de locas esperanzas.
Pasando, en la reacción violenta, de un extremo a otro, el desgraciado amante de Josefina llegó a rechazar absolutamente, como ilusión de su memoria, el recuerdo que se le presentaba de haber visto la sortija en uno de los dedos de su compañero de barca. Todo lo juzgó ya seducción de la codicia, todo le inspiró desconfianza y pavura, hasta que, sumergiendo al cabo con doloroso esfuerzo la tentadora bolsa hasta el fondo de su faltriquera, exclamó decididamente:
—¡Apártate, ocúltate! no quiero verte más: sólo te guardaré como sagrado depósito, que debo respetar aun a costa de mi vida. Primero inutilizar un beneficio voluntario que exponerme a abusar de una equivocación, apropiándome lo ajeno. ¡Jamás semejante mancha recaerá sobre mí! ¡Muera antes en la desgracia que vivir en la vergüenza!
Se hallaba, al tomar tan honroso partido, en la plaza de Aix, que tenía que atravesar para ir a su morada, y sentándose breve rato en uno de los bancos que en aquel tiempo la rodeaban, procuró calmar del todo las tempestades de su espíritu, encomendándose devotamente a la Madre de los Desamparados, y pidiéndole con fervor sus santas inspiraciones; pues la cristiana enseñanza que debió en la infancia a su madre no fué lo que menos contribuyó a hacerlo, durante el largo curso de su vida, modelo perfecto de caballeresca hidalguía.
Cuando emprendió de nuevo su camino, la serenidad reinaba ya en su alma y pudo raciocinar desapasionadamente sobre los límites justos de la incertidumbre, que le vedaba aprovecharse de unos valores que podían hacer la suerte de su familia y la suya.
Conservarlos en eterno depósito no era, a su entender, más razonable que apropiárselos inmediatamente sin previas diligencias para restituirlos. Su primer cuidado debía cifrarse en llenar esta obligación ampliamente, y si ningún resultado alcanzaba, si nadie se presentaba reclamando la bolsa, ni él conseguía descubrir el paradero del desconocido para devolvérsela religiosamente íntegra, en ese caso bien podría sin escrúpulo dar por cosa segura que la intención de aquél había sido favorecerle con tan oportuno y considerable socorro.
La última cuestión llegó, por tanto, a reducirse a esto: ¿cuáles medios emplearía para la restitución que su conciencia le ordenaba, antes de permitirle la propiedad ambicionada?
No sabía Huberto del anciano de la barca, ni aun siquiera si moraba habitualmente en Marsella, así como tampoco había dicho a aquél cuál era su habitación, que difícilmente podría inquirir por sólo el conocimiento de su oscuro nombre.
El único arbitrio seguro que se le ocurrió, por consiguiente, fué el de acudir todos los días festivos, durante un mes,—que empezaría a contar desde aquél,—al paraje mismo en que le halló el caballero cuando entró a ocupar su ligera embarcación, permaneciendo allí como un poste, bien visible para cuantos pasasen, a fin de que si era buscado por su acreedor pudiese fácilmente encontrarle.
Aun se propuso hacer más. Al retirarse cada noche, si había sido inútil su espectativa, pasaría minuciosa revista a los paseantes del muelle, informándose del mejor modo posible si alguno conocía al anciano de la nariz aguileña, de los penetrantes ojos y de la benévola sonrisa. Sólo después de cumplido el mes sin producir resultado todas las diligencias practicadas durante su curso, podría Huberto considerarse con derecho a disponer de los luises dobles de oro y del magnífico solitario, que aun siendo inseguro le pertenecieran como dádiva graciosa, podía apropiarse entonces como cosas sin dueño.
Merced a esta solución, que en su concepto lo conciliaba todo, llegó a su casa el mancebo con cierto aire de triunfo, y dispuesto a dar treguas a las graves preocupaciones de su amor y su desgracia, para honrar la frugal cena de la familia con el buen apetito de sus diez y nueve años, y de un trabajo corporal de muchas horas seguidas. ¡Ignoraba que aquel asilo doméstico, donde buscaba el reposo de tantas fatigas y combates, le guardaba el segundo y más vigoroso asalto de la tentación vencida!....
En una pequeña pieza—que servía a la vez de sala, comedor y taller de costura—se hallaban sentadas al rededor de una mesa de pino, ocupadas como de costumbre en labores propias del sexo, la señora Robert y sus dos interesantes hijas, cuyos juveniles semblantes, surcados por recientes lágrimas, revelaban una angustia que había sabido borrar del suyo la esforzada matrona para recibir sonriendo a su primogénito querido. Este, empero, comprendió desde la primera mirada que algo de extraordinario agitaba en aquel momento a los tres corazones que más le amaban en el mundo, y sin besar siquiera la materna diestra, que afectuosamente le era presentada, preguntó al punto con alterado acento:
—¿Qué hay de nuevo, madre mía?
—Nada por ahora,—respondió la señora Robert, lanzando a las jóvenes una ojeada que parecía reconvenirlas de no ocultar mejor la amargura de sus almas. Voy a servir nuestra colación, que tomaremos tranquilamente con la bendición del Señor, y mañana habrá tiempo para tratar nuestros asuntos.
—¡No, no!—exclamó Huberto con ansiedad:—veo llorar a mis hermanas, y vos misma, madre mía, tenéis la voz trémula y el semblante demudado. Algo ha ocurrido aquí durante mi ausencia; algo de muy desagradable, que queréis ocultarme. En nombre del cielo no prosigáis en tan inútil empeño: decídmelo todo; todo debo saberlo; a todo estoy preparado.
—Pues bien, hermano,—dijo entonces prorumpiendo en sollozos la mayor de las niñas;—ten entendido que mañana seremos arrojadas de este humilde albergue, y no hallaremos techo que nos cobije.
—¡Cómo! ¡Qué dices!....
—La verdad, hijo mío,—declaró al fin la pobre madre, dando también rienda suelta a su comprimido llanto: tú te empeñaste en que repusiéramos nuestra escasa ropa blanca, y ese desembolso extraordinario nos hizo imposible el satisfacer con la exactitud que antes los alquileres del cuarto. Debemos más de tres meses, y en vista de ello el dueño se ha presentado hoy, exigiendo se le paguen inmediatamente o de lo contrario mudemos de domicilio.
—Nos ha llamado tramposas,—añadió la menor de las hijas, corriendo a ocultar en el seno de Huberto su rostro cubierto de confusión y de lágrimas;—nos ha tratado sin piedad, hermano mío, amenazándonos con echarnos ignominiosamente.
—Y ¿adónde ir, Dios bueno! gritaba al mismo tiempo desolada la hermana mayor: ¿quién nos prestará asilo después de tamaña afrenta? ¡Oh madre! no podréis resistir a este último golpe; os perderemos, sucumbiréis al fin y quedarémos sin amparo en la tierra.
—¡Hijas mías, hijas de mi corazón!—era cuanto, en medio de aquellas amarguras, acertaba a proferir la desgraciada señora, cuyos descarnados brazos se cruzaban sobre el enflaquecido seno como comprimiendo los estallidos del dolor.
Huberto, mientras tanto, trémulo, conturbado, fuera de sí, en el centro de aquella escena desgarradora, sentía que sus manos se dirigían convulsiva y maquinalmente a la bolsa, contra lo cual palpitaba su corazón dolorido, saliendo de sus labios acentos roncos, que entre el trió de lamentos y gemidos que se alzaba en rededor, llegaron por fin a hacerse espacio, dejando entender estas cortadas pero decisivas frases:—¡No! ¡pagaremos! ¡es preciso! ¡Pues bien! ¡yo tengo oro! ¡yo os daré oro!
—¿Es eso cierto, hermano?—exclamó al punto la más joven, brillando en sus peregrinas facciones la alegría de la esperanza.—¿Tienes dinero? ¿puedes salvarnos? Repítelo, por Dios; repite esa promesa que vuelve la vida a tu madre y tus hermanas.
—¡Sí, sí, sí!—pronunciaba Huberto con sorda voz y delirante mirada. Tengo.... tengo.... pagaremos a todo el mundo.
—¡Bendígate el cielo! gritó Mma. Robert enajenada: ¡bendígate, como yo te bendigo, ángel tutelar de esta infeliz familia!
—¡Huberto mío!—¡Hermano de mi alma!—clamaban al mismo tiempo las dos muchachas, cubriendo de besos la frente de nuestro héroe, sin echar de ver—en el arrebato de su gozo—que aquella frente se nublaba confusa, cubierta de frío sudor, y que el peso que ellas descargaban de sus corazones iba cayendo—más abrumador y terrible—sobre el alma del desgraciado mancebo.
Calmados un tanto los primeros trasportes, la matrona preguntó a su hijo cómo había podido reunir cantidad suficiente para satisfacer los alquileres últimamente devengados; pero Huberto bajó los ojos y se limitó a decirle:—Id a descansar, madre mía, llevándoos a estas niñas; mañana hablaremos despacio, y todo quedará arreglado: ¡os lo juro!
Madama Robert, a quien tantos disgustos tenían realmente quebrantada y enferma, condescendió al cabo a los deseos de su hijo, y cuando las tres mujeres se hubieron retirado, después de colmarle de caricias y bendiciones, nuestro pobre barquero se dejó caer de rodillas, y cubriéndose el enrojecido rostro con las crispadas manos,—¡Oh Dios justo! exclamó,—no permitáis que consume lo que sería un robo a los ojos de mi conciencia; pero ¡ah! no permitáis tampoco que haya mentido a mi madre y a las dos inocentes criaturas que como yo nacieron de su seno. No permitáis que, bárbaramente honrado, llegue a ellas mañana para arrancarles la esperanza halagüeña con que he secado sus lágrimas, y faltar al juramento con que me he ligado ante Vos.
Terminada esta súplica, permaneció en la misma postura, sumido por largo rato en muda meditación, y en el momento en que la campana de la próxima iglesia sonaba pausadamente las doce, se levantó del suelo, pálido, los ojos arrasados en lágrimas, pero con cierto aire de resolución y de calma, que indicaba haber triunfado otra vez de la poderosa tentación, encontrando nuevo medio—aunque indudablemente costoso—de conciliar los votos de la piedad filial con las prescripciones severas de la conciencia.
Si el lector quiere conocer esta segunda solución de las rudas pruebas promovidas por la bolsa del desconocido en el alma noble de nuestro pobre barquero, no tiene más que leer en el siguiente capítulo la carta escrita por él a la doncella cubana entre lágrimas y suspiros; mientras ella le sonreía amorosa, soñando que era conducida al ara nupcial por la mano querida que había estrechado la suya por primera vez en aquella memorable noche del 5 de junio de 1752.
V. Serena mañana y tarde borrascosa
Hay en el amor de la mujer algo de tan místico e ideal, que no la permite comprender y tasar en su verdadero valor los obstáculos que le oponen las convenciones del mundo positivo. El prisma por donde mira cuanto tiene relación con el objeto de su culto, se lo presenta todo con halagüeños colores, que disfrazan las realidades. Esos ropajes de púrpura y de oro, que saca ella de los tesoros de poesía que guarda en su corazón, llegan a formar parte integrante de la persona querida, ocultando cuanto puede revelar la flaqueza de la naturaleza mortal y la prosa de la vida. En aquel ídolo, que encumbra el entusiasmo muy por encima de la esfera común, tan difícil es concebir las innumerables miserias de la condición humana, como las infinitas lástimas de que parece irremediable origen la imperfección del organismo social.
Josefina debía conjeturar,—sin necesidad para ello de extraordinaria perspicacia,—que su amante era uno de esos pobres seres maltratados por la fortuna y en ruda lucha con las exigencias materiales de esta trabajosa existencia: debía prever que las revelaciones que iba a hacerle de su posición y la de su familia, nada tendrían de halagüeñas ni favorables a los votos de su alma.... pero las deducciones lógicas quedaban oscurecidas ante el brillo fascinador de locas esperanzas.
¿Cómo ocurrírsele que el atildado mancebo pudiera ser un pobre artesano o un humilde barquero? ¿Cómo sospechar que tuviese una familia indigente?
Habituada desde la cuna a la abundancia fácil de la muelle vida criolla, necesitaba Josefina del testimonio de los harapos y de las asquerosas llagas del mendigo, para concebir las penalidades y las humillaciones de la miseria. En su querido Huberto, en el jovencito de pulcro aspecto, de aristocráticas manos, de escogido lenguaje, todo tenía que representársele hermoso como su figura, ideal como su amor, brillante como su ingenio.
Él había indicado, es cierto, desgracias de familia; pero hay desgracias poéticas, que prestan nuevo encanto a sus víctimas, y de aquel linaje eran forzosamente las que asociaba alguna vez la doncella a la imagen de su amado. Bien podía no ser rico,—verbi gracia,—pero, ¿quién imaginaría siquiera que se hallase colocado, por extrema pobreza, en la última grada de la escala social? Esto para la linda habanera bien podía llamarse un imposible.
Animada, pues, por las más dulces ilusiones, se levantó el domingo siguiente al que ha prestado asunto a los anteriores capítulos, tan alegre, tan risueña como lo es la aurora en el ardiente cielo de su patria, y aun también en aquella otra región privilegiada que fué la cuna de la gaya ciencia, y donde el amor fundó la célebre cátedra por cuyas decisiones se rigió la Europa durante más de dos siglos.
Cuando llegara la noche iba a ver la joven a su adorado, iba a saber por él mismo todas las circunstancias de su vida, y cierta de que le serían honrosas, se lisonjeaba anticipadamente de poder abrigar fundada confianza respecto al consentimiento paterno para un enlace que era su sueño de oro. Adornóse, por tanto, con inocente coquetismo desde las primeras horas de aquel día—que reputaba fausto—y orgullosa con las seguridades que le dió su espejo de estar linda como nunca, sonrió feliz al sereno firmamento, que desplegaba sobre su cabeza espléndido pabellón de azul y nácar; a los rayos del sol, que, penetrando por entre celajes de rosada seda y blanca muselina, esmaltaban los elegantes muebles de su virginal estancia; a las juguetonas auras matinales, que robaban a sus negros cabellos suaves efluvios de heliotropo; a las matizadas flores que, agrupadas artísticamente en ricos jarrones de porcelana china, embalsamaban el aire con sus mil fragancias; a los musiquillos alados que la daban concierto desde los naranjos del jardín.... y a todo, en una palabra, cuanto se asociaba a su alegría, pareciéndole presagio venturoso.
Aquel día, hasta Mr. Caillard se mostraba menos displicente que de costumbre. Rompiendo sus hábitos, salió después del almuerzo a hacer algunas visitas en la vecindad. Mientras duró su ausencia, Josefina tocó el piano, cantó deliciosamente populares aires de su patria, jugueteó como una chiquilla con su pequeño perro habanero, de blancas lanas rizadas, adornó con verdes festones las doradas jaulas de sus vistosos pájaros tropicales; y por último, hizo llorar de gozo a Niná, arreglando con ella gravemente el plan de su futura casa, cuando fuese ya señora de estado.
Cerca de la hora de comer, los sones de la campanilla de la puerta anunciaron la vuelta de Mr. Caillard, que llamaba habitualmente con cierta violencia, pero que lo hizo esta vez con mayor fuerza que nunca.
La joven corrió a abrirle ella misma, con la sonrisa en los labios y el halago en la mirada.
—¡Cuánto habéis paseado, papaíto!—le dijo en español graciosamente, cuando le franqueó la entrada.—Hoy, de seguro, no estaréis desganado.
Mr. Caillard, como si no la oyese, pasó rozando con ella sin siquiera mirarla, y se dirigió a su cuarto con fruncido entrecejo.
¡Uf!.... —exclamó Niná, que había seguido a su señorita.—La mañana amaneció serena, pero me parece ver ya nubes muy negras, que están anunciando mala tarde.
Josefina, por su parte, se quedó largo rato pensativa y mohina; pero, como no era, en verdad, cosa muy rara que tuviese el ex-mercader largos accesos de taciturnidad y aspereza, ni el ama ni la criada atribuyeron lo ocurrido a motivo alguno particular, y la comida se sirvió sin alteración en la hora.
El padre de familia, sin embargo, se presentó en la mesa con aspecto tan adusto y sombrío, que la pobre Josefina no pudo atravesar bocado, y la mulata,—acostumbrada a excitar el apetito de sus señores haciendo la apología de cada plato,—no osó interrumpir con la menor palabra el silencio triste que reinaba, haciendo presentir algo de extraordinario.
Luego que se levantaron los manteles y se retiraron los sirvientes,—excepto Niná, que no quiso apartarse de su niña hasta no ver en lo que paraba aquello,—Mr. Caillard, mudo durante la comida, fijó en la ya inquieta mujer aterradora mirada, y pronunció secamente estas órdenes que significaban demasiado:—Desde hoy se cerrará con llave todas las tardes, después del riego, la puerta del jardín que lo comunica con el patio, siéndome tú responsable si cualquiera persona de la casa entra en él a dichas horas. Prohibo asimismo que esta niña vuelva a ponerse nunca en la ventana de su gabinete, escandalizando a los que pasan.
—¡Yo, papá!.... ¡yo escandalizo!—fué cuanto pudo proferir con trémulo acento la turbada Josefina.
—¡Tú, sí!—repitió el padre, poniéndose en pie con ademan indignado.—¡Tú, patrocinada en tus devaneos por esta mulata loca, que corresponde de ese modo a la libertad que le concedió mi esposa, y a la confianza con que yo la he honrado!
—¡Jesús, María!—exclamó Niná,—santiguándose como quien oye una blasfemia, pero sin acertar a encubrir el desconcierto en que la ponía el ver al amo enterado, a no dudarlo, de las faltas cometidas.
—¿Te atreverás a negarlo?—le preguntó Mr. Caillard, devorándola con los ojos.
—Bien sabe el señor, contestó ella,—eludiendo tan directa interpelación,—que esta casa es un convento donde no entra jamás alma viviente.
—¡Pero sale mi hija a ventanas y a verjas para dar conversación a un pilluelo!—repuso Mr. Caillard, más y más irritado.
Niná comenzó a temblar, sin ocurrírsele ya disculpa o subterfugio; pero lastimada Josefina del desprecio con que era calificado su amante, se permitió decir tímidamente:—El no es un pillo, papá, sino un joven apreciable, decente.... un....
—¡Un barquero! gritó furibundo el padre, sin dejarla acabar. ¡Un barquero del muelle, que suelta los remos los domingos para echarla de caballero, enamorando a mi hija a vista de todo el mundo! Quizá espera que, comprometiéndola, desacreditándola tan públicamente, me veré obligado a recibirlo por yerno.
—¡No, no! ¡nada de eso es verdad!—dijo la joven, en súbito arranque de energía y con invencible convicción.—Han calumniado a Huberto, padre mío, y yo sabré probároslo si tenéis a bien escucharme.
—Sí, señor, le han calumniado,—repitió la mulata, envalentonada un poco con la firmeza de su ama.—El sujeto de quien se trata, es todo un caballero, que con las mejores intenciones del mundo....
—¡Silencio, y afuera!—exclamó imperiosamente el viudo, indicándole la puerta.—En cuanto a vos, señorita,—prosiguió ceremoniosamente mirando a Josefina,—idos a meditar en vuestro cuarto sobre los deberes de una buena hija y de una doncella recatada. Cuando los hayáis recordado, me prestaré a oir las disculpas que podáis encontrar a vuestra imprudente conducta, y os indicaré yo mismo los medios de repararla.
Dicho esto, se entró en su habitación, que cerró con estrépito, y la infeliz niña—perdiendo de golpe su momentánea entereza—cayó de rodillas sollozando, de una manera tal, que destrozaba el pecho de Niná, presente allí todavía a despecho de la intimación que se le hiciera.
—¡Ay, niña de mis ojos!—exclamó, levantándola como si fuese una pluma.—No os aflijáis así si no queréis matarme. Mirad también que los criados pueden oíros y enterarse de todo. Venid conmigo a vuestro cuarto, donde nos desahogaremos a nuestro gusto.
Se la llevó, en efecto, en sus fornidos brazos, y luego que la hubo colocado en el lecho, desajustándola y cubriéndola de caricias, la dijo con tono de infalible esperanza:
¡Ea, esto pasará! ya lo veréis. Los chismes de Mad. Mouchard son seguramente la causa de semejante polvareda. Bien sabéis que me la estaba temiendo hace días. Pero no hay que asustarse ni caer en desaliento. El joven no puede ser lo que dicen, y cuando las cosas se aclaren todo acabará en bien, según el corazón me lo anuncia.
—Yo lo espero así, contestó Josefina, un tanto reanimada por el fausto presagio. ¡Decir que Huberto es un pilluelo! ¡un barquero!.... Esa mujer carece hasta de sentido común. Lo que yo he recelado alguna vez es que acaso su fortuna no se iguale con la mía; pero Mr. Caillard no puede rechazarlo por tal circunstancia, pues tampoco él era tan rico como mi madre cuando se casó con ella.
—Sin embargo, observó Niná—con cierta gravedad y mascando magistralmente un pedazo de andullo—dice un refrán de nuestra tierra que no se acuerda el prior de cuando fué sacristán, y eso sucederá acaso a vuestro señor padre. Creo, con todo, que siendo el muchacho de nacimiento ilustre, como me parece indudable, lo demás podrá arreglarse, supliendo nobleza por riqueza.
Por tal razón, es lo más urgente y lo más indispensable, que pronto, muy pronto, se haga patente la verdad, y os aconsejo, hija mía, que no penséis en ninguna otra cosa.
—Pero, ¿qué puedo hacer,—repuso la joven renovando su llanto,—si se me prohibe volver a hablarle nunca? Ya sabes que esta noche vendrá; que esta noche debía decirme cuanto anhelamos saber positivamente. ¡Y verme privada de salir al jardín!.... ¡Privada hasta de asomarme a la reja para indicarle que arroje por la ventana la carta que por prevención le encargué me trajese!.... Si ni aun ese papel viene a prestarnos auxilio en tan críticos momentos, imposible nos será destruir con los más leves datos todos los embustes de que han llenado la cabeza a papá.
—No hay que temer semejante cosa,—dijo la mulata resueltamente.—Vos obedeceréis, como es debido, no saliendo a la ventana; pero a mí nadie me ha cerrado hasta ahora la puerta de la calle.
Josefina saltó del lecho, trocando de súbito por regocijo infantil su angustiosísima pena, y enlazó los blancos brazos al bronceado cuello de Niná, exclamando trasportada:
—¡Tú me traerás la carta! ¡Oh, sí; saldrás ahora mismo para traérmela, Niná mía! ¡mi segunda madre! ¡Cuánto te lo agradeceremos los dos!
—Calma, calma,—respondió la mulata, dejándose besar su tostada frente por los labios de rosa de la joven:—aun no ha dado la hora en que acostumbra venir el señorito.
—¡Cierto! pronunció suspirando Josefina, cuyos ojos se fijaron un momento en el reloj de sobremesa que había en su gabinete. Es más temprano de lo que parece; porque,—saliendo exacto lo que dijiste al notar el ceño con que volvió papá,—a la mañana magnífica que tuvimos, ha seguido encapotada tarde.
—¿Qué importa? ¡mejor! replicó su interlocutora, encendiendo la hermosa lámpara del gabinete. La noche llega antes de tiempo, quizá para que venga también antes de lo ordinario el que aparece siempre entre sus sombras, y que hoy debe ser para nosotras luz que disipe todas las oscuridades.
Apenas acababa esta poética frase,—que revelaba la brillantez de imaginación que es común en el pueblo cubano hasta en la clase más inculta,—se oyó, en efecto, cierta significativa tosecilla, que hizo palpitar el turgente seno de Josefina, pues no le era en verdad desconocida.
Corrió maquinalmente a la ventana, cuyas celosías permanecían cerradas; pero la detuvo Niná, recomendándola prudencia, y asegurándola que tendría en sus manos el anhelado papel antes de cinco minutos.
—¡Corre! ¡corre, pues! gritaba la joven, empujándola; y la complaciente mulata había traspasado ya los umbrales del gabinete—moviendo con cuanta ligereza le era posible su respetable mole—cuando oyeron ambas la voz de Mr. Caillard, llamando desde la puerta de su cuarto.
Tuvo que acudir Niná, que dejó a la doncella agitada, impaciente, ansiosa; pero sin resolverse a abrir la reja, a cuyo pie tosía su amante hasta desgarrarse la laringe.
Volvió a poco la mulata, advirtiéndola que le ordenaba su padre pasara al instante a hablarle.
—¡Oh Dios mío!—exclamó toda trastornada nuestra niña:—será para que le dé las explicaciones, las disculpas ofrecidas. ¿Y qué decirle, Niná, si antes no veo la carta que espero de tu mano?
El señor tiene abierto su cuarto, se pasea por él, puede verme al salir y hundirme de un puñetazo, si comprende a lo que voy; pero a todo trance corro a complaceros,—dijo la mulata, volviendo a imprimir celeridad a su pesado volumen.
Josefina entonces se arrodilló devotamente ante una imagen de la Virgen de la Esperanza, depositando a sus plantas los tiernos votos de su inocente amor.
Mientras tanto se iba impacientando Mr. Caillard de la tardanza de su hija, y comenzó por fin a llamar de nuevo a la mulata con tono que indicaba su humor desapacible.
Levantóse la joven de su muda oración, temblando de que llegase a conocer su padre la ausencia de Niná, harto significativa a tales horas; y antes que exponerla a la cólera de un amo burlado, resolvió presentarse ella misma, renunciando a la esperanza de recibir la carta en tan oportuno momento.
Atravesaba trémula la extensión de la ancha sala, cuando vió aparecer jadeante a la rolliza mujer, trayendo empuñada la suspirada misiva.
—Aquí la tenéis,—dijo triunfante, aunque casi ahogándose.—Como si adivinase a lo que iba, no bien me miró salir por el portón, cuando se me llegó presuroso, poniéndome el papel en la mano.
Josefina, sin atender ya a lo que decía Niná, rasgaba el sobre con temblor convulsivo.
—¡Allá voy! ¡allá voy!—gritaba en seguida la feliz mensajera, oyendo las voces con que la llamaba su amo; pero sin determinarse a renunciar al gusto de saber antes lo que contenía la carta, añadía frotándose las manos:—¡Leed, leed, niñita! Ahora sí que va a quedar lucida la vieja bruja Mouchard! Ahora sí que podréis decir a boca llena a vuestro señor padre quién es el novio que os habéis escogido.
La joven devoraba ya la carta; pero en vez de la alegría que buscaba en su rostro la mulata, mortal palidez iba cubriendo sus mejillas. De repente el papel se la escapa de las manos, un grito desgarrador sale de su pecho, y cae sin conocimiento en brazos de Niná, en el momento mismo en que Mr. Caillard, impaciente, entraba de mal talante en la sala.
La carta que tan terrible efecto había causado, no encerraba, sin embargo, sino las siguientes sencillas y sinceras palabras:
«Me exigís noticias de mi vida y posición, Josefina, y llenando un deber—que reconozco—me habría anticipado a vuestros deseos, si antes de ahora hubiese tenido ocasión de hablaros o autorización de escribiros.
»¡Oh, sí! mi delicadeza me apremiaba a revelaros lo poco que vale, según apreciaciones del mundo, el hombre a quien honráis con vuestra preferencia, y a cuyo destino quizá os halláis pronta a unir el vuestro.
»No esperéis, sin embargo, una historia; no esperéis la narración de sucesos que os llevarían insensiblemente de un pasado del que no queda nada, a un presente que sólo desventuras encierra.
»Todo lo sabréis cuando os diga que el motivo de no veros sino los días festivos, es que paso el resto de la semana trabajando a salario en el obrador de un artesano; que si aun en los días de descanso sólo os dedico algunas horas de la noche, es porque empleo la tarde manejando el remo en la bahía.... Últimamente, que si cuando leéis esta carta no os halláis expuesta a que lleguen a vuestras puertas mi madre y mis hermanas—pidiendo por caridad un rincón de vuestras caballerizas para guarecerse de la intemperie—es porque para conservarles su humildísimo asilo, he resuelto vender por algunos cientos de francos un año más de mi libertad al lapidario que me tiene a sueldo, y del que podría, sin eso, emanciparme en breve para trabajar por mi cuenta, proporcionándome tal vez el rescatar a mi padre, que arrastra las cadenas del esclavo.
»En lo dicho tenéis completo cuadro de mi posición y la de mi familia. Si después de contemplarlo juzgáis prudentemente que es preciso concluir de un golpe relaciones cuyo porvenir nada os ofrece de halagüeño; si este aprendiz de lapidario, este barquero dominguero, os parece indigno del aprecio que le habéis dispensado a ciegas—por efecto de inexperiencia y bondad—no quiero, Josefina, que os toméis ni aun la pena de expresármelo. Para que yo lo entienda y me aleje para siempre de vos, respetando profundamente la resolución que os dicte vuestro legítimo orgullo, bastará que pase media hora, después de entregaros estas líneas, sin que os vea aparecer de nuevo en vuestra ventana o en la verja del jardín.
»Vuestra ausencia en tal momento me dirá bastante...Será un adiós eterno, al que responderá mi alma con un gemido de interminable dolor, pero sin mezclar ni una gota de la hiel del resentimiento a las lágrimas purísimas del más desgraciado amor.
Huberto Robert.»
VI. El plazo cumplido y las dos cartas
Huberto Robert iba y venía, agitado, de la ventana del gabinete a la verja del jardín, y de la verja del jardín a la ventana del gabinete, fijos los inquietos ojos tan pronto en las inmóviles persianas herméticamente cerradas, en cuyo aplomado barniz,—humedecido por menuda llovizna,—formaban opacos visos las luces que comenzaban a encenderse en el cercano paseo; tan pronto en las ondulantes cortinas de jazmines y madreselvas, por entre las cuales sólo se presentaban confusamente a sus miradas desiertos cuadros de flores, perdidos entre las sombras; siéndole menester aplicar largo rato atento oído, para convencerse con enojo de que no se unía al rumor de las ramas, agitadas por el viento, el de ligeros pasos de piececitos criollos, hollando con cautela la mojada arena.
La media hora que señalara en su carta había pasado ya, aunque con desesperadora lentitud, y nada indicaba todavía el feliz término de aquella angustiosa espectativa.
Sin embargo, el pobre amante hallaba mil razones para no marcharse todavía. Acaso la camarera no tuvo oportunidad de entregar su escrito inmediatamente después de recibirlo. Acaso alguna visita indiscreta, o algún capricho de su maniático padre, retardaba, a despecho de Josefina, su salida a la verja o a la ventana. Acaso también estaría aguardando que cesara la molesta llovizna.
Huberto continuó consiguientemente sus paseos por uno de los costados de la casa, sin que le asaltara todavía, ni siquiera un instante, la dolorosa idea de que pudiese ser voluntaria la ausencia de su adorada.
Pero pasaron diez minutos más, y luego quince, y luego veinte, y otra media hora al cabo; y cesó en tanto la menuda lluvia, despejándose el cielo.
Entonces nuestro héroe principió a sentir que desfallecía su esperanza, y que su corazón—alarmado y lleno de impaciencia querellosa—daba un mentís solemne a las protestas de prudente resignación que con cándida buena fe había estampado en su carta.
—¿Será posible,—osó al fin preguntarse,—que sólo su voluntad la retenga? ¿Me despreciará sin disimulo, me abandonará de repente, sólo por haberle confesado que soy infeliz? Aquel amor que parecía tan espontáneo, tan generoso, tan sincero, ¿no sería en el fondo sino vanidad y coquetismo, disipándose en el momento en que se le presenta poco gloriosa la conquista de este corazón, que no puede ofrecerle otra cosa que su entusiasta culto? ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! antes que me convenza de ello quitadme la vida al pie de esta ventana, en que me figuro todavía que voy a verla aparecer pura y hermosa y tierna; con su frente de virgen, que parece trono del candor; con su mirada acariciadora, que era, a mi juicio, el espejo de un alma toda amor; con su sonrisa franca y apacible, que sólo indica bondad de corazón y nobleza de carácter. ¡Perezca, perezca yo si me he de ver obligado a reconocer, detrás de tan bellas apariencias, la prosaica realidad de un espíritu ruin, de una naturaleza egoísta y vulgar!
Si cuando esto pensaba Huberto le hubiesen sido revelados todos los sucesos de aquel día, asegurándole que Josefina era presa, en tales momentos, de devorante fiebre, y que en medio de su delirio pronunciaba sin cesar el nombre del amante que la acusaba injusto, sin duda que el dolor causado por tal noticia habría sido profundo y aparentemente más vivo que el que experimentaba entre sus sospechas de abandono; pero nos parece—si hemos de decir verdad—que no tendría tanto de punzante y acerbo.
Hay en la seguridad de ser amado cierta dulzura inefable, cierta complacencia íntima, que, a pesar nuestro, nos consuela muchas veces hasta de las desgracias que causamos al mismo objeto de nuestra idolatría.
La más tierna de las pasiones adolece, como ninguna, de este egoísmo secreto que se insinúa con ella aun en los pechos más nobles; dando lugar a que miremos como axioma el dicho de un moralista, según el cual, el amante más generoso primero que renunciar todo poder sobre el corazón de la mujer querida, aceptará la facultad de hacerla desventurada.
Huberto era hombre,—aunque del linaje de los privilegiados,—y como hombre se hallaba sujeto a las flaquezas comunes. Por eso creemos que los tormentos terribles que tuvo que devorar en aquella noche de dudas, de espectación, de presagios siniestros de decepciones, se hubieran calmado probablemente con la triste certidumbre de estar enferma Josefina; pero enferma de amor por él, y a impulsos de la amarga pena de sentir quebrantarse su esperanza en invencibles obstáculos.
Sucedió, empero, que no se le pasase por las mientes la posibilidad de nuestra hipótesis; y si tal imprevisión le excusó acaso crueles remordimientos, dejóle, en cambio, en toda su aspereza la insoportable idea de la indignidad de su ídolo, y el presentimiento lúgubre de la futura soledad de su alma.
Eran las diez dadas cuando—sin dirigir a aquella por quien se creía ya indudablemente sacrificado, el adiós sin Hiel que en su carta le ofrecía—empezó a huir, digámoslo así, del aspecto atormentador de la ventana y la verja, ante las cuales juzgaba dejar sepultadas para siempre sus ilusiones más dulces; ante las cuales habían brotado de su pecho lágrimas de sangre, cuya huella le parecía imborrable.
Sin embargo, la aceleración de sus primeros pasos fué decayendo progresivamente hasta convertirse en lentitud, revelándose de este modo la reacción que iba operándose en aquella naturaleza magnánima.
—Yo mismo la escribí,—pensaba entonces,—que estaría en su derecho al romper prudentemente de un golpe locas relaciones sin porvenir; yo le aseguré que respetaría religiosamente la resolución que pudieran dictarle legítimos miramientos, sin mezclar una queja al llanto de mi dolor. ¿Por qué, pues, este acerbo sentimiento, que me aguija ensangrentándome, al apartarme de lugares que me fueron queridos.... de lugares ¡ah ! donde he debido a ella los únicos instantes de dicha que he alcanzado en la tierra? ¿Por qué esta cólera concentrada y desgarradora, que sólo se aplacaría pudiendo despreciar a quien me la inspira? ¿Cuál es el crimen de la pobre niña? Me vió, conoció que me agradaba, se gozó en ello con el candor de sus diez y seis años, sin que le ocurriera disimularlo. Luego se habituó a mis paseos por su calle; cedió al encanto que tienen para toda mujer el misterio y las galantes intrigas; alimentó, como yo, ilusiones, que eran tanto más naturales cuanto era menos lo que sabía de mí, pudiendo suponer cuanto le fuese agradable. De pronto, y cuando una sola vez ha tenido ocasión de hablarme, descubre imprevistamente que soy casi un mendigo ¿Hay algo de extraño en que sucumba su naciente cariño bajo golpe tan rudo? ¿No debe, además, a su familia sagrados respetos? ¿Con qué derecho exigiría yo que me los sacrificase?
Tan sensatas reflexiones dieron por resultado inmediato que, al entrar en su humilde arrabal, nuestro protagonista se detuviese un momento, volviendo atrás larguísima mirada, cual si buscase al través de las sombras y la distancia la misma casa de que se desviara presuroso.
Luego dos tristes suspiros, confiados al viento de la noche, tuvieron, al parecer, por objeto llevar a la señorita Caillard—al mismo tiempo que el adiós prometido y del que poco antes se la juzgaba indigna—una impetración de gracia para el egoísta corazón que había abrigado algunas horas amargo despecho contra ella.
La reacción era completa. De la reciente tempestad en que naufragara su esperanza, Huberto tuvo la suerte de salvar la poesía de su amor.
—¡Sea ella feliz!—dijo por último, al poner el pie en el umbral de su casa.—Aquí, en este pobre albergue, a cuya puerta llego rendido por el derrumbamiento repentino de mis postreras esperanzas; aquí únicamente debo buscar, de hoy más, el consuelo y el cariño. Adiós para siempre, ensueños de ambición, locos delirios de amor.... adiós, poéticas aspiraciones del entusiasmo. El destino nos separa y yo acepto su fallo. Seré barquero, seré lapidario, seré cuanto deba ser, para sofocar de una vez mis presuntuosos instintos, y no vivir más que para mi familia desgraciada.
Murmurando estas palabras, llegó a la pieza en que trabajaban su madre y sus hermanas, sin que ninguna de las tres pudiera sorprender en su rostro ni el más leve indicio de las terribles pasiones de que fuera campo su pecho, pocos minutos antes.
No se desmintieron en los siguientes días este dominio que supo tomar el joven sobre sí mismo y la firmeza de la resolución expresada.
Ni una sola vez volvió a dirigir sus pasos hacia la morada de Mr. Caillard, ni una sola vez dejó escapar de sus labios—ni aun en la soledad de su cámara—el querido nombre de Josefina.
Veíasele cada mañana salir muy temprano y con tranquilo aspecto para dirigirse a su acostumbrada tarea, de la que no volvía nunca hasta muy pasadas las nueve de la noche. Veíasele, asimismo, todos los domingos y fiestas emplear con gusto muchas horas,—después de misa,—enseñando a sus hermanas a hacer bonitos dibujos para bordados, o bien orando devotamente con su madre por la libertad del cautivo.
Luego, terminada su frugal comida, jamás dejaba en tales días de presentarse en el muelle, donde desempeñaba sin el menor asomo de repugnancia su segundo oficio de humilde patron de barca. Allí permanecía hasta no quedar nadie, diligente siempre en procurarse noticias del anciano del cinco de junio; pero siempre retirándose sin haberle visto, ni poder inquirir su nombre o su paradero.
Cada día se aumentaban, por consiguiente, las probabilidades de quedar dueño, en último resultado, del oro y la rica joya que tanto había codiciado; y que, aunque ya no le despertasen los mismos anhelos y las mismas personales esperanzas (pues no amándole Josefina, poco le importaba cambiar su presente condición por la mas noble que le brindaba el arte); todavía, sin embargo, conservaban el valor inmenso que debían tener a sus ojos, como rescate de su padre y medio de proporcionar algún alivio a una pobre madre, quebrantada y enferma por el dolor y el trabajo.
En tal concepto, Huberto no podía menos de desear vivamente el cumplimiento del plazo que se impusiera a sí mismo, teniendo ya casi una certidumbre de que los valores, que nadie reclamaba, le pertenecían legítimamente, como dádiva generosa del noble desconocido.
El tiempo voló, en efecto—aunque no según los impulsos de su impaciencia—llegando, por último, el primer domingo de julio, último día de su largo mes de espectativa.
Huberto salió de su casa aquella tarde, seguro de poder decir a su vuelta a las tres personas que más le amaban en el mundo :—«¡Alegraos! ¡sed felices! He aquí el rescate del padre y del esposo por quien tanto hemos llorado; he aquí también vuestro pan de cada día asegurado por muchos meses. La Providencia, al dispensaros por mi mano beneficios tan grandes, parece que ha querido resarcirme de cuantos sacrificios me ha impuesto, y yo vengo agradecido a bendecirla con vosotras.»
Gozándose de antemano en la pura satisfacción de aquel momento solemne, tantos días esperado, casi olvidaba el joven las heridas de su alma; casi se sentía venturoso, con la misma carencia de personales esperanzas, que le obligaba a vivir únicamente de la vida de su familia, no teniendo otros goces que los que a ella le diera, y de ella refluyesen en su corazón generoso.
Su barquilla, atada al muelle, se mecía blandamente, ni más ni menos que como la vimos un mes antes, en el momento de saltar a ella el incógnito caballero.
Como entonces también, nuestro protagonista se hallaba reclinado en el asiento de popa, dejando a merced de la brisa su blonda y rizada cabellera, y perdida por el espacio la mirada melancólica de sus rasgados ojos, de un azul oscuro y tornasolado.
Su aspecto era más macilento, más grave que el cinco de junio en que le conocimos; pero en nada se habían alterado la gallardía y distinción, que fijaban las miradas de los transeuntes, arrancando de sus labios estas y otras exclamaciones análogas:
—Ved al barquerillo que da envidia a los más galanes caballeros, ¡qué interesante!—¡Lástima que un muchacho tan gentil se halle manejando el remo!
Huberto nada de esto oía; su pensamiento se hallaba en el hogar materno, y cuando a intervalos se ocupaba de los objetos cercanos, sólo era cotejando a cuantas personas de edad aparecieran por allí, con la imagen que conservaba del anciano misterioso.
Pero era inútil, por dicha suya, esta postrera pesquisa. Nadie se asemejaba al dueño de la bolsa; ningún hombre poseía su mirada penetrante y a la vez expresiva, su sonrisa dulce y grave, su frente majestuosa y brillante, que parecía reflejar la luz del pensamiento en los argentados cabellos que le servían de corona.
Los últimos crepúsculos se iban apagando lentamente en el azulado seno de las aguas: el gentío se dispersaba como un hormiguero pisado: la tarde espiraba tan poéticamente como la del cinco de junio, y Huberto,—preparándose ya a abandonar la barca,—apretaba contra su pecho la bolsa salvadora, murmurando con emoción inefable: ¡ya eres libre, padre mío!
—¡Ah! añadió en seguida mentalmente, cediendo a un recuerdo irresistible: ¡qué noche tan feliz si ella me amase! Mañana, pagando mi deuda al lapidario, saldría de su detestable obrador, diciendo regocijado: ¡soy artista, puedo consagrarme a mi vocación querida; puedo alimentar la ambición de merecer un día la mano de Josefina de la gratitud de su padre!
En el mismo instante sintió caer a sus pies cierto cuerpo duro, aunque de poco volumen—y bajándose a recogerlo—vio que era una piedra, a la que iba atado un papel.
Estremecióle al punto vago presentimiento; lanzó ansiosa mirada por el muelle, y creyó reconocer en la figura de una mujer embozada, que se alejaba de prisa, el andar pesado y las amplias formas de Niná.
El corazón de Huberto comenzó a saltar de modo que le faltaba espacio en el pecho. Sus ojos, turbados como por un vértigo, se afanaron en balde por poder distinguir, a la opaca claridad del moribundo crepúsculo, siquiera una línea del billete perfumado que acababan de desplegar sus manos trémulas.
Entonces saltó en tierra para dirigirse a alguno de los inmediatos almacenes en demanda de luz.... de luz que le permitiese ver el nuevo dolor—o la nueva satisfacción imprevista—que en aquella carta le deparaba la suerte.
Cinco o seis pasos había dado, cuando tropezó con un hombre que, por su aire y traje, parecía marino.
—Perdonad,—balbuceó Huberto en ademan de continuar su marcha.
—Deteneos un momento,—dijo, casi simultáneamente, el forastero.—Creo, según las señas que me han dado, que tengo el gusto de hablar al Sr. Huberto Robert, patron de aquella barquilla blanca, de la que os he visto saltar.
—Cierto: ¿qué me queréis?—pronunció Huberto impaciente.
—Debo preguntaros para mayor seguridad, antes que todo,—repuso el marino,—si fuisteis vos quien el cinco del mes pasado recibió en su barca y paseó por la bahía a cierto caballero como de sesenta años.
—¡Ah!.... sí,—murmuró apenas nuestro joven, que a tan inesperadas palabras sintió chocar de súbito en su pecho, con la reciente esperanza que le despertara el billete, el temor doloroso de ver desvanecidas las antiguas, que ya juzgaba seguras.
—¿Querréis decirme,—por no dejarme duda,—lo que contenía una bolsa que, al despedirse de vos, puso en vuestras manos el caballero mencionado?
—«—Hela aquí, respondió el joven, presentándola prontamente, aunque le pareció que se arrancaba con ella pedazos del corazón.—Podéis cercioraros por vuestros ojos, pues tal cual la recibí la conservo.
—¡Cómo! ¿es posible?—exclamó su interlocutor, sin disimular el asombro que le causaba lo que oía. ¿No os habéis aprovechado ni aun de los luises que acompañaban al diamante?
—Os repito que la bolsa está íntegra, repuso Huberto, con cierta ufanía que se asociaba a su angustia. Comprendiendo que me había sido dada equivocadamente, vengo hace un mes a este sitio, todos los días festivos, esperando me fuese reclamada. Tomadla, pues, si—como parece- traéis ese encargo.
—No es tal mi cometido—replicó el forastero;—sólo debo llevaros, si tenéis a bien seguirme, adonde os espera la única persona que puede alegar legítimos derechos a la posesión de los objetos tan religiosamente conservados por vuestra probidad. Venid, pues.
Huberto obedeció maquinalmente, con paso vacilante y desalentado espíritu.
¡Oh destino!—decía en sus adentros,—¿no quieres dejarme ni aun el consuelo de cumplir mis deberes filiales? ¡Y en qué momento voy a ser despojado de lo que constituía la dicha de mi familia!.... ¡Cuando es quizá de Josefina esta carta, contra la que apenas palpita mi corazón oprimido! ¡Cuando quizá me ordena alentarme, esperar, merecerla conquistándome un nombre!....
Pero no, añadía en seguida con mortal postración; mi estrella es demasiado infausta para que me sea dado presumir nada de lisonjero. Esta carta, o no será de ella, o sólo me traerá nuevas amarguras. ¿No estoy viendo una prueba de que el rigor de los hados no se aplaca todavía?
Atormentado por estas reflexiones, seguía al hombre que le guiaba silencioso, hasta que le vio parar delante de un hermoso edificio, sobre cuya puerta se leía:—Hotel de Oriente.
—Aquí se hospeda el individuo que buscamos,—dijo entonces el marino;—no tenéis que hacer otra cosa, señor Huberto, sino subir y llamar al cuarto número 3, del segundo piso, donde sois aguardado. Luego que salgáis de allí tomaos la molestia de leer esta carta que os entrego, y que para vos me fué confiada.
Sin más explicación volvió a echar a andar, dirigiéndose al muelle, de donde venía, y Huberto se halló solo en el umbral del hotel con sus dos cartas en la mano.
VII. Quiera era el huésped del hotel de Oriente, y lo que contenía una de las dos cartas
Subió nuestro héroe la espaciosa escalera del hotel de Oriente, devanándose los sesos, como suele decirse, por adivinar de quién sería la segunda epístola en aquella tarde recibida, y lo que contendría la primera, que—según sus presentimientos—debía ser de Josefina.
Aquella preocupación del ánimo no era obstáculo, sin embargo, para continuar sintiendo el penoso esfuerzo con que iba a consumar, en la devolución de la bolsa, el completo sacrificio de todas sus esperanzas. El rudo choque de tantos impulsos comenzaba a producirle cierta especie de vértigo, que le hacia imaginar hallarse bajo el influjo de alucinaciones febriles, no siendo hechos positivos nada de cuanto le había pasado.
Anhelando darse a sí mismo pruebas que le convenciesen, y notando que alumbraban ya varios faroles la escalera, en cuyo último tramo se encontraba, se acercó precipitadamente al que en aquel descanso lucia, y rompió con mano temblorosa el sobre de la carta que, en su concepto, debía interesarle más.
Su corazón no le engañaba; la linda diestra de la joven cubana había trazado las líneas que se presentaron a su vista, y que expresaban lo que copiamos literalmente en las que el lector va a recorrer.
«Convaleciente de muy grave dolencia, tomo la pluma,» Huberto, para daros una explicación que quizá convenga á vuestra tranquilidad, y exigiros una promesa que interesa mucho a la mía.
»Me lisonjea la íntima persuasión de que no habréis creído, ni por un momento, pudiesen alterar vuestras desdichas la afección profunda que me inspiráis; pero concibo todas las inquietudes de vuestra alma desde la noche en que aguardaríais inútilmente verme aparecer como me suplicabais. Sabed, pues, aunque tarde, que por fatal coincidencia fué instruido mi padre de nuestras relaciones el día mismo en que recibí vuestra carta, siéndome prohibido hasta el tener abierta mi ventana.
»No extrañaréis ahora que sucumbiese mi salud a tan «fuertes y amargas impresiones, y me perdonaréis los malos ratos que involuntariamente os habré causado, comprendiendo que la idea de ellos aumentaba no poco mis propios » sufrimientos.
»Sí, amigo mío; entonces pedía al cielo que me conservase la vida para poder disculparme con vos; para poder deciros, yo os amo, barquero o lo que seáis, y os estimaré siempre como al más noble de los hombres.
»Hoy, empero, cuando veo escuchada mi súplica y satisfecho mi afán; hoy que vuelvo a la vida por la bondad divina y los imponderables cuidados del mejor de los padres; »hoy, Huberto, me juzgaría muy culpable aun a vuestros mismos ojos,—pues vuestra carta me prueba que sois un hijo excelente,—si echase en completo olvido mis deberes filiales por atender sólo a los intereses del amor. No puede obrar así la que ha visto, durante largas noches, velar sin descanso a la cabecera de su calenturiento lecho al autor » querido de su existencia, rogándole la conservase para hacerle dichoso. No puede obrar así la que en aquellas horas de dolor ha jurado al cielo no hacerse indigna jamás de toda esa ternura que tiene la felicidad de merecer a cuantos le son caros.
»Escuchad, pues, Huberto, lo que voy a deciros, conciliando, en lo posible, los votos de mi corazón con las imperiosas exigencias de mis deberes más santos.
»Mi padre quiere que rompa todas mis comunicaciones » con vos, y os prevengo, por tanto,—aunque llena de aflicción, como os lo dirán las manchas de acerbas lágrimas que borran estas letras,—que ya no me veréis, como antes, los domingos y fiestas. Más todavía ¡oh amigo de mi alma! debo declararos también que, cifrando mi dicha en ser vuestra para siempre, respetaré, no obstante, en todo tiempo la voluntad sagrada que trastorna mi destino, y nunca os daré mi mano si no conseguís cambiar aquélla.
»Cumplida de este modo la obligación de hija, el pecho de la amante pide algo para su consuelo, y de vos solamente puede esperarlo.
»El cinco de junio me será siempre memorable y querido, » porque tal día tuvo lugar en el jardín nuestra primera y «única conferencia; porque tal día se enlazaron nuestras magnos y se confundieron nuestros hálitos. Ahora bien, ¡Huberto! prometedme que mientras seáis libre, mientras no améis a otra, vendréis cada año, el día cinco de junio, » al sitio mismo de nuestra dulce entrevista, para trocar una «mirada de esperanza y un suspiro de recuerdo con vuestra desgraciada
Josefina.
»P. D.—Poned la contestación bajo una piedra blanca «que veréis colocada junto a la verja, en el ángulo izquierdo del jardín, al pie de un rosal de Alejandría.»
¿Tendremos necesidad de decir que el llanto del amante aumentó
considerablemente las manchas del papel, y que besado éste cien veces, y
otras cien oprimido sobre el corazón, la pobre carta quedó tal en
breves minutos, que aun a su autora le costaría trabajo entenderla?
En aquellos momentos borrósele de la memoria al mancebo la existencia de la otra misiva que encerraba su bolsillo, y hasta la del cuarto número 3 (que tenía a la vista), donde lo esperaba la persona que venía buscando para llevar a efecto su sacrificio. De nada se acordaba sino de su tierna Josefina, que había sido ultrajada por su desconfianza, calumniada por su ligereza.
Sentíase Huberto, a un tiempo mismo, feliz y desventurado; tan dispuesto a rendir gracias fervorosas al cielo por la inmensa ventura de poseer todavía el purísimo amor de su adorada niña, como a quejarse sin consuelo por la imponderable desgracia de verse separado de aquélla, en cuyo corazón se atesoraban para él todas las glorias y las delicias del mundo.
¡Cuánto no hubiera dado por verla una vez siquiera, por arrojarse a sus plantas, llorando como en aquel momento, y que ella leyese en sus ojos todo el tumulto de sentimientos que se desbordaban en su alma!
Formando estaba tan irrealizables votos, cuando salió de repente del susodicho cuarto, número 3, una voz varonil, que preguntaba al mozo del hotel—que acababa de encender los faroles—si aun no había vuelto Mr. Nyon, capitán del bergantín Neptuno.
¡Cosa extraña! aquellas pocas palabras produjeron en Huberto la impresión de una descarga eléctrica. Se estremeció todo, dejó de pensar en Josefina, y—como si volviera a imaginarse presa del delirio—se pasó las manos por la frente, a manera de quien quiere desembarazarse de algún pensamiento absurdo o inoportuno.
El criado a quien se dirigiera la interpelación del huésped, echando de ver acaso la impresión que produjo en nuestro joven, se encaró a él resueltamente, preguntándole a su vez:—¿No buscáis vos al caballero de ese cuarto?
—Sí.... sí.... (tartamudeó Huberto): ¿quiénes? ¡Quiero verle! ¡quiero verle al instante!
Y se lanzó como una saeta a la puerta número 3, que se abrió de par en par simultáneamente, apareciendo en su umbral un hombre como de cuarenta y ocho años y de simpático aspecto.
Verse los dos y precipitarse cada uno en brazos del otro, con grito de alegría, fué cosa de un momento; pero muchos tuvieron que trascurrir antes que se les oyera articular distintamente estas exclamaciones, embargadas largo rato por el exceso del júbilo:
—¡Padre!
—¡Hijo mío!
Mr. Robert—pues no puede ya cabernos duda de que era él quien se hospedaba en el hotel de Oriente—logró primero que Huberto dominar un tanto sus trasportes, y se apresuró a preguntar por su mujer y sus hijas. Sabedor de que se hallaban buenas, añadió vivamente:
Desde el momento que pisé la querida tierra de Marsella, quise volar ansioso al seno de mi familia. El capitán Nyon—en cuyo buque he venido y a quien debo mil atenciones—me advirtió entonces que habíais mudado de casa, según sus noticias, y nada lograría, por tanto, con echarme por esas calles a la ventura.
Tuve que seguir el consejo que me dió, de esperar aquí algunas horas, pues él contaba ver por la tarde a cierto sujeto que podía decirle con seguridad el nuevo domicilio que teníais, y me lo comunicaría en seguida. ¡Qué lejos estaba yo de imaginar siquiera, mientras que le aguardaba impaciente, que antes que a Mr. Nyon vería a mi propio hijo, a mi queridísimo Huberto!
Y el excautivo tornó a abrazar al joven, besando repetidas veces su hermosa frente y su rizada cabellera blonda.
Huberto le expresó que el mismo capitán Nyon (pues no dudaba fuese él) le había encontrado en el muelle y conducido al hotel, y que era exacta la noticia que diera a Mr. Robert de haber cambiado la familia de habitación, viviendo al presente en un pequeño cuarto del arrabal de San Lázaro.
—¡Ah! lo comprendo,—exclamó el recién llegado:—mi infausta empresa os redujo a la miseria, y aunque estoy cierto de que los amigos os habrán ayudado eficazmente, no habréis tenido que imponeros pocas privaciones para reunir la cantidad necesaria para mi rescate. Corramos, hijo mío, corramos a los brazos de esos buenos ángeles que Dios me ha dado por esposa y por hijas, y a quienes debo amar desde hoy doblemente con reconocimiento infinito.
Hablando así, tomó Mr. Robert la pequeña maleta que constituía su equipaje, y echó a andar presuroso, sin cuidarse de pedir su cuenta al fondista. Quiso llenar Huberto este deber, pero el criado a quien se dirigió al efecto, respondió que el capitán Nyon había satisfecho ya todos los gastos hechos aquel día por él y su compañero.
Siguió, pues, nuestro joven al excautivo, que iba ya como un galgo por esas calles, y cuando logró alcanzarle, le hizo presente la conveniencia de adelantársele para preparar la familia a un gozo que podría afectarla demasiado, cogiéndola de improviso.
—Moderaré el paso,—contestó Mr. Robert,—dejando que me tomes delantera; aunque no creo que pueda sorprender mucho mi presencia a las que ya deben esperarme, toda vez que saben me han rescatado hace días.
No juzgó Huberto que era aquel momento el más oportuno para desvanecer las erróneas creencias de su padre, declarándole que no cabía a su familia la dicha de haberle libertado, ni a los amigos de quienes conservaba tan buen concepto, derecho ninguno a reclamar parte en su agradecimiento. Se limitó a repetirle que creía prudente llegar él con algunos minutos de anticipación, y precipitó su marcha.
Mr. Robert se consolaba del disgusto de tener que reprimir su impaciencia, mirando y saludando con entusiasmo cuantos objetos se le ofrecían al paso.
Cada calle, cada casa era para él como un amigo recobrado, después de haber perdido toda esperanza. Lágrimas de dulcísima emoción humedecían sus ojos por instantes, y afectuosos suspiros se exhalaban de sus labios en aquel fausto ambiente de la libertad y de la patria.
Huberto llegó en tanto a su casa.
Mad. Robert y sus hijas (á quienes había prevenido que lo esperasen temprano aquella noche, pues ya sabemos que contaba poderles dar la grata noticia de poseer una bolsa llena de oro y una joya que valuaba en más de tres mil escudos) se ocupaban en partir avellanas, que—con un trozo de queso y algunos mendrugos de pan—debían componer su colación.
—Bien venido, Huberto mío,—le dijo la madre al verlo entrar:—nuestra cena de hoy es harto pobre, pero será, en cambio, más alegre que de costumbre, pues nos das el gusto de venir con dos horas de anticipación y con aspecto risueño.
—Madre querida,—respondió conmovido nuestro héroe,—al anunciároslo así desde esta tarde, presentía una ventura que el cielo realiza mucho más allá de mis esperanzas.
Oídme con calma,—añadió al notar la extrema agitación que excitaban instantáneamente aquellas primeras palabras.
—Hace un mes que guardo cierto secreto; hace un mes que vislumbraba la posibilidad de un feliz cambio en nuestra suerte. No me resolví a comunicároslo, por no exponeros a una decepción que hubiera agravado las amarguras presentes. Gracias a Dios, aquel temor cesa de existir hoy, madre y hermanas mías. Gracias a Dios, en vez de la esperanza dudosa, puedo ya daros la certeza de una dicha cercana.
Hizo una pausa el mancebo, durante la cual sus dos hermanas aglomeraron rápidamente preguntas y suposiciones, sin que Mad. Robert acertase a articular ni una sola sílaba, según la embargaba la violencia de su ansiedad visible.
Huberto se llegó a ella, la enlazó suavemente en sus brazos, y pronunció muy despacio y muy quedito en su oído:
—¿Qué diríais, si os asegurase que tenemos medios de rescatar a mi padre?
Mad. Robert, toda trémula, asió con sus flacas y crispadas manos la hermosa cabeza de su hijo, y le miró fijamente, como para leerle en el alma que no era un delirio la esperanza imprevista con que alborozaba la suya.
—Sí, miradme bien;—dijo el joven, sonriendo y llorando a un mismo tiempo;—miradme bien, porque el semblante os expresará mejor que la palabra, la alegría inmensa que me está ahogando.
—¡Huberto! ¡Huberto! gritó la mayor de las hermanas. ¿Es verdad lo que indicas? ¡Repítelo, por piedad! ¡Repítenos cien veces que podemos ya redimir a nuestro padre!
—¡Sí, sí! ¿Ño nos lo aseguran sus trasportes? ¿No lo dicen también nuestros corazones, saltando de regocijo? ¡Vendrá papá! ¡lo veremos aquí pronto!—exclamó la pequeña, abandonándose sin reserva a la felicidad que parecía al fin sonreirles.
—¿Oís lo que dice esa niña, madre mía?—dijo entonces Huberto, acercando a los labios de la Sra. Robert un jarro de agua fresca que había sobre la mesa.—Bebed algunos tragos, sosegaos, y en seguida podré quizá repetiros con ella: «¡Vendrá papá! ¡pronto lo vais a ver aquí!»
La puerta, que dejara Huberto entornada, se abrió de súbito al terminar él las anteriores palabras, y el grito penetrante, indescribible, que salió al punto del pecho de la matrona, fué recogido instantáneamente por los labios de su esposo.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El pintor que cubrió con un velo la cara de Agamenón, al presentarlo en un cuadro del sacrificio de su hija, mostró ser artista de verdadero genio.
Los supremos dolores y las supremas alegrías no pueden expresarse con pinceles ni plumas. Ni aun la palabra hablada, rápida imagen del pensamiento, ni aun la fisonomía viva, claro espejo de los afectos y de las sensaciones, alcanzarán nunca a comunicarnos—por el débil conducto de los sentidos—esos grandes esfuerzos del alma inmortal en los momentos de sus solemnes crisis.,
Renunciar a pintarlos es mostrar al menos que se les comprende, y comprenderlos es lo más que puede alcanzar el talento del artista.
Así lo juzgarán, sin duda, nuestros ilustrados lectores, permitiéndonos que—como el pintor griego—echemos un velo sobre los primeros instantes de la feliz reunión del redimido esclavo con su adorada familia.
VIII. Lo que decía la otra carta, y resultado de las diligencias practicadas para saber el nombre de su autor
Cuando fué posible hablarse y entenderse, Mr. Robert dio gracias a su mujer e hijos por los sacrificios que se habían indudablemente impuesto, a fin de llevar a cabo su rescate.
—Esta pobre habitación en que os hallo,—les dijo,—esa mezquina cena que veo sobre la mesa, vuestros semblantes pálidos, vuestros vestidos humildes...., todo me está diciendo las grandes privaciones con que me habéis comprado la dicha de volver a vuestro seno. A la vez que os testifico el reconocimiento debido, no puedo menos, por tanto, que lamentar con enojo el exceso de vuestra abnegación. ¿No era bastante desprenderos de seis mil francos, laboriosamente reunidos, sin que, además de comprar tan cara mi libertad, os metieseis en mandarme ropas, demasiado ricas para nuestra posición presente? Ni ¿qué necesidad tenía yo tampoco—puesto que me pagabais el viaje—de los cincuenta luises que me entregó Mr. Nyon, al recibirme a bordo?
La señora y las señoritas Robert se miraron atónitas, volviéndose luego con movimiento simultáneo—y a cual más enternecida—al joven, que también escuchara visiblemente conmovido lo que había dicho su padre.
—¡Oh hijo de mi alma!—exclamó la primera, vertiendo dulces lágrimas.—¿Conque, todo eso has hecho, sin que lo sospecháramos nosotras? ¿Y cómo sospecharlo,—añadió dirigiéndose a su esposo,—si el pobre muchacho no tenía, al parecer, otros medios con que ganarnos el sustento, sino su trabajo en el obrador de un lapidario, que en los primeros meses le daba muy poco, subiendo progresivamente hasta setenta francos, que me eran entregados por mi hijo, y que, unidos al producto de nuestras costuras, apenas bastaban para vivir los cuatro?
—Entonces,—dijo Mr. Robert con alguna alteración,—sin duda los buenos amigos que aquí he dejado proporcionaron a Huberto los medios de hacer esos dispendios, de que me parece muy extraño no os diese conocimiento.
—¡Los amigos! repuso con viveza su mujer.—¡Ah ! no se tienen muchos en la desgracia, y en cuanto a nosotros, bien se puede decir que no hemos hallado ninguno.
Mr. Robert se estremeció de pies a cabeza, oscureciéndose su frente con un pensamiento capaz de anublar todas sus alegrías. En seguida clavó en su hijo mirada inquieta y escrutadora, escapándose de sus labios, con cierta violencia, esta interpelación perentoria:
—¿De dónde, pues, ha salido todo aquel dinero?
Huberto sacó de su faltriquera la consabida bolsa, y echando sobre la mesa lo que contenía, dijo con profunda emoción, que su padre, ofuscado, confundió acaso con otro sentimiento:
—Todo aquel dinero, y todo esto—de que podéis disponer igualmente—han salido, padre mío, de una misma mano.... mano desconocida, por desgracia, que no nos es dado besar reconocidos; mano de un bienhechor anónimo, que, como la Providencia, sólo es visible en la bondad de sus obras.
—¡Desventurado!—exclamó el padre, poniéndose en pie casi despavorido.—¿Cómo te atreves a responder con esa novela inverosímil al atroz recelo que debió revelarte mi pregunta? ¡Oh Dios mío! perezcamos todos aquí, en estos momentos que parecían tan felices, si han sido comprados a precio de nuestra honra.
—¡Padre! ¡Padre!....—fué cuanto pudo articular el joven, al escuchar la expresión terminante de tan afrentosa sospecha; pero eran tales la legítima altivez y la bella dignidad que brillaron de súbito en toda su figura, que Mr. Robert bajó involuntariamente los ojos, fijos hasta entonces en su rostro con tenaz perseverancia.
La expresión de aquel rostro persuadía con más elocuencia que hubieran podido hacerlo las mejores pruebas aducidas por Huberto en demostración de su inocencia.
—¡Esposo mío!—dijo al mismo tiempo la señora Robert:—no ultrajes nunca con la más leve duda la probidad de nuestro hijo. Yo creería lo imposible, antes que sospechar en él acción ninguna vergonzosa.
—¡Oh, no! ¡es nuestro ángel! ¡nuestro buen ángel! exclamaron a la vez las dos hermanas, corriendo a colgarse de su cuello para abrumarle de besos.
Mr. Robert tornó a sentarse, más bien confuso ya que receloso, y pronunció, después de un rato de silencio, con voz casi sumisa:—Que me perdone.... pero que también me explique, por Dios, cómo ha podido encontrar ese bienhechor misterioso.
El joven se acercó con ademan lleno de nobleza, y aun de solemnidad imponente, y le refirió en breves palabras su encuentro y conversación con el desconocido, sus pesquisas durante un mes, la escena de aquella tarde con el capitán Nyon, y concluyó presentando a su padre la carta que le diera aquel hombre, único por quien podían saber quién era el benéfico personaje, del que tantas mercedes recibían.
Mr. Robert rasgó vivamente la cubierta, y leyó, en medio del profundo silencio y vivísimo interés de sus cuatro oyentes:
«Cuando veáis estas líneas, mi joven amigo, ya habréis reconocido con cuánta razón os aseguré que la Providencia no desampara a los buenos. Yo le rindo gracias por haberme escogido esta vez como instrumento de sus beneficios; dádselas vos también por haberos hecho digno de recibirlos.
»Una feliz casualidad me ha facilitado descubrir quién es » el profesor de pintura de quien recibisteis lecciones en París, »y que conserva alta opinión de vuestras excelentes disposiciones. Este juicio suyo, y la convicción que me infundió vuestra fisonomía de que poseéis verdadero genio artístico, me mueven a aconsejaros que tan luego hayáis dedicado algunas horas a la felicidad de abrazar a vuestro padre, os pongáis en camino para la capital, donde os espera ya vuestro antiguo maestro, que os hospedará en su propia » casa. Por dos años tenéis pagados los gastos de pensión y » de estudios, y si sois aplicado,—como creo,—con vuestro talento y los conocimientos anteriormente adquiridos, »es probable que os baste ese tiempo para que podáis presentaros a la heredera del ex-mercader de las Antillas españolas, como un artista de mérito, y no como un barquero poco práctico. Así, al menos, os lo desea
»El viejo del cinco de junio.»
—¡Hijo mío!—exclamó Mr. Robert, al terminar su lectura:—¡Hijo
mío, corramos al hotel de Oriente! Es preciso saber esta noche misma el
nombre del autor de esta carta.... del genio tutelar de esta familia.
—¡Sí, padre, sí! contestó el joven, bañado el rostro en llanto: nuestra ventura quedaría muy incompleta si nos viésemos privados por más tiempo de besar mil veces la mano generosa del mejor de los hombres. Venid, pues, venid. El capitán Nyon debe saberlo todo; él nos revelará ese nombre, que será bendecido mientras exista uno siquiera de nosotros o de nuestros descendientes.
Y el padre y el hijo iban a salir presurosos, cuando, deteniéndolos Mma. Robert, les contó en alta voz las campanadas de la iglesia vecina, que daban distintamente las doce.
—¿Quién se hallará dispuesto a ser complaciente a tales horas?—les dijo sonriendo.—Si queréis que ese señor Nyon no maldiga enojado la impaciencia de vuestra gratitud, dejadle descansar tranquilamente de las fatigas del viaje, y mañana temprano lo encontraréis, de seguro, benévolo y expansivo. Mientras tanto,—añadió con tono más grave,—cumplamos nosotros el santo deber de rendir gracias al cielo por vernos reunidos felizmente, rogándole que colme de sus eternas bendiciones al que ha sido en la tierra la imagen y el ministro de su bondad divina para con los pobres.
Cayó de rodillas la matrona al concluir estas palabras, y su marido y sus hijos se prosternaron silenciosos al rededor suyo.
Durante más de un cuarto de hora permanecieron los cinco en humilde actitud y religioso recogimiento, acompañando su muda y fervorosa oración con dulces lágrimas de reconocimiento.
Patético y hermoso era aquel espectáculo doméstico.
La varonil cabeza del padre de familia—surcada prematuramente por anchas líneas de plata, que se cruzaban sobre su frente—se inclinaba ante Dios, al lado de la pálida faz de su casta compañera, marchita igualmente por el trabajo y los dolores; pero todavía interesante con los restos de aquella pura belleza griega, peculiar a las hijas de la antigua Focia.—Luego, en torno de sus dos figuras graves y melancólicas, las tres cabezas rubias y poéticas de la juvenil prole, humillándose también, como la de los ángeles de Rafael a la presencia de la Virgen sin mancha.... Todo presentaba en su conjunto un cuadro digno de la paleta del grande artista de Urbino, que hubiera hallado en él todo el idealismo de sus aspiraciones místicas, en consonancia con las severas realidades de la vida.
Terminada la silenciosa plegaria, Mma. Robert condujo a su marido a la mesa, y aquellos puñados de avellanas, aquel trozo de queso duro, acompañados de mendrugos de pan seco, constituyeron una cena la más grata, la más amena de cuantas se han servido jamás.
Ningún potentado podía proporcionársela igual, dispendiando el oro a manos llenas en suculentos y exquisitos manjares.
La franca alegría y el sincero amor que sazonaba la del estrecho cuarto del arrabal de San Lázaro, no es condimento común en los banquetes suntuosos.
Entablóse naturalmente, de sobre mesa, la conversación sobre los disgustos ya felizmente pasados. Mil y mil preguntas dirigidas al padre le llevaron insensiblemente a referir la historia de sus dos años de cautiverio, produciendo en el auditorio un interés tan vivo, que las horas volaban sin darse cuenta de ello.
Mma. Robert fué la primera que, abriendo la ventana, señaló sonriendo el firmamento, bañado ya por los albores del día. Todos se miraron sorprendidos. La noche se les había pasado veloz como un minuto, sin que nadie sintiese fatiga de cuerpo ni de espíritu.
Tan cierto es que la felicidad—y aun lo mismo el dolor—saben hacer desplegar al hombre vigor y fuerzas, que no parecen posibles en la normal existencia.
Los dos Robert se dieron prisa en correr, a las primeras horas de la mañana, que tan impensadamente se les venía encima, en busca de Mr. Nyon, dejando a las señoras algún rato de reposo.
Llegaron tan temprano al hotel de Oriente, que les fué preciso aguardar cerca de una hora, paseándose por la calle, a que el conserje diese señales de vida. Abrióse la puerta al cabo, y nuestros dos impacientes anunciaron su urgencia de tablar al instante con el capitán del Neptuno, que se hospedaba en el segundo piso.
—¿El capitán del Neptuno?—dijo el portero, bostezando todavía.—¡Um! me parece que venís engañados. No ha dormido nunca, que yo recuerde, bajo el techo de esta casa.
—En ella, al menos, comió ayer conmigo,—observó Mr. Robert.
—Ya lo sé, pero también me consta que salió en seguida.
—¿Y no volvió?
—Lo vi, si no me equivoco, con el joven señor que os acompaña; pero preguntadle si no es cierto que lo dejó entrar solo, volviéndose el capitán desde la puerta.
—¿No presumís dónde habrá pasado la noche?
—¡Toma! en su barco probablemente; como que, según he oído, se debía dar a la vela apenas amaneciera.
—¡Ah!.... ¿estáis seguro de ello?
—Aguardad, y preguntaré arriba.
El portero subió en efecto, y volvió a poco confirmando su dicho. Mr. Nyon no había dormido en el hotel, y por lo que le oyeron la mañana anterior, suponían que debía darse a la vela aquel día, con rumbo a Malta.
Padre e hijo echaron a correr de nuevo en dirección del muelle en que había desembarcado el primero.
—Es muy temprano para que salga ahora (dijo éste a Huberto, para tranquilizarse él mismo con la seguridad que daba). Hay bastante niebla hoy, y no meterá su buque por la estrechura de nuestro puerto hasta que el sol alumbre despejado. Lo que temo es que no haya allí todavía patron ninguno que nos conduzca a bordo.
—Descuidad respecto a eso,—respondió sonriendo el joven;—pues no me pesará en manera alguna desempeñar una vez más mi oficio de barquero, que tanta ventura me ha traído.
Cuando llegaron jadeantes, procuraron distinguir, entre aquel bosque de mástiles, al bergantín que había anclado el día antes, pero les fué imposible.
Huberto se lanzó entonces a una barca, hizo entrar a su padre, y soltando la amarra del anillo de hierro que la sujetaba, comenzó a remar vigorosamente, aproximándose al sitio que debía ocupar el Neptuno.
La niebla, mientras tanto, se disipaba en fugaces nubecillas, ante los rayos del brillante sol que ilumina la parte meridional de Francia.
Un grito se escapó de improviso de los labios de Mr. Robert.
—¿Qué es eso, padre mío?—preguntó asustado el joven, dejando caer entrambos remos.
—¡Mira! ¡mira!.... El cielo nos niega la satisfacción de conocer el nombre que debemos bendecir,—dijo Mr. Robert, señalando un buque que con viento en popa y a toda vela se alejaba gallardamente de las aguas de Marsella.
Su vista no había padecido error. Era el Neptuno, que pronto no se presentó a los ojos que le seguían ansiosos, sino como un punto casi imperceptible, perdido entre dos inmensidades.
El padre y el hijo volvieron al muelle, silenciosos y mohinos.
—Quizá no sepamos nunca quién es nuestro bienhechor,—dijo al cabo Mr. Robert con hondo suspiro.
—¿Olvidáis que, siguiendo su consejo, debo marcharme a París en el primer coche que salga, y que mi maestro ha recibido de él dos anualidades de mi pensión y aprendizaje?—respondió Huberto con tono de esperanza.—Todo lo sabremos, padre mío; todo nos lo dirá aquel hombre con quien voy a vivir en breve.
—Es verdad, ¡oh! ¡sí! él le conoce forzosamente,—exclamó Mr. Robert con el regocijo de un niño;—pero de pronto trocóse en triste gravedad su risueña animación, y añadió, tomando tiernamente las manos de su hijo:—¡Pero qué, Huberto! ¿quieres dejarme tan pronto?
—Padre,—respondió el joven, besando las manos que estrechaban las suyas;—si aun me creéis necesario a mi familia, lapidario y barquero seré toda mi vida con orgullo; mas si en la posición nueva que os abre la Providencia podéis pasaros sin mis débiles auxilios, dejadme, os ruego, que aspire cuanto antes a honrar vuestro nombre y a realizar las faustas esperanzas de nuestro querido bienhechor, alcanzando algún día la pura gloria de artista.
—Tienes razón; ¡vete!—fué toda la respuesta del padre. Lo abrazó en
seguida, y dejándole en libertad de disponer sus preparativos de marcha,
regresó él a la casa para
dar algún descanso a su cuerpo, quebrantado al fin por tantas y tan fuertes emociones.
IX. La partida
La primera diligencia de Huberto, cuando se separó de su
padre, fué ir a pagar al lapidario el adelanto que le había
hecho para satisfacer al casero, y le anunció al mismo tiempo que cesaba de pertenecer al oficio.
Saliendo ufano de aquel taller, al que no volvería nunca,
se preguntaba el joven a sí propio si no era un sueño la repentina y próspera mudanza de su suerte.
El día anterior, a aquellas mismas horas, aun era un pobre artesano,
un barquero por añadidura, despreciado—en su concepto al menos—por la
mujer que adoraba; creyendo esclavo todavía al autor querido de su vida;
testigo continuo de la miseria de su casa. Hoy, como por encanto,
miraba libre a su padre y restituido a su hogar, socorrida y dichosa á
su familia, tierna y constante a Josefina, rotas las cadenas que le
sujetaban a él mismo, y abierto ante sus ojos un porvenir de gloria.
Haciendo este cotejo, sentía Huberto rebosar en su pecho la más
ferviente gratitud hacia la Providencia y hacia el
que había sido su representante en la tierra.
¡Cuánto deseaba verse en París para indagar, para descubrir el nombre de aquel que sólo contemplara una vez para
no
olvidarlo nunca! ¡Cómo se regocijaba anticipadamente con la idea de
conseguir al cabo besar mil veces su mano bienhechora, y expresarle—con
lágrimas de amor, si no con elocuentes palabras—todos los sentimientos
de cinco corazones que él había llenado de esperanza y consuelo!
Excitado por tales impulsos, no pudo menos de experimentar viva satisfacción al saber que estaba en su mano partir el mismo día, pues de la mensajería particular establecida recientemente en la Canebiére, salía un carruaje a las once y aun conservaba asientos disponibles. Tomó uno sin vacilar, y—compradas algunas cosas necesarias al viaje—volvió a su casa para hacer su maleta, escribir a Josefina y almorzar por vez postrera con la familia reunida.
Aun descansaba ésta de la vigilia anterior; por manera que tuvo Huberto completa libertad de ocuparse detenidamente de las dos primeras atenciones.
No fué largo, empero, el tiempo que exigían sus preparativos de equipaje. Pronto estuvo dispuesto y pudo pensar únicamente en contestar la preciosa carta, que fué de nuevo leída, y de nuevo también cubierta de besos y salpicada de lágrimas.
Media hora, por lo menos, corrió después la pluma agitadamente sobre el papel, con acompañamiento de suspiros, que rendían testimonio de ser el corazón quien dirigía los movimientos de aquélla. Patéticas descripciones de íntimos pesares, confesiones humildes de sospechas injustas, votos de gratitud, dulces quejas de amor, santos juramentos de constancia, exigencias tiernas de fidelidad inviolable todo esto y mucho más se encerró en aquellas líneas trazadas poco antes de la partida; pero—¡cosa extraña!—nada se dijo en ellas de esta última circunstancia ni de los sucesos recientes.
El amor es esencialmente caprichoso. Huberto se complacía en dejar a Josefina amando con heroísmo al barquero oscuro y sin esperanza. Su mente novelesca le ofrecía un cuadro delicioso en la grata sorpresa que le causaría más tarde, si—como le anunciaba su protector desconocido—podía presentársele distinguido artista, cogiéndola de nuevo trasformación tan fausta.
Además, es preciso decirlo, toda la fe que tiene el genio en sí mismo no basta a preservarle—en ciertos momentos decisivos—de recelos acobardadores.
A Huberto se le ocurría, precisamente al ver cumplido su fervoroso anhelo de consagrarse al arte, que quizá no era más que un delirio de orgullo la capacidad que se atribuía, y que la indulgencia ajena no le disputaba. Sentía vagos temores de no llegar jamás a la altura que ambicionaba; ¿y para qué, en tal duda, seducir a su amada con esperanzas presuntuosas? ¿Para qué exponerla a decepciones amargas? ¡Qué ridículo—pensaba el joven—qué lastimoso papel haría yo a sus ojos si, después de decirle hoy,—mi suerte se cambia, mi porvenir se esclarece, parto a París a conquistarme un nombre, a trabajar también para satisfacer, a fuerza de amor y genio, los votos de tu padre, que ningún artista ha llenado hasta ahora;—volviese dentro de dos años sin reputación, sin éxito en mi empeño temerario, no pudiendo aspirar sino a ser contado entre los pintores adocenados!
Esta reflexión fué acaso la que más poderosamente le decidió a guardar absoluto silencio con Josefina, respecto a los últimos sucesos y al viaje que era su consecuencia.
Según lo resuelto por la misma doncella, no debían verse sino una vez al año.... esos días cinco de junio que eran para los dos aniversarios de dichas. En Marsella o en París, Huberto no faltaría jamás a la cita que le daba su amada; no dejaría por ningún motivo de acudir a su verja, para trocar con ella la mirada de esperanza y el suspiro de recuerdo que serían por largo tiempo sus únicas comunicaciones. Atendido esto, tan ausente estaba el amante para su querida permaneciendo en Marsella como viviendo en París, y el hacerle saber que iba a ser mayor la distancia material que los separaba, parecía al primero una crueldad innecesaria.
La carta se concluyó, pues, como hemos dicho, sin contener la menor palabra por donde pudiera colegir la que debía recibirla ninguna de las novedades ocurridas, y cuando la cerraba el autor entró una de sus hermanas advirtiéndole que era esperado para el almuerzo.
En efecto, Huberto halló a la familia sentada ya en torno de la mesita de pino, cuyo aspecto era más halagüeño que de ordinario. Chuletas de ternera, tortilla de yerbas, algunas docenas de ostras, blanquísimo pan y buen vino, rendían testimonio de la mejora de los fondos domésticos, y solemnizaban la presencia del padre de familia, que tornaba a presidir la mesa.
El almuerzo, sin embargo, no fué tan animado como la pobre colación de la víspera. Las señoras sabían ya por Mr. Robert que el joven las abandonaría pronto, y esta noticia las afectaba vivamente.
Al levantarse los manteles, sonaban las diez en la cercana iglesia. Huberto las contó conmovido, y poniéndose al punto de rodillas delante de los esposos, les pidió su bendición.
—¡Cómo!—exclamó, extremeciéndose, la madre.—¿Es hoy por ventura, hijo mío?
—Dentro de una hora parte el carruaje que debe conducirme,—respondió aquél, agolpándose a sus ojos el llanto.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡eso no puede ser!—gritó la señora Robert, pálida y trémula, hasta el punto de verse obligada a tomar por apoyo el brazo de su marido.
—¡Animo, cara esposa!—le dijo él, aparentando firmeza. Nuestro Huberto ha sufrido mucho en ventaja nuestra, y justo me parece que suframos algo por el bien suyo.
—¡Cierto!—balbuceó la madre inclinando resignadamente la cabeza,—y extendiendo luego sobre la del joven sus manos descoloridas y casi transparentes,—Dios te bendiga—le dijo—como yo lo hago, y recompense con liberalidad infinita cuanto has hecho por tu desvalida familia.
—¡Sí! añadió Mr. Robert con gravedad solemne. Cúmplanse los votos de la que te llevó en sus entrañas; concédate el cielo una esposa tierna y casta como ella, y sean tus hijos para ti lo que tú has sido para tus padres.
Diciendo esto, quiso meter en los bolsillos del viajero parte de los cincuenta luises que recibiera de Mr. Nyon, pero Huberto los rechazó dulcemente, poniendo al mismo tiempo en un dedo de Mma. Robert la magnífica sortija del desconocido.
—Os he tomado ya bastante, les dijo, del numerario que acompañaba esta alhaja. Pagadas mis deudas y mi asiento, aun me queda lo necesario para mi manutención durante el viaje. Conservad el resto de vuestros fondos, padre mío, para ayudaros mientras permanezcáis sin ocupación lucrativa, y sea el valioso brillante—que deposito en manos de mi madre,—la dote de mi hermana mayor, siempre que no os obligue a venderlo alguna urgencia inevitable. En cuanto a nuestra pequeña,—añadió sonriendo entre sus lágrimas,—la destino mi mejor cuadro, que espero en Dios podrá valer tanto como la sortija.
Las dos jóvenes se colgaron de su cuello, y por espacio de algunos minutos sólo se oyeron tiernos adioses, medio ahogados por sollozos.
Mr. Robert puso fin a tan patética escena haciendo venir un mozo, que cargó con la maleta del viajero, y arrancando a éste de los brazos que le retenían, lo llevó él mismo hasta el segundo tramo de la estrecha escalera.—Adiós,—le dijo entonces, abrazándole:—que pronto podamos bendecir juntos al protector generoso, a quien probablemente conocerás en París.
—¡Adiós, hijo de mi alma!—¡Adiós, hermano querido!—le gritaban también desde lo alto las tres desconsoladas mujeres.
—¡Hasta el cinco de junio! respondió Huberto, ya al pie de la escalera. Sea cual fuere mi destino, pasaré siempre ese día en el suelo de Marsella.
—¡Ah! ¡sí! ¡sí! repuso la madre, alentada un tanto con tal promesa. El cinco de junio es memorable para nosotros todos, pues fué en él cuando conociste a nuestro ángel tutelar. Que siempre oremos juntos en ese día, pidiendo al cielo lo colme de ventura.
—¡Siempre!—repitió Huberto, lanzándose con esfuerzo fuera del umbral.
—¡Hasta el cinco de junio, pues! gritaron en coro las tres voces femeniles.
—¡Hasta el cinco de junio!—dijo también Mr. Robert.—Y Huberto se alejó, murmurando largo trecho:—Hasta el cinco de junio....
Por primera vez desde la cruel noche en que mandó a Josefina su primera carta, volvió a verse nuestro protagonista al pie de aquella ventana en que por tanto tiempo aparecía su ídolo cada día festivo, colmándole de felicidad con una dulce sonrisa, con una tierna mirada.
El corazón del joven, conmovido por la reciente despedida, desfalleció casi bajo la nueva impresión que recibía, a presencia de aquellos sitios, tan llenos de recuerdos inolvidables.
Se hallaban corridas las persianas; sus ojos anhelantes no podían traspasar aquel obstáculo, para columbrar siquiera uno de los preciosos muebles de la virginal estancia.
Huberto dió la vuelta por un costado de la casa, y fué a apoyarse—trémulo y oprimido—en aquel ángulo izquierdo de la verja, por entre cuyos hierros se asomaba—risueña y esmaltada por los argentados rayos del astro de la noche—la hermosísima cara de la joven criolla, en aquella célebre noche del cinco de junio.
El pequeño jardín estaba desierto. Sólo turbaban a intervalos su melancólico silencio los amorosos píos de algunos pajarillos, que se guarecían del sol en las frondosas copas de los naranjos enanos.
El mancebo permaneció largo rato inmóvil, sin fuerzas para levantar la blanca piedra que veía a sus pies al otro lado de la verja.
Pero volaba el tiempo, iban a dar las once, y además podían pasar gentes cuya atención llamase, continuando clavado junto a la verja.
Hizo, pues, un esfuerzo sobre sí mismo, alzó con temblorosa mano la designada piedra, y, según lo prevenido por Josefina, colocó debajo su carta.
Terminada la operación, se despidió del jardín con larga y congojosa mirada, y tornó a ver por última vez la ventana querida.
¡No halló alteración! La celosía importuna, que en otros tiempos se descorría ante él para dar paso a la luz de su alma, continuaba cerrada tenazmente, cubriendo de sombras su corazón dolorido.
De pronto, empero, llegó a sus oídos un preludio ejecutado en el piano, y que agitó todas sus fibras, cual si fuera la voz misma de la virgen cubana.
Aquellos sonidos eran arrancados al músico instrumento por sus dedos nacarados.... aquellos sonidos probaban a Huberto que ella se hallaba allí, al otro lado del muro, a pocos pasos de él, pudiendo oir el adiós que le enviase desde la calle.
El adiós no fué, sin embargo, pronunciado todavía, y en vez de él, resonó suavemente una melodía de Pórpora, tierna, patética, casi gemidora.
Al espirar la última nota, la estridente voz de la campana vino a anunciar al viajero, embelesado por la deliciosa cadencia—en que le parecía recoger dulces promesas y amorosos suspiros—que era ya la tristísima hora de la partida.
En efecto, el carruaje se estaba enganchando al alcance de su vista.
—¡Adiós!—murmuró por fin.—Adiós, Josefina mía; hasta el cinco de junio.
Una lágrima ardiente, resbalando cristalina por todo lo largo de sus mejillas, cayó en tierra, sellando al pie de la ventana la última huella de su paso.
Por un misterio de magnetismo, la doncella cubana se inclinaba en aquel mismo instante sobre el teclado, que enmudecía, salpicándolo con otra lágrima silenciosa; porque se le había ocurrido de repente medir con el pensamiento los eternos once meses que aun la separaban del cinco de junio de 1753.
Segunda parte
I. Huberto en París
El París de Luis XV no era, en verdad, el París que hemos conocido, el París de Luis Felipe o de Napoleón III, con su más de millón y medio de habitantes—repartidos en más de dos mil calles—y sus monumentales embarcaderos de líneas férreas, y su brillante alumbrado de gas, y sus innumerables carruajes públicos, y sus trágicos y épicos recuerdos de la revolución y del imperio,—consignados en soberbios arcos como el del Carrousel y el de la Estrella, y en columnas y puentes como los de julio, Vendome, Arcola , Jena, Austerlitz, etc., o en boulevards como los de Sebastopol y Strasbourg—improvisaciones gigantescas de la época presente, que se hermanan con el mercado de hierro, la fuente de San Miguel, la prolongación de la gran calle de Rívoli, y tantas otras magníficas obras hechas al vapor por la rápida e incansable actividad del soberano por sufragio universal.—Pero era, sin embargo, el París aristocrático y galante, animado todavía por el licencioso espíritu de la regencia, y todavía deslumbrante con mágicas huellas del fastuoso reinado precedente.
Para un joven ávido de placeres, aquel París valía tanto, cuando menos, como el París de nuestros días, y para un ambicioso impaciente, los caminos de entonces no eran ciertamente más difíciles y largos que los de ahora, aunque no había periodismo comparable al moderno, ni bolsa, ni tribuna ;—sendas de atajo maravillosas, por las cuales hemos visto a muchos llegar en un santiamén al poder y a la fortuna.
En cambio, bastaban un capricho de cualquiera de las sucesivas favoritas, un remoto parentesco con alguno de los cortesanos predilectos, una mirada benévola del ministro—ganada por la adulación más baja;—bastaban, repetimos, con sobrada frecuencia, para sacar del polvo las más insignificantes existencias, revistiéndolas de pasajera importancia.
Nuestro héroe, empero, llegó a la inmensa fábrica de reputaciones y fortunas, al foco inexhausto de deleites, sin sed ninguna de éstos, y sin vislumbrar siquiera los elementos fáciles de aquéllas.
Todo, en su concepto, tenía precisamente que debérselo a su talento y estudio, resultando de tal creencia que París para él se redujo al modesto recinto del obrador del maestro con quien vivía, y a los museos en que iba a admirar los modelos más notables de las diversas escuelas de su arte.
Nuestros lectores adivinan, sin duda, que el primer cuidado del joven fué indagar de su profesor y patron quién era la persona que había pagado sus dos años de aprendizaje y pensión; pero el artista le preguntó a su turno, sorprendido:—Pues ¡qué! ¿lo ignoráis?
Tras la respuesta de Huberto le refirió que sólo se había llegado a él un sujeto con trazas de agente de negocios, el cual, a nombre de Mr. Robert, padre, le propuso tomar como pupilo y discípulo al que ya había sido lo último, tiempo antes.—Acepté desde luego,—añadió el pintor,—porque me constaba vuestra admirable disposición para el arte, y tenía también muy presente lo noble de vuestra índole. El encargado me pagó dos años adelantados, según lo propuesto por él mismo, le di el correspondiente recibo para vuestro padre, se despidió advirtiéndome que vendríais pronto, y nada he vuelto a saber respecto a dicho sujeto.
—Pero recordaréis, sin dada, quién fué el que con anterioridad a la conferencia que acabáis de referirme, supo por vos que me habíais dado lecciones antes que mi familia abandonase a París.
—¡Aguardad!—repuso el maestro, recapacitando un momento, como para aclarar algún recuerdo confuso.—Es posible que alguien me hablase de vos primero que el agente. ¡Oh, sí; me parece que tengo cierta idea de ello; pero son tantos los que visitan mi estudio! No imaginéis que se trata solamente de gentes adocenadas,—añadió con cierta jactancia.—Altos funcionarios públicos, celebridades de todo género, suelen honrar este obrador, admirando mis concienzudos trabajos. Quizá fué alguno de ellos quien me dijo algo con respecto a vos; pero confieso que, por más que me afano, no acierto a verlo en mi flaquísima memoria.
—¡Dios mío!—exclamó el joven,—¿estaré condenado a ignorar siempre ese nombre?
—Decidme los motivos que os mueven a inquirirlo con tan grande interés, y acaso sacaré de ello alguna luz que esclarezca mis recuerdos.
Huberto contó, en efecto, los favores que debía al desconocido anciano; pero aunque aquel relato conmoviese al pintor—cuyo corazón era excelente—y le hiciese participar del anhelo de su discípulo, no pudo absolutamente satisfacerlo. Veinte nombres soltó a la ventura, como meras hipótesis; mas al dar señas de las personas, ningunas convenían con las del hombre de la barca.
Frustrada nuevamente su esperanza, no pensó Huberto desde aquel día sino en sus estudios suspirados. La asiduidad y el ardor con que se consagró a ellos llegaron a inspirar al maestro recelos por su salud. Le dió prudentes consejos, le echó enérgicas reprimendas; pero el joven,—qué agradecía, al parecer, los unos y escuchaba con humildad las otras,—no daba, sin embargo, la menor muestra de enmienda. El afán que lo devoraba le producía una especie de fiebre, de la que no alcanzaba a enseñorearse su propia voluntad.
Por un feliz acaso, que él juzgó providencial, era hijo de Cuba, nacido en la Habana como su amada, uno de sus más queridos condiscípulos. Aquel joven pertenecía a una familia rica, que había tratado mucho a la de la difunta señora Caillard, a quien recordaba perfectamente, así como también a su lindísima hija, que se le parecía mucho. Más aún: había estado muchas veces en el consabido templete de la colina, conservándolo muy claro en su memoria, y hasta sabía una circunstancia ignorada indudablemente por el viudo monomaníaco.—Era dicha circunstancia nada menos que la existencia del diseño del templete en poder del arquitecto a cuyo cargo estuvo la ejecución, y con el cual tenía precisamente parentesco no remoto el que dió a nuestro Huberto esta noticia, que casi le puso a pique de volverse loco de alegría.
Por supuesto, el diseño fué pedido urgentemente a la Habana, y se recibió en breve, acompañado de un precioso álbum que encargara el criollo a cierto amigo suyo, y en el cual no sólo almacenó éste varios paisajes de los más característicos de la virgen tierra y del tórrido cielo de nuestra hermosa isla, sino también multitud de aves, plantas y hasta reptiles indígenas.
Aquel álbum fué para el amante de Josefina, según desde luego comprenderán nuestros lectores, un tesoro inapreciable, cuya posesión no hubiera trocado por los famosos de Creso.
Su condiscípulo no estaba desprovisto, por tanto, de aparente fundamento cuando, al pedir aquellos croquis a su compatriota colonial, le decía con disculpable orgullo:
—« Tengo aquí un amigo que es entusiasta por nuestra cara Antilla, aunque jamás la ha visto, ni aun en pintura, lío me habla sino de Cuba, encantándose con las descripciones que le hago, y reteniendo en su memoria los más insignificantes detalles. En vista de ello, casi puedo asegurarte que tan luego como termine sus estudios, tendréis allá ese nuevo colono, que será,—estoy cierto,—uno de los mejores artistas de la escuela francesa.»
Pero aunque Huberto—animado por la predilección que daba campo a las conjeturas de su compañero—estudiase con decidido empeño el brillante colorido de la naturaleza del trópico, no descuidaba tampoco sus ensayos de otra índole.
Desde los primeros días de su llegada a París trabajaba en un pequeño cuadro, o mejor dicho, en el pequeño boceto de un gran cuadro que se proponía emprender en lo sucesivo, y que no le originaba menos desvelos que los paisajes trasatlánticos.
En aquella incesante embriaguez de sus amados estudios se le pasaron semanas, y luego meses, como si fuesen minutos. Sólo comprendía lo largo del tiempo cuando contaba los días transcurridos sin ver a Josefina ni tener noticias suyas, y los que aun faltaban para el anhelado momento de encontrarse otra vez al pie de su querida ventana o junto a la alta verja tapizada de jazmines.
En cuanto a su familia, recibía frecuentes cartas más y más satisfactorias.—«Tu padre,—le decía en su última la señora Robert,—ha recobrado, a Dios gracias, su antiguo concepto y numerosas relaciones, ganando tanto o más que antes, en su profesión de corredor de comercio. Habitamos un bonito primer piso a la entrada del boulevard de la Paz, y lo hemos amueblado decentemente. Me encuentro como tú deseabas, hijo mío, descansada y sin más cuidado que el de mi salud decaída. Tu hermana mayor tiene a su cargo la casa y hace un ama de gobierno inmejorable. La pequeña lleva los libros a tu padre, mejor, según dice él, que el tenedor más experto. Además se ocupa en primorosos bordados por los dibujos que tú le hiciste. Reúne bastante número de lindísimas obras, que el día que quiera venderlas podrán valerle muy bien sus cuatrocientos francos. La semana próxima pasada regaló un rico pañuelo a Mad. d'Hericour, cuyo digno esposo es de las personas que más han favorecido a tu padre, contribuyendo a restablecer su crédito de corredor. La amable señora hizo grandes elogios de la delicadeza y perfección del trabajo de nuestra niña, y la prometió, sonriendo, que si lograba algún día decidir a su rebelde deudo, el caballero de S...., a bajar la dura cerviz bajo el yugo matrimonial, recurriría a ella para poder obsequiar a la novia con una selecta colección de bordados. Ya ves, Huberto mío, que todo va bien por acá; siendo nuestro solo pesar el no saber todavía el nombre de nuestro bienhechor, y nuestra más dulce esperanza el abrazarte, como ofreciste, el 5 de junio próximo.»
Pocos días después de recibida la carta cuya parte más notable acabamos de trascribir, y al comenzar la primera semana del florido abril, entrando una mañana el maestro, de vuelta de ciertas diligencias, fijó su atención un bonito boceto, que halló colocado modestamente en el rincón más oscuro de la sala de estudio.
Representaba cierta escena que le era conocida por relato. Era el puerto de Marsella, al declinar de una apacible tarde, y se destacaba en primer término la barquilla blanca con su joven patron, en el momento de saltar a ella el desconocido personaje.
—¡Hola, hola!—exclamó el maestro, fijando complacida mirada en aquel primer ensayo de su discípulo predilecto.—Esto es ya una composición que, como obra de principiante, puede llamarse admirable. No está muy estudiada la perspectiva, no muy correcto el dibujo, pero hay allí libertad de ejecución, toques felices, colorido brillante. Además, la semejanza del barquero con el artista resalta a primera vista: está bien esa cabeza muy bien.
¿Y la del anciano?—preguntó ansiosamente Huberto, que, soltando el pincel con que coloraba otro estudio, se acercó con viveza a su interlocutor.—¿No os recuerda a nadie esa fisonomía? ¿No reconocéis, al contemplarla, a ninguna de las personas que estuvieron en esta sala en los días anteriores a vuestra conversación con el agente?
El maestro miró largo rato la pintura, y dijo después ingenuamente :—No, amigo mío; no me dice nada esa cara. Si es retrato no he visto nunca al original, o vos no habéis acertado en manera alguna con el parecido.
El joven se volvió al caballete silencioso y mohino: por mucho que alabaron su boceto, a la par del maestro, los condiscípulos que fueron llegando sucesivamente, el autor no se dignó ya dirigirle otra vez una mirada, murmurando despechado, a cada encomio que oía:—¡Bah! como si ignorase yo que eso no vale nada.
Es de advertir que nuestro barquero artista había alimentado la esperanza de que al ver el maestro aquella imagen de su bienhechor querido, que le había ocupado largamente, no podría menos de exclamar al instante:—¡Es Fulano! En efecto, bien podía no acordarse de quién era la persona que le habló de Huberto antes que el agente, pero de seguro (pensaba él) no ignoraría el nombre de aquélla, y tan luego como se presentase a sus ojos tan característica fisonomía, aquel nombre se le escaparía de los labios.
El desvanecimiento de esta última esperanza no produjo solamente un disgusto amarguísimo en el pobre joven, sino también cierto apocamiento que podía ejercer funestas influencias en su porvenir artístico.
¿Cómo he de presumir,—se decía,—acertar en la copia de lo que no he visto, dar semejanza y vida a lo que llega a mí como sombra de un ajeno recuerdo, yo, que he sido incapaz de hacer reconocibles, rasgos que conservo en el alma y que son tan verdaderamente notables? ¡Oh! la vanidad me cegaba. El empeño temerario que me proponía llevar a cabo es, por lo visto, muy superior a mis fuerzas. El amor por sí solo no alcanzará a prestarme la intuición maravillosa del genio.
Estas reflexiones tristes fomentaban sin cesar la extraña postración que se iba apoderando de aquella naturaleza impresionable; siendo de notar que se acrecentaba visiblemente a medida que estaba más próxima la época de su visita a Marsella.
La fatalidad parecía empeñada en nublarle al tierno amante el día único para su corazón; el día con que soñara durante largos meses de silenciosa ausencia.
Llegada la antevíspera de su partida, no se mostraba Huberto más satisfecho y animado. Contra su costumbre, que era—como hemos dicho—no abandonar el obrador sino para ir al museo, aquella mañana anduvo vagando largas horas por las alamedas y jardines de los Campos Elíseos,—cuyo nombre en aquella época era el de Grand-Cours, dado por Luis XIV.
Procuraba el joven fatigar su cuerpo, a ver si sentía menos,, de ese modo, el decaimiento de su espíritu.
En efecto, regresó a su morada rendido de tanto andar, pero sin que fuera, no obstante, menos melancólica la expresión pensativa de, su frente.
—¡Huberto! ¡Huberto! oyó gritar de pronto en el instante de llegar al último tramo de la escalera.
Alzó los ojos y vió al maestro, que le salía al encuentro con el aspecto de un hombre regocijado.
—¡Amigo mío!—le dijo tomándole por el brazo para hacerle subir más de prisa los pocos escalones que aun le faltaban:—tengo una gran noticia que daros. ¡Venid! vais a confesar que sois un hombre nacido con dichosísima estrella, no obstante los contratiempos pasados.
—¿Qué hay? ¿qué ocurre?—preguntó el mancebo, dando lugar a la curiosidad que forzosamente debía despertarle semejante exordio.
—Adivinad, adivinad, si sois penetrador. Se trata de un suceso que de seguro os llenará de júbilo, y por el cual sincerísimamente os felicito.
—¿Ha habido alguna carta de mi familia?
—Es mejor que eso lo que voy a deciros.
—¡Ah!.... ¿será que hayáis descubierto quién es mi protector misterioso?
—¡Mejor que eso todavía!—¡Mejor que eso!
—Juzgaréis por vos mismo al escucharme, repuso el maestro—parándole junto al umbral de la sala, que acababan de atravesar; mientras se frotaba las manos con infantil alegría, a la vez que se esforzaba por prestar a su tono cierta misteriosa importancia.
II. El destino del primer boceto
—¿No echáis de menos nada en el recinto que tenéis a la vista?—le dijo al fin a Huberto.
El discípulo paseó su mirada por cuantos objetos contenía la sala, y respondió después con forzada sonrisa:—¡Ah! ¡bien! veo que habéis quitado de aquel rincón mi pobre primer ensayo. Lo apruebo en verdad, mi querido maestro, pues no era digno de ocupar ni aun el lugar más humilde, aquí donde se ostentan tantas obras notables.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!—repuso su interlocutor, riéndose a carcajadas;—dais prueba de no poseer, en la ocasión presente por lo menos, ni pizca de perspicacia. Esa pintura, que despreciáis, se encuentra a estas horas en mucho más honorífico puesto que del que suponéis la he privado, y vale a su novel autor lo que no obtienen fácilmente consumados profesores por obras muy acabadas.
—¿Qué decís? ¿la habéis vendido acaso? tornó a exclamar el mancebo, entre alegre y pesaroso. No comprendo, añadió, que haya persona bastante extravagante para haber pagado cara, según indicáis, cosa de tan escasa valía; pero, así y todo, no me proponía enajenarla, no lo deseaba; porque, a falta de mérito artístico, tiene para mí el del asunto que representa.
—¿Quién os habla de venta? El boceto, amigo mío, os vale mucho más que algunos cientos o miles de francos: os vale nada menos que el agrado, el interés, la protección poderosa de la reina de Francia. ¡Oh! ¡sí! no me miréis con ese aire de incrédulo: bien puedo llamar reina a la que manda en la monarquía y en el monarca más que la augusta señora María Leczinska.
—Entonces.... entonces (dijo Huberto balbuciente) debe ser la favorita la persona de quien habláis.
—Sí, querido; la marquesa de Pompadour,—que se enorgullece grandemente oyéndose llamar protectora de las artes,—ha honrado hoy con su inesperada visita el humilde obrador en que nos hallamos. La habían encomiado mucho, según dijo, el paisaje de los Alpes que estoy concluyendo para el mariscal de Luxembourg, y no quiso volverse a Versalles,—para donde sale pasado mañana,—sin apreciar antes por sí misma el mérito de una pintura que tanto la ponderaban.
—¿Pero mi boceto?....
—Aguardad, no seáis impaciente; voy a referiros lo ocurrido, con todos sus pormenores. La hermosa dama del rey, y su hermano que la acompañaba, permanecieron largo rato contemplando mi paisaje, casi en éxtasis de admiración. ¡Oh! inteligentes de veras son ambos, pues no se les escapó la menor belleza de detalle. No os repetiré las cosas lisonjeras que me dijeron, para entrar desde luego en la parte que os atañe.
—Sí, sí,—pronunció Huberto con agitación visible;—os ruego que acabéis pronto.
—Después que los dos hermanos hubieron examinado a su placer mi celebrada obra, dirigiéndome—como os he indicado—las más expresivas alabanzas, recorrieron el salón mirando a la ligera los muchos buenos estudios que contiene; pero al llegar delante del boceto que desdeñáis, se detuvo la marquesa, fijándole por largo tiempo atenta y complacida mirada.—¡Qué linda pintura! dijo seguidamente al Sr. de Marigny: ¡ved qué frescura! ¡qué vida! Esas olas parece que se mueven, acariciando la blanca navecilla; ese rayo de luz pálida, que llega a morir sobre la bella frente del joven barquero, es un toque admirable.
—¡Dijo eso!—exclamó Huberto, cuya emoción llegó al enternecimiento.
—Más que eso,—prosiguió el maestro con cordial regocijo.—Creyendo que vuestro boceto era mío,—en cuya sola circunstancia creo veréis un motivo de justísimo orgullo,—me lo celebró con entusiasmo que nada tenía de ficticio.
—No le hallo más que un defecto, observó sonriendo, y es la impropiedad del género de hermosura que habéis dado al barquero; figura, por otra parte, la más notable del cuadro. Como creación, hace honor a vuestro idealismo; pero, como verdad de lo que representa, no me parece verosímil.
—Pues sabed, señora, le contesté al instante, que esa inverosimilitud es la pura verdad; es un retrato.
—¡Cómo! ¡un retrato!—exclamó ella admirada.—¿Existe un hombre, de esa condición, en quien hayáis visto tan poético y distinguido tipo?
—Existe aquí,—respondí, sonriendo a mi vez,—en este humilde taller que os dignáis visitar, y es el mismo autor del boceto que ha tenido la dicha de agradaros.
—¡Es posible!—exclamó ella;—¡un barquero artista!
—O un artista barquero, como gustéis llamarlo, dije riéndome.
Los dos hermanos hicieron mil preguntas, mostrando curiosidad vivísima, y le referí por último, en compendio, cuanto sé de vuestra historia. Hubiera dado cualquiera cosa por que estuvieseis presente. ¡Con qué interés escuchó mi breve relación la favorita hechicera! ¡Qué dos perlas—como diría un poeta—se asomaron a sus párpados, al saber la causa del afán que os llevó hasta el extremo de ejercer grosero oficio para proporcionaros dinero!
Terminada mi narración, dijo al marqués de Marigny con cierto tono de generosa envidia:
—¡Feliz el desconocido a quien cupo la gloria de representar la Providencia, socorriendo de ese modo al infortunio, y recompensando a la virtud y al talento!—Deseo,—añadió, volviéndose a mí;—deseo ya tanto como vuestro discípulo saber el nombre de ese bienhechor misterioso, y comprendo todo el valor que, independiente del de su mérito artístico, tiene el precioso boceto que estamos contemplando. ¿Pensáis que su autor quiera cederlo, proporcionándome el gusto de colocarlo entre los mejores de mi pequeña galería de pinturas? A ningún precio me parecería cara tan grata adquisición.
—Señora,—contesté al momento, inclinándome con galantería,—seguro de interpretar los sentimientos de mi joven amigo, me atrevo a suplicaros en su nombre que os dignéis aceptar el pobre ensayo, que tan benévolamente juzgáis, como sincero homenaje de su profundo respeto hacia la que es aclamada justamente ángel tutelar de las bellas artes.
Este cumplimiento, amigo Huberto,—prosiguió diciendo el maestro con satisfacción de sí mismo,—fué del mejor efecto que podéis imaginar. La marquesa admitió con muestras de íntima complacencia el pequeño obsequio que en vuestro nombre la hacia, y me encargó por dos veces—con la más encantadora sonrisa—que no olvidara deciros el alto concepto que formaba de vuestro talento, y el singular aprecio que le merecía vuestro carácter.—Aguardo, añadió, que Mr. Robert me proporcione ocasión de expresarle por mí misma estos sentimientos, que por tantos títulos merece, y me anima la esperanza de que desde hoy no será sólo su anciano desconocido quien goce la dicha de ayudarle a abrirse digna senda de glorioso porvenir.
En fin, amigo Huberto, sólo me resta deciros para colmar vuestra satisfacción, que el boceto fué llevado inmediatamente a su nuevo y honroso puesto, y que Mma. de Pompadour,—en el momento casi de entrar en el coche,—supo hacerme entender que mañana hasta el mediodía no recibiría visitas, pero que se hallaba dispuesta a hacer excepción a favor vuestro, por el gusto de daros las gracias cuanto antes, y mostraros a la vez algunos de los selectos cuadros en cuya sociedad se encuentra instalado el vuestro.—Ahora bien, ¿no tenía motivos para aseguraros que habéis nacido dichoso? ¿No son noticias dignas del júbilo con que os fueron anunciadas, éstas que acabáis de oir de mis labios?
Huberto no tuvo tiempo de contestar, porque, como entraban al mismo tiempo en el salón,—a cuyos umbrales se habían detenido hasta entonces,—le rodearon al punto todos los condiscípulos, juzgando, hasta los envidiosos, que no les era dable excusarse de ofrecer a nuestro héroe más o menos sinceros parabienes.
Él, mientras tanto, embargado por la impresión de un suceso al que veía dar tan grande importancia, y sintiéndose halagado de súbito,—después de tantos días de profundo desaliento y tímida desconfianza,—se hallaba poseído de una especie de deliciosa embriaguez, que le privaba casi del uso de la palabra.
Esa exageración de sensibilidad, fuerza y martirio de las naturalezas que han debido al cielo la misteriosa facultad que llamamos genio; esa potencia caprichosa de la imaginación, que todo lo agranda o lo achica, de una manera inconcebible para el vulgo; hacen extrañamente del hombre que la posee, el sér más poderoso y más débil de la tierra. Capaz de levantar montañas como si fuesen aristas, se le ve, sin embargo, con frecuencia convertir las aristas en montañas, y rendirse bajo el peso que les da su fantasía.
Por eso la fe del artista,—esa fe en sí mismo, que le hace acometer y llevar a efecto la grandiosa empresa de realizar lo ideal,—suele postrarse flaca al golpe inesperado de un fallo injusto: por eso el aplauso, el aura popular, la resonancia del éxito, que llamamos fama, son necesidades imperiosas, sin cuya satisfacción el mayor talento artístico decae poco a poco, y aun se esteriliza muchas veces.
Diríase que la Providencia, siempre sabia, ha querido poner—como antídoto del orgullo egoísta, en las inteligencias privilegiadas—esa imposibilidad de vivir de sí mismas, que las lleva irresistiblemente a comunicar y a recibir; esa antítesis singular de fuerza espontánea y necesidad de estímulo, que hace que la soberanía que ejercen por su propio derecho, sólo les sea preciosa por la sanción ruidosa del sufragio público.
Para Huberto bastó mucho menos en la ocasión de que hablamos: tanto como le desanimara la sola circunstancia de no haber acertado a dar semejanza al retrato del desconocido, otro tanto se alentó y recobró esperanza al suave impulso de algunas palabras lisonjeras de delicados labios femeniles.
El artista tiene de niño casi más que de gigante; cualquiera cosa le alegra o le entristece; el más leve empuje basta para remontarle a los cielos o para sumirle en el abismo.
En toda aquella noche no pegó los ojos nuestro joven: su boceto, colocado entre las obras maestras que eran preciado ornato del palacio de la mujer más poderosa entonces de la Francia; su nombre conocido y pronunciado por ella con aprecio y simpatía; su visita solicitada y esperada; su próximo viaje a Marsella, no ya desesperanzado y triste, sino gozoso y lleno de fe en un porvenir que comenzaba a son reirle ;todas estas ideas, y otras infinitas que les servían de corolarios, exaltaban la mente del artista, privándole de reposo.
Desde muy temprano se levantó, calenturiento todavía, y dió principio a su toilette, que fué tan esmerada y larga como la de una coqueta. Comprendió—acaso por primera vez en su vida—que un agradable exterior es a los ojos de toda mujer, y aun de muchos hombres, la más eficaz recomendación del talento, y que un apoyo cual el de la marquesa de Pompadour podía valerle más que muchos años de estudio.
¿Sería esto ya un comienzo de corrupción?
No lo indaguemos: en aquella época,—y quizá en cualquiera otra,—el haber tardado un año en sospechar que fuese el favor más necesario que el mérito, bastaría para hacer el elogio de Huberto Robert, aun cuando su vida posterior no diese testimonio de que nunca pudo malearle la atmósfera en que respiraba, hasta hacerle olvidar la dignidad del talento.
Perdonándole, pues, el que se vistiese con esmero algo frívolo el día de su importante visita, y pasando por alto los consejos—llenos de experiencia—que le dio en aquella ocasión su elocuente maestro, vamos a trasportar al lector, en un abrir y cerrar de ojos, si tiene á bien seguirnos, a la opulenta morada de la hermosa querida de Luis XV.
III. La marquesa de Pompadour
El palacio del Elíseo es un vasto edificio que no nos atrevemos a llamar monumental, pero que en su vida—de menos de dos siglos—ha atesorado recuerdos de gran interés histórico y de dramáticas coincidencias.
¡Cosa notable! aquellos muros, aquellos salones, que aun nos parecen impregnados de los adúlteros amores de Juana Antonieta Poisson y su corruptor augusto; aquellos muros y aquellos salones, que presenciaron sin duda escenas de libertinaje regio y de envilecimiento de la monarquía, son los mismos que aposentaron después a la difundidora enérgica de la revolución triunfante.... a la prensa infatigable de la república, que desde allí derramaba su democrático espíritu sobre la Europa conmovida. Marat y Robespierre hollaron con sus sangrientas plantas los ricos pavimentos que aun conservaban huellas de la omnipotente favorita, y respiraron los vapores de la guillotina en el ambiente embalsamado por sus hálitos voluptuosos.
Más tarde, esos muros y esos salones prestaron albergue sucesivamente a Napoleón, a Alejandro, a Wellington...., y el desgraciado Duque de Berry salió de ellos para recibir el golpe de una mano homicida, como si las hecatombes revolucionarias no hubieran bastado a la expiación de su estirpe.
Luego, en nuestros días, esos muros, esos salones sirvieron también de residencia al venturoso presidente de la segunda república, que es hoy dueño de la Francia. Los sucesos del 2 de diciembre, que todos recordamos, fueron, por tanto, concebidos en aquellos mismos sitios en que la imprenta—convertida en cátedra de anarquía—envileció la libertad, inspirando y sancionando en su nombre crímenes horrorosos.
La Providencia suele hacer tales manifestaciones de su infalible justicia, y el palacio en que vamos ahora a introducir al lector, parece escogido particularmente para teatro de sucesivas y evidentes expiaciones.
Nada era, empero, más alegre, más fresco, más coquetamente suntuoso, que el perfumado recinto en que se nos presenta la primera propietaria del Elíseo, el día de la visita de nuestro protagonista. Todo respiraba opulencia y buen gusto en aquel boudoir elegante, del que se había hecho la profana deidad,—incensada por un pueblo,—altar privilegiado, a que sólo eran admitidos los adoradores predilectos.
En los momentos en que se dirigía Huberto al Faubourg Saint-Honoré, donde se levanta el palacio, se hallaba la favorita semi-acostada muellemente en una especie de diván oriental, teniendo delante el consabido boceto, colocado en un atril de ébano.
Aunque contaba ya algo más de seis lustros, no había perdido su belleza nada del primitivo esmalte; antes bien, cierta dulce melancolía—que en aquella época de su vida solía prestarle misteriosa sombra—acrecentaba quizá la gracia indefinible de su expresivo semblante.
En la ocasión de que hablamos, aquella interesante veladura era más visible que nunca en su hermosa frente pensativa, que apoyaba en la mano, y en la larga mirada de sus lánguidos ojos, fijos en la pintura; pudiendo creerse que le despertaba su vista recuerdos casi extinguidos, de aspiraciones irrealizables o de desvanecidas esperanzas.
Así era, en efecto. Juana Antonieta Poisson,—marquesa de Pompadour, por la gracia del rey,—se había casado obedeciendo a su madre y cuando salía apenas de la infancia, con un hombre honrado, pero vulgar, que no supo comprenderla nunca, y a quien ella sólo pudo soportar algunos años.
Cerca de nueve habían trascurrido desde que el aburrimiento de su situación, y las sugestiones de la femenil vanidad, la arrojaron en brazos de Luis XV; pero éste, que nada dejó que desear a su ambición ni a su capricho, no poseía tampoco medios ningunos de satisfacer las exigencias de su corazón apasionado.
Sabido es que si el disoluto monarca encontró suficientes encantos en la amistad de la marquesa para pagársela durante veinte años con escandalosa privanza—, nunca, empero, fué capaz de sentir un amor verdadero que lo preservara de continuas infidelidades; y sabido es también que si la favorita pudo conservar hasta la muerte la brillante posición que tantas le envidiaron, se lo debió en gran parte a una tolerancia tan hábil como excesiva, que hubiera sido incompatible con sentimientos vehementes.
Sí; aquella mujer de naturaleza poderosa tocaba casi al término de la juventud, sin haber amado todavía. Durante mucho tiempo, la embriagaron de tal modo los goces del poderío, las delicias de la opulencia, las satisfacciones de la vanidad y los placeres de continuadas fiestas, que no pudo percibir ni las protestas de su conciencia, ni los gemidos de su alma solitaria; pero cuando el hábito de todo aquello comenzó al cabo a disminuir sus prestigios, la querida del rey—en medio de su fausto, teniendo a sus plantas cuanto encerraba la corte de más ilustre, decidiendo a su arbitrio los asuntos más graves del Estado,—se sentía sorprendida no pocas veces por instantes de amargura, en que súbitos despertamientos del corazón la hacían comprender cuán grande era el vacío de felicidad que cercaba su culpable existencia, en la cúspide misma de la fortuna.
Entonces sus aspiraciones y esperanzas de virgen, los ensueños de amor que acariciaron la aurora de su vida, los vagos deseos de desconocida ventura, atravesaban su mente de improviso, arrancándola del pecho suspiros dolorosos.
Entonces,—al través de aquellos puros reflejos de un pasado inocente,—entreveía la lobreguez de un porvenir desprovisto de memorias santas de virtud, de recuerdos dulces de amor; cargado solamente con los remordimientos y pesares que dejaría en pos suya el efímero reinado de una hermosura frágil, cuyo cetro se le caería pronto de las manos.
Ahora bien; renunciando a explicar el por qué,—pues el alma humana tiene misterios impenetrable,—declararemos sencillamente que la contemplación del boceto de nuestro pobre Huberto tuvo el extraño influjo de hacer sentir como nunca a la favorita poderosa la melancolía de esos momentos, en que no era más que una mujer tierna necesitada de consuelo.
¿Presentiría tal vez encontrarlo muy grande haciendo la suerte de aquel bello adolescente, que contemplaba manejando el rudo remo para ganar el pan de su familia? ¿Sería, sino, porque al espectáculo de la ajena virtud vibrasen simpáticamente secretas cuerdas de un corazón generoso, aunque pervertido; o deberemos sólo suponer que un instinto—bastante común en su sexo—la advertía de repente que el joven oscuro, que sólo conocía en pintura, podía ser para ella un ministro de venganza, un instrumento de expiación?
Sea de ello lo que fuere, preciso nos es confesar que la marquesa se conmovió de un modo extraño en el momento en que le fué anunciado Mr. Huberto Robert, sonrojándose como si hubiese sido una virgen de quince años sorprendida en su primer suspiro misterioso.
Nuestro héroe, por su parte, turbado con esa timidez respetuosa que siempre causa en los pobres el deslumbrante aspecto de la mansión de los ricos, olvidó completamente las estudiadas frases con que—por consejo de su maestro—se había propuesto inaugurar la entrevista, y se presentó también trémulo, también rojo como la grana, prolongando tanto sus mudas reverencias que dieron tiempo a la favorita para recobrar su aplomo.
—Mr. Robert,—le dijo entonces con afable sonrisa y señalando el boceto que tenía a la vista,—no necesito expresar lo mucho que me agrada la linda joya con que habéis tenido la bondad de enriquecer mi museo; os lo prueba bastante el hallarla aquí, en mi gabinete particular, siendo objeto de mi atención basta el instante de vuestra llegada.
Huberto, que—siguiendo la dirección de la blanca mano—había fijado sus ojos en la feliz pintura, los volvió por toda respuesta al hermoso semblante de la dama, con expresión de tan apasionada gratitud, que—sin exceso de vanidad,—podía interpretársela significativa de más fogoso sentimiento.
Hemos tenido ocasión de observar que la grande actividad de la mente comunica a veces—aun a los afectos más vulgares—cierto poder magnético, de que suelen carecer hasta en supremos momentos las pasiones de naturalezas comunes. La amistad, la admiración, la simpatía, la simple benevolencia alcanzan en ciertos ojos,—fulgurantes naturalmente por la llama creadora del genio,—un poder y una intensidad muy superiores a la energía de su origen; sucediendo por esto que pueda a ocasiones, y sin quererlo, mentir el amor la inteligencia.
Madama de Pompadour no había recibido jamás—entre el tropel brillante de sus aduladores—mirada comparable con la del agradecido artista. La señorita Caillard hubiera desentrañado la expresión de aquella mirada del alma del que la daba sin encontrar cosa que la alarmase; pero Luis XV no habría quizá penetrado la impresión de aquella misma mirada en el alma de la que la recibía, sin sentirse un tanto lastimado.
Sin embargo, la conversación entre la favorita del rey y el amante de la doncella criolla, fué por largo rato insignificante y embarazosa.
El, como ignorante de los usos del mundo, temía faltar, por exceso de reconocimiento, a los respetos sociales, cayendo, sin saberlo, en inconveniencias.
Ella, habituada al frívolo trato cortesano, no sabía cómo dominar sus propias emociones, para tratar según era debido a aquel hombre que consideraba tan inferior, pero en el que adivinaba las susceptibilidades de la pobreza, la dignidad de la virtud y las exigencias del talento.
Buscando salida a una posición penosa, le propuso visitar su museo, y ayudarla a colocar en su puesto de honor el boceto afortunado: la invitación no podía ser más lisonjera, y fué, por consiguiente, agradecida y aceptada.
Apenas se vio Huberto en aquel salón, cuyo único ornato eran obras de su arte, en ambiente más puro, más familiar para él que el perfumado del lujoso boudoir que acababa de dejar, contemplando a la marquesa, no ya como gran señora que dispensa audiencia, sino como entusiasta mujer que coloca por sí misma—con casi infantil ufanía—el modesto ensayo de su protegido, entre las producciones más notables; mientras le hace comprender que sabe apreciar el mérito con observaciones que revelan exquisito sentimiento artístico.... apenas, decimos, tuvo lugar esta mudanza de escena, hábilmente realizada por el femenil instinto, ya Huberto se encontró convertido en otro hombre, disipándose como por magia la timidez que comprimía su naturaleza expansiva.
Ensanchósele el pecho, animósele el rostro, desatósele la lengua, y allí,—en la región de su vida, en la atmósfera del talento,—obedeciendo dócil al impulso que le daba su amable interlocutora, preguntándole su juicio sobre las diversas escuelas, los diferentes maestros, y sobre el arte en sí mismo—habló con facilidad, con brillantez, con irresistibles arranques de elocuencia, que participaban del carácter de la inspiración poética en lo mucho que tenían de espontáneos.
La marquesa, encantada con aquel lenguaje del entusiasmo, que la arrebataba momentáneamente de las realidades de la vida para hacerla vagar por las brillantes esferas del idealismo, le excitaba incesantemente con nuevas ingeniosas preguntas, con nuevas oportunas observaciones, y hasta con alguna feliz contradicción.
El joven, por su parte, satisfecho en lo íntimo de su amor propio por la atención y el placer con que era escuchada y sostenida su conversación,—a la vez que complacido y regocijado al encontrar exquisito gusto y vivo sentimiento de lo bello, en quien tan lisonjeramente había juzgado su obra,—se sentía crecer, digámoslo así, y procuraba mostrarse digno del aprecio que se le dispensaba, amenizando aquellos momentos, que, en la inocencia de su alma, no podía sospechar remotamente dejasen en la marquesa huellas que él mismo no acertaría a borrar.
Cuando, interrumpiendo de súbito la animada plática, anunció un paje de cámara, desde la puerta, que numerosas personas aguardaban la dicha de saludar a la bella favorita, ella—para quien habían volado dos horas como si fuesen minutos—exclamó con irreprimible enfado:
—¡Pues qué! ¿no sabíais todos que no quiero recibir hasta dadas las doce?
—Perdón, señora,—respondió el criado inclinándose,—es ya más de la una.
—¡Más de la una!—repitió asombrada la marquesa.—¡Oh! ¡eso es imposible! ¿No es verdad, Mr. Robert? Dadme el gusto de mirar vuestro reloj.
Huberto no se sintió tan halagado por aquella incredulidad, como embarazado por el testimonio que le pedía.
¡Mirar su reloj! El pobre artista barquero no se hallaba provisto de aquel indispensable regulador del tiempo, y se puso encarnado hasta los ojos, al tener que confesarlo.
La marquesa comprendió entonces la indiscreción cometida, y le tendió afectuosamente la mano en superabundante reparación, diciéndole a la vez con la inflexión más dulce de su voz armoniosa:
—Mañana vuelvo a Versalles, y tendría mucho gusto en que aumentárais alguna vez el reducido círculo de los amigos de confianza que allá forman mi sociedad particular.
Huberto, profundamente conmovido con estas nuevas muestras de distinción—dispensadas en un momento en que se creyó humillado a los ojos de la favorita—se precipitó a sus pies, derramando algunas lágrimas sobre aquella mano perfumada que estrechaba amistosamente la suya, y que él besó cien veces, y otras tantas llevó atrevido a su palpitante corazón, rompiendo así toda etiqueta y causando con el ardor irresistible de sus imprudencias tan grande turbación en la marquesa, que hubo de arrancarse con cierta violencia de su lado para lanzarse fuera del salón, en que acababa de pasar dos horas quizá las más llenas de su vida.
También Huberto salió a la calle, y se dirigió a su casa casi maquinalmente, según era de íntima su emoción y de embriagadora su alegría.
¡Ver su primer ensayo entre obras maestras de afamados artistas; oírse llamar al círculo de sus amigos por la poderosa marquesa de Pompadour,—que era ya a sus ojos la más buena y la más superior de las mujeres;—hallarse en vísperas de volver a contemplar, feliz y lleno de esperanzas, el semblante adorado de su tierna Josefina! eran, en verdad, sobrados motivos para trastornar a nuestro héroe, sacándole de sí mismo.
Todas las horas restantes de aquel día, todas las primeras de aquella noche, las pasaron él y el maestro hablando incesantemente de tan lisonjeros sucesos, en alguno de los cuales puede ser que el viejo pintor columbrase algo más de lo que veía su inexperto discípulo, pero en los que ambos a la par fundaban edificios de futuras felicidades.
Luego, a las ocho del día siguiente, partió Huberto para Marsella; pero antes recibió—para colmo de su satisfacción—una preciosa caja de terciopelo carmesí, conteniendo magnífico reloj de oro con cerco de brillantes, y acompañada de timbrado billete, en que se leían estas encantadoras palabras:
« Como espero veros pronto en Versalles y tener el gusto de presentaros al rey, os ruego aceptéis esta repetición, que, »á la vez que os recordará siempre la hora en que alcancéis » dicha honra, nos preservará a los dos de olvidar—como sucedió ayer—las que vuelan ligeras mientras hablamos del arte divino que vos cultiváis con éxito, y yo, aunque profana, admiro con entusiasmo.
»Juana Antonia.»
IV. Segundo cinco de junio
Llegó Huberto a Marsella en una hermosa mañana, trasportando de júbilo a su familia, y sintiéndolo él mismo en lo más profundo del alma.
¡Cuánto había cambiado el cuadro doméstico en los once meses de su ausencia! Todo respiraba ya bienestar y desahogo. Mr. Robert ganaba tanto o más que antes, en su oficio de corredor de comercio. Mma. Robert, restablecida al fin de sus achaques, se hallaba encargada del gobierno de la casa, probando la excelencia del desempeño el buen orden y la sabia economía que resaltaban en todo. Las dos hermanas habían recientemente establecido un almacenillo de variadas chucherías de moda, para las que alcanzaba la mayor primorosa habilidad, y de lindos bordados que salían de manos de la segunda, sin impedirla el auxiliar a su padre, cuyos libros llevaba con el acierto justamente celebrado por la madre en una de sus cartas a nuestro héroe.
La familia, en fin, se ostentaba otra vez próspera, feliz, estimada, dando complemento a la satisfacción con que el primogénito volvía a su seno, trayendo consigo brillante comitiva de esperanzas.
En más de cuarenta horas no le dejaron momento de respiro. ¡Era tanto lo que tenían que decirle, lo que anhelaban preguntarle sus padres y sus hermanas! ¡Sentía él mismo también tanta necesidad de aquellas largas conversaciones íntimas, llenas de abandono y de dulces minuciosidades!....
Sin embargo, la suspirada luz del cinco de junio apareció al cabo en el horizonte, para arrancarle poderosamente de las delicias domésticas, agitando su corazón con la idea de más impetuosos goces.
Llegaba el instante de volver a contemplar a Josefina; de volver a oir sus acentos de amor; de volver a prodigarla juramentos eternos.... Todas las facultades del amante se concentraban en aquella próxima felicidad de duración tan rápida, y las horas del día—que contó rondando la casa de la doncella—debieron parecerle interminables.
La noche, empero, aunque lenta para la impaciencia, se anunció a su tiempo con los últimos crepúsculos de una tarde serena, y el joven—que sólo abandonara las cercanías del paseo para comer con su familia—voló de nuevo a situarse al pie de la consabida ventana, cuyas celosías habían permanecido impíamente cerradas durante la mañana.
Estaba escrito que, a pesar de tanta diligencia, el momento feliz sufriese imprevisto retardo, por el mismo que con tanto ardor intentaba apresurarlo.
Al salir Huberto de su casa, le fué entregada una carta venida por el correo de París, y en cuyo sobre reconoció la letra de su maestro. Dicha misiva contenía las siguientes frases, que indicaban el atolondramiento de gozo con que fueron trazadas:
«¿No os decía yo que hacíais muy mal en dejar a París en tales circunstancias? Sobre todo desde que recibisteis la » deliciosa carta de ella, debisteis desistir de tan inoportuno » viaje; pues en verdad, querido Huberto, no es cosa de exponer un porvenir brillante por anticipar mimos de la familia y cumplir empeños tontos de amorcillos de niño, que uno significan nada. En fin, lo importante ahora es que regreséis a toda prisa tan luego leáis ésta, por si es posible que lleguéis a tiempo. Ya comprenderéis que ella ha » vuelto a escribiros al otro día de vuestra marcha imprudente, señalándoos en términos precisos el momento del gran suceso que anunciaba en su anterior el momento fausto en que de seguro pondréis el sello a vuestra envidiable suerte. No Dos incluyo sus preciosas líneas por no exponerlas a extravío; pero mirad vuestro soberbio reloj,—regalo suyo,—que » esta vez os debe servir, no ya para que no olvidéis el curso » de las horas pasadas a su lado, sino para recordaros que si » perdéis un momento, puede pasar sin fruto la más decisiva » hora de vuestra vida.
»Venid, venid volando, pues ya sabéis quién es quien os espera.»
Por posdata añadía el pintor:
«Acabo de saber que el cinco, a las diez u once de la noche, saldrá de ésa para ésta un coche de retorno; aprovechadlo: Alamedas de Meilhan, núm. 1, os darán razón.»
Huberto no pudo hacer otra cosa que dirigirse, en efecto, a toda prisa a la casa que se le indicaba, porque el día señalado por la marquesa en el nuevo billete de que le daba conocimiento su amigo, no podía ser otro que el de su presentación al rey; suceso verdaderamente harto importante, para que lo tomase con calma, cuando se le advertía que un solo instante perdido podía hacerle llegar tarde.
El conductor del carruaje con quien debía tratar, acababa de salir fatalmente en el momento de llegar a buscarle nuestro joven, y aunque se le aseguró que volvería muy pronto, pasó allí aguardándole más de una hora—que le pareció eterna—pues le hizo sufrir los mayores tormentos de la ansiedad y la impaciencia.
Llegó, por último, el cochero, en el mismo instante en que Huberto se marchaba,—renunciando a todo antes que demorar por más tiempo la ventura suprema de su corazón,—y ajustado en pocas palabras un asiento que aun había vacante, y fijada la hora de la partida, pudo al cabo correr palpitante a la cita feliz, tantos meses aguardada.
Largo rato hacia ya que se hallaba Josefina instalada en el jardín con la complaciente Niná, concibiendo, en vista de la tardanza de su amado, tristísimas aprensiones. Tan pronto comunicaba a la mulata sombríos presentimientos de que hubiera dejado de existir su amante; tan pronto se sumía en tétrica cavilación, acogiendo sospechas de olvido y de infidelidad; que no era la primera vez que le asaltaban, pues la pobre niña tenía la desgracia de ser propensa a los celos—a esa terrible pasión que la Providencia ha hecho nacer del seno mismo del amor humano, como para castigar su loca aspiración de hacerse un cielo en la tierra.
De repente, en medio de sus más amargas zozobras,—que la mulata se afanaba en balde por calmar,—llegó a oídos de nuestra linda cubana aquella tosecilla que el lector no habrá olvidado, y vio agitarse el florido cortinaje de la verja al vivo movimiento de una mano atrevida.
Corrió, lanzando indescribible grito, al que respondieron instantáneamente estas dos exclamaciones, casi ahogadas por júbilo infinito:
¡Josefina! ¡bien mío!....
¡Qué momento aquel en que vuelven a verse dos amantes, después de una separación que ha sido bastante larga para exaltar los deseos, sin serlo tanto que llegue a cansar a la esperanza!.... ¡Qué momento aquel en que se olvidan todos los afanes, todas las zozobras, todos los pesares de luengos días de soledad del alma!....
Josefina y Huberto, apretándose las manos, confundiendo sus corazones en una mirada intensa, sin acertar a pronunciar más palabras que el adorado nombre, repetido entre suspiros.... Josefina y Huberto, decimos, se hallaron largo rato perdidos en aquel inenarrable enajenamiento del éxtasis, suprema expresión del amor y la alegría. El mundo, el tiempo, todo desapareció para ellos; ninguna idea de límites, ninguna sensación de movimiento cabía en aquella plenitud y dilatación del alma, que les daba la representación de la eternidad en el espacio de minutos.
Luego, cuando empezó a calmarse el trasporte que los colocaba fuera de todas las realidades de la vida, cuando recobró cada uno el sentimiento de su personalidad—olvidada en la identificación de las dos existencias—entonces las tiernas quejas de la exigente sensibilidad femenil fueron las primeras en manifestarse elocuentes.
—¡Oh Huberto, Huberto!—dijo Josefina.—¡Cuán al pie de la letra, o mejor diré, con cuánta exageración habéis podido cumplir mis indicaciones! Si el deber de hija me ordenaba no veros todos los días de fiesta,—como antes,—ni sostener con vos correspondencia, el corazón me exigía también que procurase favorecer la casualidad que podía proporcionar un encuentro anhelado, y he hecho por mi parte cuanto me ha sido posible, teniendo el dolor de ver que nada hacíais por la vuestra. Sí; yo—tan retraída del trato habitual mente—he asistido con una amiga respetable a los teatros, a los paseos más concurridos, con el solo objeto de encontraros; pero vos, que parece no sentíais la misma necesidad, jamás os habéis dejado ver en parte alguna. Hasta llegué a temer que hubierais muerto, y ya podéis considerar todo lo que habré padecido.
El joven experimentó a estas palabras cierto remordimiento de haber hecho a su amada misterio de su ausencia de Marsella, no obstante lo inocente del motivo, y—con algún embarazo—contestó que no eran los paseos y los teatros sitios frecuentados por los pobres.
—Además,—añadió (quejoso un tanto a su vez),—¿cómo había de adivinar que en días tan tristes para nosotros rompieseis vuestra costumbre, para presentaros sin vuestro padre en esos parajes públicos?
—No faltaba más,—repuso Josefina, entre sonrisas y lágrimas,—sino que queráis reconvenirme por lo que sólo he hecho a impulso del afán y la esperanza de veros.
—¡Reconveniros! ¡yo a vos! ¡en tales momentos! ¡Oh! no, querida de mi corazón, no soy tan insensato y tan injusto. Es disculpa, y no queja, la que ha salido de mis labios,—dijo Huberto, tornando a besar la torneada mano que retenía entre las suyas.
—Pues bien,—replicó la doncella, moviendo su cabeza con inimitable donaire;—disculpaos en buen hora, caballero, pero hacedlo completamente. Decid la causa de haber venido tan tarde a esta cita, dada hace un año.... ¡un año que hemos pasado sin vernos! Explicad por qué me habéis hecho pasar horas de ansiedad y de recelo.
—¿Horas, Josefina?—dijo sonriendo Huberto.
—Horas, sí, señor; desde las siete os aguardaba, y cuando vinisteis eran lo menos las nueve.
Me llenáis de gozo al confesarme que os ha parecido el tiempo tan largo como a mí, vida de mi alma; pero, en honor de la verdad, debo deciros que desde las seis no he hecho otra cosa que seguir por minutos el movimiento del reloj, y que aun no señalaba las ocho cuando llegué aquí.
—No puede ser, Huberto; os aseguro que no puede ser,—exclamó la niña vivamente.
—Vedlo vos misma,—dijo él con igual viveza, llevando sin reflexión la mano al rico regalo de la Pompadour, que volvió a guardar apresurado, advirtiendo instantáneamente su imprudencia.
Era en verdad capricho de la suerte que la falta de reloj causára a nuestro héroe penoso momento de confusión en su entrevista con una bella dama, y que la presencia del mismo objeto le produjese igual embarazo cerca de otra hermosura.
Dominando, empero, su turbación, se apresuró a decir, como resolviendo poner fin al debate:—¿Qué importa que sean las ocho o las nueve, amiga mía? Deberíais comprender,—como recuerdo habéroslo dicho tal noche como ésta, hace un año,—que sólo motivos muy superiores a mi voluntad podían obligarme a retardar yo propio la felicidad de contemplaros.... Esta felicidad que me embriaga, por más que queráis debilitarla con reconvenciones injustas.
Hablando así, acariciaba los negros y largos rizos que encuadraban el hermoso semblante de la niña, desprendiendo audazmente de ellos un ramito de violetas, que era su único adorno; pero Josefina no parecía apercibirse de nada. Lo miraba, muy abiertos los ojos, con aire de súbita suspensión y absoluto distraimiento.
La causa era que—á pesar de lo rápido que había sido el doble acto de sacar y guardar el reloj—había visto ella brillar el magnífico cerco de diamantes, a la claridad viva de la luna, que se hallaba en los días de plenitud,—sin que tampoco se escapase a su perspicacia el apresuramiento con que procuró eludir Huberto la prueba por él mismo provocada.
¿Qué debería pensar de aquello? ¿Sería realmente valiosísima joya la que por un instante vio resplandecer en manos del humilde barquero? Y si lo era, como parecía, ¿con qué objeto, pocos minutos antes, le recordaba él mismo su pobreza, desmentida por aquella alhaja, cuya posesión probaba un cambio extraordinario de su suerte?
No hallando la doncella respuesta con que resolver tales dudas, casi se inclinó a creer que los brillantes que vió no fuesen más que una ilusión de óptica, y volvió a entregarse—aunque no del todo satisfecha—al encanto embriagador de su amoroso coloquio.
—¡Oh Josefina mía!—la decía Huberto, anhelante por disipar la ligera nube que velara un momento la pura frente de su amada. ¡Si supierais cuánto he suspirado, cuánto he delirado por este dulce instante, que compraría con mi vida!....
Escuchad, bien mío, escuchad lo que yo pensaba, mejor diré, lo que yo soñaba en la soledad de mi existencia; mientras vos me buscabais en las diversiones del mundo, cuyo ruido no os permitiría conversar con mi imagen, como yo lo hacia con la vuestra. Pues bien; sabed que os llevaba bajo el ardiente cielo de vuestra hermosa patria, a aquella colina, a aquel templete del amor y del reconocimiento—que me describisteis hace hoy un año en este mismo sitio,—y donde tantas veces, desde entonces, os ha visto mi alma corretear, niña y risueña, cogiendo flores—tan lindas y tan puras como vos—para adornar las aras de la doméstica dicha. Sí, amada mía; me trasportaba, en unión vuestra, allá, donde el amor ha consignado su más hermoso triunfo; allá, donde la felicidad tuvo establecida su morada; allá, donde vuestro padre volvía a encontrar su edén, reconstruido al fiat de nuestro entusiasmo; y allá os decía mil cosas que aun no os he dicho nunca; y allá os conducía al altar de los recuerdos, donde estaban también depositadas todas mis esperanzas; y allá invocaba la querida sombra de vuestra madre,—que llena aquellos parajes consagrados por sus virtudes,—para que bendijese una nueva victoria del poderoso sentimiento que hizo su ventura. ¡Oh, Josefina, Josefina! ¿comprendéis la dulzura de estos amantes delirios?
—¡Sí, sí!—respondió ella, embelesada hasta el punto de no guardar ni rastro de las anteriores cavilaciones.—¿Cómo no comprenderlos, si, por admirable simpatía, yo los he también acariciado? ¡Cosa rara, Huberto! Muchas veces, lo mismo que a vos, se me ha ocurrido pensar que,—si algún día corona el cielo nuestros votos,—acaso iríamos juntos a mi isla, y juntos reconstruiríamos el querido templete de la colina. Yo también, yo también he visto renacer a nuestro soplo aquel paraíso perdido. He visto brotar de nuevo las flores predilectas de mi madre, vistiendo pomposamente las faldas de la pintoresca altura que conserva sus huellas; he visto la estatua de la gratitud coronando de nuevo al amor, entre la multitud de ofrendas que señalaban otras tantas alegrías de familia, y haciéndole salva los brillantes pájaros del trópico, que tornaban a rizar sus matizados plumajes en las esbeltas palmas y los floridos naranjos, balanceados por los frescos alisos. ¿Por qué no creeríamos en esos indudables presagios? ¡Oh, sí! quiero esperar que los dulces sueños de nuestros corazones serán realidades algún día.
—Yo lo mismo,—repuso Huberto enajenado.—Habladme, pues, habladme otra vez, ángel querido, de aquel paraíso de vuestros padres, que quizá lo será de nuestros hijos. Presentádmelo de nuevo, animado por el calor vivífivo de vuestra alma, para que yo lo posea desde ahora, tal cual lo guardáis vos misma en vuestros recuerdos.... tal cual lo haremos renacer los dos por la potencia irresistible de nuestro amor infinito.
Josefina, magnetizada, digámoslo así, por la voluntad de su amante, comenzó—en efecto—a pintarle segunda vez con exquisitos detalles el paisaje que formaba la monomanía de su padre, realzando a maravilla su brillante descripción con la fuerza y verdad del colorido.
Mientras ella hablaba, el artista hacia volar el lápiz sobre una página de su cartera, sin dejar por eso de fijar por momentos en la inspirada narradora miradas ávidas y penetrantes, que parecían querer arrebatarla del fondo mismo del alma, el fuego del sentimiento que prestaba vida a sus palabras.
De repente la joven se interrumpió, como pesarosa de su propia exaltación, y exclamó, entre enfadada y tierna:—¡Oh Dios mío! ¡qué locos somos los dos! ¡Emplear en esto el breve tiempo que pasamos juntos, después de un año de incomunicación, y con la perspectiva de otro año igual! ¡Huberto! dejemos la colina hasta que llegue el día feliz que nuestros presentimientos nos prometen, y tratemos ahora del modo de apresurarlo. ¡Atended, amigo mío! Yo he tenido, yo tengo en este instante mismo otros anuncios del corazón, que es preciso confesaros.
Sí, me parece adivinar que vuestra suerte ha cambiado; que no os halláis este cinco de junio en la situación desgraciada que os afligía en el pasado. ¿Qué decís a esto?.... ¿Calláis?.... —¡Huberto! mirad que lo único que no os perdonaría nunca es el ser disimulado conmigo. ¿Qué motivo puede haber que lo justifique? ¡Ocultar a su amada lo que debe regocijarla!.... Aun cuando fuera lo contrario, estaríais siempre en el deber de comunicárselo todo a la que el amor ha identificado con vuestra alma, a la que moriría primero que tener para vos algo reservado en la suya.
Esta vez no fué ya vago remordimiento, sino verdadero dolor, lo que sintió el joven por haber dejado ignorar a Josefina los sucesos ocurridos después de su primera entrevista; y conociendo, además, que lo estaba vendiendo su evidente confusión, resolvió al punto referírselo todo, renunciando al placer de la sorpresa que había deseado causarle en más dichoso día.
Desplegaba los labios para comenzar su confesión sincera, cuando la misma Josefina le hizo advertir que se oían pasos en la calle, y vio efectivamente que por el mismo lado de la verja se adelantaba un hombre, el cual apenas distaba ya cosa de treinta pasos.
Apartóse precipitadamente nuestro héroe, temeroso de comprometer la reputación de su ídolo, y fué a colocarse más allá de la esquina de la casa, deteniéndose allí como si aguardase a alguien.
El transeunte, por su parte, continuó reposadamente su camino, y pasó rozando casi con el joven, que, apenas lo hubo visto de cerca, dejó escapar una exclamación ahogada, quedándose breve rato suspenso, conmovido e indeciso, hasta que al cabo echó a correr en pos de aquel hombre; no obstante la tosecilla con que le llamaba Josefina, anhelante de continuar el interrumpido coloquio.
Nuestros lectores no extrañarán la conducta del artista cuando les digamos que en el transeunte—á quien seguía—creyó reconocer al bienhechor misterioso, cuyo nombre y paradero se había afanado en balde por inquirir hasta entonces.
V. Dos esperanzas frustradas
Notando el transeunte que era seguido, redobló el paso para ganar el próximo paseo, donde había gente por lo común hasta tarde de la noche.
Huberto, sin embargo, como más ligero, le alcanzó antes de que entrase en la alameda, y se le puso delante deteniéndole, si bien en actitud que debía disipar todo recelo.
—¡Al fin os hallo!—exclamó al mismo tiempo.—¡Oh mi ángel tutelar! dejadme que abrace vuestras rodillas y bese rendido vuestros pies.
—¿Qué hacéis? respondió el anciano, parándole la acción. Sin duda padecéis engaño. No os conozco, no os he visto hasta ahora: soy forastero, recién llegado a Marsella.
—¡Imposible! repuso Huberto con íntima convicción. Sois el mismo que, por merced de la Providencia, conocí hace un año en esta ciudad. ¿Cómo creer que os hayáis olvidado enteramente del cinco de junio del año anterior, en que paseasteis por la bahía, ocupando cierta barquilla blanca conducida por un pobre joven, que—correspondiendo al interés que le mostrasteis—os confió con sinceridad los infortunios de su casa? Pues bien; he aquí al barquero, cuya suerte han trocado vuestros beneficios generosos. ¡Libertador de mi padre! no queráis rehusaros por más tiempo a la gratitud de su familia. No queráis condenarla a ignorar siempre el nombre que debe bendecir.
—Os repito,—tornó a pronunciar el forastero, no sin alguna emoción que procuraba reprimir;—os repito, amigo, que estáis en un error; nada tengo que ver con la persona a quien os referís.
—¡Es en balde negarlo!—exclamó de nuevo y con vehemencia nuestro reconocido artista, a quien afligía aquella obstinada resistencia.—¡Oh señor! seríais muy cruel en continuar rechazando de ese modo los sentimientos que sabéis merecer. ¡Vedme imploraros fervorosamente a nombre de toda una familia que os busca, que os llama, que os espera hace un año!
Diciendo esto, se arrojó a sus plantas, sin que esta vez fuera posible estorbárselo; y asiendo apasionadamente las dos manos de su interlocutor, se las apretó sobre su corazón y se las bañó con sus lágrimas.
Aquel hombre inflexible, pareció vacilar en tal instante; pero habiendo echado en torno suyo una mirada rápida, notó que se iba agolpando gran número de curiosos, atraídos por la singular escena que allí estaba pasando. Entonces, visiblemente contrariado, dijo al joven con bastante aspereza:
—¡Basta! poned término a una porfía que nos hace ya la diversión del vulgo.
—¡Pues qué! gritó aquél exasperado, ¿no son los que nos miran hombres que sienten latir un corazón en su pecho? ¿Pensáis que haya uno siquiera que no comprenda la santidad del afecto que os parece importuno? ¡Ah, venid, hijos del pueblo ! venid vosotros en mi auxilio,—añadió dirigiéndose a los grupos que por momentos crecían.—Rogadle todos conmigo que, sea quien fuere, no desdeñe orgulloso el reconocimiento del pobre; no se niegue a la suprema delicia de contemplar con sus ojos la felicidad que es obra suya.
Tan inesperado y expresivo apóstrofe agitó instantáneamente al populacho, tanto como debió disgustar al misterioso personaje; pues desprendiéndose con fuerza de los brazos del joven—que enlazaban sus rodillas—corrió de pronto, y sin decir palabra, a confundirse entre la multitud de paseantes que llenaba la alameda.
Mientras él se evadía de este modo, los testigos advenedizos, que concentraban su interés en nuestro protagonista, le cercaron tumultuosamente, con vivas demostraciones de simpatía, impidiéndole por de pronto seguir de cerca las huellas del fugitivo.
Cuando logró desembarazarse, recorrió en vano Huberto toda la extensión del paseo; era ya tarde.
Fuera que hubiese entrado el desconocido en alguna casa inmediata, o que poseyese bastante ligereza, a pesar de sus años, para alejarse mucho en pocos minutos, es lo cierto que, por más que hizo, no pudo el joven encontrarle, ni siquiera inquirir la dirección que había tomado.
Burlada así su esperanza de conocer por fin, y presentar en su casa al que miraba justamente como su providencia en la tierra, volvióse a toda prisa a su abandonado puesto; lamentando la media hora larga que había perdido, y consolándose únicamente con la idea de contárselo todo a Josefina, abriéndole de par en par las puertas de un alma que jamás, gracias al cielo, había abrigado nada que debiera ocultarse.
La plena confianza que desde aquella noche iba a quedar establecida entre los dos amantes, facilitaría indudablemente la realización de sus mutuos deseos, dándoles—además—en lo presente, medios seguros de comunicarse a despecho de la ausencia.
Llegó a la verja Huberto con esta dulce esperanza, que le hacia menos amargo el fracaso de la precedente, y colocándose donde antes, buscó en vano con los ojos a su linda habanera: la llamó también varias veces amorosamente, pero sin recibir respuesta.
Estúvose entonces mirando largo rato por entre las enredaderas que vestían los hierros, esperando por minutos ver aparecer a la doncella.... ¡Nada! el jardín continuaba desierto.
Se paseó en seguida por todo lo largo del enverjado, dejando oir sin cesar la tosecilla de marras.... ningún otro sonido interrumpió el silencio que le cercaba, y que iba teniendo algo de pavoroso.
Ocurriósele que Josefina, cansada de esperarle inútilmente en la verja, se habría ido acaso a la ventana, para ver si él aguardaba en la calle nuevo aviso de poder hablarla, y corrió por tanto al momento a situarse debajo de la consabida reja, que aparecía abierta, dando paso a la luz que iluminaba el gabinete; mas,—no obstante este indicio de hallarse la señorita Caillard en su estancia predilecta, y de que nuestro joven, por su parte, no perdonó medio de indicar su presencia en la calle,—ni una sombra de mujer se bosquejó momentáneamente en la ventana.
En vista de ello, tornó Huberto a la verja del jardín, recurriendo a nuevos suspiros, a nuevas toses, a nuevas llamadas.... ¡Todo en balde!
Era evidente que no quería o no podía su amada darse por entendida.
Lo primero debía rechazarse por inverosímil, según convicción de Huberto; por consiguiente, se atuvo a lo segundo, y dió por hecho que alguna impertinencia del padre, alguna visita inevitable, o cualquier otro incidente imprevisto
—superior a la voluntad de la joven—la retenía aquella noche, con harto dolor suyo, como en otra no menos memorable, en que se atrevió Huberto a sospechar injustamente de ella.
Esta vez, por la inversa, sentía su corazón en este punto completamente tranquilo; si bien más afectado, por lo mismo, a la tristísima idea de tener que abandonar a Marsella sin serle posible llevar a cabo la confesión resuelta, ni dar
—al comienzo de un nuevo año de separación absoluta—siquiera un tierno adiós a la que le era más cara que su vida.
¡Si pudiera al menos escribirla! Pero, ¿de qué manera? ¿por qué conducto hacerle llegar la carta con certeza de no comprometerla?
Nada sobre el particular había sido convenido, aunque era una de las cosas que con mayor empeño se había propuesto Huberto alcanzar de Josefina, en la conferencia tan repentinamente interrumpida.
Desesperado de encontrar,—por mas que se devanase los sesos,—algún medio de explicarse con la que no aguardaba ver de nuevo en aquella noche de contratiempos, se le presentó súbitamente un recurso, que casi le parecía infalible.
Vínosele a la memoria la piedra del ángulo izquierdo del jardín, bajo la cual—en cumplimiento de indicaciones de su ídolo—había depositado una carta el día de su primera partida, y se persuadió sin ningún género de duda de que el natural pensamiento de Josefina, en la siguiente mañana, sería ver si había recibido su misterioso buzón alguna otra misiva, necesaria cual ninguna por las circunstancias extrañas que les hacían separarse aquella noche ignorando cada uno de ellos la que al otro le había ocurrido.
En este concepto, respiró el joven, aligerado de su angustia, y como oyese al mismo tiempo sonar las diez, debiendo partir a las once en punto, trazó con lápiz a toda prisa, sin más luz que la luna, ni más mesa que una de sus rodillas apoyada en la verja, algunos desordenados renglones, en que logró, sin embargo, compendiar todo lo importante que tenía que decir, incluso el encuentro que retardara su vuelta aquella noche.
Por término de la carta expresaba lleno de fe su íntima convicción de que el cinco de junio próximo venidero se presentaría allí con un nombre conocido, con una posición honrosa, y acaso, ¡ah ! acaso también con un feliz remedo de aquella colina, de aquel templete querido, que soñaban reconstruir los dos amantes, y cuya posesión, aun en pintura, bastaría tal vez a conquistarles la anhelada venia paternal.
Concluida la carta, fué puesta al pie del rosal de Alejandría, bajo la piedra blanca, que ocupaba el mismo sitio en que la dejó Huberto el año antes, y—para más llamar sobre ella la atención de Josefina—depositó su amante encima, sujetándolo lo mejor que pudo, el lindo ramillete de violetas que en recientes momentos de felicidad había desprendido de los más sedosos y perfumados bucles.
Despidióse en seguida, con larga y triste mirada, de aquel jardín silencioso; exhaló tierno suspiro bajo la reja,—abierta y solitaria todavía,—y echó a correr con cuanta ligereza alcanzaba, para tener tiempo de dar un abrazo a su familia y dirigirse a toda prisa a la alameda de Meilhan
Un segundo más, y hubiera sido tarde: el coche partía en el momento en que se lanzó a él nuestro héroe—jadeante con la precipitación de su carrera—y su llegada a París fué precisamente la víspera del día señalado por la marquesa para su presentación a Luis XV.
VI. Versalles
Pocos serán entre nuestros lectores los que no conozcan, de vista o de oídas, a la antigua residencia real vecina de París; a la perezosa sultana que—recostada con molicie a la fresca sombra de seculares bosques—recibía tributo de todas las provincias francesas, y dictaba a la Europa leyes de política, de costumbres y de modas, en aquellos tiempos en que plugo a Luis el Grande hacer de ella morada predilecta de su espléndida corte.
Reducida hoy a una tercera parte de su población de entonces; despojada por el rasero revolucionario de la mayor parte de sus pompas, todavía la vemos altiva e indolente en su soledad silenciosa, haciendo alarde de aristocráticos recuerdos, y consolándose de la viudez que la enluta con presentarnos en su soberbio palacio,—símbolo y monumento del apogeo de la grandeza monárquica,—el inmenso museo sin rival en el mundo; epopeya de las glorias militares de catorce siglos; cuyas páginas son más de once mil cuadros históricos y numerosas obras de escultura, que asocian fraternalmente los timbres de la monarquía, de la república, del imperio y del constitucionalismo, a quien cabe el de haber operado por mano del rey ciudadano este consorcio magnífico.
En la época de nuestra historia aun era Versalles la favorita regia, la mansión cortesana, llena de movimiento, de esplendor, de intrigas y de placeres.
La paz que gozaba el reino,—y aun toda Europa,—desde el famoso tratado de Aix-la-Chapelle, favoreciendo naturalmente la prosperidad pública, dejaba al Gobierno sin otros cuidados que los causados por las escandalosas contiendas del parlamento y el clero; no inquietándole todavía gran cosa los rápidos progresos de una filosofía nueva y audaz, cuyo innovador espíritu, móvil ya de la literatura, se iba insinuando sin ruido en todas las clases de la sociedad, haciéndose prosélitos hasta en la misma corte.
Luis XV sólo pensaba entonces en sacudir a todo trance el hondo tedio que comenzaba a posesionarse de su alma, y en complacer a su querida con suntuosas fiestas que aspiraban a recordar las magnificencias de su predecesor fastuoso.
Tan pronto eran brillantes cacerías que alegraban los bosques de Senart, Rambouillet y Satory, con los roncos sones de las cornamusas; tan pronto entretenidas excursiones, ya al castillo de Bellavista—encantadora propiedad de la Pompadour, que sepultó millones en sus fantásticos jardines;—ya al afamado de Choisy,—predilecto del rey, donde tenían lugar más frecuentemente aquellas deliciosas cenas de confianza, servidas por genios invisibles, y sobre cuyas mesas,—que brotaban del pavimento, como por magia, cubiertas con profusión de exquisitos vinos y suculentos manjares,—circulaban después, según los azares del juego, raudales de oro, en largas noches de calenturienta orgía.... ya, en fin, a las risueñas márgenes del Eure, para visitar en el poético Anet la pintoresca tumba de Diana de Poitiers, y perderse en lucidas cabalgatas por las románticas selvas, que con el grato silencio de sus sombras convidaban al amor, prometiéndole el misterio.
Con aquellos días de cazas y expediciones alternaban las bellas soirées de espectáculos dramáticos en el regio coliseo, cuyos espectadores privilegiados tenían en más aquella honra que la heredada de cien abuelos gloriosos, y donde figuraban como actrices y galanes las Sras. de Pompadour, de Brancas, de Lassenage, etc., y los duques de Nivernois, de Duras, de La Valliére, de Luxembourg, el conde de Maillebois, el marqués de Voger, el vizconde de Chabot, y otros muchos de no menos ilustres nombres.
Luego, de vez en cuando, era teatro el suntuoso palacio de indescribibles saraos, que parecían querer realizar las maravillas prodigadas por la fantasía del Tasso y del Ariosto en la mágica mansión de Armida y en la encantada isla de cuyas seducciones escapó con trabajo el amante feliz de Bradamanta.
Juzgamos imposible el dar idea exacta de aquellas noches de embriagador placer, en que se poblaban los resplandecientes salones y los fantásticos jardines de multitud de bellísimas mujeres cubiertas de encajes y pedrerías; de galanes mancebos y condecorados personajes, envueltos todos en el fragante ambiente de una atmósfera luminosa; en que los vergeles enguirnaldados de infinidad de vasos de colores, destacaban de entre cambiantes de combinadas luces todo un mundo de columnatas, obeliscos, genios, delfines, musas, nereidas, sátiros y dioses, sobre los cuales, y sobre los árboles más altos, remontaban monumentales fuentes los caprichosos juegos de sus aguas, que—formando visos deslumbradores—descendían en sonoras cascadas, semejantes a una lluvia de ópalos, perlas y diamantes, en que el grandioso canal,—reflejando la luminaria inmensa,—se extendía argentado hasta el último horizonte que la mirada alcanzaba, ostentando al extremo de uno de sus brazos al oriental Trianon, coronado con sus graciosos grupos de risueños amores.
¡Oh! ¡sí! renunciamos desde luego a la temeraria empresa de reproducir maravillas, que requerirían, mejor que nuestra humilde pluma, la lámpara encantada de Aladino; pero basta lo dicho para que conciba el lector lo que era la existencia en aquel célebre sitio real, que por primera vez iba a pisar nuestro artista barquero al regresar feliz de su visita a Marsella.
Luis XV, que solía pasar muchas horas de la mañana en las habitaciones de su dama,—pertenecientes al palacio,—y hasta despachaba a ocasiones en su voluptuoso tocador los asuntos más graves del Estado, no se preocupaba aquel día sino de inventar con ella nuevos ornamentos para sus parques y vergeles.
Quizá Juana Antonia había dado sagazmente este giro a los pensamientos del monarca, con el objeto que nuestros lectores podrán conocer en breve.
—Quiero, mi buena amiga,—la decía cariñoso, momentos antes de sonar la hora señalada a Huberto para su presentación;—quiero que haya aquí algo inspirado por vos: algo que quede eternamente como recuerdo de nuestro amor, entre tantas huellas de los de mi augusto abuelo.
Pues bien, señor,—contestaba sonriendo la favorita,—mandadme construir una fuente Pompadour, que supere en hermosura a todas las que hoy se admiran.
—Desgraciadamente no tenemos un Le Notre.
—Pero y si yo diese a V. M. otro artista no menos distinguido por su ingenio, ¿le exigiríais, además, un nombre tan célebre como el que acabáis de pronunciar?
—¡Oh! ¡no! bien sabéis que podemos dar celebridad aun donde no hallamos genio.
—Díganlo, si no, Juan Bautista María Pierre y vuestro predilecto Boucher.
—¡Eh! ¡eh! cuidado con eso, mi bella censora, el último que citáis es para todos, menos para vos, un pintor inimitable.
—No me permitiré la audacia de contradecir a V. M., que sabe le he dado muchas veces el gusto de emplear el erótico pincel de ese artista de moda en la decoración de Bellavista. Temo, sin embargo, que tanto él como su discípulo y rival Honorato Fragonard, corrompan el arte y den a la posteridad malísima idea de las costumbres de nuestra época.
—¡Vaya! ¡vaya! ¿queréis convertiros en otra gazmoña Maintenon, marquesa mía? ¡Já! ¡já! fuera curioso veros predicando sermones de moral, con los traviesos ojos bajos y la donosa cara compungida.—Mas, hablando en serio, ¿puede saberse quién es el grande artista desconocido que pensáis presentarme como sucesor de Le Notre?
—¿No recuerda V. M. que le tengo pedida audiencia para este día, a nombre de un joven pintor de arquitectura y de paisajes, que me ha regalado un boceto de marina, digno de Claudio Vernet y aun de su gran tocayo el de Lorena?
—A propósito de Vernet, marquesa, le he encargado ya, cumpliendo vuestro deseo, que me saque vistas de los principales puertos del reino.
—Doy infinitas gracias a V. M., y aun será mayor mi gratitud si dispensa igualmente su augusta protección a mi nuevo recomendado.
—¿Puedo por ventura negaros cosa alguna?
En el momento de pronunciar el rey esta galante frase, anunció respetuosamente, desde fuera, un pajecillo de cámara, a Mr. Huberto Robert, que solicitaba la honra de besar los pies de la marquesa.
—He aquí ya a vuestro hombre,—dijo Luis, comenzando a bostezar a la sola idea de una pesada audiencia.—Lo despacharemos pronto, amiga mía, pues no habréis olvidado que hoy debo recibir en mi cámara al Embajador de Inglaterra, para los eternos altercados sobre límites de las posesiones de ambos reinos en la América septentrional; problema que no acaban de resolver en sus largas conferencias los comisionados respectivos, y tocante al cual deseo oíros antes de la diplomática entrevista.
Juana Antonieta, sin parar mientes en tales palabras,—aunque le halagaba mucho el discutir graves cuestiones internacionales,—hizo una seña al paje; presentándose en seguida nuestro protagonista, con tan gracioso y noble continente—si bien un poco turbado—que se ganó desde luego la buena gracia de Luis, para quien era de decisiva influencia la hermosura, aun tratándose de elegir altos empleados o sirvientes subalternos; fundándose, según decía, en que la naturaleza es demasiado verdadera para poder engañar con recomendaciones falsas.
—Estáis a presencia del rey nuestro señor,—advirtió a su protegido la marquesa; y mientras él se inclinaba reverente a las augustas plantas, añadió ella con irresistible sonrisa, dirigiéndose al príncipe:
—Tengo la honra de presentar a V. M. el joven artista que se ha dignado escoger para encargarle el diseño de las nuevas obras en los reales jardines.
—En efecto, contestó Luis, sonriendo también y levantando afablemente a Huberto.—Tenéis en la marquesa una protectora decidida, y basta veros, además, para darle la razón en cuanto bueno nos ha dicho de vos.
El joven volvió hacia Juana Antonia una mirada tan ardientemente agradecida, que, recelosa de que pudiera parecerlo demasiado, se apresuró la favorita a llamar la atención del rey, constituyéndose en intérprete de los sentimientos de su recomendado respecto a la augusta persona.
Huberto apenas acertó a añadir algunas truncadas frases en corroboración sincera.
—Bueno, bueno, dijo el monarca, serán debidamente recompensados vuestros talentos y vuestra adhesión. Ya habéis oído de labios de la marquesa que tenemos a bien encomendaros ciertos diseños, a los que prestamos particular interés; y como para el mejor acierto de la obra deberéis consultar en todo el exquisito gusto de esta distinguida señora, quiero que tengáis desde luego habitación en palacio; a cuyo fin os será expedido nombramiento de guarda-cuadros nuestro y diseñador de nuestros jardines, con la pensión correspondiente.
Juana Antonia, aparentando que tosía, se llevó el pañuelo a la cara para que no se leyese en su fisonomía la impresión que le causaba lo dicho por su regio amante. En cuanto a Huberto, bien comprenderá el lector que apenas acertaba a creer lo que le estaba pasando.
Verse de golpe pensionado por la corona, honrado con títulos que ambicionaban y pretendían los artistas más notables.... todo era para él como un sueño, del que temía despertar al menor movimiento. Así fué que durante algunos minutos se quedó absorto, inmóvil, extático, sin que se revelase su júbilo y su reconocimiento sino por una lágrima cristalina que—brotando de su corazón agradecido—tembló ligeramente a la extremidad de sus párpados.
La marquesa tuvo esta vez también que acudir al auxilio de su recomendado, y acertó a expresar con tanta gracia la verdad de sus silenciosos afectos, que arrebatado de felicidad Huberto,—al verse adivinado y comprendido,—cayó de rodillas en violento trasporte, dirigiéndose tan pronto al príncipe, tan pronto a su bella intérprete, con palabras enérgicas, ardorosas, ajenas de todo punto a la ceremonia cortesana; pero llenas de alma, de pasión, de la conmovedora poesía del sentimiento.
Afortunadamente le hizo gracia al soberano aquel exabrupto de desordenada elocuencia, y levantando por segunda vez a nuestro héroe con crecientes muestras de benevolencia, le ofreció de nuevo su protección, dándole a besar su real diestra y permitiéndole después que también sellase con ósculo más expresivo la hermosa mano de su protectora.
Aprovechó ésta aquel momento para indicar al joven estar terminada la feliz audiencia, que había dado ya todos sus resultados, superando las esperanzas de ambos.
En efecto, previa la real venia, salió Huberto de la suntuosa estancia con tan ostensible regocijo, que apenas le columbró él maestro,—que aguardaba fuera,—corrió a él frotándose las manos, según costumbre, y exclamando lleno de ufanía:
—¡Bravo! ¡magnífico!mis vaticinios se cumplieron; S. M. os ha recibido con halagüeño agrado, estimulando vuestro talento con la promesa preciosa de su augusto patrocinio.
—¡Más que eso, amigo mío! Abrazadme, dadme enhorabuenas. Soy guarda-cuadros de palacio.... soy diseñador de los jardines reales.... tengo señalada pensión por el rey mismo.
—¡Oh! ¡oh! ¡oh!.... —dijo el maestro, sin poder prescindir de un poquito de envidia, mezclada a su sincero afecto por el discípulo. Veo que marcháis más presto de lo que era dable presumir, y a ese paso no dudo que sustituyáis, antes de mucho, al célebre Carlos Vanlóo en su envidiable puesto de primer pintor de cámara.
En tanto que los dos artistas trocaban estas y otras palabras en la gran plaza de armas, dominada por el alcázar,—que— ya miraba nuestro héroe con el amor de próximo habitante de una parte de su soberbio recinto,—Luis XV decía a la marquesa, dándole golpecitos en la mejilla:
—¡Pardiez, querida mía! vuestro protegido es bello como Apolo, y si yo no tuviera fe ciega en vuestra fidelidad inviolable, temería haber cometido una grave imprudencia en la gracia que acabo de dispensarle.
—¡Apolo! ¡ah! ¡sí! ¡inmejorable!—exclamó con pueril alegría Juana Antonia, desentendiéndose de las palabras del rey,—como si solamente el nombre que repetía, batiendo palmas, le hubiera merecido atención.—V. M., señor, acaba de bautizar con admirable acierto a nuestra fuente querida, cuyo nombre buscaba en balde mi mente. La llamaremos baño de Apolo, y será símbolo de la eterna juventud, cuyo privilegio envidiable sólo parte con V. M. el dios de la luz y la armonía.
Esta lisonja oportuna valió un halago real a la sagaz favorita; pues aunque Luis no contaba más que cuarenta y tres años, los excesos de su vida le tenían ya marchito y ajado, y ninguna adulación le era, por lo mismo, tan agradable como la de oir asegurar que conservaba incólumes la frescura y esmalte de su mocedad florida.
VII. El diseño de los baños de Apolo
Algunos días después, el guarda-cuadros de S. M. y diseñador de sus reales jardines se instalaba con felicidad en una de las piezas dependientes del palacio, y se abrían ante él las anchas puertas de una nueva vida, antítesis de la pasada.
Cumpliendo la recomendación del rey, erale preciso conferenciar frecuentemente con la bella marquesa, cuyo delicado gusto debía dirigir el diseño de la nueva obra con que se iban a aumentar los primores del arte en aquellos magníficos vergeles.
El novel pintor, ansioso de corresponder a la distinción recibida, dando muestras cuanto antes de su laborioso talento, se afanó mucho en las primeras semanas por presentar a su protectora variados ensayos de diseños, a cual más elegantes; pero la favorita, descontentadiza al parecer, no se daba prisa por elegir ninguno; antes bien, indicando en cada consulta modificaciones distintas, imprimía a la marcha de la obra una lentitud interminable.
Al principio experimentó Huberto más que mediana impaciencia, y hasta se ofendió un tanto su amor propio; mas luego,—aun sin explicarse aquellas dilaciones tan lisonjeramente como acaso lo hiciera en su lugar otro más vano o menos inexperto,—comenzó a entibiarse su ardor por el trabajo, habituándose, sin sentirlo, a las visitas diarias, que le proporcionaban saborear el ameno trato de una mujer encantadora, y constituir parte de la literaria y artística sociedad que ella llamaba su círculo de confianza.
En efecto, no eran tan sólo los Conti, Richelieu, Villeroy, Tavane, Lorges, Soubise, Luxembourg, Duras, Clermont de Amboise, Nivernois, Aiquillon, Meuse—y tantos otros ilustres y titulados palaciegos—los que se honraban con hacer la corte a Juana Antonia Poisson. El filósofo Voltaire, el sabio Fontenelle, el adusto Crebillon, el independiente Helvecio, figuraban entre sus amigos; el cardenal de Bernis era su hechura y su cantor; Marmontel, Marivaux, Mondonville, Vernet, Latour, Pigale y Lagrenée, sus comensales casi cotidianos. Porque ella amaba realmente las letras y las artes; ella poseía instintos poéticos, a la par que entendimiento ilustrado, que comprendía su época; ella era también incomparable dilettante, y sus paisajitos en lienzo y sus frescas flores al pastel,—aunque no salían del comité de sus predilectos,—la alcanzaban ya en el público reputación de artista.
Huberto, relacionado pronto con todas las celebridades más o menos legítimas? pero todas brillantes, que eran como planetas de aquel astro de la corte; Huberto, introducido por la misma reina de la hermosura y del talento en el privilegiado círculo de sus inteligentes favoritos, no podía tardar en verse halagado por las más lisonjeras simpatías, y en sentirse atraído poderosamente por seducciones infinitas.
Con veinte años, bella figura, distinguidos modales, ingenio, gracia, modestia interesante, y una pureza de costumbres y una ignorancia del mundo, que debían ser incitativos picantes para ciertas damas,—que no eran escasas ciertamente en la corte de Luis XV,—nuestro héroe, no sólo pudo contarse desde luego entre los más felices y mimados miembros de la sociedad particular de la favorita, sino que se encontró antes de mucho solicitado y requerido por otros círculos íntimos; llegando a ser, sin explicárselo él mismo, el primero de los artistas de moda, y de cuyo pincel—casi desconocido todavía—se disputaban encopetadas señoras un rasgo cualquiera, de que hacer ostentación en sus escogidas galerías de pintura.
El bello guarda-cuadros de S. M.,—que así se le llamaba,—no podía, por tanto, ambicionar más. La facilidad de sus triunfos, embriagándole con prematura y ficticia gloria, parecía creada ex-profeso para disgustarle de los desvelos del estudio—que no podían darle nunca sino lo mismo que le anticipaba el favor;—mientras que le entregaba, deslumbrado y aturdido, a los caprichos de aquel mismo bastardo poder, en cuya atmósfera corrompida era inevitable se marchitaran, más tarde o más temprano, todas las grandes aspiraciones de su inteligencia, todos los bellos instintos de su corazón.
Peligrosa era, en verdad, aquella prueba, por la que vemos pasar—sin poder remediarlo—la juvenil existencia de nuestro protagonista. ¿Afirmaremos—llenos de confianza en su virtud—que entraba en ella con la inalterable serenidad del estoico, y sin el menor riesgo de que salpicase el fango del camino la cándida vestidura de su inocencia y la naciente aureola de su genio?....
Esperamos que no nos exigirá tanto el lector, por grande que sea la severidad de sus principios. En todo caso, le diremos con Terencio:
Homo sum: humani nihil á me alienum puto.
¡Oh, sí! nosotros también somos hombres, y sólo lo que es humano puede interesarnos.
Si pintásemos ángeles, nos bastaría hacerles desplegar en un momento las fúlgidas alas, para sacarles sin sombra de mancha de las ciénagas del mundo. Desgraciadamente, es la flaca humanidad con la que tenemos que habérnosla, y gracias si logramos paso a paso, con trabajo y con lucha, arrancar sus inseguras plantas de los malos pasos que toda nuestra buena voluntad no ha podido evitarle.
Huberto, sin embargo, pisaba la palestra cubierto con formidable escudo: con el escudo de un amor primero indestructible. No le defendían solamente la religiosidad de sus principios, la elevación de sus ideas, la poesía de sus instintos; tenía, además, a su favor el poder de un sentimiento casto, profundo, verdadero.
En aquel súbito cambio de posición, capaz de producir vértigos en la cabeza más firme; en aquel ambiente de intrigas galantes y desordenados placeres, que le era imposible no respirar de continuo; envuelto en el torrente que en balde hubiera querido detener, su debilidad de hombre se hallaba sostenida no pocas veces por su constancia de amante, y aun en los mismos instantes en que se extraviaba un tanto la idealidad del artista por las vivas sensaciones del joven ardiente e impresionable, aun entonces mismo, la poderosa reacción—despertada de súbito por el dulce recuerdo de Josefina—venía siempre a tiempo para evitar a la virtud una completa caída.
¡Cuántas veces, en medio de deslumbrantes fiestas, cercado de seductoras y galantes mujeres—cuyo capricho le había dado reputación todavía inmerecida, y cuya provocativa coquetería le brindaba otros triunfos, no menos fáciles y de más peligrosa índole.... —cuántas veces se sentía arrancado repentinamente del vértigo que le arrebataba; sujetándole su memoria junto a la verja vestida de jazmines, por entre los cuales contemplaba en éxtasis la candorosa faz de su morena virgen del trópico, que eclipsaba con la frescura de sus gracias naturales a todas aquellas hermosuras de bermellón y albayalde, cuyas coronas de diamantes no alcanzaban a encubrir en sus frentes las huellas de las orgías!
¡Cuántas también, al regresar de una mañana de alegre cabalgata,—con aquellas atrevidas amazonas que ha conservado el pincel de Vanló,—o de una noche de francachela a que le arrastraban amigos calaveras,—el joven, fatigado y calenturiento, reposaba su alma pasando horas tras horas en mentales coloquios con su amada, o reviviendo con el pincel aquella colina consagrada al culto de la familia; aquel asilo del amor, del reconocimiento, de la doméstica dicha, que era también asilo feliz de sus más queridas esperanzas!
¡Oh, no! nosotros no meteremos impíamente la punta del escalpelo hasta el fondo de la vida de Huberto, por el triste placer de descubrir quizá alguna gota de cieno con que manchar la aureola que le dio la Providencia,
Si no aspiramos a pintar ángeles—porque somos hombres y referimos la historia de otros hombres—tampoco descenderemos a rebuscar miserias de la flaca carne, porque somos poetas, y no anatómicos.
El lector, pues, no tiene motivo de alarmarse, temiendo que envilezcamos de una plumada la bella figura del artista barquero ^ por quien hemos procurado interesarle.
Pero no era la inmoralidad de la corte en que vivía, la prueba más ruda y decisiva que tenía que vencer para continuar mereciendo las delicadas simpatías de las personas timoratas que lean su historia.
Existía otra—no queremos disimularlo—otra mucho más grande, mucho más temible, que nos hace temblar sólo al tocarla.
El diseño de los baños de Apolo no terminaba nunca, por más que pasasen días y días, y menudeasen largas conferencias entre la marquesa y el artista.
Verdad es que daba siempre la maldita casualidad de suscitarse, sin saber cómo, conversaciones interesantes, capaces de distraerlos a pesar suyo del objeto principal que los reunía.
Los dos amaban y cultivaban el arte; ¿cómo no dejarse arrebatar, a ocasiones, en alas del entusiasmo, para hacer en grata compañía excursiones atrevidas por la inmensa región del idealismo?
Los dos debían al cielo sensible corazón y despejado talento; ¿cómo no entretenerse con frecuencia en filosóficas reflexiones sobre el amor, comunicándose descubrimientos psicológicos verdaderamente importantes?
Los dos también adolecían del defecto de ser personas algo fantásticas y soñadoras—como se dice ahora.—¿Qué cosa, por tanto, más natural que el que de vez en cuando se perdiesen involuntariamente en las dulces vaguedades de misteriosa melancolía, conmoviéndose a la par por las vibraciones repentinas de algunas notas arrancadas con distracción a las teclas del piano por mano de la marquesa, o al soplo veloz de una ráfaga de aire, cuando les traía los hálitos de las flores que celebraban a distancia los silenciosos misterios de sus poéticos amores, o al canto de un pájaro, o al último crepúsculo del sol, o a las primeras sombras de la noche, o al trémulo fulgor de las estrellas.... o a tantas otras cosas comunes, que son, sin embargo, revelaciones místicas, armonías inenarrables para las almas tiernas y novelescas?
El diseño de los baños de Apolo no adelantaba, es cierto, merced a todos esos inevitables obstáculos; pero, en cambio, progresaba rápidamente la amistad de Huberto con su amable protectora, llegando de este modo—al cabo de algunos meses—á poder llamarse íntima y entrañable; capaz tal vez de comprometer la brillante posición de la favorita, si hubiese llegado a ser conocida y comentada.
Felizmente no sucedió así. Huberto, por timidez, por instinto de las conveniencias, acaso también por orgullo de no confundirse con la turba aduladora de cortesanos, siempre se mantenía en público a respetuosa distancia de la marquesa, que sabía agradecerle aquellos miramientos con una mirada, con una sonrisa furtiva, sin perjuicio de más amplia compensación en las afectuosas conferencias sobre el consabido diseño.
Sin embargo, justos como veraces, debemos declarar que, a despecho de algunas apariencias, no existía en aquellas relaciones nada aún de que pudiera ofenderse con razón la ausente, pero siempre adorada Josefina.
Huberto, lleno de viva gratitud a los beneficios de la Pompadour, encantado con su ingenio, prendado de su bondad, atraído por sus simpatías, quizá también dominado un poco por la superioridad que la daban su experiencia de la vida y su conocimiento del mundo; Huberto, que, al quererla como a la mejor de las amigas, no podía menos de admirarla como una de las más perfectas beldades; Huberto, decimos, no se acusaba todavía, a pesar de todo,—ni aun en el secreto más hondo de su conciencia,—de un solo pensamiento de infidelidad a su amor. Nunca se le había ocurrido que pudiese llegar a ser la querida del rey rival en su corazón de la doncella cubana, ni que él mismo lo fuese por un solo instante—en el corazón de la marquesa—de la augusta persona de S. M. Luis XV.
Arrostraba los peligros de aquella extraña situación, sin darse cuenta de ellos, sin sospechar que en un momento dado pudieran arrastrarlo irresistiblemente. Ciego por su modestia, fuerte por la fe en su amor, atrevido por su inocencia, nuestro imprudente joven corría sin el menor estremecimiento instintivo al borde de un precipicio, en cuyo fondo podía despertar cuando menos lo esperase.
No sucedía otro tanto a la favorita. Ella leía perfectamente en su corazón; ella medía el camino andado ya, y el que faltaba aún para llegar al término, en su concepto inevitable.
El amor, empero,—ese tirano caprichoso que así se complace en derrocar de la cúspide de la virtud como en levantar de los abismos del vicio;—el amor había rejuvenecido, purificado en cierto modo el alma de aquella mujer, sacrificada por su propia ambición al libertinaje de un príncipe.
Seducida por fatal ilusión,—que la persuadió, desde su primera entrevista con Huberto, de haber encendido en el pecho de éste el mismo loco fuego que brotó instantáneamente en el suyo,—Juana Antonieta se complacía y se ufanaba prolongando aquella situación indefinida, que la hacia saborear,—digámoslo así,—las desconocidas dulzuras de un afecto casto, poético, misterioso, realizando de improviso, después de tantos años de olvido, las vagas aspiraciones de sus esperanzas de virgen.
Explicándose la reserva, la no iniciativa de Huberto como efecto indudable de un respeto que la enaltecía, de una timidez que la lisonjeaba, sentíase feliz con la privación misma de una felicidad más amplia; y el adivinarse amada en el secreto de un corazón puro—que la rehabilitaba a sus propios ojos con aquel culto silencioso e ideal—le era incomparablemente más dulce, más halagüeño, que el oir las protestas elocuentes de aquel mismo amor confesado y correspondido abiertamente.
¡Era tan nuevo para la dama del rey el encanto de un sentimiento púdico! ¡Se hallaba tan juvenilmente dichosa cuando sentía latir su corazón al solo poder de un cambio de miradas, de un roce casual de manos, de una identidad de insignificante deseo, de una armonía de simultáneo pensamiento!
¡Cosa notable! la mancillada cortesana era tan espiritual y novelesca como el artista adolescente, en las impresiones de su afecto.
La gran diferencia entre ambos consistía, según ya indicamos, en que el uno hallaba en su corazón, como refugio sagrado en que guarecerse,—cuando llegara a levantarse la tempestad de los sentidos,—además del baluarte de los buenos principios, la fortaleza de otro sentimiento correspondido y hondamente arraigado; mientras la otra, que ya había hollado anteriormente deberes, honor, fama, santidad de vínculos (sin la excusa siquiera de la pasión), sólo podía encontrar en el fondo de su alma—para precipitarla más pronto—el secreto hastío que le causaba ya el dueño sin corazón a quien se había vendido, y en cuya gracia sólo se conservaba a costa de tolerancia—y hasta complicidad infame—con el desenfreno de un libertinaje caprichoso, que exigía continuamente variedad de víctimas.
Aun no era llegado, empero, el día decisivo de la crisis; aun no tocaba a su término la gran prueba, cuya inminencia hubiera presentido cualquiera observador algo atento, y de la cual tenía que salir, sin remedio, herido de muerte el pobre corazón de la favorita, o profanada para siempre en el de Huberto la imagen virginal de Josefina.
VIII. La cita, la carta y la posdata
Se habían pasado de aquel modo los calurosos meses del estío, época de baños, de paseos campestres, de comidas familiares en Trianon, de nocturnas citas en los jardines: pasaron lo mismo, sucesivamente, el templado otoño, con sus cabalgatas matinales y sus excursiones en góndolas al pintoresco Choisy—donde, desterrada del todo la etiqueta de Versalles, se entregaba la corte sin rebozo a los placeres del juego y de las cenas de confianza, que nada tenían que envidiar a las célebres de la regencia,—y el frío invierno, en fin, con sus batidas de ciervos y jabalíes, sus noches de espectáculos teatrales, sus grandes saraos en los vastos salones del alcázar, y sus pequeñas reuniones íntimas en diversos y elegantes círculos de la corte.
Huberto, partícipe de muchas de dichas diversiones (gracias a la protección de la marquesa), y objeto de general benevolencia—como del preferente agrado de aquella omnipotente favorita,—había visto correr tantos meses sin que los acusase de lentos, no obstante su afán per la llegada de junio. Los había visto correr en alternativas de aturdimiento y cansancio, de embriaguez y de descontento de sí mismo; pero nada era estable, nada alcanzaba a detenerse en el agradable tumulto de aquella agitada vida.
Mientras tanto, su favor en las elevadas regiones, y sus simpatías en el mundo aristocrático, parecían crecer y consolidarse.
El rey—á quien hacían gracia sus ingenuidades y pequeñas inconveniencias de palaciego novato—le llamaba muchas veces con motivo del consabido diseño, que nunca se terminaba, y solía sacarle los colores al rostro dándole picantes bromas sobre las coqueterías de que era blanco, y su torpeza de bisoño, que las desperdiciaba.
El delfín, por su parte, aunque hacia alarde de apartamiento de la sociedad y de intransigencia con la favorita y sus parciales, habiendo oído una vez a su confesor (al lamentarse de la poca modestia observada generalmente en el templo) hacer honorífica excepción del nuevo empleado de palacio—que asistía siempre a los divinos oficios con recogimiento edificante,—tuvo curiosidad de conocerlo, y para ello le encomendó la restauración de cierto viejo cuadro de su particular oratorio. La comisión, desempeñada felizmente, dió lugar a algunas entrevistas, en las que el pintor se ganó por entero la voluntad del príncipe; quien desde entonces, siempre que se le mencionaba, hacia sincero elogio de su talento y carácter, admirando la conducta decorosa que sabía conservar en medio de la loca disipación que lo envolvía, y aun quizá a veces le arrastraba.
La reina misma y sus augustas hijas se mostraban favorables al joven; la una porque—en vista del buen concepto que merecía al devoto heredero de la corona,—le consideraba ya (como lo era ella misma) feliz contraste de la sociedad en que vivían; las otras porque tuvo el artista la afortunada audacia de tomar por modelo a la princesa Adelaida,—que hacia gala de intrépida y varonil,—al trazar el bosquejo de una Belona; mientras regalaba a la princesa Luisa, muy aficionada a bordar, una linda y variada colección de dibujos, que hicieron furor entre las bellas.
Acepto, pues, a la familia real; halagado por los aduladores de su protectora, y hasta mereciendo de los mismos enemigos de ésta aquella benevolencia que no era dable rehusar a una persona amable e inofensiva, no se mezclaba nunca con las intrigas de partido; Huberto, bogaba viento en popa por los revueltos mares de la corte, y aquellos meses—trascurridos tan sin saber cómo,—si le llevaron en sus rápidas alas algunas puras aspiraciones de inocencia y de idealismo, le dejaron, en trueque, embrigadoras esperanzas de propicia fortuna.
Sin embargo, cuando asomó al cabo la primavera su faz risueña, ceñida de guirnaldas, anunciando la proximidad de aquel junio decisivo para su corazón; cuando pudo decirse a sí mismo el siempre tierno amante de la virgen indiana:—Pronto volveré a verla, pronto sus inocentes labios me repetirán que me adora, y aventuraremos de concierto, con iguales temores y ansiedades, la arriesgada pero gran prueba que puede abrirnos de un golpe las puertas de la felicidad; cuando le fué preciso desquitar el tiempo mal gastado, trabajando con afán en la terminación de aquella colina, de aquel templete sagrado (talismán acaso de victoria), entonces comenzaron a palidecer y a borrarse todas las impresiones extrañas al supremo interés de su existencia. Entonces fué perdiendo insensiblemente el prisma de la novedad sus prestigiosos colores; y enseñoreado en breve de toda su alma el sentimiento antiguo, el sentimiento verdad, aun las mismas caricias de la suerte sólo conservaron ya de halagüeño lo que podían tener de influyente en el porvenir de aquél.
Entonces hubo remordimiento de los recientes devaneos del espíritu, de las fugaces ilusiones de la imaginación.... y hasta apuntaron escrúpulos respecto a la perfecta pureza de la amistad sobrado viva que inspiraba la marquesa. Entonces menudearon cavilaciones en la soledad de los bosques, como único descanso de largas horas de retraimiento y estudio; entonces, por último, asaltaron de súbito a nuestro héroe, aun al lado mismo de su hechicera protectora, momentos de abstracción y melancolía, que le hacían sonrojar cuando eran advertidos.
Por desgracia de Juana Antonieta, todo aquello—en vez de iluminarla respecto a los secretos del corazón de Huberto—se convertía en nuevo fundamento de ilusiones. Ella no veía más que comprimidas exigencias, mudos combates de un amor que la tenía por objeto, y cuya explosión se aproximaba.
Aunque dichosa algún tiempo con sólo creerse amada, le fué insuficiente aquella dicha desde que se persuadió no la gozaba igual el corazón de su amigo,—ya por dudar de la naturaleza del afecto que inspiraba, ya por empezar a ser menos limitadas las necesidades del que él mismo sentía.
En tal concepto, se iba haciendo ella más expansiva, más tierna, más provocadora, a medida que él mostraba mayor reserva, menos asiduidad, más ceremonioso respeto; necesitándose toda la modestia que aun conservaba nuestro joven, y las crecientes preocupaciones que le absorbían según se acercaba el solemne cinco de junio, para que no viese claramente lo que había en el fondo de aquella amistad con tanta imprevisión acariciada.
Una mañana del principio de mayo, habiéndose levantado más temprano que de costumbre, salió Huberto, con los primeros albores, a pasearse un rato por el parque.
Sin explicarse el por qué, sentíase aquel día extrañamente triste. Solo un mes le faltaba para la grande hora de su vida; solo un mes le separaba ya de Josefina, y acaso de la ventura suspirada de obtenerla de un padre agradecido. Pero quizás por el mismo ardor de aquel deseo sentía agitarse su alma entre acerbas desconfianzas, produciéndole indescribible malestar, mezcla de susto y dolor, cual si le revelara el instinto la amenaza de una gran desgracia, que la conciencia temiese de antemano tener que declarar en cierta manera merecida.
La naturaleza, hermoseada con la juventud del año; la tierra presentando a las caricias primeras del astro fecundador las nupciales galas de su renaciente vegetación, llena de exuberante savia; el cielo azul, la atmósfera embalsamada, los aires poblados de armonías, los campos matizados, las aguas murmurantes, los mil insectos que germinan, nacen, viven, aman y cantan su amor en cada hoja, en cada yerba, en cada hendidura (santuarios de maravillosos misterios), todo era alegre, todo halagüeño en torno del artista; cuya alma sabía comprender y reflejar tantas bellezas, hechas ex-profeso por el Supremo Artista para el pensamiento inmortal de su privilegiada criatura. Mas el corazón de Huberto seguía, en medio de todo, cubierto por aquel velo oscuro que, interponiéndose entre él y los objetos exteriores, le constituía en soledad melancólica, donde sólo alcanzaba a penetrar—silenciosa y triste como él—la adorada imagen de Josefina.
Contemplábala, pero no podía hablarla: contemplábala con la muda zozobra del que recela ver en un instante anublada la única luz que le alumbra en un camino sembrado de precipicios; o como el que acaricia con inquietud pavorosa el objeto querido que se halla amagado por un golpe inevitable.
¿Qué anunciaban aquellos vagos presentimientos, aquellas inexplicables aprehensiones?
Huberto se lo preguntaba a sí mismo,—recostado a la sombra de un sauce, en cuya copa le daban en balde alegre concierto dulces jilgueros y revoltosos pardillos,—cuando de pronto crujió la seda de una larga falda sobre la herbosa alfombra, y oyó pronunciar su nombre con dulce y apasionado acento.
Volvió vivamente la cabeza y se encontraron sus ojos—humedecidos por una lágrima—con los de la marquesa, que también nublaba el llanto.
—¡Ah! dijo ella con cierto ímpetu, que indicaba resolución tomada de improviso ante una situación insostenible. Ya lo estáis viendo, Robert; es inútil la resistencia: huis de mí, y—sin buscaros yo—nos encontramos aquí, donde sellan mis lágrimas las huellas de las vuestras. ¿Cómo no comprender lo que decreta el destino?
El joven, sin acertar a responder a estas palabras,—que apenas se explicaba, y que, sin embargo, le estremecían,—se levantó, asiendo la mano que le tendía su amiga; quien, correspondiendo con ardor a la presión ligera de la suya, añadió vivamente,—mientras se acercaba la camarera que la acompañaba, y que sólo se detuviera algunos minutos para coger un nido de pájaros en un arbusto cercano.
—Esta noche hay comedia en el coliseo de palacio. El rey, la reina, toda la corte debe asistir a ella; pero a mí me lo impedirá una indisposición repentina. Sin embargo, como vos tendréis que consultarme perentoriamente sobre el diseño de los baños de Apolo, que queréis presentar mañana a S. M., exigiréis verme un momento, a eso de las nueve, y seréis recibido. ¿Entendéis?
Antes que el sorprendido Huberto pudiese contestar palabra, llegó la camarera, presentando a su señora el robado nido.
Lo favorita cambió de aspecto y de tono con maravillosa transición, haciendo como que reñía jovialmente al pintor por emplear en románticos paseos horas que debía destinar a la conclusión del diseño esperado con impaciencia por Su Majestad, y exigió una prueba de pronta enmienda, que le ofreció balbuciente nuestro desconcertado protagonista.
Luego tomó ella el nido, acarició los polluelos, censuró con gracia encantadora la crueldad de los hombres para con los pobres padres de las familias plumíferas, y continuó, por último, su paseo, dejando a Huberto sin saber lo que le pasaba (como suele decirse) y llevándose a la camarera—muy ajena de sospechar que había precipitado con su presencia una cita misteriosa, dada por la soberbia dama que veía a sus pies cuanto encerraba la Francia de más ilustre, —incluso al soberano absoluto que la regía,—al humilde mancebo, que no alcanzaba otros títulos a la consideración del mundo que los que pudiera prestarle el ser por ella protegido.
Huberto quedó solo, con su sorpresa, su aturdimiento, sus inexplicables emociones.
Era la vez primera que sospechaba claramente que la marquesa lo amaba: la vez primera que se le presentaba sin disfraz la idea de poder ser él (arista novel y todavía sin gloria) partícipe secreto de la felicidad de su rey.
Acaso juzgó aquella terrible tentación, aquella seducción poderosa, cumplimiento de la vaga desgracia presentida, del amago que veía su mente sobre la imagen pura de Josefina.
¡Oh! sí; la marquesa era harto hermosa, Huberto alimentaba por ella demasiado reconocimiento, demasiada admiración, demasiado cariño, para que pudiese considerar lo que ocurría como el vulgar comienzo de una aventura galante, que pasa sin dejar rastro de su ligero curso. El peligro sobre el cual le cegara su imprudencia, aparecía, al fin, a sus ojos en toda su gravedad e inminencia. Comprendió bien que si un instante de fascinación y flaqueza le postraba vencido a los pies de aquella mujer (que ciertamente no comprometería su fortuna y posición por satisfacer un capricho), aquel instante le haría para siempre esclavo; aquel instante no sería el de una simple infidelidad pasajera, sino el de un crimen irremediable.... sería el sacrificio cruel de
Josefina, de su inocente amor, de sus puras esperanzas, en las nefandas aras de criminales vínculos.
¡Sacrificar a Josefina, renunciar a la celeste ventura,—que acaso estaba tocando,—por la embriaguez de un momento, por el extravío de una flaca naturaleza, que sería castigado justamente con remordimientos eternos, con envilecimiento continuo!.... ¡Oh, no, nunca!
A la sola hipótesis de semejante perjurio, de semejante insensatez, de semejante desdicha, Huberto se rebelaba contra sí mismo, contra la marquesa, contra la mísera condición humana, que,—recordándole impíamente su característica fragilidad,—le sometía a la vergüenza de no poder asegurar a su propia conciencia el triunfo del bien que su corazón amaba.
No asistir a la cita, huir de la peligrosa sirena anticipando su partida a Marsella, tal era el partido más seguro para el conturbado mancebo, que tenía el raro acierto de desconfiar de sí mismo. Pero, ¿cómo cohonestar semejante conducta,—injustificable, ridícula, si el amor que suponía en la marquesa no era más que una quimera forjada por su vanidad,—y bárbara, odiosamente ingrata, si sucumbía realmente el pobre corazón de su protectora a una pasión invencible?
Tan atroz desengaño, explicado era con exceso cruel; dado en silencio, era indignamente humillante.
Y ¿merecía la que jugaba por él su envidiable privanza; la que descendía de su elevación para brindarle el cetro de su alma; merecía aquel pago, que fuera vergonzoso aun para la mujer más ínfima?
Combatido, agitado dolorosamente por tales luchas, andaba Huberto sin rumbo, a pasos precipitados, mientras que el sol—ya en el horizonte—lanzaba sobre su cabeza descubierta dardos de fuego, que quemaban su frente sin que lo advirtiese siquiera.
Vagando de aquel modo, se halló de improviso en la plaza del palacio, y entró en su morada lleno cada vez más de tumulto en sus ideas, de congojas en su corazón, de incertidumbres en su voluntad fatigada.
El problema era verdaderamente irresoluble.
Por todas las ventajas y consideraciones del mundo no querría Huberto sacrificar, perjuro, a la doncella a quien amaba con todo el poder de su joven y ardiente corazón; pero tampoco se podía resolver (ni aun en pro de su mismo único amor) a sacrificar ingrato a la marquesa; que ejercía sobre él los derechos que la daban el reconocimiento justo del protegido, la admiración entusiasta del artista, y hasta la deferencia y fascinación naturales en el joven inexperto, a presencia de la gran señora, de la mujer de mundo, que sabe dominarlo y dirigirlo con la suave autoridad de una mirada, con el irresistible encanto de una sonrisa.
No calculamos cuánto tiempo hubiera continuado Huberto recorriendo distraidamente a grandes pasos su salita de estudio—según antes recorriera los campos—á no habérsele acercado su sirviente, presentándole dos cartas venidas por el correo.
El sobre de la una era de letra de su madre, y por primera vez de su vida no la besó el joven afectuosamente. En la otra cubierta se veían rasgos que le recordaron al instante otros que no debía olvidar nunca; aunque sólo en un día, señalado para su familia, habían podido contemplarlos sus ojos.
Abrió aquella segunda carta y halló realizada su esperanza. La mano de su primer bienhechor había trazado las líneas que, como providencialmente, llegaban a las suyas en aquellos momentos de decisiva crisis.
He aquí su contenido:
«Tal vez estéis enfadado conmigo; tal vez os reconozca yo algún motivo para ello, pues he sido, en apariencia al menos, cruel con vuestro corazón y aun con el mío. Excusadme, sin embargo, mi joven amigo; porque los viejos adolecemos de rarezas y manías invencibles, y ellas únicamente me explican a mí mismo por qué han sido casi iguales la satisfacción que tuve en conoceros el penúltimo cinco de junio, y el disgustó que sentí al verme reconocido por vos, en medio del populacho, la noche del aniversario de aquel grato suceso.
»Deseando reparar aquella falta (si tal la creéis), voy a daros hoy nueva prueba del vivo interés que siempre me inspiráis, y del cuidado con que invisiblemente sigo vuestros pasos.
»Sé que os halláis en Versalles; que obtenéis favor; que no me necesitáis ya, como no sea para ofreceros algunos leales consejos, que me parece no os dará nadie ahí. Dejad, pues, que llene ese vacío—único de vuestra actual existencia—proporcionándome el gusto de seros todavía útil en lo poco que puedo.
»¿Habéis meditado los riesgos que encierra para vos el brillante cambio de vuestra suerte? ¿Estudiáis, conocéis el terreno que pisáis?.... ¿No percibís aún que en esa atmósfera perfumada circulan miasmas contagiosos, a los que tenéis que oponer preservativos incesantes?
»Sois joven, poseéis un alma vivamente impresionable; cuidado, pues, ¡pobre niño! No os dejéis fascinar por resplandores falsos; no agrandéis y embellezcáis ídolos de barro que vuestra imaginación poetice; no permitáis que vuestro juicio, ofuscado, transija nunca con el mal, cualquiera que sea el disfraz que tome para seduciros, y salvad de ese modo a todo trance vuestro corazón y vuestro genio, que acaso empiezan ya a corromperse, sin advertirlo vos, al contacto impuro de mentidos deberes, mentidas glorias, mentidas felicidades.
»Sed hombre, mi joven amigo; sed fuerte, a pesar de los pocos años que contáis.
»Para preservar vuestra razón de extravíos, que la forjarían supuestas obligaciones, tened presente en toda circunstancia que donde falta la virtud, nada puede haber grande, bello, digno de respeto; que el que ama verdaderamente esa grandeza, esa hermosura, esa dignidad superior, es siempre incapaz de posponerla a ningún sentimiento que la contradiga. Pensad en vuestra familia; ved cuán respetable se os presenta en su indigencia, en su desgracia; porque la virtud es la única riqueza que no pueden quitarnos los caprichos de la fortuna; la única dignidad que se reconoce y acata en cualquier punto de las escalas sociales.
«Para no prostituir vuestro talento vendiéndolo al favor, que crea reputación de un día, recordad sin cesar las altas aspiraciones del barquero de Marsella; traed a la memoria lo noble, lo envidiable que era en aquella época a vuestros ojos la legítima gloria del artista, comprada con los dignos desvelos del estudio, con los santos sudores del trabajo.
»Para no marchitar y envilecer quizá vuestro corazón, volved también las miradas hacia las tímidas esperanzas, hacia los inocentes votos de vuestro primer cariño. Debéis ser fiel a toda costa a ese amor, que enaltece y fortifica, porque tiene por origen puras necesidades del alma, y por término grandes satisfacciones del deber. Nunca os expongáis, por orgullo fundado en vuestra fuerza, o por condescendencia nacida de vuestra debilidad, a haceros vil esclavo de los sentidos o miserable juguete de pasiones ilícitas. Sabed, Huberto, que sólo el primer paso es difícil en tal senda.... que la pendiente es rápida y la cima profunda. Respetad en vuestra persona al futuro esposo de la mujer querida; y avergonzaos a la sola idea de poder ofrecerla en las aras,—en cambio de su virginal corazón y su inmaculada vida,—un pecho profanado por indignos fuegos, y restos de una existencia dispendiada en el vicio.
»El hombre que tal hace no merece encontrar la fidelidad que santifica el tálamo y honra le descendencia.
»Pesad, os ruego, estos paternales consejos, y contestadme dos líneas por el correo (dirigidas a C. de S., en París), si queréis darme el gusto de saber que no os ha sido desagradable la sincera voz de vuestro amigo,—El viejo del cinco de junio.»
Huberto leyó dos veces este escrito con recogimiento y emoción; luego, inclinando sobre él su atormentada cabeza, se quedó largo rato profundamente pensativo.
Al levantarla, saliendo de aquella muda meditación, su rostro apareció menos contraído, su frente más despejada, sus ojos más serenos.
Como en otra ocasión solemne, echábase de ver, al mirarlo, que la mala tentación había quedado vencida.
Besó entonces la carta del anciano, apretóla contra su pecho, con aire de quien estaba seguro de cumplir a toda costa cuanto ella le prescribía, y sólo después fué que se permitió tomar y abrir la otra carta, que permanecía sobre la mesa.
Estaba llena, como todas las de igual procedencia, de aquellas mil deliciosas y tiernas pequeñeces que constituyen comúnmente las correspondencias de familia, y Huberto—que la recorrió hasta la firma,—iba ya a doblarla, dándola por concluida, cuando notó al extremo de la postrera página menudas líneas de una posdata breve.
Leyóla...., y quedó anonadado como si le hiriese un rayo.
¡Aquellas pocas palabras castigaban rigurosamente todas sus pasadas imprudencias, todas sus recientes vacilaciones!
¡Aquellas pocas palabras eran un fallo de la fatalidad, que destruía de un solo golpe la poderosa fuerza del pasado, los gloriosos triunfos del presente, las recompensas santas del porvenir!
Aquellas palabras decían:
«Tu hermana menor está de enhorabuena. La señora d'Héricourt—cumpliendo la promesa que entre burlas y veras le hizo un día,—acaba de comprarle a subido precio su colección de exquisitos bordados, para regalo de la señorita »Josefina Caillard, que se casa el mes próximo con el caballero de S....., pariente de aquella dama.»
Así, en el momento precisamente en que Huberto se levantaba triunfante de la más fuerte, de la más decisiva de las pruebas a que plugo al cielo someter la pureza de su virtud y la constancia de su amor, la súbita veleidad de Josefina (realizando por completo sus presentimientos misteriosos) venía a arrancarle del pecho la imagen que era su luz, su paladión sagrado...., arrojándole sangriento, vendido, desesperado y sin defensa, al capricho del destino—que parecía haber resuelto la perdición de tan hermosa alma.
El mal vencía....
¡Sólo un acto imprevisto de la Providencia podía ya salvar al pobre joven del abismo abierto debajo de sus plantas!
Tercera parte
I. Un paso atrás
Para que el lector no condene con sobrado rigor a la hermosa hija de nuestra amada Cuba, preciso nos será obligarle ahora a que retroceda un momento hasta el segundo cinco de junio, en que tuvimos el gusto de hacerle presenciar la dulce entrevista de los dos jóvenes enamorados, y el incidente inesperado que vino a interrumpirla.
Huberto seguía presuroso a su desconocido bienhechor,—según recordarán cuantos hayan dispensado algún interés a los capítulos precedentes,—mientras Josefina, que veía ya desierta otra vez la calle, le llamaba ansiosa con la consabida tosecilla.
Cansada al cabo de aquel reclamo inútil, y llena de cuidado por tan extraña prolongación de la ausencia de su amigo, resolvió atrevida que Niná saliese en su busca; pues quiza le habría sobrevenido algún incidente desgraciado.
La mulata no se hizo de rogar—porque también ella comenzaba a inquietarse—y pronto la vió su ama del otro lado de la verja, arrastrando con afán su grave corpulencia, aumentada escandalosamente en aquel último año.
Todo fué infructuoso: Huberto no parecía, ni vivo ni muerto, por la calle.
Ya iba Niná a abandonarla, cuando de pronto vió blanquear un papel casi en el sitio mismo que ocuparan antes las plantas del mancebo. Se acercó al punto, imaginando que podía ser algún billete conteniendo la explicación de un desaparecimiento tan raro; y apenas posesionada de tal prenda, se la traspasó a la doncella por entre los hierros del enverjado, comunicándola su esperanza.
Josefina no aguardó, por cierto, a que volviese a entrar la pobre obesa con toda la forzosa majestad de su pesado paso. »Echó a correr inmediatamente, ligera como un gamo, en dirección de su cuarto; a reserva, por supuesto, de tornar al jardín si la encontrada carta no esclarecía sus dudas, o no aplazaba para más tarde.... la continuación de la truncada plática.
Fatalmente el efecto inevitable de aquel escrito tenía que ser para ella lo que fué después para su amante el producido por la posdata que ya conoce el lector.
Huberto, al abrir su cartera para apuntar los detalles del célebre templete de la colina, recogidos de labios de su amada, había dejado caer, sin advertirlo, la carta de su maestro recibida aquella tarde la carta que pueden repasar por segunda vez nuestros lectores—en el capítulo cuarto de la parte anterior de esta verídica historia,—si quieren comprender con exactitud la impresión que causó en la celosa y vehemente criolla, ignorante de cuantas circunstancias podían conducirla a una interpretación menos amarga.
¡Huberto había abandonado a Marsella, moraba en París, sin decirle nunca la más mínima palabra que siquiera lo indicase!.... ¡Huberto recibía cartas, citas, regalos de una dama, que le brindaba, al parecer, brillante porvenir; ante el cual sus compromisos primeros, sus sentimientos por Josefina,—pagados con ciega adoración,—eran reputados amorcillos insignificantes de niños!.... Huberto, el barquero de
Marsella, el que alegaba su pobreza aquella noche misma como imposibilidad dolorosa de presentarse en los parajes públicos (á que ella asistía sólo por proporcionarle un encuentro feliz); Huberto llevaba encima magnífico reloj de brillantes, recuerdo de la mujer a cuyo lado se olvidaba del curso de las horas!.... ¡Huberto, en fin, era llamado, esperado en París para poner el sello a su envidiable suerte, para darle un día grande, señalado en términos precisos por la desconocida y triunfadora rival, que—aunque velada por sombras de misterio—se presentaba, sin poder dejar duda sobre la verdad de su existencia, a los penetrantes ojos de los celos!....
Huberto era, pues, un embustero, un falso, un infiel, un monstruo de perfidia, de ingratitud y de dolo.
Patente esto para la doncella, aun le asaltaba otra idea no menos irritante y desgarradora.
¿Debía a la casualidad el hallazgo del papel acusador, o bien se le había dejado intencionalmente para ahorrarse la pena de dar cara a cara un desengaño directo?
Respondiendo a esta cuestión, acudían en tropel a la agitada mente de la joven recuerdos numerosos de circunstancias recientes.
La tardanza de su amante en acudir a aquella entrevista anual; la turbación conque se disculpara; el desconcierto en que lo pusieron sus amorosas reconvenciones y tiernas exigencias ; la prisa con que se separó de la verja,—aprovechando el pretexto de acercarse un transeunte,—como quien se escapa del duro compromiso de entrar en explicaciones ya inevitables, pero harto embarazosas para ser afrontadas francamente; el no haber vuelto, ni aun para cubrir las apariencias; apareciendo allí, en vez de él, la carta del amigo y confidente que tantas cosas revelaba.... todo parecía corroborar, no sólo la mudanza del mancebo, sino también la sospecha de haberse valido de ruin artificio para provocar a Josefina a un rompimiento anhelado.
Pero, ¿por qué mentirle todavía en aquellos momentos? ¿Por qué las largas y ardientes miradas, las arrobadoras caricias, los sueños deliciosos de esperanza, referidos con dulces inflexiones de voz, que aun le parecía a ella que resonaban blandamente en sus halagados oídos?
¡Oh! aquello era para Josefina un misterio odioso de barbarie, que la traía a la memoria la feroz habilidad de la traidora raza felina, jugueteando con la víctima antes de despedazarla.
Cuando Niná entró en el cuarto de la pobre niña,—después de buscarla en balde por el jardín,—quedó espantada de su aspecto.
De pie todavía, y apoyándose en el velador sobre el que ardía la lámpara a cuya luz leyera la que juzgaba sentencia irrevocable de abandono; pálido y demudado el rostro; la mirada fija en el fatal papel, que estrujaba convulsivamente su mano crispada; el pecho opreso, la respiración ahogada, temblándole todo el cuerpo como con el frío que antecede a la fiebre, se hallaba próxima en apariencia a uno de aquellos parasismos nerviosos en que ya la vimos caer a la lectura de otra carta, mucho menos cruel que la presente.
—¡Jesús divino!—exclamó la mulata;—¿qué es eso? ¿qué os ha pasado, hija mía?
—¡Míralo! contestó la joven, tirándola el papel y arrancando de su corazón una carcajada histérica y estridente. ¡Todo está ahí explicado! nada hay ya que temer ni que esperar.
—¡Niña de mi alma! ¡ah! ¡por Dios! decidme lo que contiene esta carta; bien sabéis que leo muy mal, y ahora—al veros así—me sería imposible comprender ni una sílaba.
—Contiene.... contiene la verdad.... :que no me ama; que ama a otra; que se vuelve a París, de donde vino, y adonde le espera un destino brillante.
—¡Virgen santa! ¿habéis perdido el juicio, Josefina?
—Al contrario, lo recobro...., ya lo ves.... Él me lo devuelve de repente. El ha sabido arrebatarme de un golpe todas las ilusiones. ¡Bien! ¡bien! ¡sea! Es cosa acabada.
Niná desplegó la carta, y mientras se afanaba por entenderla, Josefina se encaminó,—con paso trémulo, pero ademan resuelto,—al precioso escritorio en que guardaba las dos únicas que tenía de su amante. Sacólas vivamente de un escondite, que sólo era conocido de ella, las rasgó con furia hasta reducirlas a fragmentos casi impalpables, y—como si no hubiera conservado alguna fuerza sino para cumplir aquel acto de venganza—se postró en seguida a su dolor, pasando el resto de la noche entre gemidos, convulsiones y lágrimas.
En más de tres meses no salió apenas de su cuarto. Habíala atacado una ictericia, que—aun después de curada—la dejó por vestigios profunda aversión a la sociedad y apatía insuperable, que repugnaba todo movimiento.
Niná, en tanto, no resignándose todavía a creer indudable la indigna inconstancia que tan desgraciada hacia a su niña, y habiendo llegado a entender que la señora d'Héricourt,—que era la amiga respetable con quien antes solía concurrir Josefina a teatros y a paseos,—estaba relacionada con cierta familia Robert, tuvo suficiente maña para averiguar disimuladamente si tenía dicha familia algún parentesco con el gallardo barquero, que tanto llamaba antes la atención de los paseantes del muelle, y que había desaparecido desde el año anterior, lo mismo que su blanca barquilla.
Luego que supo que eran nada menos que los padres y las hermanas de su conocido Huberto las personas cuyo apellido motivara sus indagaciones, quiso a todo trance llegar al verdadero término de ellas, y—con pretexto de encargar algunos bordados—se introdujo en el almacenillo de las dos jóvenes, y hasta logró trabar conversación con ellas.
De ese modo pudo adquirir, en efecto, noticias positivas, pero por desgracia muy distintas de las que se había prometido, y aun presagiado a su ama.
Las señoritas Robert no hicieron misterio de que su hermano se había ido a París el año anterior; que no había vuelto sino por dos días a cumplir una promesa empeñada; que gozaba al presente honroso empleo en palacio; escapándose, además, de la femenil vanidad, el añadir con inocente jactancia que cierta dama bella e ilustre era muy amiga del joven; cuya alegre vida en Versalles no olvidaron tampoco ponderar, gozándose en los placeres del que amaban.
Aquél fué para Niná contundente golpe, al que sucumbieron, por fin, sus tenaces esperanzas de poder restituir la perdida calma a su desconsolada señorita; a quien—por el contrario—se vió en la necesidad de enconar ella misma la profunda herida, confesándole la triste adquisición de una certeza que ponía el sello a sus dolorosas convicciones.
Sin embargo, aquello tuvo en algún modo favorables resultados. Josefina era altiva, y comenzó a sentirse humillada a sus propios ojos por los largos pesares que consagraba a la pérdida de un amante indudablemente indigno, en su concepto. Quiso a todo trance sobreponerse a la situación lastimosa de mujer sacrificada, y emprendió lucha heroica contra el abatimiento que la postraba.
Ocupóse de nuevo del cuidado de su persona; volvió a adornarse con la elegante sencillez que le era natural; a hacer y recibir visitas; a amenizar con su presencia la pequeña tertulia diaria de la señora d'Héricourt, a quien también acompañó algunas veces a más numerosas reuniones.
No se llenaba, es verdad, con todo eso la soledad de su alma, ni se desvanecía la tristeza de su corazón; pero arrancaba su mente, por lo menos, del pasto habitual de acibarados recuerdos; y el movimiento, las distracciones, el cambio de objetos, los halagos de la amistad, suavizando la aspereza de las primeras impresiones, permitieron a su salud mejoría considerable.
Los delicados colores—ausentes largo tiempo de sus mejillas—no tardaron mucho en reaparecer frescos y hermosos; la sonrisa fugitiva de sus labios, vagó—como de antiguo—entre ellos, con un acrecentamiento de gracia que le prestaba la melancolía. El torneado cuerpo, enflaquecido en extremo, recobró un tanto las perdidas carnes, conservando sólo cierta lánguida esbeltez, nuevo encanto en tan preciosa criatura.
Mr. Caillard, que—no obstante sus constantes preocupaciones de monomanía—pudo observar, inquieto, el anterior desmejoramiento de su hija, se felicitó entonces de aquella mudanza próspera; agradeciendo vivamente a madama d'Héricourt el que distrajese y espaciase el ánimo de la pobre joven, a quien constituía en monacal encierro el hipocondríaco humor de aquel amante pero taciturno padre.
II. Preliminares del casamiento de Josefina
La digna señora tantas veces mencionada ya en esta historia, y cuyo afecto se había ganado Josefina con las mil cualidades que la adornaban, tenía—según incidentalmente hemos apuntado antes—un pariente célibe, a quien designamos con el nombre de caballero de S.....
Era un hombre que frisaba en los treinta y ocho años, de buen parecer, irreprochable educación, cultivado talento y aristocráticas costumbres. Había derrochado su fortuna en las disipaciones de una primera juventud desordenada, no por exigencias de temperamento o extravío de fogosas pasiones,—pues su naturaleza y su alma nada tenían de ardientes,—sino por flaquezas de vanidad, por seguir la moda de los nobles de la época, por falta de valor para confesarse persona razonable y fría.
Aquel valor se lo trajeron, al cabo, la madurez de la edad y el aburrimiento de placeres ficticios. El caballero de S...., en el tiempo en que lo conoció la señorita Caillard, no procuraba disimular siquiera que pertenecía al gremio de los calaveras pretéritos, llamados sinceramente a buen vivir, y para quienes el reposo del ánimo constituye ya la única felicidad posible.
Sus respetables deudos, contentos de aquella conversión,—que no era, sin embargo, muy meritoria,—y anhelando consolidarla—á la vez que proporcionar al caballero medios de reparar su fortuna con lo que se llama en el mundo un buen partido,—pusieron los ojos sucesivamente en varias herederas de las mejores familias del país; pero el interesado tomó el asunto con tal tibieza e indolencia, que nunca pudieron cuajar dichos proyectos matrimoniales, quedando burlados los deseos más vivos de la señora d'Héricourt.
Luego que se intimaron las relaciones entre esta noble dama y la doncella cubana; luego que el frecuente trato dió a conocer a la primera todas las preciosas dotes que la segunda atesoraba, renovósele naturalmente la tan acariciada idea del casamiento de su sobrino; pues, si bien la señorita Caillard no era vástago de esclarecido tronco, su hermosura, sus virtudes y su riqueza, atenuaban mucho la importancia de aquella falta.
Además, mediaba una circunstancia harto favorable a Josefina, pues permitía prometerse—siendo ella la nueva novia propuesta al recalcitrante solterón—éxito más lisonjero que el obtenido hasta entonces: era la de que mostraba por la modesta joven cierta simpatía, que, sin poder calificarse de amor, merecía el nombre de visible preferencia.
En efecto, el despejado y natural ingenio de aquella niña, su ingenua sencillez, su donaire inocente, que aun tenía algo del hechizo de la infancia, la pureza y ternura de su corazón, reflejadas en el casto brillo de unos ojos magníficos,—sin rivales tal vez en toda Francia,—y más que nada, el recogimiento en que había vivido (garantía de no tener que luchar, el que fuese su marido, con hábitos peligrosos y locas exigencias), todos eran atractivos y recomendaciones para un hombre necesitado ya de estímulos no vulgares, y que sólo buscaba, por otra parte, en lo futuro, la paz necesaria a una existencia fatigada.
Tampoco debía pesar mucho en el ánimo del caballero la diferencia de alcurnia que podría reprocharse a aquel enlace. Pasó sus primeros años cerca de un hombre superior, del que aprendió temprano a no esclavizarse a preocupaciones, y luego,—cuando su propio juicio adquirió madurez,—se afilió resueltamente a la nueva escuela filosófica, que comenzaba a minar por sus bases hasta las más venerandas leyes del viejo código social.
Mad. d'Héricourt pudo esperar, pues, con bastante fundamento, que aquella vez se realizaría su esperanza, y dió principio llena de bríos a sus hábiles operaciones de estrategia matrimonial, que interrumpieron a lo mejor la enfermedad y el largo retraimiento de nuestra heroína.
Nunca como entonces se echó de ver lo que ella era para la distinguida familia que pretendía enlazársela. Durante aquel eclipse de su amable presencia, el caballero se aburría de muerte; la señora d'Héricourt se encontraba mal en todas partes, y acusaba de insoportablemente soporífero a su círculo habitual, que—reduciéndose de día en día,—mostró también que echaba de menos el primer encanto que lo había atraído.
Tan pronto como la bella ausente tornó a aparecer entre aquella gente fastidiada, renacieron la animación y la alegría—que ella derramaba en torno suyo, aunque no las llevara en su propia alma. Todos se hicieron un deber y una felicidad, de mimarla y divertirla; mayormente la ama de la casa, que, independiente del verdadero cariño que la tenía, se regocijaba al recobrar ocasiones para proseguir trabajando en la realización de sus planes.
Josefina no sospechaba siquiera la existencia de éstos. Harto preocupada ella misma—primero con sus secretos amores y después con sus recientes desengaños—nada percibía de las maniobras de su amiga, ni fijaba bastante atención en el caballero, para observar sus predilecciones crecientes.
Al llegar el primer día del nuevo año, fué convidada a una comida campestre familiar, a la que asistió—previo el paternal permiso—y Mad. d'Héricourt se aprovechó de aquella coyuntura, para hacerla entender más claro lo agradable que sería para ella poder contar entre los miembros de la noble familia,—reunida allí en su mayoría,—a la linda amiga que era con tanto amor acogida en su seno.
En la sorpresa y el embarazo que causó a la joven tan inesperada insinuación, no acertó a contestar sino truncadas frases de cortesía: la matrona las tomó por un consentimiento tímido, que por entonces debía bastar al caballero.
En consecuencia, algunas semanas después, obtuvo de él la formal promesa de pedir solemnemente al ex-mercader de las Antillas españolas la mano de su hija única, tan luego como recibiese la aprobación del ilustre deudo ausente que había sido su tutor, y era siempre su primer amigo, y aun pudiéramos decir su padre por el cariño.
Mientras tanto no perdió el tiempo la señora. Atacó en regla y decisivamente a su amiga, sin dejarla momento de calma para darse cuenta de lo que estaba pasando.
En vano alegó ella su extrema juventud, su inexperiencia, el deseo de permanecer junto a un padre desgraciado, y hasta la imposibilidad en que se sentía de poder ofrecer al caballero un amor digno del suyo,—según lo pintaba su intérprete.
Mad. d'Héricourt probó con elocuencia irrebatible que los pocos años eran gran ventaja para habituarse con facilidad a nuevas obligaciones; que la inexperiencia no ofrecía peligros, teniéndose por director un marido prudente, y por consejera una amiga leal; que, resuelto el caballero a establecerse definitivamente en Marsella, no sólo no se alejaría Josefina de su padre al casarse con aquél, sino que tendría seguridad de no verse en riesgo de abandonarlo nunca.... últimamente, que no acompañaba por lo común la felicidad a aquellos enlaces fundados sobre la pasión; mientras que a una mujer virtuosa le bastaba estimar de veras al hombre que escogía; pues era fruto de la comunidad de intereses, de la costumbre de vida íntima, y de los buenos procederes del esposo, el cariño profundo que siempre acababa por unir estrechamente las almas de dos consortes dignos.
Perseguida de este modo la pobre niña hasta su último atrincheramiento, tuvo que acogerse a una exageración de respeto filial, manifestando que no podía ni creía deber atreverse a contraer por sí sola el menor empeño en tan delicado asunto; que el novio presentado por su padre tendría únicamente derecho a su aprobación, y que (añadió en justa galantería para con su amiga), si dicho elegido fuese un miembro de la noble familia d'Héricourt, la obediencia le sería tanto más grata, cuanto que en tal caso le proporcionaba mayor honra.
No exigió más la respetable plenipotenciaria de himeneo,—que no concebía posibilidad de duda respecto a las disposiciones de Mr. Caillard, para quien tan gloriosa alianza debía ser el colmo de la ventura.—Dejó, por tanto, al cuidado del pretendiente el agradecer a la joven las dulces esperanzas que le daba con su contestación modesta, y arregló lo demás—tan conforme se lo prometiera—que al cabo de algunos días el caballero de S..... fué positivamente presentado por Mr. Caillard a su hija como aspirante a su mano, y acreedor en todos conceptos a la recomendación paterna que desde luego le acompañaba.
El buen hombre no había sido indiferente, en efecto, a la honra de enlazar su heredera con una familia ilustre; pero lo que más contribuyó a que acogiese con gusto la demanda del caballero,—hábilmente preparada por su tía,—fué el haberla creído del gusto de la joven, y ver en ello una prueba decisiva de hallarse olvidado completamente el atrevido barquero, que tan malos ratos le hizo pasar.
Josefina, por su parte, se halló cogida en sus propias redes, teniendo que ser tan dócil como se había pintado.
La boda quedó, pues, convenida solemnemente, y fijada su celebración para el mes de junio, época en que debía hallarse en Marsella el esclarecido pariente tan venerado por el caballero, y a quien se destinaba la satisfacción de servirle de padrino en la nupcial ceremonia.
Sucedió, empero, que Josefina,—inmediatamente después de haberse formado aquellos compromisos, gratos para todos,—comenzó a recaer poco a poco en su honda tristeza y misantrópico humor.
Quizá el vago deseo de mostrar a su infiel que no continuaba abatida bajo el golpe indigno que le descargara su mano, entró por mucho en su avenencia al casamiento concertado; pero por uno de esos misterios del alma, que reconocemos sin profundizarlos, apenas hubo satisfecho el voto de su orgullo, sujetando el corazón al yugo de la voluntad, comenzó a arrepentirse de aquella misma victoria, y a permitir al vencido,—como por vía de resarcimiento,—el volver a los desvaríos de sus tiernas memorias y a las amarguras de sus amorosos dolores.
La coincidencia de ser el señalado para su boda aquel mismo mes de junio, tan deseado antes, tan querido de ella, la preocupaba sin cesar de una manera indecible. Parecíale profanación impía de lo pasado, el vínculo frío que iba a imponerse en el memorable aniversario de tantas ardientes esperanzas.
Concurría, además, otra circunstancia, que aunque acaso parezca insignificante, no lo era para Josefina.
Niná, la humilde liberta, que tenía para ella corazón de madre; Niná, a quien amaba con la ternura de hija; Niná, su compañera casi inseparable, no miraba con buenos ojos al novio aristocrático. Cometiendo la imprudencia de compararlo algunas veces con el pobre barquero,—tan apasionado y tan simpático,—ponía de relieve a los ojos de su ama la sequedad de alma del caballero, mal encubierta bajo su exquisita galantería, y el no sé qué de repulsivo que se trasparentaba en aquel aspecto distinguido, pero tan frío y tan amanerado.
Ese hombre,—decía,—es de seguro un egoísta, incapaz de hacer dichosa a mi sensible niña.
Tales observaciones impresionaban a Josefina, por más que procurase aparentar lo contrario, y—como si todo ello aun no bastase para colmar la medida de su disgusto, e inspirarle creciente desvío respecto al casamiento concertado,—ocurrió otra nueva y singular coincidencia, que no nos es posible pasar por alto.
El mismo día, quizá a la misma hora en que leía Huberto la fatal posdata que conocemos, Niná,—removiendo la tierra del ángulo izquierdo del jardín, al pie del bello rosal de Alejandría favorito de su ama,—se encontró bajo la consabida piedra, y en tan mal estado como los lectores se figurarán desde luego, la carta depositada allí hacia once meses.
Por supuesto, tal cual estaba, pasó inmediatamente a manos de Josefina, y tal cual estaba fué examinada con tan escrupuloso cuidado, que se consiguió entender algunas frases sueltas, casi borradas por la humedad, que había destruido gran parte del papel.
He aquí aquellas descifradas palabras, que, sin expresar nada, dijeron sobrado a la infeliz doncella:
—Conocí en aquel transeunte a.... por esa causa tardé en...., la explicación que os debo del inocente disimulo que he observa.... Fuí a París para.... la señora marquesa de Pompa.... esperar de su protección generosa.... el rey.... y acaso el cinco de junio venidero.... mi corazón, que os adora.... Fe y esperanza, amor mío.
Josefina creyó morir cien veces leyendo y releyendo tales cláusulas. Ellas la revelaban que había existido una explicación dada por Huberto sobre su inocente disimulo.... Ellas mencionaban al rey, y la generosa protección de una marquesa, que, según las sílabas primeras de su nombre, debía ser la célebre Pompadour, de quien tenía vagas noticias nuestra inocente niña.
Sí, había oído hablar de aquella influyentísima señora, que, aunque modesta esposa de un simple arrendatario general, ocupaba en la corte el primer puesto. Pero,—por más que pueda parecer increíble,—es lo cierto que en su casta ignorancia, lejos de comprender Josefina la verdadera posición de la favorita, juzgaba candidamente que la amiga tan considerada por el augusto monarca, la dama de honor de su real consorte, sería sin duda dignísima matrona, cuyas cualidades extraordinarias la conquistaban justamente el alto favor de que gozaba.
En consecuencia, a la idea de que la ella, a quien tanto se aludía en el escrito origen de sus celos, era nada menos que aquella tan poderosa, y en su concepto respetable dama, parecióle muy natural e inocente cuanto antes interpretara en sentido siniestro.
Cada sílaba, digámoslo así, del resto de la carta, tardíamente encontrada, fué puesta en cotejo y consonancia con las que en su memoria conservaba la joven de la otra carta funesta; sucediendo que al cabo de mil vueltas y combinaciones, mil hipótesis y descubrimientos, resultó clara como la luz la justificación de Huberto,—según el fallo del corazón de su amante, corroborado por Niná,—y consiguientemente culpable de ligereza, de injusticia y de infidelidad la que, no oyendo más que la engañosa voz de sus celos, lo había sacrificado sin misericordia.
Fácil es comprender, dicho esto, lo que debió ser para la niña aquel día, tan terrible también para su amado.
¡Ah! si hubiese podido contemplarla éste, deshecha en lágrimas; besando y oprimiendo contra [su pecho los restos de la carta; si hubiese oído los dicterios que se prodigaba, humillándose contrita a los sagrados pies de su querida Virgen de la Esperanza, pidiéndole la muerte antes que llegase a consumar su infidelidad y su desgracia.... el mismo Huberto, de seguro, hubiera tenido que confesarse menos digno de compasión que aquella a quien en tales momentos acusaba.
Pero no había remedio: de nada servían tanto arrepentimiento, tantas preces entre dolor y llanto.
¡Era tarde! aunque la propia dignidad no advirtiese a la joven que le estaba vedado el menor pensamiento de indecoroso retroceso, sabía que Mr. Caillard,—incapaz de haberla violentado a que aceptase esposo,—no permitiría tampoco, bajo ningún pretexto, que fuese hollada por ella la inviolabilidad de su palabra empeñada.
Así, pues, Huberto y Josefina estaban separados para siempre.
¡El destino inmolaba al mismo tiempo, y con un solo golpe, los dos puros y enamorados corazones de aquellos pobres niños!
III. El regalo de boda de Huberto a Josefina
Huberto, anonadado al pronto bajo el rudo golpe de la posdata, salió de su aniquilamiento a impulsos de cierta fiebre, que, exaltando prodigiosamente su cerebro, pareció reanimarle el corazón.
—¡Ella me abandona! ¡Ella me vende!—Exclamó, levantándose con el rostro encendido y los ojos centelleantes.—¡Bien! ¡terminó toda lucha! ¡cúmplase la suerte! Pero aquel templete y aquella colina irán a ser testigos mudos de la traición infame. Irán—como vengadores espectros de lo pasado—á lanzar en su porvenir la memoria del amante sacrificado, del amante que ha hecho revivir con el calor fecundo de su alma esas santas imágenes de la felicidad, para recoger en pago el frío del desengaño, la esterilidad del aislamiento. ¡Sí, sí!—añadió, llegándose arrebatadamente al caballete, y descorriendo la tela que cubría una pintura.—¡He aquí todo el fruto de tantos desvelos, de tantas ansias, de tantos estudios!.... Será el regalo de boda de la señorita Caillard con el caballero de S.... ¡Oh! ¡magnífico! Así solemnizaremos el tercer cinco de junio.... ¡Ese gran día de mi existencia, que ella escoge, probablemente, para su feliz boda! Yo la llevaré mi ofrenda.... yo mismo. ¿No me ordenó acudir cada año a su cita, mientras la amase, mientras no perteneciese a otra?
¡Pues bien! cumpliré su mandato. Iré, todavía fiel, todavía vencedor de todas las tentaciones, para ofrecerle mi regalo de boda.... a ella, que me rechaza por correr a otros brazos.... a ella, que se hace cómplice del infierno para arrojarme a la perdición!....
Pronunciando estas palabras con sardónica risa, se lanzó frenético a la paleta, la cogió con una especie de rabia, tomó también el pincel, y con inspiración extrañamente sublime,—que insidió en su mirada, prestándole indescribible belleza,—comenzó a trabajar, rápida la mano, firme el pulso, palpitante el pecho.
¡Cosa admirable! la fiebre del dolor y del genio daba al artista milagrosa intuición de lo desconocido.
El lienzo se animaba, como por magia, a cada toque valiente de su abrasada diestra. Aquel cielo, que hasta entonces sólo presentara colores, se fué diafanizando, esclareciendo, cobrando movilidad, por decirlo así.
Las ligeras nubecillas,—que nunca osan velar la soberana faz del rey de los astros en la zona predilecta de su ígneo trono, pero que le acarician undulando como argentadas orlas de su manto,—se extendieron libres y vaporosas por el azul brillante del cielo tórrido, cuyo calor fecundo parecía brotar del pincel, comunicando vida y movimiento a todo lo que tocaba.
Los árboles, las plantas, las flores, se esmaltaban con la luz, se mecían casi,—permitásenos la hipérbole,—como al suave soplo de los frescos alíseos, y tal era el poder de la ilusión, que se sentía aquella atmósfera impregnada de aromas, llena de susurros, encendida por los rayos del trópico.
El arte no podía ir más lejos.
Evocada la incomparable reina de las Antillas por toda la potencia del genio, se le apareció allí, resplandeciente de juventud, exuberante de hermosura, coronada de fuego, para dejarse arrancar un pedazo de su naturaleza virgen, una emanación viva de su alma poderosa.
El pincel infatigable no suspendió su obra, sino cuando faltó la luz a los ojos del artista, que acababa de eternizarla en el lienzo vivificado por su espíritu.
¡Era ya tiempo! la inspiración decaía, el cansancio comenzaba. A la creadora fiebre del alma iba sucediendo la humillante del cuerpo...., ese fenómeno morboso, que viene a recordarnos muchas veces, en medio de la fuerza y lozanía de la vida, que no somos sino un poco de barro, en el cual—por prodigio incomprensible dela Omnipotencia,—se alberga, alternativamente dominador y esclavo, el huésped divino que llamamos pensamiento.
Huberto sucumbía, al cabo, a tantas sacudidas del corazón, a tantos esfuerzos de la inteligencia.
El que realizara minutos antes la más grande, la más maravillosa de las operaciones humanas; el que, a imitación del Eterno Productor del mundo estético, había prestado forma a lo bello, según el tipo ideal que contemplaba en su mente; aquel mismo se rendía, débil, bajo la mano de la enfermedad, en un lecho calenturiento.
Pero ¿qué le importaba? Ya podía morir. Allí quedaba su regalo de boda a Josefina.
Ella, en su venganza de mujer, había inmolado su corazón, condenándose a perenne tristeza.
Él, en su venganza de artista, había hecho una obra maestra, conquistándose la inmortalidad de la gloria.
El criado que le servía entró luz en el cuarto al sonar las ocho de la noche, pareciéndole demasiado tiempo el que pasaba su amo sin dar señales de vida, y lo encontró postrado, desfallecido, quejándose de terribles dolores en la cabeza.
Creyó al principio que pudiera ser efecto de haber pasado el día sin tomar ni el más leve alimento, y—quiso que no,—le hizo tragar una gran taza de sustancioso caldo, que no impidió, sin embargo, que una hora después, esto es, a la de la cita dada por la marquesa, el enfermo se encontrase peor, según las apariencias.
Asustado el doméstico, recurrió entonces a pediluvios, paños de agua y vinagre sobre la frente, bebidas refrescantes, y cuantas cosas pudieron sugerirle sus recuerdos de medicina casera; hasta que, observando ser todo ello infructuoso, se resolvió por último a ir a buscar un facultativo cualquiera.
En el instante mismo de su salida llegó un sirviente de confianza de la marquesa, con encargo de recordar al pintor, de parte suya, el diseño de los baños de Apolo.
Era evidente que la favorita no podía resistir a la impaciencia de una hora de espectativa.
Para diseños está el hombre,—respondió el que recibía el recado.—Decidle a la señora marquesa que se halla malo, bastante malo a lo que entiendo, por lo que voy en busca de algún médico; no se murmure luego que lo he dejado morir como si fuera un perro.
—¡Enfermo Mr. Robert! ¡es posible!
—Y tan posible que nada os impide convenceros por vuestros propios ojos. No sé qué diablos le ha dado. Vino de paseo esta mañana, acalorado, inquieto, con aire extraño. Luego se encerró a pintar, según suele, y sabiendo yo que nada le enfada tanto como el ser interrumpido cuando trabaja, no me atreví a entrar sin ser llamado; de modo que así se pasó el día sin que probase bocado y ni aun siquiera agua. En fin, al llevarle luz fué que me lo hallé, como os he dicho, ardiendo en fiebre, postrado, con síntomas que me alarman.
—Volveos, pues, a su lado, dijo el mensajero; no es conveniente que salgáis, dejándole solo en tal situación. Yo informaré a mi señora de cuanto me habéis dicho, y ella mandará probablemente su primer médico, pues sabéis lo mucho que aprecia al señor guarda-cuadros de S. M.
En efecto, tornó cerca del enfermo su único sirviente, y conoció que era acertado el consejo que seguía, pues le encontró presa ya de completo delirio. Ora se imaginaba envuelto por las llamas del incendio que devoraron al cafetal del abuelo de Josefina, y pugnando (como en otro tiempo Mr. Caillard) por arrancar de entre ellas al autor de la vida de su amada; ora se creía perseguido sin tregua por la marquesa, que, fascinándole, atrayéndole magnéticamente,—cual la serpiente a su víctima,—se regocijaba de arrebatarle a su despecho la fe santa de su primer cariño; ora, en fin, representándose con viveza el casamiento odioso de Josefina, quería a todo trance ahogar entre sus manos al robador de su dicha.
Repetidas veces tuvo el criado que valerse de la fuerza para sujetarle en el lecho, y ya iba cansándose de aquel género de lucha, cuando—cumpliéndose la previsión del mensajero de la favorita—llegó el médico de ésta, probando el interés afectuoso con que examinó al paciente las eficaces recomendaciones que traía.
En concepto del esculapio,—a quien refirió el criado cuantos antecedentes le eran conocidos,—el mal del joven consistía en fuerte congestión cerebral, probablemente provocada por la insolación de aquella mañana. En consecuencia, ordenó copiosa sangría, que fué hecha a su presencia, produciendo rápido alivio. Preparó, además, una bebida que debía administrársele al enfermo media hora después; y cumplida así su misión, corrió a dar cuenta de ella a quien lo mandara, dispuesto a ponderar el peligro para hacerse más meritorio el triunfo.
Huberto descansó algunos momentos en sueño sosegado, y aunque al despertar volvió a caer a intervalos en el anterior desvarío, pudo notarse que sus nuevas alucinaciones no presentaban ya el carácter terrible de las primeras.
Lo que en aquellos momentos se le figuraba, siempre que abría los ojos, era que la imagen de la Sra. Caillard, trazada por él en el paisaje que tenía al frente,—y que era un retrato de Josefina algo menos joven y algo más gruesa,—se destacaba del cuadro, viva, animada, risueña, llevando de la mano (según la había pintado) a su encantadora niña, cargada de flores para las aras domésticas.
Pero aquella niña no era ya Josefina en la pueril edad en que el pintor la fingiera, sino que se trasformaba en su virgen de diez y siete años, en su amante, en su esposa, entregada por la materna mano, para que él la guiara al altar, en que el amor recibía de la gratitud bella y santa corona.
El joven acariciaba dulcemente a su desposada, dirigiéndola patéticos discursos; mas en seguida se amodorraba de nuevo, y apenas podía entenderse el nombre de Josefina, que seguía vagando entre sus secos labios.
Era ya cerca de media noche. El silencio reinaba absoluto dentro y fuera del cuarto del enfermo.—El criado, que le había administrado la bebida prescrita y le miraba tranquilo y adormecido, juzgó que podía él mismo permitirse algún reposo.
Corrió, en consecuencia, las cortinas del lecho, veló un tanto la lámpara con una pantalla, y salió al recibimiento, andando de puntillas para no producir el rumor más leve.
No era, en verdad, necesaria tanta precaución. Huberto dormía entonces de veras, halagado por dulcísimos ensueños; de tal modo, que no percibió la salida del criado, ni oyó—momentos después—repetidos golpes que sonaron en la puerta de la escalera; ni los pasos del sirviente, que acudió a abrir refunfuñando porque le interrumpían en el comienzo de su tardío descanso; ni el ruido de la puerta, que era franqueada a alguien; ni el murmullo algo bronco de dos voces varoniles, que trocaron las siguientes palabras:
—¡Cómo! ¡volvéis a estas horas?
—La señora marquesa enviá a una de sus criadas,—que es la que me sigue,—para que examine despacio el estado del enfermo y la lleve noticias muy exactas.
—Está durmiendo ahora, y no me parece bien despertarle. Con todo, si la señora marquesa lo dispuso así, que entre en buen hora esa mujer, haciendo lo posible por no turbar el reposo del amo, y despachando pronto su cometido.
—Perded cuidado; es persona callada y diligente.—Entrad, Juana: nosotros, mientras tanto, daremos algunas cabezadas en aquellos sillones.
Seguidamente, y en medio del silencio de los dos criados, se sintieron ligeras pisadas en dirección de la entrada del aposento de Huberto.... pisadas que se suspendieron un instante al llegar o los umbrales, como si la nocturna visitadora se detuviera embargada por su propia emoción, o temerosa de la que podía causar su presencia.
Precisamente se removía entonces el enfermo, porque soñaba,—con aquella exaltación especial que distingue los sueños febriles, productos de dobles aberraciones,—que Josefina, oculta entre las frescas sombras de la consabida colina, le convidaba a ir junto a ella, abandonándolo todo para probarle su constancia y vivir ambos tranquilos lejos de un mundo que conspiraba por desunirlos.
—Ven (le decía en su sueño la doncella cubana),—ven, si es verdad que me amas todavía; que no te atan en esa corte brillante los nuevos afectos que me iban borrando de tu alma. Rompe los lazos de tu sospechosa amistad con la bella marquesa, como yo rompo los que debían unirme en el altar al caballero de S.... He aquí el asilo del amor y la dicha: ven pronto, o jamás te permitiré traspasar sus dinteles.
El joven, oyendo esto, se afanaba en balde por arrancarse del ardiente lecho al que se sentía enclavado, y lleno de congoja por la inutilidad de sus esfuerzos, llamaba en su auxilio a Josefina con voces ahogadas.
En medio de tal angustia, de tal fatiga, despertóse el pobre, bañado en sudor y dolorido; pero pareciéndole, al abrir los ojos, que distinguía—al través de las cerradas cortinas—la esbelta figura de su virgen, medio velada entre las nubes diáfanas del trópico.
—¿Eres tú? ¿eres tú, dulce esposa de mi alma?—exclamó enajenado.—¿Vienes en mi ayuda? ¿vienes a llevarme? ¡Bien! ¡Soy tuyo! ¡tuyo para siempre! ¡Enlacémonos hasta la muerte! ¡Confundamos nuestras vidas en un eterno beso!
Y descorrió con ímpetu las cortinas, tendiendo los brazos a su adorada, que se le acercaba suspirando de amor.
¡Oh! ¡sí! no había alucinación esta vez. El cuerpo delicado de una mujer fué oprimido realmente contra su pecho agitado, y los amorosos hálitos de una fresca boca se confundieron un instante con el ardiente soplo de sus calenturientos labios.
IV. Imprudencias del amor y revelaciones del delirio
Juana Antonieta había pasado aquel día mecida en alas de agradables quimeras.
Amaba al fin, amaba con aquel amor tardío, que es el más absoluto.
En los primeros años de juventud, cuando los vagos anhelos del corazón buscan sólo la clave de un misterio que nos atrae; cuando la exuberancia de la vida no nos deja vacío....; en aquellos años, decimos, el amor tiene algo de indeterminado y superficial. Más bien que sentimiento, nos parece aspiración: más bien que necesidad del alma, pudiera llamarse dilatación de la vida.
Se ama al amor, y no al amante,—según ha dicho no sé qué filósofo. Se ama la propia facultad de amar, que comenzamos a sentir en nosotros, y el empleo de aquella nueva fuerza suele no ser más que un ensayo de curiosidad, cuyo resultado nos exagera el orgullo.
Pero cuando se ama después de los treinta años; cuando se ama a despecho de las decepciones que despoetizaron la fantasía y nos hicieron tocar nuestra flaqueza; cuando se ama al amante, y no al amor que nos seduce con el vago encanto de lo desconocido; cuando se ama, en fin, no ya por exceso de potencia que pide dilatación, sino más bien por necesidad de complemento,—que nos hace concentrar todas las fuerzas para asimilarnos otra existencia,—entonces, ¡ah! entonces nos aferramos con tesón al sentimiento que nos fortifica, como quien comprende que es el último asidero de la felicidad largo tiempo perseguida. Entonces el amor, si no es la más pura y generosa de las pasiones, es, sin contradicción, la más resuelta, la más incontrastable.
Tal era la de la marquesa. Aquella mujer ambiciosa, que sacrificara todos los deberes a la posición de favorita de un rey; aquella cuyo elemento natural parecía ser la atmósfera cortesana; sólo pensó—durante las horas del día a que nos referimos—en las dulzuras de los modestos goces de la vida privada, cerca de un compañero sinceramente querido.
Parecíale que no compraría a excesivo precio la tranquila felicidad que le representaba su mente, ni aun cediendo en cambio todas las ventajas de su privanza, todos los placeres de su brillante existencia.
Aquel día fué cuando emprendió serias negociaciones con el rey de Prusia, respecto a la adquisición del principado de Neufchatel, previendo sin duda un rompimiento futuro con su augusto dueño, y la libertad de poder retirarse al extranjero a gozar de su inmensa fortuna con el amigo elegido por su alma.
¡Cuántos castillos en el aire pudieron levantarse en el breve trascurso de las horas precedentes a la gran noche de la primera cita....!¡A aquella noche, que debía ser, en el concepto de la favorita, tan grata, tan memorable, tan dichosa para su corazón y el de su amigo!
¡Cuántos planes ignorados,—que a realizarse habrían cambiado la faz de los sucesos de Europa,—no se concibieron quizá en el silencio de aquel boudoir voluptuoso, teniendo por móvil y por objeto al pobre muchacho que dos años antes manejaba el remo en la bahía de Marsella....!
No sin razón se ha dicho que pueden proceder grandes efectos de pequeñísimas causas.
Quitadle la calentura a Huberto, y es probable que en la exaltación de su despecho, acudiera vengativo a la entrevista peligrosa; y es fácil también que Mad. de Pompadour, más enamorada cada día, le sacrificase al cabo su posición en la corte, según hemos visto que lo presentía ella misma.
Sentado esto, no cabe duda de que la alianza de Francia con el Austria jamás hubiera existido; ni tampoco—por consiguiente—la larga y sangrienta guerra que puso en conflagración medio mundo.
La historia nos maravillaría en extremo si pudiera desentrañar siempre la verdad, sobre el primer origen de las más trascendentales peripecias de los destinos humanos.
Sin detenernos, no obstante, en estas curiosas observaciones, proseguiremos nuestro sencillo relato, diciendo que cuando sonó, por último, la hora tan deseada, el corazón de Juana Antonieta respondió con violentos latidos a cada una de sus lentas vibraciones.
Todas sus medidas estaban ya tomadas. Nadie y nada podría interrumpir los momentos deliciosos que ella aguardaba anhelante, prestando atento oído al rumor más leve que venía de fuera.,
Pero volaban minutos, y Huberto no aparecía.
Comenzó a temer la marquesa no haber sido comprendida.
Esperó todavía un rato; mas cuando oyó las diez no pudo resistir la impaciencia que la devoraba, y dió por seguro que Huberto había padecido error sobre la hora de la cita.
Entonces fué que le mandó el mensaje que conocemos, con un antiguo doméstico que casi la vió nacer y sinceramente la quería.
El emisario volvió presto, participándola cuanto había sabido, y puede figurarse el lector la impresión que semejante noticia debió producir en tal momento.
Siguiendo la pendiente de sus habituales ilusiones, supuso desde luego la marquesa que el triste accidente, que venía a contrariarla, era pasajero efecto de la misma inmensa felicidad que de improviso había hecho entrever al enamorado mancebo.
Tal idea prestaba creces a su propia pasión.
¡Se ufana tanto toda mujer con reconocerse capaz de matar de alegría con una palabra de esperanza!
¡Hay algo tan glorioso en ese poder de dispensar a su arbitrio emociones tales del alma, que puedan—aun las más gratas—ser en cierto modo superiores a las limitadas fuerzas de una naturaleza terrestre!....
Pero cuando el médico,—despachado en el acto,—tornó a informar a la favorita de la situación del paciente, y la ponderó las dificultades del diagnóstico, aparentando recelos, entonces sucedió por completo a aquellos sentimientos, que no carecían de halago, la más profunda e insoportable inquietud.
Pensar que Huberto padecía, que Huberto se hallaba en peligro a pocos pasos de ella, sin que pudiese prestarle ni por un instante los cuidados de su amor, los consuelos de su presencia, parecióle a la favorita un martirio, para el cual no se hallaba con sufrimiento.
Era preciso resolverse a cualquiera cosa antes que prolongar tan insostenible lucha.
La voz del corazón se alzó tan recia, que ahogó enteramente la de la prudencia.
Sin querer detenerse a reflexionar sobre las consecuencias posibles de la acción a que se arrojaba, sintiéndose fuerte para arrostrarlas atrevida, llamó Juana Antonia a su servidor leal, y concertó con él rápidamente el modo más breve de visitar al enfermo sin hacerse conocer del mozo que le asistía.
Respecto a su propia servidumbre, ningún recelo abrigaba. Dándose por indispuesta y recogida desde temprano, la había dejado en libertad de anticipar la hora de su descanso; por manera que—excepto el fiel confidente—todos los criados de la casa, inclusa la camarera, dormían ya a las once; con sueño tanto más profundo, cuanto que se cuidó de obsequiarlos aquella noche con sendas botellas de Burdeos y de Champaña.
La marquesa se vistió entonces con la mayor sencillez posible, echó sobre su rostro un velo algo tupido, y—sin más compañía que el antiguo criado—salió sigilosamente de sus habitaciones, ligero el paso y palpitante el pecho.
El lector la ha visto ya junto a la cama del enfermo en el momento en que,—despertando éste, exaltado por la alucinación de sus febriles ensueños,—creyó tener a su presencia a la misma idolatrada virgen que, dormido o en insomnio, era siempre objeto predilecto de las visiones de su alma.
Estrechaba entre sus brazos, en tal concepto, la femenil figura,—que se le aparecía tan bella y amorosa como antes se la representara su sueño,—y con el ardor de la calentura que abrasaba su sangre:—¡Ya me perteneces! la decía: ¡ya soy tuyo, a despecho del mundo! ¿Por qué no me hablas, bien mío? ¿Dudas acaso de mi resolución de seguirte adonde quieras llevarme? ¿Me sospechas reo de infidelidad imperdonable?.... ¡Ah! ¡no! Romperemos al mismo tiempo nuestros dobles lazos: los de tu compromiso odioso y los de mi esclavitud en esta corte corrompida.
—Sí...., sí...., murmuraba con tierno acento, casi imperceptible, la que se apoyaba—desfallecida de amor—en su seno agitado.
—¡Pues bien! añadía él más y más delirante. ¡He ahí nuestra colina, con su templo, sus palmas, sus brisas refrigerantes! ¡Llévame a él, Josefina! Hazme dichoso, tú, que alcanzas únicamente ese poder benéfico: tú, que eres la casta esposa que me deseaban mis padres al bendecirme. Pero
¡ah! ¿qué es eso? ¿Tiemblas en mis brazos?.... ¿Gimes?.... ¿Te pones fría bajo el fuego de mis caricias?.... ¿Es que dudas aún? ¿No quieres abandonar a ése intruso caballero, como yo voy a huir de la tentadora marquesa?.... ¡Oh! ¡sí! ¡nada temas, Josefina mía! Ella no es la elegida de mi alma, la que me ha dado las primicias de la suya, la virginal esposa de mi esperanza. Ella es la querida del rey. ¿Me compensarían todos sus favores de la pérdida de una sola de tus inocentes miradas? ¡No quiero ir a su cita! ¡No quiero verla más! ¡Sólo a ti te amo!
Esta vez no fué sólo un estremecimiento, no fué sólo un gemido. La dama velada repelió con fuerza convulsiva al pobre delirante, y—retrocediendo algunos pasos—cayó desplomada sobre el sillón que antes ocupara el asistente.
—¡Dios mío! gritó Huberto, fatigado también dolorosamente por tan violentas emociones, ¡Ella se va! ¡Ella me deja, y yo estoy aquí atado, sin fuerzas para seguirla!—
¡La cruel! sólo ha venido a burlarme.... a darme muerte. ¡Sí, sí!.... ¡no puedo ya más! añadió con voz débil y dejando caer su cabeza sobre la almohada.
—Bien me decía mi madre, murmuró en seguida lentamente: ¡bien me decía que se casaba.... en junio! en ese mismo junio consagrado.... Allí está su posdata.... allí.... en la cartera que puse sobre la mesa, junto al caballete. En la cartera que encierra también el único escrito que tengo de la ingrata.... Y cerca de sus falsas promesas se alzan el templete y la colina...., que nos están esperando. ¡Ella no los busca ya!.... Sólo los quiere como regalo de boda.... de su boda con otro. ¡Pues bien; llevárselos! Darle igualmente la cartera que contiene el tesoro de mis recuerdos. Yo moriré.... moriré solo.... pero fiel.... siempre fiel.... siempre fiel....
A esta palabra, repetida muchas veces,—pero con tan tenue acento que no era ya sino un leve murmurio,—se siguió al cabo prolongado silencio.
El enfermo, postrándose otra vez, tornó al estado de aletargamiento en que se hallara antes de la llegada de la marquesa.
Entonces se levantó ella, casi despavorida, echó a su espalda el velo, dejando patente la palidez de su rostro—que a la opaca y verdosa claridad de la lámpara presentaba algo de cadavérico—y corrió con ímpetu hacia la mesa indicada por Huberto, sobre la cual, efectivamente, se veía una cartera.
Las revelaciones que debía al delirio, tenían, sin embargo, cierto carácter de verdad que no permitían desecharlas como mero producto de un cerebro trastornado.
En el fondo de aquellas ilusiones de la fiebre, Juana Antonia veía que el hombre por quien acababa de arriesgar su posición, su fortuna, amaba á otra.... la amaba conociendo y despreciando la vehemente pasión que le había dictado a ella su sacrificio inútil.
Necesitaba, empero, pruebas palpables, que hicieran completo su desengaño; que justificaran plenamente las horribles convicciones que de un golpe penetraban súbitas en su alma, arruinando con estrago el edificio frágil de sus risibles quimeras.
Tomó la cartera, la abrió, sacó cuantos papeles contenía, los leyó uno a uno, con ojos ardientes, con atención ávida.
Todo lo comprendió: la carta de Josefina a Huberto, un mes después del primer cinco de junio; las de Mad. Robert, entre las que se hallaba la última con su posdata; la del anciano desconocido, que tan sabios y oportunos consejos había traído al mancebo aquella mañana.... todos y cada uno de dichos papeles la suministraban datos con que completar la historia de Huberto, sólo a medías conocida; la introducían en su existencia íntima, en la existencia de su corazón, cuyos secretos le ponían de manifiesto.
Entonces comprendió también la locura de tantas ilusiones como ella se había forjado.
Entonces la poesía embriagadora en que se meciera su corazón, le pareció un sarcasmo de la suerte.
El hombre en cuyos sentimientos creyó hallar, insensata, la regeneración de su alma, no miraba en ella, con justicia, sino la querida del rey; cuyos favores no podían compensarle de la pérdida de una sola mirada de la inocente virgen que adoraba.... de la casta esposa que le deseaban sus padres al bendecirle.... de la única que alcanzaba el poder de hacerle venturoso, porque le daba las primicias de un corazón puro.
Repitiéndose estas crueles palabras, plegó las cartas Juana Antonia, las guardó, puso la cartera en su sitio, tornó a bajar el velo sobre su rostro—donde la arrebatada púrpura de la vergüenza sucedía a la palidez del dolor,—y apretándose el pecho con ambas manos, como para comprimir el choque de sus opuestos y violentos impulsos, inclinó la cabeza y permaneció silenciosa por algunos minutos.
Tan corto espacio de tiempo era, sin embargo, suficiente castigo de toda una vida.
Hay momentos terribles para las almas culpables ; momentos que Dios hará pesar mucho en la balanza, del lado de las expiaciones.
Cuando se puso en pie la favorita, había ya en su aspecto algo de heroico.
Aquella mujer,—que la posteridad desprecia,—no estuvo animada por una alma vulgar.
En sus horas rápidas de felicidad, había creído poder purificarse por el amor verdadero.
En aquella hora de dolor, en que la vemos, comprendía que sólo el sacrificio regenera, y se aprestaba a aceptarlo y a consumarlo con magnánima fortaleza.
¡Erale, en verdad, necesaria, porque su pobre corazón, burlado, herido, humillado—en el instante de su mayor poder,—brotaba todavía, entre la sangre de su herida y la hiel de su despecho, las llamas implacables de un amor celoso y desesperado!
Llegóse al lecho del enfermo, que continuaba aletargado, y lo contempló largo rato con indescribible mirada.
Observó que se hallaba cubierto de sudor, que su respiración era más libre, más sosegado su sueño, menos acre el calor de su frente, más regular el movimiento de su pulso.
La crisis había sido evidentemente favorable. El mal estaba vencido.
La marquesa pareció rendir gracias al cielo, levantando los ojos con una expresión que equivalía a una ofrenda,—y bajándolos luego, como resignada, enjugó con su velo la única lágrima que brotó en toda aquella terrible peripecia su pecho destrozado.
Después corrió las cortinas del lecho, tornando a dar al joven una mirada triste, pero resuelta, y se deslizó como una sombra doliente fuera de aquel cuarto—donde penetró amante, hollando su posición y fortuna,—y del que salía desengañada, dejando muerta la esperanza postrera de su vida.
V. Convalecencia y despedida
Tres días después abandonaba Huberto el lecho, no quedándole de su dolencia sino gran debilidad y profunda tristeza.
Versalles, sin embargo, era un paraíso en aquella estación de los amores. Sonreían su cielo, su parque, su canal, sus magníficos bosques, sus fantásticos jardines. La vida circulaba ardiente por la creación visible, palpitaba en cada sér, se difundía en la atmósfera, impregnada de aromas, poblada de murmurios. Firmamento y suelo se engalanaban a porfía para las bodas de la naturaleza, pareciendo trocar entre sí tiernas caricias y suspiros melodiosos.
¿Qué corazón existirá tan frío, qué espíritu tan prosaico, que no haya percibido alguna vez, en los risueños días primaverales, esas místicas comunicaciones del cielo y de la tierra; esos latidos de amor, que revelan el alma universal y arrancan de la nuestra inenarrables ecos, remontándola hasta el origen mismo de toda vida?
Maravillosa síntesis de lo creado, materia y espíritu, corazón e inteligencia, sólo el hombre siente, traduce, comprende, repite, dilata sobre las esferas mesurables las infinitas voces de la naturaleza.
Luces, sombras, líneas, colores, sones, perfumes, armonías y contrastes, todo encuentra en él horizontes, gradaciones, simetrías, perspectivas, tonos, sentimientos, consonancias, conciertos, espacios sin límites donde ordenarse, engrandecerse, reproducirse entre esplendores de otra región más pura, más inmutable.... en la del mundo inteligible, donde la unción de la belleza ideal les presta su eterna poesía.
Por eso nos ceñimos la corona del mundo. Por eso la caña pensadora (según Pascal), la frágil organización que puede ser destruida por un rayo solar, por un miasma palúdico, por un insecto ponzoñoso.... el ente necesitado por excelencia, se levanta rey por indisputable derecho, y sujeta a sus pies todas las criaturas conocidas.
Su cetro es el pensamiento,—más grande que el universo, donde es menos que un átomo perdido su personalidad material.
Su poder consiste en ese privilegio de apropiarse la vida en todas sus manifestaciones; de sentir el orden universal, reproduciéndolo en sí mismo.
Todos los seres se animan y se alegran a esa sonrisa de Dios, que llamamos primavera; pero sólo el hombre,—que carece de la facultad que alcanza la vegetación de rejuvenecerse a su influjo; que no tiene la ventaja de las aves y los reptiles, que mudan sus plumas y su piel borrando los estragos del pasado;—solo el hombre, en quien cada sol de mayo alumbra una nueva huella del tiempo, un nuevo surco del dolor, un nuevo deterioro de la existencia sólo él goza.... en su plenitud aquel bien general; porque lo goza admirando y siguiendo la sabiduría que lo produce.
¡Oh Dios mío! gracias os sean dadas por ese rayo de vuestra luz que habéis grabado en nosotros! ¡Gracias por esa diadema de soberanía con que os plugo ceñir frentes de barro! Quizá algunas veces nos agobia; quizá nos hace sucumbir bajo su pesadumbre; pero, ¿qué importa? Sucumbimos reyes, sucumbimos con gloria.
En los días melancólicos de su convalecencia, vagaba Huberto, solitario y silencioso, por entre tantos halagos que la naturaleza le ofrecía; pero la tristeza de su espíritu se derramaba sobre ellos, y la indiferencia de su corazón les negaba el sentimiento con que en otro tiempo los animara.
La corte disponía excursiones, improvisaba fiestas, se cenia de flores. El, ajeno a cuanto no era su amargura, llegaba a olvidarse hasta de que existían en torno suyo seres capaces de reir, de divertirse, de asociarse para los placeres.
Algunas veces,—debemos confesarlo,—algunas veces penetraban, como con miedo, en la soledad de su alma brillantes recuerdos de la marquesa. Veía pasar fugitivas las cabalgatas, las fiestas, las noches de teatro, en que ella era siempre la deidad del talento, de la hermosura, de la moda...., y aquellas dulces horas de largas pláticas, de vagas meditaciones.
Parecíale, cuando momentáneamente le distraían de su pensamiento dominante estas reminiscencias halagüeñas, que quizá el mejor remedio para su corazón lastimado sería aturdirle otra vez con el bullicio del mundo, y sobre todo, abrirle por completo a la lisonjera amistad de su amable protectora.
Esta idea, empero, despertaba en aquel mismo corazón cierta repulsiva pavura.
La cita pendiente—asociada en su memoria con los crueles combates y acerbos dolores del terrible día de su desengaño,—había llegado a inspirarle una especie de terror; aumentado tal vez por la incapacidad en que se juzgaba de responder a los sentimientos que creía inspirar.
Dice un viejo proverbio,—tan filosófico como lo son por lo común esas sentencias populares,—que nunca el bien fué querido como al llorarlo perdido. Tal verdad se confirmaba en Huberto. Jamas, como entonces, le pareció inestimable, y necesario a su vida el amor de Josefina. La marquesa hubiera podido rivalizar menos difícilmente con la señorita Caillard, amante, que llenar el vacío que su inconstancia dejaba en el alma que fuera su santuario.
Pero, no obstante esto, pasaba una cosa extraña en el pobre convaleciente. El silencio absoluto de la favorita durante aquellos días de su abatimiento, le producía, aun más que sorpresa, zozobras impacientes, que iban creciendo a medida que aquél se prolongaba.
La sospecha de verse olvidado también por ella se insinuó al cabo en aquel espíritu enfermo, y más que antes le inquietara el miedo de un amor criminal y exigente—que no debía ni podía satisfacer—le agitó entonces el recelo de una indiferencia que, ensanchando su abandono, le arrancaría sin piedad toda esperanza de futuros consuelos.
Josefina y Juana Antonieta llegaron a parecerle, por último, casi igualmente ingratas, casi igualmente funestas para él, que se creía sacrificado por ambas; y se rió con doloroso sarcasmo, tanto de la fe con que amara a la una, como de los esfuerzos de virtud que había creído necesitar contra el amor de la otra.
Si en tal situación se le hubiera hecho patente lo que era él realmente para la marquesa; si adquiriese la certidumbre de que le guardaba en su pecho,—no ya una pasión loca y egoísta,—sino grande, inmensa, misericordiosa ternura....
Si hubiese sabido de qué manera expuso su crédito y porvenir por correr junto a él, cuando sucumbía bajo los golpes de otra.... Si un momento entreviese todo lo que la hizo sufrir en su corazón de amante, en su dignidad de dama, y la generosidad con que fué allí mismo perdonado.... ¡Oh! si semejantes descubrimientos le hubieran iluminado, la historia que escribimos terminaría sin duda en el presente capítulo. No tendríamos que hacer más, sino arrojar a los pies de la favorita triunfante su esclavo reconocido, pronto a borrar—a fuerza de arrepentimiento culpable—el mérito de haber sido fiel por tanto tiempo a la pureza de su primer cariño.
La Providencia no lo quiso así.
En la admirable sencillez de sus planes, bastóle pasajera calentura para salvar a Huberto, y hacer sentir a la cortesana el comienzo de sus expiaciones.
La obra estaba hecha, y la casualidad no debía alcanzar poder para inutilizarla.
Pasando la fiebre, se llevó consigo—confundido entre los fantasmas del delirio—el vago recuerdo de la mujer presente en realidad a sus ojos en una de aquellas horas de alucinaciones, estrechada en realidad contra su pecho en el supremo instante de la crisis.
Jamas, entonces ni después, sospechó siquiera la verdad de lo ocurrido.
En uno de sus días más amargos escribió Huberto a su primer bienhechor, según aquel se lo indicara en su carta.
Aquella respuesta no podía ser más triste:
—« Mi talento y mi corazón (decía el autor) han muerto para siempre. Vuestros benévolos votos, vuestros sabios consejos son ya inútiles. La mujer querida, aquella para » quien yo debía conservarme puro y anhelaba ilustrarme laborioso; aquella que creí destinada a coronar mi gloria y mi virtud....; aquélla, señor, me ha vendido, me ha sacrificado. ¡Sí, sabedlo! Josefina Caillard,—tan mudable como otras,—será presto la señora de S....
«Perdonadme, si después de trazar estas palabras—sentencia de mi eterna soledad—no encuentro en el corazón más que lágrimas.... lágrimas que ahogan hasta las bendiciones que me sería dulce repetiros.»
Despachada tal contestación, nuestro héroe comenzó a ocuparse de su partida. Se había jurado a sí mismo llevar personalmente su regalo de boda a Josefina.
Fué preciso, pues, pedir la venia real, alegando la necesidad de restablecer su salud en el seno de la familia.
Luego, obtenida aquélla, fué también preciso despedirse de la marquesa...., de la amiga que había sido sucesivamente tan amada, tan temida, y al fin, tan injustamente acusada.
Desde el día, memorable para ella, de su nocturna visita, apenas se la había visto en la corte. La persona que con mayor frecuencia recibía, y con quien pasaba largos ratos, era su limosnero.
Naturalmente benéfica, pero más que nunca entonces, complacíase en derramar el oro a manos llenas, buscando—en el amor santo de los pobres—bálsamo con que suavizar las enconadas llagas, abiertas en su pecho por otro amor profano.
La misma mañana escogida por Huberto para su visita de despedida, dotó liberalmente a dos doncellas huérfanas para que realizaran sus matrimonios.
—¿Estáis bien cierto,—preguntó al limosnero,—de que esos novios las aman de veras, y no van sólo en busca de la dote que les llevan?
—Sí, señora: una de las dos parejas merece ser citada como modelo de constancia; pues ni la ausencia, ni las rudas pruebas a que la miseria los ha expuesto durante algunos años, han sido bastantes a disminuir su ternura ni quebrantar su fe. Los otros dos amantes, casi niños aún, se quieren apasionadamente, puede decirse que desde el comienzo de su vida, y morían de dolor ante la necesidad de separarse para buscar que comer.
—Bien: casadlos pronto, y proporcionadme otros muchos de análogas circunstancias. Es preciso que haya enlaces de amor, uniones felices. ¡Hartas víctimas han hecho y seguirán haciendo los que tienen por fundamento miserables intereses! ¡Sean bendecidas por Dios las privilegiadas mujeres que le han debido la suerte de hallar—á sus primeros pasos por el mundo—al esposo que pueden amar siempre.... las que gozan la dicha de ofrecer a su elegido un amor primicia de su alma, santo, único, digno de ser aceptado por quien es digno de inspirarlo! Eso consolará a las que se ven desheredadas de bien tan incomparable.
El limosnero salió a cumplir la orden que recibía, sin explicarse,—como lo hará el lector,—todo lo que encerraban de profundamente sentidas y personalmente aplicables las palabras que la expresaron.
Poco después fué anunciado Mr. Huberto Robert, que—debiendo partir para Marsella al amanecer del día inmediato—venía a rendir sus respetos a la señora marquesa.
Ella—que se entretenía en arreglar por sí misma las coronas de blancos azahares destinadas a sus protegidas—las dejó caer, estremeciéndose de pies a cabeza.
Por un momento se halló incapaz de articular acento, ni moverse del sillón que ocupaba. Luego se levantó de pronto, se puso al tocador, y sonriendo amargamente al observar en el espejo su desmejoramiento lastimoso, se dió prisa por ocultar—bajo el albayalde y colorete—las huellas de sus lágrimas y de sus insomnios.
Hecha esta operación, reunió sus fuerzas, llamó en su auxilio la dignidad de su sexo, y dispuesta a representar a todo trance el papel que le dictaban a la vez la generosidad y el orgullo, recibió a nuestro héroe con la sonrisa en los labios y la altivez en la frente.
—Señora (dijo él, esforzándose por disimular su emoción), perdonadme haber retardado el cumplimiento de un deber agradable. Sé las nuevas bondades de que os soy deudor; sé que durante mi enfermedad me habéis enviado vuestro médico, y hasta una de las mujeres que os sirven, para que os informasen con exactitud de mi estado
—¡Gran cosa!—exclamó ella.—¿Creéis que me correspondía hacer menos, aun tratándose de cualquiera de mis criados? A vos es a quien toca perdonarme el limitar a tan poco las demostraciones de mi cuidado. Me asiste la disculpa de haberme hallado algo indispuesta también, como sin duda lo dice mi semblante. En fin, gracias al cielo, nos volvemos a ver convalecientes, y—aun cuando sea para una despedida—creo sentiréis, como yo, la dulzura de este momento, en que nos felicitamos mutuamente con la sinceridad de un recíproco afecto. Sentaos:—prosiguió, indicándole un sillón próximo al suyo.—¿Recordáis que tenemos una cita pendiente?
—Sí, señora, contestó el joven (sonrojándose a la idea de haber sido acaso un fatuo presuntuoso): tengo bien presente aquella honra que me dispensasteis, y cuyo objeto ni entonces ni ahora he podido explicarme.
—¿No? ¡Es posible!—dijo la marquesa con admirable apariencia de naturalidad.—Me parece, sin embargo, que estuve muy explícita. ¿No os dije que era inútil la resistencia; que en balde me huíais para llorar solitario; que en balde intentábamos luchar uno y otra contra la fuerza simpática que nos impelía a comunicarnos nuestros sentimientos, a compartir nuestros análogos pesares? Ignoro si fueron estos exactamente los términos de que me valí al hablaros en el parque, pero el sentido es el mismo.
—¿Y ese sentido....—comenzó a decir Huberto;—mas cortándole la palabra su hábil interlocutora, añadió vivamente.
—Ahora vemos probada su verdad. Seamos francos, Robert; seamos sinceros antes de separarnos. ¿No es cierto que ni vos ni yo hemos adolecido de uno de esos comunes trastornos del equilibrio animal, a los que se da el nombre de enfermedades? ¿No es cierto que vuestro mal y el mío tienen raíces más hondas, más difíciles de arrancar? ¡Oh! sí; a despecho de la reserva con que ambos hemos agraviado a la amistad que nos une, estoy segura de que vemos claramente lo que cada uno esconde en su corazón.
—No, por mi parte,—replicó el joven con cierto inexplicable despecho.—Confieso, al contrario, que nada es ya para mí más misterioso, más raro, más difícil de penetrar que un corazón de mujer.
—Pues yo os llevo entonces gran ventaja, repuso sonriendo la marquesa; porque leo—como en un libro—en vuestro corazón de hombre, que le aflige un amor ausente, un amor desgraciado, cuya amargura brota hasta en el más insignificante acento que sale de vuestros labios.
—¡Ah! si leéis todo eso, señora, debéis felicitaros gozosa de que no puedan ser de tal índole esos dolores vuestros, cuyo conocimiento no debo a mi penetración ni merezco a vuestra confianza.
—Sois, pues, tan injusto como ciego, amigo mío. He comenzado recordándoos que teníamos pendiente una conferencia íntima; y como no me asemejo a vos en cuanto a la fortaleza que desdeña el consuelo, os confesaré—ya que no lo adivináis,—que si comprendo perfectamente el mal que os está consumiendo, es por que conozco por propia experiencia sus síntomas infernales.
—¡Vos!....
—¡Yo! ¿Pensáis por ventura, como el vulgo cortesano, que sólo la ambición es mi móvil, que no soy sensible sino a los halagos de una posición brillante? ¡Ah! no: ¡sabed que tengo corazón; que amo; que estoy celosa!
El pálido rostro del artista se coloreó de nuevo al oir estas palabras, articuladas con fuego en la mirada, con temblor en el acento; y agitado él mismo por extraña ansiedad, murmuró balbuciente:
—Amáis....? ¿á quién?
—¿Podéis dudarlo?—respondió la marquesa con esfuerzo supremo.—¡Amo al rey! le amo con una vehemencia que no sospecha nadie, ni aun él. ¡Le amo, y tengo que soportar infidelidades continuas!
¡Cosa rara! Huberto—que tocaba la doble ventaja de ver que no había perdido la amistad de la marquesa, y de convencerse de la pureza y desinterés de la misma,—se sintió, sin embargo, como lastimado por la confidencia que recibía.
¡Siempre enigmas y contradicciones del hombre!
Quizá, empero, pudiéramos explicar la impresión que denunciamos, recurriendo únicamente a lo risibles que debieron parecerle en aquel momento a nuestro héroe sus pasados combates contra un peligro imaginario, y lo en ridículo que se le pusieron sus costosos triunfos
Sea lo que fuere, preferimos no meternos en honduras, consignando sencillamente, como veraces cronistas, que el joven permaneció por algunos minutos cabizbajo y silencioso, pareciéndole más profunda que nunca la soledad de su alma.
No pasó aquello desapercibido de su perspicaz interlocutora, y hubo un rato en que ella también tuvo necesidad de recogerse para rehacer sus fuerzas, que Saqueaban.
Luego rompió el silencio la primera, diciendo con voz dulce, pero entera:
—Os he abierto de par en par las puertas de mi corazón. Ahora tengo derecho a exigiros que me confiéis por completo los padecimientos del vuestro.
Deseo conocer la historia de ese amor que tanto os hace sufrir, y os ofrezco anticipadamente los consuelos de mis simpatías.
Huberto no podía rehusarse a tan afectuosa exigencia. Refirió lo más brevemente posible sus relaciones con la señorita Caillard, y terminó el relato con fúnebres voces de desaliento invencible.
—No hacéis bien en abatiros así,—le dijo la favorita que le había escuchado con heroica calma.—El desenlace de esa historia no ha llegado todavía. Hay en el fondo de su última peripecia algún error que aun puede desvanecerse. Josefina, vuestra encantadora virgen, vuestro ángel de ternura, no puede convertirse de repente en veleidosa coqueta, capaz de vender la pureza de su primer cariño.
Ella os ama, el casamiento aun no está hecho, y vos vais a Marsella. Todo, pues, puede arreglarse; todo se arreglará de seguro. Si tal sucede...., ¡oídme!—añadió poniéndose en pie con ademan majestuoso, cual si sintiese que crecía, que se levantaba purificada por la consumación del sacrificio.—Si tal sucede, Robert, quiero entregaros con mi mano la esposa que os habéis escogido; quiero bendecir en el altar, como madrina de vuestra boda, a la que tendrá por santo deber amaros como necesitáis, y haceros feliz como merecéis por vuestras virtudes.
Jamás la había visto Huberto tan bella como en aquel momento. Aunque muy ajeno de conocer cuánto había de sublime en las palabras que acababa de escuchar, sintió de pronto instintivo respeto, y dobló las rodillas ante la favorita por involuntario movimiento.
—Yo acepto,—la dijo conmovido,—esa oferta, llena de bondad, con que os place alentarme; pero permitidme pediros otra que aun me será más preciosa.
—¡Hablad! pronuncio ella, sin decaer su entereza.
—Prometedme que si vuelvo a vuestras plantas herido, solitario, sin esperanza,—como me veis ahora;—si en la soledad de mi abandono vengo a suplicaros me conservéis siempre la dulce amistad, que será entonces mi único bien en la tierra.... prometed ¡señora! que no seré rechazado; que me concederéis vivir cerca de vos para amaros, para bendeciros.
—Os lo prometo,—respondió con cierta solemnidad la marquesa.—Idos seguro de ello y volved pronto, ya sea para presentar vuestra novia a la madrina que la espera, ya para llorar por ella en el seno de la amiga que siempre encontraréis afectuosa.
Huberto besó la mano que se tendía para levantarlo, y la sintió temblar fría bajo el calor de sus labios. Pero habiendo alzado una mirada inquieta y próxima a empañarse con lágrimas, vió que la frente de Juana Antonieta se mantenía erguida, secos sus ojos, sonriente su boca, que pronunciaba con dulzura tranquila el adiós último.
Entonces tuvo el joven vergüenza de su debilidad, ahogó sus emociones, y salió con paso firme de la lujosa estancia.... quizá menos complacido de los nuevos favores que debía a la generosidad de la gran señora, que humillado del lugar secundario que se persuadió ocupaba en el corazón de la mujer.
Así terminó aquella visita de despedida, en que la favorita sufrió tanto y se mostró tan magnánima, que el ángel de la justicia hubo de desviar su cáliz, permitiéndola el consuelo de quedar satisfecha de sí misma.
VI. Tercer cinco de junio
¡Jesús! ¡qué día tan feo nos ha amanecido hoy! Se diría que lo hace el cielo de propósito para más entristecernos,—exclamaba nuestra conocida Niná, asomando su mofletuda cara por cierta persiana, que también conocemos.—Si sigue lloviznando, no podréis realizar vuestro paseo, querida niña mía.
—¡Oh! sí, aunque diluviara,—respondió la argentina voz de la doncella cubana, cuyo lindo cuerpo—vestido con gracioso traje de montar—descansaba lánguidamente en un ancho sitial próximo a la ventana.
—Habéis pasado malísima noche, y creo que el iros al campo con semejante tiempo....
—No tengas cuidado. Todo me hará provecho con tal de no pasar el día, de no ver descender las sombras de la noche en estos sitios, llenos para mí de atormentadores recuerdos. ¡Niná! ¡Estamos en cinco de junio!
Comprenderás que ha sido casualidad feliz me convidase mi prima a comer en su quinta para no volver hasta mañana. Eso me proporciona, además de alejarme de unos objetos cuya vista me es dolorosa en un día como hoy, la ventaja de correr a caballo por aquellas campiñas, respirando aire libre, saliendo de este marasmo que me mata.
—Sí, hija de mi vida, celebro tanto como vos el que se os presente ocasión de distraeros un poco ; sólo me pesa que el tiempo no sea más adecuado. ¡Vaya! ¿pues había yo de desconocer lo útil que os será ensanchar el ánimo en una fiestecita de familia, en vez de estaros metida entre estas paredes, pensando en cosas tristes, que ya no tienen remedio? Hasta vuestra jaca camagüeyana pateaba, relinchando, al amanecer, como si entendiese que iba a gozar la dicha de servir de nuevo a su querida ama, que tan olvidada la tenía.
—Manda ensillarla, Niná; van a dar las ocho, y de un momento a otro vendrán a buscarme mi prima y su marido.
—Ya está eso dispuesto. ¡Oh, mirad! gracias a Dios, va despejándose la mañana. Todavía habéis de lograr un buen día.
—¡Un buen día....!
—En cuanto cabe, niña de mi alma. Demasiado sé que ya no habrá días completamente buenos ni para vos ni para el pobre.... En fin, vale más no nombrarlo. Os casáis con otro dentro de dos semanas. Es tontería estar dale que dale con lo pasado. ¡Eh, eh! no comencéis a llorar, como anoche. ¡Valor! Quizá Nuestra Señora de la Esperanza os mande algún consuelo, según se lo pedís cada mañana y cada tarde.
—¿Qué consuelo puedo esperar, Niná?
—¿Quién sabe? ¿No lo sería para vos el saber, verbi gracia, que él no os guarda rencor; que os ama siempre; que os desea muchas felicidades; que está pronto a probaros todo lo dicho, dándoos un recuerdo suyo para que lo conservéis hasta la muerte?
—¡Ya! ¡Como nada de eso puede ser!.... ¡Recuerdo suyo!.... Hasta sus dos cartas destrocé en mi demencia: nada me queda.
—Pero, ¿y si sucediera lo que he indicado?....
—En mi situación presente, Niná, cuanto puedo pedir a la suerte,—sin faltar a lo que me debo a mí misma,—es que él no me odie; que no me juzgue una mujer sin fe.... y que sea feliz olvidándome.
—En cuanto a lo último nada digo, porque nada se me alcanza; pero por lo que toca a lo demás, me está anunciando el corazón que no os casaréis sin tener alguna prueba, no sólo de que estáis perdonada, sino de que, cual un hermano cariñoso, hay quien venga de lejos para traeros su regalo de boda.
—Qué cosas se te ocurren tan raras!.... Pero mira, tenías razón en lo que dijiste primero. No debemos hablar de él ni de nada que con él se roce. El honor, el deber, me prohiben tales conversaciones, que, por otra parte, me afectan demasiado.
—Bien, bueno: volveré a mencionarlo. Secad esas lágrimas, y ya veréis cómo entonces se me vienen al magín asuntos más agradables. Por ejemplo: ¿os acompañará a la quinta el caballero de S....?
—¡Niná! ¿es ese nombre lo que te parece más agradable para mí?
—Perdonadme.... no quise decir.... Pero, en fin, puesto que vuestro honor y vuestro deber mandan que no se hable del otro.... y que éste será vuestro marido....
—¡Estás cruel conmigo, Niná!
—¡Jesús! no sabe una con lo que gana ni con lo que pierde. La verdad es que las dos tenemos negrísimo humor y de todo nos lastimamos, hija mía.
—Quizá. Responderé, sin embargo, a tu pregunta, diciéndote que nadie me acompaña sino mi prima y su esposo. El caballero espera por (momentos a su ilustre deudo—objeto de tan gran veneración para los Héricourts,—y no es tan extremoso en su amor por mí,—¡harto lo sabes !—que preste mucha importada a verme o no verme durante veinte y cuatro o treinta horas.
—Mejor; con eso estaréis más libre y tranquila en vuestro paseo. ¿oís?¡las ocho! Ea, venid a tomar una tacita de café, y a decir dos palabras dulces al papá,—que desde la madrugada no hace más que embadurnar un pobre lienzo, para quemarlo luego como tantos otros.
—¡Ay! aquella su dichosa colina, aquel templete de su amor, que soñábamos rehacerle Huberto y yo.... ¡no lo será ya nunca.... nunca!
La joven prorumpió en sollozos al proferir estas frases, y Niná—haciendo también pucheritos tragi-cómicos—no perdió la ocasión de decirla:
—Ahora no soy yo quien lo menciona.... ¡reñidme después! ¡Vaya! ¿Cómo es posible que en un día como hoy no se acuerde una de....?¡Y si supierais!.... ¡No! ¡Nada! Mejor es callar.... Pero desahoguémonos llorando.
En efecto, el duo de lágrimas y gimoteos se entabló con apariencias de no haber sido breve, a no interrumpirlo felizmente la llegada de los primos, que vinieron a caballo para llevarse a Josefina.
Tuvo ella que enjugar precipitadamente su llanto, tomó luego a medías y de prisa la taza de café presentada por la mulata, y después de abrazar a Mr. Caillard—que estaba rematado en su monomanía,—montó al cabo, según había resuelto, aunque no sin echar larga y tierna mirada hacia los mismos objetos de que anhelaba alejarse.
Apenas los tres jinetes partieron a galope por la ancha Canebiére, Niná comenzó a pasearse de la sala al gabinete y del gabinete a la sala, con singular desasosiego.
Su preocupación se fué aumentando, hasta el punto de pronunciar bastante claro—sin darse cuenta de ello,—el soliloquio que vamos a copiar literalmente.
—A ella le conviene este día de campo, y a mí también. Sin tal circunstancia hubiera sido muy difícil, si no imposible, cumplirle a él lo prometido. Fué una imprudencia....; pero ya está hecha. ¿Cómo rehusarle el consuelo que me pedía tan afanoso, tan zalamero?....
¡Válgame Dios, si tiene labia el muchacho! Luego, ¡me daba una lástima el verlo flaco, descolorido, desfigurado!.... ¡Jesús! parecía un muerto levantado del ataúd. Además, eso de llevar la generosidad de su amor hasta empeñarse en dejarle a la niña en su mismo cuarto un regalito de boda.... es cosa que parte el corazón. No hubiera yo imaginado nunca nada tan raro como semejante deseo, de parte del pretendiente abandonado.
¡Es un palomo sin hiel el pobrecito! Me alegro, por tanto, de haberle ofrecido el consuelo extraño que solicita, dándole desde luego el de saber que es amado más que nunca, y que sólo por la locura de un instante de celos—al parecer fundados—es por lo que consigue otro la dicha de quitarle su prenda. ¡Sí; me alegro! La niña no está en casa; no podrá comprometerla nada que yo haga
Pero el amo no saldrá de seguro, y si llega a entender que he dejado entrar al mancebo hasta el cuarto de su hija....
¡Virgen del Carmen! capaz sería de matarme. Atendido a esto, preferiría que se me hubieran roto las piernas ayer tarde, antes de bajar por la escalera para ir a charlar un rato con la criada de la vecina de enfrente. Pero ¿quién había de adivinar que él estaba en acecho para atraparme, poniéndome en tal apuro? Muy distante tenia del pensamiento que hubiese vuelto a Marsella. Hasta me dijo su hermana, en días pasados, que estaba la familia en cuidado por saber se hallaba enfermo.
En fin, a lo hecho pecho: ya no es tiempo de vacilaciones. Que venga; que entre, si puede; que se desahogue llorando ahí, donde también ella ha llorado tanto; que la deje, por último, su regalo. ¡Será el único recuerdo que conserve de él la triste niña! Para mí será la responsabilidad, y para ella el consuelo. Bien lo necesita, y—a pesar de los barruntos que he querido darle—bien ha de sorprenderla.
Al concluir dicho monólogo, entró un criado a advertirle que Mr. Caillard se sentaba a la mesa para almorzar, y—según vieja costumbre—acudió e servirle la mulata, si bien cansada de tanto ir y venir entre el laberinto de sus intrincadas reflexiones.
Todo el día se mantuvo inquieta y a veces pensativa: tan pronto arrepintiéndose, tan pronto felicitándose de haber condescendido,—según nos reveló en la conversación consigo misma,—á que entrase Huberto aquella noche, para poner con su propia mano en el tocador de Josefina el presente de boda con que quería obsequiarla.
Si Niná continuó desasosegada, Mr. Caillard, por su parte, también siguió inmutable en su manía de pintar colinas y templetes—bufando de despecho a cada nueva prueba de su ineptitud;—y también el día se conservó nublado y lloviznoso, como si tomara parte en la tristeza de aquel aniversario.
La noche desplegó al fin sus primeros velos, que no argentaba esta vez (como en los anteriores cinco de junio) la hermosa claridad de la luna, y la agitación de Niná pareció aumentarse con las sombras.
—¡Ángel de mi guarda!—exclamó asomándose de nuevo a la ventana.—¡Va a venir! Por cuanto hay en el mundo no quisiera chasquearlo, pues capaz sería de morirse; pero el amo,—cansado ya de manchar lienzos,—se anda paseando por los corredores. ¿Cómo desviarle de allí? ¿De qué modo echarle a la calle por algunos minutos?
Y se rascaba las orejas, rebuscando en su caletre algún medio de salir del conflicto.
De repente lanzó un—¡ah!—de triunfo, y su fisonomía reveló la más completa satisfacción de sí misma.
—¡Buenísimo!—pronunció frotándose las manos.—El ángel custodio no podía menos de darme una ocurrencia como suya. La mentira es inocente, y el resultado seguro.... También podrá ser que me cueste un pan la torta; pero ¡paciencia! Cumplir mi palabra antes que todo.
Dicho esto, se encaminó resuelta al encuentro de su amo, que en aquel momento se dirigía al salón.
—¡Señor! ¡señor!—le dijo palmoteando: ¡tengo gran noticia que daros!
—¡Habla, pues! respondió secamente Mr. Caillard.
—Como habéis estado todo el día en vuestro cuarto, no he podido comunicaros antes lo que he sabido hoy por casualidad milagrosa.
—Bien, acaba, parlanchina. ¿Qué es ello?
—¡Ah, señor! dicen que ha llegado a Marsella un pintor sin segundo, un verdadero prodigio. Según lo que de él se cuenta, creo que habéis hallado lo que estáis buscando ha tantos años. Para semejante hombre debe ser el pintaros la colina y el templete, con todos sus pormenores, cosa tan fácil como sorberse un huevo. ¡Jesús! si no falta quien sospeche que no es persona humana, sino el ángel mismo de la pintura.
Mr. Caillard se irguió, aguzando las orejas y ensanchando las narices, como sabueso que percibe de improviso la pista de la liebre, o cual corcel de guerra que oye sonar el clarín.
—¿Quién es? ¿Cómo se llama?—preguntó al momento.
—Se llama.... se llama.... ¡Ay Dios! ¡qué maldita memoria! Hace un minuto que tenía ese nombre en la punta de la lengua, y ahora ni remotamente doy con él.
—Pero sabrás al menos dónde se hospeda el artista.
—Eso sí.... Me parece que es allá.... bastante lejos, señor. Allá cerca del boulevard de las Damas.
—¿No puedes dar más señas?
—Ni son necesarias, mi amo. Preguntando en aquel barrio, cualquiera os guiará de seguro. ¿Quién ignorará a estas horas el paradero de pintor tan famoso?
—Poco espero ya de todos los pintores de la tierra; pero no se dirá que dejo de hacer cuanto de mí dependa. Iré a ver mañana a ese hombre ponderado.
—¿Mañana? ¡Ay señor! lo malo es que, según tengo entendido, se marcha al amanecer. Para conseguir verle, sería preciso que le buscaseis esta noche, sin desperdiciar momento. Luego que le habléis, que le ofrezcáis buena recompensa por la obra, no dudo que consienta en quedarse para emprenderla a vuestra vista, y oyendo de vuestra boca las explicaciones que necesita.
—Pero ¿estás cierta de que sin eso dejará a Marsella mañana?
—Me lo han asegurado, señor. Vino de.... París, donde hace gran papel por su habilidad; y terminado el asunto que le trajo, se vuelve allá prontamente. Lástima que perdáis esa ocasión....
—¡Cómo perderla!—exclamó el monomaníaco, sin dejarla acabar.—¡Corre! que enganchen el coche. Iré ahora mismo visitando casa por casa todo el boulevard de las Damas. ¡Voto a sanes! ¿había de dejar que se me escapase ese artista eminente?....
La estratagema de Niná no podía obtener mejor ni más rápido éxito.
Diez minutos después el carruaje volaba, desempedrando calles y llevándose a Mr. Caillard.
Los criados recibieron al punto licencia espontánea de la mayordoma para aprovecharse de su ausencia, solazándose un rato en el paseo inmediato, y al sonar las ocho de la noche,—hora memorable de las dulces entrevistas de los dos amantes,—Niná se encontró al fin sola en la casa, y comenzó a respirar con más anchura.
¡Era tiempo! la tosecilla de marras se hizo oir al pie de la ventana, ni más ni menos que en los felices días en que respondían a ella los amorosos latidos del tierno corazón de Josefina.
La mulata únicamente la escuchó esta vez, y se apresuró a acallarla indicando al joven que estaba libre el jardín.
VII. La gran prueba
Franqueada aquella puerta, que nunca hasta entonces había tenido Huberto la dicha de atravesar, penetró entre tinieblas y con el alma henchida de emociones en el perfumado ambiente del florido recinto, donde aun le parecía respirar suaves efluvios de la tierna virgen de sus primeros amores.
Ante la impresión de semejante momento, desaparecían por completo las huellas que aun pudiera conservar de las sensaciones pasadas. La marquesa, la corte, cuanto había ocurrido durante dos años,—excepto lo relativo a su amada,—todo quedó anonadado por el poder supremo del sentimiento antiguo, del sentimiento único que alcanzaba a darle—hasta con sus mismas amarguras—inexplicables encantos.
Mientras que él recorría palpitante, en medio de la oscuridad de la noche, aquellos sitios de dulces y melancólicas memorias; mientras palpaba con estremecimientos de amor cada uno de los arbustos que había rozado, al pasar, la blanca vestidura de Josefina, y que aquel dulce nombre vagaba entre sus labios, sin osar desprenderse de su pecho, Niná—que se quedára un ratito junto a la puerta para darle tiempo de calmar sus primeros trasportes,—Niná, decimos, vio que entraba en seguimiento suyo robusto mocetón, llevando un gran cuadro, cubierto con una sábana.
—¡Jesucristo!—exclamó sin poderse contener.—¿Que traéis ahí? ¿Es un espejo de cuerpo entero el regalo que el Sr. Huberto quiere hacerle a la niña?
Nada contestó el gañan, y la mulata se resolvió entonces a interrumpir bruscamente las mudas emociones de nuestro héroe.
—Si el armatoste que carga ese hombre,—le dijo,—tiene que ponerse en el gabinete de mi ama, trabajo le doy para ocultarlo de su padre. ¿Qué cosa es ésa, Sr. Huberto? ¿No se os ha ocurrido otro presente de menos bulto?
—¡No! respondió el joven con expresión que la impuso respeto.—Sólo ése es digno de ella y de mí. Quise dejárselo como un remordimiento; ahora, que sé por ti que es más desgraciada que culpable, se lo dejaré como último y precioso testimonio de abnegado cariño.
—No os entiendo, pero vamos adentro. La niña no volverá del campo hasta mañana; mas el padre puede aparecer cuando menos se le espere. ¡Si supierais el triunfo que ha sido hacerle salir de casa! Me encomendé al ángel de mi guarda, y él me metió en la cabeza una invención que salió a pedir de boca. Gracias a ella, lográis cumplir vuestro deseo sin ningún peligro para vos.... No para mí, que soy en todo la persona comprometida.
Huberto, sin detenerse a darla ni a pedirla explicaciones, enlazó uno de sus brazos a otro de su conductora, y—ordenando al criado seguirlos—atravesó el jardín, dirigiéndose a la casa.
Niná se dejaba remolcar, muy oronda con el honor de ir de brazo con el gentil mancebo, y diciendo para sus adentros:
—Esto se llama ser caballero fino, y no aquel otro estirado, que casi se desdeña de saludarme.
Pero, a pesar de su ufanía, y de aquel cotejo tan favorable para Huberto, no le era dable prescindir a la buena mujer del escozor que continuaba causándole el excesivo volumen del regalo consabido.
Ninguna idea tenía de que el ex-barquero de Marsella cultivase el arte de la pintura (pues cuanto le dijeron respecto al cambio de su suerte, se reducía a hallarse empleado y bienquisto en la corte); por consiguiente, no sospechó siquiera que fuese un cuadro al óleo aquel armatoste—según le había designado—que miraba dirigir a la habitación de Josefina, y respecto al cual había pronunciado el joven frases que ella no acertaba a explicarse, por más vueltas que les daba.
Antes de hacerle penetrar en el salón, se detuvo un instante para decirle con tono que quiso hacer muy grave y muy patético:
—Os cumplo mi promesa, Sr. Huberto, y—suceda lo que Dios quiera—no me arrepentiré de haberos servido. Pero permitidme os haga presente, una vez más, que la fiesta puede salirme cara. Yo he inventado que hay en Marsella, como llovido del cielo, un pintor medio divino, un prodigio deparado por la Providencia a mi amo, para que le pinte su colina deseada, su templete que le vuelve loco. El pobre señor anda a estas horas removiendo el mundo por descubrir al dicho personaje, en quien funda ya toda su esperanza, y cuando se convenza de que no hay tal hombre en la tierra, de que todo es mentira forjada por mí para engañarlo y hacerle salir esta noche.... ¡no os digo nada! Ya conoceréis la que me espera. Figuraos, pues, lo que será, después de todo, que vea vuestro presente el día menos pensado en el cuarto de su hija, toda vez que es de un tamaño que hace imposible esconderlo.
—Sosiégate—respondió el joven, no sin admirar la coincidencia de la invención de la mulata con su llegada a Marsella, trayendo el cuadro tan anhelado por el monomaníaco:—Mr. Caillard verá sin enojo, verá con gran placer mi regalo a su hija, o no lo verá nunca. Eso quedará decidido por ti misma antes de diez minutos.
—¡Decidido por mí!.... ¿Yo he de hacer que mi señor vea con gusto que le hacéis regalos a la niña?
—¡Niná! ¿no me has dicho que te encomendaste a tu ángel, y que él te sugirió la idea que ha alejado a tu amo?
—Cierto.
—Pues bien, yo veo en eso un fausto presagio. El ángel no puede dejarte por embustera, frustrando las esperanzas que has hecho concebir al padre de Josefina.
—¿Creéis que
—Creo que debes tener fe y abrirme esa puerta sin demora. No perdamos un momento. ¡Ea! Tu celestial custodio te lo manda.
La mulata obedeció, atontada ya con lo que oía, y Huberto se precipitó en el gabinete, mansión habitual de su adorada.
Todo estaba allí impregnado de ella. Veíanse, donde quiera se volviese la vista, huellas de sus pasos, vestigios de su presencia.
Sobre el tocador guantes y flores recientemente usados; en el abierto costurero la graciosa labor apenas principiada; al pie del sillón—que ocupara horas antes—el pañuelo de batista, húmedo aún con sus lágrimas.
El amante se apropió esta última prenda sin escrupulizar del robo, y después de ocultarlo en su pecho osó llegar hasta el umbral mismo de la virginal alcoba, a cuyo fondo se destacaba—blanco y casi vaporoso—el bonito lecho, cubierto de trasparente muselina, bajo un pabellón celeste. Sobre la alfombra—extendida delante—resaltaban dos zapatillas de terciopelo oscuro, que habían abrigado en la madrugada de aquel día los más pulidos pies que hollaron nunca el suelo de la Francia.
Frente a frente de la cabecera se veía, entre guirnaldas de artificiales rosas, la bella imagen de la reina de las vírgenes , protegiendo con amorosa mirada el casto lecho de la que se dormía cada noche bendiciendo su nombre y demandando su amparo.
Huberto, descubierta la cabeza, cruzados los brazos, inclinada la frente con respeto, llena el alma de inexplicable emoción, se estuvo contemplando largo rato aquel místico santuario, sin que formulasen sus labios las preces secretas que acaso levantó su corazón, y cuya eficacia debió ser tanta que alcanzó a restituirle la ya perdida esperanza.
¡Sí! súbitamente se sintió alentado, fortalecido, capaz de arrostrar la gran prueba que había resuelto, y entreviendo otra vez en su feliz resultado la posibilidad de alguna gran peripecia en el destino de su vida.
El templete de la célebre colina, ¿no consagraba recuerdos de una boda deshecha la víspera misma de su proyectada celebración? ¿No era monumento del triunfo del verdadero afecto, protegido por Dios, sobre todos los cálculos de las conveniencias humanas?
Huberto pidió una escalera, escogió sitio, la colocó, subió él mismo, clavó las escarpias, colgó el cuadro, bajó en seguida para poner y combinar luces, y cuando su operación estuvo terminada, asió del brazo a Niná (que miraba todo aquello absorta y alelada), y llevándosela hasta la puerta por donde debía entrar Josefina al regresar a su cuarto, volvió de un salto al pie de la escalera, que desvió con fuerte empuje, y arrancó el lienzo que cubría la pintura.
La mulata prorumpió en un grito indescribible.
Siguióse momento de silencio, durante el cual sólo se oían los violentos latidos del corazón del joven.
Luego, calmado un tanto el embargamiento del asombro, Niná exclamó enajenada:
—¡Ah!.... ¡mi tierra!.... ¡mi cielo!.... ¿No estoy soñando? ¡Esa es la colina, que subí con mi ama desmayada entre los brazos!.... ¡Oh! ¡ya está levantado el templete! ¡La veo a ella, a mi señora!.... ¡Sí! ¡tan hermosa como lo es hoy su hija, en quien dejó vivo retrato suyo! ¡Vedla allí también a mi niña!.... Está de espaldas.... pero esos son sus rizos de azabache.... ése su cuerpecito gracioso, vestido con el túnico de gasa color de rosa que se estrenó la tarde de San Juan.—Va cargada de flores para el altar de la gratitud y del amor.—¡Oh! ¡aquellas palmas! ¡las conozco muy bien! ¡Se han balanceado muchas veces sobre mi cabeza! En el mango que sobresale a la derecha grabó el amo el nombre de la niña.... ¡sí! ¡sí! ¡en ese mismo! ¡Qué tropa de tomeguines saltan entre sus ramas! Así lo hacían cuando a Josefina se le antojó cogerlos, y hubo que subirla al árbol, del que descendió llorando al verlos escapar alborotados.—¡Y ese maldito carpintero real!.... ¡No va a dejar fruta viva! ¡Cómo picotea la más hermosa naranja!.... ¡Ah, Cuba mía! ¡tierra bendita! ¡tierra de mis padres y de mis amos! ¿Cómo has venido aquí? ¿Quién te ha arrancado de los brazos del mar, para traerte a perfumar con tus flores los aires del destierro?....
—¡Tu ángel!—dijo Huberto con voz que resonó en sus oídos como la vibración de una campana. ¿No te dije que tuvieras fe? ¡Ya estás viendo la obra del artista que prometiste a tu señor, y el regalo de boda que le dejo a su luja!
—Sí, sí,—gritó la mulata, cayendo de rodillas a las plantas de su interlocutor.—Ahora lo entiendo todo. Yo creía haber forjado un cuento, y era una verdad que mi ángel me comunicaba en secreto. Pero lo que está allí no es obra de ningún hombre, ¡imposible! El ángel en persona lo ha debido hacer. Aquí no hay nada que no sea milagroso.—Vos mismo.... ¡oh! ¡sí! vos mismo—que decíais ser Huberto, el barquero de Marsella—vos descubrís en este momento a mis ojos algo de sobrenatural, que me sobrecoge y me intimida.
Era así: la aureola de la victoria, el noble orgullo del artista que contempla el poderío de su genio, la felicidad de sentirse halagado por una nueva y legítima esperanza, todo se reunía para prestar a la figura del joven cierto no sé qué sublime y maravilloso.
Su talle parecía crecer; iluminarse su frente—blanca y tersa como alabastro—bajo la suave sombra de su cabellera de oro; destellar chispas eléctricas sus miradas de extraño tornasol; a cuya fuerza magnética se estremecían todos los nervios de la pobre mulata, que se prosternaba adorándole.
—¡Milagro!.... ¡Milagro!.... ¡Aquí todo es milagro!.... —seguía ella balbuceando, sin poder desviar sus espantados ojos del inspirado rostro del artista.
El, que no tenia ya nada que aguardar; que veía coronada su gran prueba por éxito superior a sus mismas aspiraciones; él,—egoísta como lo es siempre quien alcanza la gloria del primer triunfo,—no se cuidó más de Niná ni de sus aspavientos. Dirigió una mirada orgullosa a su magnífica obra; otra de agradecida ternura a la sagrada efigie que parecía sonreirle; y ebrio de amor, de gloria, de presentimientos faustos, se lanzó fuera, buscando espacio en que explayar la plenitud de su alma.
Cuando Niná quiso seguirle—moviendo con cuanta ligereza le era posible la gravedad de su cuerpo—ya había desaparecido, sin que ella supiese cómo ni por dónde.
Ignorante y supersticiosa, acabó, con tal circunstancia, de llenarse de pavura. No hubo historia de espíritus y fantasmas que no se le ocurriese entonces, para convencerla más y más de que se hallaba bajo la influencia de seres del otro mundo.
Recordando la enfermedad de Huberto, que inquietaba días antes a su familia; la palidez cadavérica que ella observó en el semblante demudado del joven, al verle de improviso en la calle; el singular empeño de dejar allí por sí mismo aquel regalo de boda—obra evidentemente, según su juicio, de una mano superior a las manos mortales;—y todo, finalmente, cuanto él dijo aquella noche, y cuanto ella había inventado antes para facilitarle entrada; todo, decimos, se reunió para persuadirla de que Huberto había dejado de existir, y que su ánima errante,—revistiéndose apariencias dela materia destruida,—lograba tornar a Marsella para hacer a la que había sido su Ídolo,—mediante la intervención del ángel invocado por su criada,—aquel presente de dicha para su padre tan completo, que arrollase en el ánimo de Mr. Caillard toda clase de consideraciones ; ora se le helaba la sangre y el corazón, figurándosele que veía arder su cuadro, desechado con ira (lo mismo que cuantos le precedieron) por el exigente monomaníaco.
Nada, en verdad, hallarán los lectores en esta hipótesis, que justifique los terrores que excitó violentamente en la misma que la forjara; pero nos consta que le bastó juzgarse en relaciones con un aparecido, para que—no |obstante ser su simpático barquero y mezclarse un ángel en el asunto—concibiese Niná tan extremado miedo, que, después de cerrar presurosa la puerta del gabinete para no ver la pintura, se salió temblando a la escalera, a fin de esperar allí el regreso de la servidumbre, no hallándose capaz de quedarse sola dentro de la casa.
Aunque los criados prolongaron su paseo hasta muy cerca de las diez, todavía la vieron salirles al encuentro toda azorada.
—¿Qué es eso? ¿Qué ha ocurrido? la preguntaron con susto. ¿Vino el amo y se ha irritado mucho por nuestra ausencia?
—¡Ojalá!.... pero sola he estado...., o mejor dicho, no tan sola como debía (contestó ella embrollándose). Vale más no tener una nadie que la acompañe, que hallarse en roce Dios sabe con quién. Entremos y permanezcamos juntos.... No me abandonéis, hijos míos, porque pasan esta noche cosas bien extrañas.
Cada criado la acosó con mil preguntas; pero ella—que, aun entrando entre todos no recobraba diento,—les decía en voz baja, como recelosa de que la oyesen invisibles testigos:
—¡Chist! no hay que atosigarme; se sabrá la verdad cuando sea preciso. En cosas de esta especie nada se gana charlando. ¡Ay santa Virgen! ¡cuántos no las llaman patrañas de viejas!.... ¡Jesús! ¡Jesús! recemos un padre nuestro por las ánimas benditas.
La servidumbre guardó silencio, dominada también por vaga zozobra, y aun no había pronunciado Niná la última palabra de la oración que recitaba, cuando sonó la campanilla de la puerta con la fuerza que le imprimía siempre la mano de Mr. Caillard.
—¡El señor! ¡el señor! exclamaron los criados, alegrándose de su llegada, porque esperaban que no le recataría la mulata el secreto de su misteriosa pavura.
Pero la vieron al punto arrinconarse aterrada, pues—en medio de sus supersticiosas aprehensiones—no perdía de vista el peligro real con que podía amenazarla la justa cólera de un amo atrevidamente engañado.
¡Cuál no sería su sorpresa al notar que entraba satisfecho y diciendo con cierta jovialidad inaudita en él:—¡Ea! ¿dónde está esa gordiflona? Hacia perfectamente en llamar maldita a su memoria. Todavía andaría buscando al célebre pintor, si no hubiese hallado quien rectificara las malísimas señas que me dió ella.
Niná salió de su escondite, mirando a su señor con ojos muy abiertos y espantados.
—¡Vaya con tu boulevard de Damas! añadió el viudo, dándole una palmada en el hombro. Jamás se ha hospedado en hotel o casa particular de aquel barrio el hombre eminente a quien me dirigiste. Por fortuna acerté a encontrarme con un conocido, que lo tuvo por compañero de viaje desde París a esta ciudad, y a él le debí la dicha de dar por fin con la habitación que buscaba.
—¿Con la habitación de quién, mi amo? dijo Niná, más y más estupefacta.
—¿Con cuál había de ser? Con la del artista en quien cifro mis últimas esperanzas.
—¿Le habéis hallado?.... ¿le habéis visto?
—No estaba en su casa, pero hablé con su padre y le he dejado aviso de que mañana a las nueve iré a verle para un asunto importante. Su salida de Marsella no es tan pronto como te dijeron. En lo que anduvieron exactos fué en los elogios de su singular talento. Su compañero de viaje ha confirmado cuanto supe por ti. Es un artista joven, pero que ha merecido ya el favor del rey y de la corte.
—¡Cómo, señor! repuso la mulata: ¿estáis seguro de que el hombre de quien os hablé,—y vos decís haber encontrado,—es, en efecto, persona de carne y hueso, como nosotros.
—¿Piensas que sea un fantasma? respondió Mr. Caillard, sonriendo por primera vez después de muchos años.
—Fantasma, o ángel bajado del cielo, o muerto salido del sepulcro, yo no sé lo que será; pero me consta que tal hombre no lo ha habido nunca en el mundo. Lo declaro aunque me matéis, porque es preciso que se sepa ya el misterio.
—¿Estas loca, Niná? dijo el viudo, mirándola sorprendido.
—¡Ay señor! se atrevió a exclamar entonces el ayuda de cámara. Nos halláis a todos aquí porque la pobre mujer nos ha alarmado con palabras por el estilo de las que le habéis oído. No sé qué cosas se le han entrado en la cabeza.
—Dice disparates que dan miedo,—añadió la costurera.
—¡Niná! articuló con tono compasivo Mr. Caillard. ¿Te dormiste acaso y tuviste alguna pesadilla?
—No, mi amo; lo que digo es la verdad: que yo me atreví a querer engañaros; pero no os engañé, porque lo hacia todo por disponerlo así el ángel de mi guarda. Que no hay tal pintor venido de París, pero que Dios permite que las almas vuelvan al mundo para hacer y pedir obras buenas, y por eso vuestra esperanza no se verá chasqueada esta vez, en que no es un hombre de este mundo el que debe realizarla.
—¡Mujer! mira que estás desvariando.
—¿Queréis ver que no? ¡Pues bien! Decidme, señor, ¿no es todo lo que deseáis que el pintor consabido os copie la colina y el templete, lo más al natural que sea posible a la habilidad de un hombre?
—Bien, ¿y qué?
—¿Y no os daréis por muy contento con que, después de explicárselo vos mucho y estudiarlo él más, haga—al cabo de días y días de trabajo—lo que otros no han conseguido?
—Bien, y ¿qué?
—¿Qué? que si yo os pruebo que eso que esperáis de tanta explicación y tanto estudio y tanto trabajo, está ya hecho, está ya en vuestra casa, mejor y más al vivo de lo que nunca imaginasteis, os será preciso confesar que sólo un ángel—o un espíritu que ya no está en la tierra—pueden haberlo ejecutado.
—¡Vete a dormir, desdichada! Estás borracha sin duda,—dijo el monomaníaco, echando a andar para su cuarto.
La mulata, herida por el ultraje, se le fué encima con toda su mole, y agarrándole fuertemente por un brazo.
—¡Borracha! —exclamó:— ¿decís que estoy borracha!—¡Venid pues y veremos! ¡Vengan todos y se sabrá la verdad!
Todos, en efecto, la siguieron en tropel, hasta que, llegando ella a la puerta del gabinete,—arrastrando casi al atolondrado Mr. Caillard,—la abrió de un golpe y gritó con singular aire de victoria y de espanto, extendiendo su robusto brazo hacia la pintura, que apareció maravillosamente destacada del fondo del gabinete:
—¡Mirad, y decid si puede ser un hombre quien hace a vuestra hija tal regalo de boda! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
VIII. Entrevista de Mr. Caillar y Huberto
Huberto no pudo dormir en toda la noche. La conversación de Mr. Caillard con su padre, —que éste le refirió,— le hizo comprender toda la singularidad de la situación.
No le era dable dudar de que el monomaníaco,—creyendo encontrar en él al supuesto artista de que Niná le hablara— se proponía por objeto, en la visita anunciada para el día inmediato, en cargarle la difícil obra en que fracasaron tantos pintores hábiles.
Aquella obra, Mr. Caillard la encontraba en su casa. Aquella obra debía ya haber producido su efecto, feliz o desgraciado, en los momentos en que el autor se agitaba insomne, entre esperanzas y temores capaces de volverle loco.
Ora le regocijaba hasta el delirio la idea de su triunfo tan completo, que arrollase en el ánimo de Mr. Caillard toda clase de consideraciones; ora se le helaban la sangre y el corazón, figurándosele que veía arder su cuadro, desechado con ira (lo mismo que cuantos le precedieron) por el exigente monomaníaco.
De reacción en reacción, mecido entre vida y muerte, le amaneció el día decisivo, sin que le hubieran prestado fuerzas algunos minutos de reposo.
Así se le convirtieron en siglos de insoportable angustia las horas anteriores a las nueve, y cuando—al sonar la última campanada de ésta—oyó parar a la puerta el coche que conducía su anhelada visita, apenas pudo dar unos pocos pasos para salirle al encuentro. Trémulas las piernas, oprimido el pecho, turbada por vértigos la cabeza, tuvo que detenerse, apoyando la espalda contra el marco de la puerta, que acababa de atravesar impaciente.
Mr. Caillard subió la escalera presuroso; y sin saludar siquiera a Mr. Robert padre,—que se adelantaba a recibirle con corteses reverencias,—se precipitó hacia el salón, chocando casi con el joven detenido en su umbral, y encontrándose con él frente a frente.
Por primera vez se veían aquellos dos hombres. Toda el alma de Huberto se concentró en sus ojos, fijos en el ex-mercader cubano con ansiedad indescribible.
Éste, por su parte, miraba también al artista, expresando en su fisonomía singular mezcla de admiración, júbilo, y sobrecogimiento respetuoso.
Debemos advertir, antes de pasar adelante, que Josefina aun no había regresado a su casa cuando salió su padre, y que Niná,—por más que se le hicieron preguntas,—no quiso dar otras explicaciones que las que el lector ha oído de su boca al final del precedente capítulo.
Mr. Caillard, por tanto, no alcanzaba el menor indicio para sospechar que el artista Robert, a quien tenía delante, pudiese ser el barquero Huberto, que en otro tiempo le rondaba la casa; así como tampoco columbraba razones que le aclarasen el enigma de cómo y por qué se había hecho para él, tan admirablemente, aquella obra anhelada, debida—según todas las apariencias—aun hombre a quien no conocía y que nunca vió los objetos cuya animada copia le regalaba.
En tales confusiones, casi acogía como única explicación la que le había dado la supersticiosa Niná; con la diferencia de que él,—al conceder la posibilidad de un milagro,—se inclinaba a atribuir toda la gloria de la intervención al alma bienaventurada de su difunta esposa, sin acordarse en manera alguna del custodio celeste de su mayordoma.
Contemplaba, pues, a nuestro héroe con cierta impresión de religioso pavor, asociado a su natural regocijo, y durante minutos ni uno ni otro rompieron, con una exclamación siquiera, el solemne silencio de aquel comienzo de la primera entrevista. Huberto fué quien soltó al cabo, temblándole la voz, esta breve frase:
—Creo, señor, que tengo la honra de recibir a Mr. Caillard.
—Lo que es yo, caballero,—respondió el viudo, conmovido también visiblemente,—no sé qué creer ni qué pensar de vos. De todos modos, vengo, si sois ángel, a adoraros levantándoos altares en mi alma; si sois hombre, a bendecir vuestro genio, rindiéndole en tributo de admiración y gratitud toda mi fortuna, todo cuanto soy y valgo.
Huberto respiró ya. La sangre, paralizada en sus venas, comenzó a correr impetuosa, colorando vivamente su rostro.
—Soy, señor,—dijo entonces alentado,—soy simplemente un artista novel, que se ha atrevido a dedicaros su primer ensayo, y que recibe harta recompensa al comprender, por lo que oye, que ha logrado la dicha de agradaros.
—¡Agradarme! ¡agradarme! repitió Mr. Caillard, exaltándose por grados. ¡Ah ! si es cierto que no es más que un hombre el autor sublime del prodigio que poseo ;si puedo hablarle, asirle, amarle como a un semejante mío, no es agrado lo que tiene derecho a exigirme, lo que yo debo manifestarle. Todo mi amor, todo mi reconocimiento, todo mi respeto, no bastan a pagarle.
Pero yo no puedo creerlo,—añadió,—no puedo explicarme que el regalo con que habéis enriquecido mi casa sea inspiración humana. ¡Aclarad mis confusiones, bienhechor bendito! Decidme cómo habéis adivinado objetos que no visteis nunca.... Cómo los habéis animado maravillosamente con solo el poder del arte.... Cómo he podido mereceros,—yo, que nunca hasta hoy he tenido la dicha de contemplaros—el que dedicarais vuestros desvelos a la satisfacción de mi afán. ¡Hablad ! ¡Hablad!
—Todo lo comprenderéis sólo con que os diga que hace cerca de tres años cifré mi única ambición, mi única dicha en merecer este día. ¡Un ángel me inspiraba, es cierto! Un ángel ha guiado mi pincel al trazar aquellos rasgos, que debían ser mi sentencia de nulidad o mi diploma de gloria. ¡El ángel del amor, caballero!
—¡El ángel del amor!
—Sí; sabedlo de una vez. Soy Huberto, el barquero de Marsella, el amante de vuestra hija.
—¡Vos! ¡vos!.... ¿No os llamáis, pues, Robert? ¿No desempeñáis en París el honroso cargo de guarda-cuadros de S. M. Luis XV? ¿No gozáis justa reputación de un talento artístico de primer orden?
—Soy un artista barquero, sí, señor; el cielo me hizo lo uno, la desgracia lo otro.... la casualidad después me ha proporcionado fortuna en la corte; pero sólo vos podéis hacerme feliz. Sólo vos podéis coronar al artista, enaltecer al barquero, dispensando al amante un rayo de esperanza.
—¡Huberto! ¡Robert! ¡Ángel! ¡Artista! ¡Barquero! seas lo que quieras, déjame abrazarte! gritó Mr. Caillard, sin poder ya contenerse.—¡Déjame que te estreche contra este corazón, que te has conquistado para siempre!
El joven se arrojó, llorando de alegría, a los brazos del padre de su amada—abiertos para recibirle—y por espacio de más de un cuarto de hora permanecieron enlazados, uniendo sus lágrimas, y sin que se oyeran más palabras que estas entrecortadas exclamaciones:
—¡Huberto! ¡hijo mío! ¡cuánto te amo!
—¡Padre de mi Josefina! ¡padre de mi corazón! ¡qué momento tan dulce!
En efecto; entonces no concebía siquiera nuestro héroe que osase nadie disputarle su amada. Ningún obstáculo insuperable le parecía ya posible.
De pronto, empero, los brazos de Mr. Caillard cesaron de oprimirle; su mirada se inclinó al suelo; su frente se oscureció, sus labios temblaron al exhalar un suspiro.
—¿Qué tenéis, señor?—le preguntó Huberto sobresaltado.
—¡Ah! contestó el viudo, mesándose los cabellos con una mano y dando un puñetazo con la otra sobre la mesa inmediata. ¡Maldito sea mi destino, que exige para concederme el logro de mis anhelos, le sea pagado con el dolor terrible que viene a destrozarme en tus brazos!
—¡Dolor! ¡ahora dolor!—repuso el joven, desviándose estremecido.—Ese nombre de hijo que me habéis dado, ¿os es costoso por ventura? ¿os es amargo, señor?
—¡Sí! porque no puedo hacerlo verdadero,—dijo con penoso esfuerzo Mr. Caillard :—porque daría mi vida por repetírtelo ante Dios y el mundo.... y no lo haré nunca, sin embargo.
—¡No lo haréis nunca!....
—Me devuelves el templo en que la gratitud corona santamente al amor, y yo—¡desdichado!—yo me veo forzado a ver en él desde hoy un recuerdo de ingratitud mía y de desgracia tuya! ¡Yo tengo que rechazar al amor de ese santuario, que tan gloriosamente se ha sabido rehacer!....
—¡Qué estáis diciendo!....
—¡Oh! ¡mátame! ¡mátame, Huberto! El tesoro único con que podría pagarte...., el bien único que te recompensaría dignamente, ya no es mío...., ¡ya no me es dado cedértelo!
—Josefina no está casada aún,—pronunció el amante con impetuosa impaciencia.
—Pero mi palabra está empeñada,—dijo el padre con amarga firmeza.
—Esa palabra....
—¡Es inviolable, Huberto!
—¡Señor!....
—Estoy pronto a sacrificarte mi existencia cien veces, si posible fuera; pero mi honra, ¡nunca!
El artista se quedó aterrado. Había en la voz y en la fisonomía del monomaníaco un carácter de decisión inmutable, que no permitía esperanza.
Rodar de nuevo desde la cumbre de la felicidad, que iba a tocarse, hasta el abismo de la desesperación—del que con tanto esfuerzo se había salido—era demasiado violenta, demasiado cruel transición para que pudiera soportársela con fortaleza.
Sintió Huberto que en vez de su antiguo, pero resignado dolor, invadían su alma,—llenando el hondo vacío de la destruida esperanza,—un furor, una rabia que le convertían en otro hombre.
Sus bellas facciones se alteraron con expresión siniestra; sus azules ojos despidieron centellas de singulares reflejos.... y con acento sordo articuló, al cabo de pavoroso intervalo de silencio:
—¡Bien! ese obstáculo que después de todo aun se levanta invencible, yo sabré salvarlo o estrellarme contra él.
—¿De qué modo?—preguntó Mr. Caillard, deteniéndole por un brazo en el instante en que iba a lanzarse fuera.
—¡Matando a ese hombre o pereciendo a sus manos!—respondió el joven rechinando los dientes.
Mr. Caillard le soltó, repelió el brazo por el cual le había asido, y dijo con calma—más espantosa que la saña de su interlocutor:
—Vé, pues, si te has cansado de ser grande, de ser amado, de ser bendecido. Vé a entregar el nombre de Josefina a la maledicencia del vulgo.... ve a borrar con sangre el recuerdo glorioso de tu genio y tu amor, que has querido dejarle. Vé, ¡insensato! vé a satisfacer tus infernales rencores por medio del escándalo y la muerte, pero no finjas que te impulsa una esperanza de dicha. ¡Tu más segura víctima será mi hija!.... Mi hija, que antes que recibirte en su tálamo,—si intentas llegar a él sobre los restos palpitantes del que es hoy públicamente su futuro esposo,—sabrá seguirle al sepulcro para dejar limpia su fama. Mi hija, que morirá también si tú sucumbes, trasmitiéndome por herencia tu sangre y sus remordimientos.
Huberto tembló, palideciendo.
—¡Pues qué!—exclamó quebrantándose su ira a impulsos de su aflicción.—Amado de ella, querido de vos, cifrando toda mi ventura en esos sentimientos, que pago con idolatría, ¿he de permitir que todo se inutilice, que todo se me arrebate por una mano intrusa?
—Los designios del cielo son impenetrables,—repuso Mr. Caillard;—pero siempre, hijo mío, debemos creerlos benéficos. Dobla la cabeza ante la voluntad divina. Pierdes una amante, es verdad; pero ¡qué! ¿no tienes padres, cuya delicia eres? ¿No te queda tu talento, don más raro y precioso que el mudable afecto de una criatura frágil? ¿No es nada para ti el haber consolado este corazón enfermo, que se alienta, se vivifica para amarte? ¡Oh! mi hija no puede ser tu esposa, pero tú puedes, Huberto, ser el ángel salvador de su padre, el amigo y apoyo de mi vejez cercana. ¿Me lo niegas? ¿No quieres vivir glorioso artista, hijo adorado, amigo bendecido? Esa alma grande, ¿no tiene espacio sino para un afecto? ¿Llegarán tantos a su puerta y la hallarán cerrada para siempre por el egoísmo del dolor?
—Huberto, por toda respuesta, se arrojó sollozando entre los brazos del padre de su amada.
Lo había vencido, lo había desarmado.
Conociólo Mr. Caillard y aprovechó el momento.
—Júrame,—le dijo,—que no intentarás nada contra tu rival, y nada tampoco para hacer que rompa sus empeños Josefina en desdoro de su honra.
—¡Señor! articuló el joven con resolución dolorosa: juro alejarme mañana de Marsella para no volver nunca.
—Sea, si así te conviene, repuso Mr. Caillard. No por eso estaremos largo tiempo sin vernos. Vete, hijo mío, con las bendiciones de Dios y las que te tributa mi alma Dentro de algunos meses nos reuniremos en París. Iré a tomar parte en los aplausos de tus triunfos, a enorgullecerme de tu gloria.
—¡Adiós! ¡adiós! dijo el amante, que ya no podía resistir más.—Llevo un consuelo, señor, en la creencia de que os acordaréis de mí y seréis un amigo para mi familia.... ¡para mi amada familia, que voy a abandonar! Os la recomiendo....
—Tus padres son ya mis hermanos,—respondió el viudo;—tus hermanas mis hijas. ¡Huberto! nos unen lazos que nada bastará a romper.
—En cuanto a ella,—añadió el joven con casi ininteligible acento,—decidla sólo, cuando juzguéis que la sea grato oírlo; decidla que he sido fiel siempre; que nunca dejaré de amarla; que mi último ruego será por su felicidad, mi última palabra su nombre, mi último suspiro para ella.....
Mr. Caillard no pudo contestar. Ahogado casi por el llanto, estrechó al artista contra su pecho, besó su cabeza repetidas veces, y arrancándose con violencia de sus brazos, salió a la calle corriendo como loco, y—olvidando que tenía allí carruaje—se dirigió a su casa maquinalmente, a pié, sin sombrero, chocando con cuantos encontraba al paso.
IX. Los últimos adioses
Todo había concluido para Huberto.
Aquél era el último día que pasaría en Marsella con su cara familia, cerca aún de Josefina....
Cual si lo presintieran Mad. Robert y sus hijas, no se le separaban ni un instante, colmándole de halagos y expresándole los extremos de un cariño, que en tales circunstancias era nuevo tormento para el pobre desterrado.
Tuvo, sin embargo, bastante dominio sobre sí para fingirse sereno, sin dejar de mostrarse afectuoso, y después de la comida,—en la que hubo cordiales bríndis por su felicidad y por su gloria,—salió a ajustar una silla de posta para la mañana siguiente, y a recorrer en despedida los lugares que iba a abandonar sin intención de retorno.
No se atrevió a aproximarse a la morada de la señorita
Caillard,—que debía ser Mma. de S.... dentro de breves días;—pero la contempló desde lejos, y desde lejos envió tiernos adioses al jardín y a la reja, testigos únicos de los rápidos momentos de su fugitiva ventura.
Luego se dirigió al muelle. Había dispuesto de antemano que le llevaran su barca, y la encontró, en efecto, atracada a la embocadura casi del canal, cerca de la sanidad (intendance sanitaire).
Empezaba a soplar el N. O., si bien débilmente todavía, y a pesar del miedo que infunde dicho viento a los pescadores de aquel golfo, nuestro protagonista saltó ligero a su débil esquife, soltó la amarra y desplegó atrevido su blanca vela latina.
Quería salir de la ensenada para contemplar de frente a la hermosa ciudad de sus recuerdos, despidiéndose al mismo tiempo de aquellas olas amigas, que tantas veces habían mecido y arrullado apacibles sus dolores y sus esperanzas.
Deteníanse a mirarlo los paseantes del muelle, y dos de ellos—que se dirigían hacia el fuerte de San Juan—trocaron entre sí las siguientes palabras:
—¡Ved! es el galán barquero, que vuelve a aparecer con su coqueta embarcación. Mal día ha escogido para reconciliarse con su antiguo amigo el Mediterráneo. El cielo ostenta la pérfida serenidad que acompaña comúnmente al mistral; pero si él arrecia,—como temo,—no faltarán esta noche desastres en nuestras coscas.
—¡Qué osado! abandona el timón, dejando la barca al capricho del viento, fuera ya del canal, y se extasía muy descuidado en la contemplación de no sé qué cosa que me parece distinguir en sus manos.
—Para darnos este curioso espectáculo se ha vestido hoy como un príncipe.
—Siempre ha usado trajes poco conformes con su oscura clase.
—Hay quien piense que es un noble antojadizo y calavera, que toma por diversión el hacerse objeto de curiosidad pública.
—¡Cuidado no pague cara su extravagancia en la presente ocasión! El traidor terral va hinchando las narices a toda prisa. Mirad cómo se engruesa la marejada y sacude de lo lindo a la pobre barca, metiéndola entre las islas.
—Pues si no veo mal, el barquero sigue, a pesar de todo, en su enajenamiento inconcebible.
—Cierto. La barquilla va completamente al garete.
—¡Uf!.... por poco se estrella contra las rocas de Ratonneau. ¿En qué diablos piensa ese loco?
—Su abstracción parece tal, que acaso tenga la ventaja de morir sin apercibirse de ello.
—Apretemos el paso, amigo. El temporal se desencadena de veras, y el esquife se perderá pronto de vista. ¡Vaya con Dios!
—Decid más bien, descanse en paz. Mucho será si logra contar la fiesta el barquero temerario. Su peligro se va haciendo muy serio.
Era así. Los violentos tumbos de la barca—arrojada ya mar adentro,—se lo advirtieron, por fin, al ensimismado Huberto.
Había pasado, a la merced del viento y de las olas, por entre el grupo de islillas (en que pudo ser cien veces estrellado), sin cuidarse más que de contemplar—cubriéndolo de besos y de lágrimas—el pañuelo de batista robado a Josefina; pero sucedía a aquel desapercibido riesgo, otro no menos grave, que se le presentaba en toda su inminencia.
Metido sin saber cómo en el temible golfo, que se embravecía por momentos, erale muy difícil coger costa—aun apurando todos sus esfuerzos—y el fragilísimo esquife, juguete ya de los conjurados elementos, no podía resistir evidentemente una hora siquiera de tan desigual lucha.
Hubo un momento entonces en que,—asaltada el alma de nuestro héroe por tempestad más fiera que la que amenazaba su vida,—se preguntó a sí propio si merecía ésta la pena de ser conservada a costa de fatigas. Si la muerte, que le salía al paso, no era—más bien que un enemigo contra el que conviniese batallar—un auxiliar generoso que acudía oportunamente a cumplir los votos de su corazón fatigado.
Los negros senos del mar tuvieron para él cierta atracción magnética. Parecióle que aquella voz fúnebre, cada vez más potente, sólo se alzaba para convidarle al reposo, y que su cabeza,—turbada por los vertiginosos vórtices en que se sumergían ávidas sus miradas,—se inclinaba con instintivo placer hacia el frío lecho que podía apagar los febriles hervores del atormentador pensamiento.
No le era menester esfuerzo alguno para acogerse a aquel único puerto accesible a la desesperación de su alma. Bastábale seguir besando en amoroso éxtasis el blanco pañuelo, impregnado todavía de los suaves efluvios de su adorada virgen....
¡Aquella tentación superaba en violencia a cuantas hasta entonces le suscitara el infierno!
Presa de ella el infeliz amante, arrebatado por el rugiente olaje,—que ora le alzaba sobre montes de espuma, como para romper sus lazos con el mundo; ora le precipitaba con ímpetu, como para hacerle probar la fácil cercanía del sepulcro,—volvió hacia Marsella su semblante, donde brillaba una esperanza siniestra, y dirigió a su amada y a su familia último e inarticulado adiós.
En aquel momento un terrible golpe del viento tronchó la débil entena de la barca, que zozobró crujiendo, y nueva oleada le pasó bramando por encima, pareciendo haberla sepultado.
Pero ¡no! la mística estrella de los mares velaba desde inmutable esfera, sobre el que tantas veces la había saludado y bendecido.
« La fuerza de vivir,—ha dicho un escritor moderno,— constituye esencialmente parte del genio. No es perfume sutil, que se evapora al sacudir el vidrio que lo encierra; es fortificante viático, que sostiene maravillosamente a quien lo posee, durante los azares del camino.»
Huberto lo experimentó así en el punto mismo en que contempló frente a frente a la muerte, en medio de la doble tempestad de la naturaleza y de su espíritu. Lo experimentó así, y se resolvió a luchar contra ambas a luchar con brío, con perseverancia, como quien comprendía al cabo que el infortunio es una carga gloriosa, que la Providencia hace pesar comúnmente sobre los seres predilectos, cuyas superiores fuerzas quiere ejercitar, porque sabe no les es posible la cobardía de rendirse.
La empresa se presentaba ardua, pero fué acometida heroicamente.
Desembarazó el joven la barca de su vela y entena destrozadas, juntó todas sus fuerzas, empuñó los remos y empezó a bogar en dirección a la costa.
No amainaba el N. O.; no calmaba el mar grueso sus furiosos embates.... pero tampoco el barquero aflojaba un momento sus esfuerzos indescribibles, y—aunque siempre á la ronza y trabajosamente—iba el esquife adelantando.
Premió, por último, la victoria el valor de aquella desigual lucha. Huberto cogió costa por el lado del faro, cuando la noche empezaba a tender su opaco velo, enlutando un firmamento que se había conservado claro y hermoso, cual indiferente testigo de los trastornos que presidía y contemplaba.
Destilando agua de sus vestidos y de sus cabellos, cruzado de brazos, de pie sobre la arena que con tantas fatigas acababa de ganar, quedóse largo rato el artista fijos los ojos en el abandonado esquife.
Como si quisiera vengarse de aquel fragilísimo leño, que había osado resistirle—al poderoso mandato de la voluntad del hombre,—posesionóse de él con nueva furia el irritado mar al verlo desamparado, y haciéndole mísero juguete de sus pujantes caprichos, lo revolcó algún tiempo entre sus espumantes olas, alejándole sin cesar de la playa, que había tocado victorioso.
Seguíale Huberto con tristísima mirada, y cuando aquel punto blanco,—arrebatado entre oleadas,—casi se le presentó imperceptible, no pudo menos de exclamar, temblándole la voz y oprimiéndosele el alma:
—¡Adiós, mi pobre compañera! ¡El Mediterráneo no volverá a mecernos! Corres a perderte en sus líquidas soledades, como yo en los desiertos del mundo. ¡Adiós! Llevas a tu sepulcro mis santas ilusiones, mis juveniles esperanzas Mi cuerpo puede sobrevivirte, pero mi corazón muere contigo.
Como respondiendo a aquella melancólica despedida, la barquilla se levantó un instante todavía sobre la hinchada ola que la arrebataba, y Huberto pudo distinguir por última vez el punto blanco que perseguían sus ojos.
Luego una nueva ola le cubrió de repente, y desapareció para siempre entre las sombras y el mar.
Mezcló Huberto una lágrima con las espumas que la marejada triunfante vino a arrojar a sus pies, y murmuró todavía un postrero y tristísimo adiós.
La noche había cerrado mientras tanto. Al través de sus tinieblas y del polvo que levantaba el viento en la arenosa ribera, se encaminó lentamente nuestro protagonista al hogar paterno, cuyo santo techo iba por última vez a cobijar su sueño.
Gracias a las fatigas de aquella tarde, logró dormir gran parte de la noche, pero entre fantásticos pavores de continuas pesadillas; que ya le representaban el casamiento de Josefina con su rival odioso, ya su pobre barquilla yéndose a pique y respondiendo con momentánea aparición a su fúnebre despedida.
No le proporcionó el di a mayor alivio. Presentóse denso y triste como su espíritu, haciendo pesar sobre sus nervios irritados una atmósfera de plomo.
La silla de posta no debía partir hasta las nueve, y su familia—levantada desde temprano—se hallaba reunida a las ocho, esperándolo para almorzar y despedirlo.
Él, sin valor ni fuerzas para nuevas emociones, trazó algunas líneas afectuosas, que dejó sobre su mesa, y se marchó sin ser visto por una puerta trasera.
Durante el tránsito dirigía a Marsella los últimos adioses que no osaba dar a su familia; pero adioses mudos, del corazón.... adioses que sólo brotaban del pecho en ahogados suspiros.
Las nueve sonaron sucesivamente en todas las torres de la ciudad.
Entró el viajero en la silla, y—cerrando los cristales de las portezuelas—sacó de su seno el pañuelo consabido, y cubriéndose con él la cara rompió a llorar como un niño.
Los caballos partieron a galope al mismo tiempo, entre los alegres gritos del postillón y los chasquidos del látigo con que el conductor los animaba.
De repente una voz estentórea, que se hizo oir entre todo aquel ruido, exclamó repetidas veces a espaldas del carruaje:
—¡Para, detente, cochero! ¡para con mil demonios!
La silla disminuyó su velocidad, pero antes que se detuviera naturalmente, se le atravesó,—cerrándole el paso,—otro coche más ligero.
Abrió la portezuela el artista y sacó la cabeza para informarse de lo que ocurría. Vió entonces a Mr. Caillard, que,—saltando del carruaje atravesado—corría como loco al suyo.
—¿Qué es esto?—preguntó Huberto sorprendido.
—¡Pardiez!—exclamó casi sin aliento el padre de Josefina.—Si tardo un minuto no os encuentro a mi alcance, y me hubiera sido preciso seguiros hasta París.
Señor,—tartamudeó el joven,—¿qué motivo puede existir para que os impusierais semejante fatiga? No quisiera que nadie agravase mi dolor con tristes despedidas.
—No se trata de eso,—respondió Mr. Caillard, arrancándolo de su asiento con la fuerza de un Hércules. ¡Bajad! ¡Venid! dejaremos a Marsella; pero será dentro de algunos meses, cuando yo haya arreglado mis asuntos.... y entonces no tendremos que despedimos de persona alguna querida, porque a todas nos las llevaremos con nosotros. ¡Ea! subid a mi carruaje. ¡Vivo, vivo! Josefina estará ansiosa.—Ahora, cochero, a casa.
Voló el carruaje llevándose a los dos, y mientras desempedraba las calles en dirección a la de Canebiére, nuestro héroe—que temía estar soñando—acertó apenas a decir a su compañero:
—¿Querréis explicarme lo que esto significa?
—Sí, amigo mío,—contestó el ex-mercader, sacando un papel de su faltriquera.—Significa que hoy mataría yo al hombre con quien vos queríais hacer otro tanto ayer, si no medíase la circunstancia de que—en justicia—tanto vos como yo debemos bendecirle. Leed esta carta, y lo comprenderéis todo.
Huberto devoró, en efecto, las siguientes líneas, terminando la última en el momento en que el coche se detenía a la ancha puerta de la última casa de la Canebiére, cerca del paseo público:
«A Monsieur Caillard.
»Señor: Después de una noche de insomnio y de combates, me dirijo a vos, confesándoos lealmente la situación difícil en que me hallo.
»Cifraba mi dicha en unirme con lazo indisoluble a la señorita vuestra apreciable hija; pero cuando aguardaba sal dignísimo deudo que me ha servido de padre y debía conducirme a las nupciales aras, recibo una carta suya, en la que—retirando la aprobación concedida antes a mis votos—me declara del modo más explícito que ha descubierto la existencia de insuperables obstáculos, que le obligarán » siempre a rehusar su patrocinio al matrimonio concertado; »no obstante el alto concepto que le merece la señorita Caillard y la general estimación que goza justamente su familia.
»El respeto profundo con que he acatado— toda mi vida las voluntades que hoy me son contrarias, no hubiera quizá bastado en esta ocasión para decidirme a un sacrificio » el más duro para mi alma, si no cooperase en su auxilio otra consideración gravísima, que es oportuno conozcáis. »Señor, vuestra hermosa hija, aunque aceptó voluntariamente al parecer los sentimientos que me inspira, oculta mal después la tristeza, y aun casi puedo decir el arrepentimiento, con que ve acercarse el día que yo osé esperar le fuese tan grato como a mí mismo.
»He luchado algún tiempo con las amargas desconfianzas que tal observación ha despertado en mí; pero hoy que » acaso providencialmente, ocurre inesperado obstáculo para un enlace que haría tal vez la desgracia de vuestra hija, » me juzgo en el deber de manifestaros que por mi parte la » restituyo la libertad que parece anhelar, deseando que ella y vos hagáis justicia al noble sentimiento que me dicta tal » conducta, y dejándoos dueños de fundar en aquel o en otro )) cualquier motivo que más os satisfaga, la razón de un » rompimiento que—si me priva del gusto de llamaros padre »—no alterará nunca el verdadero aprecio con que seré » siempre vuestro fiel amigo,
»El caballero de S»
Conclusión. Cuarto cinco de junio
El cinco de junio de 1755 daba un banquete Mad. de Pompadour en su hermoso palacio del Elíseo.
Concurría a él todo su círculo de confianza, en que entraban títulos, literatos, filósofos, pintores, músicos y mujeres de moda. Ella se complacía en dar a sus reuniones cierto carácter intelectual y universal a la vez.
La de aquel día era una afectuosa despedida a Mr. Huberto Robert, de cuyo matrimonio con la señorita Josefina Caillard,—celebrado el 10 de febrero en la capilla de Versalles,—había sido madrina la favorita, cumpliendo su palabra empeñada.
Los asistentes a dicha ceremonia aseguraban que pocas veces la habían visto tan linda, animada y risueña, como mientras presenciaba aquel enlace, formado bajo sus auspicios. Hubo, empero, que lamentar la imprudencia que cometió, exponiéndose sin precaución a una corriente de aire; causa de que en el momento de abrazar cordialmente a la joven desposada,—concluido el solemne acto,—le acometiera un desmayo, que, obligándola a retirarse, turbó no poco la general alegría.
Este desagradable accidente no impidió que a la siguiente mañana mandase la madrina a los recién-casados sus regalos de ley, entre los que se contaba una licencia real para que el guarda-cuadros,—conservando su empleo,—pudiese inmediatamente marcharse a Italia, pasando allá los años necesarios a perfeccionarse en su arte.
Larga y grave dolencia que padeció Mr. Caillard, imposibilitó a sus hijos de emprender el viaje tan pronto como S. M. parecía desearlo; pero restablecido completamente el enfermo,—al cabo de tres meses, dedicados por los jóvenes esposos a su exclusiva asistencia,—se comenzaron con calor los preparativos de marcha, fijando para ésta el cinco de junio, día tan señalado en la vida de ambos.
La marquesa no había vuelto a verlos desde la noche de las nupcias; pero la misma mañana en que ellos fueron a Versalles a fin de tomar órdenes del rey, se trasladó ella a París, para despedirlos a su vuelta con obsequios dignos de la amistad con que le placía honrarlos.
Elegido para el banquete aquel mismo cinco en que debió ser la partida, se difirió ésta hasta la madrugada del día siguiente,—que también era para los dos amantes memorable y fausto aniversario.
Carruajes lujosos y modestos, cuyo ruido prestaba nueva animación al aristocrático barrio de San Honorato, se detenían por instantes—la tarde del expresado día—a la blasonada puerta del palacio del Elíseo; cuyos vastos salones, decorados profusamente con púrpuras, oro, estatuas, pinturas, espejos, flores y pebeteros orientales, fueron invadidos muy pronto por lucida concurrencia.
Veíanse allí, al lado de notabilidades sociales, todas las eminencias del talento: el casi centenario Fontenelle, cuyo esprit pétillant en la conversación no helaron nunca ni la gravedad de los estudios científicos ni los hielos de la vejez; el serio Malesherbes, que en la fuerza de su viril juventud mostraba la inflexible firmeza con que quince años después dirigió a Luis XV sus célebres Remontrances, y más tarde desafió a la guillotina presentándose a defender a Luis XVI ante la Convención Nacional; el trágico Crebillon, que a los ochenta y un años acababa de dar a la escena su última producción, cuyo éxito—merced al patrocinio de la bella Juana Antonia—aun pudo recordarle aquellos ruidosos triunfos de que se encelaba el autor de Zaira y de Mahoma (desterrado entonces de París); el afortunado Marivaux, que hacia con sus comedías las delicias de la corte; el ingenioso Marmontel, en cuya juvenil frente se ostentaban numerosos lauros académicos, de que se envanecía su protectora; Helvecio, que se presentaba por primera vez con su distinguida consorte; Latour, a quien abrió su santuario el mundo aristocrático, desde que con su magnífico retrato de la favorita mereció que el rey lo abrazase; Pígale, sobrenombrado el Fidias de la Francia; Greuze, creador de un género en que no tuvo rivales; Mondonville, compositor de moda; Vanlóo, primer pintor de cámara.... y otros varios artistas, confundidos entre galanas beldades.
A todos les hacia los Honores—llena de gracia exquisita—la señora de la casa, que vestía riquísimo traje de brocado azul y plata, y estaba peinada del modo elegante y coqueto que llevó siempre su nombre, resaltando entre su empolvado cabello pequeños grupos de trémulas estrellas de brillantes.
No había uno que no declarase en alta voz que entonces, como nunca, tocaba el apogeo de la belleza. Sonreía ella halagüeñamente al oírlo; pero cuando—al pasar delante de un espejo—arrojó sobre su imagen una mirada furtiva, trocóse en amarga la expresión de aquella dulce sonrisa; porque comprendió al momento que ni el brillante carmín que enrojecía sus labios y dibujaba rosas en sus mejillas; ni la amplitud y calculados follajes del vestido, que artificialmente redondeaban sus formas; ni la misma sobreexcitación nerviosa, que avivaba el fuego de sus ojos, alcanzaban a disimular por completo la palidez, el demacramiento y la tristeza, que iban ajando lenta pero progresivamente la ponderada frescura de sus encantos.
Minutos antes de la hora del banquete se presentó el héroe de la fiesta, llevando del brazo a su hermosa compañera; cuyo tipo criollo había hecho gran efecto en la corte durante su breve aparición en Versalles.
Conservaba Josefina el mismo gusto por la sencillez que la distinguía de doncella. Su traje pajizo tenía por todo adorno algunos bouquets de pensamientos, delicadas flores que coronaban también, en doble guirnalda, las profusas trenzas y ondulantes rizos de su cabellera de ébano, cuyo lustre natural jamás encubría el polvo—extravagante moda cortesana.
La felicidad había restituido a la esbelta hija de Cuba aquel suave matiz de la juventud y la salud, que esmaltaba de continuo—sin colorarlo nunca demasiado—el gracioso trigueño de su cutis fino, terso y casi trasparente. Su talle mórbido y elástico parecía vaciado por el molde de la Venus de Praxiteles; su redonda y fresca espalda, así como sus brazos—inimitablemente contorneados—presentaban una perfección que la misma idealidad del arte no podría reproducir sin trabajo; su rostro armónico, lleno a la vez de ingenua dulzura y de vivacidad inteligente, se iluminaba a intervalos por tropicales fulgores de unos ojos magníficos; que tan pronto lanzaban rayos irresistibles desde lo profundo de sus negras pupilas, como se velaban tímidos bajo la sombra de sus largos párpados y pestañas, dejando entrever apenas amortiguados reflejos de misteriosa llama.
Aquel semblante—que en medio de su animación apasionada conservaba algo de la inocencia infantil en su sonrisa y su gesto,—ofrecía cierto contraste singular con la riqueza de las formas de su cuerpo,—vigorosamente desenvuelto según el tipo más acabado de hermosura femenil—y aun se repetía la impresión de tan extraño concierto al observar la amalgama de un donaire español que arrebataba, con una dignidad modesta que imponía, aun en sus momentos de muelle languidez criolla.
Elocuente susurro de admiración acogió en los dorados salones de la marquesa a la joven esposa del artista.
Ella se ruborizó, poniéndose aun más bella: él se sonrió con ufanía, mostrándose más amable: Juana Antonia sonrió también, como satisfecha del éxito de su ahijada; pero le temblaron los labios convulsivamente al felicitarla por él.
—¡Qué divina mujer es la marquesa! dijo llena de buena fe la recién casada a su marido. Si yo la hubiera conocido antes, en el tiempo de mis sospechas, creo que hubiera perdido la esperanza; pues para rival es muy temible.
—¡Oh!,—respondió Huberto con acento algo conmovido,—sólo un insensato podría hallarte rivales en el mundo.
—Sin embargo, replicó Josefina sonriendo: hay en esa señora un no sé qué tan atractivo, tal fuerza de fascinación en su mirada, que juzgo imposible pudiera no amarla con delirio aquel por quien ella quisiera ser amada.
En tal instante Juana Antonia,—apoyada en el brazo del duque de Luxembourg—volvía los ojos hacia la juvenil pareja, invitándola con gracioso ademan a que la siguiera al comedor.
La esposa sintió estremecerse el brazo a que iba asida; pero antes de que tuviera tiempo de darse cuenta del por qué, oyó a Huberto decirla:—Estoy seguro de que ella no ha amado nunca más que al rey, como yo no amaré jamás a otra que a mi tierna Josefina.
Todos los convidados ocuparon sus puestos en la mesa, y en breve sazonó la comida animada conversación.
La sociedad tenía mucho de artística; por consiguiente la chismografía cortesana no fué en esta ocasión la que hizo todo el gasto.
—Marquesa, voy a daros una buena noticia—dijo el príncipe de Soubise.—He descubierto que nuestro viejo Marivaux, que aparenta dormirse sobre sus laureles, está escribiendo una obra deliciosa que quitará el cetro a la Sorpresa del Amor, cuya representación os valió tantos aplausos como inimitable actriz.
—Sea bien venida la nueva producción, querido príncipe. He allí a Mondonville, que se me quejaba hace poco de la escasez de producciones teatrales.
—Verdaderamente, señora marquesa, desde que tuve la gloria de veros representar mi Venus, ardo en inútil afán por conseguir algún bonito libreto para otra opereta que pueda pretender igual triunfo.
—La comedia que yo escribo,—observó Marivaux,—no se presta a la música.
—¿Y no podría Marmontel—que todo lo hace con facilidad—suministrar a nuestro virtuoso el bonito libreto que solicita?—preguntó una dama.
—¡Ah, señora! (respondió con alguna fatuidad el joven lemosin) El Mercurio me pide sin cesar cuentos morales, porque les debe su boga; los enciclopedistas se muestran siempre ávidos de mis artículos literarios; y Lekain—nuestro gran actor—me persigue reclamando tragedias. Decid si es posible, a menos de multiplicarme, satisfacerlos a todos.
—A propósito de tragedias, señoras y señores, dijo Helvecio. He oído asegurar que El Triunvirato, de nuestro amigo Crebillon, ha merecido elogios del descontentadizo Voltaire.
—¡Hum! pronunció el autor octogenario—frunciendo el entrecejo:—si eso es así, señora marquesa, habéis hecho mal seguramente en sacarme de la oscuridad en que vegetaba, olvidado como mueble inútil.
Hubo entonces momento de risa general, que terminó la mujer de Helvecio, declarando confidencialmente que su marido también se había divorciado de las Musas—halagüeñas con sus primeros días juveniles,—para contraer más durables empeños con la grave filosofía.
Fontenelle preguntó al antiguo administrador de la hacienda regia si saldría pronto a luz el primer fruto de aquel nuevo consorcio, y todos celebraron la fausta noticia (que les fué comunicada en confianza) de que no pasaría mucho sin aparecer en el estadio de la publicidad, el después famoso libro del Esprit; cuyo árido materialismo debía dar solemne mentís a cuantos habían atribuido al autor dotes felices de poético ingenio.
Puesto que hablamos de música y de filosofía,—dijo el mariscal de Luxembourg,—¿os acordáis, marquesa, del Adivino de la aldea, representado por primera vez en Fontainebleau, hace como tres años?
—Ciertamente,—contestó Juana Antonia;—el rey, a quien agradó en extremo aquella original música, quiso conocer al compositor; pero, según se supo, era una especie de oso montaraz de la Suiza, que huyó espantado al ruido de los aplausos.
—Tiene por nombre Juan Jacobo Rousseau,—dijo Malesherbes,—y es el mismo, si no me engaño, que en un notabilísimo discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, obtuvo un año después merecido premio de la Academia de Dijon, que ya en otro certamen le había también galardonado.
En efecto,—repuso el mariscal,—eso era lo que quería decir a Mad. de Pompadour. Sólo añadiré que voy a tener por vecino al oso en mi posesión de Montmorency, donde se le construye una especie de jaula, según diseño dado por él mismo. Me llevaré chasco si no salen de allí obras destinadas a hacer ruido en el mundo.
—¿De música?—preguntó Mondonville.
—¡Oh, no! dijo el mariscal; parece que ha desertado de su campo, como Mr. Helvecio del de la poesía.
—Son imperdonables tales desertores—pronunció sonriendo Juana Antonia;—mejor diré tales apóstatas de lo que hay más bello en el mundo.
—¡Ah! murmuró entre dientes Malesherbes—como si sólo se dirigiese la palabra a sí mismo:—la apostasía de Helvecio no hará perder mucho al Parnaso, ni acaso dé a la filosofía sino un soplo más de egoísmo con que disecar el alma; pero Rousseau puede ser para ella un ariete terrible contra el edificio social.
Nadie escuchó este aparte del futuro ministro de Luis el mártir, y el príncipe de Soubise dijo galantemente a la marquesa:
—Si las Musas pierden aventajados adeptos, veis en cambio, ensancharse por día, el glorioso templo de los que rinden culto al divino arte de Apeles, poseyendo en vos sacerdotisa inspirada y tutelar omnipotente. Sólo en esta mesa tenemos,—además del venturoso ahijado a quien despedimos para la tierra clásica en que brotan privilegiadamente los laureles de Guido, Rafael y Salvator Rosa,—otros varios representantes de una juventud artística que promete nuevas glorias a la patria de Lessuer, Pousin y Claudio Lorena. He allí a Lagrenée, a quien la Academia abre sus puertas, proclamándolo el Albano francés; a Greuze, que ha puesto en conmoción al mundo de los amateurs con la gracia infinita de su niña llorando por un pájaro No digo nada de otros, cuya merecida reputación está ya confirmada por mayor número de años. Las Bellas Artes no se hallan ciertamente de duelo, sino más bien de gala.
—Deseo tener la honra,—dijo Latour,—de presentar a la señora de Pompadour un niño que apenas cuenta siete años, y anuncia en su precoz disposición un genio artístico de primer orden.
—¿Su nombre?
—Santiago Luis David.
—Pues de precocidades se trata,—añadió Marmontel,
—sabed, señora, que tengo también un amiguito que aun no ha cumplido el tercer lustro, y me pide ya con empeño libretos de óperas cómicas. Se llama Andrés Ernesto Gretry, y—si cumple lo que promete su vocación prematura
—será el Moliere de la música.
—La ciencia puede citar hoy, igualmente, tempranas flores en su campo, menos fértil que el de las artes—dijo Fontenelle.—La ilustre familia de Condorcet cuenta entre sus miembros un muchacho de doce años, que—como Pascal—resuelve a esa edad difíciles problemas de geometría. Condillac tenía escrita, según me ha dicho, antes de tocar al quinto lustro, su primera obra de metafísica. Buffon se nos dió a conocer desde el comienzo del cuarto por sus notables experiencias de física; pero el rapaz de que hablo nos regalará probablemente frutos más anticipados.
—¡Bueno!—exclamó la marquesa. Celebro que aparezcan tantas nuevas lumbreras en el horizonte de la inteligencia, reemplazando a otras que se nos van oscureciendo.
—¡Ah! dijo Malesherbes, la que hemos visto extinguirse últimamente deja un vacío, señora, imposible de llenar. La jurisprudencia, la filosofía, las letras lloran a la par irreparable pérdida, y la beneficencia se une a ellas, proclamando que el sabio, el gran magistrado, el escritor profundo, merecía, además, el no menos glorioso título de padre de los pobres.
—Ciertamente,—añadió Helvecio;—de eso hablábamos hoy Diderot y yo con su deudo, el caballero de S, que ha venido a París expresamente para visitar su tumba. Nos ha referido rasgos patéticos de la caridad de su ex-tutor, a quien debe grandes obligaciones, y al que profesó siempre tal respeto, que sólo por complacerle deshizo un matrimonio de inclinación que iba a contraer en Marsella.
—¿Oyes, Huberto?—pronunció Josefina, muy bajito, al oído de su esposo.
—¡Sí, sí: calla!—contestó el joven, que escuchaba con gran interés la conversación entablada.
—¿Habéis sabido, marquesa, cierto interesante episodio de la vida del ilustre difunto, que ha sido divulgado en estos días?—preguntó el príncipe de Soubise.
—No; referídmela, si os place.
—Los albaceas del grande hombre hallaron entre sus papeles una nota de 7.500 libras, enviadas a un tal M. Main, de Cádiz, y aunque dicho apunte tenía pasada una raya, como señal de ser ya inútil, se le preguntó por curiosidad al negociante nombrado qué objeto tuviera la libranza de aquella suma. La contestación ha sido que, según órdenes del librador, se había empleado en rescatar a un marsellés, cautivo por los moros de Tetuán.
—¡Un marsellés!—exclamó la favorita—mirando a Huberto, que había dejado caer la copa que llevaba a sus labios.
—Sí: el célebre castellano de la Breda visitaba muchos veranos a su hermana Mad. d'Héricourt, residente en la bella ciudad de la Provenza.
¡Su nombre! ¡su nombre!—gritó nuestro héroe con voz trémula, poniéndose en pie sin miramiento a nada. ¡Decidme su nombre!
—El del cautivo rescatado era Robert, como el vuestro, si no me engaña la memoria.
—¡El de su libertador! ¡hablad! ¿Cuál es el nombre de su libertador misterioso?
—¿No habéis atendido a la conversación? dijo la marquesa. Se hablaba de Carlos de Secondat, barón de Montesquieu, muerto en París el 10 de febrero de este año.
—¡El 10 de febrero!—exclamó Huberto.—¡Cómo! ¿Aquel día en que se celebraban mis bodas, en que se completaba la dicha de que él había sido doblemente autor; aquel día mismo espiraba cerca de mí el ángel tutelar de mi familia?.... ¿Permaneció, pues, en la tierra sólo hasta completar invisible la obra de su bondad, y fué a recibir el premio eterno desdeñando el humilde de la gratitud humana?....
El hermoso semblante del artista se cubrió de lágrimas, que embargaron su voz por un momento; mientras todos le miraban,—suspendiendo la comida,—con asombro unos y enternecimiento otros.
—Calmaos, Mr. Robert, comenzó a decir la marquesa; pero antes que terminara su frase, el joven—fuera de sí—levantó de la mesa a Josefina, y arrancándola las flores que ornaban sus cabellos,
—¡A su tumba!—exclamó—¡á su tumba estas flores!....
¡Ven, corramos! ¡Nuestro bienhechor espera la bendición de nuestra despedida.
Dichas estas palabras, y tomando del brazo a su hermosa compañera, dejó el salón pidiendo excusa a la marquesa y a los convidados, que abandonaron todos momentáneamente la mesa.
Media hora más tarde se hallaban arrodillados los dos recién casados ante la funeraria losa en que se leía el gran nombre del barón de Montesquieu. Las flores del banquete se esparcían sobre la sepultura, y las preces de la religión se elevaban silenciosas bajo la sombría bóveda de la capilla.
¡Ah! si en la eternidad conservan las almas alguna misteriosa relación con el precario globo que abandonaron; si les es dado contemplar desde las tranquilas esferas de lo inmutable las móviles escenas de la vida terrestre; sin duda, el célebre autor de las Cartas persianas, del Ensayo sobre el gusto, de las Consideraciones sobre el origen de la grandeza y decadencia romana, y del Espíritu de las leyes,—que vivirá lo que el mundo,—no se sentirá tan halagado por la gloria que le conservarán aquellas obras en generaciones sucesivas, como lo debió quedar en el cuarto cinco de junio de esta sencilla historia, al escuchar las bendiciones de las dos nobles criaturas que velaron toda la noche regando su tumba con el llanto del reconocimiento
Nueve años después,—cierta mañana de abril,—entraba en París ancho coche de viaje, llevando a su testera un gallardo caballero y una bellísima dama, ambos en la lozanía de la vida. Ocupando los asientos del frente, veíase a una corpulenta mulata, ya algo vieja, pero frescota aún, entreteniendo con figurillas de movimiento a cuatro preciosos niños que la rodeaban, como un coro de ángeles.
El sol de Italia, que había oscurecido un tanto la antes alabastrina frente del joven padre de familia, y el carácter de viril gravedad impreso ya en su hermosa fisonomía, no le cambiaban de tal modo que no se reconociera con sólo una mirada al artista barquero,—que regresaba a la patria, cumplido el tiempo de sus estudios en la tierra clásica del arte, precediéndole la alta reputación conquistada por sus dos bellas obras de las Catacumbas de Roma y el Sepulcro de Mario.
El coche se detuvo frente casi al gran edificio de la Real Academia de Bellas Artes—que pronto habría de abrir sus puertas al viajero, contándole con orgullo entre sus miembros más dignos—y ante la de una elegante casa, mansión de Mr. Caillard.
Esperaba éste a sus hijos en medio de la familia Robert, aumentada con los maridos y la prole de las dos señoritas, casadas ya ventajosamente, y excusado es decir que fué inmenso el general regocijo en aquella reunión, largo tiempo anhelada.
Huberto Robert, sin embargo, supo arrancarse de la felicidad que por todas partes le sonreía, para llenar deberes que conceptuaba sagrados.
Quería partir en seguida a besar la mano de su rey, y a poner a las plantas de su protectora la corona artística con que una ilustre academia italiana le había premiado, recientemente, en público certamen.
En efecto, dos horas después se dirigía a Versalles un ligero carruaje, que ocupaba él solo, y daban las cinco de fría y nebulosa tarde cuando descendió a la puerta principal del regio alcázar, que le era tan conocido.
En aquel mismo instante salía por otra puerta un ataúd sin blasones, que llevaban en hombros dos groseros gañanes.
Ningún amigo, ningún criado acompañaba como doliente al solitario cadáver, conducido de prisa, sin pompa fúnebre ni religiosas preces, a su última morada en la tierra.
Huberto Robert se detuvo a mirarlo con emoción inexplicable.
Mientras tanto apareció Luis XV en el balcón más próximo, y notando que empezaba a lloviznar al dirigirse el féretro por la avenida de París, dijo bastante alto al duque de Fleuri, que asomaba la cabeza a su lado:
—¡Pobre Pompadour! creo que hará con mal tiempo su postrer viaje.
Aquel nombre hirió los oídos del artista, arrancándole un grito que hizo fijar en él las miradas del monarca. Pero aunque le reconoció éste, y hasta le llamó afectuosamente, el joven—sin saludarle siquiera—echó a correr en seguimiento del solitario ataúd que se alejaba.
Pronto la lluvia se desato con fuerza; mas a pesar de ella y de la profunda oscuridad de destemplada noche,—que les sobrecogió en el camino,—siguió el esposo de Josefina, a pie y con la cabeza descubierta, acompañando al cadáver hasta dejarlo en el convento de las Capuchinas de París, donde entró en silencio, para sepultarse en modestísima tumba, la omnipotente favorita cuyos caprichos rigieron veinte años a la Francia.
La corona del artista, colocada por él mismo sobre la fría lápida, fué la única ofrenda consagrada a su memoria.