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—Dejadlo para otro momento, mi querida Ida. ¡Alcanzo tan raras veces la felicidad de poder hablaros! Decidme solamente durante tantos días que hemos pasado sin vernos.
—¡Y qué! ¡necesitáis preguntar eso, ingrato! —exclamó la joven dándole un golpecito sobre las manos con el ramillete de flores que tenía en las suyas.
—No, mi bien, sé que me amas: pero ¡oh Ida! ¿no hay esperanzas para nosotros? ¿nunca, nunca he de poder llamarte mía? Este pensamiento ha de volverme loco.
—Dios es Todopoderoso, Kessman —repuso ella suspirando—: ¿por qué no hemos de confiar en su bondad infinita?
—¡Ida! soy pobre, lo seré siempre, y vuestro padre (perdonadme el decirlo), vuestro padre es codicioso. Jamás dará su hija, él mismo lo asegura, a un hombre que no sea tan rico como él.
—Pero vos sois noble, Kessman, y como mi buen padre es también algo vano...
—¡Noble!... ¡decís que soy noble!... ¿sé yo por ventura lo que soy? Es cierto que algunas veces me dice el conde: «Arnoldo, eres muy inclinado a la canalla y es preciso que te corrijas; porque tienes en tus venas sangre muy ilustre». Pero yo no he conocido nunca a mis padres: desde muy niño me hallé recogido como por caridad en casa de Montsalvens. No conozco a nadie por estas cercanías que tenga el apellido que a mí me dan, y que no sé a qué familia pertenece. ¡El conde es tan intratable! por más que me he aventurado en diversas ocasiones a hacerle preguntas sobre mi nacimiento, solo he podido saber que soy huérfano, que no poseo nada en el mundo, y que aunque mis padres no estaban autorizados por el cielo para darme la vida, eran personas de un rango tan elevado que no debo avergonzarme de mi origen. Esto me dicen; esto creen, sin saber los fundamentos de su creencia, las personas que me conocen; pero ni yo mismo, Ida, puedo estar seguro de que sea cierto, y aun dando por hecho que lo sea ya veis que mi suerte no es ciertamente envidiable.
62 págs. / 1 hora, 49 minutos.
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Publicado el 13 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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