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En su blanco vestido de seda, Selma estaba esbelta como un rayo de luz de luna que pasara a través del cristal de la ventana. Caminaba graciosa y rítmicamente. Hablaba en voz baja y con dulces entonaciones; las palabras salían de sus labios como gotas de rocío que cayeran de los pétalos de las flores, al agitarlas el viento.
Pero, ¡qué decir del rostro de Selma! Ninguna palabra podría describir su expresión, que reflejaba, ora gran sufrimiento interno, ora exaltación celestial.
La belleza del rostro de Selma no era clásica; era como un sueño de revelación que no se puede medir ni circundar, ni copiar con el pincel de un pintor, ni con el cincel de un escultor. La belleza de Selma no residía propiamente en sus cabellos de oro, sino en la virtud y en la pureza que los rodeaban; no en sus labios, sino en la dulzura de sus palabras; no en su cuello de marfil, sino en el suave arco de su frente. Tampoco residía su belleza en la línea perfecta de su cuerpo, sino en la nobleza de su espíritu, que ardía como una blanca antorcha entre la tierra y el cielo. Su belleza era como el don de la poesía. Pero los poetas son personas desventuradas, pues, por más alto que se eleven sus espíritus, siempre estarán envueltos en una atmósfera de lágrimas.
65 págs. / 1 hora, 54 minutos.
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Publicado el 21 de diciembre de 2017 por Edu Robsy.
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