ensatez y la
trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que
retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño
Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues,
aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más
inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los
brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que
anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las
plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del
desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su
arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad
bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana
del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la
voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no
era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se
había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que
otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó
por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de
apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el
tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de
los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol,
y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la
tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera
todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran
estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se
reveló.
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