Rosa, que quería á los animales, daba sus razones y las defendía con
astucia. Y así llegó á decidirse que tendrían un perro, un perro
pequeñito.
Empezaron á buscarlo, pero sólo encontraban perros grandes, enormes,
perros que engullían cazuelas de sopa cuya sola vista hacía estremecer.
El tendero de ultramarinos de Rollenville tenía un perro pequeño, pero
exigía dos francos con objeto de resarcirse de los gastos que para
criarlo había hecho. Y la señora Lefèvre declaró que estaba dispuesta á
dar de comer á un perro, pero que no lo compraría nunca.
Ahora bien, el panadero, que estaba al tanto de cuanto ocurría, llevó
una mañana en su carrito á un animal amarillo, casi sin patas, con
cuerpo que recordaba á los cocodrilos, cabeza de zorra y rabo de cerdo,
que podía servir para el caso. Uno de sus parroquianos quería deshacerse
de él, y la señora Lefèvre, al enterarse de que no había de costarle
nada, lo encontró perfecto. Y Rosa le dió un beso, y al preguntar cómo
le llamaban, el panadero contestó que «Pierrot».
Este texto no ha recibido aún ninguna valoración.
173 libros publicados.