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A mi hermano y a mí nos educó rudamente, enseñándonos a temer antes que a amar.
Cuando tuvimos uno catorce años y el otro quince, nos metió internos, a precio reducido, en la institución eclesiástica de Yvetot. Éste era un triste y gran edificio, lleno de curas y de alumnos casi todos destinados al sacerdocio. No puedo todavía pensar en ello sin sentir escalofríos de tristeza. Allí se olía la oración como se huele el pescado en el mercado un día de marejada. ¡Oh! ¡El triste colegio, con sus eternas ceremonias religiosas, la fría misa de cada mañana, las meditaciones, las recitaciones del evangelio, las lecturas piadosas a la cena!¡Oh! El remoto y triste tiempo pasado dentro de esos muros enclaustrados donde no se oía hablar de nada más que de Dios, del Dios tempestuoso de mi tío.
Vivíamos allá en una piedad estrecha, rumiante y forzosa, y también en una suciedad verdaderamente loable, ya que me acuerdo de que no nos hacían lavar los pies a los niños más que tres veces al año, la víspera de las vacaciones. En cuanto a los baños, los ignorábamos tan completamente como el nombre del Sr. Víctor Hugo. Nuestros maestros debían de tenerlos en gran desprecio.
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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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