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Llegó el momento del entierro. Ella llevaba varias noches sin dormir, y por la madrugada la venció el cansancio y quedó sumida en breve letargo. Entretanto llevaron el féretro a una habitación apartada, para que no oyera los martillazos.
Al despertarse quiso ver a su hijito, pero su marido le dijo llorando:
—Hemos cerrado el ataúd. ¡Había que hacerlo!
—Si Dios se muestra tan duro conmigo —exclamó ella amargamente—, ¿por qué han de ser más piadosos los hombres? —
Y prorrumpió en un llanto desesperado.
Llevaron el féretro a la sepultura, mientras la desconsolada madre permanecía junto a sus hijas, mirándolas sin verlas, siempre con el pensamiento lejos del hogar. Se abandonaba a su dolor, y éste la sacudía como el mar sacude la embarcación cuando ha perdido la vela y los remos. Así pasó el día del entierro, y siguieron otros, igualmente tristes y sombríos. Las niñas y el padre la miraban con ojos húmedos y expresión desolada, pero ella no oía sus palabras de consuelo. Por otra parte, ¿qué podían decirle cuando a todos les alcanzaba la misma desgracia?
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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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