Todas las llaves tienen su historia, y ¡hay tantas! Llaves de gentilhombre, llaves de reloj, las llaves de San Pedro... Podríamos contar cosas de todas, pero nos limitaremos a hacerlo de la llave de la casa del señor Consejero.
Aunque salió de una cerrajería, cualquiera hubiese creído que había venido de una orfebrería, según estaba de limada y trabajada. Siendo demasiado voluminosa para el bolsillo del pantalón, había que llevarla en la de la chaqueta, donde estaba a oscuras, aunque también tenía su puesto fijo en la pared, al lado de la silueta del Consejero cuando niño, que parecía una albóndiga de asado de ternera.
Se díce que cada persona tiene en su carácter y conducta algo del signo del zodíaco bajo el cual nació: Toro, Virgen, Escorpión, o el nombre que se le dé en el calendario. Pero la señora Consejera afirmaba que su marido no había nacido bajo ninguno de estos signos, sino bajo el de la «carretilla», pues siempre había que estar empujándolo.
Su padre lo empujó a un despacho, su madre lo empujó al matrimonio, y su esposa lo condujo a empujones hasta su cargo de Consejero de cámara, aunque se guardó muy bien de decirlo; era una mujer cabal y discreta, que sabía callar a tiempo y hablar y empujar en el momento oportuno.
El hombre era ya entrado en años, «bien proporcionado», según decía él mismo, hombre de erudición, buen corazón y con «inteligencia de llave», término que aclararemos más adelante. Siempre estaba de buen humor, apreciaba a todos sus semejantes y gustaba de hablar con ellos. Cuando iba a la ciudad, costaba Dios y ayuda hacerle volver a casa, a menos que su señora estuviese presente para empujarlo. Tenía que pararse a hablar con cada conocido que encontraba; y sus conocidos no eran pocos, por lo que siempre se enfriaba la comida.
La señora Consejera lo vigilaba desde la ventana.
—¡Ahí llega! —decía la criada—. Pon la sopa. ¡Vamos! Ahora se ha detenido a charlar con uno. ¡Saca el puchero del fuego, que cocerá demasiado! ¡ahora viene! ¡Vuelve la olla al fuego!
Pero no llegaba.
A veces ya estaba debajo mismo de la ventana y había saludado a su mujer con un gesto de la cabeza; pero acertaba a pasar un conocido y no podía dejar de dirigirle unas palabras. Y si luego sobrevenía un tercero, sujetaba al anterior por el ojal, y al segundo lo cogía de la mano, al propio tiempo que llamaba a otro que trataba de escabullirse.
Era para poner a prueba la paciencia de la Consejera.
—¡Consejero, consejero! —exclamaba—. ¡Ay! Este hombre nació bajo el signo de la carretilla; no se mueve del sitio, como no le empujen.
Era muy aficionado a entrar en las librerías y ojear libros y revistas. Pagaba un pequeño honorario a su librero a cambio de poderse llevar a casa los libros de nueva publicación. Se le permitía cortar las hojas en sentido longitudinal, mas no en el transversal, pues no hubieran podido venderse como nuevos. Era, en todos los aspectos, un periódico viviente, pues estaba enterado de noviazgos, bodas, entierros, críticas literarias y comadrerías ciudadanas, y solía hacer misteriosas alusiones a cosas que todo el mundo ignoraba. Las sabía por la llave de la casa.
Desde sus tiempos de recién casados, los Consejeros vivían en casa propia, y desde entonces tenían la misma llave. Lo que no conocían aún eran sus maravillosas virtudes; éstas no las descubrieron hasta más tarde.
Reinaba a la sazón Federico VI. En Copenhague no había aún ni gas ni faroles de aceite, como no existían tampoco el Tivoli ni el Casino, ni tranvías, ni ferrocarriles. Había pocas diversiones, en comparación con las de hoy.
Los domingos era costumbre dar un paseo hasta la puerta del cementerio. Allí, la gente leía las inscripciones funerarias, se sentaba en la hierba, merendaba y echaba un traguito. O bien se llegaba hasta Friedrichsberg, a escuchar la banda militar que tocaba frente a palacio, y donde se congregaba mucho público para ver a la familia real remando en los estrechos canales, con el Rey al timón y la Reina saludando desde la barca a todos los ciudadanos sin distinción de clases. Las familias acomodadas de la capital iban allí a tomar el té vespertino. En una casita de campo situada delante del parque les suministraban agua hirviendo, pero la tetera debían traérsela ellos.
Allí se dirigieron los Consejeros una soleada tarde de domingo; la criada los precedía con la tetera, un cesto con la comida y la botella de aguardiente de Spendrup.
—Coge la llave de la calle —dijo la Consejera—, no sea que a la vuelta no podamos entrar en casa. Ya sabes que cierran al oscurecer, y que esta mañana se rompió el cordón de la campanilla. Volveremos tarde. A la vuelta de Frederichsberg tenemos que ir a Vesterbro, a ver la pantomima de «Arlequín» en el teatro Casortis. Los personajes bajan en una nube. Cuesta dos marcos la entrada.
Y fueron a Frederichsberg, oyeron la música, vieron la lancha real con la bandera ondeante, y vieron también al anciano monarca y los cisnes blancos. Después de una buena merienda se dirigieron al teatro, pero llegaron tarde.
Los números de baile habían terminado, y empezado la pantomima. Como de costumbre, llegaron tarde por culpa del Consejero, que se había detenido cincuenta veces en el camino a charlar con un conocido y otro. En el teatro se encontró también con buenos amigos, y cuando terminó la función hubo que acompañar a una familia al «puente» a tomar un vaso de ponche; era inexcusable, y sólo tardarían diez minutos; pero estos diez minutos se convirtieron en una hora; la charla era inagotable. De particular interés resultó un barón sueco, o tal vez alemán, el Consejero no lo sabía a punto fijo; en cambio, retuvo muy bien el truco de la llave que aquél le enseñó, y que ya nunca más olvidaría. ¡Fue la mar de interesante! Consistía en obligar a la llave a responder a cuanto se le preguntara, aun lo más recóndito.
La llave del Consejero se prestaba de modo particular a la experiencia, pues tenía el paletón pesado. El barón pasaba el índice por el ojo de la llave y dejaba a ésta colgando; cada pulsación de la punta del dedo la ponía en movimiento, haciéndole dar un giro, y si no lo hacía, el barón se las apañaba para hacerle dar vueltas disimuladamente a su voluntad.
Cada giro era una letra, empezando desde la A y llegando hasta la que se quisiera, según el orden alfabético. Una vez obtenida la primera letra, la llave giraba en sentido opuesto; se buscaba entonces la letra siguiente, y así hasta obtener, con palabras y frases enteras, la respuesta a la pregunta. Todo era pura charlatanería, pero resultaba divertido. Este fue el primer pensamiento del Consejero, pero luego se dejó sugestionar por el juego.
—¡Vamos, vamos! —exclamó, al fin, la Consejera—. A las doce cierran la puerta de Poniente. No llegaremos a tiempo, sólo nos queda un cuarto de hora. ¡Ya podemos correr!
Tenían que darse prisa. Varias personas que se dirigían a la ciudad se les adelantaron. Finalmente, cuando estaban ya muy cerca de la caseta del vigilante, dieron las doce y se cerró la puerta, dejando a mucha gente fuera, entre ella a los Consejeros con la criada, la tetera y la canasta vacía. Algunos estaban asustados, otros indignados, cada cual se lo tomaba a su manera. ¿Qué hacer?
Por fortuna, desde hacía algún tiempo se había dado orden de dejar abierta una de las puertas: la del Norte. Por ella podían entrar los peatones en la ciudad, atravesando la caseta del guarda.
El camino no era corto, pero la noche era hermosa, con un cielo sereno y estrellado, cruzado de vez en cuando por estrellas fugaces. Croaban las ranas en los fosos y en el pantano. La gente iba cantando, una canción tras otra, pero el Consejero no cantaba ni miraba las estrellas, y como tampoco miraba donde ponía los pies, se cayó, cuan largo era, sobre el borde del foso. Cualquiera habría dicho que había bebido demasiado, mas lo que se le había subido a la cabeza no era el ponche, sino la llave.
Finalmente, llegaron a la puerta Norte, y por la caseta del guarda entraron en la ciudad.
—¡Ahora ya estoy tranquila! —dijo la Consejera—. Estamos en la puerta de casa.
—Pero, ¿dónde está la llave? —exclamó el Consejero. No la tenía ni en el bolsillo trasero ni el lateral.
—¡Dios nos ampare! —dijo la Consejera—. ¿No tienes la llave? La habrás perdido en tus juegos de manos con el barón. ¿Cómo entraremos ahora? El cordón de la campanilla se rompió esta mañana, como sabes, y el vigilante no tiene llave de la casa. ¡Es para desesperarse!
La criada se puso a chillar. El Consejero era el único que no perdía la calma.
—Hay que romper un vidrio de la droguería —dijo—. Despertaremos al tendero y entraremos por su tienda. Me parece que será lo mejor.
Rompió un cristal, rompió otro, y gritando: «¡Petersen!», metió por el hueco el mango del paraguas. Del interior llegó la voz de la hija del droguero, el cual abrió la puerta de la tienda, gritando: «¡Vigilante!», y antes de que hubiese tenido tiempo de ver y reconocer a la familia consejeril y de abrirle la puerta, silbó el vigilante, y de la calle contigua le respondió su compañero con otro silbido. Empezó a asomarse gente a las ventanas:
—¿Dónde está el fuego? ¿Qué es ese ruido? —se preguntaban mutuamente, y seguían preguntándoselo todavía cuando ya el Consejero estaba en su piso, se quitaba la chaqueta y... aparecía la llave; no en el bolsillo, sino en el forro; se había metido por un agujero que, desde luego, no debiera de estar allí.
Desde aquella noche, la llave de la calle adquirió una particular importancia, no sólo cuando se salía, sino también cuando la familia se quedaba en casa, pues el Consejero, en una exhibición de sus habilidades, formulaba preguntas a la llave y recibía sus respuestas. Pensaba él antes la respuesta más verosímil y la hacía dar a la llave. Al fin, él mismo acabó por creer en las contestaciones, muy al contrario del boticario, un joven próximo pariente de la Consejera.
Dicho boticario era una buena cabeza, lo que podríamos llamar una cabeza analítica. Ya de niño había escrito críticas sobre libros y obras de teatro, aunque guardando el anonimato, como hacen tantos. No creía en absoluto en los espíritus, y mucho menos en los de las llaves.
—Verá usted, respetado señor Consejero —decía—: creo en la llave y en los espíritus de las llaves en general, tan firmemente como en esta nueva ciencia que empieza a difundirse, en el velador giratorio y en los espíritus de los muebles viejos y nuevos. ¿Ha oído, hablar de ello? Yo sí. He dudado, ¿sabe usted?, pues soy algo escéptico; pero me convertí al leer una horripilante historia en una prestigiosa revista extranjera. ¡Imagínese señor Consejero! Voy a relatárselo todo, tal como lo leí. Dos muchachos muy listos vieron cómo sus padres evocaban el espíritu de una gran mesa del comedor. Estaban solos e intentaron infundir vida a una vieja cómoda, imitando a sus padres. Y, en efecto, brotó la vida, se despertó el espíritu, pero no toleraba órdenes dadas por niños. Se levantó con tanta furia, que todo la cómoda crujía; abrió todos los cajones, y con las patas —las patas de la cómoda— metió a un chiquillo en cada cajón, echando luego a correr con ellos escaleras abajo y por la calle, hasta el canal, en el que se precipitó; los pequeños murieron ahogados. Los cadáveres recibieron sepultura en tierra cristiana, pero la cómoda fue conducida ante el tribunal, acusada de infanticidio y condenada a ser quemada viva en la plaza pública.
—¡Así lo he leído! —dijo el boticario—. Lo he leído en una revista extranjera, conste que no me lo he inventado. ¡Que la llave me lleve, si no digo verdad! ¡Lo juro por ella!
El Consejero consideró que se trataba de una broma demasiado grosera. Jamás los dos pudieron ponerse de acuerdo en materia de llaves; el boticario era cerrado a ellas.
El Consejero hizo muchos progresos en la ciencia llaveril. La llave se convirtió en su pasión, en la revelación de su ingenio.
Una noche, cuando el Consejero se disponía a acostarse y estaba ya medio desnudo, alguien llamó a su cuarto desde el pasillo. Era el tendero, que se presentaba a pesar de lo avanzado de la hora. Iba él también a medio vestir, pero, según dijo, se le había ocurrido una idea y temía no poder guardarla toda la noche.
—Se trata de mi hija Lotte—Lene; quisiera hablarle de ella. Es bonita, está confirmada y desearía colocarla bien.
—¡Todavía no soy viudo! —dijo el Consejero, con una sonrisa satisfecha—. Ni tengo tampoco un hijo a quien poder ofrecerle.
—Usted ya me entiende, señor Consejero —replicó el droguero—. Mi hija toca el piano y sabe cantar; la habrán oído desde aquí. No tienen idea de lo que es capaz la chiquilla; sabe imitar la manera de hablar y los ademanes de cualquier persona. Para el teatro está que ni pintada, y ésta es una buena carrera para muchachas bonitas y de buena familia. A lo mejor se casan con un conde, pero en esto no es en lo que pensamos, ni yo ni Lotte—Lene. Sabe cantar y sabe tocar el piano. últimamente estuve con ella en la escuela de canto. Lo hizo bien, pero no tiene eso que yo llamo voz campanuda, ni tampoco ese grito de canario que alcanza las notas más altas y que se exige a las cantantes, por lo cual me disuadieron de que emprendiese esta carrera. En fin, me dije, si no puede ser cantante, podrá ser actriz; aquí sólo es cuestión de hablar. Esta mañana hablé del caso con el instructor, como lo llaman. «¿Es instruida?», me preguntó. «No, en absoluto», le respondí. «La cultura es necesaria para una artista», replicó él. Puede todavía adquirirla, pensé, y me volví a casa. Acaso si fuera a una biblioteca circulante y leyera lo que hay en ella, me dije. Y esta noche, cuando me disponía a desnudarme, se me ocurrió de pronto una idea: ¿Por qué alquilar libros cuando se pueden tener de prestado? El Consejero tiene muchos y se los dejará leer. En ellos hay toda la ciencia que necesita, y además los tendrá gratis.
—Lotte—Lene, ¡simpática chica! —respondió el Consejero—, una linda muchacha. No le faltarán libros para leer. Pero, ¿tiene eso que llaman rasgos de ingenio, cómo le diré yo, algo de genial, genio, en fin? Y otra cosa no menos importante: ¿tiene suerte?
—Sacó dos veces en la tómbola —dijo el tendero—: la primera, un armario ropero, y la segunda, seis pares de sábanas. Como suerte, no está mal.
—Voy a preguntar a la llave —dijo el Consejero.
Y poniéndola sobre su índice derecho y el del tendero, la hizo girar, sacando letra tras letra.
La llave dijo: «Victoria y suerte». Y con ello quedó sellado el porvenir de Lotte—Lene.
El Consejero le dio inmediatamente dos libros: «Dyveke» y «Trato con las personas», de Khigge.
Desde aquella noche empezó una relación más íntima entre LotteLene y el Consejero. Subía a menudo de visita, y el señor la encontraba una muchacha juiciosa, que creía en él y en la llave. La Consejera veía algo de infantil e ingenuo en la franqueza con que confesaba su extrema ignorancia. El matrimonio se aficionó a ella y a los suyos, cada uno a su manera.
—¡Huele tan bien arriba! —decía Lotte—Lene.
Había un perfume, una fragancia, un olor a manzanas en el pasillo, donde la Consejera tenía un barril de manzanas de Gravenstein; y en todas las habitaciones olía a rosas y a espliego.
—¡Es tan bonito! —exclamaba Lotte—Lene. Y sus ojos se recreaban en la profusión de hermosas flores que la señora tenía siempre allí; hasta en pleno invierno florecían ramas de lilas y de cerezo. Las ramas cortadas y deshojadas eran puestas en agua, y en la caldeada habitación no tardaban en dar flores y hojas.
—Diríase que las ramas desnudas no tienen vida, y fíjate cómo resucitan.
—Nunca se me habría ocurrido —decía Lotte—Lene—. Es hermosa la Naturaleza, después de todo.
Y el Consejero le mostró su cuaderno de la llave, donde tenía anotadas muchas cosas sorprendentes que la llave había dicho, incluso acerca de media tarta de manzana que había desaparecido del armario, precisamente una noche en que la criada había recibido la visita de su enamorado.
El Consejero había preguntado a la llave: «¿Quién se comió el pastel, el gato o el novio?». Y la llave respondió: «El novio». El Consejero ya lo había sospechado antes de preguntarlo, y la criada lo confesó. Aquella maldita llave lo sabía todo.
—¿Verdad que es notable? —dijo el Consejero—. ¡La llave, la llave! Y de Lotte—Lene dijo: «Victoria y suerte». Ya veremos. Yo así lo creo.
—¡Es estupendo! —dijo Lotte—Lene.
La señora Consejera no estaba tan segura, pero se guardaba sus dudas en presencia de su marido; más tarde confió a Lotte—Lene que el Consejero, en su juventud, estuvo loco por el teatro. Si entonces alguien lo hubiese empujado, indudablemente se habría distinguido como actor, pero la familia se lo había quitado de la cabeza. Quería salir a escena, y con este propósito llegó a escribir una comedia.
—Es un gran secreto esto que acabo de confiarle, mi querida Lotte—Lene. La obra no era mala, pues la aceptaron en el Teatro Real, aunque la silbaron y ya no se ha vuelto a hablar de ella; pero yo me alegro. Soy su esposa y lo conozco. Ahora usted quiere seguir su mismo camino. Le deseo mucha suerte, pero yo no creo que la cosa marche, no tengo fe en la llave de la calle.
Lotte—Lene sí tenía, fe, y en esto coincidía con el Consejero.
Sus corazones latían al unísono con toda honestidad y respeto mutuo. Por otra parte, la muchacha poseía virtudes que la Consejera apreciaba en alto grado. Sabía elaborar fécula de patata, confeccionar guantes de seda con medias viejas, forrarse sus zapatos de baile, a pesar de que tenía medios para comprárselos nuevos. Según decía el tendero, guardaba chelines en el cajón de la mesa, y obligaciones en el arca de caudales. Sería una esposa excelente para el boticario, pensaba la Consejera; pero se lo callaba y no quería que lo dijese tampoco la llave. El boticario no tardaría en establecerse; pensaba poner una farmacia en una ciudad cercana.
Lotte—Lene leía constantemente «Dyveke» y la obra de Knigge «Trato con los hombres». Leía aquellos dos libros desde hacía dos años, y se sabía el «Dyveke » de memoria, de cabo a rabo, en todos los papeles. Sin embargo, sólo quería representar uno: el de Dyveke, mas no en la capital, donde todo eran envidias y no la querían. Su proyecto era empezar su carrera artística, como decía el Consejero, en una populosa ciudad de provincias.
Y se dio la extraña coincidencia de que fue precisamente en la ciudad en que acababa de establecerse el boticario, el más joven de su profesión, aunque no el único.
Llegó al fin la gran noche, esperada con tanta expectación. LotteLene se hallaba camino de la victoria y la felicidad, según había pronosticado la llave. El Consejero no estaba presente; yacía en cama, cuidado por la Consejera, que le ponía toallas calientes y le administraba manzanilla.
El matrimonio no asistió a la representación de «Dyveke», pero sí el boticario, el cual escribió luego una carta a su parienta, la Consejera.
«El cuello de la Dyveke fue lo mejor de todo —escribía—. Si hubiese tenido en el bolsillo la llave del Consejero, la habría sacado para silbar. Se lo merecía la artista y se lo merecía la llave, que de modo tan desvergonzado le pronosticó victoria y suerte».
El Consejero leyó la carta. Era maldad pura, dijo, llavifobia que se cebaba en la inocente muchacha.
No bien se hubo levantado y volvió a ser un hombre de cuerpo entero, envió al boticario una misiva tan breve como emponzoñada; éste respondió como si no hubiese visto en ella más que broma y buen humor.
Le daba las gracias por toda su anterior y espontánea contribución a difundir el valor incalculable y la incomparable importancia de la llave, y a continuación comunicaba en confianza al Consejero que, paralelamente a sus actividades de boticario, estaba escribiendo una gran novela sobre llaves, en la que todos los personajes eran única y exclusivamente llaves. La de la calle era el protagonista, naturalmente, y la del Consejero le había servido de modelo, dotada como estaba del don profético y sibilino. En torno a ella giraban las demás llaves: la antigua de gentilhombre, habituada al esplendor y las solemnidades de la Corte; la llave del reloj, pequeña, delicada y distinguida, que costaba cuatro chelines en la quincallería; la del banco de la iglesia, de condición clerical y que vio espíritus una noche que se había quedado en la cerradura; la de la despensa, del cuarto de la leña y de la bodega... todas salían, girando en torno a la de la calle. Al sol brillaba como plata, y el viento, ese espíritu cósmico, se entraba en ella y la hacía cantar como una flauta. Era la llave por antonomasia, la llave del Consejero; y en adelante sería la de la puerta del cielo, la del soberano Pontífice, infalible como él.
—¡Maldad! —dijo el Consejero—. ¡Maldad y envidia! —. Nunca volvieron a verse él y el boticario. Mejor dicho, se vieron en el entierro de la Consejera.
Fue la primera en morir.
En la casa reinaban el luto y la soledad. Hasta las ramas de cerezo que habían dado nuevas yemas y flores, manifestaron su dolor y se marchitaron. Quedaron abandonadas, no cuidadas por nadie.
El Consejero y el boticario siguieron tras el féretro, el uno al lado del otro, como los dos parientes más próximos. Ni la ocasión ni el estado de ánimo convidaban a las pullas y disputas.
Lotte—Lene puso el crespón de luto en el sombrero del Consejero. Volvía a estar en su casa desde hacia tiempo, sin haber encontrado la victoria y la suerte en el camino del Arte. Pero no debía desesperar; Lotte—Lene tenía ante sí un porvenir. La llave lo había dicho, y el Consejero también.
Subió a verlo y hablaron de la difunta; lloraron, pues Lotte—Lene era sensible. Luego hablaron de Arte, y Lotte—Lene recobró sus ánimos.
—La vida del teatro es encantadora —decía—. ¡Pero hay tanta comadrería y tanta envidia! Prefiero seguir mi propio camino. Primero yo, después el Arte.
Lleva razón Knigge, en lo que dice sobre los actores; ella lo veía, y la llave se equivocó; pero la muchacha no se lo dijo al Consejero. Lo amaba.
Mientras duró el año del luto, la llave de la calle fue para él un consuelo y un estímulo. Le planteó la pregunta, y ella respondió. Y terminado el año, una noche que estaba con la muchacha y el aire era propicio a las expansiones sentimentales, preguntó a la llave:
—¿Me casaré? ¿Y con quién?
No había nadie para empujarlo, pero él empujó a la llave, la cual dijo:
—¡Lotte—Lene!
Dicho y hecho: Lotte—Lene se convirtió en Consejera.
«Victoria y suerte».
¡Lo que había profetizado la llave!