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He aquí la receta: mézclese el fresco aroma de las hierbas de montaña con la menta y el tomillo de los valles. Lo que el aroma tiene de pesado, lo absorben las nubes suspendidas en la atmósfera para verterlo luego sobre los bosques vecinos; pero la esencia sutil del perfume se convierte en aire, ligero y puro, cada vez más puro. Aquélla era la bebida matinal de Rudi.
Los rayos del sol, los hijos del astro que nos traen sus bendiciones, besaban las mejillas del niño, y el vértigo, que merodeaba por aquellos parajes acechándolo, no se atrevía a acercarse a él. Las golondrinas de la casa del abuelo, que formaban allá abajo no menos de siete nidos, volaban hasta él y las cabras, trinando alegremente: «¡A mí y a ti, a ti y a mí!». Traían saludos de la casa, incluso de las dos gallinas, las únicas aves con quien Rudi no mantenía relaciones.
Aunque era muy pequeño, había corrido ya bastante mundo. Nacido en el cantón de Wallis, lo habían traído del lado de acá de las montañas. Más tarde había ido a pie hasta la cascada cercana, que, bajando de la Jungfrau, ese pico deslumbrante cubierto de nieves perpetuas, flota en el aire como un velo de plata. También había estado en el gran glaciar de Grindelwald, pero ésta fue una triste historia, pues su madre había encontrado allí la muerte. — Allí terminó la alegría de Rudi —decía el abuelo— En sus primeros años estaba siempre sonriente, y no sabía lo que era llorar, según escribía su madre, pero desde el día en que cayó en la grieta del glaciar, su carácter había cambiado. Por lo demás, al abuelo no le gustaba hablar de aquel episodio, pero todas las gentes de la montaña lo conocían. He aquí cómo fue:
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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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