Lo que Contaba la Vieja Juana

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Silba el viento entre las ramas del viejo sauce.

Se diría que se oye una canción; el viento la canta, el árbol la recita. Si no la comprendes, pregunta a la vieja Juana, la del asilo; ella sabe de esto, pues nació en esta parroquia.

Hace muchos años, cuando aún pasaba por aquí el camino real, el árbol era ya alto y corpulento. Estaba donde está todavía, frente a la blanca casa del sastre, con sus paredes entramadas, cerca del estanque; que entonces era lo bastante grande para abrevar el ganado y para que, en verano, se zambulleran y chapotearan desnudos los niños de la aldea.

Junto al árbol habían erigido una piedra miliar; hoy está decaída e invadida por las zarzamoras.

La nueva carretera fue desviada hacia el otro lado de la rica finca; el viejo camino real quedó abandonado, y el estanque se convirtió en una charca, invadida por lentejas de agua. Cuando saltaba una rana, el verde se separaba y aparecía el agua negra; en torno crecían, y siguen creciendo, espadañas, juncos e iris amarillos.

La casa del sastre envejeció y se inclinó, y el tejado se convirtió en un bancal de musgo y siempreviva; se derrumbó el palomar, y el estornino estableció en él su nido; las golondrinas construyeron los suyos alineados bajo el tejado y en el alero, como si aquélla fuese una casa afortunada.

Antaño lo había sido; ahora estaba solitaria y silenciosa. Solo y apático vivía en ella el «pobre Rasmus», como lo llamaban. Había nacido allí, allí había jugado de niño, saltando por campos y setos, chapoteando en el estanque y trepando a la copa del viejo sauce.

Este extendía sus grandes ramas, como las extiende todavía; pero la tempestad había curvado ya el tronco, y el tiempo había abierto una grieta en él, que el viento y la intemperie habían cuidado de llenar de tierra. De aquella tierra habían nacido hierba y verdor; incluso había brotado un pequeño serbal.

Cuando, en primavera, llegaban las golondrinas, volaban en torno al árbol y al tejado, pegaban su barro y construían sus nidos, mientras el pobre Rasmus tenía el suyo completamente abandonado, sin cuidar de repararlo, ni siquiera sustentarlo.

—¡Qué más da! —exclamaba, lo mismo que decía ya su padre.

Él se quedaba en su casa, mientras las golondrinas se marchaban y volvían, los fieles animalitos. También se marchaba y volvía el estornino, con su canción aflautada. En otro tiempo, Rasmus competía con él en cantar, pero ahora ya no cantaba ni tocaba la flauta.

Silbaba el viento entre el viejo sauce, y sigue silbando; parece como si se oyera una canción; el viento la canta, el árbol la recita. Si no la comprendes, ve a preguntar a la vieja Juana, la del asilo; ella sabe de estas cosas de otros tiempos: es como una crónica con estampas y viejos recuerdos.

Cuando la casa era nueva y estaba en buen estado, se trasladaron a ella Ivar Ulze, el sastre del pueblo, y su mujer Maren, un matrimonio honrado y laborioso. Por aquellas fechas, la vieja Juana era una niña, hija del zuequero, uno de los más pobres de la parroquia. Más de una vez había recibido pan y mantequilla de Maren, a quien no faltaba comida. Estaba en buenas relaciones con la propietaria de la finca, la veían siempre alegre y risueña, no se intimidaba, y si sabía usar la boca, no menos sabía servirse de las manos: la aguja corría tan ligera como la lengua, sin que por eso se olvidase del cuidado de su casa y de sus hijos, casi una docena, pues eran once; el duodécimo no llegó.

—Los pobres tienen siempre el nido lleno de crías —gruñía el propietario de la casa—. Si se pudiesen ahogar como se hace con los gatos, dejando sólo uno o dos de los más robustos, todos saldrían ganando.

—¡Dios misericordioso! —exclamaba la mujer del sastre—. Los hijos son una bendición divina, son la alegría de la casa. Cada niño, es un padrenuestro más. Si se hace difícil saciar a tantas bocas, uno se esfuerza más y encuentra consejo y apoyo en todas partes. Nuestro Señor no nos abandona si no lo abandonamos nosotros.

La propietaria estaba de acuerdo con Maren, la aprobaba con un gesto de la cabeza y le acariciaba la mejilla; lo había hecho muchas veces, e incluso la había besado, pero entonces la señora era una niña, y Maren, su niñera. Las dos se querían, y siguieron queriéndose.

Cada año, para las Navidades, de la finca del propietario enviaban provisiones a casa del sastre: un barril de harina, un cerdo, dos patos, otro barril de manteca, queso y manzanas. Todo aquello ayudaba a llenar la despensa. Entonces, Ivar Ulze se mostraba satisfecho, pero no tardaba en volver con su estribillo:

—¡Qué más da!

La casa estaba hecha un primor, con cortinas en las ventanas y también flores: claveles y balsaminas. Un alfabeto de bordadora colgaba, bien enmarcado, en la pared, y a su lado una «dedicatoria» en verso, obra de la propia Maren Ulze, que tenía maña en componer rimas. No estaba poco orgullosa de su apellido de «Ulze»; era la única palabra de la lengua que rimaba con «Sülze», que significa gelatina.

—¡No deja de ser una ventaja! —decía riendo. Estaba siempre de buen humor, y nunca se le oía decir, como a su marido: «¡Para qué!». Su expresión habitual era: «¡A Dios rogando y con el mazo dando!». Ella lo hacía así, y las cosas marchaban bien. Los hijos crecieron, dejaron el nido, se fueron a tierras lejanas y salieron todos de buena índole. Rasmus era el menor, tan hermoso de niño, que uno de los más renombrados pintores de la ciudad se brindó a pintarlo, tal como había venido al mundo. El retrato estaba ahora en el palacio real; la propietaria lo había visto allí, y reconoció al pequeño Rasmus a pesar de ir en cueros.

Pero llegaron malos tiempos. El sastre sufría de artritismo en las dos manos, se le formaron gruesos nódulos, y tanto los médicos como la curandera Stine se declararon impotentes.

—¡No hay que desanimarse! —decía Maren—. De nada sirve agachar la cabeza. Puesto que las manos del padre no pueden ayudarnos, procuraré yo dar más ligereza a las mías. El pequeño Rasmus puede también tirar de la aguja.

Se sentaba ya a la mesa de coser, cantando como una flauta; era un chiquillo muy alegre.

Pero no debía quedarse todo el día sentado allí, decía la madre; habría sido un pecado contra el pequeño; tenía también que jugar y saltar.

Juana, la hija del zuequero, era su mejor compañera de juego. Su familia era aún más pobre que la de Rasmus. No era bonita, y andaba descalza; llevaba los vestidos rotos, pues nadie cuidaba de ella, y jamás se le ocurría hacerlo ella misma; no era sino una niña, alegre como el pajarillo al sol de Nuestro Señor.

Rasmus y Juana solían jugar junto a la piedra miliar bajo el corpulento sauce.

El tenía grandes ideas; quería ser un buen sastre y vivir en la ciudad, donde había maestros que tenían diez oficiales en torno a su mesa; lo sabía por su padre. Allí se haría él oficial y luego maestro; Juana iría a visitarlo, y si sabía cocinar, prepararía la comida para los dos y tendría su propia habitación.

A Juana le parecía todo aquello un tanto improbable, pero Rasmus no dudaba de que todo sucedería al pie de la letra.

Y así se pasaban las horas bajo el viejo árbol, mientras el viento silbaba a través de sus ramas y hojas; era como si el viento cantara y el árbol recitara.

En otoño caían las hojas, y la lluvia goteaba de las ramas desnudas.

—¡Ya reverdecerán! —decía la mujer.

—¡Qué más da! —replicaba el hombre—. Año Nuevo, nuevas preocupaciones para salir del paso.

—Tenemos la despensa llena —observaba ella—. Y podemos dar gracias a la señora. Yo estoy sana y no me faltan energías. Sería un pecado quejamos.

Las Navidades las pasaban los propietarios en su finca, pero a la semana después de Año Nuevo volvían a la ciudad, donde residían durante el invierno, contentos y satisfechos, asistiendo a bailes y fiestas, invitados incluso a palacio.

La señora había recibido de Francia dos preciosos vestidos. Nunca la sastresa Maren había visto una tela, un corte y una costura como aquéllos. Pidió permiso a la propietaria para ir con su marido a ver los vestidos, pues para un sastre de pueblo era una cosa jamás vista.

El hombre los examinó sin decir palabra, y, ya de vuelta en su casa, no hizo más comentario que su habitual:

—¡Qué más da!

Y por una vez, sus palabras eran sensatas.

Los señores regresaron a la ciudad, donde se reanudaron los bailes y las fiestas; pero en medio de todas aquellos diversiones murió el anciano señor, y su esposa no pudo ya lucir sus magníficos vestidos. Quedó muy apesadumbrada y se puso de riguroso luto de pies a cabeza; no toleró ni una cinta blanca. Todos los criados iban de negro, e incluso el coche de gala fue recubierto de paño de este color.

Una noche gélida, en que brillaba la nieve y centelleaban las estrellas, llegó de la ciudad la carroza fúnebre conduciendo el cadáver, que debía recibir sepultura en el panteón familiar del cementerio del pueblo.

El administrador y el alcalde esperaban a caballo, sosteniendo antorchas encendidas, ante la puerta del camposanto. La iglesia estaba iluminada, y el sacerdote recibió el cadáver en la entrada del templo. Llevaron el féretro al coro, acompañado de toda la población. Habló el párroco y se cantó un coral. La señora se hallaba también presente en la iglesia; había hecho el viaje en el coche de gala cubierto de crespones; en la parroquia nunca habían presenciado un espectáculo semejante.

Durante todo el invierno se estuvo hablando en el pueblo de aquella solemnidad fúnebre: el «entierro del señor».

—En él se vio lo importante que era —comentaba la gente del pueblo—. Nació en elevada cuna, y fue enterrado con grandes honores.

—¡Qué más da! —dijo el sastre—. Ahora no tiene ni vida ni bienes. A nosotros al menos nos queda una de las dos cosas.

—¡No hables así! —le riñó Maren—. Ahora goza de vida eterna en el cielo.

—¿Cómo lo sabes, Maren? —preguntó el sastre—. Un muerto es buen abono. Pero ése era demasiado noble para servir de algo en la tierra; tiene que reposar en la cripta.

—¡No digas impiedades! —protestó Maren—. Te repito que goza de vida eterna.

—¿Quién te lo ha dicho, Maren? —repitió el sastre.

Maren echó su delantal sobre el pequeño Rasmus; no quería que oyese aquellos desatinos. Se lo llevó llorando, a la choza, y le dijo:

—Lo que oíste, hijo mío, no fue tu padre quien lo dijo, sino el demonio, que estaría en la habitación e imitó su voz. Reza el Padrenuestro. Lo rezaremos los dos.

Y juntó las manos del niño.

—Ahora vuelvo a estar contenta —dijo—. Confía en ti y en Dios Nuestro Señor.

Pasado un año, la viuda se puso de medio luto; la alegría había vuelto a su corazón.

Corría el rumor de que tenía un pretendiente y pensaba volver a casarse. Maren sabía algo de ello, y el párroco un poco más aún.

El Domingo de Ramos, después del sermón, habían de leerse las amonestaciones de la viuda y su prometido, el cual era algo así como picapedrero o escultor, no se sabía a ciencia cierta por aquellas fechas; Thorwaldsen y su arte no andaban todavía en todas las bocas. El nuevo propietario no era noble, aunque sí hombre de categoría. Nadie entendía a punto fijo en qué se ocupaba, pero se decía que tallaba estatuas, y era muy experto en su trabajo, además de joven y guapo.

—¡Qué más da! —dijo el sastre Ulze.

El Domingo de Ramos fueron amonestados, luego se cantó un coral y se administró la comunión. El sastre, su mujer y el pequeño Rasmus estaban en la iglesia; los padres comulgaron, pero el pequeño permaneció sentado en el banco, pues aún no había recibido la confirmación. En los últimos tiempos andaban escasos de ropas en casa del sastre; los trajes viejos estaban usadísimos y llenos de remiendos y piezas; pero aquel día los tres llevaban vestidos nuevos, aunque negros, como si asistiesen a un entierro; estaban confeccionados con las telas que habían recubierto el coche fúnebre. Había salido una chaqueta y unos pantalones para el marido, un vestido cerrado hasta el cuello para Maren, y para Rasmus, un traje completo que le serviría para la confirmación cuando llegase la hora; se lo habían hecho holgado, adrede. En toda aquella indumentaria se invirtió la totalidad de la tela que tapizaba el coche, tanto por dentro como por fuera. Nadie tenía por qué saber de dónde procedía aquel paño, y, no obstante, pronto corrió la voz; Stine la curandera y otras comadres de su misma calaña pronosticaron que aquellos vestidos llevarían la peste y la enfermedad a la casa.

—Sólo para bajar a la tumba hay que vestirse con ropas funerarias.

La Juana del zuequero lloraba al oír estos comentarios; y como resultó que desde aquel día fue empeorando la salud del sastre, se echaba de ver a quién le tocaría pronto el turno de llorar.

Y así fue.

El primer domingo después de la Trinidad falleció el sastre Ulze, y Maren quedó sola al cuidado de la casa. Y siguió llevándola y manteniéndola unida, sin perder nunca la confianza en sí misma y en Dios.

Al año siguiente, Rasmus fue confirmado. Había sonado para él la hora de trasladarse a la ciudad como aprendiz en casa de un sastre de renombre, que, si no tenía doce oficiales en su mesa, siquiera tenía uno. El pequeño Rasmus valía por medio, y estaba contento y alegre; pero Juana lloraba, pues lo quería más de lo que ella misma creyera. La mujer del sastre se quedó en la vieja casa, y continuó el negocio de su marido.

Sucedía esto por el tiempo en que se inauguró el nuevo camino real. El antiguo, que pasaba por delante de la vivienda del sastre, quedó como camino vecinal; la vegetación invadió el estanque, que pronto quedó convertido en una charca llena de lentejas de agua. Se volcó la piedra miliar, pues ya no servía de nada, pero el árbol siguió viviendo, robusto y hermoso; el viento silbaba entre sus ramas y hojas.

Se marcharon las golondrinas y se marchó también el estornino, para regresar a la primavera siguiente, y a la cuarta vez volvió también con ellos Rasmus. Había pasado el examen de oficial sastre y era un mozo guapo, aunque delgaducho. Su intención era cargarse la mochila a la espalda y marcharse a ver mundo, pero su madre deseaba retenerlo consigo. En ningún sitio se está tan bien como en casa. Los demás hijos se habían desperdigado todos, él era el más joven y debía quedarse con su madre. Trabajo no iba a faltarle, ni mucho menos; podría recorrer la comarca como sastre ambulante, trabajando quince días en un lugar y otros quince en otro. También esto sería viajar. Y Rasmus siguió el consejo de su madre.

Volvió, pues, a dormir bajo el techo de su casa natal, y, sentado al pie del viejo sauce, volvió a oír el rumor del viento soplando entre sus ramas.

Era un mozo de buena presencia, sabía cantar como un pájaro, cantar viejas y nuevas canciones. En las grandes fincas era recibido con simpatía, especialmente en casa de Klaus Hansen, el segundo entre los labradores ricos de la parroquia.

Su hija Elsa era como una bellísima flor, siempre risueña. Algunas personas mal intencionadas aseguraban que reía sólo para exhibir sus preciosos dientes, pero la verdad es que era alegre por naturaleza y aficionada a travesuras; pero todo le estaba bien.

Se prendó de Rasmus, y él de ella, pero los dos se lo guardaron. Así fue cómo el muchacho se volvió melancólico; tenía más del temperamento de su padre que del de su madre. Su buen humor se despertaba solamente cuando llegaba Elsa; entonces los dos se reían, bromeaban y hacían travesuras; pero, aunque no le faltaron buenas oportunidades, nunca le dijo una palabra de su pasión. «¡Qué más da! —pensaba—. Sus padres quieren casarla bien, y yo no tengo nada. Lo más acertado sería marcharme de aquí». Pero no podía alejarse de la finca; le parecía que un hilo lo atase a ella; para la muchacha era como un pájaro amaestrado, que cantaba y trinaba al gusto de ella.

Juana, la hija del zuequero, estaba empleada como sirvienta en la propiedad, donde tenía que hacer los trabajos más humildes; iba al prado con el carro de la leche a ordeñar las vacas junto con otras criadas, y cuando era preciso acarreaba también estiércol. Nunca entraba en las habitaciones principales, y apenas veía a Rasmus y a Elsa, pero oía que eran casi prometidos.

—Rasmus será rico —decía—. Me alegro por él —. Y sus ojos se humedecían, lo cual cuadraba muy mal con sus palabras.

Un día de mercado, Klaus Hansen se trasladó a la ciudad, acompañado de Rasmus, que, tanto a la ida como a la vuelta, viajó al lado de Elsa. Estaba loco de amor, pero no lo dio a entender en nada.

«¡Sería hora de que hablara! —pensaba la muchacha, y hay que convenir en que tenía razón—. Si no se decide, tendré que sacudírmelo».

Y pronto se habló en la casa de que el campesino más rico de la parroquia se había declarado a Elsa. Así era, en efecto, pero todo el mundo ignoraba la respuesta de la joven.

Los pensamientos daban vueltas en la cabeza de Rasmus.

Un atardecer, Elsa le puso un anillo de oro en el dedo y le preguntó qué significaba aquello.

—Noviazgo —dijo él.

—¿Y con quién crees tú? —preguntó ella.

—¿Con el rico labrador? —aventuró él.

—¡Acertaste! —exclamó Elsa, y, saludándolo con un gesto de la cabeza, se marchó.

También se marchó él, y volvió a casa de su madre fuera de sí. Se ató la mochila y se dispuso a lanzarse al mundo, a pesar de las lágrimas de la vieja.

Cortó un bastón del viejo sauce, cantando como si estuviese de buen humor porque se marchaba a ver las maravillas del ancho mundo.

—¡Qué pena para mí! —suspiró la mujer—. Pero es lo mejor y más acertado que puedes hacer, y debo resignarme. Confía en Dios y en ti, que yo espero volverte a ver alegre y contento.

Avanzaba por la nueva carretera cuando vio a Juana, que pasaba guiando un carro lleno de estiércol. Ella no se había dado cuenta de su presencia, y él prefería que no lo viese; por eso se ocultó detrás de un vallado, y Juana pasó a poquísima distancia.

Se marchó a correr mundo, nadie supo adónde. Su madre pensaba que regresaría antes de fin de año.

Verá cosas nuevas, tendrá nuevos pensamientos; es como los viejos pliegues que no pueden alisarse con la plancha. Tiene demasiado de su padre; mejor quisiera que se pareciera a mí, ¡pobre hijo mío! Pero volverá seguramente; ¡no es posible que renuncie a su madre y a su casa!

La mujer estaba dispuesta a esperar largo tiempo. Elsa esperó sólo un mes; luego se fue a encontrar secretamente a la curandera Stine, entendida en el arte de «curar», echar las cartas y decir la buenaventura; sí, sabía más que Friján. En consecuencia, conocía también el paradero de Rasmus; lo leyó en los posos del café. Se encontraba en una ciudad extranjera, pero no pudo descifrar su nombre. Había en aquella ciudad soldados y mujeres alegres. Estaba vacilando entre tomar el mosquete o una de aquellas mozas.

Elsa no podía soportar esas noticias. Gustosa daría el dinero que tenía ahorrado para redimirlo, a condición de que nadie supiera que era cosa suya.

Y la vieja Stine prometió hacer volver al muchacho; conocía un medio, peligroso para la persona interesada, pero infalible. Haría cocer en una olla una mezcla que lo forzaría a marcharse del lugar donde estuviese, fuera el que fuera, y regresar junto a la olla y al lado de su amada. Era posible que tardara meses, pero al fin acudiría, a menos que hubiese muerto.

Debía seguir sin paz ni reposo, día y noche, a través de mares y de montañas, con buen o mal tiempo, y por mucha que fuese su fatiga. Tenía que regresar a su tierra, era forzoso.

La luna estaba en su primer cuadrante, el mejor momento para el hechizo, dijo la vieja Stine. El tiempo era borrascoso, crujía el viejo sauce. Stine cortó una rama e hizo un nudo dentro; aquello contribuiría a atraer a Rasmus al hogar de su madre. Cogió musgo y siempreviva del tejado y los metió en la olla, que había puesto ya al fuego. Elsa tenía que arrancar una hoja del libro de cánticos y casualmente arrancó la última, la que contenía la fe de erratas.

—Lo mismo da —dijo la bruja, echándola al puchero.

Muchas cosas hubieron de ir a parar a aquel caldo, que debía cocer sin interrupción hasta la vuelta de Rasmus. El gallo negro de la casa de la vieja Stine tuvo que sacrificar la roja cresta, que fue también a la olla. También fue a ella la gruesa sortija de oro de Elsa, y Stine le había advertido de antemano que desaparecería para siempre. Desde luego era lista la vieja. Asimismo fueron a parar al puchero otras muchas cosas que no sabríamos enumerar. Y venga hervir, sobre el fuego vivo o sobre cenizas ardientes. Sólo ella y Elsa lo sabían.

Pasó la luna nueva, y pasó el cuarto menguante; todos los días se presentaba Elsa:

—¿Aún no lo ves venir?

—¡Sé muchas cosas! —decía Stine — y veo otras muchas. Lo que no puedo ver es si es muy largo el camino. Ya ha traspuesto las primeras montañas, ha cruzado el mar tempestuoso. El camino a través de los grandes bosques es largo. El mozo tiene ampollas en los pies y fiebre en el cuerpo, pero ha de seguir sin remedio.

—¡No, no! —dijo Elsa—. ¡Me da lástima!

—Ahora ya no puede detenerse. Si lo obligásemos a hacerlo, caería muerto en medio de la carretera.

Había transcurrido mucho tiempo. Brillaba la luna llena, el viento silbaba entre las ramas del viejo sauce, y en el cielo, iluminado por la luna se dibujaba un arco iris.

—¡Ésta es la señal! —dijo Stine—. Ahora llega Rasmus.

Pero no llegó.

—¡Larga es la espera! —dijo Stine.

—Ya estoy cansada —respondió Elsa, y sus visitas a la bruja empezaron a escasear, aparte que no le llevó más regalos.

Se serenó su espíritu, y una mañana toda la parroquia supo que Elsa había dado el sí al rico labrador.

Vio la casa y los campos, el ganado y el ajuar. Todo estaba en buenas condiciones; no había ningún motivo que aconsejase retrasar la boda.

Los grandes festejos duraron tres días, y se bailó al son de clarinetes y violines. Todos los habitantes de la parroquia fueron invitados, y también asistió la vieja Ulze, quien, terminada ya la fiesta, y después que los anfitriones se hubieron despedido de sus huéspedes y las trompetas hubieron cerrado la solemnidad, se marchó a su casa con los restos del banquete.

Había cerrado la puerta solamente con un palo. La encontró abierta a su regreso y en la casa estaba Rasmus. Acababa de llegar. ¡Santo Dios! No era sino piel y huesos, estaba pálido y demacrado.

—¡Rasmus! —exclamó su madre—. ¿Es posible que seas tú? ¡Qué enfermo pareces! Pero me alegra el tenerte aquí de nuevo.

Y le sirvió una buena comida, con las viandas que traía de la boda: asado y un pedazo de torta.

En el curso de los últimos tiempos, dijo el mozo, había pensado con gran frecuencia en su madre, en la casa y en el viejo sauce. Parecía extraño las veces que en sueños había visto el árbol y a Juana, descalza.

No mencionó a Elsa. Estaba enfermo y tuvo que acostarse; pero nosotros no creemos que fuera por culpa de la olla ni que ésta hubiera ejercido influencia alguna sobre él. Sólo la vieja Stine y Elsa lo creyeron, pero nunca hablaron de ello.

Rasmus yacía enfermo de fiebre contagiosa; por eso nadie iba a la casa del sastre, excepto Juana, la hija del zuequero, la cual rompió a llorar al ver lo acabado que estaba el joven.

El doctor le recetó algo de la farmacia, pero él se negó a tomar los medicamentos.

—¡Qué más da! —dijo.

—Tómalo y te curarás —le insistió su madre—. Confía en Dios y en ti mismo. Gustosa daría mi vida por verte otra vez con carnes en el cuerpo, cantando y silbando como antes.

Rasmus salió de su enfermedad, pero su madre se contagió, y Dios la llamó a su seno en vez de a él.

La casa quedó solitaria, solitaria y mísera.

—¡Está agotado — decían en la parroquia—. ¡Pobre Rasmus!

En el curso de sus viajes había llevado una vida desordenada. Aquello, y no la negra olla, fue lo que consumió su salud y puso la inquietud en su alma. El cabello se le aclaró y volvió gris; no hacía nada a derechas:

—¡Qué más da! —decía. Iba más a la taberna que a la iglesia.

Un anochecer de otoño se dirigía penosamente a su casa, bajo la lluvia y el viento, por el fangoso camino que conducía a la taberna. Hacía ya mucho tiempo que su madre reposaba en la sepultura. También se habían marchado las golondrinas, los estorninos y los fieles pájaros; pero Juana, la hija del zuequero, no se había ido. Fue a su encuentro y lo acompañó un trecho.

—¡Haz un esfuerzo, Rasmus!

—¡Qué más da! —respondió él.

—¡No debes decir eso! —le riñó Juana—. Acuérdate de las palabras de tu madre: «Confía en Dios y en ti». No lo haces, Rasmus, y tendrías que hacerlo. Nunca digas: «¡Qué más da!»; así no harás nunca nada.

No lo dejó hasta la puerta de su casa; pero él, en vez de entrar, se dirigió al viejo sauce, sentándose en el hito derribado.

El viento silbaba entre las ramas del árbol; era como una canción, como un discurso. Rasmus respondió hablando en voz alta, pero nadie lo oyó, aparte el árbol y el viento.

—¡Qué frío! Es hora de acostarme. ¡Dormir, dormir!

Y se fue, mas no a su casa, sino al estanque, donde cayó desfallecido. Llovía a torrentes, y el viento era helado, pero él no se daba cuenta. Cuando salió el sol, y las cornejas reanudaron su vuelo sobre el cañaveral, Rasmus despertó, medio muerto. Si se hubiese caído con la cabeza donde le quedaron los pies, no se habría vuelto a levantar; la lenteja de agua habría sido su mortaja.

Al hacerse de día, Juana volvió a casa del sastre; ella fue su amparo, lo llevó al hospital.

—Nos conocimos de niños —le dijo—. Tu madre me dio muchas veces de comer y de beber, y nunca se lo agradeceré bastante. Tú recobrarás la salud, volverás a ser un hombre y a vivir.

Y Dios dispuso que siguiera viviendo, pero la salud y las facultades se habían perdido para siempre.

Volvieron las golondrinas, reanudaron sus vuelos y se marcharon de nuevo una y otra vez. Rasmus envejeció antes de tiempo. Vivía solo en su casa, que iba decayendo visiblemente. Era pobre, más aún que Juana.

—No tienes fe —le decía ella—. Si no fuese por Dios, ¡qué nos quedaría! Tendrías que ir a tomar la comunión. Seguramente no has vuelto desde que te confirmaron.

—¡Bah! ¡Qué más da! —replicó él.

—Si dices lo que piensas, déjalo. El Señor no quiere a su mesa invitados forzados. Pero piensa en tu madre y en tu niñez. Eras un muchacho bueno y piadoso. ¿Quieres que te cante una canción de infancia?

—¡Qué más da! —replicó él.

—A mí siempre me consuela —dijo ella.

—Juana, eres una santa.

Y la miró con ojos cansados y apagados.

Juana cantó la canción, pero no leyéndola de un libro, pues no tenía ninguno, sino de memoria.

—¡Qué palabras más hermosas! —dijo él—. Pero no he podido seguirlas bien. ¡Tengo la cabeza tan pesada!

Rasmus era ya viejo, y Elsa no era joven tampoco. Nosotros mencionamos su nombre, aunque Rasmus no lo hacía nunca. Era ya abuela y tenía una nieta muy traviesa. La chiquilla jugaba con los otros niños del pueblo, y Rasmus se acercaba al grupo, apoyado en su bastón, y se quedaba parado mirándolos sonriente, como si su imaginación evocara tiempos pretéritos. La nietecita de Elsa gritaba, señalándolo:

—¡Pobre Rasmus!

Y las demás niñas seguían su ejemplo.

—¡Pobre Rasmus! —repetían, y todas se ponían a perseguir al viejo con gran griterío.

Fue un día gris y agobiante, al que siguieron otros muchos; pero después de los días agobiantes y grises, viene, al fin, uno de sol.

Una magnífica mañana de Pentecostés, la iglesia apareció adornada con verdes ramas de abedul, que impregnaban el aire con los aromas del bosque, mientras el sol brillaba sobre los bancos. Los grandes candelabros del altar estaban encendidos; se administraba la comunión, y Juana figuraba entre los fieles arrodillados, pero Rasmus no se hallaba presente. Aquella misma mañana, Dios lo había llamado a Sí.

Dios es la gracia y la misericordia.

Han transcurrido muchos años desde aquella mañana. La casa del sastre sigue en pie, pero nadie la habita; la noche menos pensada, una tormenta la hundirá. El estanque está invadido de cañas y juncos. El viento silba aún en el viejo árbol; se diría que se oye una canción: el viento la canta, el árbol la recita; si no la comprendes, ve a preguntárselo a la vieja Juana, la del asilo.

En el asilo vive, y canta su canción piadosa, aquella misma que cantó a Rasmus. Ella piensa en él y reza por él a Dios Nuestro Señor. Podría contar muchas cosas del tiempo pasado, recuerdos que murmuran en el viejo árbol.


Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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