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La Rosa, el Lirio, el pálido Jacinto, a las tres las vi. ¿Quién las elegiría por reina?, pensé. Algún apuesto caballero, tal vez un príncipe. ¡Huuui! ¡Huye, huye!
Siguió el coche su camino, con las ilustres damas, y los campesinos reanudaron sus danzas. Y por el verano hubo paseos a caballo y excursiones a Borreby, a Tjereby, a todos los pueblos circundantes.
Mas por la noche, cuando me levanté —continuó el viento—, la noble señora se acostó para no volver a levantarse. Le ocurrió lo que a todos los humanos, no es cosa nueva. Valdemar Daae permaneció un rato a su vera grave y pensativo. El árbol más altivo puede doblarse, pero nunca quebrarse, decía una voz en su interior. Las hijas lloraban, y en el palacio todos se secaban los ojos. Dama Daae había huido, ¡y yo también huí! ¡Huuui! —dijo el viento.
Volví, volví con frecuencia, a través de Fionia y del Gran Belt, descansé en la orilla de Borreby, junto al magnífico robledal, donde construían sus nidos el quebrantahuesos, las palomas torcaces, los cuervos azules y hasta la cigüeña negra. Era a la entrada la primavera, y unas aves tenían en sus nidos huevos, y otras, ya pollos. ¡Dios mío, cómo volaban y cómo gritaban! Se oían hachazos, golpe tras golpe; iban a talar el bosque. Valdemar Daae quería construir un barco soberbio, un navío de guerra de tres puentes, para vendérselo al Rey. Por eso talaba el bosque, que servía a los marinos de señal, y a las aves, de asilo.
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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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