—¡Liliana, Liliana!, no comprendió usted mis palabras. Dios es
testigo de que no fué el orgullo lo que las inspiró. Mire: fuera de
estos dos brazos, nada tengo en el mundo; mi abolengo me importa un
comino; otro sentimiento tormentoso me impulsó a separarme de usted;
pero no puedo tolerar sus lágrimas. Las palabras que pronuncié —se lo
juro—, más daño me hacen a mí que a usted. No es usted para mí una
persona indiferente, Liliana. ¡Oh, no! Si así fuese, nada me importaría
que pensara en Henry, que, por lo demás, es un excelente muchacho. ¡Ya
ve usted, ya ve cuánto daño me hacen sus lágrimas; concédame, pues, su
perdón con la misma sinceridad con que yo se lo pido!
Y así diciendo, acerqué a mis labios la mano que tenía apretada entre
las mías, y esta alta prueba de estima, unida a la llaneza que se
transparentaba en mis palabras, lograron tranquilizar un poco a la
muchacha. Liliana no cesó en seguida de llorar; pero eran ya sus
lágrimas muy distintas, porque entre ellas asomaba una sonrisa cual rayo
de sol entre nieblas. También sentía yo un nudo en la garganta, y no
acertaba a dominar mi emoción, al par que se iban adueñando de mí los
más tiernos sentimientos.
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