Liliana

A través de las estepas

Henryk Sienkiewicz


Novela corta



Cuando me hallaba en California, fuí una vez con mi gran amigo el capitán R... a visitar a nuestro compatriota G..., que vivía a la sazón en los solitarios montes de Santa Lucía. Como no le encontrásemos en casa, permanecimos cinco días en un agreste desfiladero de montañas, en compañía de un viejo sirviente indio, que en ausencia del dueño quedábase al cuidado de las abejas y de las cabras de Angora. Yo, siguiendo la costumbre del país, me pasaba la mayor parte del día durmiendo, y por la noche, sentado ante la hoguera, alimentada con zarzas y espinos, oía narrar al capitán sus andanzas y aventuras; andanzas y aventuras realmente extraordinarias, como sólo es posible vivirlas en los desiertos americanos.

Aquellas horas se nos esfumaban como por ensalmo. Las noches eran noches verdaderamente californianas: silenciosas, cálidas, estrelladas. Al resplandor de la hoguera, que de vez en cuando chisporroteaba, divisábase la enorme —pero bella y noble— silueta del veterano gastador, que, alzando la mirada hacia la bóveda celeste, iba evocando en su memoria los pasados acontecimientos y nombres y semblantes queridos, cuyo recuerdo cubría su frente de suave melancolía. Una de aquellas narraciones es la que voy a relatar ahora, tal como la oí de labios del capitán, esperando que ha de cautivar la atención del lector como cautivó en aquel tiempo la mía.

I

En septiembre del año 1849 —decía el capitán— desembarqué en Nueva Orleáns, que por aquel entonces era una ciudad semifrancesa, y de allí me trasladé al alto Misisipí, donde encontré trabajo y buen salario en una importante plantación de azúcar. Mas, joven y emprendedor como era, me aburría sobremanera aquel trabajo de oficina y aquella insoportable y forzosa estada en un mismo sitio. Así es que muy pronto dejé mi destino y empecé a vivir una vida indómita y selvática. Con algunos compañeros, y entre cocodrilos, serpientes y mosquitos, pasé unos años a orillas de los lagos de Luisiana, viviendo de la pesca y de la caza; de vez en cuando mandaba también grandes cargamentos de madera por la vía fluvial hasta Nueva Orleáns, donde me los pagaban a buen precio. Llegaban a menudo nuestras expediciones a países muy remotos, penetrando hasta el sangriento Arkansas —Bloody Arkansas—, país hoy todavía poco poblado y casi desierto en aquella época. Aquella vida, llena de penalidades, de peligros y de luchas sangrientas con los piratas del Misisipí y con los indios, que tan numerosos eran en Luisiana, Arkansas y Tennessee, fortaleció mi salud, dió vigoroso temple a mis nervios, ya de natural poco comunes, y me permitió adquirir un tan acabado conocimiento de la estepa, que sabía yo leer en aquel gran libro tan bien como cualquier guerrero rojo. Merced a tal conocimiento, una caravana de emigrantes de aquellas que casi diariamente salían de Boston, Nueva York, Filadelfia y otras ciudades orientales en dirección a California, atraídas por las minas de oro recientemente descubiertas, me propuso que la acompañara en calidad de guía explorador, o, como decimos nosotros, de capitán.

Las maravillas que se contaban de California habían despertado en mí, hacía ya mucho tiempo, el deseo de visitar aquel remoto Occidente, y, acicateado por este deseo, acepté la proposición de la caravana, por más que no se me ocultasen los peligros de la empresa. Hoy día, la distancia que hay entre Nueva York y San Francisco se salva en una semana de ferrocarril, y el verdadero desierto sólo empieza en Omak; pero en aquel tiempo era muy distinto. Las ciudades, villas y pueblos que, innumerables cual amapolas en campo de trigo, se extienden entre Nueva York y Chicago no existían aún, y la misma Chicago, surgida más tarde como una seta después de la lluvia, era tan sólo una mísera e ignota pesquería que ni siquiera mencionaban los mapas. Era, pues, necesario atravesar con carros y mulas países del todo salvajes, habitados por terribles tribus indias: «pies negros», «sinksis», «arikaris», etc.; tribus que era imposible evitar, porque, movedizas como la arena, no tenían residencia fija, sino que constantemente recorrían la estepa entera, persiguiendo las manadas de búfalos y antílopes. Muchos y extraordinarios percances nos aguardaban; pero todo el que se decide a marchar al lejano Occidente debe darlos por descontados y aun estar dispuesto a dejar en ellos el pellejo. Lo que más me preocupaba era la responsabilidad que iba a asumir; pero en cuanto fué fijada la fecha de la marcha, no hubo más remedio que ocuparse de los preparativos para el viaje; preparativos que duraron bien dos meses, pues fué menester hacer venir los carros de Pensilvania y de Pittsburgo, comprar mulas, caballos y armas y acumular enormes provisiones de víveres. Sin embargo, hacia los últimos días del invierno estuvo todo preparado.

Quise partir en aquel tiempo para atravesar en primavera las dilatadas landas que se extienden entre el Misisipí y las Montañas Rocosas, pues sabía que en verano los ardores del sol en aquellos parajes descubiertos hacían enfermar a los viajeros y les hacían sucumbir a veces. Por esto mismo decidí no llevar la caravana por la carretera meridional que corre a lo largo de Saint-Louis, sino por la que se extiende a orillas del Yowa, de la Nebraska y del Colorado septentrional; mucho más peligrosa por lo que a los indios se refiere, pero evidentemente menos expuesta a los rigores de la estación. Este proceder mío encontró al principio cierta oposición entre la gente de la caravana; pero al declararles que si no se querían someter a mis condiciones no les quedaba otro recurso que buscarse otro capitán, acabaron por consentir en cuanto les propuse, después de reflexionarlo un poco, y en el comienzo de la primavera nos pusimos en camino.

Penosísimas fueron para mí las primeras jornadas; sobre todo hasta que la gente no estuvo acostumbrada a mi mando y a las condiciones del viaje. Es indudable que mi persona inspiraba confianza, ya que mis aventuradas expediciones por el Arkansas me habían dado cierta fama entre las inquietas poblaciones limítrofes, y que el nombre de Big Ralf (Gran Ralf), con el que se me conocía en la estepa, había llegado más de una vez a oídos de la mayor parte de mis compañeros actuales.

Pero generalmente un conductor de caravana, un «capitán», se encuentra con frecuencia, por la indole misma de su cometido, en desagradables condiciones frente a frente de los emigrantes. Yo estaba encargado de escoger el sitio de las paradas nocturnas, de vigilar la marcha durante el día, de no perder de vista a toda la caravana —que a veces se extendía una milla a lo largo de la estepa—, de poner en sus puestos a los guardias y de conceder descanso en los carros a los pelotones exploradores.

Los norteamericanos poseen en alto grado, hay que reconocerlo, el espíritu de organización; pero a medida que crecen las dificultades del viaje disminuye su energía, les asalta el desaliento —aun a los más animosos—, y entonces se niegan a obedecer, a montar a caballo durante el día, a hacer las guardias durante la noche, y cada cual pretende verse dispensado del servicio de turno y permanecer constantemente en los carros. Además de esto, en sus relaciones con los yankees, el capitán debe saber conciliar la disciplina con cierta familiaridad amistosa; cosa que no es fácil de lograr. Sucedía, pues, que en marcha y durante los acampamentos nocturnos era yo dueño absoluto de la voluntad de todos mis compañeros; pero durante los descansos diurnos, en los cortijos y en las colonias que al principio encontrábamos en nuestro camino, mis funciones de comandante quedaban interrumpidas. Cada cual era dueño de sí mismo. Algunas veces tuve que encararme con algún arrogante aventurero; pero cuando se percataron, después de algunos rings, de que mi puño mazoviano era más eficaz que el norteamericano —y con esto aumentó mi fama—, ya no tuve que recurrir más a tales luchas y pugilatos para hacerme obedecer. Por otra parte, conociendo ya a fondo el carácter norteamericano, sabía muy bien el modo de contenerme, y, además, me ayudaban a cobrar aliento y a tener perseverancia dos ojos azules que me miraban por debajo del toldo de un carro con singular interés. Aquellos ojos, asestados hacia mí bajo la combada blancura de una frente sombreada por abundosos cabellos de oro, pertenecían a una muchacha muy joven llamada Liliana Moris, de Boston, en el Massachusetts; criatura delicada, esbelta, de finísimas facciones y de rostro triste, a pesar de su tierna edad.

Aquella tristeza en una muchacha tan joven me impresionó ya desde el principio del viaje; pero las ocupaciones inherentes a mi cargo de capitán llevaron mi pensamiento y mi atención hacia otras cosas. Durante las primeras semanas, fuera del ritual good morning, apenas si dirigí a aquella jovencita otras palabras; pero luego, compadecido de la juventud y de la soledad de Liliana, que no tenía ningún pariente en la caravana, me propuse prestar, en cuanto fuera preciso, algún pequeño servicio a la pobre muchacha. No era menester, ciertamente, que yo la protegiese con mi autoridad de capitán y con mis puños contra la impetuosidad de los compañeros de viaje más jóvenes, porque toda mujer, por joven que sea, encuentra siempre en los norteamericanos, si no la galante solicitud de los franceses, sí, cuando menos, la más completa seguridad. No obstante, teniendo en consideración la delicada salud de Liliana, logré acondicionarla en el mejor carro, que guiaba el experto Smith; aderecé por mí mismo la yacija, de suerte que pudiese dormir cómodamente durante la noche, y le presté una de mis mejores pieles de búfalo. Por insignificantes que fueran aquellas muestras de atención, Liliana se sentía extraordinariamente agradecida a ellas y no despreciaba ocasión de demostrármelo. Era, en verdad, una criatura bien tímida y bien dócil. Las dos mujeres que compartían con ella el mismo carro, la señora Grossvenor y la señora Atkins, sintieron muy pronto por Liliana —atraídas por la dulzura de su trato— un grandísimo cariño, y acabaron por darle el sobrenombre de Pajarillo, con el cual fué en seguida llamada por toda la caravana. Y, sin embargo, mis relaciones con el Pajarillo continuaron siendo poco frecuentes, hasta el día en que observé que los ojos azules y casi angélicos de aquella muchacha me miraban con manifiesta simpatía y singular insistencia.

Semejante interés podía tener su explicación en el hecho de que era yo, entre todos aquellos emigrantes, la única persona que no estaba desprovista de cultura social, y, por consiguiente, Liliana, que demostraba poseer una educación esmeradísima, veía en mí a un ser más próximo a su nivel. Pero yo interpreté entonces todo aquello de muy distinto modo; el interés de la jovencita espoleó mi vanidad, y esa vanidad fué la que me hizo prestar mayor atención a sus encantos y mirar con más asiduidad sus bellos ojos. Más tarde yo no sabía explicarme por qué había podido aguardar tanto a colmar de atenciones a tan excelente criatura, que bien capaz era de inspirar inmediatamente los más tiernos sentimientos a toda persona que tuviera aunque no más fuera un adarme de corazón. Desde entonces sentí una singular complacencia en rondar, montado a caballo, por las inmediaciones de su carro. Durante la tarde, cuando el Sol, a pesar de hallarnos aún en los primeros días de primavera, nos hería con sus ardientes rayos; cuando los mulos nos arrastraban perezosamente y se extendía la caravana por la estepa de tal modo que, estando junto al primer carro, apenas si podía distinguirse el último, recorría yo muy a menudo y sin necesidad todo el tabor de una a otra extremidad, sólo para poder contemplar de paso aquella rubia cabeza y aquellos ojos que no se apartaban ni un instante de mi pensamiento.

En un principio, más interesada estaba mi fantasía que mi corazón, y, sin embargo, la idea de no ser completamente extraño a toda aquella gente, de tener entre ella a una tierna alma gentil que con tanta simpatía parecía interesarse por mí, me proporcionaba un gran consuelo y como una suave esperanza. Tales sentimientos acaso ya no tenían su origen en la sola vanidad, sino en el afán tal vez que en este mundo siente el hombre por no esparcir las propias ideas y sentimientos sobre cosas tan poco determinadas como son los bosques y las estepas, sino por resumirlos en una criatura viviente de carne y hueso y, en vez de perderse en la lejanía de las cosas y en los espacios infinitos, encontrarse asimismo en un corazón amado.

Me sentía entonces menos solo, y el viaje fué adquiriendo cada día para mí nuevos atractivos, hasta entonces ni siquiera sospechados. Antes, cuando se extendía la caravana, como ya he dicho, por la estepa, de tal modo que los últimos carros casi se perdían de vista, sólo sabía encontrar en ella la displicencia y el desorden, que me irritaban hasta lo infinito. Ahora, por el contrario, cuando, parado en alguna altura, contemplaba aquellos carros blancos y polvorientos, iluminados por el sol, moviéndose a manera de navíos en un mar de hierbas, y a aquellos hombres armados y a caballo, diseminados en pintoresco desorden a lo largo del convoy, sentía llenárseme el alma de beatitud y entusiasmo, y, sin saber de dónde me venían las comparaciones, parecíame que aquélla fuese una caravana bíblica que yo conducía, transformado en patriarca, a la tierra de promisión. Los cascabeles de los mulos y los melódicos Cheer up! lanzados por los carreteros acompañaban como una música los pensamientos que despertaban en mi el corazón y la naturaleza.

Sin embargo, no me atrevía a pasar con Liliana de aquella conversación con los ojos a otra conversación cualquiera, cohibido por la presencia de las dos mujeres que con ella viajaban. Además, desde que me percaté de que existía entre nosotros una cosa que no sabía aún cómo calificar, pero que ciertamente existía, me asaltó una timidez bien singular. Muchas atenciones prodigaba a aquellas mujeres, y muy a menudo echaba una ojeada al interior del carro, preguntando por la salud de la señora Atkins y de la señora Grossvenor, a fin de justificar y contrabalancear de este modo los cuidados de que rodeaba a Liliana. Esta, sin embargo, comprendía perfectamente mi táctica, y aquella inteligencia entre los dos, que los compañeros ignoraban, constituía para nosotros un inestimable secreto.

Pero muy pronto las miradas, las fugaces expresiones de cortesía y las tiernas atenciones no fueron suficientes para mí. Aquella muchacha, de cabellos brillantes como el oro y mirada suavísima, me atraía con una fuerza desconocida e invencible.

Cuando, fatigado por las exploraciones a los apostaderos, con la voz enronquecida por el continuo gritar All right!, subía por fin a mi carro y, envolviéndome en mi piel de búfalo, cerraba los ojos para dormir, parecíame que los mosquitos y los cínifes zumbantes me cuchicheaban al oído su nombre: ¡Liliana!, ¡Liliana!, ¡Liliana! Su semblante se me aparecía en sueños, y al despertar, mi primer pensamiento, cual golondrina, volaba hacia ella. Sin embargo, ¡cosa extraña!, no me di cuenta en seguida de que este aliciente que a mis ojos iban tomando todas las cosas, de que el teñirse todos los objetos en mi espíritu con áureos colores, de que, en fin, el volar de mis pensamientos tras del carro de aquella muchacha fuese debido no a una amistad o inclinación por la huérfana, sino a un sentimiento mucho más avasallador, del que, una vez adueñado de nuestro ánimo, no nos es posible ya desprendernos.

Acaso me hubiera percatado de ello más pronto si no me hubiese creído hechizado sencillamente, como lo estaban los demás, por la fascinación que Liliana ejercía sobre todo el mundo, a causa de su carácter suavísimo. Todos la querían como se quiere a una hija, y cada día adquiría yo más convincentes pruebas de ello. Eran sus compañeras de carro unas mujeres sencillas y bastante pendencieras, y, sin embargo, muchas mañanas veía yo a la señora Atkins besar con materna ternura los cabellos de Liliana, mientras la estaba peinando, y a la señora Grossvenor estrechar entre las suyas las manos de la muchacha porque la noche se las había entumecido. También los hombres la colmaban de atenciones y agasajos. Había en la caravana un tal Henry Simpson, joven aventurero del Kansas, cazador intrépido, buen muchacho en el fondo, pero tan pagado de sí mismo, tan arrogante y tan zafio, que me fué preciso golpearle un par de veces, durante el primer mes, para convencerle de que había en la caravana una persona con puños más eficaces que los suyos y digna del mayor respeto. Era de ver, pues, cómo este Henry hablaba con Liliana. Aquel joven, que no se hubiera inmutado lo más mínimo en presencia del presidente de los Estados Unidos, perdía ante la muchacha toda su entereza y osadía, descubríaso la cabeza y repetía a cada momento: I beg your pardon, miss Moris; parecía un perro alano encadenado, un perro dispuesto a obedecer al menor gesto de aquella manita casi infantil. En las paradas procuraba siempre instalarse junto a Liliana para poder prestarle con mayor facilidad diversos pequeños servicios. Encendía la lumbre, escogíale un sitio bien resguardado del humo, cubriéndolo antes de musgo y poniendo luego encima un caparazón; ofrecíale los mejores pedazos de carne, y todo lo hacía con una tímida solicitud que nadie hubiera podido presumir en él y que despertaba en mí cierta animosidad bastante parecida a los celos.

Pero no me quedaba otro recurso que rabiar.

Henry, cuando no le tocaba estar de guardia, podía hacer cuanto le viniera en gana y estarse, por tanto, muchos ratos con Liliana, mientras que yo no gozaba en medio de mis ocupaciones de un momento de reposo. Cuando íbamos por la carretera seguíanse los carros unos a otros, mediando a veces entre ellos bastante distancia; pero al penetrar en las regiones desiertas quise, durante las paradas del mediodía, disponerlos, según el uso en las estepas, en una línea transversal, apretados de tal modo que entre las ruedas respectivas pudiese apenas pasar un hombre. No son fáciles de imaginar los esfuerzos que hice y las dificultades con que tropecé para obtener que semejante línea no se viese descompuesta. Los mulos, bestias de índole salvaje, no bien domados aún, en vez de estarse en línea recta, deteníanse obstinados, o no consentían en dejar el camino trillado, y mordían, relinchaban, coceaban. Los carros, al dar una vuelta repentina, volcaban con frecuencia, y se perdía mucho tiempo en levantar aquellas moles, verdaderas casas de madera y lona. El relinchar de los mulos, las blasfemias de los carreteros, el sonido de los cascabeles y los ladridos de los perros que nos seguían producían una zalagarda infernal. Luego, cuando, derrochando esfuerzos, había logrado un poco de orden, debía atender al desenganche de las bestias y disponer el trabajo de los conductores que habían de llevarlas al pasto y luego al río. Los que durante el día se habían internado en la estepa para cazar regresaban de todas partes con la caza capturada y asaltaban las hogueras. Apenas encontraba yo un momento para restaurar mi estómago y descansar un poco.

El cansancio era para mí casi doble cuando, después de los altos, se volvía a emprender la marcha, porque el enganchar los mulos producía más trastorno y alboroto que el desengancharlos. Los carreteros no querían moverse unos antes que otros por no tener que carretear luego de lado por un terreno con frecuencia desigual, de bruscas asperezas, y nacían de esto disputas, altercados, imprecaciones y retrasos fastidiosos. Todo había de vigilarlo yo, y cabalgar al mismo tiempo durante la marcha, inmediatamente después de los guías, para explorar el terreno y escoger lugares seguros, con agua abundante y que reunieran las mejores condiciones para las paradas nocturnas. Muy a menudo echaba pestes contra mis obligaciones de capitán; pero me sentía lleno de orgullo al pensar que era yo el dueño, el soberano de aquel desierto, de aquellos hombres, de Liliana, y que tenía en mis manos la suerte de toda aquella gente que erraba con los carros por las estepas.

II

Cuando hubimos pasado el Misisipí nos detuvimos una vez para pernoctar a la orilla del río Cedar, cuyas márgenes, cubiertas de algodoneros, nos prometían leña para toda la noche.

Al regresar al tabor, después de haber dejado en el bosque a varios de nuestros hombres con hachas, me encontré con que toda nuestra gente, aprovechando el buen tiempo y lo apacible de la tarde, se había esparcido por los ámbitos de la estepa. Era todavía muy temprano, porque, de ordinario, ya a las cinco nos deteníamos a pernoctar, a fin de emprender de nuevo la marcha al día siguiente antes del amanecer.

Muy pronto divisé a miss Moris; descabalgué y, tomando al caballo por la brida, me acerqué a Liliana, feliz de poder permanecer solo con ella, siquiera fuese no más que por un momento. Empecé preguntándole por qué, siendo tan joven y sola, se había atrevido a aventurarse en aquel viaje, capaz de acabar con las fuerzas de los hombres más robustos.

—Nunca hubiera consentido —díjela— en aceptarla a usted en nuestra caravana si no hubiese creído que era usted hija de la señora Atkins. Ahora ya no es posible retroceder; pero ¿tendrá usted suficientes fuerzas para continuar, niña mía? Ya puede prepararse, porque el viaje que nos queda por hacer no va a ser tan cómodo como hasta ahora.

—¡Sir! —contestó alzando hacia mí sus ojos azules, llenos de tristeza—, es muy cierto lo que usted dice; pero para mí es indispensable este viaje, y me siento casi feliz de no poder volverme atrás.

Mi padre está en California, y por carta que me llegó del Cabo Horn supe que desde hace unos meses se encuentra enfermo de calenturas en Sacramento. ¡Pobre papá! Acostumbrado a una existencia desahogada y a mis cuidados, marchó a California sólo por mí. Ignoro si lo encontraré con vida; pero este viaje siento que es para mí ei cumplimiento de un sagrado y dulce deber.

Estas palabras no tenían réplica alguna; todo cuanto hubiera podido yo decir contra semejante resolución habría resultado intempestivo. Así es que sólo me permití preguntar a Liliana algunos más amplios pormenores de su padre, que ella consintió de muy buena gana en darme. Supe que míster Moris era Judge of the Supreme Court, o sea juez del Tribunal Supremo de Boston, y que, perdidos todos sus caudales, se había marchado a California con la esperanza de poder recuperar en las minas recientemente descubiertas su perdida fortuna y volver a reponer a su hija, que era la niña de sus ojos, en su antigua posición social.

Había caído enfermo de fiebres en el valle malsano de Sacramento, y, creyéndose ya al término de su vida, había mandado su última bendición a Liliana, la cual, recogiendo cuanto le quedaba, había querido irse a reunir con su padre. En un principio decidiera hacer el viaje por mar; pero, habiendo casualmente trabado amistad con la señora Atkins dos días antes de que partiese nuestra caravana, cambió de improviso de resolución. La señora Atkins era del Tennessee, y como tuviese llenos los oídos de la fama que mis amigos de las riberas del Misisipí iban esparciendo en torno a mis arriesgadas expediciones al famoso Arkansas, haciendo una leyenda de mi pericia en cruzar los campos—y de la tutela y ayuda que prestaba a los débiles, cosa que consideraba yo como un elemental deber—, describió mi persona a Liliana con tan vivos colores, que la joven, sin reflexionario mucho, quiso unirse a nuestra caravana. A aquellos exagerados discursos de la señora Atkins, que no dejaba de hacer constar además mi calidad de knight —es decir, de hidalgo—, debíase atribuir, sin duda, el interés que miss Liliana sentía por mi persona.

—¡Querida y grácil criatura —exclamé así que hubo terminado su relato—, puede usted estar segura de que nadie ha de causarle daño, y que ya jamás habrá de faltarle ayuda! En cuanto a su padre, California es el país más sano del mundo; allí no se muere de tales calenturas, y, en todo caso, mientras yo viva no ha de quedar usted sola, y que Dios bendiga entretanto su rostro encantador.

—Gracias, capitán —contestó conmovida.

Y continuamos conversando, latiéndome el corazón a mí cada vez más fuerte. Poco a poco, nuestra charla se iba haciendo cada vez más íntima y alegre, sin que ni uno ni otro previese las nubes que iban bien pronto a empañar aquel sereno cielo que nos cobijaba.

—¿Verdad que todos se muestran bondadosos y solícitos con usted, Liliana? —pregunté sin sospechar siquiera que aquella pregunta iba a originar una disensión entre nosotros.

—¡Oh, sí —contestó—, todos!: la señora Atkins, la señora Grossvenor, Henry Simpson... También Henry Simpson es muy bueno para conmigo...

El recuerdo de Simpson me hirió como el mordisco de una víbora.

—Henry es un carretero —contesté secamente— y tiene que cuidarse de su carro...

Pero, absorta Liliana en sus pensamientos, no se percató del cambio de mi voz, y continuó cual si hablara consigo misma:

—Henry tiene muy buen corazón y le quedaré eternamente agradecida.

—¡Miss —prorrumpí entonces muy resentido—, podéis concederle hasta vuestra mano! Sólo me extraña que me hayáis escogido a mí como confidente de vuestros amores.

Al terminar estas palabras miróme Liliana con ojos asombrados, sin proferir palabra, y así, en silencio, proseguimos nuestro camino, uno junto al otro. Yo no sabía qué decirle: mi pecho estaba lleno de rencor contra ella y contra mí; sentíame, en verdad, humillado por aquellos celos que Simpson me inspiraba, sin acertar, por otra parte, a dominarlos; y aquella situación se hizo para mí tan insostenible, que con acento áspero y brusco díjele a la muchacha:

—¡Buenas noches, miss!

—¡Buenas noches! —contestóme en voz baja, volviendo el semblante para ocultar dos lágrimas que le rodaban por las mejillas.

Monté a caballo y me alejé hacia el lugar de donde llegaba el ruido de las hachas, y en que, entre otros, hallábase Henry Simpson abatiendo con su segur un algodonero. Al cabo de un rato, empero, me sentí asaltado por una profunda pena, cual si aquellas dos lágrimas hubiesen caído en mi corazón. Hice dar media vuelta a mi caballo, y en un instante volví a encontrarme junto a la jovencita; salté de la silla y, atajándole el camino, le pregunté:

—¿Por qué lloras, Liliana?

—¡Oh, sir! —contestó—; sé que pertenece usted a una nobilísima familia, porque así me lo ha dicho la señora Atkins; pero tanta benevolencia para conmigo...

A pesar de un esfuerzo, no pudo contener las lágrimas, y el llanto le impidió terminar la frase.

Mucho habían lastimado a la pobrecilla mis palabras, en que le había parecido notar cierto aristocrático desdén, del que ni remotamente era yo consciente. Sentíame dominado por los celos; pero al verla tan trastornada, hubiera querido poder cogerme por el cuello y darme a mí mismo unos zurriagazos. Le cogí una mano y le dije con vivacidad:

—¡Liliana, Liliana!, no comprendió usted mis palabras. Dios es testigo de que no fué el orgullo lo que las inspiró. Mire: fuera de estos dos brazos, nada tengo en el mundo; mi abolengo me importa un comino; otro sentimiento tormentoso me impulsó a separarme de usted; pero no puedo tolerar sus lágrimas. Las palabras que pronuncié —se lo juro—, más daño me hacen a mí que a usted. No es usted para mí una persona indiferente, Liliana. ¡Oh, no! Si así fuese, nada me importaría que pensara en Henry, que, por lo demás, es un excelente muchacho. ¡Ya ve usted, ya ve cuánto daño me hacen sus lágrimas; concédame, pues, su perdón con la misma sinceridad con que yo se lo pido!

Y así diciendo, acerqué a mis labios la mano que tenía apretada entre las mías, y esta alta prueba de estima, unida a la llaneza que se transparentaba en mis palabras, lograron tranquilizar un poco a la muchacha. Liliana no cesó en seguida de llorar; pero eran ya sus lágrimas muy distintas, porque entre ellas asomaba una sonrisa cual rayo de sol entre nieblas. También sentía yo un nudo en la garganta, y no acertaba a dominar mi emoción, al par que se iban adueñando de mí los más tiernos sentimientos.

Otra vez caminábamos en silencio; pero ahora éranos dulce y agradable el andar así uno junto al otro. Declinaba el día; el tiempo era espléndido, y en el ambiente crepuscular se difundía tanta luz, que toda la estepa, la espesura lejana de los algodonales, los carros del tabor y las bandadas de ocas silvestres que volaban hacia el Norte, atravesando el cielo, aparecían rosados, con reflejos de oro.

Ni un ligero hálito movía las hierbas; oíase sólo en lontananza el rumor de las cascadas que forma en aquellos parajes el río Cedar y, mezclado con él, el relinchar de los caballos hacia la parte del campamento. El anochecer lleno de melancolía, aquellas tierras vírgenes, la proximidad de Liliana, todo me disponía de tal modo, que mi alma deseaba casi escapar de mi cuerpo para volar hacia el cielo. Antojábaseme vibrar cual una campana sacudida; asaltábame de vez en cuando el deseo de coger la mano de Liliana y de llevarla a mis labios para tenerla apretada contra ellos largo rato; pero temía que aquello la ofendiera. Y ella, mientras tanto, caminaba a mi lado apacible, dulce y pensativa. Sus lágrimas se habían secado ya, y, alzando de vez en cuando hacia mí sus ojos luminosos, llegamos en cariñosa charla hasta el campamento.

Aquel día, que tantas emociones había causado en mi alma, debía terminar alegremente. Regocijada la gente por la belleza del tiempo, había decidido celebrar un pic—nic, o sea una fiesta al aire libre. Después de la cena, más copiosa que de costumbre, encendióse una gran hoguera para bailar a su alrededor. Henry Simpson había segado para este objeto una extensión de hierba equivalente a unas cuantas toesas cuadradas, y después de apisonarla convenientemente, a guisa de era, habíala cubierto con una capa de arena traída del Cedar. Cuando los espectadores estuvieron reunidos, aquel joven comenzó a bailar la jiga, acompañado por los caramillos de los negros, despertando la admiración de todo el mundo. Con los brazos pendientes y el cuerpo inmóvil, movía los pies batiendo el suelo, ora con el tacón, ora con los dedos, tan rápidamente, que no era posible seguir con la mirada aquellos movimientos. Sonaban los caramillos frenéticamente, y pronto se presentó un nuevo bailarín, y luego otro, y otro, cundiendo la alegría y la algazara por todas partes.

A los negros que tocaban los caramillos uniéronse también los espectadores, sacudiendo unos las escudillas de hoja de lata que se utilizan para limpiar la tierra aurífera, y llevando otros el compás sirviéndose de trozos de costillas de buey, que, puestos entre los dedos de ambas manos, dan un sonido muy parecido al de las castañuelas.

De pronto resonaron por el campamento gritos de Minstrels! Minstrels!; abrieron los espectadores el ring es decir, el círculo alrededor de la explanada y aparecieron en el centro nuestros dos negros Dzim y Crow: el primero con un pequeño tamboril cubierto por una piel de serpiente, y el otro con unos trozos de costilla de buey, empuñados en la forma que hemos dicho ya. Miráronse ambos unos momentos, girando lo blanco de sus ojos, y empezaron luego una canción negra, ora triste, ora salvaje, interrumpida de vez en cuando por furiosos pataleos y violentos saltos y contorsiones. Las voces Dinah! Ah! Ah! con que terminaba cada estribillo convertíanse en gritos, en aullidos casi bestiales. A medida que los danzarines se iban entusiasmando e inflamando, más y más frenéticos iban siendo sus movimientos, hasta que, por último, pusiéronse a topetear uno contra otro con la cabeza, con tanta vehemencia, que unos cráneos europeos se hubieran espachurrado como cáscaras de nuez.

Aquellas formas negras, iluminadas por el chispeante resplandor de la hoguera, agitándose en cabriolas desenfrenadas, ofrecían una visión realmente fantástica. A los gritos que lanzaban, en medio de la zambra del tamboril, de los caramillos, de las escudillas de hoja de lata y del castañeteo de los huesos de buey, uníanse los gritos de los espectadores: Hurra for Dzim!, hurra jor Crow!, y aun algunos disparos de pistola. Cuando los negros, rendidos de fatiga, cayeron por tierra jadeantes, híceles distribuir un poco de brandy, que inmediatamente les puso otra vez en pie. Pero en cuanto se empezó a exigir de mí un speach cesaron el ruido y la música como por ensalmo. Tuve que dejar el brazo de Liliana y subí en seguida al tablado de un carro para hablar a los presentes.

Al contemplar desde allí arriba aquellas personas iluminadas por las llamas de la hoguera, altas, nervudas, de luengas barbas, con los cuchillos en el cinto, con sus enormes gorros adornados con plumas de milano, parecíame asistir a una escena histórica o me imaginaba ser el capitán de una cuadrilla de bandidos. Pero por más que la vida de muchas de aquellas personas fuese tumultuosa y aun semisalvaje, palpitaban, sin embargo, en aquellos pechos corazones honrados y generosos. Formábarnos allí un mundo diminuto separado del resto de la sociedad, encerrado en sí mismo, entregado a una suerte común, amenazado por los mismos peligros; unos brazos debían ayudar a los otros; cada cual sentíase hermano de los demás, y aquellos parajes inaccesibles, aquellos desiertos sin fin que nos circundaban, imponían a aquellos mineros, endurecidos por el trabajo, un recíproco sentimiento de amistad. La visión de Liliana, de la pobre indefensa criatura, tranquila en medio de todos ellos, y segura como bajo el techo paterno, suscitó en mí semejantes pensamientos, y de ellos hablé sencillamente, tal como los sentía, y tal como era de esperar de un soldado conductor y hermano a la vez de aquellos emigrantes.

A cada momento me interrumpían con aplausos y gritos de Hurra for Pole!, hurra for Captain!, hurra for Big Ralf!; y lo que me colmaba de felicidad era distinguir entre aquellas manos bronceadas y vigorosas que palmoteaban dos manecitas coloreadas de rosa por las llamas de la hoguera, que se agitaban por los aires como dos palomas blancas.

Entonces sentí que era capaz de arrostrarlo todo: el desierto, los animales feroces, los indios y los outlaws: «Todo lo llevaré a cabo —exclamé, lleno de entusiasmo—; a quienquiera que se atraviese en mi camino lo mataré, conduciré al tabor, aunque fuera hasta el extremo límite de la Tierra; y si no es cierto lo que os digo, que Dios me quite la mano derecha.» Un hurra! todavía más imponente acogió mis palabras, y, entusiasmados, pusiéronse todos a entonar el himno de los emigrantes: I crossed Mississippi. I shall cross Missouri. Luego habló Smith, el más anciano de los emigrantes, minero de las cercanías de Pittsburgo, en Pensilvania, el cual me dió las gracias en nombre de todo el campamento y encomió mi pericia de capitán; después de él puede decirse que en cada carro se discurseaba. Decíanse algunas cosas bufas, sobre todo Henry Simpson, que a cada momento gritaba:

—¡Gentlemen, ya podéis ahorcarme si no digo la verdad!

Cuando, por fin, a fuerza de perorar, tuvieron todos la voz tomada, sonaron de nuevo los caramillos y las castañuelas y volvióse a bailar la jiga.

Mientras tanto, la noche había ido avanzando; la Luna brillaba en lo alto del firmamento con tan vivos resplandores, que las llamas de la hoguera casi palidecían bajo su fulgor, y las gentes y los carros aparecían iluminados por la doble claridad rojiza y blanca. Era una noche espléndida, y la zambra del campamento ofrecía un singular y suave contraste en la quietud y la profunda soñolencia de la estepa. Dando el brazo a Liliana, recorrí con ella todo el campamento; nuestra mirada, desde los fuegos, vagaba a lo lejos, perdiéndose en la onda de los altos y delgados tallos de la estepa, plateados por los rayos de la Luna y misteriosos cual espíritus.

Así errábamos uno junto al otro, cuando en una de las hogueras dos highlanders escoceses empezaron a tocar con sus gaitas su triste canción montañesa Ronia Dundee. Detuvímonos a distancia y permanecimos en silencio, escuchando unos instantes. De pronto miré a Liliana; ella bajó los ojos, y yo, sin saber por qué, estreché con fuerza y por largo tiempo sobre mi pecho la mano que la joven apoyaba en mi brazo. El pobre corazón de Liliana empezó entonces a latir tan violentamente, que lo sentía yo cual si lo tuviera en la mano. Ambos nos estremecimos, pues adivinamos que algo se estaba operando en nuestro interior; algo que hacía esfuerzos para exteriorizarse y nos decía sin ambages que ya no podríamos ser en lo sucesivo lo que hasta entonces habíamos sido el uno para el otro. Yo me dejé llevar por donde aquella onda me arrastraba; me olvidé de que la noche era luminosa, de que no lejos de allí estaba la gente alrededor de las hogueras, y quise dejarme caer inmediatamente a las plantas de Liliana, o, al menos, contemplarla fijamente en los ojos. Mas ella, si bien se apretujó todavía más contra mi brazo, volvió el semblante cual si quisiera ocultarse en la sombra. Quise hablar, pero no pude; parecíame que si abría la boca para decir «¡Te amo!», caería por tierra sin sentido. Era tímido porque era joven, y en la exaltación de mis sentidos y de mi alma entera sentía que una vez proferidas las palabras «¡Te amo!», se habría corrido un velo sobre mi pasado, se habría cerrado una puerta y abierto otra, por la cual hubiera penetrado en una insospechada región. Y por más que desde aquel umbral divisara yo la felicidad, me detuve en él, sin embargo, porque su resplandor me deslumbraba. Además, cuando el amor brota, no de los labios, sino del corazón, nada es tan difícil como expresarlo con palabras. Sólo me atreví, pues, a apretar contra mi pecho la mano de Liliana; quedé mudo, porque, no pudiendo hablarle de amor, ¿de qué otra cosa podía yo hablarle en aquel instante? Por tin, en silencio alzamos ambos la cabeza hacia el firmamento y contemplamos las estrellas como quien reza.

De repente, unas voces que venían de una de las principales hogueras me llamaron al campamento, al que regresamos en seguida.

Las diversiones se estaban terminando; pero para acabarlas dignamente quisieron los emigrantes, antes de irse a descansar, entonar algunos salmos. Todos los hombres se descubrieron, y aunque entre ellos los había de diversas religiones, arrodilláronse todos sobre la verde alfombra de la estepa y entonaron el salmo «Errando por el desierto». Durante las pausas, era el silencio tan grave, que se oía el chisporroteo de las centellas en las hogueras y el confuso rumor de las cascadas que desde el río llegaba. Arrodillado junto a Liliana, contempléla varias veces, y vi que tenía los ojos singularmente relucientes y alzados hacia el cielo, y que sus cabellos estaban en desorden.

Y tan devotamente cantaba y con una actitud tan parecida a la de un ángel, que la oración de los emigrantes casi podía dirigirse a ella.

Terminado el rezo, dispersóse la gente en dirección a los carros, y, como de ordinario, efectuada la inspección de los guardias, fuíme yo también a descansar. Pero cuando los insectos nocturnos empezaron a zumbarme en los oídos, como hacían todas las noches, ¡Liliana!, ¡Liliana!, pensé que en su carro dormía la niña de mis ojos, el alma de mi alma, y que en el vasto universo no existía ni podía existir un ser para mí más querido que aquella preciosa criatura.

III

Al amanecer del día siguiente atravesamos felizmente el río Cedar y penetramos en la landa que se extiende entre aquel río y Winnebago y, torciendo ligeramente hacia el Mediodía, va acercándose a la cadena de bosques que bordea las márgenes inferiores del Gowa.

Liliana no se atrevía a mirarme a los ojos; pero observé que estaba pensativa y como si se avergonzara o se afligiera por algo. Y, sin embargo, Dios mío, ¿qué pecado habíamos cometido? No quiso bajar del carro, y la señora Atkins y la señora Grossvenor, creyendo que se sentía enferma, prodigáronle sus mayores caricias y cuidados. Yo solo sabía el porqué de todo aquello; sabía que no se trataba de enfermedad ni de remordimiento, sino de la lucha de un ser inocente con el presentimiento de que una fuerza nueva e ignota iba a empujarla y a arrastrarla, como una hoja, lejos, lejos, quién sabe adónde. Era la clara visión de que todo esfuerzo habría de resultar inútil; de que tarde o temprano sería preciso ceder, rendirse al poder de aquella fuerza, y olvidarlo todo para no pensar mas que en amar.

Un alma pura teme y vacila en el umbral del amor; pero, sintiendo que es inevitable traspasarlo, desfallece y desmaya. Hallábase Liliana como en un estado de soñolencia, y al percatarme de ello, la alegría estuvo a punto de cortarme el aliento. No sé si era aquél un sentimiento honrado; pero cuando al día siguiente fuí corriendo a su carro, experimenté al verla así, tan abatida como una flor, algo parecido a lo que debe experimentar un ave de rapiña en presencia de la paloma condenada a morir en sus garras. Y, sin embargo, no hubiera sido capaz de hacer el menor daño a aquella paloma, que tanta lástima me inspiraba, ni por todos los tesoros del mundo. ¡Cosa singular!

Todo el día aquel, a pesar de mis tiernos sentimientos para con Liliana, transcurrió como si entre nosotros existiera algún enfado o estuviésemos dominados por enorme confusión. Hice lo indecible para poder hallarme un momento a solas con Liliana, pero no lo conseguí. Afortunadamente, vino en mi socorro la señora Atkins, diciéndome que la muchacha necesitaba hacer ejercicio, y que la molestaba mucho permanecer encajonada en la angostura del carro.

Pensé entonces que la haría mucho bien ir a caballo, y mandé a Simpson que ensillara uno para ella. En la caravana no teníamos sillas de amazona; pero, a falta de éstas, podíase utilizar perfectamente una de aquellas sillas mejicanas tan altas, que generalmente usan las mujeres en las lindes de los desiertos. Prohibí a Liliana que se alejase de la caravana, a fin de no perderla de vista, por más que era muy difícil extraviarse en la estepa, uniforme y lisa. En efecto; los hombres que mandaba yo a cazar rondaban a notables distancias por todos los lados de la caravana, de suerte que siempre habría podido encontrarse Liliana con algún cazador. Por parte de los indios no podía correr todavía ningún peligro, porque aquella parte de la estepa, hasta el Winnebago, sólo era recorrida por los Pawnis en tiempo de las grandes cacerías, que no habían empezado aún; pero el camino de la selva meridional estaba infestado de animales dañinos, y toda precaución era poca. Luego tenía la convicción de que Liliana permanecería prudentemente a mi lado, lo que nos permitiría estar solos con mucha frecuencia, pues de ordinario iba yo muy lejos durante la marcha, y sólo tenía delante de mí dos escoltas mestizas.

Mis esperanzas se vieron realizadas, y una alegría indecible sobrecogió mi espíritu al ver por vez primera a mi suavísima amazona cabalgar al galope ligero al lado de la caravana. El movimiento del caballo habíale desparramado los cabellos, y la lucha que sostenía con su falda, algo corta, que malamente la cubría, coloreaba su semblante de púdico rubor.

Al acercarse púsose como una amapola, y aun sabiendo que iba a caer en la red que le tendiera yo para estar solos, vino hacia mí con un aire confuso, pero que quería ser indiferente, como si realmente lo ignorase todo. Entonces el corazón se me puso a latir como el de un colegial, y al ponerse nuestros caballos aparejados, me irrité contra mí mismo, por no saber encontrar ni una palabra que decirle. Embargado mi ánimo por nuevos y suaves sentimientos, impelido por una fuerza invisible, me incliné hacia Liliana cual si fuera a alisar las crines de su caballo, y puse mis labios sobre su mano, apoyada en lo alto de la silla mejicana. Una desconocida e inefable felicidad, mayor y más intensa que todas las hasta entonces sentidas, se difundió por todo mi cuerpo, y, teniendo apretada contra mi pecho aquella grácil manita, hablé a Liliana apasionadamente. Díjele que si me hubiese dado Dios en aquel momento todos los tesoros de la tierra, con placer los hubiera trocado por un solo rizo de sus cabellos, porque se había hecho dueña absoluta de mi alma y de mi cuerpo por toda la eternidad.

—¡Liliana!, ¡Liliana! —añadí después—, jamás he de abandonarte; te seguiré por montes y desiertos, besaré las huellas de tus plantas y rezaré por ti. Sólo te pido que me quieras un poco; dime, dime tan sólo que ocupo un lugar en tu corazón.

Y así diciendo, me parecía que mi pecho iba a estallar, y ella, conturbada y confundida, no cesaba de decirme:

—¡Ralf, bien lo sabes tú; tú lo sabes todo!

Lo que no sabía yo era si llorar o reír, si huir o permanecer a su lado. ¿Qué podría desear, qué podía apetecer, si me parecía que ya todo lo poseía en este mundo?

Desde aquel día estuvimos siempre juntos, cuanto lo permitían mis ocupaciones de capitán, que hasta llegar al Misuri fueron disminuyendo de día en día. Ninguna caravana ha viajado nunca tan felizmente como la nuestra en el transcurso del primer mes. La gente y las bestias se habían acostumbrado del todo a las órdenes y habían ido adquiriendo la experiencia de los viajes. Ya no era menester de mi parte tanta vigilancia, y la confianza que en mí tenían mantenía una excelente disposición en todo el campamento; además, la abundancia de víveres y el espléndido tiempo primaveral suscitaban la alegría y reforzaban la salud. Cada día estaba más persuadido de que mi atrevida resolución de conducir la caravana, no por la vía ordinaria de Saint-Louis y el Kansas, sino por la del Gowa y del Nebraska, era excelente.

Allí el calor era ya insoportable, y en el malsano territorio interpluvial que separa al Misisipí y al Misurí, las fiebres y otras enfermedades diezmaban las filas de los viajeros, mientras que aquí la templanza del clima disminuía la debilidad y mitigaba las molestias.

Realmente, la ruta de Saint-Louis era, en su primera etapa, más resguardada de los indios; pero mi caravana, compuesta de doscientos treinta hombres bien armados y dispuestos a la lucha, no debía inquietarse por los eventuales asaltos de los indios, sobre todo de las tribus establecidas en las riberas del Gowa, las cuales, habiendo ya medido varias veces sus fuerzas con los blancos, no era fácil que se atrevieran a echarse sobre una brigada tan numerosa. Sólo era menester precaverse contra los stampeads, es decir, contra las rapiñas nocturnas de mulos y caballos, que ponen a las caravanas, por la carencia subsiguiente de bestias de tiro, en situaciones desesperadas. Pero para ello contábamos con la diligencia y experiencia de los guardias, que conocían igual que yo los ardides de los indios.

Una vez organizada la marcha —lo que resultaba ya muy fácil, a causa de la práctica que en ello había adquirido mi gente—, tenía yo durante el día mucho menos trabajo que al principio, y podía dedicar más tiempo a los sentimientos que se habían adueñado de mi corazón. Por la noche me acostaba pensando: Mañana verás a Liliana», y al amanecer decíame a mí mismo: «Hoy verás a Liliana. Y cada día me sentía más feliz y más enamorado. La caravana empezó a percatarse de nuestras relaciones; pero nadie decía nada malo, porque tanto Liliana como yo éramos queridos de todo el mundo. Una vez, el viejo Smith, que cabalgaba a nuestro lado, exclamó: God bless you Captain and you Lilian!, y aquella unión de nuestros nombres nos tuvo todo el día llenos de contento. La señora Grossvenor y la señora Atkins cuchicheaban muy a menudo algo al oído de Liliana, logrando que la muchacha se pusiese encendida como la aurora; pero jamás quiso decirme lo que aquellas mujeres le susurraban. Sólo Henry Simpson nos miraba con un aire hosco y huraño; tal vez en su alma tramaba algo contra nosotros; pero yo no hacía gran caso de él.

Todas las mañanas, a las cuatro, me hallaba ya a la cabeza de la caravana; venían detrás de mí, a algunos centenares de pasos, las escoltas, que iban cantando las canciones que les habían enseñado las madres indias, y más atrás, a igual distancia, extendíase el tabor cual blanca cinta sobre la estepa. Era para mí un momento emocionante cuando, cerca de las seis, oía de repente detrás de mí las pisadas del caballo y veía acercarse a la niña de mis ojos, a mi adorada Liliana. El aire matutino le desplegaba los cabellos por detrás, destrenzados por el movimiento, pero expresamente mal sujetos, pues muy bien sabía la muy coqueta que le estaban así divinamente, que a mí me gustaba mucho de aquel modo y que, cuando el viento esparcía alrededor de mi cabeza su dorada cabellera, cogía yo sus hebras y las apretaba contra mis labios. Así, tan dulcemente, empezaban nuestras mañanas.

Habíale enseñado a decir buenos días en polaco: Dzien dobry, y cuando la oía pronunciar aquellas palabras en el habla para mí tan querida, se me antojaba que todavía amaba más a Liliana, y los recuerdos de la patria, de la familia y de cuanto había pasado y sufrido atravesaban el desierto cual gaviotas el océano, y a duras penas podía contener los deseos de gritar, a duras penas podía retener bajo mis párpados las lágrimas, que a punto estaban de rodar por mis mejillas. Y ella, viendo que, a pesar de mis lágrimas, el corazón se me llenaba de alegría, repetía como un estornino enseñado: Dzien dobry!, dzien dobry!, dzien dobry! ¿Y cómo era posible no amar por encima de todas las cosas a aquel delicioso estornino?

Más adelante le enseñé otras expresiones; pero su boca inglesa difícilmente se adaptaba a nuestras voces dificultosas, y al reírme yo de su pronunciación incorrecta, juntaba ella, como una niña,los labios y los alargaba en forma de hociquillo, fingiendo que se enojaba y poniendo la cara mustia.

Nunca, sin embargo, tuvimos la más mínima discusión, y una sola vez se interpuso entre nosotros una ligera nubecilla.

Una mañana, con el pretexto de ajustarle los estribos, despertó en mí el díscolo ulano de otros tiempos y la besé el piececito, o, por mejor decir, el diminuto botín, ya deteriorado por las asperezas del desierto, pero que no hubiera yo trocado por un trono. Entonces Liliana, acercando el piececito a los ijares del caballo y repitiendo: «¡No, Ralf; no, no!», alejóse rápidamente, y a pesar de mis súplicas y de haberle pedido perdón, no quiso caminar emparejada conmigo. Sin embargo, para no afligirme demasiado, no se separó mucho de mí; pero yo púseme a fingir una pena cien veces mayor de la que realmente sentía, y, encerrado en un mutismo absoluto, cabalgaba cual si todo el mundo no existiese ya para mí. Bien sabía yo que la compasión acabaría por vencer su resistencia, y, en efecto, al poco rato, inquieta por mi silencio, se me acercó y púsose a mirarme en los ojos, como un chiquillo que quiere adivinar si mamá está disgustada todavía, y yo entonces, a pesar de mis esfuerzos para conservar mi seriedad, tuve que volver la cabeza para no estallar en sonoras carcajadas.

Esta fué nuestra única rencilla. De ordinario estábamos alegres cual ardillas de estepa, y muy a menudo yo, el capitán de toda aquella caravana —Dios me lo perdone—, me comportaba estando junto a ella como un verdadero niño. Muchas veces, mientras cabalgábamos tranquilamente uno junto al otro, volvíame de improviso hacia Liliana, significándole que algo muy importante y urgente tenía que comunicarle; y cuando ella, llena de curiosidad, abría los oídos, decíale yo sencillamente: «¡Te quiero!», a lo que contestaba ella, sonriente y ruborizada: Also, que quiere decir «también»... ¡Y así nos confiábamos nuestros secretos en la inmensidad del desierto. donde sólo el viento podía oírnos!

Tan rápidamente transcurrían de este modo los días, que la mañana y la noche me parecían como los eslabones de una cadena. Sólo de vez en cuando alguna peripecia de viaje venía a romper aquella venturosa uniformidad. Un domingo el mestizo Wichita cogió con el lazo un antílope hembra de gran tamaño, que en las estepas llaman dick, y con ella dejóse también coger su pequeñuelo. Regalé éste a Liliana, que le puso al cuello un collar de cascabeles. Al cabo de una semana, el joven antílope, al que pusimos por nombre Katty, se había vuelto tan manso, que venía a comer en la mano lo que le dábamos, y durante la marcha cabalgaba yo teniendo a un lado a Liliana y al otro a Katty, que corría alzando hacia mí sus grandes ojos negros, pidiendo con sus balidos una caricia.

Pasado ya Winnebago, entramos en una landa lisa como una mesa, cubierta de herbazales lozanos y vírgenes. Los guías exploradores desaparecían a veces de nuestros ojos, ocultos por las hierbas y los arbustos; nuestros caballos chapoteaban como en el agua. Mostrábale yo a Liliana aquel mundo completamente nuevo para ella, y al verla entusiasmarse con todas sus bellezas, me sentía orgulloso de que aquel mundo mío le gustase.

Reinaba por todas partes la primavera. Abril corría apenas hacia su término; era la época del lozano retoñar de la Naturaleza entera, y todo cuanto debía brotar en la estepa había brotado ya.

Durante la noche surgían de la estepa embriagadores perfumes como de millares y millares de incensarios, y de día, cuando soplaba el viento meciendo la florida alfombra, casi sufrían los ojos bajo el fulgor del rojo, del azul, del amarillo y de otros mil colores. De la llanura surgían hacia el cielo gráciles tallos de flores amarillas, parecidas a nuestro verbasco; en redor suyo se ceñían los hilos argentados de la plantita llamada tears (lágrimas), y cuyos racimos, formados de diáfanas esferitas, aseméjanse realmente a las lágrimas.

Mis ojos, acostumbrados a leer en la estepa, descubrían de vez en cuando plantas y flores conocidas: las grandes hojas de calumen, que curan las heridas; las sensitivas blancas y rojas, que cierran los cálices al acercarse un animal o un ser humano; las segures indias, cuyo olor hace caer de sueño y priva casi de todos los sentidos. Y enseñábale a Liliana a leer en aquel libro de Dios, diciéndole:

—Como habrás de vivir, amada mía, entre bosques y estepas, bueno es que ya empieces a conocerlos.

En algunos sitios de la llanura erigíanse, a manera de oasis, grupos de algodoneros y pinabetes epíceas, tan ceñidos de vides silvestres y de enredaderas, que apenas si los podía reconocer bajo la espesura de las hebras y de las hojas. Por encima de las enredaderas retorcíanse las yedras, los alboholes y una especie de arbusto espinoso llamado wachtia, muy parecido a la rosa silvestre; por todos lados bajaban verdaderas cascadas de flores, y bajo aquellas bóvedas de verdor, y al través de aquel tupido velo de follaje, difundíase un misterioso clarobscuro. Debajo de los troncos dormitaban grandes charcas de agua primaveral que no acertaba el sol a beber, y desde lo alto de las copas, y por entre la espesura de las flores, llegaban voces extrañas y gorjeos de pájaros. Cuando le mostré por primera vez a Liliana aquellos árboles y aquellas cascadas de flores quedóse inmóvil, llena de asombro, y, juntando las manos, no cesaba de exclamar:

—¡Ralf!, ¿pero es verdad todo eso?

No se atrevía ella a penetrar en el interior de aquellas bóvedas; pero una tarde, sin embargo, en que el calor era bochornoso y corría por la estepa el cálido soplo del viento de Texas, entramos los dos acompañados de Katty. Una frescura, una penumbra, algo solemne como en una catedral gótica, y al propio tiempo un misterioso pavor, reinaba allí dentro. La luz del día penetraba en aquel recinto tamizada por las hojas, de un verde diáfano; un pajarillo oculto bajo un haz de enredadera chilló: «¡No, no, no!, cual si nos prohibiera pasar adelante. Púsose Katty a temblar, arrimándose a los caballos, mientras Liliana y yo nos mirábamos uno a otro. Por vez primera se juntaron nuestros labios, sin poderlos desunir.

Bebía ella mi alma, yo la suya, y ya nos faltaba a ambos el aliento, y, sin embargo, no se separaban nuestras bocas. Cubriéronse sus pupilas de niebla, y las manos, que apoyaba sobre mis brazos, pusiéronse a temblar como en la fiebre; un olvido de todo su ser la venció de tal suerte que, desfallecida y exánime, dejó caer su cabeza sobre mi pecho. Nos embriagaban a ambos la felicidad que de uno a otro se transfundía y la emoción que enajenaba nuestros ánimos. Inmóvil, con el alma rebosante del éxtasis, y sintiendo un amor cien veces más grande que lo que es posible expresar o imaginar, alcé los ojos a lo alto, buscando entre el follaje por dónde poder contemplar el cielo.

Cuando despertamos de nuestro éxtasis salimos de la verde espesura a la landa despejada, donde nos vimos rodeados de vivísima luz, de aire caliente y del acostumbrado, amplio y risueño espectáculo de la estepa.

En unos montoncitos de tierra agujereados, formando como una red, veíase todo un ejército de ardillas de tierra que, apenas nos aproximamos, desaparecieron en sus escondrijos. Ante nosotros divisábase el tabor y los jinetes que corrían en torno a los carros.

Parecíame salir de una cámara obscura, a un mundo deslumbrante, y esa impresión debía sentirla también Liliana; pero a mí el resplandor del día me llenaba de júbilo, mientras que a ella la superabundancia de áurea luz y el recuerdo de los extáticos besos, cuyas huellas eran todavía visibles en su semblante, llenábanla de confusión y de tristeza.

—¿Lo has tomado a mal quizá, Ralf? —me preguntó de improviso.

—¿Cómo es posible que pienses eso, amada mía? ¡Que el Señor me abandone si, fuera de un honrado y profundo amor, guarda mi pecho otro sentimiento por ti!

—¡Todo ha sido porque te quiero tanto! —exclamó, temblándole los finísimos labios.

Y prorrumpió en un llanto silencioso. Vanos fueron mis esfuerzos para tranquilizarla, pues en todo el día estuvo triste y taciturna.

IV

Finalmente llegamos al Misurí. Los indios escogían de ordinario el momento de vadear este río para asaltar las caravanas, porque resultaba muy difícil en tal trance la defensa, ya que, hallándose una parte de los carros dentro del río y la otra en la ribera, y arreando a las bestias para entrar y salir del agua, se produce una enorme confusión.

Ya antes de llegar al río, hacía dos días, habíame dado cuenta de que unas bandas de indios nos seguían; pero había tomado mis medidas de prudencia, disponiendo que las caravanas acampasen en orden de batalla. Prohibí que los carros se desbandasen por la estepa, como hacían en las regiones orientales del Gowa, y mandé que todos los hombres se mantuvieran reunidos y dispuestos al combate. Llegado que hubimos al río y encontrado el vado, ordené a dos destacamentos de sesenta hombres cada uno que se atrincherasen en las dos orillas, de modo que pudieran defender eficazmente el paso con su fuego de fusilería. Los otros ciento diez emigrantes debían encargarse de pasar los carros, pocos de cada vez, a fin de evitar confusiones, y con semejante táctica todo se llevó a cabo con el orden más completo. El ataque era, en realidad, casi imposible, porque antes de echarse sobre los que vadeaban el río, habrían tenido los asaltantes que apoderarse de una de las dos trincheras.

No eran, por otra parte, excesivas tales precauciones; dos años después, cuatrocientos alemanes fueron asesinados, mientras vadeaban el Misuri, por la tribu Kiawatha, en el sitio donde hoy se eleva la ciudad de Omaha.

El éxito que coronó mi empresa me reportó otra ventaja, y fué que aquella gente, que en los países del Este habían oído contar los terribles peligros del tránsito por las amarillentas aguas del Misuri, al ver la seguridad y facilidades con que bajo mi dirección había salido de apuros, puso en mí una fe ciega y empezó a considerarme como el espíritu reinante de aquellos desiertos.

Las alabanzas y la entusiástica admiración de mis compañeros llegaba cada día a oídos de Liliana, a cuyos ojos enamorados aparecía yo como un héroe legendario. Decíale la señora Atkins:

—Mientras tu polaco esté a tu lado, hasta bajo la lluvia puedes dormir, pues ya se las arreglará él para que no te mojes.

Y el corazón de mi niña se ensanchaba oyendo tales alabanzas.

Sin embargo, durante el vado del Misuri no pude consagrarle ni un momento, y sólo me fué dado decirle con los ojos lo que no podía con los labios; todo el día permanecí montado a caballo, ora en una orilla, ora en la otra, ora en medio de la corriente. Era de gran urgencia para mí abandonar lo antes posible aquellas densas aguas amarillentas, que continuamente arrastraban consigo troncos de árboles carcomidos, montones de ramas, follaje y hierbas, y, con esto, gran cantidad de fétida marga del Dacota, que produce calenturas.

Además, los hombres estaban rendidos de cansancio por la continua vigilia y enfermos los caballos a causa del agua malsana, que nosotros no podíamos beber sino después de tenerla algunas horas decantándose al través de un filtro improvisado con carbón reducido a polvo. Pero, por fin, después de ocho días, nos encontramos todos en la orilla derecha, con los carros intactos y habiendo perdido tan sólo siete cabezas entre mulos y caballos.

Aquel día, sin embargo, habíanse visto las primeras flechas, porque mis hombres habían matado y luego, siguiendo las bárbaras costumbres del desierto, descuartizado a tres indios cuando intentaban introducirse en el recinto de los mulos.

Como consecuencia de aquel suceso, al día siguiente por la noche llegó hasta nosotros una embajada de seis viejos guerreros de la tribu de las Huellas Sangrientas, pertenecientes a la familia de los Pawnis. Acercáronse con amenazadora gravedad a nuestras hogueras, pretendiendo, en compensación, algunos mulos y caballos, y asegurando que, en caso de negarnos a ello, quinientos guerreros se arrojarían inmediatamente sobre nosotros.

Escasa impresión hizo en mi ánimo tal amenaza, y más hallándose ya instalado todo el tabor en la otra orilla y bien dispuestas las trincheras; además, sabía yo bien que aquella embajada había sido enviada por los indígenas con el único fin de regatear algún botín, sin pensar en agresión de ninguna clase, en las que menguadas esperanzas podían fundar. Inmediatamente me hubiera quitado de delante a aquellos indios si no hubiera querido ofrecer a Liliana con ellos un interesante espectáculo. Mientras los viejos permanecían sentados, inmóviles alrededor de las hogueras del consejo, con los ojos fijos en las llamas, miraba Liliana, oculta detrás del carro, tímida y curiosa, sus vestidos con las costuras cosidas con cabellos humanos, las hachas con los mangos adornados de plumas y los rostros pintados de negro y rojo; colores que simbolizaban los propósitos belicosos de que estaban animados.

Neguéme en absoluto a acceder a sus exigencias, y, pasando de mi actitud defensiva a una actitud ya algo agresiva, declaré solemnemente que si faltaba en el tabor uno solo de nuestros mulos, yo mismo iría al encuentro de sus quinientos guerreros y esparciría sus huesos por todos los ámbitos de la estepa. Partieron reprimiendo a duras penas la rabia y haciendo volar las hachas por encima de sus cabezas, en señal de guerra. Grabadas profundamente en la memoria debían de quedarles aquellas palabras mías, sin embargo; y cuando, en el momento de partir, doscientos hombres de los nuestros, preparados de antemano, se alzaron de improviso en ademán amenazador, haciendo ruido con las armas y lanzando gritos de guerra, bien clara se vió la profunda impresión que todo ello causó en el ánimo de aquellos guerreros salvajes.

Unas horas después, Henry Simpson, que por propia iniciativa había ido siguiendo a la embajada para espiarla, regresó todo jadeante con la noticia de que un importante destacamento indio se acercaba a nosotros. En toda la caravana era yo el único que conocía a fondo las costumbres indias, y, por consiguiente, estaba convencidísimo de que era aquélla una amenaza vana, porque no eran los indios en número suficiente para exponerse con sus arcos de madera de hickory al fuego de nuestros fusiles de Kentucky, de largo alcance.

Así se lo decía a Liliana mil y mil veces para tranquilizarla; pero la pobrecilla temblaba como una hoja, temiendo por mí; en cuanto a mis hombres, creían todos que íbamos a tener necesariamente un encuentro con los indígenas; lo que los más jóvenes y con mayor espíritu guerrero ardientemente deseaban.

Al cabo de pocos instantes oímos los aullidos de los pieles rojas; pero se mantuvieron a una distancia de algunos tiros de fusil, como si aguardasen un momento oportuno.

Toda la noche ardieron en nuestro campamento grandes hogueras, alimentadas con troncos de algodonero y haces de sauces del Misurí. Los hombres custodiaban los carros; las mujeres, llenas de pavor, entonaban salmos; los mulos, no ya en el recinto de los vivaques nocturnos, sino enchiquerados en los carros, relinchaban y mordían; los perros, oliendo la proximidad de los indios, ladraban furiosos; todo el campamento, en una palabra, era un hervidero de ruidos y amenazas.

En los brevísimos instantes de silencio oíanse los fatídicos y plañideros gritos de los centinelas indios, que se llamaban con voz nasal, como si ladraran. Hacia media noche, los indígenas intentaron incendiar la estepa; pero las hierbas lozanas de primavera, húmedas, por más que muchos días antes no hubiese caído una gota de agua, no llegaron a arder.

Al amanecer, yendo a inspeccionar los apostaderos, hallé medio de acercarme por un instante a Liliana. Dormía, rendida de cansancio, con la cabeza apoyada sobre el regazo de la señora Atkins, que, armada con bows, juraba y perjuraba que exterminaría a toda la tribu de las Huellas Sangrientas antes de que uno de aquellos salvajes se atreviera a tocar un pelo de la ropa de su querida niña. Contemplaba yo a mi bella Liliana con amor, no sólo de hombre, sino casi de madre, y también sentía que hubiera hecho pedazos a quien se hubiera aventurado a amenazar a aquella prenda mía adorada. En ella residía mi alegría, mi felicidad; fuera de ella, vida errante y desventuras sin cuento. En efecto; en la estepa, en lontananza, esperábame el ruido de las armas, las noches a caballo, la lucha con los bandidos rapaces, y al lado de mi Liliana hallaba yo el plácido sueño de aquella dulce criatura, tan llena de confianza en mí, que había bastado una palabra mía para persuadirla de que no habría ningún combate y para que se durmiera resguardada de todo peligro, como bajo el techo paterno.

Cotejando esas dos imágenes, sentí por vez primera las fatigas de aquella vida aventurera sin tregua, y reconocí que sólo junto a Liliana habría de hallar paz y sosiego. ¡Con tal de que lleguemos a California!», pensaba entre mí. ¡Ay!, las penalidades del viaje, del que sólo hemos realizado la primera mitad y la más llevadera, aparecen bien visibles ya en este pálido semblante. Pero allí nos espera un país bello y exuberante, un cielo tibio, una eterna primavera.

Y embargado el ánimo por estos pensamientos, cubrí los pies de la durmiente con mi capote, para resguardarla del frío nocturno, y volví al extremo del campamento, porque empezaba a levantarse del río una niebla densísima, que los indios podían muy bien aprovechar para intentar un asalto. Los fuegos se iban velando cada vez más y se ponían pálidos, y una hora más tarde ya no nos podíamos ver uno a otro a una distancia de diez pasos. Ordené entonces a los centinelas que gritaran cada minuto, y ya no se oyó en el campamento otra cosa que un continuo All's well!, repetido como una letanía de boca en boca. En el campamento de los indios, en cambio, todo quedó en silencio, cual si aquella gente hubiese enmudecido de pronto; lo que me llenó de inquietud.

A los primeros albores del amanecer nos invadió un gran cansancio, porque la mayor parte habíamos pasado muchísimas noches sin dormir ni un momento, y además la niebla nos penetraba hasta los huesos, dándonos unos terribles escalofríos.

Entonces pensé que, en vez de estarnos parados, esperando a obrar cuando les viniera en gana a los indios, tal vez fuera mejor acometerlos, para dispersarlos por los cuatro vientos. No era ésta una valentonada de ulano, sino una medida de extrema necesidad, porque una afortunada acometida podría darnos gran renombre entre las numerosas tribus del país y asegurarnos así por largo tiempo un viaje tranquilo.

Después de dejar, pues, ciento treinta hombres en la trinchera, a las órdenes del experto lobo de la estepa, Smith, hice montar a caballo a otros ciento, y partimos casi a tientas, a causa de la niebla; pero con la mejor buena gana, porque el frío se hacía cada vez más molesto, y era aquél, al menos, un excelente medio para entrar en calor.

Al llegar a una distancia de dos tiros de fusil nos lanzamos gritando, al galope, y entre disparos nos arrojamos como un alud sobre el campamento de los indígenas. Una bala de uno de nuestros inexpertos tiradores silbó junto a mi oreja y se me llevó el sombrero. Pronto estuvimos a espaldas de los indios, que ni remotamente podían soñar en un ataque de nuestra parte, no habiéndose dado nunca el caso de que fueran los mismos viajeros en busca de los sitiadores. Un terror inmenso se apoderó de ellos, cegándolos de tal modo que se dispersaron por los cuatro costados, aullando espantados, cual bestias feroces, y sucumbiendo sin resistencia. Un pequeño destacamento, empero, apoyado en la orilla del río, viéndose acorralado, se defendió valerosamente y con tal tenacidad, que aquellos indómitos guerreros prefirieron arrojarse al agua antes que rendirse.

Sus picas, de agudos cuernos de ciervo, y sus tomahawks, de durísimo pedernal, no eran, ciertamente, armas muy temibles; pero aquellos salvajes se servían de ellas con singular destreza. Sin embargo, en un instante los redujimos también a la impotencia; y yo, por mi parte, hice prisionero a un corpulento gaznápiro, armado con una pequeña segur, y a quien, forcejeando por desarmarle, habíale cortado en redondo la mano.

Les cogimos muchos caballos; mas eran tan salvajes e indómitos, que no pudimos utilizarlos. Los prisioneros, comprendiendo a los heridos, fueron numerosos, y mandé que fueran asistidos con solícitos cuidados. Luego, a instancias de Liliana, después de regalarles mantas, armas y caballos para los heridos más graves, los dejé en libertad.

Aquellos míseros, que, persuadidos de ser llevados al suplicio sin tardar, habían empezado a murmurar sus monótonos cantos funerarios, sintiéronse de momento casi espantados al ver lo que hacíamos con ellos, creyendo que les dejábamos marchar para darles caza en seguida, según la costumbre india. Pero al contestar que no los molestaríamos lo más mínimo, alejáronse satisfechos, celebrando nuestro valor y la bondad de la «Pálida Flor»; nombre con el cual habían bautizado a Liliana.

El día aquel terminó con un triste acontecimiento, que vino a empañar nuestra alegría por una tan señalada victoria y por los efectos que de ella conjeturábamos. Entre los nuestros no hubo ningún muerto; pero varios fueron los heridos de más o menos cuidado. El más grave de todos era Henry Simpson, a quien su ardor bélico había llevado demasiado lejos en la lucha. Por la noche empeoró de tal modo su estado, que entró en la agonía.

Veíase muy bien que deseaba hacerme una confidencia; pero el pobrecillo no podía hablar por tener destrozada la mandíbula de un hachazo.

Tan sólo pudo gañir: Pardon, my Captain, y entráronle en seguida unas convulsiones. Supuse lo que quería decirme, al acordarme de la bala que por la mañana me había rozado la cabeza, y le perdoné cual procedía a un cristiano. También pensé que bajaba con él al sepulcro su sentimiento profundo por Liliana, aunque no declarado, y que tal vez había buscado la muerte.

A media noche falleció, y le dimos sepultura bajo un gigantesco algodonero, en cuyo tronco grabé una cruz con mi cuchillo.

V

Al día siguiente proseguimos el viaje. Extendíase ante nosotros una landa todavía más dilatada, más llana y más agreste; una región que en aquel tiempo apenas había sido hollada por el pie de los blancos; en una palabra, nos hallábamos en la Nebraska.

Durante los primeros días avanzamos con bastante rapidez con los parajes despoblados de árboles; pero no sin dificultad, a causa de la carencia absoluta de leña. Las riberas del Platte, que corta en toda su longitud aquellas inmensas llanuras, están cubiertas por densos matorrales y sauces; pero veíamonos obligados a permanecer alejados del cauce plano de aquel río, que, como de costumbre en primavera, iba crecido. Pasábamos, pues, las noches alrededor de menguados fuegos de estiércol de búfalo, que, por no estar bien seco, más que quemar, ardía con tenue llama cerúlea.

De esta suerte avanzábamos con gran penuria hacia el Big Blue River, donde podríamos hallar combustible en abundancia. Tenía aquel país todos los caracteres de la tierra primitiva; de cuando en cuando, al pasar la caravana, que ahora avanzaba formando una cadena más compacta, huían piaras de antílopes de pelo bermejo con el vientre blanco, o a veces, por entre el oleaje de la hierba, aparecía una monstruosa y velluda cabeza de búfalo, de ojos sanguinosos y narices humeantes, y en las lejanías de la estepa surgían, cual puntos negros, numerosas bandadas de otros animales.

A trechos hallábamos también por el camino, semejando pequeñas ciudades, unos montones de tierra, puestos unos junto a otros, formados por el trabajo de innumerables alimañas subterráneas.

Al principio ningún indio nos salió al paso, y sólo ocho días después apercibimos a tres jinetes indígenas, adornados con plumas, que inmediatamente, cual si fueran fantasmas, desaparecieron de nuestros ojos.

Supe más tarde que la sangrienta lección dada a los indios de las riberas del Misurí había hecho muy pronto famoso el nombre de Big—ar (que así habían transformado el de Big Ralf) entre las tribus de bandidos de la estepa, y que, además, la magnanimidad de que habíamos dado prueba para con los prisioneros había conmovido a aquellos hombres nómadas y malvados, no desprovistos, sin embargo, de caballerescos sentimientos.

Llegados al Big Blue River, decidí detenernos durante ocho días en aquellas márgenes frondosas.

Lo que aun nos faltaba de viaje constituía la parte más ardua y escabrosa, porque más allá de las estepas comenzaban las Montañas Rocosas, y tras de ellas las maléficas tierras del Utah y de la Nevada. A pesar de la abundancia de pastos, los mulos y los caballos estaban extenuados, enflaquecidos, y era menester un descanso más prolongado para hacerles recuperar fuerzas.

Nos situamos, pues, en el triángulo que forman el río Big Blue y el Beaver Creek, Torrente de los Castores. Aquella abigarrada posición, defendida por dos lados por las corrientes de los dos ríos, y por el otro por la mole de los carros, era casi inexpugnable, tanto más cuanto que había en aquel sitio agua y leña suficientes. Como no era menester una gran vigilancia, el trabajo en el campamento resultaba casi nulo; de suerte que podía la gente entregarse con entera libertad a los goces de aquel paraíso.

Fueron aquéllos los días más venturosos de nuestro viaje: el cielo se mantuvo siempre sereno y las noches tan tibias, que se podía dormir al aire libre.

Salían los hombres de caza por la mañana y regresaban por la tarde cargados de antílopes y de aves de las estepas, que se encontraban a millones por las cercanías. El resto del día lo pasaban comiendo, durmiendo, cantando o tirando, por puro pasatiempo, a las ocas silvestres que en bandadas estrechas y larguísimas cruzaban el campamento.

Aquellos diez días fueron también los mejores y los más felices de toda mi vida. Desde por la mañana hasta el anochecer no me separaba un momento de Liliana, y de aquel constante trato que, empezando por fugaces entrevistas, había acabado por convertirse casi en verdadero consorcio de mi vida, adquirí el convencimiento absoluto de que mi amor por aquella suave y bondadosa niña había de ser eterno. Pude entonces conocerla más de cerca ya fondo. Muchas veces, durante la noche, en vez de dormir pensaba en qué fuese lo que me la hacía tan querida y tan necesaria a mi vida como el aire a mis pulmones. Dios lo sabe; estaba enamorado, enamoradísimo de su semblante encantador, de sus doradas trenzas, de sus ojos cerúleos, como el ciclo de la Nebraska, y de su talle flexible y esbelto, que parecía decirme: «Ayúdame y protéjeme siempre, porque sin ti no sabría vivir.» Dios lo sabe: amaba yo todo lo que le pertenecía, el más insignificante de sus pobres vestidos y adornos, y sentía hacia ella tan potente, tan fatal atracción, que todavía hoy no me sería posible, ni remotamente, explicarla.

Pero había en Liliana otro poderoso encanto: su suavidad y su ternura. Muchas mujeres había hallado yo en mi camino; pero un ángel semejante no lo encontró jamás, ni volveré nunca a encontrarlo, y cuando lo pienso me siento invadido por una tristeza infinita. Era su alma sensible, como la flor que cierra su corola cuando alguien se aproxima.

Conmovíanla fácilmente mis palabras y sabía asimilárselo todo; sabía reflejar todo pensamiento de igual manera que refleja el agua transparente lo que pasa junto a la orilla. Era el corazón de Liliana tan puro, era tanto su recato, que al abandonarse como lo hacía a mis caricias, comprendía yo muy bien la grandeza de su amor. Entonces, todo cuanto mi alma viril contenía de noble y honrado convertíase en gratitud hacia ella. Era Liliana mi consuelo y mi esperanza, la única persona, la que más quería yo en este mundo; y tan púdica, que yo había de esforzarme mucho para convencerla de que el amar no es un pecado.

Así, bajo tan suaves emociones, transcurrieron en las márgenes del río aquellos diez días inolvidables, en que, por fin, pude gozar de la mayor felicidad de mi vida.

Una vez, al amanecer, fuimos a pasear por la orilla del Beaver Creek; quería yo enseñarle á Liliana los castores que tenían sentados sus reales en un paraje distante apenas media milla de nuestro tabor. Andando con cautela por entre zarzas y matorrales, llegamos pronto al sitio aquel. Alrededor de una especie de golfo o lago formado por el torrente alzábanse dos corpulentos hickorys o nogales americanos, y en los bordes crecían numerosos sauces, con las ramas medio sumergidas en el agua. Un malecón, construído por los castores para contener la corriente, mantenía siempre en el mismo nivel el agua del pequeño lago, en cuya superficie surgían redondas, formando diminutas cúpulas, las moradas de aquellos industriosos animalitos.

El pie humano, ciertamente, jamás había hollado aquel paraje cubierto de árboles. Apartando cautamente las delgadas ramillas de los sauces, nos asomamos ambos al agua, que era azul y lisa como un espejo. Aun no estaban los castores en su trabajo; la ciudad acuática dormía aún tranquila, y tanta era la quietud que en el lago reinaba, que oía yo la respiración de Liliana, cuya cabecita dorada, asomada junto a la mía por entre el ramaje, rozaba mi frente. Rodeé el talle de mi niña con un brazo, a fin de sostenerla sobre el borde del declive, y pacientemente aguardamos, embriagándonos con lo que nuestros ojos descubrían. Avezado a vivir en los desiertos, amaba a la Naturaleza como a mi misma madre, y, aunque rudamente, sentía que hay en ella una felicidad divina para el mundo.

Era todavía muy temprano; la aurora, apenas nacida, coloreaba de rojo la copa de los corpulentos hickorys; las gotas del rocío resbalaban chorreando por las hojas de los sauces, y todo en derredor volvíase cada vez más luminoso. En la otra orilla, las gallinas silvestres, grises, con el cuello negro y la cabeza empenachada, bebían el agua levantando el pico.

—¡Oh Ralf, y qué bien se está aquí! —cuchicheábame Liliana al oído.

Y yo estaba imaginando una cabaña en algún paraje apartado, con ella, viviendo una serie interminable de días apacibles, que nos llevarían a los dos suavemente hacia el último reposo, hacia la eternidad. Parecíanos a los dos contribuir a aquella alegría de la Naturaleza con nuestra propia alegría; a aquella quietud, con la quietud nuestra; a aquella aurora, con la aurora de felicidad que irradiaba de nuestras almas.

Mientras tanto, la lisa superficie comenzó a moverse en círculos concéntricos, y salió luego del agua, lentamente, una cabeza de castor, bigotuda, chorreante, coloreada por la luz matutina, y luego otra; y aquellos dos animalitos corrieron hacia el dique, hendiendo el puro cristal de las aguas con sus hociquillos y moviendo los labios. Subidos al malecón y sentados sobre sus patitas traseras, pusiéronse a chillar, y al chillido aquel empezaron a surgir, como por ensalmo, cabezas grandes y chicas, y por todo el lago cundió un gran vocerío. El pequeño ejército parecía al principio divertirse chapuzándose y lanzando extraños gritos de alegría; pero la primera pareja aquella, mirando desde el malecón, dió de repente con las narices un silbido prolongado, y en un santiamén la mitad del ejército estuvo sobre el dique, mientras la otra, dirigiéndose a la orilla, desaparecía bajo las ramas de los sauces, junto a los cuales empezó el agua a borbotar. Un ruido, como si aserraran un árbol, nos dió a entender que aquellos animalitos trabajaban en partir las ramas y la corteza.

Mucho tiempo estuvimos Liliana y yo contemplando el alegre tráfago de aquellas bestezuelas, que ni remotamente podían presumir nuestra presencia. Pero de pronto, al querer Liliana cambiar de postura, sacudió impensadamente las ramas, y en un abrir y cerrar de ojos todo desapareció; movióse todavía unos momentos el agua, alisóse luego, y otra vez todo quedó sumido en el mayor silencio, sólo interrumpido por el golpear de los picos sobre la dura corteza de los hickorys.

Entretanto habíase levantado el sol por encima de los árboles y empezaba a caldear la atmósfera.

Como Liliana no estaba cansada, decidimos continuar nuestro paseo costeando el pequeño lago; pero al poco rato otro torrente, que cruzaba el bosque y desembocaba allí, cortó nuestro camino.

Liliana no podía pasarle, y entonces yo, cogióndola en brazos, a pesar de su resistencia, entré en el agua. Era aquél, en verdad, un torrente de tentaciones.

Temía Liliana que me ahogase, y, rodeándome el torso con sus brazos, apretábase a mí con todas sus fuerzas y ocultaba el rostro contra mi hombro, mientras yo, apretando fuertemente mis labios, no cesaba de murmurarle:

—¡Liliana, Liliana mía!

Atravesado de este modo el torrente y llegados a la otra orilla, quise llevarla aún más lejos; mas ella desasióse casi con violencia de mis brazos.

Entonces nos sobrecogió a ambos cierta zozobra, y empezó Liliana a mirar en derredor suyo, como si tuviera miedo, con el semblante, ora pálido, ora rojo como una amapola. Cogile la mano y la estreché contra mi corazón: también sentía yo en aquel instante como un miedo de mí mismo.

La mañana se iba poniendo calurosísima; caía del cielo sobre la tierra verdadero fuego; no soplaba un hálito de viento; las hojas de los hickorys pendían inmóviles; sólo los picos continuaban escarbando en la corteza de los árboles; pero todo parecía sumido en profundo sueño y aletargado por el calor. Y yo me preguntaba si no habría algún hechizo difundido en el ambiente; pero pensaba luego que Liliana estaba junto a mí y que estábamos solos.

El cansancio la venció por fin, y su respiración se hizo cada vez más breve, más anhelosa, y su rostro, de ordinario pálido, púsose encendido como la grana. Preguntéle si estaba cansada y si deseaba descansar. ¡No, no!, contestó inmediatamente, cual si quisiera inclusive ahuyentar aquella idea; pero a los pocos pasos vaciló, susurrando:

—¡No; realmente, no puedo, no puedo más!

Entonces volví a tomarla en brazos, y con aquel dulce peso volví al borde del torrente, donde el ramaje de los sauces, bajando hasta tierra, formaba umbrosos pasadizos. En una de aquellas verdes alcobas, sobre el mullido césped, la coloqué, arrodillándome luego a su lado; pero al contemplarla, el corazón se me encogió: tenía la cara pálida como la cera, y sus ojos, desencajados, me miraban llenos de miedo.

—¡Liliana!, ¡qué tienes? —exclamé—. ¡Estoy a tu lado, niña mía!

Y así diciendo, me acerqué a sus pies y los cubrí de besos.

—¡Oh Liliana —continué—, predilecta, escogida entre todas, esposa mía!

Apenas hube pronunciado estas palabras, un estremecimiento la sacudió de los pies a la cabeza, y de improviso, como en el delirio de la fiebre, echóme los brazos al cuello con fuerza inaudita y exclamó:

My dear!, my dear!, my husband!

Luego todo desapareció ante mis ojos, y se me antojó que la esfera terrestre había volado con nosotros lejos, lejos...

Todavía hoy no podría explicar cómo fué que al despertar de aquella embriaguez y recobrar mis sentidos, entre las negras ramas de los hickorys, brillase otra vez la aurora; pero no la de la mañana, sino la vespertina. Los picos habían cesado de golpetear en la corteza; en el agua reflejábanse los rojos celajes del ocaso, y los moradores del lago habíanse ido a dormir; llegaba el anochecer, hermosísimo, apacible, impregnado de luz rojiza y cálida. Era ya tiempo de volver al campamento, y al salir del interior del laberinto que formaban los sauces llorones contemplé a Liliana. Nada había de triste ni de inquieto en su semblante; pero en sus ojos, alzados hacia el firmamento, ardía una dulce resignación, y su cabeza divina estaba como rodeada de una aureola de sacrificio. Al darle la mano apoyó dulcemente la cabecita sobre mi hombro y, sin apartar sus ojos del cielo, díjome:

—Ralf, repíteme que soy tu esposa; repítemelo a menudo.

En los desiertos y en las estepas no eran posibles otros desposorios que los del corazón; por tanto, me arrodillé en aquel bosque, y cuando la niña mía se hubo también arrodillado junto a mí, dije:

—En presencia del cielo, de la tierra y de Dios, declaro, Liliana Moris, que te tomo por esposa. Amén.

Y ella añadió:

—Soy tuya para siempre y hasta la muerte; soy tu mujer, Ralf.

Desde aquel instante éramos casados; ya no era Liliana mi amante, sino mi legítima esposa; y esta idea nos llenó a ambos de sosiego y de suavidad; suavidad y sosiego que penetraron en lo más hondo de mi corazón, donde surgió un nuevo sentimiento, un sentimiento de respeto santo hacia Liliana, y para conmigo mismo, una honradez y una seriedad grandísimas, bajo cuyo influjo se ennoblecía y santificaba mi amor.

Cogidos de la mano, alta la cabeza y serena la mirada, llegamos al tabor, donde la gente estaba inquieta por nosotros. Algunos de nuestros hombres habían partido por todos los lados para buscarnos, y con gran sorpresa supe más tarde que alguno había llegado hasta el pequeño lago; pero que no nos había visto ni habíamos oído nosotros sus voces. Y para evitar malévolas suposiciones llamé a los compañeros, y así que los tuve a todos reunidos formando círculo, entré en el centro con Liliana cogida de la mano, y dije con voz grave:

Gentlemen! Sed testigos de que en vuestra presencia yo doy a la mujer que aquí veis el nombre de esposa, y sedme testigos ante los tribunales, ante la ley y ante quienquiera que en Oriente o en Occidente por ello os preguntara.

All rigth!, and hurra for you both! —contestaron a coro.

Luego el viejo Smith, según era costumbre, preguntó a Liliana si consentía en tomarme por marido, y cuando ella hubo contestado sí, fuimos considerados por toda aquella gente como legítimos esposos.

En las lejanas estepas del Occidente y en todas las regiones donde no existen ciudades, jueces e iglesias no se verifican nunca de otro modo los esponsales; y todavía hoy en los Estados Unidos, si alguien da a una mujer que vive bajo el mismo techo el nombre de esposa, tiene su declaración la misma fuerza legal que los documentos.

Ninguno, pues, de los emigrantes manifestó sorpresa alguna, ni consideró nuestras bodas desde otro aspecto que el de la seriedad que le daba la costumbre. Todos se mostraron regocijados, porque, a pesar de tenerlos yo, como ningún otro capitán, bajo una férrea disciplina, sabían que obraba siempre con franqueza, abiertamente, y cada día me tenían más cariño. En cuanto a mi mujer, amábanla como a las niñas de sus ojos.

Inmediatamente después empezó la algazara y los regocijos: encendieron hogueras, sacaron los escoceses de sus carros sus viejas gaitas, cuyos sones, despertando en Liliana y en mí dulces recuerdos, nos colmaban de placer y de melancolía; los norteamericanos tocaban las castañuelas, hechas con costillas de buey, y entre cantos y gritos y disparos pasamos una noche deliciosa.

La señora Atkins abrazaba a cada momento a Liliana, riendo, llorando, encendiendo de vez en cuando su pipa, que se le apagaba. Pero lo que más me emocionó fué la siguiente ceremonia, muy en uso entre las poblaciones nómadas de los Estados, que pasan la mayor parte de su vida en los carros. Cuando la Luna se hubo escondido detrás del horizonte, pusieron los hombres en las baquetas de los fusiles unos tizones de sauce encendidos, y, siguiendo en procesión al viejo Smith, que les servía de guía, nos llevaron de carro en carro, e hiciéronme preguntar delante de cada uno a Liliana:

Is this your home?

A lo que mi adorada respondía:

—¡No!

Y proseguíamos la ronda. Al llegar junto al carro de la señora Atkins sintieron todos un gran enternecimiento, porque en él había viajado Liliana hasta entonces, y al contestar también aquí en voz baja «¡No!», rugió la señora Atkins como un búfalo y abrazada con furia a Liliana:

My little, my sweet! —repetía a cada instante sollozando, llorando a lágrima viva.

También Liliana sollozaba, y al contemplarla, todos aquellos corazones endurecidos se sentían emocionados, y no había entre ellos ojos que no estuvieran arrasados de lágrimas. Cuando estuvimos junto a mi carro, apenas lo reconocí; tan cubierto estaba de follaje y adornado con flores.

En aquel momento alzaron los hombres las ascuas encendidas, y Smith preguntó con voz alta y grave:

Is this your home?

That's it!, that's it! —contestó Liliana.

Entonces todos se descubrieron la cabeza, y se produjo un silencio tan profundo, que se oía el crepitar de los tizones y el ruido de los trozos inflamados al caer por tierra. Y el viejo emigrante de cabellos blancos extendió por encima de nosotros sus secos y robustos brazos, exclamando:

—¡Dios os colme de bendiciones y bendiga también vuestra casa! Amén.

Tres entusiásticos hurras contestaron a esta bendición, después de lo cual fuéronse todos, dejándome solo con mi mujercita.

Cuando la última persona estuvo ya lejana, apoyó Liliana su cabeza sobre mi pecho, exclamando:

—¡Por siempre, por siempre jamás!

Y en aquel instante había en nuestras almas más estrellas que en el cielo.

VI

Al amanecer del día siguiente dejé a mi mujer, que aun dormía, y fuí yo mismo a buscarle flores.

Mientras recorría las cercanías del campamento iba pensando: «Ahora estás ya casado», y esta idea me llenaba el alma de tanta alegría, que alzaba los ojos hacia el Dios de Misericordia para darle gracias por haberme dejado vivir hasta el momento en que el hombre pasa a ser un hombre verdadero, infundiendo su existencia en la de otra criatura amada entre todas las demás. Ya poseía yo algo mío en el mundo; y si bien mi casa y mi hogar no eran todavía otra cosa que un carro con su toldo de lona, me sentía, sin embargo, muy rico, y pensaba con tristeza en mi vida errabunda de antes, asombrado de haber podido vivir hasta entonces de aquel modo.

Ni siquiera había pensado nunca en la felicidad que lleva consigo la palabra esposa, cuando con tal nombre se llama a la sangre del propio corazón, a la mejor parte del alma propia. Desde mucho tiempo antes amaba yo tanto a mi Liliana, que todo el universo resplandecía para mí con su luz, y todo en ella lo concentraba y sólo me interesaba cuanto a ella se refería. Y ahora, al llamarla esposa es decir, mía, mía para siempre—, creía enloquecer de contento, pareciéndome imposible que un pobre hombre como yo pudiera poseer tal tesoro. ¿Qué me faltaba? Nada. Si aquellas estepas, con ser un poco más calientes, no hubieran ofrecido tantos peligros para Liliana; si no hubiese tenido yo, además, el deber ineludible de llevar la caravana al punto de su destino, dispuesto me hubiera visto a renunciar a California y a establecerme con mi esposa en la Nebraska.

Iba yo a aquel país en busca de oro; pero ahora me reía de tales propósitos. ¿Qué riqueza podía yo encontrar allí, si ya poseía todas las riquezas?

¿Qué valor podía tener el oro para Liliana y para mí? Escogeré un rincón donde la primavera sea eterna —me decía—; construiré con troncos de árbol una cabaña, y el arado y el fusil nos darán de comer; no nos moriremos de hambre.

Así iba yo pensando mientras buscaba flores, y luego que las hube recogido en cantidad, regresé a la caravana. Por el camino encontré a la señora Atkins.

—¿Duerme aún la pequeñina? —me preguntó, quitándose la inseparable pipa de la boca.

—Duerme —contesté.

Y la señora Atkins, guiñando el ojo, añadió:

Ah you rascal!.

Pero la pequeñina ya no dormía. Vimos que bajaba del carro en aquel momento y, con la mano puesta sobre los ojos para evitar la luz del sol, miraba hacia todas partes.

Al divisarme, corrió hacia mí con impetuosidad, toda sonrosada y fresca, como la mañana aquella, y echándose en los brazos, que yo la tendía abiertos, besándome en los labios, exclamó:

—Dzien dobry! Dzien dobry!

Luego, alzándose sobre la punta de los dedos y mirándome a los ojos, me preguntó con una traviesa sonrisa:

Am I your wife?

¿Qué podía yo hacer sino llenarla de besos y caricias?

Felices transcurrían, pues, los días en aquel delta interfluvial, sobre todo si se tiene en cuenta que mis funciones de gobierno las había asumido, hasta el día de la marcha, el viejo Smith. De nuevo fuimos con Liliana a visitar nuestros castores, y, aquella vez dejóse pasar sin resistencia a través de la corriente. Otro día, en una barquilla de madera roja, remontamos el curso del Blue River, donde en un meandro mostréle de cerca una piara de búfalos que topaban con los cuernos contra la ribera arcillosa, de suerte que parecían ostentar sobre sus cabezas un casco de gres petrificado.

Dos días antes de la partida cesaron, sin embargo, nuestras jiras; en primer lugar, porque los indios habían hecho nuevamente su aparición en las cercanías, y luego porque mi querida esposa se ponía cada día más pálida y más débil. Cuando le preguntaba qué tenía, contestábame siempre con una sonrisa, y asegurábame que no tenía nada. Velaba yo su sueño; arropábala lo mejor que podía, impidiendo casi que el viento la soplara de cerca, y todos aquellos cuidados acabaron también por debilitarme a mí. Bien es verdad que, hablando de la supuesta enfermedad de Liliana, guiñaba la señora Atkins el ojo con cierto aire de misterio, mientras iba expidiendo por la boca densas espirales de humo que la tapaban la vista; pero yo me sentía, sin embargo, muy inquieto, y más desde que le cruzaban por la mente de vez en cuando a Liliana unos bien tristes pensamientos. Habíasele metido en la cabeza que no era cosa lícita el amarse con la vehemencia con que nosotros nos amábamos, y un día, puesto su índice maravilloso sobre la Biblia, que leía todos los días, díjome con tristeza:

—¡Lee, Ralf!

Miré, y un sentimiento extraño invadió mi corazón cuando leí: Who changed the truth of God into a lie, and worshipped and served the creature more than the Creator, who is blessed forerer? (Quién transformó la verdad de Dios en mentira y honró y sirvió a la criatura más que al Criador, que alabado sea por siempre jamás?).

Cuando hube terminado, añadió ella:

—Pero si Dios se enoja por esto, estoy convencida de que será tan bondadoso que sólo me castigará a mí.

La tranquilicé diciéndole que el amor es como un ángel, que nace de dos almas humanas y que se eleva hasta Dios para llevarle las alabanzas de la tierra, y ya no se habló más de aquellos escrúpulos suyos.

Por otra parte, los preparativos para la marcha, el abastecimiento de los carros y de las bestias y otras mil ocupaciones más me tenían constantemente separado de Liliana.

Llegado finalmente el momento de partir, con lágrimas en los ojos nos alejamos de aquel delicioso delta, donde tan felices días habíamos pasado. Pero al contemplar de nuevo la caravana, extendida a lo largo de la estepa, aquellos carros uno tras otro y las ringleras de mulos delante, sentí cierto consuelo pensando que el término del viaje se aproximaba cada día más, y que dentro de algunos meses habríamos visto ya California, hacia la cual tendían nuestros anhelos y nuestros afanes.

Los primeros días de marcha fueron, sin embargo, muy felices. Desde el Misurí hasta el pie de las Montañas Rocosas, la estepa, a grandes, a inmensos trechos, sube constantemente, por lo cual los animales de tiro avanzan con lentitud. Además de esto, no podíamos aproximarnos al gran río Platte, porque, aunque pasada ya la crecida, estábamos en el tiempo de las grandes cacerías de primavera, y un gran número de indios rondaba por las cercanías del río, acechando las piaras de búfalos, que se dirigían hacia el Norte.

La guardia nocturna era pesada y penosa; no pasaba noche sin alarmas, y otra vez tuvimos que habérnoslas con una numerosa cuadrilla de ladrones y pieles rojas, que intentaron otro stampead, es decir, un golpe de mano contra los mulos. El contratiempo más grave, empero, era el tener que pasar las noches sin fuego; pues en la imposibilidad de acercarnos al Platte, carecíamos a menudo de combustible, y como caía por las mañanas una ligera llovizna, el estiércol de búfalo con que substituíamos la leña se encendía con gran dificultad.

Lo que me tenía también muy inquieto eran las piaras de búfalos. De vez en cuando veíamos en el horizonte millones de estos animales, que avanzaban como el temporal, devastándolo todo a su paso. Si una de aquellas piaras se hubiera precipitado sobre la caravana la habría destrozado sin remisión. Para colmo de desdichas, la estepa entera hormigueaba ahora de bestias feroces: osos grises, jaguares, grandes lobos del Kansas y del territorio indio, que venían tras de los búfalos... y de los indígenas. Desde la orilla de los pequeños torrentes, junto a los cuales nos deteníamos para pernoctar, veíamos, al anochecer, rebaños enteros de aquellos animales que bajaban a beber tras el calor abrasador del día.

Una vez un oso se abalanzó sobre nuestro mestizo Wichita, y si no me hubiese yo precipitado a defenderlo, ayudado del viejo Smith y del guía Tom, indudablemente lo hubiera despedazado.

Asesté a la fiera un tan tremendo golpe en la cabeza con mi hacha, que el mango se rompió, y eso que era de recia madera de hickory; abalanzóse entonces la bestia sobre mí, y sólo lograron derribarla los tiros que en las orejas le descerrajaron Smith y Tom. Eran aquellas bestias feroces tan atrevidas, que llegaban de noche hasta internarse en el radio del campamento, y en el transcurso de una semana matamos dos a una distancia de cerca de cien pasos de los carros. Por este motivo, desde el anochecer hasta el amanecer hacían los perros un alboroto tal que nos era imposible cerrar los ojos siquiera.

En otro tiempo gustaba yo de una vida semejante, y no hacía mas que un año, en el Arkansas, en medio de mayores angustias, me parecía hallarme en el paraíso. Pero ahora pensaba que en el carro mi querida esposa, en vez de dormir, temblaba por mi vida, y su salud disminuía con la inquietud y la zozobra; y mandaba yo a los infiernos a indios, osos y jaguares, ardiendo en deseos de proporcionar lo antes posible la paz y el sosiego a aquella criatura, débil, delicada y tan adorada, que hubiera yo querido llevar siempre en brazos.

Un enorme peso se me quitó del corazón cuando, al cabo de tres semanas de tamañas angustias, divisé las ondas blanquecinas, como pintadas con yeso, de un río, que hoy llaman el Republican River, y que en aquel tiempo no tenía aún nombre inglés. Las larguísimas hileras de sauces negruzcos, que formaban como una orla funeraria flanqueando las blancas aguas, iban a darnos combustible en abundancia, y por más que aquella variedad de sauce silbe al ser encendido y chisporrotee endemoniadamente, siempre arde mejor que el húmedo estiércol de búfalo.

Dispuse que se hiciese en aquel lugar un alto de dos días, porque además los peñascos, diseminados acá y allá en las márgenes del río, anunciaban la proximidad de una región de difícil acceso, escarpada y recluída a espaldas de las Montañas Rocosas. Nos encontrábamos ya a una altura considerable sobre el nivel del mar; lo que era fácil de notar por el frío que se hacía sentir durante las noches.

Esta diferencia de temperatura entre el día y la noche nos molestaba mucho; algunos de nosotros, entre ellos el viejo Smith, nos vimos atacados de calenturas y obligados a permanecer en los carros.

Los gérmenes del mal los habían, indudablemente, cogido en las riberas malsanas del Misurí, y las privaciones y sufrimientos habían contribuído a desarrollarlos. Sin embargo, la proximidad de las montañas nos hacía concebir esperanzas de pronta curación, y entretanto mi esposa asistía a los enfermos con la innata abnegación propia de las almas angelicales.

Pero ella también iba perdiendo las fuerzas visiblemente. Cada mañana, al despertar, mi primera mirada era para aquella encantadora cabecita dormida junto a mí, y el corazón me latía inquieto al contemplar la palidez de su semblante y la lividez de sus ojeras. Y sucedía entonces, mientras lo estaba observando, que despertaba ella y me sonreía para volverse luego a dormir.

Y sentía entonces que hubiera dado la mitad de mi robustez de roble por hallarme ya en tierras de California.

¡Pero estaban todavía tan lejos, tan lejos!...

Transcurridos los dos días, proseguimos el camino, y en breve, dejando al mediodía el Republican River, nos encaminamos por las bifurcaciones del Hombre Blanco hacia los deltas meridionales del Platte. El país iba siendo a cada paso más agreste, y entramos en una garganta cerrada por ambos lados, en que unos peñascos graníticos se escalonaban cada vez más altos, ora solitarios, rectos y lisos cual murallas, ora estrechamente pegados unos a otros. El combustible ya no nos faltaba, porque en las grietas y hendeduras de las rocas crecían abundantes las encinas y los pinabetes; aquí y allá susurraban los manantiales por entre las graníticas paredes, en cuyos bordes saltaban atemorizadas las gamuzas. Era el ambiente frío, puro, sano, y al cabo de una semana desaparecieron las calenturas. Los mulos y los caballos, empero, obligados a alimentarse, en vez de con la hierba jugosa de la Nebraska, con un pasto en el que abundaba el brezo, habían enflaquecido mucho y, jadeantes y mohinos, a duras penas podían arrastrar nuestros pesados carros por la cuesta, cubierta de hierba.

Finalmente, una tarde apercibimos en el lejano horizonte una cosa que parecía un espejismo: como unas nubes crestadas, medio diluídas en la lejanía, brumosas, cerúleas, blancas y doradas en las cumbres e inmensas de la tierra al cielo.

Ante aquel espectáculo alzóse un griterío por toda la caravana: los hombres se subieron al toldo de los carros para ver mejor, y por todas partes oíase que gritaban:

Rocky Mountains! Rocky Mountains!

Y agitaban los sombreros, y en sus semblantes se pintaba un grandísimo entusiasmo.

Así saludaron los norteamericanos las Montañas Rocosas. Yo, por el contrario, corrí a mi carro, y abrazando tiernamente a mi esposa querida, juréle una vez más y con toda mi alma eterna felicidad ante aquellos altares de Dios, que hasta el cielo se elevaban, y desde cuyas cimas descendían un solemne misterio, el pavoroso respeto de lo inaccesible y el éxtasis de lo sublime.

El Sol se había hundido en el ocaso, y pronto el crepúsculo cubrió toda la región; pero aquellos gigantes, dorados por los postreros destellos, parecían inmensas pirámides de carbones encendidos y de lava fulgurante. Aquel rojo candente fué trocándose en un violáceo cada vez más obscuro, y por fin todo desapareció, fundiéndose en la uniforme obscuridad, al través de la cual nos miraban desde lo alto las estrellas, esos ojos movedizos de la noche.

Sin embargo, nos hallábamos todavía distantes, por lo menos, ciento cincuenta millas inglesas, de la cordillera principal. Esta desapareció de nuestra vista al día siguiente, oculta detrás de los peñascos, y fué mostrándose de nuevo y desapareciendo según las vueltas y revueltas de nuestra ruta. Ibamos muy lentamente, porque los obstáculos nos salían al paso con exasperante frecuencia, por más que no nos separábamos en lo posible del cauce del río. Pero a menudo, cuando las orillas eran demasiado abruptas, debíamos dejarlas y buscar salida por las laderas próximas, cubiertas de brezo pardusco y de farolillo, que ni los mulos querían comer, y cuyos robustos y largos tallos, enredándose en las ruedas de los carros, dificultaban enormemente la marcha.

A veces hallábamos en el terreno hendeduras de algunos centenares de yardas de extensión, por las que era imposible pasar, y que nos obligaban a dar largos rodeos. Siempre regresaban los guías Wichita y Tom con el anuncio de nuevos peligros y dificultades.

Un día creíamos estar caminando por un valle cuando, de repente, en vez de hallarlo cerrado por un accidente natural, vimos abierta ante nosotros una sima tan profunda, que sentíamos vértigo cuando nos atrevíamos a hundir la mirada por aquellas enormes paredes cortadas a pico. Las gigantes encinas que crecían en su fondo parecían diminutos matorrales, y los búfalos, que pacían entre las encinas, simples escarabajos.

Penetrábamos en un país cada vez más hórrido, salpicado de rocas y peñascos en salvaje desorden, donde el eco de las graníticas cavernas repetía dos o tres veces las maldiciones de los carreteros y el relincho de los mulos. Nuestros carros, que en la estepa parecían inmensos y magníficos, allí, entre aquellas rocas colgantes, se habían achicado a nuestros ojos de un modo sorprendente y desaparecían en los desfiladeros, como si tragados fueran por una boca gigantesca. Las pequeñas cascadas —o, como las llaman los indios, las aguas risueñas»— nos cortaban el camino. El cansancio había agotado nuestras fuerzas y las de los animales, y la verdadera cordillera de las Montañas Rocosas, cuando se mostraba en el horizonte, parecía siempre lejana y envuelta en nieblas. Afortunadamente, la curiosidad vencía al cansancio, y contribuía a tenerla siempre despierta el continuo mudar de panorama. Ninguno de nuestros compañeros, sin excepción de los que eran oriundos de los Alleghany, había visto jamás unas comarcas tan salvajes, y yo mismo contemplaba con estupefacción aquellas gargantas y desfiladeros, en cuyos flancos había erigido la desenfrenada fantasía de la Naturaleza castillos, fortalezas y aun verdaderas ciudades de piedra.

De vez en cuando encontrábamos grupos de indios muy diferentes de los de las estepas y mucho más salvajes, en los cuales la gente blanca despertaba pavor, mezclado con un deseo de sangre. Parecían todavía más crueles que sus hermanos de la Nebraska; de estatura mayor, más obscuro el cutis, dilatadas las narices y errante la mirada, tenían un aspecto de animales feroces enjaulados.

Tenían sus movimientos la vivacidad y el recelo de las fieras, y cuando hablaban tocábanse con el pulgar las mejillas, pintadas con listas blancas y azules alternadas. Sus armas eran hachas y unos arcos hechos de dura madera de oxiacanta alpestre, tan recios, que no tendrían nuestros hombres fuerzas bastantes para tenderlos. Aquellos salvajes, que demostraban una ferocidad indomable, hubieran sido muy peligrosos en gran número; pero, afortunadamente, eran pocos, y el mayor grupo que encontramos no pasaba de quince hombres. Llamábanse ellos mismos con el nombre de Tabeguach, Weeminuch y Yampos. Nuestro mestizo Wichita, a pesar de su práctica de las lenguas indias, no acertaba a comprender su jerga, como tampoco lográbamos comprender por qué todos aquellos salvajes, señalando las Montañas Rocosas y luego a nosotros, cerraban y abrían la palma de las manos, cual si quisieran indicarnos con los dedos algún número.

El camino era ya tan difícil, que con los mayores esfuerzos lográbamos hacer apenas quince millas cada día. Empezaron los caballos a caer, pues eran menos resistentes que los mulos y más difíciles para el pasto; la gente estaba también extenuada, porque todo el día era menester tirar de los carros con sogas para ayudar a los mulos, o sostenerlos en los sitios peligrosos. Poco a poco, los más débiles se sintieron desanimados y sin el empuje necesario; muchos enfermaron, y uno, que de resultas de un esfuerzo había tenido una hemorragia bucal, en tres días falleció, maldiciendo la hora en que le había venido la idea de dejar el puerto de Nueva York.

Nos hallábamos entonces en la peor etapa del viaje, cerca del riachuelo que los indios llaman Kiowa. Allí no se erguían los peñascos tan altos como en el confín oriental del Colorado; pero, en cambio, todo el país, hasta donde la vista podía alcanzar, estaba cuajado de pedruscos y guijarros, puestos unos encima de otros sin orden ni concierto. Tenían aquellas piedras, unas en pie y otras extendidas por tierra, el aspecto de un colosal cementerio arruinado con las lápidas vueltas del revés.

Eran las verdaderas «tierras maléficas» del Colorado, correspondientes a las que se extienden al norte de la Nebraska. Merced a titánicos esfuerzos, pudimos salir de allí al cabo de una semana.

VII

Después nos detuvimos al pie de las Montañas Rocosas. Sentíme sobrecogido de espanto al contemplar de cerca aquel monumento de granito, uyas laderas fajaban luengos desgarros de nubes:

y cuyas cumbres se confundian con las nieves eternas y el brumoso cielo. La mole y la silenciosa majestad de aquellas montañas anonadaron mi espíritu, y, humillado, alcé mis plegarias al Señor, para que me concediera la gracia de llevar, a través de aquellas gigantescas murallas, a mis carros, a toda mi gente y a mi adorada esposa.

Acabada mi oración, penetré más confiado y con mayor ardimiento en aquellas gargantas de piedra, en aquellas galerías, que cuando se cerraban tras de nosotros nos dejaban separados del resto del mundo. Por encima de nosotros extendíase el cielo, cruzado de vez en cuando por algún águila vocinglera; en derredor, granito y siempre granito: un verdadero laberinto de bóvedas, de barrancos, de hendeduras, de abismos, de torreones, de silenciosos edificios, de inmensas salas anegadas en el sueño. Tanta es la solemnidad que reina en aquella angostura pétrea, que el hombre, inconscientemente, en vez de hablar en alta voz, cuchichea bajo, bajito; parécele que el camino va a cerrarse a cada paso y que una voz le susurra: «¡No vayas más allá, porque no hay salida!»; parécele violar algún secreto sobre el cual el mismo Dios ha puesto el sello.

Durante las noches, cuando aquellas escarpadas eierras eran negras cual enlutados cortinajes y la Luna echaba sobre las crestas un funerario velo de plata; cuando se alzaban sombras misteriosas de las «aguas risueñas», un estremecimiento sacudía el cuerpo de los más endurecidos aventureros, y pasábamos horas enteras airededor de los fuegos, contemplando con un pavor supersticioso aquellos negros desfiladeros iluminados por el sangriento resplandor, cual si esperáramos de un momento a otro la aparición de alguna cosa horripilante.

Una vez encontramos en una cueva un esqueleto humano, y aun cuando colegimos por los restos, de cabellos enganchados en el cráneo, que era el de un indio, no por eso dejó de oprimirnos el corazón un presentimiento fatídico, como si aquel cadáver, con las quijadas abiertas, nos advirtiera de que el que se pierde en aquellos parajes no puede salir de ellos con vida. Aquel mismo día murió el mestizo Tom, precipitado por un caballo desde el borde de una roca.

Una sombría tristeza invadió a toda la caravana.

Si al principio caminábamos todos gritando, felices y contentos, ahora hasta los carreteros habían cesado de echar maldiciones, y la caravana avanzaba en medio de un silencio interrumpido tan sólo por el chirriar de las ruedas. Sucedía cada vez con mayor frecuencia que los mulos se negaban a tirar, quedándose como clavados en la tierra, y entonces todos los carros que seguían debían detenerse también.

Lo que más me torturaba era que en los momentos más feos y peligrosos, cuando mayor necesidad tenía mi esposa de mi presencia y de mis cuidados, no podía yo estar a su lado, pues debía de multiplicarme para dar buen ejemplo, fortalecer los ánimos y reavivar la confianza. Nuestra gente soportaba las calamidades con la perseverancia ingénita en los norteamericanos; pero sus fuerzas estaban exhaustas, y yo solo, con mi salud de hierro, resistía las fatigas.

Muchas eran las noches en que apenas dormía dos horas; tiraba de los carros como los demás, colocaba las guardias en los apostaderos, rondaba constantemente el campamento; en una palabra, prestaba un servicio dos veces más pesado que el de los otros hombres; pero es evidente que la felicidad aumentaba, centuplicaba mis fuerzas.

En efecto; cuando, cansado y abatido, llegaba a mi carro, encontraba en él lo que de más querido tenía yo en el mundo: un corazón fiel y una tierna mano que enjugaba el sudor de mi frente. Liliana, aunque algo doliente, no se dormía nunca antes de mi llegada, y cuando suavemente la reprendía, cerrábame la boca con sus besos, suplicándome que no me incomodase por ello; después de lo cual se entregaba al sueño, teniéndome cogido de la mano. Muchas veces, si se despertaba, cubríame con pieles de castor, a fin de que yo pudiese descansar mejor. Siempre suave, cariñosa, solícita y enamorada, adorábala yo, besaba sus vestidos cual si fueran las reliquias de una santa, y nuestro carro parecía casi un templo. Tan pequeñina como era, frente a aquellas gigantescas moles de granito, hacia las cuales alzaba tímidamente los ojos, superábalas, sin embargo, de tal modo, que, estando junto a ella, desaparecían aquellas montañas de mi presencia y no veía mas que a mi Liliana.

¡Cómo, pues, extrañar que mientras a los otros les faltasen las fuerzas, las sintiera yo centuplicadas y abrigase la convicción de que no me habían de faltar mientras ella las necesitara!

Al cabo de tres semanas llegamos a una inmensa torrentera, formada por el río Blanco. Al entrar en ella, los indios de la tribu de Uintah nos tendieron un lazo que nos despistó un poco; pero cuando sus flechas fueron a caer incluso sobre el toldo del carro de mi mujer, arrojéme, al frente de mis hombres, sobre los indios con tal empuje, que pronto los dispersamos. Tres cuartas partes de ellos murieron en la refriega. Un prisionero que cogimos vivo, muchacho de diez y seis años, vuelto de su pavor, comenzó, señalándonos a nosotros y al Occidente, a repetir los mismos gestos que nos hicieran la otra vez los Yampos. Nos pareció querer significarnos que no muy lejos íbamos a encontrar a hombres blancos; cosa poco probable.

Pero tal suposición era fundada, y fué una sorpresa, realmente extraordinaria, al par que una gran alegría, cuando al día siguiente, al bajar por la pendiente de una alta meseta, divisamos en el fondo del dilatado valle que se extendía a nuestros pies, no sólo muchos carros, sino también algunas casas, construídas con madera recién aserrada. Estaban dispuestas aquellas viviendas formando un círculo, en cuyo centro elevábase un vasto cobertizo sin ventanas, y a lo largo del torrente que por el valle serpenteaba pacían grupos de mulos guardados por hombres montados a caballo.

La presencia de seres de nuestra raza en aquellos parajes me colmó de maravilla, que muy pronto, empero, se trocó en temor, pues me vino la idea de que pudieran ser Outlaws, es decir, refugiados en el desierto para escapar a la pena capital por delitos cometidos. Sabía yo por experiencia que estos desechos de la sociedad huyen a países a veces muy lejanos y enteramente desiertos, donde se organizan en destacamentos sometidos a una dura disciplina militar. Con frecuencia han sido fundadores de nuevas sociedades, que vivieron al principio de saqueos y rapiñas, pero que luego, con el constante acrecimiento de población, convirtiéronse paulatinamente en Estados regulares.

Muchas veces había encontrado Outlaws por las riberas montuosas del Misisipí, cuando, en calidad de squatter, mandaba por la vía fluvial mis expediciones de maderamen a Nueva Orleáns.

A menudo había tenido sangrientos encuentros con aquellos bandidos, cuya crueldad y ánimo belicoso conocía perfectamente.

Ningún cuidado me hubieran dado, a no encontrarse Liliana entre nosotros; pero con sólo pensar en el peligro en que podía encontrarse en caso de una derrota y de mi muerte, se me erizaban los cabellos, y yo, por primera vez en mi vida, tuve miedo como el último de los cobardes. Estaba persuadido, además, de que si eran efectivamente Outlaws, era inevitable un encuentro con ellos, que había de ser mucho más encarnizado que con los indios.

Así, pues, comuniqué inmediatamente a mis compañeros la posibilidad de tal contingencia, y los dispuse en orden de batalla. Decidido estaba a extirpar radicalmente aquel nido de vagos o a morir, y con este objeto resolví atacarlos antes de que ellos nos atacaran.

Entretanto, desde el valle fuimos vistos, y dos hombres a caballo vinieron a nuestro encuentro a brida suelta, lo que me tranquilizó del todo, pues no eran los Outlaws hombres que malgastasen el tiempo con embajadas. Dijéronnos que eran cazadores al servicio de una compañía comercial americana traficante en pieles, y que tenían establecido allí su summer camp, es decir, su campamento de verano.

En vez de una batalla, nos esperaba, pues, una cordial acogida y toda suerte de socorros por parte de aquellos altivos, pero honrados, cazadores del desierto. Con los brazos abiertos nos recibieron todos ellos, y dimos gracias a Dios por habernos preparado, después de nuestra miseria, un tan dulce reposo. Dos meses y medio habían transcurrido desde que habíamos dejado las riberas del Big Blue River; se acababan nuestras fuerzas, los mulos estaban medio muertos, y he aquí que de pronto podíamos descansar por algunas semanas, completamente seguros y con alimentos abundantes para nosotros y para las bestias.

Fué, en realidad, nuestra salvación. Míster Thorston, jefe del campamento, hombre de esmerada educación, conociendo que no era yo uno de esos brutos que se encuentran de ordinario en las estepas, trabó en seguida amistad conmigo y puso su casita a mi disposición y a la de mi esposa, cuya salud iba empeorando de día en día.

Quise yo que se quedara en cama un par de días, y tan grande era su postración, que durante las primeras veinticuatro horas apenas si abrió los ojos, mientras yo, sentado junto a su lecho y contemplándola sin cesar, velaba para que nadie turbase su sueño. Pasados los dos días, recobró sus perdidas fuerzas y pudo salir; pero le prohibí que ejecutase el menor trabajo.

También mis compañeros durmieron en los primeros días como unos lirones; pero después nos aprestamos a componer y ajustar los carros, a remendar los vestidos y a lavar la ropa blanca.

Aquellos bondadosos cazadores nos ayudaron en todo con la mayor generosidad. La mayor parte de ellos eran del Canadá, y, contratados por una sociedad comercial, pasaban el invierno cazando castores y martas, reuniéndose durante el verano en los llamados summer camps, donde guardaban temporalmente en depósito las pieles, para expedirlas luego, más o menos curtidas, al Oriente con una escolta.

El servicio de aquella gente, contratada por algunos años, era indeciblemente penoso; debían internarse en países muy remotos y vírgenes, donde hallaban en abundancia toda suerte de animales, pero donde debían arrostrar continuamente grandes peligros y sostener cruentas luchas con los pieles rojas. Percibían pingües salarios, por más que la mayor parte de ellos no servían por la ganancia, sino por amor a la vida del desierto y a las aventuras de que tan pródiga es ésta. Eran hombres de fuerza hercúlea y salud a toda prueba, capaces de soportar las mayores fatigas y penalidades. Sus corpulentas siluetas, los sombrerones de pelo con que se tocaban y sus largas carabinas recordaban a mi mujer las novelas de Cooper, que había leído en Boston, y Liliana, con la mayor curiosidad, observaba su campamento todo e inspeccionaba su organización.

La disciplina, que de la mejor buena gana observaban todos, era severísima y rígida como en una orden de caballería, y Thorston, el agente principal de la compañía y jefe al propio tiempo del campamento, ejercía un poder esencialmente militar. Eran todos gente muy honrada, y entre ellos nos encontramos muy bien. También nuestra caravana les gustó a todos ellos mucho, afirmando que nunca habían visto otra tan disciplinada y ordenada. Thorston alabó en presencia de todo el mundo mi plan de viaje por la ruta septentrional, en vez de seguir la que pasa por Saint—Louis y el Kansas, y contó que una caravana compuesta de trescientas personas que había recorrido esta ruta a las órdenes de un tal Marcwood, tras inauditos sufrimientos, ocasionados por el frío y la langosta, había perdido las bestias de tiro y había sido finalmente asesinada por los indios Arapahoc.

Los cazadores canadienses lo habían sabido por boca de los mismos indios Arapahoc, a quienes vencieron en una gran refriega, apoderándose de más de cien cueros cabelludos, entre ellos el del propio Marcwood.

Aquel relato causó enorme impresión en mis compañeros, y el viejo Smith, el más consumado de los trashumantes, que al principio había hecho oposición al viaje por la Nebraska, dijo en presencia de todos que era yo más smart que él y que podía ser su maestro.

Durante nuestra permanencia en aquel hospitalario summer camp recobramos todas nuestras fuerzas. Allí conocí, además de a Thorston, con quien trabé estrecha amistad, a Mick, célebre en todos los Estados, que no pertenecía al campamento, pero que en compañía de dos famosos aventureros, Lincoln y Kid Carstone, erraba por los desiertos. Aquellos tres singulares personajes habían librado grandes batallas con tribus indias enteras y verdaderas, y siempre su destreza y su pericia y el sobrehumano valor de que estaban dotados les habían asegurado la victoria. El nombre de Mick, sobre quien tantos libros se han escrito, era tan temido de los indios, que, para ellos, más valía su palabra que todos los pactos con el Gobierno de los Estados. Muchas veces había el Gobierno utilizado sus servicios como mediador, y acabó por nombrarlo gobernador del Oregón. Cuando le conocí tenía unos cincuenta años; pero sus cabellos eran negros como el ébano, y en su mirada brillaban al propio tiempo la bondad de corazón y un valor indomable. Pasaba también por el hombre más fuerte de todos los Estados Unidos, y cuando medí mis fuerzas con las suyas, con gran sorpresa de todos, fuí el primero a quien no logró vencer. Aquel hombre bondadosísimo puso en Liliana un gran cariño; bendecíala cada vez que nos visitaba, y antes de partir la regaló un par de zapatitos confeccionados por él con piel de gamo; regalo que fué muy oportuno, pues ya no poseía la pobrecilla ni un par de botinas en buen estado.

Por último, partimos para continuar nuestro viaje bajo los mejores auspicios, bien informados del país y provistos de carne salada. Además, el buen Thorston se había quedado con nuestros mulos peores, dándonos, en cambio, algunos de los suyos entre los más fuertes y ágiles; y por si esto fuese poco, Mick, que había estado en California, nos había contado verdaderos milagros, no sólo de la riqueza del país, sino también de la suavidad del clima, de la belleza de los bosques de encinas y de las regiones montañosas, sin rival en todos los Estados. Un consuelo y una gran esperanza habían entrado en nuestros corazones sin barruntar ni remotamente el calvario que nos aguardaba antes de entrar en aquella tierra de promisión.

Al partir agitamos repetidas, innumerables veces los sombreros a modo de remember y nos alejamos de los buenos canadienses. Por lo que a mí respecta, aquel día quedará eternamente grabado en mi memoria, porque por la tarde Liliana, la adorada estrella de mi vida, me echó los brazos al cuello y, sonrojada por el pudor y la emoción, cuchicheóme al oído una cosa que me hizo caer a sus plantas llorando de santo júbilo y besar las rodillas de aquella mujer, que además de mi esposa iba a ser la madre del hijo de mi sangre.

VIII

Dos semanas después de haber abandonado el campamento de verano entramos en las fronteras del Utah, y la marcha, aunque no desprovista de dificultades, fué al principio asaz expedita. Teníamos que atravesar aún la parte occidental de las Montañas Rocosas, que formaban una cadena de ramificaciones llamadas Wasath Mountains; sin embargo, dos ríos importantes, el Green y el Gran River —que, juntándose, forman el inmenso Colorado, así como numerosos afluentes suyos, abren por todas partes accesos bastante cómodos.

Por estos pasos llegamos, pues, al cabo de algún tiempo, al lago Utah, donde empiezan las tierras saladas.

Nos hallábamos en una región extraña, uniforme, sombría; dilatados valles, cerrados por anfiteatros de abruptos peñascos, se extendían unos tras otros, siempre iguales, fastidiosamente uniformes, y era tal la severidad, la desnudez y la desolación de aquellos parajes, que ante ellos venían a la memoria los desiertos bíblicos.

Las tierras limítrofes de los lagos salados son estériles y ásperas; no tienen arbolado. El terreno, completamente calvo en inmensas extensiones, trasuda sales y potasa, o bien está cubierto de unas hierbas cuyas gruesas hojuelas destilan, al romperlas, un jugo viscoso y salado. El tránsito por aquellos parajes es triste y penoso, porque pasan semanas enteras y el desierto sigue sin fin, no divisando la mirada mas que extensiones siempre uniformes, siempre roqueñas.

Nuestras fuerzas comenzaban a agotarse; en las estepas nos rodeaba una uniformidad de vida; aquí, una uniformidad de muerte. La apatía fué adueñándose poco a poco de todos.

Pasamos el Utah. ¡Siempre las mismas tierras muertas! Entramos en la Nevada. ¡Igual! El sol quemaba de tal modo que nuestros cráneos parecían abrirse; sus rayos, reflejados en la superficie cubierta de sal, herían nuestras pupilas, mientras un polvo que flotaba en el ambiente, y que no se sabe de dónde venía, nos resquemaba los párpados. A duras penas podían las bestias de tiro proseguir adelante, y de vez en cuando caía una de ellas por tierra como herida por un rayo. La mayor parte de nuestra gente se sostenía sólo animada por la esperanza de que dentro de una o dos semanas veríamos aparecer en el horizonte la Sierra Nevada, y detrás de ella la anhelada California.

Entretanto, transcurrían los días y las semanas en medio de penalidades cada vez mayores. En una semana nos vimos obligados a abandonar tres carros por carecer de tiro. ¡Era la tierra aquella, en verdad, una tierra de miseria y de infortunio!

En la Nevada el desierto era todavía más desolado y peores nuestra situación y nuestro estado de ánimo, pues nos vimos invadidos por diversas enfermedades. Una mañana me anunciaron que Smith se había puesto malo, y al acudir a su carro, me encontré, horrorizado, con que el viejo tenía el tifus. No se puede impunemente cambiar tantas veces de clima. El continuo cansancio —jamás repuesto, a causa de los descansos demasiado breves y las penalidades de todo género desarrollan los gérmenes del mal.

Liliana se obstinó en querer cuidar a aquel viejo, a quien ella amaba como una hija, y que nos había echado las bendicienes el día de nuestras bodas; yo temblaba por mi esposa con toda mi alma; mas, por otra parte, no podía oponerme a que cumpliera sus deberes de buena cristiana.

Asistía al enfermo noche y día, ayudada por la Atkins y la Grossvenor, que imitaban su ejemplo.

Al segundo día perdió Smith el conocimiento, y al octavo exhaló su postrer suspiro en brazos de Liliana. Yo mismo le di sepultura, mojando con mis lágrimas los despojos mortales de aquel hombre, que no sólo había sido mi ayuda y mi brazo derecho en todo, sino además un verdadero padre para los dos.

Creíamos que después del sacrificio de aquella vida tendría Dios piedad de nosotros; pero no fué así. El mismo día cayó enfermo otro emigrante, y después, casi diariamente, se quedaba alguno en el carro para ya no salir de él sino conducido en nuestros brazos hacia la fosa.

Errábamos así por el desierto, perseguidos por el contagio, que iba tronchando nuevas víctimas.

También la señora Atkins se puso enferma; pero gracias a los solícitos cuidados de Liliana, fué su dolencia vencida, por fortuna. Yo me sentía cada vez más desanimado y entristecido, y a veces, cuando Liliana estaba asistiendo a los enfermos y yo de servicio en la vanguardia de la caravana, oprimiame, solo, en la obscuridad, las sienes con las manos y suplicaba al Señor, echado por tierra, como un humilde perro, que tuviera misericordia de mi adorada esposa, sin que osara, empero, murmurar las palabras «Cúmplase tu voluntad, y no la mía.

A veces, por la noche, cuando estábamos uno junto al otro, despertaba yo de improviso con la obsesión de que la peste sacudía el toldo de nuestro carro, y miraba de reojo buscando a Liliana.

Todos los ratos en que no me hallaba a su lado —y eran muy frecuentes— convertíanse para mí en una continua tortura, que me doblegaba como doblega un árbol la furia del vendaval. Y, sin embargo, Liliana sobrellevaba muy bien todas las fatigas y todas las penalidades. Los hombres más robustos iban cayendo enfermos, y ella, bien que enflaquecida, pálida y con las señales cada vez más visibles de la maternidad en el semblante, continuaba con buena salud y yendo de carro en carro. No me atrevía yo nunca a preguntarle por su salud; pero la abrazaba, teniéndola apretada contra mi pecho, largo, largo rato, y cuando quería decirle algo sentíame un tan fuerte nudo en la garganta, que no me era dado articular palabra.

Poco a poco la esperanza fué reanimando mi espíritu y cesaron de zumbar en mis oídos las terribles palabras de la Biblia: Who worshipped and served the creature more than the Creator?

Nos acercamos a la parte occidental de la Nevada, donde detrás de las lagunas muertas, de las tierras saladas y del desierto pedregoso, empieza una zona de estepa, llana, verde y fértil. Cuando, al cabo de dos días de viaje, nadie se puso enfermo, creí que nuestra miseria habría terminado, y ¡a fe que ya era hora!

Habían muerto nueve personas y seis continuaban todavía enfermas. Por temor al contagio, la disciplina había empezado a disminuir; los caballos habían muerto casi todos, y los mulos parecían esqueletos; de cincuenta carros de que constaba la caravana al salir del campo de verano, sólo treinta y dos se arrastraban ahora por el desierto. Para colmo de desdichas, nadie quería salir de caza, por miedo a caer enfermo de la peste en un lugar lejano del campamento y quedarse sin existencia. Las provisiones estaban a punto de agotarse, y a fin de economizarlas, nos estábamos alimentando desde una semana con ardillas negras de tierra, cuya carne fétida llevábamos con harta repugnancia a nuestros labios. Y aun de este ruin alimento no teníamos gran abundancia.

Otra vez tuvimos que habérnoslas con los indios, que, contra su costumbre, nos asaltaron en pleno día en la estepa llana, y, provistos como estaban de armas de fuego, mataron a cuatro personas de la caravana. En la refriega también yo fuí herido de un tan formidable hachazo en la cabeza, que en la noche de aquel día perdí el conocimiento, a causa de la abundante hemorragia. Pero aquella herida casi me llenó de contento, porque Liliana hubo de cuidarme a mí, en vez de asistir a los enfermos, que podían contagiarle el mal. Tres días estuve acostado en mi carro, y fueron tres días de felicidad, porque la tenía constantemente a mi lado, besándole las manos cuando me mudaba las vendas y contemplándola sin cesar. Al tercer día ya me encontraba en estado de poder montar a caballo; pero, debilitado de ánimo, hice como si estuviera todavía enfermo, sólo para poder estar más tiempo con mi Liliana.

Fué estando acostado cuando me di cuenta de lo rendido que me hallaba; el cansanció me tenía con todos los huesos rotos. No eran sólo los sufrimientos físicos los que me habían puesto en aquel estado, sino la continua angustia pensando en la salud de mi mujer. Tan enflaquecido estaba, que parecía un esqueleto; y así como antes era yo quien la miraba lleno de inquietud y de miedo, ahora era ella quien sufría tal tortura.

Pero no había remedio; cuando mi cabeza estuvo bien segura, menester fué montar el último rocín que quedaba con vida y guiar la caravana, tanto más, cuanto que empezaban a llegarnos por todas partes los más inquietantes presagios.

Empezó a achicharrarnos un calor casi sobrenatural, y en el aire se formó como una niebla sucia que parecía el humo de un incendio lejano. Obscurecióse el horizonte y púsose tan opaco, que no se veía el cielo; los rayos del Sol caían sobre la tierra rojizos y empañados. Las bestias daban señal de una singular inquietud; respiraban anhelosas rechinando los dientes, y también a nosotros nos parecía que estábamos tragando fuego. Suponía yo que todo aquello era efecto de los vientos que soplan del desierto del Gila, de los que había oído hablar en Oriente; pero reinaba en derredor nuestro una profunda calma, y ni una hierba se movía en la estepa. El Sol descendió al ocaso, rojo como la sangre, y la noche continuó con el mismo bochornoso calor; gritaban los enfermos; yo me adelanté unas millas a la caravana para cerciorarme de si efectivamente ardían las estepas; pero por ninguna parte divisé resplandor alguno de incendio.

Al fin me tranquilicé, persuadido de que el calor procedía, en realidad, de algún incendio ya extinguido. Durante el día había observado que las liebres, los antílopes, los búfalos y aun las ardillas corrían velozmente hacia Oriente, cual si huyeran de California; país hacia el cual tendíamos con todas nuestras fuerzas. Al sentir que el aire se purificaba y que el calor disminuía, acabé de convencerme de que el incendio había ya terminado, y que si las bestias corrían, era sólo en busca de nuevos pastos. Era menester, por consiguiente, internarse para saber si el camino incendiado podía ser atravesado o si, por el contrario, debíamos hacer un rodeo. Según mis cálculos, no debía hallarme de la Sierra Nevada a más de trescientas millas inglesas, o sea a veinte días de viaje; así es que decidí hacer el último esfuerzo para llegar hasta allí.

Viajábamos de noche, porque el calor del día debilitaba extraordinariamente a las bestias, y por el día siempre había entre los carros un poco de sombra, en la que podíamos descansar. Una de las noches aquellas, mientras estaba en el carro con Liliana, pues la herida y la debilidad no me permitían aún viajar a caballo, sentí de repente rechinar las ruedas de un modo singularísimo, y oí inmediatamente gritos repetidos de stop!, stop!, que iban corriendo a lo largo de la caravana.

Salté del carro al instante, y a la luz de la Luna vi a los carreteros observando el suelo con los ojos fijos, y of luego una voz que decía:

—¡Capitán! ¡Estamos caminando sobre carbones!

Agachéme para tocar el suelo con las manos, y, efectivamente, nos hallábamos en la estepa carbonizada.

Inmediatamente hice detener la caravana y pasamos el resto de la noche en aquel sitio.

Al día siguiente, apenas despuntó el Sol, un singular espectáculo se ofreció a nuestras miradas.

Extendíase inmensa ante nosotros una llanura negra como el carbón; no sólo todos los arbustos, hierbas y matorrales estaban quemados, sino que todo el suelo era como vidriado, y de tal modo, que las patas de los mulos se reflejaban en él como en un espejo. No podíamos distinguir bien hasta dónde se extendía la llanura quemada, pues el horizonte estaba todavía envuelto en niebla; pero, sin embargo, sin titubear, mandé torcer hacia el Mediodía, a fin de volver al extremo de la región incendiada, en vez de aventurarnos por aquellos carbones.

Sabía por experiencia lo que significaba un viaje por una estepa quemada en que no existe ni una hierba para las bestias; y como, según todos los indicios, el fuego se había propagado, a merced del viento, hacia el Norte, pensé que yendo hacia el Mediodía llegaríamos al lugar donde el incendio se había iniciado.

La gente obedeció mi mandato, pero de malagana, porque Dios sabía qué retraso iba todo aquello a producir en nuestro viaje.

Durante el descanso de la tarde la niebla fué desapareciendo poco a poco; pero el calor llegó a ser tan horrible, que todo el aire vibraba, cuando de pronto sucedió una cosa portentosa. La niebla y el humo se desvanecieron como por arte de encantamiento, y aparecieron ante nuestros ojos atónitos los montes de Sierra Nevada, verdes y risueños, maravillosos, cubiertas las cumbres de nieve centelleante, y tan cercanos, que a simple vista se distinguían sus crestas, sus verdes laderas y sus bosques. Parecíanos que su soplo fresco, impregnado del vivificante olor de los pinabetes, llegaba hasta nosotros por encima de aquella desolación y que dentro de algunas horas íbamos a llegar a sus floridas plantas. Ante aquel espectáculo, la gente, exhausta por las penalidades de aquel horrible desierto, casi enloqueció de alegría. Unos caían de hinojos, sollozando; otros alzaban los brazos abiertos al cielo, o estallaban en carcajadas; otros, en fin, palidecían sin acertar a decir palabra.

Liliana y yo llorábamos de alegría, mezclada con un sentimiento de estupefacción, calculando que todavía nos separaban de California, por lo menos, ciento cincuenta millas.

Entretanto, a través de aquella negra desolación nos sonreían los montes, y parecía, en verdad, como si un hechizo los hiciera acercarse a nosotros, inclinándose, invitándonos, lisonjeándonos...

Y por más que no habían todavía transcurrido las horas destinadas al descanso, la gente no quiso prolongar más la parada en aquel lugar; hasta los enfermos, sacando fuera de los toldos de sus carros las amarillentas manos, suplicaban que se enganchara sin tardar y se continuara la marcha. Y así, llenos de alborozo, nos pusimos en seguida en camino, oyéndose, en medio de los chirridos de las ruedas al rodar sobre la tierra carbonizada, el chasquido de los látigos y los gritos y los cantos de la caravana.

Ya no se trataba de hacer un rodeo para salvar aquel territorio quemado. ¿Para qué, si unas cuantas millas más allá teníamos la California con sus maravillosos montes?

Proseguimos, pues, en recto camino por la ruta directa; pero muy pronto, y con singular rapidez, la niebla volvió a ocultarnos aquella espléndida perspectiva: púsose el horizonte cada vez más cerrado; descendió, por último, el Sol al ocaso; hízose de noche; las estrellas brillaron indistintamente en el firmamento, y fuimos nosotros caminando, caminando siempre adelante.

Eran los montes mucho más lejanos de lo que nos parecía.

A media noche los mulos empezaron a relinchar y a piafar, y al cabo de una hora la caravana tuvo que pararse, porque la mayor parte de las bestias se habían dejado caer en tierra. Probaron los hombres a hacerlas levantar, pero todo fué inútil. Nadie cerró los ojos en toda la noche, y a los primeros destellos de la aurora todas las miradas se dirigieron ávidamente hacia el lejano horizonte; pero no se veía nada. El negro y el fúnebre desierto se extendía hasta donde podía la vista alcanzar, uniforme, mudo, limitando con una línea durísima el horizonte. De las montañas de la víspera, ni rastro.

Estaban los hombres aterrados y entontecidos, y en cuanto a mí, todo lo vi claro al pensar que la «fata Morgana» nos había jugado una de sus tretas.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. ¿Qué hacer?

¿Continuar adelante? ¿Y si la llanura quemada seguía en aquel estado millas y millas más allá?

Retroceder? ¿Y si por azar no faltan mas que algunas millas para salir de aquel infierno? ¿Serían los mulos todavía capaces de deshacer todo el camino recorrido? No me atrevía a mirar al fondo del abismo, a cuyo borde estábamos todos; pero, sin embargo, había que tomar forzosamente una resolución. Monté a caballo y, llegado que hube a una pequeña y cercana eminencia del terreno, abarqué con la mirada un más dilatado horizonte. Con la ayuda de mis gemelos divisé muy lejos algunas fajas verdes; pero cuando, al cabo de una hora, llegué a aquel lugar, me encontré con una dilatada charca, en torno a la cual ondulaban las hierbas que el incendio no había logrado arrasar. Y la llanura quemada se extendía más allá, fuera del alcance de la vista, fuera del alcance de los gemelos.

¡No había remedio! Era preciso retirarse y flanquear todo el terreno quemado. Hice dar la vuelta al caballo y rápidamente regresé al tabor, creyendo encontrarlo en el mismo sitio, pues había dejado dispuesto que allí esperasen mi regreso.

Pero mi orden no fué cumplida. Levantados los mulos, la caravana se había puesto en marcha.

A mis preguntas se me contestó con hosca voz:

—Allí están las montañas; allí queremos ir.

Ni siquiera probé a oponerme, porque sabía muy bien que ninguna fuerza humana era capaz de detener a aquella gente. Ciertamente hubiera yo retrocedido con Liliana; pero mi carro no estaba ya allí, y mi mujer viajaba con la señora Atkins.

Proseguimos, pues, el camino, y llegada otra vez la noche, nos detuvimos para el obligado reposo. Por encima de la estepa carbonizada fué subiendo el rojizo disco de la Luna, iluminando las lejanías, siempre negras. Al amanecer del día siguiente sólo la mitad de los carros pudo ponerse en camino, porque todos los mulos que tiraban de la otra mitad habían muerto. El calor del nuevo día era horrible; los rayos del Sol, absorbidos por el suelo carbonizado, llenaban luego el aire de ardientes emanaciones. Uno de los enfermos murió en medio de convulsiones atroces, y nadie se cuidó de darle sepultura. Lo dejamos sobre la estepa y proseguimos nuestro camino.

El agua de la gran charca que yo había descubierto el día anterior reanimó por un instante a hombres y bestias, pero no pudo darles nuevas fuerzas. Desde hacía treinta y seis horas los mulos no habían comido ni una brizna de hierba, alimentándose tan sólo con la paja que sacábamos de los carros, y aun ésta empezaba a escasear ya. El camino estaba sembrado con sus cadáveres, y al tercer día sólo uno quedó, del cual me apoderé por la violencia para que en él cabalgara Liliana.

Los carros, y con ellos los instrumentos y las herramientas que debían servir para ganarnos el pan en California, quedaron perdidos en aquel desierto, eternamente maldito. Todos íbamos a pie, excepto Liliana. Pronto un nuevo enemigo se nos presentó: el hambre. Parte de los víveres habían quedado en los carros, y se estaba acabando ya lo que cada uno había podido llevar consigo. ¡Y a nuestro alrededor ni un ser viviente! Sólo yo en toda la caravana poseía aún algunos bizcochos y un trozo de carne salada, y habría despedazado a cualquiera que me hubiese reclamado aquel alimento, que reservaba para Liliana. Tampoco yo comía ni una migaja. ¡Y aquella horrenda llanura que se extendia hasta el infinito!

Para aumentar nuestra tortura, la «fata Morgana» volvía cada tarde a embaucarnos con sus espejismos, mostrándonos los montes, los bosques, los lagos..., y con ello las noches eran luego más horribles. Los carbones, que durante el día habían absorbido los rayos del Sol, los devolvían de noche, quemando nuestras plantas y llenando nuestras gargantas y nuestros pechos de un intolerable ardor. Una noche uno de la caravana se volvió loco: tendido en el suelo, empezó a reír espasmódicamente, y aquellas horrendas risotadas nos persiguieron largo, largo rato en las tinieblas. El mulo que llevaba a Liliana acabó por caer desfallecido, y en un abrir y cerrar de ojos lo descuartizaron los hambrientos; pero ¿qué era aquella comida para doscientas personas? Pasó el cuarto día, pasó el quinto... Parecía que el hambre había cambiado a aquellas personas en aves de rapiña; mirábanse unos a otros con malos ojos; sabían que tenía yo todavía algunos víveres; pero sabían también que pedírmelos era pedir la muerte, y el instinto de conservación era en ellos todavía más poderoso que el hambre. A Liliana le daba de comer sólo de noche, a fin de que aquel espectáculo no encolerizara a los demás; pero ella me suplicaba encarecidamente que compartiese con ella aquella comida; pero habiéndole dicho yo que me suicidaría si volvía a insistir en ello, calló y siguió comiendo con los ojos arrasados en lágrimas. Y no obstante, a pesar de mi vigilancia, sabía llevar a hurtadillas algún trozo a la señora Atkins y a la señora Grossvenor.

Mientras tanto, el hambre me desgarraba con su mano de hierro las entrañas; desde cinco días atrás no había ingerido otra cosa que unos sorbos de agua de aquella charca; la herida me abrasaba la cabeza, y el saber que llevaba conmigo pan y carne de los que no podía comer aumentaba mi martirio, y, débil como estaba, sentía un miedo atroz de sufrir un desvarío y de echarme sobre aquellos víveres.

—¡Señor —exclamaba desde el fondo de mi alma—, no me abandones; no permitas que me embrutezca hasta el extremo de tocar lo que puede conservarle la vida a ella!

Pero la Providencia no tuvo entonces piedad de mí. En la mañana del sexto día observé en el rostro de Liliana unas manchas rojas; tenía las manos ardientes, y al andar respiraba con una enorme fatiga. De repente, mirándome con ojos extraviados, díjome apresuradamente, cual si temiese perder antes el conocimiento:

—¡Ralf! ¡Déjame aquí, sálvate tú; para mí no hay salvación!

Apreté los dientes para no gritar ni blasfemar, y, mudo, la cogí en mis brazos. Unas eses de fuego empezaron a relampaguear ante mis ojos, formando las palabras Who worshipped and served the creature more than the Creator? Y luego, como un arco demasiado tendido, estallé, mirando al cielo despiadado, con el alma rebosando indignación:

—¡Yo!

Mientras tanto, llevé hacia mi Gólgota aquel queridísimo peso, a aquella única, santa, adorada mártir. No sé de dónde sacaba las fuerzas. Insensible al hambre, al calor, al cansancio, ya no veía nada delante de mí: ni hombres ni estepa carbonizada; sólo a ella, sólo a ella veía. Al llegar la noche empeoró su estado; a menudo perdía el conocimiento; de vez en cuando gemía con voz muy débil:

—¡Ralf, dame agua!

¡Y yo que sólo tenía bizcochos y carne salada!

En el colmo de la desesperación híceme un corte en la mano con el cuchillo, para humedecerle los labios con mi sangre. Recobró de pronto los sentidos, y gritando volvió a caer en un desmayo, del que no creía saliese ya. Vuelta de nuevo en sí, quiso decirme algo; pero el delirio de la fiebre le confundía las ideas, y sólo pudo susurrar muy quedamente:

—¡No te enfades, Ralf! ¡No ves que soy tu mujer?

Sin articular palabra fuí llevándola adelante, adelante. El dolor me tenía consternado y entontecido.

Llegó el séptimo día, y por fin mostráronse en el horizonte las montañas de la Sierra Nevada; pero al ponerse el Sol, la luz de mi vida fué extinguiéndose como la del astro. Cuando entró en la agonía púsela sobre la tierra carbonizada y me arrodillé a su lado. Tenía los ojos abiertos, desencajados, brillantes, fijos en los míos, y por un segundo fueron cruzados aún por el pensamiento consciente. Todavía murmuró:

My dear! My husband!

Luego un estremecimiento la sacudió toda, el terror se dibujó en su semblante y exhaló su postrer suspiro.

Arranqué las vendas de mi cabeza y me desmayé, sin saber a ciencia cierta lo que sucedió después. Como en sueños recuerdo que unos hombres me rodearon, me quitaron las armas y cavaron luego una fosa. Después la locura y las tinieblas se apoderaron de mí, y en aquellas lobregueces brillaban siempre las palabras de fuego: Who worshipped and served the creature more than the Creator?

Al cabo de un mes encontréme en California en casa del colono Moszynski. Recobradas un poco las fuerzas, fuíme a la Nevada; pero la estepa estaba ya cubierta de una hierba tan alta y exuberante, que no me fué posible hallar el sepulcro de Liliana, y todavía hoy ignoro dónde yacen sus sagrados despojos. ¿Qué pecado cometí para que el Señor apartara de mí su mirada y me abandonara de aquel modo en el horrendo desierto? No lo sé.

Si hubiese podido llorar sobre la tumba de mi adorada, menos penosa y dura hubiera sido para mí la existencia. Cada año vuelvo a la Nevada, y cada año indago inútilmente. Mucho tiempo ha transcurrido ya desde aquellos momentos aciagos, y mis labios infelices murmuran ya con frecuencia: «¡Hágase tu voluntad!» Pero, huérfano de su cariño, me encuentro mal en este mundo. Vive el hombre y sigue su camino entre los hombres, y acaso también ríe...; pero el viejo corazón solitario llora, ama, recuerda y añora.

Soy viejo, y en breve debo empezar el postrer, eterno viaje, y pido a Dios fervientemente que me permita encontrar por fin en las estepas celestiales a mi adorada Liliana, para ya nunca más volverme a separar de ella...


Publicado el 15 de febrero de 2025 por Edu Robsy.
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