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Mientras disputaban así acercóse un pato graznando:
— ¡Ladrones! ¿Quién os autorizó a entrar en mi nogueral? ¡Aguardad, que se os va a atragantar el banquete!
Y abriendo su enorme pico, arremetió contra el gallo. Pero éste tampoco era manco y embistió al pato con todas sus fuerzas, manejando, zis zas, su espolón con tanta destreza, que el adversario tuvo que pedir gracia y resignarse en castigo, a tirar del coche. El gallo se sentó al pescante, haciendo de cochero, y comenzó la carrera:
— ¡arre, pato, arre! ¡Al trote, al trote!
Habían ya recorrido un buen trecho del camino, cuando se encontraron con dos caminantes, un alfiler y una aguja de coser, que les gritaron:
— ¡Alto, alto!
Les dijeron que pronto estaría oscuro corno boca de lobo, y ellos no podrían dar un paso, y menos habiendo tanto barro en el camino; por lo cual les rogaban que los dejasen montar en el coche; se habían entretenido tomando cerveza en la taberna del sastre, y se les había hecho tarde. Viendo el gallo lo flacos que estaban y que ocuparían muy poco sitio, los dejó subir, pero haciéndoles prometer que pondrían cuidado en no pisarlos, ni a él ni a la gallina. Ya noche cerrada, llegaron a una venta, y como no daba gusto viajar en la oscuridad y, por otra parte, el pato estaba rendido y todo era hacer eses por la carretera, resolvieron quedarse. Al principio, el ventero no hacía sino poner inconvenientes: la venta estaba llena, decía, mientras pensaba que aquellos huéspedes no eran muy distinguidos. Pero tanto porfiaron los viajeros, prometiéndole que le darían el huevo que la gallina había puesto en el camino y que podría quedarse con el pato, el cual ponía uno cada día, que al fin, el hombre se avino a que pasaran la noche en su posada. La pareja se hizo servir a cuerpo de Rey, y se dieron el gran banquete. De madrugada, cuando el alba apenas había despuntado y todo el mundo estaba aún durmiendo, el gallo despertó a la gallina, sacó el huevo, lo abrió de un picotazo y se lo zamparon en buena paz y compañía, luego tiraron la cáscara al hogar. Fueron después adonde estaba la aguja, que seguía dormida, cogiéronla por la cabeza y la clavaron en el asiento del sillón del ventero; al alfiler lo clavaron en su toalla, y después, a la chita callando, pusieron pies en polvorosa, campo a través. El pato, que prefería dormir a cielo abierto, oyólos marchar y, despabilándose, no tardó en dar con un arroyo, por el que escapó a nado; y podéis creerme que corría más que tirando del coche.
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Publicado el 30 de agosto de 2016 por Edu Robsy.
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