Esta historia, niños, va a pareceros una mentira y sin embargo es verdadera, pues mi abuelo de quien la sé no dejaba nunca, cuando me la refería, de añadir:
—Debe sin embargo ser verdadera, pues, si no, no la contaría nadie.
He aquí la historia tal como ha pasado.
Era una hermosa mañana de verano, durante el tiempo de la siega, precisamente cuando el alforfón, trigo negro, está en flor. El sol brillaba en el cielo, el aire de la mañana ponía en movimiento los trigos, las alondras cantaban volando, las abejas zumbaban en el alforfón, las personas iban a la iglesia con el vestido del domingo y todo el mundo se alegraba y también el erizo.
El erizo estaba delante de su puerta, tenía los brazos cruzados, miraba pasar el tiempo y cantaba un cantarcillo, ni más ni menos que como lo canta un erizo en una hermosa mañana de domingo.
Mientras cantaba así, a media voz, se le ocurrió, muy osadamente en verdad, ínterin su mujer lavaba y vestía a sus hijuelos, dar algunos paseos por la llanura e ir a ver cómo crecían los nabos. Los nabos se hallaban cerca de su casa, tenía la costumbre de comerlos con su familia y los cogía como si fueran suyos. Dicho y hecho.
El erizo cerró la puerta detrás de sí y se puso en camino. Apenas se hallaba fuera de la casa e iba precisamente a pasar por delante de una zarza, que se hallaba junto al campo donde crecen los nabos, cuando encontró a la liebre que había salido con una intención semejante, para ir a visitar sus berzas.
Así que el erizo vio a la liebre, pensó jugarla una buena treta y la dio los buenos días con mucha política; pero la liebre que era un personaje muy grande a su manera y de un carácter orgulloso, no devolvió el saludo, sino que dijo con un aire muy burlón:
—¿Cómo corres tan temprano por el campo, en una mañana tan hermosa?
—Voy a pasearme —dijo el erizo.
—¿A pasearte? —dijo riendo la liebre—; me parece que necesitarías para ello cambiar de piernas.
Esta respuesta disgustó mucho al erizo, pues no se incomodaba, mas que cuando se trataba de sus piernas, porque las tenía torcidas de nacimiento.
—¿Te imaginas quizá —dijo a la liebre— que tus piernas valen más que las mías?
—Lo creo al menos —dijo la liebre.
—Eso es lo que está por ver —repuso el erizo—; apuesto a que, si corremos juntos, corro más que tú.
—¿Con tus piernas torcidas? Tú te chanceas —dijo la liebre—, pero si quieres apostaremos. ¿Qué vamos a ganar?
—Un luis de oro y una botella de aguardiente —dijo el erizo.
—Apostado —dijo la liebre—; toca y podemos probarlo en el acto.
—No, a nada viene tanta prisa —dijo el erizo—; aún no he tomado nada hoy y quiero ir a mi casa a tomar cualquier cosa. Volveré dentro de media hora.
Consintió la liebre y se marchó el erizo. Por el camino se iba diciendo a sí mismo: «La liebre se fía en sus largas piernas, pero yo se la jugaré. Se da mucha importancia, pero es muy tonta y lo pagará.»
En cuanto llegó a su casa, dijo el erizo a su mujer:
—Mujer, vístete corriendo; es preciso que vengas al campo conmigo.
—¿Qué pasa? —dijo su mujer.
—He apostado con la liebre un luis de oro y una botella de aguardiente a que corro más que ella, y es preciso que seas de la partida.
—Pero Dios mío, hombre —dijo la mujer al erizo levantando la cabeza—: ¿estás en tu sentido, has perdido la cabeza? ¿Cómo pretendes luchar en la carrera con la liebre?
—Silencio, mujer —dijo el erizo—; no te metas en lo que no te importa. Nunca te mezcles en los negocios de los hombres. Anda, vístete y ven conmigo.
¿Qué había de hacer la mujer del erizo? tenía que obedecer, con ganas o sin ellas.
Cuando salían juntos, dijo el erizo a su mujer:
—Pon cuidado en lo que voy a decirte. Vamos a correr por esa tierra grande que ves ahí. La liebre correrá por un surco y nosotros por el otro, partiremos de allá abajo. Tú no tienes más que estar escondida dentro del surco, y cuando llegue la liebre cerca de ti, te levantas gritando: «Aquí estoy.»
Apenas había dicho esto, llegaron al punto designado. El erizo indicó a su mujer el puesto que debía ocupar, y subió campo arriba. Cuando hubo llegado al otro extremo encontró a la liebre que le dijo:
—Vamos a correr.
—Sin duda —repuso el erizo.
—Pues comencemos.
Y cada uno se colocó en su surco.
La liebre dijo:
—Una, dos, tres.
Y partió como un torbellino, saltando varas enteras. El erizo dio dos o tres pasos detrás de ella, después se agazapó en el surco y se estuvo quedo.
En cuanto llegó la liebre, a grandes zancadas al otro lado de la tierra, le gritó la mujer del erizo:
—Aquí estoy.
La liebre se admiró y maravilló mucho; creía oír al mismo erizo, pues la mujer era exactamente igual a su marido.
La liebre pensó para sí: «El diablo anda en esto.»
Y añadió:
—Vamos a correr otra vez.
Y volvió a correr partiendo como un torbellino, saltando varas enteras, de modo que sus orejas flotaban al viento. La mujer del erizo no se movió de su puesto; cuando la liebre llegó al otro extremo de la tierra, la gritó el erizo:
—Aquí estoy.
La liebre fuera de sí, dijo:
—Volvamos a empezar, vamos a correr otra vez.
—¿Por qué no? —respondió el erizo—, estoy dispuesto a continuar todo el tiempo que quieras.
La liebre corrió así setenta y tres veces seguidas, y el erizo sostuvo la lucha hasta el fin; cada vez que la liebre llegaba a un extremo u otro del campo, el erizo o su mujer decían siempre.
—Aquí estoy.
A las setenta y cuatro veces, la liebre no pudo concluir. Rodó por el suelo, enmedio del campo la empezó a salir sangre por todas partes y expiró en el acto. El erizo cogió el luis de oro que había ganado y la botella de aguardiente, llamó a su mujer para que saliese del surco y ambos entraron muy contentos en su casa y, si no se han muerto, viven todavía.
Así fue como el erizo en el erial de Buxtelmde1 corrió hasta que hizo morir a la liebre, y desde aquel tiempo ninguna liebre se ha atrevido a correr con ningún erizo de Buxtelmde.
La moral de esta historia es mucho más importante de lo que puede imaginarse; nadie, en primer lugar, debe burlarse del más pequeño, aunque sea un erizo; y, en segundo lugar, es bueno, si tomáis mujer, que la toméis de vuestra clase, y semejante a vos en un todo. Si sois erizo, tened cuidado de que vuestra mujer sea eriza, y lo mismo en las demás clases.