Las montañas no se encuentran nunca, pero los hombres se encuentran, y con mucha frecuencia los buenos con los malos. Un zapatero y un sastre se encontraron frente a frente en sus viajes o correrías por su país. El sastre era un hombre bajito, muy alegre y de muy buen humor. Vio venir hacia él al zapatero, y conociendo su oficio por el paquete que llevaba debajo del brazo, se puso a cantar una canción burlesca:
Procura que tus puntadas
queden bien aseguradas;
poco a poco estira el hilo
porque no queden en vilo.
Pero el zapatero, que no entendía de chanzas, puso una cara como si hubiera bebido vinagre: parecía que iba a saltar encima del sastre. Por fortuna, nuestro hombre le dijo, riendo y presentándole su calabaza:
—Vamos, eso era una broma; echa un trago para apagar la bilis.
El zapatero bebió un trago, y el aire de su rostro cambió un poco en la apariencia. Devolvió la calabaza al sastre, diciéndole:
—No me he querido negar a vuestra invitación: he bebido por la sed presente y por la sed futura. ¿Queréis que viajemos juntos?
—Con mucho gusto, dijo el sastre, siempre que vayamos a alguna gran ciudad, donde no falte trabajo.
—Esa es mi intención, dijo el zapatero; en los lugares pequeños no hay nada que hacer: las gentes van con los pies descalzos.
Y comenzaron a caminar juntos a pie, como los perros del rey.
Ambos tenían más tiempo que perder que dinero que gastar. En todas las ciudades donde entraban, visitaban a los maestros de sus oficios, y, como el sastrecillo era un muchacho muy guapo y de muy buen humor, le daban trabajo con mucho gusto, y aún a veces la hija del maestro le daba además algún que otro apretón de manos por detrás de la puerta. Cuando volvía a reunirse con su compañero, su bolsa era siempre la más repleta. Entonces el zapatero, gruñendo siempre, se ponía aún más feo, refunfuñando por lo bajo:
—Sólo los pícaros tienen fortuna.
Pero el sastre no hacía más que reírse, y repartía todo lo que tenía con su compañero. En cuanto oía sonar metal en su bolsillo se hacía servir de lo mejor, y manifestando con gestos su alegría, hacía saltar los vasos encima de la mesa. Por él podía muy bien decirse: «pronto ganado, pero aún más pronto gastado.»
Después de haber viajado durante algún tiempo, llegaron a un espeso bosque, por el que atravesaba el camino de la capital del reino. Había que elegir entre dos sendas, por la una se tardaba en llegar siete días, por la otra dos solamente; pero ninguno de los dos sabía cual era la más corta. Se sentaron bajo una encina y trataron del camino que debían tomar y la cantidad de pan que convenía llevar. El zapatero dijo:
—Siempre se debe tomar el mayor número de precauciones posibles, compraré pan para siete días.
—¿A qué viene, dijo el sastre, llevar en la espalda pan para siete días: como una bestia de carga? Yo tengo confianza en Dios, y nada me da cuidado. El dinero que llevo en el bolsillo vale tanto en verano como en invierno, pero cuando hace calor el pan se seca y enmohece. Mi casaca no pasa de la torda: yo no tomo tantas precauciones. Y además, ¿por qué no hemos de dar con el camino mejor? Basta con pan para dos días.
Cada uno hizo sus provisiones, y se pusieron en camino a la ventura.
En el bosque, reinaba la misma calma y tranquilidad que en una iglesia. No se oía ni el soplo del viento; ni el murmullo de los arroyos, ni el cántico de los pájaros, ni la espesura del follaje detenía los rayos del sol. El zapatero no hablaba una palabra, encorvado bajo la carga del pan, que hacía correr el sudor por su negro y sombrío rostro. El sastre, por el contrario, se hallaba de muy buen humor, corría por todas partes; silbando, cantando algunas cancioncillas, y decía:
—Dios en su paraíso debe ser feliz al verme tan alegre.
Pasaron así los dos primeros días; pero al tercero, como no veían el fin de su camino, el sastre, que había consumido todo su pan; vio desvanecerse toda su alegría; sin embargo, sin perder el ánimo, se encomendó a su buenaventura y a la misericordia de Dios. Por la noche se acostó bajo un árbol, con hambre, y se levantó al día siguiente sin que se le hubiera quitado. Lo mismo sucedió al cuarto día, y mientras comía el zapatero, sentado en el tronco de un árbol caído, el pobre sastre no tenía otro recurso que mirarle como lo hacía. Le pidió un bocado de pan, pero el otro le respondió sonriendo:
—A ti que estás siempre tan alegre no te viene mal conocer un poco la desgracia. Los pájaros que cantan por la mañana caen en las garras del gavilán por la tarde.
En una palabra, no le tuvo lástima.
En la mañana del quinto día, el pobre sastre no tenía ya fuerzas para levantarse. Apenas podía pronunciar una palabra en su desmayo: tenía las mejillas pálidas y los ojos encarnados. El zapatero le dijo:
—Te daré un pedazo de pan, pero a condición de que he de sacarte el ojo derecho.
El desgraciado, obligado a aceptar este horrible contrato, para conservar la vida, lloró con los dos ojos por última vez, y se ofreció a su verdugo, que le sacó el ojo derecho con la punta de su cuchillo. El sastre recordó entonces lo que acostumbraba a decirle su madre cuando era niño y le daba azotes por haberle cogido quitándola alguna golosina:
—Se debe comer todo lo que se puede, pero también se debe sufrir todo lo que no se puede impedir.
En cuanto hubo comido aquel pan que tan caro le costaba, se puso en pie y se consoló de su desgracia, pensando que vería bastante bien con un solo ojo. Pero al sexto día le volvió el hambre, y se sintió enteramente desfallecido. Cayó por la noche al pie de un árbol, y al día siguiente por la mañana le impidió levantarse la debilidad. Sentía acercarse la muerte. El zapatero le dijo:
—Tengo compasión de ti, y te voy a dar otro pedazo de pan, pero en cambio te sacaré el ojo que te queda.
El pobre hombre pensó entonces en su ligereza, que era la causa de todo esto; pidió perdón a Dios, y dijo:
—Haz lo que quieras, yo sufriré todo lo que sea necesario. Pero piensa que si Dios no castiga siempre en el acto, llegará sin embargo un instante en que pagues el mal que me haces sin haberlo merecido. En los días de prosperidad he repartido contigo lo que tenía. Necesito los ojos para trabajar: cuando carezca de ellos, no podré coser ya y tendré que pedir limosna. A lo menos, cuando esté ciego, no me dejes aquí solo, pues me moriría de hambre.
El zapatero, que no tenía temor de Dios, cogió su cuchillo y le sacó el ojo izquierdo; después le dio un pedazo de pan, y haciéndole agarrarse a la punta de un palo; se le llevó detrás de sí.
Al ponerse el sol, llegaron al extremo del bosque, donde había una horca. El zapatero condujo a su ciego compañero hasta el pie del cadalso, y dejándole allí continuó solo, su camino. El desgraciado se durmió, anonadado de fatiga, de dolor y de hambre, y pasó toda la noche en un profundo sueño. Se despertó al amanecer sin saber dónde estaba. En la horca se hallaban colgados dos pobres pecadores con dos cuervos sobre sus cabezas. El primer ahorcado comenzó a decir:
—¿Duermes, hermano?
—Estoy despierto, respondió el otro.
—¿Sabes, respondió el primero, que el rocío que ha caído esta noche de la horca, encima de nosotros, daría la vista a los ciegos que se bañasen con él los ojos? Si lo supieran, recobraría la vista más de uno que cree haberla perdido para siempre.
El sastre, al oír esto tomó su pañuelo, lo frotó en la yerba hasta que estuvo bien mojado con el rocío, y se humedeció las vacías cavidades de sus ojos. Enseguida se realizó lo que había predicho el ahorcado, y sus órbitas se llenaron con dos ojos vivos y perspicaces. No tardó el sastre en ver salir el sol por detrás de las montañas. Delante de él se extendía en la llanura la gran capital, con sus puertas magníficas y sus cien campanarios coronados de brillantes cruces. Podía ya contar las hojas de los árboles, seguir el vuelo de los pájaros y la danza de los moscas. Sacó una aguja de su bolsillo y probó a enhebrarla: viendo que lo conseguía, su corazón se llenó de regocijo. Se puso de rodillas para dar gracias a Dios por su misericordia y hacer la oración de la mañana, y sin olvidar a aquellos pobres pecadores colgados en la horca y traqueteados por el viento, como badajos de campana. Desechando sus disgustos, cogió su paquete bajo el brazo y se puso en camino, cantando y silbando.
El primer ser que encontró fue un potro castaño, que pacía en libertad en un prado. Le cogió por la crin e iba a montarlo para dirigirse a la ciudad. Pero el potro le suplicó que le dejase. Soy todavía demasiado joven, añadió; es verdad que tú no eres más que un sastrecillo, ligero como una pluma, pero aun así me romperías los lomos; déjame comer hasta que sea más fuerte. Quizá venga tiempo en que pueda recompensarte.
—Márchate, respondió el sastre; así como así, veo que no sirves más que para saltar.
Y le dio con la palma de la mano encima de la grupa. El potro se puso a dar vueltas de alegría, y a lanzarse a través de los campos, saltando por encima de los setos y los fosos.
Sin embargo, el sastre no había comido desde el día anterior.
—Mis ojos, se decía, han vuelto a ver la luz, pero mi estómago no ha vuelto a ver el pan. La primera cosa que encuentre que pueda comer, la trasladaré a él.
Al mismo tiempo vio una cigüeña que se adelantaba con la mayor gravedad por el prado.
—Detente, la gritó cogiéndola por una pata; ignoro si tu carne es buena para comer, pero el hambre no me deja dudar en la elección; voy a cortarte la cabeza y asarte.
—Guárdate bien de hacerlo, dijo la cigüeña; soy un pájaro sagrado, útil a los hombres, y nadie me ha hecho nunca daño. Déjame la vida y quizá otra vez pueda servirte de algo.
—Pues bien, dijo el sastre: echa a correr, comadre de los largos pies.
La cigüeña echó a volar, y se elevó tranquilamente en los aires, dejando colgar sus patas.
—¿En qué va a parar todo esto? se dijo el sastre; mi hambre no disminuye y mi estómago me atormenta. Ahora sí que es perdido el primer ser que encuentre a mano.
En el mismo instante vio dos pequeños patos que nadaban en un estanque.
—Llegan a propósito— pensó para sí; y cogiendo uno iba a retorcerle el cuello.
Pero una ánade vieja, que estaba oculta entre las cañas, corrió hacia él con el pico abierto, y le suplicó llorando que dejase a sus hijuelos.
—Piensa, le dijo; en el dolor de tu madre si te dieran el golpe de muerte.
—No tengas cuidado, respondió el buen hombre; —no le tocaré. —Y echó al agua el pato que había cogido.
Al volver vio un árbol muy grande, medio hueco, a cuyo alrededor volaban abejas salvajes.
—Heme aquí recompensado de mi buena acción, se dijo, voy a regalarme con miel.
Pero saliendo del árbol, le declaró la reina de las abejas, que, si tocaba a su pueblo y a su nido, sería al instante herido de mil picaduras; que, si por el contrario, las dejaba en paz, las abejas podrían serle útiles más tarde.
El sastre comprendió pronto que nada podía esperar por aquel lado. —Tres platos vacíos y nada en el cuarto, —se decía a sí mismo, —es una comida sin ningún regalo.
Se arrastró extenuado por el hambre, hasta la ciudad, pero como entró al dar el mediodía, en las posadas estaba preparada la comida, y no había más que ponerse a la mesa. En cuanto concluyó corrió la ciudad para buscar trabajo, y le encontró bien pronto con buenas condiciones.
Como sabía bien su oficio, no tardó en darse a conocer, y todos querían tener un vestido nuevo, hecho de su mano. Su fama crecía de día en día, y el rey, por último, le nombró sastre de la corte.
Pero, ¡cuántas vueltas da el mundo! En el mismo día, su antiguo camarada el zapatero, fue nombrado zapatero de la corte. Cuando vio al sastre con sus dos buenos ojos, se turbó su conciencia:
—Antes que piense en vengarse de mí, se dijo, tengo que tenderle algún lazo.
Pero con frecuencia se tienden lazos a los demás para caer en ellos uno mismo. Por la noche, concluido su trabajo, fue a palacio en secreto, y dijo al rey:
—Señor, el sastre es un hombre muy orgulloso: se ha alabado de que encontraría la corona de oro que habéis perdido tanto tiempo hace.
—Me alegraría mucho; dijo el rey. —Y al día siguiente llamó al sastre a su presencia y le mandó traerle la corona o salir para siempre de la ciudad.
—¡Ah! dijo el sastre; ¡sólo los bribones prometen lo que no pueden cumplir! Ya que este rey tiene la obstinación de exigir de mí lo que no puede hacer ningún hombre, no esperaré su amenaza: voy a marcharme ahora mismo.
Hizo su maleta, pero al salir por la puerta sentía disgusto de alejarse de una ciudad en que todo le había salido bien. Pasó por delante del estanque donde había hecho amistad con los patos; la ánade vieja, a que había dejado sus hijuelos, estaba de pie a la orilla, arreglándose las plumas con el pico. Le conoció enseguida y le preguntó a dónde iba tan triste.
—No lo extrañarás cuando sepas lo que me ha sucedido, respondió el sastre. —Y la contó su situación.
—¿No es más que eso? dijo el ánade, nosotros podemos ayudarte. La corona se halla precisamente en el fondo de este estanque. Dentro de un instante le tendrás en la orilla: extiende tu pañuelo para recibirla.
Se hundió en el agua con sus doce hijuelos, y al cabo de cinco minutos estaba devuelta y nadaba enmedio de la corona que sostenía con sus alas, mientras que sus hijuelos, colocados alrededor, le ayudaban a llevarla con su pico. Llegaron a la orilla y dejaron la corona en el pañuelo. No podéis figuraros lo hermosa que era: brillaba, al sol como un millón de carbunclos. El sastre la envolvió en su pañuelo y la llevó al rey, que, en su alegría le puso una cadena de oro alrededor del cuello.
Cuando vio el zapatero que habla errado el golpe, recurrió a otro expediente y fue a decir al rey:
—Señor, el sastre ha vuelto a caer en su orgullo: se alaba de poder reproducir en cera vuestro palacio, con todo lo que contiene por dentro y por fuera, con muebles y demás.
El rey hizo venir al sastre, y le mandó reproducir en cera su palacio, con todo lo que contenía por dentro y fuera, los muebles y demás, advirtiéndole, que si no lo hacía o si se olvidaba un sólo clavo de una pared, le enviaría a concluir sus días a un calabozo subterráneo.
El pobre sastre se dijo:
—Esto si que va de mal en peor, me piden una cosa imposible.
Hizo su maleta y salió de la ciudad.
Cuando llegó al pie del árbol hueco, se sentó bajando la cabeza. Las abejas volaban a su alrededor; la reina le preguntó, viéndole con la cabeza tan baja, si le dolía.
—No, dijo, no es esa mi enfermedad.
Y la refirió lo que le había mandado el rey.
Las abejas se pusieron, primero a zumbar entre sí, y la reina le dijo:
—Vuelve a tu casa; y ven mañana a estas horas con una servilleta grande y lo tendrás todo arreglado.
Volvió a su casa; pero las abejas volaron al palacio y entraron por las ventanas abiertas para reconocerlo todo y examinar todas las cosas en sus más pequeños detalles y, apresurándose a volver a su colmena, construyeron un palacio de cera que no se podía ver sin llenarse de admiración. Todo estaba dispuesto por la noche, y cuando volvió el sastre al día siguiente halló esperándole el soberbio edificio, blanco como la nieve y exhalando un dulce olor de miel, sin que faltase un clavo en las paredes ni una teja en el techo. El sastre lo envolvió con cuidado en la servilleta, y se lo llevó al rey, que no podía volver de su asombro. Hizo colocar la obra maestra en la sala principal de su palacio, y recompensó al sastre con el regalo de una casa grande de piedra.
Aun no se dio por vencido el zapatero. Fue por tercera vez a buscar al rey, y le dijo:
—Señor, ha llegado a oídos del sastre que siempre se ha intentado en vano abrir un pozo en el patio de vuestro palacio, y se ha alabado de hacer saltar un cañón de agua más alto que un hombre y más claro que el cristal.
El rey hizo llamar al sastre y le dijo:
—Si mañana no hay en mi patio un juego de agua, tal como el de que tú te has alabado, mi verdugo te cortará la cabeza en ese mismo patio.
El desgraciado sastre ganó sin más tardanza las puertas de la ciudad, y como en esta ocasión se trataba de su vida, las lágrimas le corrían a lo largo de las mejillas. Caminaba tristemente, cuando se encontró al lado del potro a que había concedido libertad, y que era ya un hermoso caballo castaño.
—Ha llegado el instante, le dijo, en que puedo manifestarte mi reconocimiento. Conozco tu situación, pero te sacaré de ella; monta encima de mí, ahora puedo llevar dos como tú sin dificultad ninguna.
El sastre recobró su valor, saltó en el caballo, que galopó enseguida hacia la ciudad y entró en el patio del palacio. Dio tres vueltas al galope, tan rápido como el relámpago, y a la tercera se detuvo de repente; al mismo tiempo se oyó un espantoso ruido: un terrón de tierra saltó como una bomba por encima del palacio, y salió al mismo tiempo un juego de agua tan alto como un hombre a caballo y tan puro como el cristal. Los rayos del sol jugaban en él brillando. El rey, viendo esto, se llenó de asombro y estrechó al sastre entre sus brazos.
Mas nuestro hombre no estuvo en paz por mucho tiempo. El rey tenía muchas hijas, más hermosas las unas que las otras, pero ningún hijo. El malvado zapatero se dirigió por cuarta vez al rey, y le dijo:
—Señor, el sastre es más orgulloso cada día. Ahora se alaba de que si quiere hará que os venga un hijo por lo alto de los aires.
El rey mandó venir al sastre y le dijo que si le traía un hijo dentro de ocho días le daría su hija mayor en matrimonio.
—La recompensa es buena, se decía el sastrecillo: con ella puede quedar cualquiera contento; pero las cerezas están demasiado altas; si subo al árbol se romperán las ramas y caeré al suelo.
Fue a su casa, y se sentó, con las piernas cruzadas sobre su banco, para reflexionar lo que debía hacer.
Es imposible, exclamó al fin; tengo que marcharme, aquí no hay descanso para mí.
Hizo su maleta, y se apresuró a salir de la ciudad.
Al pasar por el prado vio a su viaja amiga la cigüeña, que se paseaba a lo largo y a lo ancho, como un filósofo, y que se detenía de tiempo en tiempo para observar algunas ranas que acababa por zamparse. Salió, a su encuentro para saludarle.
—¿Dónde vas con el saco a la espalda? le dijo; ¿dejas ya la ciudad?
El sastre le refirió el compromiso en quede había puesto el rey, y se quejó amargamente de su suerte.
—No te incomodes por tan poca cosa, le contestó; yo te sacaré adelante; yo he llevado ya muchos niños, y puedo muy bien, en una ocasión como esta llevar un principito. Vuelve a tu tienda y estate, quieto. De hoy en tres días, si vas al palacio del rey, me hallarás a tu lado.
El satrecillo se volvió a su casa, y en el día convenido se dirigió a palacio. Un instante después llegó la cigüeña con rápido vuelo y llamó a la ventana. La abrió el sastre, y la comadre de largos pies entró con precaución y se adelantó gravemente por el pavimento de mármol. Llevaba en el pico un niño tan hermoso como un ángel que tendía sus manecitas hacia la reina; se le puso encima de las rodillas, y la reina se puso a besarle y a estrecharle contra su corazón, en muestra de su alegría.
Antes de marcharse, la cigüeña cogió su saco de viaje que llevaba a la espalda y le presentó a la reina. Se hallaba lleno de cucuruchos de bombones de todos colores, que fueron distribuidos a las princesitas. La mayor no tomó ninguno, porque era demasiado grande, pero la dieron por marido a nuestro sastrecillo.
—Puedo decir, pensaba el sastre, que me ha caído el premio grande de la lotería. Mi madre tenía razón cuando decía que, con fe en Dios y fortuna, se sale bien en todo.
El zapatero se vio obligado a hacer los zapatos que sirvieron al sastre para el baile de boda. Después le echaron de la ciudad, prohibiéndole entrar nunca en ella. Tomó el camino del bosque, y al pasar por delante de la horca, anonadado por el calor, la cólera y los celos, se echó al lado de los palos. Pero cuando iba a dormirse, los dos cuervos que se hallaban encima de las cabezas de los ahorcados, se lanzaron sobre él dando grandes gritos y le sacaron los ojos. Corrió como un insensato a través del bosque, y debe haber muerto de hambre, pues desde entonces nadie le ha visto, ni tenido noticia de él.