Libro I. Clío
Antiguos enfrentamientos entre griegos y asiáticos
Heródoto de Halicarnaso presenta aquí los resultados de su investigación para que el tiempo no abata el recuerdo de las acciones humanas y que las grandes empresas acometidas, ya sea por los griegos, ya por los bárbaros, no caigan en olvido; da también razón del conflicto que enfrentó a estos dos pueblos.
I. La gente más culta de Persia y mejor instruida en la historia, pretende que los fenicios fueron los autores primitivos de todas las discordias que se suscitaron entre los griegos y las demás naciones. Habiendo aquellos venido del mar Eritreo al nuestro, se establecieron en la misma región que hoy ocupan, y se dieron desde luego al comercio en sus largas navegaciones. Cargadas sus naves de géneros propios del Egipto y de la Asiria, uno de los muchos y diferentes lugares donde aportaron traficando fue la ciudad de Argos, la principal y más sobresaliente de todas las que tenía entonces aquella región que ahora llamamos Helade. Los negociantes fenicios, desembarcando sus mercaderías, las expusieron con orden a pública venta. Entre las mujeres que en gran número concurrieron a la playa, fue una la joven Io, hija de Inacho, rey de Argos, a la cual dan los persas el mismo nombre que los griegos. Al quinto o sexto día de la llegada de los extranjeros, despachada la mayor parte de sus géneros y hallándose las mujeres cercanas a la popa, después de haber comprado cada una lo que más excitaba sus deseos, concibieron y ejecutaron los fenicios el pensamiento de robarlas. En efecto, exhortándose unos a otros, arremetieron contra todas ellas, y si bien la mayor parte se les pudo escapar, no cupo esta suerte a la princesa, que arrebatada con otras, fue metida en la nave y llevada después al Egipto, para donde se hicieron luego a la vela.
II. Así dicen los persas que fue conducida al Egipto, no como nos lo cuentan los griegos, y que este fue el principio de los atentados públicos entre asiáticos y europeos, mas que después ciertos griegos (serían a la cuenta los Cretenses, puesto que no saben decirnos su nombre), habiendo aportado a Tiro en las costas de Fenicia, arrebataron a aquel príncipe una hija, por nombre Europa, pagando a los fenicios la injuria recibida con otra equivalente. Añaden también que no satisfechos los griegos con este desafuero, cometieron algunos años después otro semejante; porque habiendo navegado en una nave larga hasta el río Fasis, llegaron a Ea en la Cólquide, donde después de haber conseguido el objeto principal de su viaje, robaron al rey de Colcos una hija, llamada Medea. Su padre, por medio de un heraldo que envió a Grecia, pidió, juntamente con la satisfacción del rapto, que le fuese restituida su hija; pero los griegos contestaron, que ya que los asiáticos no se la dieran antes por el robo de Io, tampoco la darían ellos por el de Medea.
III. Refieren, además, que en la segunda edad que siguió a estos agravios, fue cometido otro igual por Alejandro, uno de los hijos de Príamo. La fama de los raptos anteriores, que habían quedado impunes, inspiró a aquel joven el capricho de poseer también alguna mujer ilustre robada de la Grecia, creyendo sin duda que no tendría que dar por esta injuria la menor satisfacción. En efecto, robó a Helena, y los griegos acordaron enviar luego embajadores a pedir su restitución y que se les pagase la pena del rapto. Los embajadores declararon la comisión que traían, y se les dio por respuesta, echándoles en cara el robo de Medea, que era muy extraño que no habiendo los griegos por su parte satisfecho la injuria anterior, ni restituido la presa, se atreviesen a pretender de nadie la debida satisfacción para sí mismos.
IV. Hasta aquí, pues, según dicen los persas, no hubo más hostilidades que las de estos raptos mutuos, siendo los griegos los que tuvieron la culpa de que en lo sucesivo se encendiese la discordia, por haber empezado sus expediciones contra el Asia primero que pensasen los persas en hacerlas contra la Europa. En su opinión, esto de robar las mujeres es a la verdad una cosa que repugna a las reglas de la justicia; pero también es poco conforme a la cultura y civilización el tomar con tanto empeño la venganza por ellas, y por el contrario, el no hacer ningún caso de las arrebatadas, es propio de gente cuerda y política, porque bien claro está que si ellas no lo quisiesen de veras nunca hubieran sido robadas. Por esta razón, añaden los persas, los pueblos del Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos mujeriles, muy al revés de los griegos, quienes por una hembra lacedemonia juntaron un ejército numerosísimo, y pasando al Asia destruyeron el reino de Príamo; época fatal del odio con que miraron ellos después por enemigo perpetuo al nombre griego. Lo que no tiene duda es que al Asia y a las naciones bárbaras que la pueblan, las miran los persas como cosa propia suya, reputando a toda la Europa, y con mucha particularidad a la Grecia, como una región separada de su dominio.
V. Así pasaron las cosas, según refieren los persas, los cuales están persuadidos de que el origen del odio y enemistad para con los griegos les vino de la toma de Troya. Mas, por lo que hace al robo de Io, no van con ellos acordes los fenicios, porque éstos niegan haberla conducido al Egipto por vía de rapto, y antes bien, pretenden que la joven griega, de resultas de un trato nimiamente familiar con el patrón de la nave; como se viese con el tiempo próxima a ser madre, por el rubor que tuvo de revelará sus padres su debilidad, prefirió voluntariamente partirse con los fenicios, a da de evitar de este modo su pública deshonra. Sea de esto lo que se quiera, así nos lo cuentan al menos los persas y fenicios, y no me meteré yo a decidir entre ellos, inquiriendo si la cosa pasó de este o del otro modo. Lo que sí haré, puesto que según noticias he indicado ya quién fue el primero que injurió a los griegos, será llevar adelante mi historia, y discurrir del mismo modo por los sucesos de los estados grandes y pequeños, visto que muchos, que antiguamente fueron grandes, han venido después a ser bien pequeños, y que, al contrario, fueron antes pequeños los que se han elevado en nuestros días a la mayor grandeza. Persuadido, pues, de la instabilidad del poder humano, y de que las cosas de los hombres nunca permanecen constantes en el mismo ser, próspero ni adverso, hará, como digo, mención igualmente de unos estados y de otros, grandes y pequeños.
VI. Creso, de nación lydio e hijo de Aliates, fue señor o tirano de aquellas gentes que habitan de esta parte del Halis, que es un río, el cual corriendo de Mediodía a Norte y pasando por entre los, Sirios y Paflagonios, va a desembocar en el ponto que llaman Euxino. Este Creso fue, a lo que yo alcanzo, el primero entre los bárbaros que conquistó algunos pueblos de los griegos, haciéndolos sus tributarios, y el primero también que se ganó a otros de la misma nación y los tuvo por amigos. Conquistó a los jonios, a los eolios y a los dorios, pueblos todos del Asia menor, y ganóse por amigos a los lacedemonios. Antes de su reinado los griegos eran todos unos pueblos libres o independientes, puesto que la invasión que los Cimmerios hicieron anteriormente en la Jonia fue tan solo una correría de puro pillaje, sin que se llegasen a apoderar de los puntos fortificados, ni a enseñorearse del país.
VII. El imperio que antes era de los Heráclidas, pasó a la familia de Creso, descendiente de los Mérmnadas, del modo que voy a decir. Candaules, hijo de Myrso, a quien por eso dan los griegos el nombre de Myrsilo, fue el último soberano de la familia de los Heráclidas que reinó en Sardes, habiendo sido el primero Argon, hijo de Nino, nieto de Belo y biznieto de Alceo el hijo de Hércules. Los que reinaban en el país antes de Argon, eran descendientes de Lydo, el hijo de Atis; y por esta causa todo aquel pueblo, que primero se llamaba Meon, vino después a llamarse lidio. El que los Heráclidas descendientes de Hércules y de una esclava de Yardano se quedasen con el mando que hablan recibido en depósito de mano del último sucesor de los descendientes de Lydo, no fue sino en virtud y por orden de un oráculo. Los Heráclidas reinaron en aquel pueblo por espacio de quinientos cinco años, con la sucesión de veintidós generaciones, tiempo en que fue siempre pasando la corona de padres a hijos, hasta que por último se ciñeron con ella las sienes de Candaules.
VIII. Este monarca perdió la corona y la vida por un capricho singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza llamado Giges, hijo de Dáscylo, con quien solía comunicar los negocios más serios de estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecerle y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Giges en estos términos: —«Veo, amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal corno Dios la hizo.» Al oír esto Giges, exclama lleno de sorpresa: —«¿Qué discurso, señor, es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿me mandaréis por ventura que ponga los ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo fijamente que la reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón.»
IX. Con tales expresiones se resistía Giges, horrorizado de las consecuencias que el asunto pudiera tener; pero Candaules replicóle así: —«Anímate, amigo, y de nadie tengas recelo. No imagines que yo trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena correspondencia, ni tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque yo lo dispondré todo de manera que ni aun sospeche haber sido vista por ti. Yo mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse, y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo uno por uno sus vestidos, dándote entre tanto lugar para que la mires muy despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento volviéndote las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte silenciosamente y sin que te vea salir.»
X. Viendo, pues, Giges que ya no podía huir del precepto, se mostró pronto a obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a dormir, lleva consigo a Giges a su mismo cuarto, y bien presto comparece la reina. Giges, al tiempo que ella entra y cuando va dejando después despacio sus vestidos, la contempla y la admira, hasta que vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera, pero no tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo ejecutado por su marido, reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y hace como que no repara en ello; pero se resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque no solamente entre los lidios, sino entre casi todos los bárbaros, se tiene por grande infamia el que un hombre se deje ver desnudo, cuanto más una mujer.
XI. Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la noche quieta y sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a ciertos criados, que sabía eran los más leales y adictos a su persona, hizo llamar a Giges, el cual vino inmediatamente sin la menor sospecha de que la reina hubiese descubierto nada de cuanto la noche antes había pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo llamado de orden suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: —«No hay remedio, Giges; es preciso que escojas, en los dos partidos que voy a proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir por tu mujer, y apoderarte del imperio de los lidios, dando muerte a Candaules, o será preciso que aquí mismo mueras al momento, no sea que en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que muera quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los ojos estando desnuda.» Atónito Giges, estuvo largo rato sin responder, y luego la suplicó del modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la preguntó de nuevo: —«Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi voluntad a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle? —¿Cómo? le responde ella, en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a tus ojos; allí quiero que le sorprendas dormido.»
XII. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Giges, a quien durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras de la reina, que le conduce a su aposento, le pone la daga en la mano, y le oculta detrás de la misma puerta. Saliendo de allí Giges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se apodera de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Arquíloco pario, poeta contemporáneo, hizo mención en sus yambos trímetros.
XIII. Apoderado así Giges del reino, fue confirmado en su posesión por el oráculo de Delfos. Porque como los lydios, haciendo grandísimo duelo del suceso trágico de Candaules, tomasen las armas para su venganza, juntáronse con ellos en un congreso los partidarios de Giges, y quedó convenido que si el oráculo declaraba que Giges fuese rey de los lidios, reinase en hora buena, pera si no, que se restituyese el mando a los Heráclidas. El oráculo otorgó a Giges el reino, en el cual se consolidó pacíficamente, si bien no dejó la Pitia de añadir, que se reservaba a los Heráclidas su satisfacción y venganza, la cual alcanzaría al quinto descendiente de Giges; vaticinio de que ni los lidios ni los mismos reyes después hicieron caso alguno, hasta que con el tiempo se viera realizado.
XIV. De esta manera, vuelvo a decir, tuvieron los Mermnadas el cetro que quitaron a los Heráclidas. El nuevo soberano se mostró generoso en los regalos que envió a Delfos; pues fueron muchísimas ofrendas de plata, que consagró en aquel templo con otras de oro, entre las cuales merecen particular atención y memoria seis pilas o tazas grandes de oro macizo del peso de treinta talentos, que se conservan todavía en el tesoro de los corintios; bien que, hablando con rigor, no es este tesoro de la comunidad de los corintios, sino de Cipselo el hijo de Eetion. De todos los bárbaros, al lo menos que yo sepa, fue Giges el primero que después de Midas, rey de la Frigia e hijo de Gordias, dedicó sus ofrendas en el templo de Delfos, habiendo Midas ofrecido antes allí mismo su trono real (pieza verdaderamente bella y digna de ser vista), donde sentado juzgaba en público las causas de sus vasallos, el cual se muestra todavía en el mismo lugar en que las grandes tazas de Giges. Todo este oro y plata que ofreció el rey de Lidia es conocido bajo el nombre de las ofrendas gygadas, aludiendo al de quien las regaló. Apoderado del mando este monarca, hizo una expedición contra Mileto, otra contra Esmirna, y otra contra Colofon, cuya última plaza tomó a viva fuerza. Pero ya que en el largo espacio de treinta y ocho años que duró su reinado ninguna otra hazaña hizo de valor, contentos nosotros con lo que llevamos referido, lo dejaremos aquí.
XV. Su hijo y sucesor Ardys rindió con las armas a Prinea, y pasó con sus tropas contra Mileto. Durante su reinado, los Cimmerios, viéndose arrojar de sus casas y asientos por los escitas nómades, pasaron al Asia menor, y rindieron con las armas a la ciudad de Sardes, si bien no llegaron a tomar la ciudadela.
XVI. Después de haber reinado Ardys cuarenta y nueve años, tomó el mando su hijo Sadyates, que lo disfrutó doce, y lo dejó a Aliates. Este hizo la guerra a Ciaxares, uno de los descendientes de Dejoces, y al mismo tiempo a los medos: echó del Asia menor a los Cimmerios, tomó a Esmirna, colonia que era de Colofon, y llevó sus armas contra la ciudad de Clazómenas; expedición de que no salió como quisiera, pues tuvo que retirarse con mucha pérdida y descalabro.
XVII. Sin embargo, nos dejó en su reinado otras hazañas bien dignas de memoria; porque llevando adelante la guerra que su padre emprendiera contra los de Mileto, tuvo sitiada la ciudad de un modo nuevo particular. Esperaba que estuviesen ya adelantados los frutos en los campos, y entonces hacía marchar su ejército al son de trompetas y flautas que tocaban hombres y mujeres. Llegando al territorio de Mileto, no derribaba los caseríos, ni los quemaba, ni tampoco mandaba quitar las puertas y ventanas. Sus hostilidades únicamente consistían en talar los árboles y las mieses, hecho lo cual se retiraba, porque veía claramente que siendo los Milesios dueños del mar, sería tiempo perdido el que emplease en bloquearlos por tierra con sus tropas. Su objeto en perdonar a los caseríos no era otro sino hacer que los Milesios, conservando en ellos donde guarecerse, no dejasen de cultivar los campos, y con esto pudiese él talar nuevamente sus frutos.
XVIII. Once años habían durado las hostilidades contra Mileto; seis en tiempo de Sadyates, motor de la guerra, y cinco en el reinado de Aliates, que llevó adelante la empresa con mucho tesón y empeño. Dos veces fueron derrotados los Milesios, una en la batalla de Limenio, lugar de su distrito, y otra en las llanuras del Meandro. Durante la guerra no recibieron auxilios de ninguna otra de las ciudades de la Jonia, sino de los de Quío, que fueron los únicos que, agradecidos al socorro que habían recibido antes de los Milesios en la guerra que tuvieron contra los Erythréos, salieron ahora en su ayuda y defensa.
XIX. Venido el año duodécimo y ardiendo las mieses encendidas por el enemigo, se levantó de repente un recio viento que llevó la llama al templo de Minerva Assesia, el cual quedó en breve reducido a cenizas. Nadie hizo caso por de pronto de este suceso; pero vueltas las tropas a Sardes, cayó enfermo Aliates, y retardándose mucho su curación, resolvió despachar sus diputados a Delfos, para consultar al oráculo sobre su enfermedad, ora fuese que aluno se lo aconsejase, ora que él mismo creyese conveniente consultar al Dios acerca de su mal. Llegados los embajadores a Delfos, les intimó la Pitia que no tenían que esperar respuesta del oráculo, si primero no reedificaban el templo de Minerva, que dejaron abrasar en Asseso, comarca de Mileto.
XX. Yo sé que pasó de este modo la cosa, por haberla oído de boca de los delfios. Añaden los de Mileto, que Periandro, hijo de Cipselo, huésped y amigo íntimo de Trasíbulo, que a la sazón era señor de Mileto, tuvo noticia de la respuesta que acababa de dar la sacerdotisa de Apolo, y por medio de un enviado dio parte de ella a Trasíbulo, para que informado, y valiéndose de la ocasión, viese de tomar algún expediente oportuno.
XXI. Luego que Aliates tuvo noticia de lo acaecido en Delfos, despachó un rey de armas a Mileto, convidando a Trasíbulo y a los Milesios con un armisticio por todo el tiempo que él emplease en levantar el templo abrasado. Entretanto, Trasíbulo, prevenido ya de antemano y asegurado de la resolución que quería tomar Aliates, mandó que recogido cuanto trigo había en la ciudad, así el público como el de los particulares, se llevase todo al mercado, y al mismo tiempo ordenó por un bando a los Milesios, que cuando él les diese la señal, al punto todos ellos, vestidos de gala, celebrasen sus festines y convites con mucho regocijo y algazara.
XXII. Todo esto lo hacía Trasíbulo con la mira de que el mensajero lidio, viendo por tina parte los montones de trigo, y por otra la alegría del pueblo en sus fiestas y banquetes, diese cuenta de todo a Aliates cuando volviese a Sardes después de cumplida su comisión. Así sucedió efectivamente; y Aliates, que se imaginaba en Mileto la mayor y a los habitantes sumergidos en la última miseria, oyendo de boca de su mensajero todo lo contrario de lo que esperaba, tuvo por acertado concluir la paz con la sola condición de que fuesen las dos naciones amigas y aliadas. Aliates, por un templo quemado, edificó dos en Asseso a la diosa Minerva, y convaleció de su enfermedad. Este fue el curso y el éxito de la guerra que Aliates hizo a Trasíbulo y a los ciudadanos de Mileto.
XXIII. A Periandro, de quien acabo de hacer mención, por haber dado a Trasíbulo el aviso acerca del oráculo, dicen los corintios, y en lo mismo convienen los de Lesbos, que siendo señor de Corinto, le sucedió la más rara y maravillosa aventura: quiero decir la de Arión, natural de Metimna, cuando fue llevado a Ténaro sobre las espaldas de un delfín. Este Arión era uno de los más famosos músicos citaristas de su tiempo, y el primer poeta dityrámbico de que se tenga noticia; pues él fue quien inventó el dityrambo, y dándole este nombre lo enseñó en Corinto.
XXIV. La cosa suele contarse así: Arión, habiendo vivido mucho tiempo en la corte al servicio de Periandro, quiso hacer un viaje a Italia y a Sicilia, como efectivamente lo ejecutó por mar; y después de haber juntado allí grandes riquezas, determinó volverse a Corinto. Debiendo embarcarse en Tarento, fletó un barco corintio, porque de nadie se fiaba tanto como de los hombres de aquella nación. Pero los marineros, estando en alta mar, formaron el designio de echarle al agua, con el fin de apoderarse de sus tesoros. Arión entiende la trama, y les pide que se contenten con su fortuna, la cual les cederá muy gustosa con tal de que no le quiten la vida. Los marineros, sordos a sus ruegos, solamente le dieron a escoger entre matarse con sus propias manos, y así lograría ser sepultado después en tierra, o arrojarse inmediatamente al mar. Viéndose Arión reducido a tan estrecho apuro, pidióles por favor le permitieran ataviarse con sus mejores vestidos, y entonar antes de morir una canción sobre la cubierta de la nave, dándoles palabra de matarse por su misma mano luego de haberla concluido. Convinieron en ello los corintios, deseosos de disfrutar un buen rato oyendo cantar al músico más afamado de su tiempo; y con este fin dejaron todos la popa y se vinieron a oirle en medio del barco. Entonces el astuto Arión, adornado maravillosamente y puesto el pie sobre la cubierta con la cítara en la mano, cantó una composición melodiosa, llamada el Nomo orthio, y habiéndola concluido, se arrojó de repente al mar. Los marineros, dueños de sus despojos continuaron su navegación a Corinto, mientras un delfín (según nos cuentan) tomó sobre sus espaldas al célebre cantor y lo condujo salvo a Ténaro. Apenas puso Arión en tierra los pies, se fue en derechura a Corinto vestido con el mismo traje, y refirió lo que acababa de suceder. Periandro, que no daba entero crédito al cuento de Arión, aseguró su persona y le tuvo custodiado hasta la llegada de los marineros. Luego que ésta se verificó, los hizo comparecer delante de sí, y les preguntó si sabrían darle alguna noticia de Arión. Ellos respondieron que se hallaba perfectamente en Italia, y que lo habían dejado sano y bueno en Tarento. Al decir esto, de repente comparece a su vista Arión, con los mismos adornos con que se había precipitado en el mar; de lo que, aturdidos ellos, no acertaron a negar el hecho y quedó demostrada su maldad. Esto es lo que refieren los corintios y lesbios; y en Ténaro se ve una estatua de bronce, no muy grande, en la cual es representado Arión bajo la figura de un hombre montado en un delfín.
XXV. Volviendo a la historia, dirá que Aliates dio fin con su muerte a un reinado de cincuenta y siete años, y que fue el segundo de su familia que contribuyó a enriquecer el templo de Delfos; pues en acción de gracias por haber salido de su enfermedad, consagró un gran vaso de plata con su basera de hierro colado, obra de Glauco, natural de Quío (el primero que inventó la soldadura de hierro), y la ofrenda más vistosa de cuantas hay en Delfos.
XXVI. Por muerte de Aliates entró a reinar su hijo Creso a la edad de treinta y un años, y tornando las armas, acometió a los de Éfeso, y sucesivamente a los demás griegos. Entonces fue criando los Efesios, viéndose por él sitiados, consagraron su ciudad a Diana, atando desde su templo una soga que llegase hasta la muralla, siendo la distancia no menos que de siete estadios, pues a la sazón la ciudad vieja, que fue la sitiada, distaba tanto del templo. El monarca lydio hizo después la guerra por su turno a los jonios y a los eolios, valiéndose de diferentes pretextos, algunos bien frívolos, y aprovechando todas las ocasiones de engrandecerse.
XXVII. Conquistados ya los griegos del continente del Asia y obligados a pagarle tributo, formó de nuevo el proyecto de construir una escuadra y atacar a los isleños, sus vecinos. Tenía ya todos los materiales a punto para dar principio a la construcción, cuando llegó a Sardes Biante el de Priena, según dicen algunos, o según dicen otros, Pitaco el de Mitilene. Preguntado por Creso si en la Grecia había algo de nuevo, respondió que los isleños reclutaban hasta diez mil caballos, resueltos a emprender una expedición contra Sardes. Creyendo Creso que se le decía la verdad sin disfraz alguno: —«¡Ojalá, exclamó, que los dioses inspirasen a los isleños el pensamiento de hacer una correría contra mis Lidyos, superiores por su genio y destreza a cuantos manejan caballos! —Bien se echa de ver, señor, replicó el sabio, el vivo deseo que os anima de pelear a caballo contra los isleños en tierra firme, y en eso tenéis mucha razón. Pues ¿qué otra cosa pensáis vos que desean los isleños, oyendo que vais a construir esas naves, sino poder atrapar a los lidios en alta mar, y vengar así los agravios que estáis haciendo a los griegos del continente, tratándolos cuino vasallos y aun como esclavos?» Dicen que el apólogo de aquel sabio pareció a Creso muy ingenioso y cayéndole mucho en gracia la ficción, tomó el consejo de suspender la fábrica de sus naves y de concluir con los jonios de las islas un tratado de amistad.
XXVIII. Todas las naciones que moran más acá del río Halis, fueron conquistadas por Creso y sometidas a su gobierno, a excepción de los Cílices y de los licios. Su imperio se componía por consiguiente de los de los lidios, frigios, misios, mariandinos, calibes, paflagonios, tracios, tinos y bitinios; como también de los carios, jonios, eolios y panfilios.
XXIX. Como la corte de Sardes se hallase después de tintas conquistas en la mayor opulencia y esplendor, todos los varones sabios que a la sazón vivían en Grecia emprendían sus viajes para visitarla en el tiempo que más convenía a cada uno. Entre todos ellos, el más célebre fue el ateniense Solón; el cual, después de haber compuesto un código de leyes por orden de sus ciudadanos, so color de navegar y recorrer diversos países, se ausentó de su patria por diez años; pero en realidad fue por no tener que abrogar ninguna ley de las que dejaba establecidas, puesto que los atenienses, obligados con los más solemnes juramentos a la observancia de todas las que les había dado Solón, no se consideraban en estado de poder revocar ninguna por sí mismos.
XXX. Estos motivos y el deseo de contemplar y ver mundo, hicieron que Solón se partiese de su patria y fuese a visitar al rey Amasis en Egipto, y al rey Creso en Sardes. Este último le hospedó en su palacio, y al tercer o cuarto día de su llegada dio orden a los cortesanos para que mostrasen al nuevo huésped todas las riquezas y preciosidades que se encontraban en su tesoro. Luego que todas las hubo visto y observado prolijamente por el tiempo que quiso, le dirigió Creso este discurso: —«ateniense, a quien de veras aprecio, y cuyo nombre ilustre tengo bien conocido por la fama de la sabiduría y ciencia política, y por lo mucho que has visto y observado con la mayor diligencia, respóndeme, caro Solón, a la pregunta que voy a dirigirte. Entre tantos hombres, ¿has visto alguno hasta de ahora completamente dichoso?» Creso hacía esta pregunta porque se creía el más afortunado del mundo. Pero Solón, enemigo de la lisonja, y que solamente conocía el lenguaje de la verdad, le respondió: —«Sí, señor, he visto a un hombre feliz en Tello el ateniense.» Admirado el rey, insta de nuevo. —«¿Y por qué motivo juzgas a Tello el más venturoso de todos? —Por dos razones, señor, le responde Solón; la una, porque floreciendo su patria, vio prosperar a sus hijos, todos hombres de bien, y crecer a sus nietos en medio de la más risueña perspectiva; y la otra, porque gozando en el mundo de una dicha envidiable, le cupo la muerte más gloriosa, cuando en la batalla de Eleusina, que dieron los atenienses contra los fronterizos, ayudando a los suyos y poniendo en fuga a los enemigos, murió en el lecho del honor con las armas victoriosas en la mano, mereciendo que la patria le distinguiese con una sepultura pública en el mismo sitio en que había muerto.»
XXXI. Excitada la curiosidad de Creso por este discurso de Solón, le preguntó nuevamente a quién consideraba después de Tello el segundo entre los felices, no dudando que al menos este lugar le sería adjudicado. Pero Solón le respondió: —«A dos argivos, llamados Cleobis y Biton. Ambos gozaban en su patria una decente medianía, y eran además hombres robustos y valientes, que habían obtenido coronas en los juegos y fiestas públicas de los atletas. También se refiere de ellos, que como en una fiesta que los argivos hacían a Juno fuese ceremonia legítima el que su madre hubiese de ser llevada al templo en un carro tirado de bueyes, y éstos no hubiesen llegado del campo a la hora precisa, los dos mancebos, no pudiendo esperar más, pusieron bajo del yugo sus mismos cuellos, y arrastraron el carro en que su madre venía sentada, por el espacio de cuarenta y cinco estadios, hasta que llegaron al templo con ella. »Habiendo dado al pueblo que a la fiesta concurría este tierno espectáculo, les sobrevino el término de su carrera del modo más apetecible y más digno de envidia; queriendo mostrar en ellos el cielo que a los hombres a veces les conviene más morir que vivir. Porque como los ciudadanos de Argos, rodeando a los dos jóvenes celebrasen encarecidamente su resolución, y las ciudadanas llamasen dichosa la madre que les había dado el ser, ella muy complacida por aquel ejemplo de piedad filial, y muy ufana con los aplausos, pidió a la diosa Juno delante de su estatua que se dignase conceder a sus hijos Cleobis y Biton, en premio de haberla honrado tanto, la mayor gracia que ningún mortal hubiese jamás recibido. Hecha esta súplica, asistieron los dos al sacrificio y al espléndido banquete, y después se fueron a dormir en el mismo lugar sagrado, donde les cogió un sueño tan profundo que nunca más despertaron de él. Los argivos honraron su memoria y dedicaron sus retratos en Delfos considerándolos como a unos varones esclarecidos.»
XXXII. A estos daba Solón el segundo lugar entre los felices; oyendo lo cual Creso, exclamó conmovido: —«¿Conque apreciáis en tan poco, amigo ateniense, la prosperidad que disfruto, que ni siquiera me contáis por feliz al lado de esos hombres vulgares? —¿Y a mí, replicó Solón, me hacéis esa pregunta, a mí, que sé muy bien cuán envidiosa es la fortuna, y cuán amiga es de trastornar los hombres? Al cabo de largo tiempo puede suceder fácilmente que uno vea lo que no quisiera, y sufra lo que no temía. »Supongamos setenta años el término de la vida humana. La suma de sus días será de veinticinco mil y doscientos, sin entrar en ella ningún mes intercalar. Pero si uno quiere añadir un mes cada dos años, con la mira de que las estaciones vengan a su debido tiempo, resultarán treinta y cinco meses intercalares, y por ellos mil y cincuenta días más. Pues en todos estos días de que constan los setenta años, y que ascienden al número de veintiséis mil doscientos y cincuenta, no se hallará uno solo que por la identidad de sucesos sea enteramente parecido a otro. La vida del hombre ¡oh Creso! es una serie de calamidades. En el día sois un monarca poderoso y rico, a quien obedecen muchos pueblos; pero no me atrevo a daros aún ese nombre que ambicionáis, hasta que no sepa cómo habéis terminado el curso de vuestra vida. Un hombre por ser muy rico no es más feliz que otro que sólo cuenta con la subsistencia diaria, si la fortuna no le concede disfrutar hasta el fin de su primera dicha. ¿Y cuántos infelices vemos entre los hombres opulentos, al paso que muchos con un moderado patrimonio gozan de la felicidad? »El que siendo muy rico es infeliz, en dos cosas aventaja solamente al que es feliz, pero no rico. Puede, en primer lugar, satisfacer todos sus antojos; y en segundo, tiene recursos para hacer frente a los contratiempos. Pero el otro le aventaja en muchas cosas; pues además de que su fortuna le preserva de aquellos males, disfruta de buena salud, no sabe qué son trabajos, tiene hijos honrados en quienes se goza, y se halla dotado de una hermosa presencia. Si a esto se añade que termine bien su carrera, ved aquí el hombre feliz que buscáis; pero antes que uno llegue al fin, conviene suspender el juicio y no llamarle feliz. Désele, entretanto, si se quiere, el nombre de afortunado. »Pero es imposible que ningún mortal reúna todos estos bienes; porque así como ningún país produce cuanto necesita, abundando de unas cosas y careciendo de otras, y teniéndose por mejor aquel que da más de su cosecha, del mismo modo no hay hombre alguno que de todo lo bueno se halla provisto; y cualquiera que constantemente hubiese reunido mayor parte de aquellos bienes, si después lograre una muerte plácida y agradable, éste, señor, es para mí quien merece con justicia el nombre de dichoso. En suma, es menester contar siempre con el fin; pues hemos visto frecuentemente desmoronarse la fortuna da los hombres a quienes Dios había ensalzado más.»
XXXIII. Este discurso, sin mezcla de adulación ni de cortesanos miramientos, desagradó a Creso, el cual despidió a Solón, teniéndolo por un ignorante que, sin hacer caso de los bienes presentes, fijaba la felicidad en el término de las cosas.
XXXIV. Después de la partida de Solón, la venganza del cielo se dejó sentir sobre Creso, en castigo, a lo que parece, de su orgullo por haberse creído el más dichoso de los mortales. Durmiendo una noche le asaltó un sueño en que se lo presentaron las desgracias que amenazaban a su hijo. De dos que tenía, el uno era sordo y lisiado; y el otro, llamado Atis, el más sobresaliente de los jóvenes de su edad. Este perecería traspasado con una punta de hierro si el sueño se verificaba. Cuando Creso despertó se puso lleno de horror a meditar sobre él, y desde luego hizo casar a su hijo y no volvió a encargarle el mando de sus tropas, a pesar de que antes era el que solía conducir los lidios al combate; ordenando además que los dardos, lanzas y cuantas armas sirven para la guerra, se retirasen de las habitaciones destinadas a los hombres, y se llevasen a los cuartos de las mujeres, no fuese que permaneciendo allí colgadas pudiese alguna caer sobre su hijo.
XXXV. Mientras Creso disponía las bodas, llegó a Sardes un frigio de sangre real, que había tenido la desgracia de ensangrentar sus manos con un homicidio involuntario. Puesto en la presencia del rey, le pidió se dignase purificarle de aquella mancha, lo que ejecutó Creso según los ritos del país, que en esta clase de expansiones son muy parecidos a los de la Grecia. Concluida la ceremonia, y deseoso de sabor quién era y de donde venía, le habló así: —«¿Quién eres, desgraciado? ¿de qué parte de Frigia vienes? ¿y a qué hombre o mujer has quitado la vida? —Soy, respondió al extranjero, hijo de Midas, y nieto de Gordió: me llamo Adrasto; maté sin querer a un hermano mío, y arrojado de la casi paterna, falto de todo auxilio, vengo a refugiarme a la vuestra. —Bien venido seas, le dijo Creso, pues eres de una familia amiga, y aquí nada te faltará. Sufre la calamidad con buen ánimo, y te será más llevadera.» Adrasto se quedó hospedado en el palacio de Creso.
XXXVI. Por el mismo tiempo un jabalí enorme del monte Olimpo devastaba los campos de los Mysios; los cuales, tratando de perseguirlo en vez de causarle daño, lo recibían de él nuevamente. Por último, enviaron sus diputados a Creso, rogándolo que los diese al príncipe su hijo con algunos mozos escogidos y perros de caza para matar aquella fiera. Creso, renovando la memoria del sueño, les respondió: —«Con mi hijo no contéis, porque es novio y no quiero distraerle de los cuidados que ahora lo ocupan; os daré, sí, todos mis cazadores con sus perros, encargándoles hagan con vosotros los mayores esfuerzos para ahuyentar de vuestro país el formidable jabalí.»
XXXVII. Poco satisfechos quedaran los Mysios con esta respuesta, cuándo llegó el hijo de Creso, e informado de todo, habló a su padre en estos términos: —«En otro tiempo, padre mío, la guerra y la caza me presentaban honrosas y brillantes ocasiones donde acreditar mi valor; pero ahora me tenéis separado de ambas ejercicios, sin haber dado yo muestras de flojedad ni de cobardía. ¿Con qué cara me dejaré ver en la corte de aquí en adelante al ir y volver del foro y de las concurrencias públicas? ¿En qué concepto me tendrán los ciudadanos? ¿Qué pensará de mí la esposa con quien acabo de unir mi destino? Permitidme pues, que asista a la caza proyectada, o decidme por qué razón no me conviene ir a ella.»
XXXVIII. —«Yo, hijo mío, respondió Creso, no he tomado estas medidas por haber visto en ti cobardía, ni otra cosa que pudiese desagradarme. Un sueño me anuncia que morirás en breve traspasado por una punta de hierro. Por esto aceleré tus bodas, y no te permito ahora ir a la caza por ver si logro, mientras viva, libertarte de aquel funesto presagio. No tengo más hijo que tú, pues el otro, sordo y estropeado, es como si no le tuviera.»
XXIX. —«Es justo, replicó el joven, que se os disimule vuestro temor y la custodia en que me habéis tenido después de un sueño tan aciago; mas, permitidme, señor, que os interprete la visión, ya que parece no la habéis comprendido. Si me amenaza una punta de hierro, ¿qué puedo temer de los dientes y garras de un jabalí? Y puesto que no vamos a lidiar con hombres, no pongáis obstáculo a mi macha.»
XL. —«Veo, dijo Creso, que me aventajas en la inteligencia de los sueños. Convencido de tus razones, mudo de dictamen y te doy permiso para que vayas a caza.»
XLI. En seguida llamó a Adrasto, y le dijo: —«No pretendo, amigo mío, echarte en cara tu desventura: bien sé que no eres ingrato. Recuérdote solamente que me debes tu expiación, y que hospedado en mi palacio te proveo de cuanto necesitas. Ahora en cambio exijo de ti que te encargues de la custodia de mi hijo en esta cacería, no sea que en el camino salgan ladrones a diñaros. A ti, además, te conviene una expedición en que podrás acreditar el valor heredado de tus mayores y la fuerza de tu brazo.»
XLII. —«Nunca, señor, respondió Adrasto, entraría de buen grado en esta que pudiendo llamarse partida de diversión desdice del miserable estado en que me veo, y por eso heme abstenido hasta de frecuentar la sociedad de los jóvenes afortunados; pero agradecido a vuestros beneficios, y debiendo corresponder a ellos, estoy pronto a ejecutar lo que me mandáis, y quedad seguro que desempeñaré con todo esmero la custodia de vuestro hijo, para que torne sano y salvo a vuestra casa.»
XLIII. Dichas estas palabras, parten los jóvenes, acompañados de una tropa escogida y provistos de perros de caza. Llegados a las sierras del Olimpo, buscan la fiera, la levantan y rodean, y disparan contra ella una lluvia de dardos. En medio de la confusión, quiere la fortuna ciega que el huésped purificado por Creso de su homicidio, el desgraciado Adrasto, disparando un dardo contra el jabalí, en vez de dar en la fiera, dé en el hijo mismo de su bienhechor, en el príncipe infeliz que, traspasado con aquella punta, cumple muriendo la predicción del sueño de su padre. Al momento despachan un correo para Creso con la nueva de lo acaecido, el cual, llegado a Sardes, dale cuenta del choque y de la infausta muerte de su hijo.
XLIV. Túrbase Creso al oír la noticia, y se lamenta particularmente de que haya sido el matador de su hijo aquel cuyo homicidio había él expiado. En el arrebato de su dolor invoca al dios de la expiación, al dios de la hospitalidad, al dios que preside a las íntimas amistades, nombrando con estos títulos a Júpiter, y poniéndole por testigo de la paga atroz que recibe de aquel cuyas manos ensangrentadas ha purificado, a quien ha recibido corno huésped bajo su mismo techo, y que escogido para compañero y custodio de su hijo, se había mostrado su mayor enemigo.
XLV. Después de estos lamentos llegan los lidios con el cadáver, y detrás el matador, el cual, puesto delante de Creso, lo insta con las manos extendidas para que lo sacrifique sobre el cuerpo de su hijo, renovando la memoria de su primera desventura, y diciendo que ya no debe vivir, después de haber dado la muerte a su mismo expiador. Pero Creso, a pesar del sentimiento y luto doméstico que le aflige, se compadece de Adrasto y le habla en estos términos: —«Ya tengo, amigo, toda la venganza y desagravio que pudiera desear, en el hecho de ofrecerte a morir tú mismo. Pero ¡ah! no es tuya la culpa, sino del destino, y quizá de la deidad misma que me pronosticó en el sueño lo que había de suceder.» Creso hizo los funerales de su hijo con la pompa correspondiente; y el infeliz hijo de Midas y nieto de Gordio, el homicida involuntario de su hermano y del hijo de su expiador, el fugitivo Adrasto, cuando vio quieto y solitario el lugar del sepulcro, condenándose a sí mismo por el más desdichado de los hombres, se degolló sobre el túmulo con sus propias manos.
XLVI. Creso, privado de su hijo, cubrióse de luto por dos años, al cabo de los cuales, reflexionando que el imperio de Astiages, hijo de Ciaxares, había sido destruido por Ciro, hijo de Cambises, y que el poder de los persas iba creciendo de día en día, suspendió su llanto y se puso a meditar sobre los medios de abatir la dominación persiana, antes que llegara a la mayor grandeza. Con esta idea quiso hacer prueba de la verdad de los oráculos, tanto de la Grecia como de la Libia, y despachó diferentes comisionados a Delfos, a Abas, lugar de los Focéos, y a Dodona, como también a los oráculos de Anfiarao y de Trofonio, y al que hay en Branchidas, en el territorio de Mileto. Estos fueron los oráculos que consultó en la Grecia, y asimismo envió sus diputados al templo de Ammon en la Libia. Su objeto era explorar lo que cada oráculo respondía, y si los hallaba conformes, consultarles después si emprendería la guerra contra los persas.
XLVII. Antes de marchar, dio a sus comisionados estas instrucciones: que llevasen bien la cuenta de los días, empezando desde el primero que saliesen de Sardes; que al centésimo consultasen el oráculo en estos términos: «¿En qué cosa se está ocupando en este momento el rey de los lidios, Creso, hijo de Aliates?» y que tomándolas por escrito, le trajesen la respuesta de cada oráculo. Nadie refiere lo que los demás oráculos respondieron; pero en Delfos, luego que los lidios entraron en el templo ó hicieron la pregunta que se les había mandado, respondió la Pitia con estos versos:
Sé del mar la medida, y de su arena
El número contar. No hay sordo alguno
A quien no entienda; y oigo al que no habla.
Percibo la fragancia que despide
La tortuga cocida en la vasija
De bronce, con la carne de cordero,
Teniendo bronce abajo, y bronce arriba.
XLVIII. Los lidios, tomando estos versos de la boca profética de la Pitia, los pusieron por escrito, y volviéronse con ellos a Sardes. Llegaban entretanto las respuestas de los otros oráculos, ninguna de las cuales satisfizo a Creso. Pero cuando halló la de Delfos, la recibió con veneración, persuadido de que allí solo residía un verdadero numen, pues ningún otro sino él había dado con la verdad. El caso era, que llegado el día prescrito a los comisionados para la consulta de los dioses, discurrió Creso una ocupación que fuese difícil de adivinar, y partiendo en varios pedazos una tortuga y un cordero, se puso a cocerlos en una vasija de bronce, tapándola con una cobertera del mismo metal.
XLIX. Esta ocupación era conforme a la respuesta de Delfos. La que dio el oráculo de Anfiarao a los lidios que la consultaron sin faltar a ninguna de las ceremonias usadas en aquel templo, no puedo decir cuál fuera; y solo se refiere que por ella quedó persuadido Creso de que también aquel oráculo gozaba del don de profecía.
L. Después de esto procuró Creso ganarse el favor de la deidad que reside en Delfos, a fuerza de grandes sacrificios, pues por una parte subieron hasta el número de tres mil las víctimas escogidas que allí ofreció, y por otra mandó levantar una grande pira de lechos dorados y plateados, de tazas de oro, de vestidos y túnicas de púrpura, y después la pegó fuego; ordenando también a todos los lidios que cada uno se esmerase en sus sacrificios cuanto les fuera posible. Hecho esto, mandó derretir una gran cantidad de oro y fundir con ella unos como medios ladrillos, de los cuales los más largos eran de seis palmos, y los más cortos de tres, teniendo de grueso un palmo. Todos componían el número de ciento diecisiete. Entre ellos habla cuatro de oro acrisolado, que pesaba cada uno dos talentos y medio; los demás ladrillos de oro blanquecino eran del peso de dos talentos. Labró también de oro refinado la efigie de un león, del peso de diez talentos. Este león, que al principio se hallaba erigido sobre los medios ladrillos, cayó de su basa cuando se quemó el templo de Delfos, y al presente se halla en el tesoro de los corintios, poro con solo el peso de seis talentos y medio, habiendo mermado tres y medio que el incendio consumió.
LI. Fabricados estos dones, envió Creso juntamente con ellos otros regalos, que consistían en dos grandes tazas, la una de oro, y la otra de plata. La de oro estaba a mano derecha, al entrar en el templo, y la de plata a la izquierda; si bien ambas, después de abrasado el templo, mudaron también de lugar; pues la de oro, que pesa ocho talentos y medio y doce minas más, se guarda en el tesoro de los clazomenios; y la de plata en un ángulo del portal al entrar del templo; la cual tiene de cabida seiscientos cántaros, y en ella ameran los de Delfos el vino en la fiesta de la Theofania. Dicen ser obra de Teodoro samio, y lo creo así; pues no me parece por su mérito pieza de artífice común. Envió asimismo cuatro tinajas de plata, depositadas actualmente en el tesoro de los de Corinto; y consagró también dos aguamaniles, uno de oro y otro de plata. En el último se ve grabada esta inscripción: Don de los lacedemonios; los cuales dicen ser suya la dádiva; pero lo dicen sin razón, siendo una de las ofrendas de Creso. La verdad es que cierto sujeto de Delfos, cuyo nombre conozco, aunque no le manifestaré, le puso aquella inscripción, queriéndose congraciar con los lacedemonios. El niño por cuya mano sale el agua, sí que es don de los lacedemonios, no siéndolo ninguno de los dos aguamaniles. Muchas otras dádivas envió Creso que nada tenían de particular, entre ellas ciertos globos de plata fundida, y una estatua de oro de una mujer, alta tres codos, que dicen los Delfos ser la panadera de Creso. Ofreció también el collar de oro y los cinturones de su mujer.
LII. Informado Creso del valor de Anfiarao y de su desastrado fin, le ofreció un escudo, todo él de oro puro, y juntamente una lanza de oro macizo, con el asta del mismo metal. Entrambas ofrendas se conservan hoy en Tebas, guardadas en el templo de Apolo Ismenio.
LIII. Los lidios encargados de llevar a los templos estos dones, recibieron orden de Creso para hacer a los oráculos la siguiente pregunta: «Creso, monarca de los lidios y de otras naciones, bien seguro de que son solos vuestros oráculos los que hay en el mundo verídicos, os ofrece estas dádivas, debidas a vuestra divinidad y numen profético, y os pregunta de nuevo, si será bien emprender la guerra contra los persas, y juntar para ella algún ejército confederado.» Ambos oráculos convinieron en una misma respuesta, que fue la de pronosticar a Creso, que si movía sus tropas contra los persas acabarla con un grande imperio; y le aconsejaron, que informado primero de cuál pueblo entre los griegos fuese el más poderoso, hiciese con él un tratado de alianza.
LIV. Sobremanera contento Creso con la respuesta, y envanecido con la esperanza de arruinar el imperio de Ciro, envió nuevos diputados a la ciudad de Delfos, y averiguado el número de sus moradores, regaló a cada uno dos monedas o estateres de oro. En retorno los delfios dieron a Creso y a los lidios la prerrogativa en las consultas, la presidencia de las juntas, la inmunidad en las aduanas y el derecho perpetuo de filiación a cualquier lidio que quisiere ser su conciudadano.
LV. Tercera vez consultó Creso al oráculo, por hallarse bien persuadido de su veracidad. La pregunta estaba reducida a saber si sería largo su reinado, a la cual respondió la Pithia de este modo: # Cuando el rey de los medos fuere un mulo, Huye entonces al Hernio pedregoso, Oh lidio delicado; y no te quedes A mostrarte cobarde y sin vergüenza.
LVI. Cuando estos versos llegaron a noticia de Creso, holgóse más con ellos que con los otros, persuadido de que nunca por un hombre reinaría entre los medos un mulo, y que por lo mismo ni él ni sus descendientes dejarían jamás de mantenerse en el trono. Pasa después a averiguar con mucho esmero quiénes de entre los griegos fuesen los mas poderosos, a fin de hacerlos sus amigos, y por los informes halló que sobresalían particularmente los lacedemonios y los atenienses, aquellos entre los dorios, y estos entre los jonios. Aquí debo prevenir quo antiguamente dos eran las naciones más distinguidas en aquella región, la Pelásgica y la Helénica; de las cuales la una jamás salió de su tierra, y la otra mudó de asiento muy a menudo. En tiempo de su rey Deucalion habitaba en la Pthiotida, y en tiempo de Doro el hijo de Helleno, ocupaba la región Istieotida, que está al pie de los montes Ossa y Olimpo. Arrojados después por los Cadmeos de la Istieotida, establecieron su morada en Pindo, y se llamó con el nombre de Macedno. Desde allí pasó a la Dryopida, y viniendo por fin al Peloponeso, se llamó la gente Dórica.
LVII. Cuál fuese la lengua que hablaban los pelasgos, no puedo decir de positivo. Con todo, nos podemos regir por ciertas conjeturas tomadas de los pelasgos, que todavía existen: primero, de los que habitan la ciudad de Crestona, situada sobre los Tyrrenos (los cuales en lo antiguo fueron vecinos de los que ahora llamamos Dorienses, y moraban entonces en la región que al presente se llama la Tessaliotida); segundo, de los pelasgos, que en el Helesponto fundaron a Placia y a Seylace (los cuales fueron antes vecinos de los atenienses); tercero, de los que se hallan en muchas ciudades pequeñas, bien que hayan mudado su antiguo nombre de pelasgos. Por las conjeturas que nos dan todos estos pueblos, podremos decir que los pelasgos debían hablar algún lenguaje bárbaro, y que la gente Ática, siendo Pelasga, al incorporarse con los Helenos, debió de aprender la lengua de éstos, abandonando la suya propia. Lo cierto es que ni los de Crestona, ni los de Placia (ciudades que hablan entre sí una misma lengua), la tienen común con ninguno de aquellos pueblos que son ahora sus vecinos, de donde se infiere que conservan el carácter mismo de la lengua que consigo trajeron cuando se fugaron en aquellas regiones.
LVIII. Por el contrario, la nación Helénica, a mi parecer, habla siempre desde su origen el mismo idioma. Débil y separada de la Pelásgica, empezó a crecer de pequeños principios, y vino a formar un grande cuerpo, compuesto de muchas gentes, mayormente cuando se le fueron allegando y uniendo en gran número otras bárbaras naciones, y de aquí dimanó, según yo imagino, que la nación de los pelasgos, que era una de las bárbaras, nunca pudiese hacer grandes progresos.
LIX. De estas dos naciones oía decir Creso que el Ática se hallaba oprimida por Pisístrato, que a la sazón era señor o tirano do los atenienses. A su padre Hipócrates, asistiendo a los juegos Olímpicos, le sucedió un gran prodigio, y fue que las calderas que tenía ya prevenidas para un sacrificio, llenas de agua y de carne, sin que las tocase el fuego, se pusieron a hervir de repente hasta derramarse. El lacedemonio Quilón, que presenció aquel portento, previno dos cosas a Hipócrates: la primera, que nunca se casase con mujer que pudiese darle sucesión; y la segunda, que si estaba casado, se divorciase luego y desconociese por hijo al que ya hubiese tenido. Por no haber seguido estos consejos le nació después Pisístrato, el cual, aspirando a la tiranía y viendo que los atenienses litorales, capitaneados por Megacles, hijo de Alcmeon, se habían levantado contra los habitantes de los campos, conducidos por Licurgo, el hijo de Arisitoclaides, formó un tercer partido, bajo el pretexto de defender a los atenienses de las montañas, y para salir con su intento urdió la trama de este modo. Hízose herir a sí mismo y a los mulos de su carroza, y se fue hacia la plaza como quien huía de sus enemigos, fingiendo que le habían querido matar en el camino de su casa de campo. Llegado a la plaza, pidió al pueblo que pues él antes se había distinguido mucho en su defensa, ya cuando general contra los megarenses, ya en la toma de Nicea, y con otras grandes empresas y servicios, tuviesen a bien concederle alguna guardia para la seguridad de su persona. Engañado el pueblo con tal artificio, dióle ciertos hombres escogidos que lo escoltasen y siguiesen, los cuales estaban armados, no de lanzas, sino de clavas. Auxiliado por estos, se apoderó Pisístrato de la ciudadela de Atenas, y por este medio llegó a hacerse dueño de los atenienses; pero sin alterar el orden de los magistrados ni mudar las leyes, contribuyó mucho y bien al adorno de la ciudad, gobernando bajo el plan antiguo.
LX. Poco tiempo después, unidos entre sí los partidarios de Megacles y los de Licurgo, lograron quitar el mando a Pisístrato y echarlo de Atenas. No bien los dos partidos acabaron de expelerle, cuando volvieron de nuevo a la discordia y sedición entro sí mismos. Megacles, que se vio sitiado por sus enemigos, despachó un mensajero a Pisístrato, ofreciéndolo que si tomaba a su hija por mujer, le daría en dote el mando de la república. Admitida la proposición y otorgadas las condiciones, discurrieron para la vuelta de Pisístrato el artificio más grosero que en mi opinión pudiera imaginarse, mayormente si se observa que los griegos eran tenidos ya de muy antiguo por más astutos quo, los bárbaros y menos expuestos a dejarse deslumbrar de tales necedades y que se trataba de engañar a los atenienses, reputados por los más sabios y perspicaces de todos los griegos. En el partido Pecinense había una mujer hermosa llamada Phya, con la estatura de cuatro codos menos tres dedos. Armada completamente, y vestida con un traje que la hiciese parecer mucho más bella y majestuosa, la colocaron en una carroza y la condujeron a la ciudad, enviando delante sus emisarios y pregoneros, los cuales cumplieron bien con su encargo, y hablaron al pueblo en esta forma: —«Recibid, oh atenienses, de buena voluntad a Pisístrato, a quien la misma diosa Minerva restituye a su alcázar, haciendo con él una demostración nunca usada con otro mortal.» Esto iban gritando por todas partes, de suerte que muy en breve se extendió la fama del hecho por la ciudad y la comarca; y los que se hallaban en la ciudadela, creyendo ver en aquella mujer a la diosa misma, la dirigieron sus votos y recibieron a Pisístrato.
LXI. Recobrada de este modo la tiranía, y cumpliendo con lo pactado, tomó Pisístrato por mujer a la hija de Megacles. Ya entonces tenía hijos crecidos, y no queriendo aumentar su número, con motivo de la creencia según la cual Lodos los Alcmeónidas eran considerados como una raza impía, nunca conoció a su nueva esposa en la forma debida y regular. Si bien ella al principio tuvo la cosa oculta, después la descubrió a su madre y ésta a su marido. Megacles lo llevó muy a mal, viendo que así le deshonraba Pisístrato, y por resentimiento se reconcilió de nuevo con los amotinados. Entretanto Pisístrato, instruido de todo, abandonó el país y se fue a Eretria, donde, consultando con su hijo, le pareció bien el dictamen de Hipias sobre recuperar el mando, y al efecto trataron de recoger donativos de las ciudades que les eran más adictas, entre las cuales sobresalió la de los tebanos por su liberalidad. Pasado algún tiempo, quedó todo preparado para el éxito de la empresa, así porque los argivos, gente asalariada para la guerra, habían ya concurrido del Peloponeso, como porque un cierto Ligdamis, natural de Naxos, habiéndoseles reunido voluntariamente con hombres y dinero, los animaba sobremanera a la expedición.
LXII. Partiendo por fin de Eretria, volvieron al Ática once años después de su salida, y se apoderaron primeramente de Maratón. Atrincherados en aquel punto, se les iban reuniendo, no solamente los partidarios que tenían en la ciudad, sino también otros de diferentes distritos, a quienes acomodaba más el dominio de un señor que la libertad del pueblo. Su ejército se aumentaba con la gente que acudía; pero los atenienses que moraban en la misma Atenas miraron la cosa con indiferencia todo el tiempo que gastó Pisístrato en recoger dinero, y cuando después ocupó a Maratón, hasta que sabiendo qué marchaba contra la ciudad, salieron por fin a resistirle. Los dos ejércitos caminaban a encontrarse, y llegando al templo de Minerva la Pallenida, hicieron alto uno enfrente del otro. Entonces fue cuando Anfilyto, el célebre adivino de Acarnania arrebatado de su estro, se presentó a Pisístrato y le vaticinó de este modo:
Echado el lance está, la red tendida;
Los atunes de noche se presentan
Al resplandor de la callada luna.
LXIII. Pisístrato, comprendido el vaticinio, y diciendo que lo recibía con veneración, puso en movimiento sus tropas. Muchos de los atenienses, que habían salido de la ciudad, acababan entonces de comer; unos se entretenían jugando a los dados, y otros reposaban, por lo cual, cayendo de repente sobre ellos las tropas de Pisístrato, se vieron obligados a huir. Para que se mantuviesen dispersos, discurrió Pisístrato el ardid de enviar unos muchachos a caballo, que alcanzando a los fugitivos, los exhortasen de su parte a que tuviesen buen ánimo y se retirasen cada uno a su casa.
LXIV. Así lo hicieron los atenienses, y logró Pisístrato apoderarse de Atenas por tercera vez. Dueño de la ciudad, procuró arraigarse en el mando con mayor número de tropas auxiliares, y con el aumento de las rentas públicas, tanto recogidas en el país mismo como venidas del río Estrimón. Con el mismo fin tomó en rehenes a los hijos de los atenienses que, sin entregarse luego a la fuga, le habían hecho frente, y los depositó en la isla de Naxos, de la cual se había apoderado con las armas, y cuyo gobierno había confiado Ligdamis. Ya, obedeciendo a los oráculos, había purificado antes la isla de Delos, mandando desenterrar todos los cadáveres que estaban sepultados en todo el distrito que desde el templo se podía alcanzar con la vista, haciéndolos enterrar en los demás lugares de la isla. Pisístrato, pues, tenía bajo su dominación a los atenienses, de los cuales algunos habían muerto en la guerra y otros en compañía de los Alcmeónidas se habían ausentado de su patria.
LXV. Esto era el estado en que supo Creso que entonces se hallaban los atenienses. De los lacedemonios averiguó que, libres ya de sus anteriores apuros, habían recobrado la superioridad en la guerra contra los de Tegea. Porque en el reinado de Leon y Hegesicles, a pesar de que los lacedemonios habían salido bien en otras guerras, sin embargo, en la que sostenían contra los de Tegea habían sufrido grandes reveses. Estos mismos lacedemonios se gobernaban en lo antiguo por las peores leyes de toda la Grecia, tanto en su administración interior como en sus relaciones con los extranjeros, con quienes eran insociables; pero tuvieron la dicha de mudar sus instituciones por medio de Licurgo, el hombre más acreditado de todos los Esparciatas, a quien, cuando fue a Delfos para consultar al oráculo, al punto mismo de entrar en el templo le dijo la Pitia:
A mi templo tú vienes, oh Licurgo,
De Jove amado y de los otros dioses
Que habitan los palacios del Olimpo.
Dudo llamarte dios u hombre llamarte,
Y en la perplejidad en que me veo,
Como dios, oh Licurgo, te saludo.
También afirman algunos que la Pitia le enseñó los buenos reglamentos de que ahora usan los Esparciatas, aunque los lacedemonios dicen que siendo tutor de su sobrino Leobotas, rey de los espartanos, los trajo de Creta. En efecto, apenas se encargó de la inicia, cuando mudó enteramente la legislación, y tomó las precauciones necesarias para su observancia. Después ordenó la disciplina militar, estableciendo las enotias, triécadas y sissitias y últimamente instituyó los éforos y los senadores.
LXVI. De este modo lograron los lacedemonios el mejor orden en sus leyes y gobierno, y lo debieron a Licurgo, a quien tienen en la mayor veneración, habiéndole consagrado un templo después de sus días. Establecidos en un país excelente y contando con una población numerosa, hicieron muy en breve grandes progresos, con lo cual, no pudiendo ya gozar en paz de su misma prosperidad y teniéndose por mejores y más valientes que los arcades, consultaron en Delfos acerca de la conquista de toda la Arcadia, cuya consulta respondió así la Pitia:
¿La Arcadia pides? Esto es demasiado.
Concederla no puedo, porque en ella,
De la dura bellota alimentados,
Muchos existen que vedarlo intenten.
Yo nada te la envidio: en lugar suyo
Puedes pisar el suelo de Tegea,
Y con soga medir su hermoso campo.
Después que los lacedemonios oyeron la respuesta, sin meterse con los demás arcades, emprendieron su expedición contra los de Tegea, y engañados con aquel oráculo doble, y ambiguo, se apercibieron de grillos y sogas, como si en efecto hubiesen de cautivar a sus contrarios. Pero sucedióles al revés; porque perdida la batalla, los que de ellos quedaron cautivos, atados con las mismas prisiones de que venían provistos, fueron destinados a labrar los campos del enemigo. Los grillos que sirvieron entonces para los lacedemonios se conservan aun en Tegea, colgados alrededor del templo de Minerva.
LXVII. Al principio de la guerra los lacedemonios pelearon siempre con desgracia; pero en tiempo de Creso, y siendo reyes de Esparta Anaxandridas y Ariston, adquirieron la superioridad del modo siguiente: Aburridos de su mala suerte, enviaron diputados a Delfos para saber a qué dios debían aplacar, con el fin de hacerse superiores a sus enemigos los de Tegea. El oráculo respondió, que lo lograrían con tal que recobrasen los huesos de Orestes, el hijo de Agamemnon. Mas como no pudiesen encontrar la urna en que estaban depositados, acudieron de nuevo al templo, pidiendo se les manifestase el lugar donde el héroe yacía. La Pitia respondió a los enviados en estos términos:
En un llano de Arcadia está Tegea;
Allí dos vientos soplan impelidos
Por una fuerza poderosa, y luego
Hay golpe y contragolpe, y la dureza
De los cuerpos se hiere mutuamente.
Allí del alma tierra en las entrañas
Encontrarás de Agamemnon al hijo;
Llevarásle contigo, si a Tegea
Con la victoria dominar pretendes.
Oída esta respuesta, continuaron los lacedemonios en sus pesquisas, sin poder hacer el descubrimiento que deseaban, hasta tanto que Liches, uno de aquellos Esparciatas a quienes llaman beneméritos, dio casualmente con la urna. Llámanse beneméritos aquellos cinco soldados que, siendo los más veteranos entre los de a caballo, cumplido su tiempo salen del servicio; si bien el primer año de su salida, para que no se entorpezcan con la ociosidad, se les envía de un lugar a otro, unos acá y otros allá.
LXVIII. Liches, pues, siendo uno de los beneméritos, favorecido de la fortuna y de su buen discurso, descubrió lo que se deseaba. Como los dos pueblos estuviesen en comunicación con motivo de las treguas, se hallaba Liches en una fragua del territorio de Tegea, viendo lleno de admiración la maniobra de machacar a golpe el hierro. Al mirarle tan pasmado, suspendió el herrero su trabajo, y le dijo: —«A fe mía, Lacon amigo, que si hubieses visto lo que yo, otra fuera tu admiración a la que ahora muestras al vernos trabajar en el hierro; porque has de saber que, cavando en el corral con el objeto de abrir un pozo, tropecé con un ataúd de siete codos de largo; y como nunca había creído que los hombres antiguamente fuesen mayores de lo que somos ahora, tuve la curiosidad de abrirla, y encontré un cadáver tan grande como ella misma. Medíle y le volví a cubrir.» Oyendo Liches esta relación, se puso a pensar que tal vez podía ser aquel muerto el Orestes de quien hablaba el oráculo, conjeturando que los dos fuelles del herrero serían quizá los dos vientos; el yunque y el martillo el golpe y el contragolpe; y en la maniobra de batir el hierro se figuraba descubrir el mutuo choque de los cuerpos duros. Revolviendo estas ideas en su mente se volvió a Esparta, y dio cuenta de todo a sus conciudadanos, los cuales, concertada contra él una calumnia, le acusaron y condenaron a destierro. Refugiándose a Tegea el desterrado voluntario, y dando razón al herrero de su desventura, la quiso tornar en arriendo aquel corral, y si bien él se le dificultaba, al cabo se lo supo persuadir, y estableció allí su casa. Con esta ocasión descubrió cavando el sepulcro, recogió los huesos, y fuese con ellos a Esparta. Desde aquel tiempo, siempre que vinieron a las manos las dos ciudades, quedaron victoriosos los lacedemonios, por quienes ya había sido conquistada una gran parte del Peloponeso.
LXIX. Informado Creso de todas estas cosas, envió a Esparta sus embajadores, llenos de regalos y bien instruidos de cuanto debían decir para negociar una alianza. Llegados que fueron, se explicaron en estos términos: —«Creso, rey de los lidios y de otras naciones, prevenido por el Dios que habita en Delfos de cuánto le importa contraer amistad con el pueblo griego, y bien informado de que vosotros, ¡oh lacedemonios! sois los primeros y principales de toda la Grecia, acude a vosotros, queriendo en conformidad del oráculo ser vuestro amigo y aliado, de buena fe y sin dolo alguno.» Esta fue la propuesta de Creso por medio de sus enviados. Los lacedemonios, que ya tenían noticia de la respuesta del oráculo, muy complacidos con la venida de los lidios, formaron con solemne juramento, el tratado de paz y alianza con Creso, a quien ya estaban obligados por algunos beneficios que de él antes habían recibido. Porque habiendo enviado a Sardes a comprar el oro que necesitaban para fabricar la estatua de Apolo, que hoy está colocada en Tornax de la Laconia, Creso no quiso tomarles dinero alguno, y les dio el oro de regalo.
LXX. Por este motivo, y por la distinción que con ellos usaba Creso, anteponiéndolos a los demás griegos, vinieron gustosos los lacedemonios en la alianza propuesta; y queriendo mostrarse agradecidos, mandaron trabajar con el objeto de regalársela a Creso, una pila de bronce que podía contener trescientos cántaros; estaba adornada por defuera hasta el borde con la escultura de una porción de animalitos. Esta pila no llegó a Sardes, refiriéndose de dos maneras el extravío que padeció en el camino. Los lacedemonios dicen que, habiendo llegado cerca de Samos, noticiosos del presente aquellos isleños, salieron con sus naves y la robaron. Pero los samios cuentan que navegando muy despacio los lacedemonios encargados de conducirla, oyendo en el viaje que Sardes, juntamente con Creso, habían caído en poder del enemigo, la vendieron ellos mismos en Samos a unos particulares, quienes la dedicaron en el templo de Juno; y que tal vez los lacedemonios a su vuelta dirían que los samios se la habían quitado violentamente.
LXXI. Entretanto, Creso, deslumbrado con el oráculo y creyendo acabar en breve con Ciro y con el imperio de los persas, preparaba una expedición contra Capadocia. Al mismo tiempo cierto lidio llamado Sándamis, respetado ya por su sabiduría y circunspección, y célebre después entre los lidios por el consejo que dio a Creso, le habló de esta manera: —«Veo, señor, que preparáis una expedición contra unos hombres que tienen de pieles todo su vestido; que criados en una región áspera, no comen lo que quieren, sino lo que pueden adquirir; y que no beben vino, ni saben el gusto que tienen los higos, ni manjar alguno delicado. Si los venciereis, ¿qué podréis quitar a los que nada poseen? Pero si sois vencido, reflexionad lo mucho que tenéis que perder. Yo temo que si llegan una vez a gustar de nuestras delicias, les tomarán tal afición, que no podremos después ahuyentarlos. Por mi parte, doy gracias a los dioses de que no hayan inspirado a los persas el pensamiento de venir contra los lidios.» Este discurso no hizo impresión alguna en el ánimo de Creso, a pesar de la exactitud con que pintaba el estado de los persas, los cuales antes de la conquista de los lidios ignoraban toda especie de comodidad y regalo.
LXXII. Los Capadocios, a quienes los griegos llaman Syrios, habían sido súbditos de los medos antes que dominasen los persas, y en la actualidad obedecían a Ciro. Porque los límites que dividían el imperio de los medos del de los lidios estaban en el río Halis; el cual, bajando del monte Armenio, corre por la Cilicia, y desde allí va dejando a los Mantienos a la derecha y a los frigios a la izquierda. Después se encamina hacia el viento bóreas, y pasa por entre los Syro—capadocios y los Paflagonios, tocando a estos por la izquierda y a aquellos por la derecha. De este modo el río Halis atraviesa y separa casi todas las provincias del Asia inferior, desde el mar que está enfrente de Chipre hasta el ponto Euxino pudiendo considerarse este tramo de tierra como la cerviz de toda aquella región. Su longitud puede regularse en cinco días de camino para un hombre sobremanera diligente.
LXXIII. Marchó Creso contra la Capadocia deseoso de añadir a sus dominios aquel feraz terreno, y más todavía de vengarse de Ciro, confiado en las promesas del oráculo. Su resentimiento dimanaba de que Ciro tenía prisionero a Astiages, pariente de Creso, después de haberlo vencido en batalla campal. Este parentesco de Creso con Astiages fue contraído del modo siguiente: Una partida de escitas pastores, con motivo de una sedición doméstica, se refugió al territorio de los bledos en tiempo que reinaba Ciaxares, hijo de Fraortes y nieto de Déjoces. Este monarca los recibió al principio benignamente y como a unos infelices que se acogían a su protección; y en prueba del aprecio que de ellos hacía, les confió ciertos mancebos para que aprendiesen su lengua y el manejo del arco. Pasado algún tiempo, como ellos fuesen a menudo a cazar, y siempre volviesen con alguna presa, un día quiso la mala suerte que no trajesen nada. Vueltos así con las manos vacías, Ciaxares, que no sabía reportarse en los ímpetus de la ira, los recibió ásperamente y los llenó de insultos. Ellos, que no creían haber merecido semejante ultraje, determinaron vengarse de él, haciendo pedazos a uno de los jóvenes sus discípulos; al cual, guisado del mismo modo que solían guisar la caza, se lo dieron a comer a Ciaxares y a sus convidados, y al punto huyeron con toda diligencia a Sardes, ofreciéndose al servicio de Aliates.
LXXIV. De este principio, no queriendo después Aliates entregar los escitas a pesar de las reclamaciones de Ciaxares, se originó entro lidios y bledos una guerra que duró cinco años, en cuyo tiempo la victoria se declaró alternativamente por unos y otros. En las diferentes batallas que se dieron, hubo una nocturna en el año sexto de la guerra que ambas naciones proseguían con igual suceso, porque en medio de la batalla misma se les convirtió el día repentinamente en noche; mutación que Thales Milesio había predicho a los jonios, fijando el término de ella en aquel año mismo en que sucedió. Entonces lidios y medos, viendo el día convertido en noche, no solo dejaron la batalla comenzada, sino que tanto los unos como los otros se apresuraron a poner fin a sus discordias con un tratado de paz. Los intérpretes y medianeros de esta pacificación fueron Syémnesis el Cilice, y Labyneto el Babilonio; los cuales, no solo les negociaron la reconciliación mutua, sino que aseguraron la paz, uniéndolos con el vínculo del matrimonio; pues ajustaron que Aliates diese su hija Aryénis por mujer a Astiages, hijo de Ciaxares. Entre estas naciones las ceremonias solemnes de la confederación vienen a ser las mismas que entre los griegos, y solo tienen de particular que, haciéndose en los brazos una ligera incisión, se lamen mutuamente la sangre.
LXXV. Astiages, como he dicho, fue a quien Ciro venció, y por más que era su abuelo materno, le tuvo prisionero por los motivos que significaré después a su tiempo y lugar. Irritado Creso contra el proceder de Ciro, envió primero a sabor de los oráculos si sería bien emprender la guerra contra los persas; y persuadido de que la respuesta capciosa que le dieron era favorable a sus intentos, emprendió después aquella expedición contra una provincia persiana. Luego que llegó Creso al río Halis, pasó su ejército por los puentes que, según mi opinión, allí mismo había, a pesar de que los griegos refieren que fue Thales Milesio quien le facilitó el modo de pasarlo, porque dicen que no sabiendo Creso cómo haría para que pasasen sus tropas a la otra parte del río, por no existir entonces los puentes que hay ahora, Thales, que se hallaba en el campo, le dio un expediente para que el río que corría a la siniestra del ejército corriese también a la derecha. Dicen que por más arriba de los reales hizo abrir un cauce profundo, que en forma de semicírculo cogiese al ejército por las espaldas, y que así extrajo una parte del agua, y volvió a introducirla en el río por más abajo del campo, con lo cual, formándose dos corrientes, quedaron ambas igualmente vadeables; y aun quieren algunos que la madre antigua quedase del todo seca, con lo que yo no me conformo, porque entonces ¿cómo hubieran podido repasar el río cuando estuviesen de vuelta?
LXXVI. Habiendo Creso pasado el Halis con sus tropas, llegó a una comarca de Capadocia llamada Pteria, que es la parte más fuerte y segura de todo el país, cerca de Sinope, ciudad situada casi en la costa del ponto Euxino. Establecido allí su ejército, taló los campos de los Syrios, tomó la ciudad de los Pterianos, a quiénes hizo esclavos, y asimismo otras de su contorno, quitando la libertad y los bienes a los Syrios, que en nada le habían agraviado. Entretanto, Ciro, habiendo reunido sus fuerzas y tomado después todas las tropas de las provincias intermedias, venía marchando contra Creso; y antes de emprender género alguno de ofensa, envió sus heraldos a los jonios para ver si los podría separar de la obediencia del monarca lydio; en lo cual no quisieron ellos consentir. Marchó entonces contra el enemigo, y provocándose mutuamente luego que llegaron a verse, envistiéronse en Pteria los dos ejércitos y se trabó una acción general en la que cayeron muchos de una y otra parte, hasta que por último los separó la noche sin declararse por ninguno la victoria. Tanto fue el valor con que entrambos pelearon.
LXXVII. Creso, poco satisfecho del suyo, por ser el número de sus tropas inferior a las de Ciro viendo que este dejaba de acometerle al día siguiente, determinó volver a Sardes con el designio de llamar a los egipcios, en conformidad del tratado de alianza que había concluido con Amasis, rey de aquel país, aun primero que lo hiciese con los lacedemonios. Se proponía también hacer venir a los babilonios, de quienes entonces era soberano Labyneto, y con los cuales estaba igualmente confederado, y asimismo pensaba requerirá los lacedemonios, para que estuviesen prontos el día que se les señalase. Reunidas todas estas tropas con las suyas, estaba resuelto a descansar el invierno y marchar de nuevo contra el enemigo al principio de la primavera. Con este objeto partió para Sardes y despachó sus aliados unos mensajeros que les previniesen que de allí a cinco meses juntasen sus tropas en aquella ciudad. El desde luego licenció el ejército con el cual acababa de pelear contra los persas, siendo de tropas mercenarias: bien lejos de imaginar que Ciro, dada una batalla tan sin ventaja ninguna, se propusiere dirigir su ejército hacia la capital de la Lidia.
LXXVIII. En tanto que Creso tomaba estas medidas, sucedió que todos los arrabales de Sardes se llenaron de sierpes, que los caballos, dejando su pasto, se iban comiendo según aquellas se mostraban. Admirado Creso de este raro portento, envió inmediatamente unos diputados a consultar con los adivinos de Telmeso. En efecto, llegaron allá; pero instruidos por los Telmesenses de lo que quería decir aquel prodigio, no tuvieron tiempo de participárselo al rey, pues antes que pudiesen volver de su consulta, ya Creso había sido hecho prisionero. Lo que respondieron los adivinos fue que no tardaría mucho en venir un ejército extranjero contra la tierra de Creso, el cual en llegando sujetaría a los naturales; dando por razón de su dicho que la sierpe era un reptil propio del país, siendo el caballo animal guerrero y advenedizo. Esta fue la interpretación que dieron a Creso, a la sazón ya prisionero, si bien nada sabían ellos entonces de cuanto pasaba en Sardes y con el mismo Creso.
LXXIX. Cuando Ciro vio, después de la batalla de Pteria, que Creso levantaba su campo, y tuvo noticia del ánimo en que se hallaba de despedir las tropas luego que llegase a su capital, tomó acuerdo sobre la situación de las cosas, y halló que lo más útil y acertado sería marchar cuanto antes con todas sus fuerzas a Sardes, primero que se pudiesen juntar otra vez las tropas lydias. No bien adoptó este partido, cuando lo puso en ejecución, caminando con tanta diligencia, que él mismo fue el primer correo que dio el aviso a Creso de su llegada. Este quedó confuso y en el mayor apuro, viendo que la cosa le había salido enteramente al revés de lo que presumía; mas no por eso dejó de presentarse en el campo con sus lidios. En aquel tiempo no había en toda el Asia nación alguna más varonil ni esforzada que la Lidia; y peleando a caballo con grandes lanzas, se distinguía en los combates por su destreza singular.
LXXX. Hay delante de Sardes una llanura espaciosa y elevada donde concurrieron los dos ejércitos. Por ella corren muchos ríos, entre ellos el Hyllo, y todos van a dar en otro mayor llamado Hermo, el cual, bajando de un monte dedicado a la madre de los dioses Dindymene, va a desaguar en el mar cerca de la ciudad de Focea. En esta llanura, viendo Ciro a los lidios formados en orden de batalla, y temiendo mucho a la caballería enemiga, se valió de cierto ardid que el medo Harpago le sugirió. Mandó reunir cuantos camellos seguían al ejército cargad los de víveres y bagajes, y quitándoles las cargas, hizo montar en ellos unos hombres vestidos con el mismo traje que suelen llevar los soldados de a caballo. Dio orden para que estos camellos así prevenidos se pusiesen en las primeras filas delante de la caballería de Creso; que su infantería siguiese después, y que detrás de esta se formase toda su caballería. Mandó circular por sus tropas la orden de que no diesen cuartel a ninguno de los lidios, y que matasen a todos los que se les pusiesen a tiro; pero que no quitasen la vida a Creso, aun cuando se defendiese con las armas en la mano. La razón que tuvo para poner los caballos enfrente de la caballería enemiga, fue saber que el caballo teme tanto al camello, que no puede contenerse cuando ve su figura o percibe su olor. Por eso se valió de aquel ardid con la mira de inutilizar la caballería de Creso, que fundaba en ella su mayor confianza. En efecto, lo mismo fue comenzar la pelea y oler los caballos el tufo, y ver la figura de los camellos, que retroceder al momento y dar en tierra con todas las esperanzas de Creso. Mas no por esto se acobardaron los lidios, ni dejaron de continuar la acción, porque conociendo lo que era, saltaron de sus caballos y se batieron a pie con los persas. Duró por algún tiempo el choque, en que muchos de una y otra parte cayeron, hasta que los lidios, vueltas las espaldas, se vieron precisados a encerrarse dentro de los muros y sufrir el sitio que luego los persas pusieron a la plaza.
LXXXI. Persuadido Creso de que el sitio duraría mucho, envió desde las murallas nuevos mensajeros a sus aliados, no ya como antes para que viniesen dentro de cinco meses, sino rogándoles se apresurasen todo lo posible a socorrerle, por hallarse sitiado; y habiéndose dirigido a todos ellos, lo hizo con particularidad a los lacedemonios por medio de sus enviados.
LXXXII. En aquella sazón había sobrevenido a los mismos lacedemonios una nueva contienda acerca del territorio llamado de Thyrea, que sin embargo de ser una parte de la Argólida, habiéndole separado de ella le usurpaban y retenía como cosa propia. Porque toda aquella comarca en tierra firme que mira a poniente hasta Málea, pertenece a los argivos, como también la isla de Cythéres y las demás vecinas. Habiendo, pues, salido a campaña los argivos con el objeto de recobrar aquel terreno, cuando llegaron a él tuvieron con sus contrarios un coloquio, y en él se convino que saliesen a pelear trescientos de cada parte, con la condición de que el país quedase por los vencedores, cualesquiera que lo fuesen; pero que entretanto el grueso de uno y otro ejército se retirase a sus límites respectivos, y no quedasen a la vista de los campeones; no fuese que presentes los dos ejércitos, y testigo el uno de ellos de la pérdida de los suyos, les quisiese socorrer. Hecho este convenio, se retiraron los ejércitos, y los soldados escogidos de una y otra parte trabaron la pelea, en la cual, como las fuerzas y sucesos fuesen iguales, de seiscientos hombres quedaron solamente tres; dos argivos, Alcenor y Chromio, y un lacedemonio, Othryades; y aun estos quedaron vivos por haber sobrevenido la noche. Los dos argivos, como si en efecto hubiesen ya vencido, se fueron corriendo a Argos. Pero Othryades, el único de los lacedemonios, habiendo despojado a los argivos muertos, y llevado los despojos y las armas al campo de los suyos, se quedó allí mismo guardando su puesto. Al otro día, sabida la cosa, se presentaron ambas naciones, pretendiendo cada cual haber sido la vencedora; diciendo la una que de los suyos eran más los vivos, y la otra que aquellos habían huido y que el único suyo había guardado su puesto y despojado a los enemigos muertos. Por último, vinieron a las manos, y después de haber perecido muchos de una y otra parte, se declaró la victoria por los lacedemonios. Entonces fue cuando los argivos, que antes por necesidad se dejaban crecer el pelo, se lo cortaron, y establecieron una ley llena de imprecaciones para que ningún hombre lo dejase crecer en lo sucesivo, y ninguna mujer se adornase con oro hasta que hubiesen recobrado a Thyrea. Los lacedemonios en despique publicaron otra para dejarse crecer el cabello, que antes llevaban corto. De Othryades se dice que, avergonzado de volver a Esparta quedando muertos todos sus compañeros, se quitó la vida allí mismo en Thyrea.
LXXXIII. De este modo se hallaban las cosas de los Esparciatas, cuando llegó el mensajero lydio, suplicándoles socorriesen a Creso, ya sitiado. Ellos al punto resolvieron hacerlo; pero cuando se estaban disponiendo para la partida y tenían ya las naves prontas, recibieron la noticia de que, tomada la plaza de Sardes, había caído Creso vivo en manos de los persas, con lo cual, llenos de consternación, suspendieron sus preparativos.
LXXXIV. La toma de Sardes sucedió de esta manera: A los catorce días de sitio mandó Ciro publicar en todo el ejército, por medio de unos soldados de caballería, que el que escalase las murallas sería largamente premiado. Saliendo inútiles las tentativas hechas por algunos, desistieron los demás de la empresa; y solamente un Mardo de nación, llamado Hyréades, se animó a subir por cierta parte de la ciudadela, que se hallaba sin guardia, en atención a que, siendo muy escarpado aquel sitio, se consideraba como inexpugnable. Por esta razón Meles, antiguo rey de Sardes, no había hecho pasar por aquella parte al monstruo, hijo Leon, que tuvo de una concubina, por más que los adivinos de Telmesa le hubiesen vaticinado que con tal que Leon girase por los muros, nunca Sardes sería tomada. Meles en erecto le condujo por toda la muralla, menos por aquella parte que mira al monte Tmolo, y que se creía inatacable. Pero durante el asedio, viendo Hyréades que un soldado lydio bajaba por aquel paraje a recoger un morrión que se le había caído y volvía a subir, reflexionó sobre esta ocurrencia, y se atrevió el día siguiente a dar por allí el asalto, siendo el primero que subió a la muralla. Después de él hicieron otros persas lo mismo, de manera que habiendo subido gran número de ellos fue tomada la plaza, y entregada la ciudad al saqueo.
LXXXV. Por lo que mira a la persona de Creso, sucedió lo siguiente: Tenía, como he dicho ya, un hijo que era mudo, pero hábil para todo lo restante. Con el objeto de curarle había practicado cuantas diligencias estaban a su alcance, y habiendo enviado además a consultar el caso con el oráculo de Delfos, respondió la Pitia: # Oh Creso, rey de Lidia y muchos pueblos, No con ardor pretendas en tu casa, Necio, escuchar la voz del hijo amado. Mejor sin ella está; porque si hablare, Comenzarán entonces tus desdichas. Cuando fue tomada la plaza, uno de los persas iba en seguimiento de Creso, a quien no conocía, con intención de matarle; oprimido el rey con el peso de su desventura, no procuraba evitar su destino, importándole poco morir al filo del alfanje. Pero su hijo, viendo al persa en ademán de descargar el golpe, lleno de agitación hace un esfuerzo para hablar, y exclama: —«Hombre, no mates a Creso.» Esta fue la primera vez que el mudo habló, y después conservó la voz todo el tiempo de su vida.
LXXXVI. Los persas, dueños de Sardes, se apoderaron también de la persona de Creso, que habiendo reinado catorce años y sufrido catorce días de sitio, acabó puntualmente, según el doble sentido del oráculo, con un grande imperio, pero acabó con el suyo. Ciro, luego que se le presentaron, hizo levantar una grande pira, y mandó que le pusiesen encima de ella cargado de prisiones, y a su lado catorce mancebos lydios, ya fuese con ánimo de sacrificarlo a alguno de los dioses como primicias de su botín, ya para concluir algún voto ofrecido, o quizá habiendo oído decir que Creso era muy religioso, quería probar si alguna deidad le libertaba de ser quemado vivo: de Creso cuentan que, viéndose sobre la pira, todo el horror de su situación no pudo impedir que le viniese a la memoria el dicho de Solón, que parecía ser para él un aviso del cielo, de que nadie de los mortales en vida era feliz. Lo mismo fue asaltarle este pensamiento, que como si volviera de un largo desmayo exclamó por tres veces: —«¡Oh Solón!» con un profundo suspiro. Oyéndolo el rey de Persia, mandó a los intérpretes le preguntasen quién era aquel a quien invocaba. Pero él no desplegó sus labios, hasta que forzado a responder, dijo: —«Es aquel que yo deseara tratasen todos los soberanos de la tierra, más bien que poseer inmensos tesoros.» Y como con estas expresiones vagas no satisficiera a los intérpretes, le volvieron a preguntar, y él, viéndose apretado por las voces y alboroto de los circunstantes, les dijo: que un tiempo el ateniense Solón había venido a Sardes, y después de haber contemplado toda su opulencia, sin hacer caso de ella le manifestó cuanto le estaba pasando, y le dijo cosas que no sólo interesaban a él sino a todo el género humano, y muy particularmente a aquellos que se consideran felices. Entretanto la pira, prendida la llama en sus extremidades, comenzaba a arder; pero Ciro luego que oyó a los intérpretes el discurso de Creso, al punto mudó de resolución, reflexionando ser hombre mortal, y no deber por lo mismo entregar a las llamas a otro hombre, poco antes igual suyo en grandeza y prosperidad. Temió también la venganza divina y la facilidad con que las cosas humanas se mudan y trastornan. Poseído de estas ideas, manda inmediatamente apagar el fuego y bajar a Creso de la hoguera y a los que con él estaban; pero todo en vano, pues por más que lo procuraban, no podían vencer la furia de las llamas.
LXXXVII. Entonces Creso, según refieren los lidios, viendo mudado en su favor el ánimo de Ciro, y a todos los presentes haciendo inútiles esfuerzos para extinguir el incendio, invocó en alta voz al dios Apolo, pidiéndole que si alguna de sus ofrendas le había sido agradable, le socorriese en aquel apuro y le libertase del desastrado fin que le amenazaba. Apenas hizo llorando esta súplica, cuando a pesar de hallarse el cielo sereno y claro, se aglomeraron de repente nubes, y despidieron una lluvia copiosísima que dejó apagada la hoguera. Persuadido Ciro por este prodigio de cuán amigo de los dioses era Creso, y cuán bueno su carácter, hizo que le bajasen de la pira, y luego le preguntó: —«Dime, Creso, ¿quién te indujo a emprender una expedición contra mis estados, convirtiéndote de amigo en contrario mío? —Esto lo hice, señor, respondió Creso, impelido de la fortuna, que se te muestra favorable y a mí adversa. De todo tiene la culpa el dios de los griegos, que me alucinó con esperanzas halagüeñas; porque, ¿quién hay tan necio que prefiera sin motivo la guerra a las dulzuras de la paz? En esta los hijos dan sepultura a sus padres, y en aquella son los padres quienes la dan a sus hijos. Pero todo debe haber sucedido porque algún numen así lo quiso.»
LXXXVIII. Libre Creso de prisiones, le mandó Ciro sentar a su lado, y le dio muestras del aprecio que hacía de su persona, mirándole él mismo y los de su comitiva con pasmo y admiración. En tanto Creso meditaba dentro de sí mismo sin hablar palabra, hasta que vueltos los ojos a la ciudad de los lidios, y viendo que la estaban saqueando los persas, —«Señor, dijo, quisiera saber si me es permitido hablar todo lo que siento, o si es tu voluntad que calle por ahora.» Ciro le animó para que dijese con libertad cuanto lo ocurría, y entonces Creso le preguntó: —«¿En qué se ocupa con tanta diligencia esa muchedumbre de gente?» Esos, respondió Ciro, están saqueando tu ciudad y repartiéndose tus riquezas. —¡Ah no, replicó Creso, ni la ciudad es mía, ni tampoco los tesoros que se malbaratan en ella! Todo te pertenece ya, y a ti es propiamente a quien se despoja con esas rapiñas.»
LXXXIX. Este discurso hizo mella en el ánimo de Ciro, el cual mandó retirar a los presentes, y consultó después a Creso lo que le parecía deber hacer en semejante caso. «Puesto que los dioses, dijo Creso, me han hecho prisionero y siervo tuyo, considero justo proponerte lo que se me alcanza. Los persas son insolentes por carácter, y pobres además. Si los dejas enriquecer con los despojos de la ciudad saqueada, es muy natural que alguno de ellos, viéndose demasiado rico, se rebele contra ti. Si te parece bien, coloca guardias en todas las puertas de la ciudad con orden de quitar la presa a los saqueadores, dándoles por razón ser absolutamente necesario ofrecerá Júpiter el diezmo de todos esos bienes. De este modo no incurrirás en el odio de los soldados, los cuales, viendo que obras con rectitud, obedecerán gustosos tu determinación.»
XC. Alegróse Ciro de oír tales razones, que le parecieron muy oportunas, las encareció sobremanera, y mandó a sus guardias ejecutasen puntualmente lo que Creso le había indicado. Vuelto después a Creso, le dijo: —«Tus acciones y tus palabras se muestran dignas de un ánimo real; pídeme, pues, la gracia que quisieres, seguro de obtenerla al momento. —Yo, señor, respondió, te quedaré muy agradecido si me das tú permiso para que, regalando estos grillos al dios de los griegos, le pueda preguntar si le parece justo engañar a los que lo sirven, y burlarse de los que dedican ofrendas en su templo.» Ciro entonces quiso saber cuál era el motivo de sus quejas, y Creso le dio razón de sus designios, de la respuesta de los oráculos, y especialmente de sus magníficos regalos, y de que había hecho la guerra contra los persas inducido por predicciones lisonjeras; y volviendo a pedirle licencia para dar en rostro con sus desgracias al dios que las había causado, le dijo Ciro sonriéndose: —«Haz, Creso, lo que gustes, pues yo nada pienso negarte.» Con este permiso envió luego a Delfos algunos lidios, encargándoles pusiesen sus grillos en el umbral mismo del templo, y preguntasen a Apolo si no se avergonzaba de haberle inducido con sus oráculos a la guerra contra los persas, dándole a entender que con ella daría fin al imperio de Ciro; y que presentando después sus grillos como primicias de la guerra, le preguntasen también si los dioses griegos tenían por ley el ser desagradecidos.
XCI. Los lidios, luego que llegaron a Delfos, hicieron lo que se los había mandado, y se dice que recibieron esta respuesta de la Pitia: —«Lo dispuesto por el hado no pueden evitarlo los dioses mismos. Creso paga el delito que cometió su quinto abuelo, el cual, siendo guardia de los Heráclidas, y dejándose llevar de la perfidia de una mujer, quitó la vida a su monarca y se apoderó de un imperio que no le pertenecía. El dios de Delfos ha procurado con ahínco que la ruina fatal de Sardes no se verificase en daño de Creso, sino de alguno de sus hijos; pero no le ha sido posible trastornar el curso de los hados. Sin embargo, sus esfuerzos le han permitido retardar por tres años la conquista de Sardes; y sepa Creso que ha sido hecho prisionero tres años después del tiempo decretado por el destino. ¿Y a quién debe también el socorro que recibió cuando iba a perecer en medio de las llamas? Por lo que hace al oráculo, no tiene Creso razón de quejarse. Apolo lo predijo que si hacía la guerra a los persas, arruinaría un grande imperio; y cualquiera en su caso hubiera vuelto a preguntar de cuál de los dos imperios se trataba, si del suyo o del de Ciro. Si no comprendió la respuesta, si no quiso consultar segunda vez, échese la culpa a sí mismo. Tampoco entendió ni trató de exterminar lo que en el postrer oráculo se le dijo acerca del mulo, pues este mulo cabalmente era Ciro; el cual nació de unos padres diferentes en raza y condición, siendo su madre Meda, hija del rey de los medos Astiages, y superior en linaje a su padre, que fue un persa, vasallo del rey de Media, y un hombre que desde la más ínfima clase tuvo la dicha de subir al tálamo de su misma señora.» Esta respuesta llevaron los lidios a Creso; el cual, informado de ella, confesó que toda la culpa era suya, y no del dios Apolo. Esto fue lo que sucedió acerca del imperio de Creso y de la primera conquista de la Jonia.
XCII. Volviendo a los donativos de Creso, no solamente fueron ofrendas suyas las que dejo referidas, sino otras muchas que hay en Grecia. En Thebas de Beocia consagró un trípode de oro al dios Apolo Ismenio, y en Éfeso las vacas de oro y la mayor parte de las columnas. En el vestíbulo del templo de Delfos se ve un grande escudo de oro. Muchos de estos donativos se conservan en nuestros días, si bien algunos pocos han perecido ya. Según he oído decir, los dones que ofreció Creso en Branchidas, del territorio de Mileto, son semejantes y del mismo peso que los que dedicó en Delfos. Sin embargo, las ofrendas hechas en Delfos y en el templo de Anfiarao, fueron de sus propios bienes, y como primicias de la herencia paterna; pero los otros dones pertenecieron a los bienes confiscados a un enemigo suyo, que antes de subir Creso al trono había formado contra él un partido con el objeto de que la corona recayese en Pantaleon, hijo también de Aliates, pero no hermano uterino de Creso, pues éste había nacido de una madre natural de la Caria, y aquél de otra natural de la Jonia. Cuando Creso se vio en posesión del imperio, hizo morir al hombre que tanto lo había resistido, despedazándole con los peines de hierro de un cardador, y consagró del modo dicho los bienes ofrecidos de antemano a los dioses.
XCIII. La Lidia es una tierra que no ofrece a la historia maravillas semejantes a las que ofrecen otros países, a no ser las arenillas de oro provenientes del monte Tmolo; pero sí nos presenta un monumento, obra la mayor de cuantas hay, después de las maravillas del mundo, egipcias y babilonias. En ella existe el túmulo de Aliates, padre de Creso, el cual tiene en la base unas grandes piedras, y lo demás es un montón de tierra. La obra se hizo a costa de los vendedores de la plaza y de los artesanos, ayudándoles también las muchachas. En este túmulo se ven todavía cinco términos o cuerpos, en los cuales hay inscripciones que indican la parte hecha por cada uno de aquellos gremios, y según las medidas aparece ser mayor que las demás la parte ejecutada por las mozas. Lo que no es de extrañar, porque ya se sabe que todas las hijas de los lidios venden su honor ganándose su dote con la prostitución voluntaria, hasta tanto que se casan con un determinado marido, que cada cual por sí misma se busca. El ámbito del túmulo es de seis estadios y dos pletros o yugadas, y la anchura de trece yugadas. Cerca de este sepulcro hay un gran lago que llaman de Giges, y dicen los lidios que es de agua perenne.
XCIV. Los lidios se gobiernan por unas leyes muy parecidas a las de los griegos, a excepción de la costumbre que hemos referido hablando de sus hijas. Ellos fueron, al menos que sepamos, los primeros que acuñaron para el uso público la moneda de oro y plata, los primeros que tuvieron tabernas de vino y comestibles, y según ellos dicen, los inventores de los juegos que se usan también en la Grecia, cuyo descubrimiento nos cuentan haber hecho en aquel tiempo en que enviaron sus colonias a Tirsenia; y lo refieren de este modo. En el reinado de Atis el hijo de Manes, se experimentó en toda la Lidia una gran carestía en víveres, que toleraron algún tiempo con mucho trabajo; pero después, viendo que no cesaba la calamidad, buscaron remedios contra ella, y discurrieron varios entretenimientos. Entonces se inventaron los dados, las tabas, la pelota y todos los otros juegos menos el ajedrez, pues la invención de este último no se lo apropian los lidios: como estos juegos los inventaron para divertir el hambre, pasaban un día entero jugando, a fin de no pensar en comer, y al día siguiente cuidaban de alimentarse, y con esta alternativa vivieron hasta dieciocho años. Pero no cediendo el mal, antes bien agravándose cada vez más, determinó el rey dividir en dos partes toda la nación, y echar suertes para saber cuál de ellas se quedaría en el país y cuál saldría fuera. Él se puso al frente de aquellos a quienes la suerte hiciese quedar en su patria, y nombró por jefe de los que debían emigrar, a su mismo hijo, que llevaba el nombre de Tyrseno. Estos últimos bajaron a Esmirna, construyeron allí sus naves, y embarcando en ellas sus alhajas y muebles transportables, navegaron en busca de sustento y morada, hasta que pisando por varios pueblos llegaron a los umbros, donde fundaron sus ciudades, en las cuales habitaron después. Allí los lidios dejaron su nombre antiguo y tomaron otro derivado del que tenía el hijo del rey que los condujo, llamándose por lo mismo Tyrsenos. En suma, los lidios fueron reducidos a servidumbre por los persas.
XCV. Ahora exige la historia que digamos quién fue aquel Ciro que arruinó el imperio de Creso; y también de qué manera los persas vinieron a hacerse dueños del Asia. Sobre este punto voy a referirlas cosas, no siguiendo a los persas, que quieren hacer alarde de las hazañas de su héroe, sino a aquellos que las cuentan como real y verdaderamente pasaron; porque sé muy bien que la historia de Ciro suele referirse de tres maneras más. reinando ya los asirios en el Asia superior por el espacio de quinientos y veinte años, los medos empezaron los primeros a sublevarse contra ellos, y como peleaban por su libertad, se mostraron valerosos, y no pararon hasta que, sacudido el yugo de la servidumbre, se hicieron independientes, cuyo ejemplo siguieron después otras naciones.
XCVI. Libres, pues, todas las naciones del continente del Asia, y gobernadas por sus propias leyes, volvieron otra vez a caer bajo un dominio extraño. Hubo entre los medos un sabio político llamado Dejoces, hijo de Fraortes, el cual aspirando al poder absoluto, empleó este medio para conseguir sus deseos. Habitando a la sazón los medos en diversos pueblos, Dejoces, conocido ya en el suyo por una persona respetable, puso el mayor esmero en ostentar sentimientos de equidad y justicia, y esto lo hacía en un tiempo en que la sinrazón y la licencia dominaban en toda la Media. Sus paisanos, viendo su modo de proceder, le nombraron por juez de sus disputas, en cuya decisión se manifestó recto y justo, siempre con la idea de apoderarse del mando. Granjeóse de esta manera una grande opinión, y extendiéndose por los otros pueblos la fama de que solamente Dejoces administraba bien la justicia, acudían a él gustosos a decidir sus pleitos todos los que habían experimentado a su costa la iniquidad de los otros jueces, hasta que por fin a ningún otro se confiaron ya los negocios.
XCVII. Pero creciendo cada día más el número de los concurrentes, porque todos oían decir que allí se juzgaba con rectitud, y viendo Dejoces que ya todo pendía de su arbitrio, no quiso sentarse más en el lugar donde daba audiencia, y se negó absolutamente a ejercer el oficio de juez, diciendo que no le convenía desatender a sus propios negocios por ocuparse todo el día en el arreglo de los ajenos. Volviendo a crecer más que anteriormente los hurtos y la injusticia, se juntaron los medos en un congreso para deliberar sobre el estado presente de las cosas. Según a mí me parece, los amigos de Dejoces hablaron en estos bellos términos: —«Si continuamos así, es imposible habitar en este país. Nombremos, pues, un rey para que le administre con buenas leyes y podamos nosotros ocuparnos en nuestros negocios sin miedo de ser oprimidos por la injusticia.» Persuadidos por este discurso, se sometieron los medos a un rey.
XCVIII. Al punto mismo trataron de la persona que elegirían por monarca, y no oyéndose otro nombre que el de Dejoces, a quien todos proponían y elogiaban, quedó nombrado rey por aclamación del congreso. Entonces mandó se le edificase un palacio digno de la majestad del imperio, y se le diesen guardias para la custodia de su persona. Así lo hicieron los medos, fabricando un palacio grande y fortificado en el sitio que él señaló, y dejando a su arbitrio la elección de los guardias entre todos sus nuevos vasallos. Después que se vio con el mando los precisó a que fabricasen una ciudad, y que fortificándola y adornándola bien, se pasasen a vivir en ella, cuidando menos de los otros pueblos: obedeciéndole también en esto, construyeron los medos unas murallas espaciosas y fuertes, que ahora se llaman Ecbatana, tiradas todas circularmente y de manera que comprenden un cerco dentro de otro. Toda la plaza está ideada de suerte que un cerco no se levanta más que el otro, sino lo que sobresalen las almenas. A la perfección de esta fabrica contribuyó no solo la naturaleza del sitio, que viene a ser una colina redonda, sino más todavía el arte con que está dispuesta, porque siendo siete los cercos, en el recinto del último se halla colocado el palacio y el tesoro. La muralla exterior, que por consiguiente es la más grande, viene a tener el mismo circuito que los muros de Atenas. Las almenas del primer cerco son blancas, las del segundo negras, las del tercero rojas, las del cuarto azules y las del quinto amarillas, de suerte que todas ellas se ven resplandecer con estos diferentes colores; pero los dos últimos cercos muestran sus almenas el uno plateadas y el otro doradas.
XCIX. Luego que Dejoces hubo hecho construir estas obras y establecido su palacio, mandó que lo restante del pueblo habitase alrededor de la muralla. Introdujo el primero el ceremonial de la corte, mandando que nadie pudiese entrar donde está el rey, ni éste fuese visto de persona alguna, sino que se tratase por medio de internuncios establecidos al efecto. Si alguno por precisión se encontraba en su presencia, no le era permitido escupir ni reírse, como cosas indecentes. Todo esto se hacía con el objeto de precaver que muchos medos de su misma edad, criados con él y en nada inferiores por su valor y demás prendas, no mirasen con envidia su grandeza, y quizá le pusiesen asechanzas. No viéndole era más fácil considerarle como un hombre de naturaleza privilegiada.
C. Después que ordenó el aparato exterior de la majestad y se afirmó en el mando supremo, se mostró recto y severo en la administración de justicia. Los que tenían algún litigio o pretensión, lo ponían por escrito y se lo remitían adentro por medio de los internuncios, que volvían después a sacarlo con la sentencia o decisión correspondiente. En lo demás del gobierno lo tenía todo bien arreglado; de suerte que si llegaba a su noticia que alguno se desmandaba con alguna injusticia o insolencia, le hacía llamar para castigarle según lo merecía la gravedad del delito, a cuyo fin tenía distribuidos por todo el imperio exploradores vigilantes que la diesen cuenta de lo que viesen y escuchasen.
CI. Así que Dejoces fue quien unió en un cuerpo la sola nación meda, cuyo gobierno obtuvo. La Media se componía de diferentes pueblos o tribus, que son los busas, paretacenos, estrujates, arizantos, budios y magos.
CII. El reinado de Dejoces duró cincuenta y tres años, y después de su muerte le sucedió su hijo Frarotes, el cual, no contentándose con la posesión de la Media, hizo una expedición contra los persas, que fueron los primeros a quienes agregó a su Imperio. Viéndose dueño de dos naciones, ambas fuertes y valerosas, fue conquistando una después de otra todas las demás del Asia, hasta que llegó en una de sus expediciones a los asirios, que habitaban en Nino. Estos, habiendo sido un tiempo los príncipes de toda la Asiria, se veían a la sazón desamparados de sus aliados, mas no por eso dejaban de tener un estado floreciente. Fraortes, con una gran parte de su ejército, pereció en la guerra que les hizo, después de haber reinado veintidós años.
CIII. A Fraortes sucedió en el imperio Ciaxares, su hijo, y nieto de Dejoces; de quien se dice que fue un príncipe mucho más valiente que sus progenitores. Él fue el primero que dividió a los asiáticos en provincias, y el primero que introdujo el orden y la separación en su milicia, disponiendo que se formasen cuerpos de caballería, de lanceros y de los que pelean con saetas, pues antes todos ellos iban al combate mezclados y en confusión. Él fue también el que dio contra los lidios aquella batalla memorable en que se convirtió el día en noche durante la acción, y el que unió a sus dominios toda la parte de Asia que está más allá del río Halis. Queriendo vengar la muerte de su padre, y arruinar la ciudad de Nino, reunió todas las tropas de su Imperio y marchó contra los asirios, a quienes venció en batalla campal; pero cuando se hallaba sitiando la ciudad vino sobre él un grande ejército de escitas, mandados por su rey, Madyes, hijo de Protóthiso, los cuales habiendo echado de Europa a los Cimmerios y persiguiéndolos en su fuga, se entraron por el Asia y vinieron a dar en la región de los medos.
CIV. Desde la laguna Meótide hasta el río Fasis y el país de colcos habrá treinta días de camino, suponiendo que se trata de un viajero expedito; pero desde la Cólquide hasta la Media no hay mucho que andar, porque solamente se tiene que atravesar la nación de los Sapires. Los escitas no vinieron por este camino, sino por otro más arriba y más largo, dejando a su derecha el monte Cáucaso. Luego que dieron con los medos, los derrotaron completamente y se hicieron señores de toda el Asia.
CV. Desde allí se encaminaron al Egipto, y habiendo llegado a la Siria Palestina, les salió a recibir Psamético, rey de Egipto, el cual con súplicas y regalos logró de ellos que no pasasen adelante. A la vuelta, cuando llegaron a Ascalona, ciudad de Siria, si bien la mayor parte de los escitas pasó sin hacer daño alguno, con todo no faltaron unos pocos rezagados que saquearon el templo de Venus Urania. Este templo, según mis noticias, es el más antiguo de cuantos tiene aquella diosa, pues los mismos naturales de Chipre confiesan haber sido hecho a su imitación el que ellos tienen; y por otra parte los fenicios, pueblo originario de la Siria, fabricaron el de Citeres. La diosa se vengó de los profanadores de su templo enviándoles a ellos y a sus descendientes cierta enfermedad mujeril. Así lo reconocen los escitas mismos; y todos los que van a la Escitia ven por sus ojos el mal que padecen aquellos a quienes los naturales llaman Enareas.
CVI. Los escitas dominaron en el Asia por espacio de veintiocho años, en cuyo tiempo se destruyó todo, parte por la violencia y parte por el descuido; porque además de los tributos ordinarios, exigían los impuestos que les acomodaba, y robaban en sus correrías cuanto poseían los particulares. Pero la mayor parte de los escitas acabaron a manos de Ciaxares y de sus medos, los cuales en un convite que les dieron, viéndolos embriagados, los pasaron al filo de la espada. De esta manera recobraron los medos el Imperio, y volvieron a tener bajo su dominio las mismas naciones que antes. Tomando después la ciudad de Nino, del modo que referiré en otra obra, sujetaron también a los asirios, a excepción de la provincia de Babilonia. Murió, por último, Ciaxares, habiendo reinado cuarenta años, inclusos aquellos en que mandaron los escitas.
CVII. Sucedióle en el trono su hijo Astiages, que tuvo una hija llamada Mandane. A este monarca le pareció ver en sueño que su hija despedía tanta orina, que no solamente llenaba con ella la ciudad, sino que inundaba toda el Asia. Dio cuenta de la visión a los magos, intérpretes de los sueños, e instruido de lo que el suyo significaba, concibió tales sospechas que, cuando Mandane llegó a una edad proporcionada para el matrimonio, no quiso darla por esposa a ninguno de los Medes dignos de emparentar con él, sino que la casó con un cierto persa llamado Cambises, a quien consideraba hombre de buena familia y de carácter pacífico, pero muy inferior a cualquiera medo de mediana condición.
CVIII. Viviendo ya Mandane en compañía de Cambises, su marido, volvió Astiages en aquel primer año a tener otra visión, en la cual le pareció que del centro del cuerpo de su hija salía una parra que cubría con su sombra toda el Asia. Habiendo participado este nuevo sueño a los mismos adivinos, hizo venir de Persia a su hija, que estaba ya en los últimos días de su embarazo, y le puso guardias con el objeto de matar a la prole que diese a luz, por haberle manifestado los intérpretes que aquella criatura estaba destinada a reinar en su lugar. Queriendo Astiages impedir que la predicción se realizase, luego que nació Ciro, llamó a Hárpago, uno de sus familiares, el más fiel de los medos, y el ministro encargado de todos sus negocios, y cuando le tuvo en su presencia le habló de esta manera: «Mira, no descuides, Hárpago, el asunto que te encomiendo. Ejecútalo puntualmente, no sea que por consideración a otros, me faltes a mí y vaya por último a descargar el golpe sobre tu cabeza. Toma el niño que Mandane ha dado a luz, llévale a tu casa y mátale, sepultándole después como mejor te parezca.» «Nunca, señor, respondió Hárpago, habréis observado en vuestro siervo nada que pueda disgustarlos; en lo sucesivo yo me guardaré bien de faltar a lo que os debo. Si vuestra voluntad es que la cosa se haga, a nadie conviene tanto como a mí el ejecutarla puntualmente.»
CIX. Hárpago dio esta respuesta, y cuando le entregaron el niño, ricamente vestido, para llevarle a la muerte, se fue llorando a su casa y comunicó a su mujer lo que con Astiages le había pasado. «Y ¿qué piensas hacer?» le dijo ella. «¿Que pienso hacer? respondió el marido. Aunque Astiages se ponga más furioso de lo que ya está, nunca le obedeceré en una cosa tan horrible como dar la muerte a su nieto. Tengo para obrar así muchos motivos. Además de ser este niño mi pariente, Astiages es ya viejo, no tiene sucesión varonil, y la corona debe pasar después de su muerto a Mandane, cuyo hijo me ordena sacrificar a sus ambiciosos recelos. ¿Qué me restan sino peligros por todas partes? Mi seguridad exige ciertamente que este niño perezca; pero conviene que sea el matador alguno de la familia de Astiages y no de la mía.»
CX. Dicho esto, envió sin dilación un propio a uno de los pastores del ganado vacuno de Astiages, de quien sabía que apacentaba sus rebaños en abundantísimos pastos, dentro de unas montañas pobladas de fieras. Este vaquero, cuyo nombre era Mitradates, cohabitaba con una mujer, consierva suya, que en lengua de la Media se llamaba Espaco y en la de la Grecia debería llamarse Cino, pues los medos a la perra la llaman espaca. Las faldas de los montes donde aquel mayoral tenía sus praderas, vienen a caer al Norte de Ecbatana por la parte que mira al ponto Euxino, y confina con los Sapires. Este país es sobremanera montuoso, muy elevado y lleno de bosques, siendo lo restante de la Media una continuada llanura. Vino el pastor con la mayor presteza y diligencia, y Hárpago le habló de esto modo: —«Astiages te manda tomar este niño y abandonarlo en el paraje más desierto de tus montañas, para que perezca lo más pronto posible. Tengo orden para decirte de su parte, que si dejares de matarle, o por cualquiera vía escapare el niño de la muerte, serás tú quien la sufra en el más horrible suplicio; y yo mismo estoy encargado de ver por mis ojos la exposición del infante.»
CXI. Recibida esta comisión, tomó Mitradates el niño, y por el mismo camino que trajo volvióse a su cabaña. Cuando partió para la ciudad, se hallaba su mujer todo el día con dolores da parto, y quiso la buena suerte que diese a luz un niño. Durante la ausencia estaban los dos llenos de zozobra el uno por el otro; el marido solícito por el parto de su mujer, y ésta recelosa porque, fuera de toda costumbre, Hárpago había llamado a su marido. Así, pues, que le vio comparecer ya de vuelta, y no esperándole tan pronto, le preguntó el motivo de haber sido llamado con tanta prisa por Hárpago. —«¡Ah mujer mía! respondió el pastor; cuando llegué a la ciudad vi y oí cosas que pluguiese al cielo jamás hubiese visto ni oído, y que nunca ellas pudiesen suceder a nuestros amos. La casa de Hárpago estaba sumergida en llanto; entro asustado en ella, y me veo en medio a un niño recién nacido, que con vestidos de oro y de varios colores palpitaba y lloraba. Luego que Hárpago me ve, al punto me ordena que, tomando aquel niño, me vaya con él y le exponga en aquella parte de los montes donde más abunden las fieras; diciéndome que Astiages era quien lo mandaba, y dirigiéndome las mayores amenazas si no lo cumplía. Tomo el niño, y me vengo con él, imaginando sería de alguno de sus domésticos, y sin sospechar su verdadero linaje. Sin embargo, me pasmaba de verle ataviado con oro y preciosos vestidos, y de que por él hubiese tanto lloro en la casa. Pero bien presto supe en el camino de boca de un criado, que conduciéndome fuera de la ciudad puso en mis brazos el niño, que éste era hijo de la princesa Mandane y de Cambises. Tal es, mujer, toda la historia, y aquí tienes el niño.»
CXII. Diciendo esto, le descubre y enseña a su mujer, la cual, viéndole tan robusto y hermoso, se echa a los pies de su marido, abraza sus rodillas, y anegada en lágrimas, le ruega encarecidamente que por ningún motivo piense en exponerle. Su marido responde que no puede menos de hacerlo así, porque vendrían espías de parte de Hárpago para verle, y él mismo perecería desastradamente si no lo ejecutaba. La mujer, entonces, no pudiendo vencer a su marido, le dice de nuevo: —«Ya que es indispensable que le vean expuesto, haz por lo menos lo que voy a decirte. Sabe que yo también he parido, y que fue un niño muerto. A éste le puedes exponer, y nosotros criaremos el de la hija de Astiages como si fuese nuestro. Así no corres el peligro de ser castigado por desobediente al rey, ni tendremos después que arrepentirnos de nuestra mala resolución. El muerto además logrará de este modo una sepultura regia, y este otro que existe conservará su vida.»
CXIII. Parecióle al pastor que, según las circunstancias presentes, hablaba muy bien su mujer, y sin esperar más hizo lo que ella le proponía. Le entregó, pues, el niño que tenía condenado a muerte, tomó el suyo difunto y lo metió en la misma canasta en que acababa de venir el otro, adornándole con todas sus galas; y después se fue con él y le dejó expuesto en lo más solitario del monte. Al tercer día se marchó el vaquero a la ciudad, habiendo dejado en su lugar por centinela a uno de sus zagales, y llegando a casa de Hárpago le dijo que estaba pronto a enseñarle el cadáver de aquella criatura. Hárpago envió al monte algunos de sus guardias, los que entre todos tenía por más fieles, y cerciorado del hecho dio sepultura al hijo del pastor. El otro niño, a quien con el tiempo se dio el nombre de Ciro, luego que le hubo tomado la pastora fue criado por ella, poniéndole un nombre cualquiera, pero no el de Ciro.
CXIV. Cuando llegó a los diez años, una casualidad hizo que se descubriese quién era. En aquella aldea donde estaban los rebaños, sucedió que Ciro se pusiese a jugar en la calle con otros muchachos de su edad. Estos en el juego escogieron por rey al hijo del pastor de vacas. En virtud de su nueva dignidad, mandó a unos que le fabricasen su palacio real, eligió a otros para que le sirviesen de guardias, nombró a éste inspector, ministro (o como se decía entonces ojo del rey), hizo al otro su gentilhombre para que le entrase los recados, y, por fin, a cada uno distribuyó su empleo. Jugaba con los otros muchachos uno que era hijo de Artémbares, hombre principal entre los medos, y como este niño no obedeciese a lo que Ciro le mandaba, dio orden a los otros para que le prendiesen, obedecieron ellos y le mandó Ciro azotar, no de burlas, sino ásperamente. El muchacho, llevado muy a mal aquel tratamiento, que consideraba indigno de su persona, luego que se vio suelto se fue a la ciudad, y se quejó amargamente a su padre de lo que con él había ejecutado Ciro, no llamándole Ciro (que no era todavía este su nombre), sino aquel muchacho, hijo del vaquero de Astiages. Enfurecido Artémbares, fuese a ver al rey, llevando consigo a su hijo, y lamentándose del atroz insulto que se les había hecho. —«Mirad, señor, decía, cómo nos ha tratado el hijo del vaquero, vuestro esclavo;» y al decir esto, descubría las espaldas lastimadas de su hijo.
CXV. Astiages, que tal oía y veía, queriendo vengar la insolencia usada con aquel niño y volver por el honor ultrajado de su padre, hizo comparecer en su presencia al vaquero, juntamente con su hijo. Luego que ambos se presentaron, vueltos los ojos a Ciro, le dice Astiages: —«¿Cómo tú, siendo hijo de quien eres, has tenido la osadía de tratar con tanta insolencia y crueldad a este mancebo, que sabías ser hijo de una persona de las primeras de mi corte? —Yo, señor, le responde Ciro, tuve razón en lo que hice; porque habéis de saber que los muchachos de la aldea, siendo ese uno de ellos, se concertaron jugando en que yo fuese su rey, pareciéndoles que era yo el que más merecía serlo por mis prendas. Todos lo otros niños obedecían puntualmente mis órdenes; solo éste era el que sin hacerme caso, no quería obedecer, hasta que por último recibió la pena merecida. Si por ello soy yo también digno de castigo, aquí me tenéis dispuesto a todo.»
CXVI. Mientras Ciro hablaba de esta suerte, quiso reconocerle Astiages, pareciéndole que las facciones de su rostro eran semejantes a las suyas, que se descubría en sus ademanes cierto aire de nobleza, y que el tiempo en que le mandó exponer convenía perfectamente con la edad de aquel muchacho. Embebido en estas ideas, estuvo largo rato sin hablar palabra, hasta que, vuelto en sí, trató de despedir a Artémbares, con la mira de coger a solas al pastor y obligarle a confesar la verdad. Al efecto lo dijo: —Artémbares, queda a mi cuidado hacer cuanto convenga para que tu hijo no tenga motivo de quejarse por el insulto que se le hizo.» Y luego los despidió, y al mismo tiempo los criados, por orden suya, se llevaron adentro a Ciro. Solo con el vaquero, lo preguntó de dónde había recibido aquel muchacho, y quién se lo había entregado. Contestando el otro que era hijo suyo, y que la mujer de quien lo había tenido habitaba con él en la misma cabaña, volvió a decirle Astiages que mirase por si y no se quisiese exponer a los rigores del tormento; y haciendo a los guardias una seña para que se echasen sobre él, tuvo miedo el pastor y descubrió toda la verdad del hecho desde su principio, acogiéndose por último a las súplicas y pidiéndole humildemente que le perdonase.
CXVII. Astiages, después de esta declaración, se mostró menos irritado con el vaquero, dirigiendo toda su cólera contra Hárpago, a quien hizo llamar inmediatamente por medio de sus guardias. Luego que vino le habló así: —«Dime, Hárpago, ¿con qué género de muerte hiciste perecer al niño de mi hija, que puse en tus manos?» Como Hárpago viese que estaba allí el pastor, temiendo ser cogido si caminaba por la senda de la mentira, dijo sin rodeos: «Luego, señor, que recibí el niño, me puse a pensar cómo podría ejecutar vuestras órdenes sin incurrir en vuestra indignación, y sin ser yo mismo el matador del hijo de la Princesa. ¿Qué hice, pues? Llamé a este vaquero, y entregándole la criatura, le dijo que vos mandabais que la hiciese morir; y en esto seguramente dije la verdad. Dile orden para que la expusiese en lo más solitario del monte, y que no la perdiese de vista en tanto que respirase, amenazándole con los mayores suplicios si no lo ejecutaba puntualmente. Cuando me dio noticia de la muerte del niño, envié los eunucos de más confianza para quedar seguro del hecho y para que le diesen sepultura. Ved aquí, señor, la verdad y el modo cómo pereció el niño.»
CXVIII. Disimulando Astiages el enojo de que se hallaba poseído, le refirió primeramente lo que el vaquero le había contado, y concluyó diciendo, que puesto que el niño vivía lo daba todo por bien hecho; «porque a la verdad, añadió, me pesaba en extremo lo que había mandado ejecutar con aquella criatura inocente, y no podía sufrir la idea de la ofensa cometida contra mi hija. Pero ya que la fortuna se ha convertido de mala en buena, quiero que envíes a tu hijo para que haga compañía al recién llegado, y que tú mismo vengas hoy a comer conmigo; porque tengo resuelto hacer un sacrificio a los dioses, a quienes debemos honrar y dar gracias por el beneficio de haber conservado a mi nieto.»
CXIX. Hárpago, después de hacer al rey una profunda reverencia, se marchó a su casa lleno de gozo por haber salido con tanta dicha de aquel apuro y por el grande honor de ser convidado a celebrar con el Monarca el feliz hallazgo. Lo primero que hizo fue enviar a palacio al hijo único que tenía, de edad de trece años, encargándole hiciese todo lo que Astiages le ordenase; y no pudiendo contener su alegría, dio parte a su esposa de toda aquella aventura. Astiages, luego que llegó el niño le mandó degollar, y dispuso que, hecho pedazos, se asase una parte de su carne, y otra se hirviese, y que todo estuviese pronto y bien condimentado. Llegada ya la hora de comer y reunidos los convidados, se pusieron para el rey y los demás sus respectivas mesas llenas de platos de carnero; y a Hárpago se le puso también la suya, pero con la carne de su mismo hijo, sin faltar de ella más que la cabeza y las extremidades de los pies y manos, que quedaban encubiertas en un canasto. Comió Hárpago, y cuando ya daba muestras de estar satisfecho, le preguntó Astiages si le había gustado el convite; y como él respondiese que había comido con mucho placer, ciertos criados, de antemano prevenidos, le presentaron cubierta la canasta donde estaba la cabeza de su hijo con las manos y pies, y le dijeron que la descubriese y tomase de ella lo que más le gustase. Obedeció Hárpago, descubrió la canasta y vio los restos de su hijo, pero todo sin consternarse, permaneciendo dueño de sí mismo y conservando serenidad. Astiages le preguntó si conocía de qué especie de caza era la carne que había comido: él respondió que sí, y que daba por bien hecho cuanto disponía su Soberano; y recogiendo los despojos de su hijo, los llevó a su casa, con el objeto, a mi parecer, de darles sepultura.
CXX. Deliberando el rey sobre el partido que le convenía adoptar relativamente a Ciro, llamó a los magos que le interpretaron el sueño, y pidióles otra vez su opinión. Ellos respondieron que si el nido vivía, era indispensable que reinase. —«Pues el niño vive, replicó Astiages, y habiéndole nombrado rey en sus juegos los otros muchachos de la aldea, ha desempeñado las funciones de tal, eligiendo sus guardias, porteros, mayordomos y demás empleados. ¿Qué pensáis ahora de lo sucedido? —Señor, dijeron los magos, si el niño vive y ha reinado ya, no habiendo esto sido hecho con estudio, podéis quedar tranquilo y tener buen ánimo, pues ya no hay peligro de que reine segunda vez. Además de que algunas de nuestras predicciones suelen tener resultados de poco momento, y las cosas pertenecientes a los sueños a veces nada significan. —A lo mismo me inclino yo, respondió Astiages, y creo que mi visión se ha verificado ya en el juego de los niños. Sin embargo, aunque me parece que nada debo temer de parte de mi nieto, os encargo que lo miréis bien, y me aconsejéis lo más útil y seguro para mi casa y para vosotros mismos. —A nosotros nos importa infinito, respondieron los magos, que la suprema autoridad permanezca firme en vuestra persona; porque pasando el imperio a ese niño, persa de nación, seriamos tratados los medos come siervos, y para nada se contaría con nosotros. Pero reinando vos, que sois nuestro compatriota, tenemos parte en el mando y disfrutamos en vuestra corte los primeros honores. Ved, pues, señor, cuánto nos interesa mirar por la seguridad de vuestra persona y la continuación de vuestro reinado. Al menor peligro que viésemos, os lo manifestaríamos con toda fidelidad; mas ya que el sueño se ha convertido en una friolera, quedamos por nuestra parte llenos de confianza y os exhortamos a que la tengáis también, y a que, separando de vuestra vista a ese niño, le enviéis a Persia a casa de sus padres.»
CXXI. Alegróse mucho el rey con tales razones, y llamando a Ciro, le dijo: —«Quiero que sepas, hijo mío, que inducido por la visión poco sincera de un sueño, traté de hacerte una sinrazón; pero tu buena fortuna te ha salvado. Vete, pues, a Persia, para donde te daré buenos conductores, y allí encontrarás otros padres bien diferentes de Mitradates y de su mujer la vaquera.»
CXXII. En seguida despachó Astiages a Ciro, el cual llegado a casa de Cambises, fue recibido por sus padres, que no se saciaban de abrazarle, como quienes estaban en la persuasión de que había muerto poco después de nacer. Preguntáronle de qué modo había conservado la vida, y él les dijo que al principio nada sabía de su infortunio, y había vivido en el engaño; pero que en el camino lo había sabido todo por las personas que le acompañaban, porque antes se creía hijo del vaquero de Astiages, por cuya mujer había sido criado. Y como en todas ocasiones, no cesando de alabar a esta buena mujer, tuviese su nombre en los labios, oyéronle sus padres, y determinaron esparcir la voz de que su hijo había sido criado por una perra, con el objeto de que su aventura pareciese a los persas más prodigiosa, de donde vino sin duda la fama que se divulgó sobre este punto.
CXXIII. Cuando Ciro hubo llegado a la mayor edad, y por sus prendas varoniles y amable carácter descollaba entre todos sus iguales, Hárpago, enviándole regalos, le iba solicitando contra Astiages, de quien deseaba vengarse; porque viendo que como persona particular no le sería fácil asestar sus tiros contra el monarca, procuraba ganarse un compañero tan útil para sus planos, supuesto que las dos gracias de aquél habían sido muy semejantes a las suyas. Ya de antemano iba disponiendo las cosas y sacando partido de la conducta de Astiages, que se mostraba duro y áspero con los medos, se insinuaba poco a poco en el ánimo de los sujetos principales, aconsejándoles con maña que convenía deponer a Astiages del trono y colocar en su lugar a Ciro. Dados estos primeros pasos, y viendo el asunto en buen estado, determinó manifestar sus intenciones a Ciro, que vivía en Persia; pero no teniendo para ello un medio conveniente, por estar guardados los caminos, se valió de esta traza. Tomó una liebre, y abriéndola con mucho cuidado, metió dentro de ella una carta, en la cual iba escrito lo que le pareció, y después la cosió de modo que no se conociese la operación hecha. Llamó en seguida al criado de su mayor confianza, y dándole unas redes como si fuera un cazador, lo hizo pasar a la Persia, con el encargo de entregar la liebre a Ciro y de decirle que debía abrirla por sus propias manos, sin permitir que nadie se hallase presente.
CXXIV. Esta traza se puso por obra sin ningún tropiezo y con felicidad. Ciro abrió la liebre y encontró la carta escondida, en la cual leyó estas palabras: —«Ilustre hijo de Cambises, el cielo os mira con ojos propicios, pues os ha concedido tanta fortuna. Ya es tiempo de que penséis tomar satisfacción de vuestro verdugo Astiages, a quien llamo así porque hizo cuanto pudo para quitaros la vida que los dioses os conservaron por mi medio. No dudo que hace tiempo estaréis enterado de cuanto se hizo con vuestra persona y de cuanto he sufrido yo mismo de mano de Astiages, sin otra causa que el no haberos dado la muerte, cuando preferí entregaros a su vaquero. Si escucháis mis consejos, pronto reinaréis en lugar suyo. Haced que se armen vuestros persas, y venid con ellos contra la Media. Tanto si me nombra por general para resistiros, como si elige otro de los principales medos, estad seguro del buen éxito de vuestra expedición, porque todos ellos, abandonando a Astiages y pasándose a vuestro partido, procurarán derribarlo del trono. Todo lo tenemos dispuesto; haced lo que os digo, y hacedlo cuanto antes.»
CXXV. Noticioso Ciro del proyecto de Hárpago, se puso a reflexionar cuál sería el medio más acertado para inducir a los persas a la rebelión; y después de meditado el asunto, creyó haber hallado uno muy oportuno. Escribió una carta según sus ideas, y habiendo reunido a los persas en una junta, la abrió en ella y leyó su contenido, por el que le nombraba Astiages general de los persas: —«Es preciso, por consiguiente, les dijo, que cada uno de vosotros se arme con su hoz.» Los persas son una nación compuesta de varias castas o pueblos, parte de los cuales juntó Ciro con el objeto de insurreccionarlos contra los medos. Estos persas, de quienes dependían todos los demás, eran los Arteatas, los persas propiamente dichos, los Pasagardas, los Merafios y los Masios. De todos ellos, los Pasagardas eran los mejores y más valientes, y entre estos se cuentan los Achemenides, que es aquella familia de donde vienen los reyes persianos. Los otros pueblos son los Panthialeos, los Derusieos y los Germanios, que se dedican a labrar los campos, y los Daros, los Mardos, los Drópicos y los Sagartios, que viven como pastores.
CXXVI. Luego que todos los persas se presentaron con sus hoces, mandóles Ciro que desmontasen en un día toda una selva llena de espinas y malezas, la cual en la Persia tendría el espacio de dieciocho a veinte estadios. Acabada esta operación, les mandó segunda vez que al día siguiente compareciesen limpios y aseados. Entretanto, hizo juntar en un mismo paraje todos los rebaños de cabras, ovejas y bueyes que tenía su padre, y entregándolos al cuchillo, preparó una espléndida comida, cual convenía para dar va convite al ejército de los persas, proporcionando además el vino necesario y los manjares más escogidos. Concurrieron al día siguiente los persas, a quienes Ciro mandó que reclinados en un prado comiesen a su satisfacción. Después del banquete les preguntó en cuál de los dos días les había ido mejor, y si preferían la fatiga del primero a las delicias del actual. Ellos le respondieron que había mucha diferencia entre los dos días, pues en el anterior había sido todo afán y trabajo, y por el contrario, en el presente todo descanso y recreo. Entonces Ciro, tomando ocasión de sus palabras, les descubrió todo el proyecto, diciéndoles. —«Tenéis razón, valerosos persas; y si queréis obedecerme, no tardaréis en lograr estos bienes y otros infinitos, sin ninguna fatiga de las que proporciona la servidumbre. Pero si rehusáis mis consejos, no esperéis otra cosa sino miseria y afanes innumerables, como los de ayer. Animo, pues, amigos míos, y siguiendo mis órdenes, recobrad vuestra libertad. Yo pienso que he nacido con el feliz destino de poner en vuestras manos todos estos bienes, porque en nada os considero inferiores a los medos, y mucho menos en los negocios de la guerra. Siendo esto así, levantaos contra Astiages in perder momento.»
CXXVII. Los persas, que ya mucho tiempo antes sufrían con disgusto la dominación de los medos, así que se vieron con tal jefe, se declararon de buena voluntad por la independencia. Luego que supo Astiages lo que Ciro iba maquinando, le envió a llamar por medio de un mensajero, al cual mandó Ciro dijese de su parte a Astiages, que estaba muy bien, y que le haría una visita más presto de lo que él mismo quisiera. Apenas Astiages recibió esta respuesta, cuando armó a todos los medos, y como hombre a quien el mismo cielo cegaba, quitándole el acierto, les dio por general a Hárpago, olvidando las crueldades que con él había ejecutado. Cuando los medos llegaron a las manos con los persas, lo que sucedió fue que algunos pocos a quienes no se había dado parte del designio, combatían de veras; los instruidos en él se pasaban a los persas, y la mayor parte de propósito peleaban mal y se entregaban a la fuga.
CXXVIII. Al saber Astiages la derrota vergonzosa de su ejército, dijo con tono de amenaza: —«No pienses, Ciro, que por esto haya de durar mucho tu gozo.» Después hizo espirar en un patíbulo a los magos, intérpretes de los sueños, que le habían aconsejado dejase ir libre a Ciro, y por último, mandó que todos los medos jóvenes y viejos que habían quedado en la ciudad, tomasen las armas, con los cuales, habiendo salido a campaña y entrado en acción con los persas, no solo fue vencido, sino que él mismo quedó hecho prisionero juntamente con todas las tropas que había llevado.
CXXIX. Cautivo Astiages, se le presentó Hárpago muy alegre, insultándole con burlas y denuestos que pudieran afligirle, y zahiriéndole particularmente con la inhumanidad de aquel convite en que lo dio a comer las carnes de su mismo hijo. También le preguntaba qué le parecía de su actual esclavitud comparada con el sólio de donde acababa de caer. Astiages, fijando en él los ojos, le preguntó a su vez, si reconocía por suya aquella acción de Ciro. —«Si, la reconozco, dijo Hárpago, pues habiéndole yo convidado por escrito, puedo gloriarme con razón de tener parte en la hazaña.» Entonces respondió Astiages que le miraba como al hombre más necio y más injusto del mundo; el más necio, porque habiendo tenido en su mano hacerse rey, sí era verdad que él hubiese sido el autor de lo que pasaba, había procurado para otro la autoridad suprema; y el más injusto, porque en despique de una cena había reducido a los medos a la servidumbre, cuando si era preciso que otras sienes y no las suyas se ciñesen con la corona, la razón pedía que fuesen las de otro medo, y no las de un persa; pues ahora los medos, sin tener culpa alguna, de señores pasaban a ser siervos, y los persas, antes siervos, venían a ser sus señores.
CXXX. De este modo, pues, Astiages, habiendo reinado treinta y cinco años, fue depuesto del trono; por cuya dureza y crueldad los medos cayeron bajo el dominio de los persas, después de haber tenido el imperio del Asia superior más allá del río Halis por espacio de ciento veintiocho años, exceptuado el tiempo en que mandaron los escitas. Así que los persas en el reinado de Astiages, teniendo a su frente a Ciro, sacudieron el yugo de los medos y empezaron a mandar en el Asia. Ciro desde entonces mantuvo cerca de sí a Astiages todo el tiempo que le quedó de vida, sin tomar de él ninguna otra venganza. Más adelante, según llevo ya referido, venció a Creso, que había sido el primero en romper las hostilidades, y habiéndose apoderado de su persona, vino por este tiempo a ser señor de toda el Asia.
CXXXI. Las leyes y usos de los persas he averiguado que son estas. No acostumbran erigir estatuas, ni templos, ni aras, y tienen por insensatos a los que lo hacen; lo cual, a mi juicio, dimana de que no piensan como los griegos que los dioses hayan nacido de los hombres. Suelen hacer sacrificios a Júpiter, llamando así a todo el ámbito del cielo, y para ello se suben a los montes más elevados. Sacrifican también al sol, a la luna, a la tierra, al agua, y a los vientos; siendo estas las únicas deidades que reconocen desde la más remota antigüedad, si bien después aprendieron de los asirios y árabes a sacrificar a Venus. Urania; porque a Venus los asirios la llaman Milita, los árabes Alita, y los persas Mitra.
CXXXII. En los sacrificios que los persas hacen a sus dioses no levantan aras, no encienden fuego, no derraman licores, no usan de flautas, ni de tortas ni de farro molido. Lo que hacen es presentar la víctima en un lugar puro, y llevando la tiara ceñida las más veces con mirto, invocar al Dios a quien sacrifican; pero en esta invocación no debe pedirse bien alguno para sí en particular, sino para todos los persas y para su rey, porque en el número de los persas se considera comprendido el que sacrifica. Después se divide la víctima en pequeñas porciones, y hervida la carne, se pone sobre un lecho de la hierba más suave, y regularmente sobre trébol. Allí un mago de pie entona sobre la víctima la Theogonia, canción para los persas la más eficaz y maravillosa. La presencia de un mago es indispensable en todo sacrificio. Concluido éste, se lleva el sacrificante la carne, y hace de ella lo que le agrada.
CXXXIII. El aniversario de su nacimiento es de todos los días el que celebran con preferencia, debiendo dar en él un convite, en el cual la gente más rica y principal suele sacar a la mesa bueyes enteros, caballos, camellos y asnos, asados en el horno, y los pobres se contentan con sacar reses menores. En sus comidas usan de pocos manjares de sustancia, pero sí de muchos postres, y no muy buenos. Por eso suelen decir los persas, que los griegos se levantan de la mesa con hambre, dando por razón que después del cubierto principal liada se sirve que merezca la pena, pues si algo se presentase de gusto, no dejarían de comer hasta que estuviesen satisfechos. Los persas son muy aficionados al vino. Tienen por mala crianza vomitar y orinar delante de otro. Después de bien bebidos, suelen deliberar acerca de los negocios de mayor importancia. Lo que entonces resuelven, lo propone otra vez el amo de la casa en que deliberaron, un día después; y si lo acordado les parece bien en ayunas, lo ponen en ejecución, y si no, lo revocan. También suelen volver a examinar cuando han bebido bien aquello mismo sobre lo cual han deliberado en estado de sobriedad.
CXXXIV. Cuando se encuentran dos en la calle, se conoce luego si son o no de una misma clase, porque si lo son, en lugar de saludarse de palabra, se dan un beso en la boca: si el uno de ellos fuese de condición algo inferior, se besan en la mejilla; pero si el uno fuese mucho menos noble, postrándose, reverencia al otro. Dan el primer lugar en su aprecio a los que habitan más cerca, el segundo a los que siguen a éstos, y así sucesivamente tienen en bajísimo concepto a los que viven más distantes de ellos, lisonjeándose de ser los persas con mucha ventaja los hombres más excelentes del mundo. En tiempo de los medos, unas naciones de aquel imperio mandaban a las otras; si bien los medos, además de mandar a sus vecinos inmediatos, tenían el dominio supremo sobre todas ellas; las otras mandaban cada una a la que tenían más vecina. Este mismo orden observan los persas, de suerte que cada nación depende de una y manda a otra.
CXXXV. Ninguna gente adopta las costumbres y modas extranjeras con más facilidad que los persas. Persuadidos de que el traje de los medos es más gracioso y elegante que el suyo, visten a la Meda; se arman para la guerra con el peto de los egipcios; procuran lograr todos los deleites que llegan a su noticia; y esto en tanto grado, que por el mal ejemplo de los griegos, abusan de su familiaridad con los niños. Cada particular, suele tomar muchas doncellas por esposas, y con todo son muchas las amigas que mantienen en su casa.
CXXXVI. Después del valor y esfuerzo militar, el mayor mérito de un persa consiste en tener muchos hijos; y todos los años el rey envía regalos al que prueba ser padre de la familia más numerosa, porque el mayor número es para ellos la mayor excelencia. En la educación de los hijos, que dura desde los cinco hasta los veinte años, solamente les enseñan tres cosas: montar a caballo, disparar el arco y decir la verdad. Ningún hijo se presenta a la vista de su padre hasta después de haber cumplido los cinco años, pues antes vive y se cría entre las mujeres de la casa; y esto se hace con la mira de que si el niño muriese en los primeros años de su crianza, ningún disgusto reciba por ello su padre.
CXXXVII. Me parece bien esta costumbre, como también la siguiente: Nunca el rey impone la pena de muerte, ni otro alguno de los persas castiga a sus familiares con pena grave por un solo delito, sino que primero se examina con mucha escrupulosidad si los delitos o faltas son más y mayores que no los servicios y buenas obras, y solamente en el caso de que lo sean, se suelta la rienda al enojo y se procede al castigo. Dicen que nadie hubo hasta ahora que diese la muerte a sus padres, y que cuantas veces se ha dicho haberse cometido tan horrendo crimen, si se hiciesen las informaciones necesarias, resultaría que los tales habían sido supuestos o nacidos de adulterio; porque no creen verosímil que un padre verdadero muera nunca a manos de su propio hijo.
CXXXVIII. Lo que entre ellos no es lícito hacer, tampoco es lícito decirlo. Tienen por la primera de todas las infamias el mentir, y por la segunda contraer deudas; diciendo, entre otras muchas razones, que necesariamente ha de ser mentiroso el que sea deudor. A cualquier ciudadano que tuviese lepra o albarazos, no le es permitido, ni acercarse a la ciudad, ni tener comunicación con los otros persas; porque están en la creencia de que aquella enfermedad es castigo de haber pecado contra el sol. A todo extranjero que la padece, los más de ellos le echan del país, y también a las palomas blancas, alegando el mismo motivo. Veneran en tanto grado a los ríos, que ni orinan, ni escupen, ni se lavan las manos en ellos, como tampoco permiten que ningún otro lo haga.
CXXXIX. Una cosa he notado en la lengua persiana, en que parece no han reparado los naturales, y es que todos los nombres que dan a los cuerpos y a las cosas grandes y excelentes terminan con una misma letra, que es la que los Dorienses llaman San, y los jonios Sigma. El que quiera hacer esta observación, hallará que no algunos nombres de los persas, sino todos, acaban absolutamente de la misma manera.
CXL. Lo que he dicho hasta aquí sobre los usos de los persas es una cosa cierta y de que estoy bien informado. Pero es más oscuro y dudoso lo que suele decirse de que a ningún cadáver dan sepultura sin que antes haya sido arrastrado por una ave de rapiña o por un perro. Los magos acostumbran hacerlo así públicamente. Yo creo que los persas cubren primero de cera el cadáver, y después le entierran. Por lo que mira a los magos, no solamente se diferencian en sus prácticas del común de los hombres, sino también de los sacerdotes del Egipto. Estos ponen su perfección en no matar animal alguno, fuera de las víctimas que sacrifican: los magos con sus propias manos los matan todos, perdonando solamente al perro y al hombre, y se hacen un mérito de matar no menos a las hormigas que a las sierpes, como también a los demás vivientes, tanto los reptiles como los que vagan por el aire. Pero basta de tales usos; volvamos a tomar el hilo de la historia.
CXLI. Al punto que los lidios fueron conquistados por los persas con tanta velocidad, los jonios y los eolios enviaron a Sardes sus embajadores, solicitando de Ciro que los admitiese por vasallos con las mismas condiciones que lo eran antes de Creso. Oyó Ciro la pretensión, y respondió con este apólogo: —«Un flautista, viendo muchos peces en el mar, se puso a tocar su instrumento, con el objeto de que atraídos por la melodía saltasen a tierra. No consiguiendo nada, tomó la red barredera, y echándola al mar, cogió con ella una muchedumbre de peces, los cuales, cuando estuvieron sobre la playa, empezaron a saltar según su costumbre. Entonces el flautista volvióse a ellos, y les dijo: —«Basta ya de tanto baile, supuesto que no quisisteis bailar cuando yo tocaba la flauta.» El motivo que tuvo Ciro para responder de esta manera a los jonios y a los eolios fue porque cuando él les pidió por sus mensajeros que se rebelasen contra Creso, no le dieron oídos, y ahora, viendo el pleito tan mal parado, se mostraban prontos a obedecerle. Enojado, pues, contra ellos, los despachó con esta respuesta; y los jonios se volvieron a sus ciudades, fortificaron sus murallas y reunieron un congreso en Panionio, al que todos asistieron menos los Milesios, porque con estos solos había Ciro concluido un tratado, admitiéndolos por vasallos con las mismas condiciones que a los lidios. Los demás jonios determinaron en el congreso enviar embajadores a Esparta, solicitando auxilios en nombre de todos.
CXLII. Estos jonios, a quien pertenece el templo de Panionio, han tenido la buena suerte de fundar sus ciudades bajo un cielo y en un clima que es el mejor de cuantos habitan los hombres, a lo menos los que nosotros conocemos. Porque ni la región superior, ni la inferior, ni la que está situada al Occidente, ninguna logra iguales ventajas, sufriendo unas los rigores del frío y de la humedad, y experimentando otras el excesivo calor y la sequía. No hablan todos los jonios una misma lengua, y puede decirse que tienen cuatro dialectos diferentes. Mileto, la primera de sus ciudades, cae hacia el Mediodía, y después siguen Miunte y Priena. Las tres están situadas en la Caria y usan de la misma lengua. En la Lidia están Éfeso, Colofon, Lébedos, Teos, Clazómenas y Focéa; todas las cuales hablan una lengua misma, diversa de la que usan las tres ciudades arriba mencionadas. Hay todavía tres ciudades de Jonia más, dos de ellas en las islas de Sumos y Quío, y la otra, que es Erithrea, fundada en el continente. Los quíos y los eritreos tienen el mismo dialecto; pero los samios usan otro particular suyo.
CXLIII. De estos pueblos jonios los Milesios se hallaban a cubierto del peligro y del miedo por su trato con Ciro, y los Isleños nada tenían que temer de los persas, porque todavía no eran súbditos suyos los fenicios, y ellos mismos no eran gente a propósito para la marina. La causa porque los Milesios se habían separado de los demás griegos, no era otra sino la poca fuerza que tenía todo el cuerpo de los griegos, y en especial los jonios, sobremanera desvalidos y casi de ninguna consideración. Fuera de la ciudad de Atenas, ninguna otra había respetable. De aquí nacía que los otros jonios, y los mismos atenienses, se desdeñaban de su nombre, no queriendo llamarse jonios; y aun ahora me parece que muchos de ellos se avergüenzan de semejante dictado. Pero aquellas doce ciudades no sólo se preciaban de llevarle, sino que habiendo levantado un templo, le quisieron llamar de su mismo nombre Panjonio, o común a los jonios, y aun tomaron la resolución de no admitir en él a ningún otro que los pueblos jonios, si bien debe añadirse que nadie pretendió semejante unión a no ser los de Esmirna.
CXLIV. Una cosa igual hacen los Dorienses de Pentápolis, estado que ahora se compone de cinco ciudades, y antes se componía de seis, llamándose Exápolis. Estos se guardan de admitir a ninguno de los otros Dorienses en su templo Triópico, y esto lo observan con tal rigor, que excluyeron de su comunión a algunos de sus ciudadanos que habían violado sus leyes y ceremonias. El caso fue este: en los juegos que celebraban en honor de Apolo Triopio, solían antiguamente adjudicar por premio a los vencedores unos trípodes de bronce, pero con la precisa condición de no habérselos de llevar, sino de ofrecerlos al dios en su mismo templo. Sucedió, pues, que un tal Agasicles de Halicarnaso, declarado vencedor, no quiso observar esta ley, y llevándose el trípode, le colgó en su misma casa. Por esta transgresión aquellas cinco ciudades, que eran Lindo, Yalisso, Camiro, Coo y Cnido, privaron de su comunión a Halicarnaso, que era la sexta. Tal y tan severo fue el castigo con que la multaron.
CXLV. Yo pienso que los jonios se repartieron en doce ciudades, sin querer admitir otras más en su confederación, porque cuando moraban en el Peloponeso, estaban distribuidos en doce partidos; así como los Acheos que fueron los que los echaron del país, forman también ahora doce distritos. El primero es Pellena, inmediata a Sycion; después siguen Egira y Egas, donde se halla el Cratis, río que siempre lleva agua, y del cual tomó su nombre el otro río Cratis de la Italia; en seguida vienen Bura, Helice, a donde los jonios se retiraron vencidos en batalla por los Acheos, Egon y Rypcs; después los Patrenses, los Farenses y Oleno, donde esta el gran río Piro; y por último, Dyma y los Triteenses, que es entre todas estas ciudades el único pueblo de tierra adentro.
CXLVI. Estas son ahora las doce comunidades de los Acheos, y lo eran antes de los jonios, motivo por el cual éstos se distribuyeron en doce ciudades. Porque suponer que los unos son más jonios que los otros, o que tuvieron más noble origen, es ciertamente un desvarío; pues no sólo los Abantes originarios de la Eubea, los cuales nada tienen, ni aun el nombre de la Jonia, hacen una parte, y no la menor, de los tales jonios, sino que además se hallan mezclados con ellos los focenses, separados de los otros sus paisanos, los Melosos, los arcades pelasgos, los Dorienses epidaurios y otras muchas naciones, que con los jonios se confundieron. En cuanto a los jonios, que por haber partido del Pritaneo de los atenienses, quieren ser tenidos por los más puros y acendrados de todos, se sabe de ellos que, no habiendo conducido mujeres para su colonia, se casaron con las Carianas, a cuyos padres habían quitado la vida; por cuya razón estas mujeres, juramentadas entre sí, se impusieron una ley, que trasmitieron a sus hijas, de no comer jamás con sus maridos, ni llamarles con este nombre, en atención a que, habiendo muerto a sus padres, maridos e hijos, después de tales insultos se habían juntado con ellas, todo lo cual sucedió en Mileto.
CXLVII. Estos colonos atenienses nombraron por reyes, unos a los licios, familia oriunda de Glauco, el hijo de Hipóloco; otros a los Caucones Pylios, descendientes de Codro, hijo de Melantho; y algunos los tomaban ya de una, ya de otra de aquellas dos casas. Todos ellos ambicionan con preferencia a los demás el nombre de jonios, y ciertamente lo son de origen verdadero; bien que de este nombre participan cuantos, procediendo de Atenas, celebran la fiesta llamada Apaturia, la cual es común a todos los jonios asiáticos, fuera de los Efesios y Colofonios, los únicos que en pena de cierto homicidio no la celebran.
CLXVIII. El Panionio es un templo que hay en Micale, hacia el Norte, dedicado en nombre común de los jonios a Neptuno el Heliconio. Micale es un promontorio de tierra firme, que mira hacia el viento Zéfiro, y pertenece a Samos. En este promontorio, los jonios de todas las ciudades solían celebrar una fiesta, a que dieron el nombre de Panjonia. Y es de notar que todas las fiestas, no sólo de los jonios, sino de todos los griegos, tienen la misma propiedad que dijimos de los nombres persas, la de acabar en una misma letra.
CXLIX. He dicho cuales son las ciudades jonias; ahora referiré las eolias. Cima, por sobrenombre Fricónida, Larisas, Muronuevo, Tenos, Cilla, Notion, Egidoxa, Pitana, Egeas, Mirina, Grinia. Estas son las once ciudades antiguas de los eolios, pues aunque también eran doce, todas en el continente, Esmirna, una de aquel número, fue separada de las otras por los jonios. Los eolios establecieron sus colonias en un terreno mejor que el de los jonios, pero el clima no es tan bueno.
CL. Los eolios perdieron a Esmirna de este modo: ciertos Colofonios, vencidos en una sedición doméstica y arrojados de su patria, hallaron en Esmirna un asilo. Estos fugitivos, un día en que los de Esmirna celebraban fuera de la ciudad una fiesta solemne a Baco, les cerraron las puertas y se apoderaron de la plaza. Concurrieron todos los eolios al socorro de los suyos, pero se terminó la contienda por medio de una transacción, en la que se convino que los jonios, quedándose con la ciudad, restituyesen los bienes muebles a los de Esmirna. Estos, conformándose con lo pactado, fueron repartidos en las otras once ciudades eolias, que los admitieron por ciudadanos suyos.
CLI. En el número de las ciudades eolias de la tierra firme, no se incluyen los que habitan en el monte Ida, porque no forman un cuerpo con ellas. Otras hay también situadas en las islas. En la de Lesbos existen cinco, porque la sexta, que era Arisba, la redujeron bajo su dominación los de Metimna, siendo de la misma sangre. En Ténedos hay una, y otra en las que llaman las cien islas. Todas estas ciudades insulares, lo mismo que los jonios de las islas, nada tenían que temer de Ciro; pero a los demás eolios les pareció conveniente confederarse con los otros jonios y seguirlos a donde quiera que los condujesen.
CLII. Luego que llegaron a Esparta los enviados de los jonios y eolios, habiendo hecho el viaje con toda velocidad, escogieron para que en nombre de todos llevase la voz a un cierto focense, llamado Pitermo; el cual, vestido de púrpura, con la mira de que muchos espartanos concurriesen atraídos de la novedad, se presentó en su congreso, y con una larga arenga les pidió socorros. Los lacedemonios, bien lejos de dejarse persuadir del orador, resolvieron no salir a la defensa de los jonios; con lo cual se volvieron los enviados. Sin embargo, despacharon algunos hombres en una galera de cincuenta remos, con el objeto, a mi parecer, de explorar el estado de las cosas de Ciro y de la Jonia. Luego que estos llegaron a Focéa, enviaron a Sardes al que entre todos era tenido por hombre de mayor suposición, llamado Lacrines, con orden de intimar a Ciro que se abstuviese de inquietar a ninguna ciudad de los griegos, cuyas injurias no podrían mirar con indiferencia.
CLIII. Dícese que Ciro, después que el enviado acabó su propuesta, preguntó a los griegos que cerca de sí tenía, qué especie de hombres eran los lacedemonios, y cuántos, en número, para atreverse a hacerle semejante declaración, y que informado de lo que preguntaba, respondió al orador: —«Nunca temí a unos hombres que tienen en medio de sus ciudades un lugar espacioso, donde se reúnen para engañar a otros con sus juramentos; y desde ahora les aseguro que si los dioses me conservaron la vida, yo haré que se lamenten, no de las desgracias de los jonios, sino de las suyas propias.» Este discurso iba dirigido contra todos los griegos, que tienen en sus ciudades una plaza destinada para la compra y venta de sus cosas, costumbre desconocida entre los persas, que no tienen plazas en las suyas. Después de esto, dejando al persa Tábalo por gobernador de Sardes, y dando al lidio Páctyas la comisión de recaudar los tesoros de Creso y de los otros lidios, partióse con sus tropas para Ecbátana, llevando consigo a Creso, y teniendo por negocio de poca importancia el acometer sobre la marcha a los jonios. Bien es verdad que para esto le servían de embarazo Babilonia y la nación Bactriana, los sacas y los egipcios, contra los cuales él mismo en persona quería conducir su ejército, enviando contra los jonios a cualquiera otro general. Apenas Ciro había salido de Sardes, cuando Páctyas insurreccionó a los lidios, y habiendo bajado a la costa del mar, como tenía a su disposición todo el oro de Sardes, le fue fácil reclutar tropas mercenarias, y persuadir a la gente de la marina que le siguiese en su expedición. Dirigióse, pues, hacia Sardes, puso a la ciudad sitio y obligó al gobernador Tábalo a encerrarse en la ciudadela.
CLV. Ciro en el camino tuvo noticia de lo que pasaba, y hablando de ello con Creso, le dijo: —«¿Cuándo tendrán fin, oh Creso, estas cosas que me suceden? Ya está visto que esos lidios nunca vivirán en paz, ni me dejarán a mí tranquilo. Pienso que lo mejor fuera reducirlos a la condición de esclavos. Ahora veo que lo que acabo de hacer con ellos es parecido a lo que hace un hombre que, habiendo dado muerte al padre, perdona a los hijos. Así, yo, habiéndome apoderado de tu persona, que eras más que padre de los lidios, tuve la inadvertencia de dejar en sus manos la ciudad; y ahora me maravillo de que se me rebelen.» De este modo hablaba Ciro lo que sentía, y Creso, temeroso de la total ruina de Sardes, —Tienes mucha razón, le responde; pero me atrevo, señor, a suplicarte que no te dejes dominar del enojo, ni destruyas una ciudad antigua que está inocente de lo pasado y de lo que ahora sucede. Antes fui yo el autor d e la injuria, y pago la pena merecida; ahora Páctyas, a quien confiaste la ciudad de Sardes, es el amotinador que debe satisfacer a tu justa venganza. Pero a los lidios perdónales, y a fin de que no se levanten otra vez, ni vuelvan a darte más cuidados, envíales orden para que no tengan armas de las que sirven en la guerra, y mándales también que lleven una túnica talar debajo de su vestido, que calcen coturnos, que aprendan a tocar la cítara y a cantar, y que enseñen a sus hijos el ejercicio de la mercancía. Con estas providencias los verás en breve convertidos de hombres en mujeres, y cesará todo peligro de que se rebelen otra vez.»
CLVI. Tal fue el expediente que sugirió Creso, teniéndole por más ventajoso para los lidios que no el ser vendidos por esclavos; porque bien sabía que a no proponer al rey un medio tan eficaz, no le haría mudar de resolución, y por otra parte recelaba en extremo que si los lidios escapaban del peligro actual volverían a sublevarse en otra ocasión, y perecerían por rebeldes a manos de los persas. Ciro, muy satisfecho con el consejo, y desistiendo de su primer enojo, dijo a Creso que se conformaba con él; y llamando al efecto al medo Mázares, le mandó que intimase a los lidios cuanto le había sugerido Creso; que fuesen tratados como esclavos todos los demás que habían servido en la expedición contra Sardes, y que de todos modos le presentasen vivo delante de sí al mismo Páctyas.
CLVII. Dadas estas providencias, continuó Ciro su viaje a lo interior de la Persia. Entretanto, Páctyas, informado de que estaba ya cerca el ejército que venia contra él, se llenó de pavor, y se fue huyendo a Cyma. Mázares, que al frente de una pequeña división del ejército de Ciro marchaba contra Sardes, cuando vio que no encontraba allí las tropas de Páctyas, lo primero que hizo fue obligar a los lidios a ejecutar las órdenes de Ciro, que mudaron enteramente sus costumbres y método de vida. Después envió, unos mensajeros a Cyma, pidiendo le entregasen a Páctyas. Los Cymanos acordaron antes de todo consultar el caso con el dios que se veneraba en Branchidas, donde había un oráculo antiquísimo, que acostumbraban consultar todos los pueblos de la Eolia y de la Jonia. Este oráculo estaba situado en el territorio de Mileto sobre el puerto Panormo.
CLVIII. Los Cymanos, pues, enviaron sus diputados a Branchidas, con el objeto de consultar lo que deberían hacer de Páctyas, para dar gusto a los dioses. El oráculo respondió que fuese entregado a los persas. Ya se disponían a ejecutarlo, por hallarse una parte del pueblo inclinada a ello, cuando Aristódico, hijo de Heraclides, sujeto que gozaba entre sus conciudadanos de la mayor consideración, desconfiando de la realidad del oráculo y de la verdad de los consultantes, detuvo a los Cymanos para que no lo ejecutasen hasta tanto que fuesen al templo otros diputados, en cuyo número se comprendió al mismo Aristódico.
CLIX. Luego que llegaron a Branchidas, hizo Aristódico la consulta en nombre de todos: —«¡Oh numen sagrado! Refugióse a nuestra ciudad el lidio Páctyas, huyendo de una muerte violenta. Los persas le reclaman ahora, y mandan a los Cymanos que se le entreguen. Nosotros, por más que temernos el poder de los persas, no nos hemos atrevido a poner en sus manos a un hombre que se acogió a nuestro amparo, hasta que sepamos de vos claramente cuál es el partido que debemos seguir.» El oráculo, del mismo modo que la primera vez, respondió que Páctyas fuese entregado a los persas. Entonces Aristódico imaginó este ardid: Se puso a dar vueltas por el templo, y a echar de sus nidos a todos los gorriones y demás pájaros que encontraba. Dícese que fue interrumpido en esta operación por una voz que, saliendo del santuario mismo, le dijo: —«¿Cómo te atreves, hombre malvado y sacrílego, a sacar de mi templo a los que han buscado en él un asilo? —¿Y será justo, respondió Aristódico sin turbarse, que vos, sagrado numen, miréis con tal esmero por vuestros refugiados, y mandéis que los Cymanos abandonemos al nuestro y lo entreguemos a los persas? —Sí, lo mando, replicó la voz, para que por esa impiedad perezcáis cuanto antes, y no volváis otra vez a solicitar mis oráculos sobre la entrega de los que se han acogido a vuestra protección.»
CLX. Los Cymanos, oída la respuesta que llevaron sus diputados, no queriendo exponerse a perecer si le entregaban, ni a verse sitiados si le retenían en la ciudad, le enviaron a Mytilene, a donde no tardó Mázares en despachar nuevos mensajeros, pidiendo la entrega de Páctyas. Los Mytileneos estaban ya a punto de entregársele por cierta suma de dinero, pero la cosa no llegó a efectuarse, porque los Cymanos, llegando a saber lo que se trataba, en una nave que destinaron a Lésbos embarcaron a Páctyas y le trasladaron a Quío. Allí fue sacado violentamente del templo de Milierva, patrona de la ciudad, y entregado al fin por los naturales de Quío, los cuales le vendieron a cuenta de Atárneo, que es un territorio de la Mysia, situado enfrente de Lésbos. Los persas, apoderados así de Páctyas, le tuvieron en prisión para presentársela vivo a Ciro. Durante mucho tiempo ninguno de Quío enharinaba las víctimas ofrecidas a los dioses con la cebada cogida en Atárneo, ni del grano nacido allí se hacían tortas para los sacrificios; y, en una palabra, nada de cuanto se criaba en aquella comarca era recibido por legítima ofrenda en ninguno de los templos.
CLXI. Mázares, después que lo fue entregado Páctyas por los de Quío, emprendió la guerra contra las ciudades que hablan concurrido a sitiar a Tábalo. Vencidos en ella los de Priena, los vendió por esclavos, y haciendo sus correrías por las llanuras del Meandro, lo saqueó todo, y dio el botín a sus tropas. Lo mismo hizo en Magnesia; pero luego después enfermó y murió.
CLXII. En su lugar vino a tomar el mando del ejército Hárpago, también medo de nación, el mismo a quien Astiages dio aquel impío convite, y que tanto sirvió después a Ciro en la conquista del imperio. Luego que llegó a la Jonia, fue tomando las plazas, valiéndose de trincheras y terraplenes; porque obligados los enemigos a retirarse dentro de las murallas, le fue preciso levantar obras de esta clase para apoderarse de ellas. La primera ciudad que combatió fue la de Focea en la Jonia.
CLXIII. Para decir algo de Focea, conviene saber que los primeros griegos que hicieron largos viajes por mar fueron estos focenses, los cuales descubrieron el mar Adriático, la Tirsenia, la Iberia y Tarteso, no valiéndose de naves redondas, sino sólo de sus penteconteros o naves de cincuenta remos. Habiendo aportado a Tarteso, supieron ganarse toda la confianza y amistad del rey de los tartesios, Arganthonio, el cual ochenta años había que era señor de Tarteso, y vivió hasta la edad de ciento veinte; y era tanto lo que este príncipe los amaba, que cuando la primera vez desampararon la Jonia, les convidó con sus dominios, instándoles para que escogiesen en ellos la morada que más les acomodase. Pero viendo que no les podía persuadir, y sabiendo de su boca el aumento que cada día tomaba el poder de los medos, tuvo la generosidad de darles dinero para la fortificación de su ciudad, y lo hizo con tal abundancia, que siendo el circuito de las murallas de no pocos estadios, bastó para fabricarlas todas de grandes y labradas piedras.
CLXIV. Así tenían los de Focea fortificada su ciudad, cuando Hárpago, haciendo avanzar su ejército, les puso sitio; si bien antes les hizo la propuesta de que se daría por tal de que los focenses, demoliendo una sola de las obras de defensa que tenía la muralla, reservasen para el rey una habitación. Los sitiados, que no podían llevar con paciencia la dominación extranjera, pidieron un solo día para deliberar, con la condición de que entretanto se retirasen las tropas. Hárpago les respondió, que sin embargo de que conocía sus intenciones, consentía en darles tiempo para que deliberasen. Mientras las tropas se mantuvieron separadas de las murallas, los focenses, sin perder momento, aprontaron sus naves y embarcaron en ellas a sus hijos y mujeres con todos sus muebles y alhajas, como también las estatuas y demás adornos que tenían en sus templos, menos los que eran de bronce o de mármol, o consistían en pinturas. Puesto a bordo todo lo que podían llevarse consigo, se hicieron a la vela, y se trasladaron Quío. Los persas ocuparon después la ciudad desierta de habitantes.
CLXV. No quisieron los naturales de Quío vender a los focenses las islas llamadas Enusas, recelosos de que en manos de sus huéspedes viniesen a ser un grande emporio, y quedasen ellos excluidos de las ventajas del comercio. Viendo esto los focenses, determinaron navegar a Córcega, por dos motivos: el uno porque veinte años antes, en virtud de un oráculo, habían fundado allí una colonia, en una ciudad llamada Alalia; y el otro por haber ya muerto su bienhechor Arganthonio. Embarcados para Córcega, lo primero que hicieron fue dirigirse a Focea, donde pasaron a cuchillo la guarnición de los persas, a la cual Hárpago había confiado la defensa de la ciudad. Dado este golpe de mano, se ligaron mutuamente con el solemne voto de no Abandonarse en el viaje, pronunciando mil imprecaciones contra el que faltase a él, y echando después al mar una gran masa de hierro, hicieron un juramento de no volver otra vez a Focea si primero aquella misma masa no aparecía nadando sobre el agua. Sin embargo, al emprender la navegación, más de la mitad de ellos no pudieron resistir al deseo de su ciudad y a la ternura y compasión que les inspiraba la memoria de los sitios y costumbres de la patria, y faltando a lo prometido y jurado, volvieron las proas hacia Vocea. Pero los otros, fieles a su juramento, salieron de las islas Enusas y navegaron para Córcega.
CLXVI. Después de su llegada vivieron cinco años en compañía de los antiguos colonos, y edificaron allí sus templos. Pero como no dejasen en paz a sus vecinos, a quienes despojaban de lo que tenían, unidos de común acuerdo los Tyrrenos y los cartagineses, les hicieron la guerra, armando cada una de las dos naciones sesenta naves. Los focenses, habiendo tripulado y armado también sus bajeles hasta el número de sesenta, les salieron al encuentro en el mar de Cerdeña. Dióse un combate naval, y se declaró la victoria a favor de los focenses; pero fue una victoria, como dicen, Cadmea, por haber perdido cuarenta naves, y quedado inútiles las otras veinte, cuyos espolones se torcieron con el choque. Después del combate volvieron a Alalia, y tomando a sus hijos y mujeres, con todos los muebles que las naves podían llevar, dejaron la Córcega, y navegaron hacia Regio.
CLXVII. Los prisioneros focenses que los cartagineses, y más todavía los Tyrrenos, hicieron en las naves destruidas, fueron sacados a tierra y muertos a pedradas. De resultas, los Agyllenses sufrieron una gran calamidad; pues todos los ganados de cualquiera clase, y hasta los hombres mismos que pasaban por el campo donde los focenses fueron apedreados, quedaban mancos, tullidos o apopléticos. Para expiar aquella culpa, enviaron a consultar a Delfos, y la Pitia los mandó que celebrasen, como todavía lo practican, unas magníficas exequias en honor de los muertos, con juegos gímnicos y carreras de caballos. Los otros focenses que se refugiaron en Regio, saliendo después de esta ciudad, fundaron en el territorio do Cnotria una colonia que ahora llaman Hyela; y esto lo hicieron por haber oído a un hombre, natural de Posidonia, que la Pitia les había dicho en su oráculo que fundasen a Cyrno, que es el nombre de un héroe, y no debía equivocarse con el de la isla.
CLXVIII. Una suerte muy parecida a la de los focenses tuvieron los Teianos, pues estrechando Hárpago su plaza con las obras que levantaba, se embarcaron en sus naves y se fueron a Tracia, donde habitaron en Abdera, ciudad que antes había edificado Tymesio el clazomenio, puesto que no la había podido disfrutar por haberle arrojado de ella los tracios; pero al presente los Teianos de Abdera le honran como a un héroe.
CLXIX. De todos los jonios estos fueron los únicos que, no pudiendo tolerar el yugo de los persas, abandonaron su patria; pero los otros (dejando aparte a los de Mileto) hicieron frente al enemigo; y mostrándose hombres de valor, combatieron en defensa de sus hogares, hasta que vencidos al cabo y hechos prisioneros, se quedaron cada uno en su país bajo la obediencia del vencedor. Los Milesios, según ya dije antes, como habían hecho alianza con Ciro, se estuvieron quietos y sosegados. En conclusión, este fue el modo como la Jonia fue avasallada por segunda vez. Los jonios que moraban en las islas, cuando vieron que Hárpago había sujetado ya a los del continente, temerosos de que no les acaeciese otro tanto, se entregaron voluntariamente a Ciro.
CLXX. Oigo decir que a los jonios, celebrando en medio de sus apuros un congreso en Panionio, les dio el sabio Biantes, natural de Priena, un consejo provechoso que si le hubiesen seguido hubieran podido ser los más felices de la Grecia. Los exhortó a que, formando todos una sola escuadra, se fuesen a Cerdeña y fundaran allí un solo estado, compuesto de todas las ciudades jonias; con lo cual, libres de la servidumbre, vivirían dichosos, poseyendo la mayor isla de todas, y teniendo el mando en otras; porque si querían permanecer en la Jonia, no les quedaba, en su opinión, esperanza alguna de mantenerse libres e independientes. También era muy acertado el consejo que antes de llegar a su ruina les había dado el célebre Thales, natural de Mileto, pero de una familia venida antiguamente de Fenicia. Este les proponía que se estableciese para todos los jonios una junta suprema en Theos, por hallarse esta ciudad situada en medio de la Jonia, sin perjuicio de que las otras tuviesen lo mismo que antes sus leyes particulares, como si fuese cada una un pueblo o distrito separado.
CLXXI. Hárpago, después que hubo conquistado la Jonia, volvió sus fuerzas contra los Carianos, los Caunios y los licios, llevando ya consigo las tropas jonias y eolias. Estos Carianos son una nación que dejando las islas se pasó al continente; y según yo he podido conjeturar, informándome de lo que se dice acerca de las edades más remotas, siendo ellos antiguamente súbditos de Minos, con el nombre de Leleges, moraban en las islas del Asia, y no pagaban ningún tributo sino cuando lo pedía Minos, le tripulaban y armaban sus navíos; y como este monarca, siempre feliz en sus expediciones, hiciese muchas conquistas, se distinguió en ellas la nación Cariana, mostrándose la más valerosa y apreciable de todas. A la misma nación se debe el descubrimiento de tres cosas de que usan los griegos; pues ella fue la que enseñó a poner crestas o penachos en los morriones, a pintar armas y empresas en los escudos, y a pegar en los mismos unas correas a manera de asas, siendo así que hasta entonces todos los que usaban de escudo le llevaban sin aquellas asas, y sólo se servían para manejarla de unas bandas de cuero que colgadas del cuello y del hombro izquierdo se unían al mismo escudo. Los carios, después de haber habitado mucho tiempo en las islas, fueron arrojados de ellas por los jonios y dorios, y se pasaron al continente. Esto es lo que dicen los Cretenses; pero los Carianos pretenden ser originarios de la tierra firme, y haber tenido siempre el mismo nombre que ahora; y en prueba de ello muestran en Mylassa un antiguo templo de Júpiter cario, el cual es común a los Mysios, como hermanos que son de los Carianos, puesto que Lydo y Myso, como ellos dicen, fueron hermanos de Car. Los pueblos que tienen otro origen, aunque hablen la lengua de los carios, no participan de la comunión de aquel templo.
CLXXII. Los Caunios, a mi entender, son originarios del país, por más que digan ellos mismos que proceden de Creta. Es difícil determinar si fueron ellos los que adoptaron la lengua Caria o los Carianos la suya; lo cierto es que tienen unas costumbres muy diferentes de los demás hombres y de los Carianos mismos. En sus convites parece muy bien que se reúnan confusamente los hombres, las mujeres y los niños, según la edad y grados de amistad que median entre ellos. Al principio adoptaron el culto extranjero; pero arrepintiéndose después, y no queriendo tener más dioses que los suyos propios, tomaron todos ellos las armas, y golpeando con sus lanzas el aire, caminaron de este modo hasta llegar a los confines Calyndicos, diciendo entretanto que con aquella operación echaban de su país a los dioses extraños.
CLXXIII. Los licios traen su origen de la isla de Creta, que antiguamente estuvo toda habitada de bárbaros. Cuando los hijos de Europa, Sarpedon y Minos, disputaron en ella el Imperio, quedó Minos vencedor en la contienda y echó fuera de Creta a Sarpedon con todos sus partidarios. Estos se refugiaron en Myliada, comarca del Asia menor, y la misma que al presente ocupan los licios. Sus habitadores se llamaban entonces los Solymos. Sarpedon tenía el mando de los licios, que a la sazón se llamaban los Térmilas, nombre que habían traído consigo y con el que todavía son llamados de sus vecinos. Pero después que Lyco, el hijo de Pandion, fue arrojado de Atenas por su hermano Egeo, y refugiándose a la protección de Sarpedon, se pasó a los Térmilas, estos vinieron con el tiempo a mudar de nombre, y tomando el de Lyco, se llamaron licios. Sus leyes en parte son cretenses, y en parte carias; pero tienen cierto uso muy particular en el que no se parecen al resto de los hombres, y es el de tomar el apellido de las madres y no de los padres; de suerte que si a uno se le pregunta quién es y de qué familia procede, responde repitiendo el nombre de su madre y el sus abuelas maternas. Por la misma razón, si una mujer libre se casa con un esclavo, los hijos son tenidos por libres o ingenuos; y si al contrario un hombre libre, aunque sea de los primeros ciudadanos, toma una mujer extranjera o vive con una concubina, los hijos que nacen de semejante unión son mirados como bastardos e infames.
CLXXIV. Los carios en aquella época, sin dar prueba alguna de valor, se dejaron conquistar por Hárpago; y lo mismo sucedió a los griegos que habitaban en aquella región. En ella moran los Cnidios, colonos de los lacedemonios, cuyo país está en la costa del mar y se llama Triopio. La Cnidia, empezando en la península Bybassia, es un terreno rodeado casi todo por el mar, pues solo está unido con el continente por un paso de cinco estadios de ancho. Le baña por el Norte el golfo Ceramico, y por el Sur el mar de Syma y de Rodas. Los Cnidios, queriendo hacer que toda la tierra fuese una isla perfecta, mientras Hárpago se ocupaba en sujetar a la Jonia, trataron de cortar el istmo que los une con la tierra firme. Empleando mucha gente en la excavación, notaron que los trabajadores padecían muchísimo en sus cuerpos, y particularmente en los ojos de resultas de las piedras que rompían, y atribuyéndolo a prodigio o castigo divino, enviaron sus mensajeros a Delfos para consultar cuál fuese la causa de la dificultad y resistencia que encontraban. La Pitia, según cuentan los Cnidios, les respondió así:Al istmo no toquéis de ningún modo. Isla fuera, si Jove lo quisiese. Recibida esta respuesta, suspendieron los Cnidios las excavaciones, y sin hacer la menor resistencia, se entregaron a Hárpago, que con su ejército venía marchando contra ellos.
CLXXV. Más arriba de Halicarnaso moraban tierra adentro los Pedaseos. Siempre que a estos o a sus vecinos les amenaza algún desastre, sucede que a la sacerdotisa de Minerva le crece una gran barba, cosa que entonces le aconteció por tres veces. Los Pedaseos fueron los únicos en toda la Caria que por algún tiempo hicieron frente a Hárpago, y le dieron mucho en que entender, fortificando el monte que llaman Lida; mas por último quedaron vencidos y arruinados.
CLXXVI. Cuando Hárpago conducía sus tropas al territorio de Janto, los licios de aquella ciudad le salieron al encuentro, y peleando pocos contra muchos, hicieron prodigios de valor; pero vencidos al cabo y obligados a encerrarse dentro de la ciudad, reunieron en la fortaleza a sus mujeres, hijos, dinero y esclavos, y pegándola fuego, la redujeron a cenizas; después de lo cual, conjurados entre sí con las más horribles imprecaciones, salieron con disimulo de la plaza, y pelearon de modo que todos ellos murieron con las armas en la mano. Por este motivo muchos que dicen ahora ser licios de Janto, son advenedizos, menos ochenta familias, que hallándose a la sazón fuera de su patria, sobrevivieron a la ruina común. De este modo se apoderó Hárpago de la ciudad de Janto, y de un modo semejante de la de Cauno, habiendo los Caunios imitado casi en todo a los licios.
CLXXVII. Mientras Hárpago destruía el Asia baja, Ciro en persona sujetaba las naciones del Asia superior, sin perdonar a ninguna. Nosotros pasaremos en silencio la mayor parte, tratando únicamente de aquellas que con su resistencia le dieron más que hacer y que son más dignas de memoria. Ciro, pues, cuando tuvo bajo su obediencia todo aquel continente, pensó en hacer la guerra a los asirios.
CLXXVIII. La Asiria tiene muchas y grandes ciudades, pero de todas ellas la más famosa y fuerte era Babilonia, donde existía la corte y los palacios reales después que Nino fue destruida. Situada en una gran llanura, viene a formar un cuadro, cuyos lados tienen cada uno de frente ciento veinte estadios, de suerte que el ámbito de toda ella es de cuatrocientos ochenta. Sus obras de fortificación y ornato son las más perfectas de cuantas ciudades conocemos. Primeramente la rodea un foso profundo, ancho y lleno de agua. Después la ciñen unas murallas que tienen de ancho cincuenta codos reales, y de alto hasta doscientos, siendo el codo real tres dedos mayor del codo común y ordinario.
CLXXIX. Conviene decir en qué se empleó la tierra sacada del foso, y cómo se hizo la muralla. La tierra que sacaban del foso la empleaban en formar ladrillos, y luego que estos tenían la consistencia necesaria los llevaban a cocer a los hornos. Después, valiéndose en vez de argamasa de cierto betún caliente, iban ligando la pared de treinta en treinta filas de ladrillos con unos cestones hechos de caña, edificando primero de este modo los labios o bordes del foso, y luego la muralla misma. En lo alto de esta fabricaron por una y otra parte unas casillas de un solo piso, las unas enfrente de las otras, dejando en medio el espacio suficiente para que pudiese dar vueltas una carroza. En el recinto de los muros hay cien puertas de bronce, con sus quicios y umbrales del mismo metal. A ocho jornadas de Babilonia se halla una ciudad que se llama Is, en la cual hay un río no muy grande que tiene el mismo nombre y va a desembocar al Eufrates. El río Is lleva mezclados con su corriente algunos grumos de asfalto o betún, de donde fue conducido a Babilonia el que sirvió para sus murallas.
CLXXX. La ciudad esta dividida en dos partes por el río Eufrates, que pasa por medio de ella. Este río, grande, profundo y rápido, baja de las Armenias y va a desembocar en el mar Eritreo. La muralla, por entrambas partes, haciendo un recodo llega a dar con el río, y desde allí empieza una pared hecha de ladrillos cocidas, la cual va siguiendo por la ciudad adentro las orillas del río. La ciudad, llena de casas de tres y cuatro pisos, está cortada con unas calles rectas, así las que corren a lo largo, como las trasversales que cruzan por ellas y van a parar al río. Cada una de estas últimas tiene una puerta de bronce en la cerca que se extiende por las márgenes del Eufrates; de manera que son tantas las puertas que van a dar al río, cuantos son los barrios entre calle y calle.
CLXXXI. El muro por la parte exterior es como la lóriga de la ciudad, y en la parte interior hay otro muro que también la ciñe, el cual es más estrecho que el otro, pero no mucho más débil. En medio de cada uno de los dos grandes cuarteles en que la ciudad se divide, hay levantados dos alcázares. En el uno está el palacio real, rodeado con un muro grande y de resistencia, y en el otro un templo de Júpiter Belo con sus puertas de bronce. Este templo, que todavía duraba en mis días, es cuadrado y cada uno de sus lados tiene dos estadios. En medio de él se va fabricada una torre maciza que tiene un estadio de altura y otro de espesor. Sobre esta se levanta otra segunda, después otra tercera, y así sucesivamente hasta llegar al número de ocho torres. Alrededor de todas ellas hay una escalera por la parte exterior, y en la mitad de las escaleras un rellano con asientos, donde pueden descansar los que suben. En la última torre se encuentra una capilla, y dentro de ella una gran cama magníficamente dispuesta, y a su lado una mesa de oro. No se ve allí estatua ninguna, y nadie puede quedarse de noche, fuera de una sola mujer, hija del país, a quien entre todas escoge el Dios, según refieren los Caldeos, que son sus sacerdotes.
CLXXXII. Dicen también los Caldeos (aunque yo no les doy crédito) que viene por la noche el Dios y la pasa durmiendo en aquella cama, del mismo modo que sucede en Tébas del Egipto, como nos cuentan los egipcios, en donde duerme una mujer en el templo de Júpiter tebano. En ambas partes aseguran que aquellas mujeres no tienen allí comunicación con hombre alguno. También sucede lo mismo en Pátara de la Licia, donde la sacerdotisa, todo el tiempo que reside allí el oráculo, queda por la noche encerrada en el templo.
CLXXXIII. En el mismo templo de Babilonia hay en el piso interior otra capilla, en la cual se halla una grande estatua de Júpiter sentado, que es de oro: junto a ella una grande mesa también de oro, siendo del mismo metal la silla y la tarima. Estas piezas, según dicen los Caldeos, no se hicieron can menos de ochocientos talentos de oro. Fuera de la capilla hay un altar de oro, y además otro grande para las reses ya crecidas, pues en el de oro sólo es permitido sacrificar víctimas tiernas y de leche. Todos los años, el día en que los Caldeos celebran la fiesta de su Dios, queman en la mayor de estas dos aras mil talentos de incienso. En el mismo templo había anteriormente una estatua de doce codos, toda ella de oro macizo, la que yo no he visto, y solamente refiero lo que dicen los Caldeos. Darío, el hijo de Histaspes, formó el proyecto de apropiársela cautelosamente, pero no se atrevió a quitarla. Su hijo Jerjes la quitó por fuerza, dando muerte al sacerdote que se oponía a que se la removiese de su sitio. Tal es el adorno y la riqueza de este templo, sin contar otros muchos donativos que los particulares le habían hecho.
CLXXXIV. Entre les muchos reyes de la gran Babilonia que se esmeraron en la fábrica y adorno de las murallas y templos, de quienes haré mención tratando de los Asirlos, hubo dos mujeres. La primera, llamada Semíramis, que reinó cinco generaciones o edades antes de la segunda, fue la que levantó en aquellas llanuras unos diques y terraplenes dignos de admiración, con el objeto de que el río no inundase, como anteriormente, los campos.
CLXXXV. La segunda, que se llamó Nitocris, siendo más política y sagaz que la otra, además de haber dejado muchos monumentos que mencionaré después, procuró tomar cuantas medidas pudo contra el imperio de los medos, el cual, ya grande y poderoso, lejos de contenerse pacífico dentro de sus limites, había ido conquistando muchas ciudades, y entre ellas la célebre Nino. Primeramente, viendo que el Eufrates que corro por medio de la ciudad llevaba hasta ella un curso recto, abrió muchas acequias en la parte superior del país, y llevando el agua por ellas, hizo dar tantas vueltas al río, que por tres veces viniese a tocar en una misma aldea de la Asiria llamada Ardérica; de suerte que los que ahora, saliendo do las costas del mar, quieren pasar a Babilonia, navegando por el Eufrates por tres veces y en tres días diferentes pasan por aquella aldea. En las dos orillas del río amontonó tanta tierra e hizo con ella tales márgenes, que asombra la grandeza y elevación de estos diques. Además de esto, en un lugar que cae en la parte superior, y está muy lejos de Babilonia, mandó hacer una grande excavación con el objeto de formar una laguna artificial, poco distante del mismo río. Se cayó la tierra hasta encontrar con el agua viva, y el circuito de la grande hoya que se formó tenía cuatrocientos y veinte estadios. La tierra que salió de aquella concavidad, sirvió para construir los parapetos en las orillas del río; y alrededor de la misma laguna se fabricó un margen con las piedras que al efecto se habían allí conducido. Entrambas cosas, la tortuosidad del río y la excavación para la laguna, se hicieron con la mira de que la corriente del río, cortada con varias vueltas, fuese menos rápida, y la navegación para Babilonia más larga; y de que además obligase la laguna a dar un rodeo a los que caminasen por tierra. Por esta razón mandó Nitocris hacer aquellas obras en la parte del país donde estaba el paso desde la Media y el atajo para su reino, queriendo que los medos no pudiesen comunicar fácilmente con sus vasallos ni enterarse de sus cosas.
CLXXXVI. Estos resguardos procuró al estado con sus excavaciones, y de ellas sacó todavía otra ventaja. Estando Babilonia dividida por el río en dos grandes cuarteles, cuando uno en tiempo de los reyes anteriores quería pasar de un cuartel al otro, le era forzoso hacerlo en barca; cosa que según yo me imagino, debería de ser molesta y enredosa. A fin de remediar este inconveniente, después de haber abierto el grande estanque, se sirvió de él para la fábrica de otro monumento utilísimo. Hizo cortar y labrar unas piedras de extraordinaria magnitud, y cuando estuvieron ya dispuestas y hecha la excavación, torció y encaminó toda la corriente del río al lugar destinado para la laguna. Mientras éste se iba llenando, secábase la madre antigua del río. En el tiempo que duró esta operación, mandó hacer dos cosas: la una edificar en las orillas que corren por dentro de la ciudad, y a las cuales se baja por las puertas que a cada calle tienen, un margen de ladrillos cocidos, semejante a las obras de las murallas; la otra construir un puente, en medio poco más o menos de la ciudad, con las piedras labradas de antemano, uniéndolas entre sí con hierro y plomo. Sobre las pilastras de esta fábrica se tendía un puente hecho de unos maderos cuadrados, por donde se daba paso a los babilonios durante el día; pero se retiraban los maderos por la noche, para impedir mutuos robos, que se pudiesen cometer con la facilidad de pasar de una parte a otra. Después que con la avenida del río se llenó la laguna y estuvo concluido el puente, restituyó el Eufrates a su antiguo cauce; con lo cual, además de proporcionar la conveniencia del vecindario, logró que se creyese muy acertada la excavación del pantano.
CLXXXVII. Esta misma reina quiso urdir un artificio para engañar a los venideros. Encima de una de las puertas más frecuentadas de la ciudad, y en el lugar más visible de ella, hizo construir su sepulcro, en cuyo frente mandó grabar esta inscripción: —«Si alguno de los reyes de Babilonia que vengan después de mi escaseare de dinero, abra este sepulcro y tome lo que quiera; pero si no escaseare de él, de ningún modo lo abra, porque no le vendrá bien.» Este sepulcro permaneció intacto hasta que la corona recayó en Darío, el cual, incomodado de no usar de aquella puerta y de no aprovecharse de aquel dinero, particularmente cuando el mismo tesoro le estaba convidando, determinó abrir el sepulcro. Darío no usaba de la puerta, por no tener al pasar por ella un muerto sobre su cabeza. Abierto el sepulcro, no se encontró dinero alguno, sino solo el cadáver y un escrito con estas palabras. —«Si no fueses insaciable de dinero, y no te valieses para adquirirle de medios ruines, no hubieras escudriñado las arcas de tus muertos.»
CLXXXVIII. Ciro salió a campaña contra un hijo de esta reina, que se llamaba Labyneto lo mismo que su padre, y que reinaba entonces en la Asiria. Cuando el gran rey (pues este es el dictado que se da al de Babilonia) se pone al frente de sus tropas y marcha contra el enemigo, lleva dispuestas de antemano las provisiones necesarias, y basta el agua del río Choaspes que pasa por Susa, porque no bebe de otra alguna. Con este objeto le siguen siempre a donde quiera que viaja muchos carros de cuatro ruedas, tirados por mulas; los cuales conducen unas vasijas de plata en que va cocida el agua de Choaspes.
CLXXXIX. Cuando Ciro, caminando hacia Babilonia, estuvo cerca del Gyndes (río que tiene sus fuentes en las montañas Matienas, y corriendo después por las Darneas, va a entrar en el Tigris, otro río que pasando por la ciudad de Opis desagua en el mar Eritreo), trató de pasar aquel río, lo cual no puede hacerse sino con barcas. Entretanto, uno de los caballos sagrados y blancos que tenía, saltando con brío al agua, quiso salir a la otra parte; pero sumergido entre los remolinos, lo arrebató la corriente. Irritado Ciro contra la insolencia del río, le amenazó con dejarle tan pobre y desvalido, que hasta las mujeres pudiesen atravesarlo, sin que les llegase el agua a las rodillas. Después de esta amenaza, difiriendo la expedición contra Babilonia, dividió su ejército en dos partes, y en cada una de las orillas del Gyndes señaló con unos cordeles ciento ochenta acequias, todas ellas dirigidas de varias maneras; ordenó después que su ejército las abriese; y como era tanta la muchedumbre de trabajadores, llevó a cabo la empresa, pero no tan pronto que no empleasen sus tropas en ella todo aquel verano.
CXC. Después que Ciro hubo castigado al río Gyndes desangrándole en trescientos sesenta canales, esperó que volviese la primavera, y se puso en camino con su ejército para Babilonia. Los babilonios, armados, lo estaban aguardando en el campo, y luego que llegó cerca de la ciudad le presentaron la batalla, en la cual quedando vencidos se encerraron dentro de la plaza. Instruidos del carácter turbulento de Ciro, pues le habían visto acometer igualmente a todas las naciones, cuidaron de tener abastecida la ciudad de víveres para muchos años, de suerte que por entonces ningún cuidado les daba el sitio. Al contrario, Ciro, viendo que el tiempo corría sin adelantar cosa alguna, estaba perplejo, y no sabia qué partido tomar.
CXCI. En medio de su apuro, ya fuese que alguno se lo aconsejase, o que él mismo lo discurriese, tomó esta resolución. Dividiendo sus tropas, formó las unas cerca del río en la parte por donde entra en la ciudad, y las otras en la parte opuesta, dándoles orden de que luego que viesen disminuirse la corriente en términos de permitir el paso, entrasen por el río en la ciudad. Después de estas disposiciones, se marchó con la gente menos útil de su ejército a la famosa laguna, y en ella hizo con el río lo mismo que había hecho la reina Nitocris. Abrió una acequia o introdujo por ella el agua en la laguna, que a la sazón estaba convertida en un pantano, logrando de este modo desviar la corriente del río y hacer vadeable la madre. Cuando los persas, apostados a las orillas del Eufrates, le vieron menguado de manera que el agua no les llegaba más que a la mitad del muslo, se fueron entrando por él en Babilonia. Si en aquella ocasión los babilonios hubiesen presentido lo que Ciro iba a practicar o no hubiesen estado nimiamente confiados de que los persas no podrían entrar en la ciudad, hubieran acabado malamente con ellos. Porque sólo con cerrar todas las puertas que miran al río, y subirse sobre las cercas que corren por sus márgenes, los hubieran podido coger como a los peces en la nasa. Pero entonces fueron sorprendidos por los persas; y según dicen los habitantes de aquella ciudad, estaban ya prisioneros los que moraban en los extremos de ella, y los que vivían en el centro ignoraban absolutamente lo que pasaba, con motivo de la gran extensión del pueblo, y porque siendo además un día de fiesta, se hallaban bailando y divirtiendo en sus convites y festines, en los cuales continuaron hasta que del todo se vieron en poder del enemigo. De este modo fue tomada Babilonia la primera vez.
CXCII. Para dar una idea de cuánto fuese el poder y la grandeza de los babilonios, entre las muchas pruebas que pudieran alegarse referirá lo siguiente: «Todas las provincias del gran rey están repartidas de modo que, además del tributo ordinario, deben suministrar por su turno los alimentos para el soberano y su ejército. De los doce meses del año, cuatro están a cargo de la sola provincia de Babilonia, y en los otros contribuye a la manutención lo restante del Asia. Por donde se ve que en aquel país de la Asiria está reputado por la tercera parte del Imperio, y su gobierno, que los persas llaman Satrapia, es con mucho exceso el mejor y más principal de todos, en tanto grado, que el hijo de Artabazo, llamado Tritantechmas, a quien dio el mando de aquella provincia, percibía diariamente una ártaba llena de plata, siendo la ártaba una medida persiana que tiene un medimno y tres chenices áticos. Este mismo, sin contar los caballos destinados a la guerra, tenía para la casta ochocientos caballos padres y dieciséis mil yeguas, cubriendo cada caballo padre veinte de sus yeguas. Y era tanta la abundancia de persas indianos que al mismo tiempo criaba, que para darles de comer había destinado cuatro grandes aldeas de aquella comarca, exentas de las demás contribuciones.
CXCIII. En la campiña de los asirios llueve poco, y únicamente lo que basta para que el trigo nazca y se arraigue. Las tierras se riegan con el agua del río, pero no con inundaciones periódicas como en Egipto, sino a fuerza de brazos y de norias. Porque toda la región de Babilonia, del mismo modo que la del Egipto, está cortada con varias acequias, siendo navegable la mayor; la cual se dirige hacia el Solsticio de invierno, y tomada del Eufrates, llega al río Tigris, en cuyas orillas está Nino. Esta es la mejor tierra del mundo que nosotros conocemos para la producción de granos; bien es verdad que no puede disputar la preferencia en cuanto a los árboles, como la higuera, la vid y el olivo. Pero en los frutos de Céres es tan abundante y feraz, que da siempre doscientos por uno; y en las cosechas extraordinarias suele llegar a trescientos. Allí las hojas de trigo y de la cebada tienen de ancho, sin disputa alguna, hasta cuatro dedos; y aunque tengo bien averiguado lo que pudiera decir sobre la altura del maíz y de la alegría, que se parece a la de los árboles, me abstendré hablar de ello, pues estoy persuadido de que parecerá increíble a los que no hayan visitado la comarca de Babilonia cuanto dijere tocante a los frutos de aquel país. No hacen uso alguno del aceite del olivo, sirviéndose del que sacan de las alegrías. Están llenos los campos de palmas, que en todas partes nacen, y con el fruto que las más de ellas producen se proporcionan pan, vino y miel. El modo de cultivarlas es el que se usa con las higueras; porque tomando el fruto de las palmas que los griegos llaman machos, lo atan a las hembras, que son las que dan los dátiles, con la mira de que cierto gusanillo se meta dentro de los dátiles, el cual les ayude a madurar y haga que no se caiga el fruto de la palma, pues que la palma macho cría en su fruto un gusanillo semejante al del cabrahigo.
CXCIV. Voy a referir una cosa que, prescindiendo de la ciudad misma, es para mí la mayor de todas las maravillas de aquella tierra. Los barcos en que navegan río abajo hacia Babilonia, son de figura redonda, y están hechos de cuero. Los habitantes de Armenia, pueblo situado arriba de los asirios, fabrican las costillas del barco con varas de sauce, y por la parte exterior las cubren extendiendo sobre ellas unas pieles, que sirven de suelo, sin distinguir la popa ni estrechar la proa, y haciendo que el barco venga a ser redondo como un escudo. Llenan después todo el buque de heno, y sobrecargan en él varios géneros, y en especial ciertas tinajas llenas de vino de palma; le echan al agua, y dejan que se vaya río abajo. Gobiernan el barco dos hombres en pie por medio de dos remos a manera de gala, el uno boga hacia adentro y el otro hacia afuera. De estos barcos se construyen unos muy grandes, y otros no tanto; los mayores suelen llevar una carga de cinco mil talentos. En cada uno va dentro por lo menos un jumento vivo, y en los mayores van muchos. Luego que han llegado a Babilonia y despachado la carga, pregonan para la venta las costillas y armazón del barco, juntamente con todo el heno que vino dentro. Cargan después en sus jumentos los cueros, y parten con ellos para la Armenia, porque es del todo imposible volver navegando río arriba a causa de la rapidez de su corriente. Y también es esta la razón por que no fabrican los barcos de tablas, sino de cueros, que pueden ser vueltos con más facilidad a su país. Concluido el viaje, tornan a construir sus embarcaciones de la misma manera.
CXCV. Su modo de vestir es el siguiente: llevan debajo una túnica de lino que les llega hasta los pies, y sobre esta otra de lana, y encima de todo una especie de capotillo blanco. Usan de cierto calzado propio de su país, que viene a ser muy parecido a los zapatos de Beocia. Se dejan crecer el cabello, y le atan y cubren con sus mitras o turbantes, ungiéndose todo el cuerpo con ungüentos preciosos. Cada uno lleva un anillo con su sello, y también un bastón bien labrado, en cuyo puño se ve formada una manzana, una rosa, un lirio, un águila, u otra cosa semejante, pues no les permite la moda llevar el bastón sin alguna insignia.
CXCVI. Entre sus leyes hay una a mi parecer muy sabia, de la que, según oigo decir, usan también los Enetos, pueblos de la Iliria. Consiste en una función muy particular que se celebra una vez al año en todas las poblaciones. Luego que las doncellas tienen edad para casarse, las reúnen todas y las conducen a un sitio, en torno del cual hay una multitud de hombres en pie. Allí el pregonero las hace levantar de una en una y las va vendiendo, empezando por la más hermosa de todas. Después que ha despachado a la primera por un precio muy subido, pregona a la que sigue en hermosura, y así las va vendiendo, no por esclavas, sino para que sean esposas de los compradores. De este modo sucedía que los babilonios más ricos y que se hallaban en estado de casarse, tratando a porfía de superarse unos a otros en la generosidad de las ofertas, adquirían las mujeres más lindas y agraciadas. Pero los plebeyos que deseaban tomar mujer, no pretendiendo ninguna de aquellas bellezas, recibían con un buen dote alguna de las doncellas más feas. Porque así como el pregonero acababa de dar salida a las más bellas, hacía poner en pie la más fea del concurso, o la contrahecha, si alguna había, e iba pregonando quién quería casarse con ella recibiendo menos dinero, hasta entregarla por último al que con menos dote la aceptaba. El dinero para estas dotes se sacaba del precio dado por las hermosas, y con esto las bellas dotaban a las feas y a las contrahechas. A nadie le era permitido colocar a su hija con quien mejor le parecía, como tampoco podía ninguno llevarse consigo a la doncella que hubiese comprado, sin dar primero fianzas por las que se obligase a cohabitar con ella, y cuando no quedaba la cosa arreglada en estos términos, les mandaba la ley desembolsar la dote. También era permitido comprar mujer a los que de otros pueblos concurrían con este objeto. Tal era la hermosísima ley que tenían, y que ya no subsiste. Recientemente han inventado otro uso, a fin de que no sufran perjuicio las doncellas, ni sean llevadas a otro pueblo. Como después de la toma de la ciudad muchas familias han experimentado menoscabos en sus intereses, los particulares faltos de medios prostituyen a sus hijas, y con las ganancias que de aquí los resultan, proveen a su colocación.
CXCVII. Otra ley tienen que me parece también muy discreta. Cuando uno está enfermo, le sacan a la plaza, donde consulta sobre su enfermedad con todos los concurrentes, porque entre ellos no hay médicos. Si alguno de los presentes padeció la misma dolencia o sabe que otro la haya padecido, manifiesta al enfermo los remedios que se emplearon en la curación, y le exhorta a ponerlos en práctica. No se permite a nadie que pase de largo sin preguntar al enfermo el mal que lo aflige.
CXCVIII. Entierran sus cadáveres cubiertos de miel; y sus lamentaciones fúnebres son muy parecidas a las que se usan en Egipto. Siempre que un marido babilonio tiene comunicación con su mujer, se purifica con un sahumerio, y lo mismo hace la mujer sentada en otro sitio. Los dos al amanecer se lavan en el baño y se abstienen de tocar alhaja alguna antes de lavarse. Esto mismo hacen cabalmente los árabes.
CXCIX. La costumbre más infame que hay entre los babilonios, es la de que toda mujer natural del país se prostituya una vez en la vida con algún forastero, estando sentada en el templo de Venus. Es verdad que muchas mujeres principales, orgullosas por su opulencia, se desdeñan de mezclarse en la turba con las demás, y lo que hacen es ir en un carruaje cubierto y quedarse cerca del templo, siguiéndolas una gran comitiva de criados. Pero las otras, conformándose con el uso, se sientan en el templo, adornada la cabeza de cintas y cordoncillos, y al paso que las unas vienen, las otras se van. Entre las filas de las mujeres quedan abiertas de una parte a otra unas como calles, tiradas a cordel, por las cuales van pasando los forasteros y escogen la que les agrada. Después que una mujer se ha sentado allí, no vuelve a su casa hasta tanto que alguno la eche dinero en el regazo, y sacándola del templo satisfaga el objeto de su venida. Al echar el dinero debe decirle: «Invoco en favor tuyo a la diosa Milita,» que este es el nombre que dan a Venus los asirios: no es lícito rehusar el dinero, sea mucho o poco, porque se le considera como una ofrenda sagrada. Ninguna mujer puede desechar al que la escoge, siendo indispensable que le siga, y después de cumplir con lo que debe a la diosa, se retira a su casa. Desde entonces no es posible conquistarlas otra vez a fuerza de dones. Las que sobresalen por su hermosura, bien presto quedan desobligadas; pero las que no son bien parecidas, suelen tardar mucho tiempo en satisfacer a la ley, y no pocas permanecen allí por el espacio de tres y cuatro años. Una ley semejante está en uso en cierta parte de Chipre.
CC. Hay entre los Asirlos tres castas o tribus que solo viven de pescado, y tienen un modo particular de prepararlo. Primero lo secan al sol, después lo machacan en un mortero, y por último, exprimiéndolo con un lienzo, hacen de él una masa; y algunos hay que lo cuecen como si fuera pan.
CCI. Después que Ciro hubo conquistado a los babilonios, quiso reducir a su obediencia a los masagetas, nación que tiene fama de ser numerosa y valiente. Está situada hacia la aurora y por donde sale el sol, de la otra parte del río Araxes, y enfrente de los Issedones. No falta quien pretende que los masagetas son una nación de escitas.
CCII. El Araxes dicen algunos que es mayor y otros menor que el Danubio, y que forma muchas islas tan grandes como la de Lesbos. Los habitantes de estas islas viven en el verano de las raíces, que de todas especies encuentran cavando, y en el invierno se alimentan con las frutas de los árboles que se hallaron maduras en el verano y conservaron en depósito para su sustento. De ellos se dice que han descubierto ciertos árboles que producen una fruta que acostumbran echar en el fuego cuando se sientan a bandadas alrededor de sus hogueras. Percibiendo ahí el olor que despide de sí la fruta, a medida que se va quemando, se embriagan con él del mismo modo que los griegos con el vino, y cuanta más fruta echan al fuego, tanto más crece la embriaguez, hasta que levantándose del suelo se ponen a bailar y cantar. El río Araxes tiene su origen en los Metienos donde sale también el Gyndes, al cual repartió Ciro en trescientos sesenta canales y desagua por cuarenta bocas, que todas ellas menos una van a ciertas lagunas y pantanos, donde se dice haber unos hombres que se alimentan de pescado crudo y se visten con pieles de focas o becerros marinos. Pero aquella boca del Araxes que tiene limpia su corriente, va a desaguar en el río Caspio, que es un mar aparte y no se mezcla con ningún otro; siendo así que el mar en que navegan los griegos y el que está más allá de las columnas de Hércules y llaman Atlántico, como también el Eritreo, vienen todos a ser un mismo mar.
CCIII. La longitud del mar Caspio es de quince días de navegación en un barco al remo, y su latitud es de ocho días en la mayor anchura. Por sus orillas en la parte que mira al Occidente corre el monte Cáucaso, que en su extensión es el mayor y en su elevación el más alto de todos. Encierra dentro de sí muchas y muy varias naciones, la mayor parte de las cuales viven del fruto de los árboles silvestres. Entre estos árboles hay algunos cuyas hojas son de tal naturaleza, que con ellas machacadas y disueltas en agua, pintan en sus vestidos aquellos habitantes ciertos animales que nunca se borran por más que se laven, y duran tanto como la lana misma, con la cual parece fueron desde el principio entretejidos. También se dice de estos naturales, que usan en público de sus mujeres a manera de brutos.
CCIV. En las riberas del mar Caspio que miran al Oriente hay una inmensa llanura cuyos límites no puede alcanzar la vista. Una parte, y no la menor de ella, la ocupan aquellos masagetas contra quienes formó Ciro el designio de hacer la guerra, excitado por varios motivos que le llenaban de orgullo. El primero de todos era lo extraño de su nacimiento, por el que se figuraba ser algo más que hombre; y el segundo la fortuna que lo acompañaba en todas sus expediciones, pues donde quiera que entraban sus armas, parecía imposible que ningún pueblo dejase de ser conquistado.
CCV. En aquella sazón era reina de los masagetas una mujer llamada Tomiris, cuyo marido había muerto ya. A esta, pues, envió Ciro una embajada, con el pretexto de pedirla por esposa. Pero Tomiris, que conocía muy bien no ser ella, sino su reino, lo que Ciro pretendía, le negó la entrada en su territorio. Viendo Ciro el mal éxito de su artificiosa tentativa, hizo marchar su ejército hacia el Araxes, y no se recató ya en publicar su expedición contra los masagetas, construyendo puentes en el río, y levantando torres encima de las naves en que debía verificarse el paso de las tropas.
CCVI. Mientras Ciro se ocupaba en estas obras, le envió Tomiris un mensajero con orden de decirle: —«Bien puedes, rey de los medos, excusar esa fatiga que tomas con tanto calor: ¿quién sabe si tu empresa será tan feliz corno deseas? Más vale que gobiernes tu reino pacíficamente, y nos dejes a nosotros en la tranquila posesión de los términos que habitamos. ¿Despreciarás por ventura mis consejos, y querrás más exponerlo todo que vivir quieto y sosegado? Pero si tanto deseas hacer una prueba del valor de los masagetas, pronto podrás conseguirlo. No te tomes tanto trabajo para juntar las dos orillas del río. Nuestras tropas se retirarán tres jornadas, y allí te esperaremos; o si prefieres que nosotros pasemos a tu país, retírate a igual distancia, y no tardaremos en buscarte.» Oído el mensaje, convocó Ciro a los persas principales, y exponiéndoles el asunto, les pidió su parecer sobre cuál de los dos partidos sería mejor admitir. Todos unánimemente convinieron en que se debía esperar a Tomiris y a su ejército en el territorio persiano.
CCVII. Creso, que se hallaba presente a la deliberación, desaprobó el dictamen de los persas, y manifestó su opinión contraria en estos términos: —«Ya te he dicho, señor, otras veces, que puesto que el cielo me ha hecho siervo tuyo, procuraré con todas mis fuerzas estorbar cualquier desacierto que trate de cometerse en tu casa. Mis desgracias me proporcionan, en medio de su amargura, algunos documentos provechosos. Si te consideras inmortal, y que también lo es tu ejército, ninguna necesidad tengo de manifestarte mi opinión; pero si tienes presente que eres hombre y que mandas a otros hombres, debes advertir, antes de todo, que la fortuna es una rueda, cuyo continuo movimiento a nadie deja gozar largo tiempo de la felicidad. En el caso propuesto, soy de parecer contrario al que han manifestado mis consejeros, y encuentro peligroso que esperes al enemigo en tu propio país; pues en caso de ser vencido, te expones a perder todo el imperio, siendo claro que, vencedores los masagetas, no volverán atrás huyendo, sino que avanzarán a lo interior de tus dominios. Por el contrario, si los vences, nunca cogerás tanto fruto de la victoria como si, ganando la batalla en su mismo país, persigues a los masagetas fugitivos y derrotados. Debe pensarse por lo mismo en vencer al enemigo, y caminar después en derechura a sojuzgar el reino de Tomiris; además de que sería ignominioso para el hijo de Cambises ceder el campo a una mujer, y volver atrás un solo paso. Soy, por consiguiente, de dictamen que pasemos el río, y avanzando lo que ellos se retiren, procuremos conseguir la victoria. Esos masagetas, según he oído, no tienen experiencia de las comodidades que en Persia se disfrutan, ni han gustado jamás nuestras delicias. A tales hombres convendría prevenirles, en nuestro mismo campo un copioso banquete, matando un gran número de carneros, y dejándolos bien preparados, con abundancia de vino puro y todo género de manjares. Hecho esto, confiando la custodia de los reales a los soldados más débiles, nos retiraríamos hacia el río. Cuando ellos viesen a su alcance tantas cosas buenas, no dado que se abalanzarían a gozarlas y nos suministrarían la mejor ocasión de sorprenderlos ocupados, y de hacer en ellos una matanza horrible.»
CCVIII. Estos fueron los pareceres que se dieron a Ciro; el cual, desechando el primero y conformándose con el de Creso, envió a decir a Tomiris que se retirase, porque él mismo determinaba pasar el río y marchar contra ella. Retiróse en efecto la reina, como antes lo tenía ofrecido. Entonces fue cuando Ciro puso a Creso en manos de su hijo Cambises, a quien declaraba por sucesor suyo, encargándolo con las mayores veras que cuidase mucho de honrarlo y hacerle bien en todo, si a él por casualidad no le saliese felizmente la empresa que acometía. Después de esto, envíalos a Persia juntos; y él poniéndose al frente de sus tropas, pasa con ellas el río.
CCIX. Estando ya de la otra parte del Araxes, venida la noche y durmiendo en la tierra de los masagetas, tuvo Ciro una visión entre sueños que le representaba al hijo mayor de Hystaspes con alas en los hombros, una de las cuales cubría con su sombra el Asia y la otra la Europa. Este Hystaspes era hijo de Arsaces, de la familia de los Acheménidas, y su hijo mayor, Darío, joven de veinte años, se había quedado en Persia, por no tener la edad necesaria para la milicia. Luego que despertó Ciro, se puso a reflexionar acerca del sueño, y como le pareciese grande y misterioso, hizo llamar a Hystaspes, y quedándose con él a solas, le dijo: —«He descubierto, Hystaspes, que tu hijo maquina contra mi persona y contra mi soberanía. Voy a decirte el modo seguro como lo he sabido. Los dioses, teniendo de mí un especial cuidado, me revelan cuanto me debe suceder; y ahora mismo he visto la noche pasada entre sueños que el mayor de tus hijos tenía en sus hombros dos alas, y que con la una llenaba de sombra el Asia, y con la otra la Europa. Esta visión no puede menos de ser indicio de las asechanzas que trama contra mí. Vete, pues, desde luego a Persia y dispón las cosas de modo que cuando yo esté de vuelta, conquistado ya este país, me presentes a tu hijo para hacerle los cargos correspondientes.»
CCX. Esto dijo Ciro, imaginando que Darío le ponía asechanzas; pero lo que el cielo le pronosticaba era la muerte que debía sobrevenirle, y la traslación de su corona a las sienes de Darío. Entonces le respondió Hystaspes: —«No permita Dios que ningún persa de nacimiento maquine jamás contra vuestra persona, y perezca mil veces el traidor que lo intentase. Vos fuisteis, oh rey, quien de esclavos hizo libres a los persas, y de súbditos de otros, señores de todos. Contad enteramente conmigo, porque prontísimo a entregaros a mi hijo, para que de él hagáis lo que quisiereis, si alguna visión os le mostró amigo de novedades en perjuicio de vuestra soberanía.» Así respondió Hystaspes; en seguida repasó el río y se puso en camino para Persia, con objeto de asegurar a Darío y presentarle a Ciro cuando volviese.
CCXI. Partiendo del Araxes, se adelantó Ciro una jornada, y puso por obra el consejo que le había sugerido Creso; conforme al cual se volvió después hacia el río con la parte más escogida y brillante de sus tropas, dejando allí la más débil y flaca. Sobre estos últimos cargó en seguida la tercera parte del ejército de Tomiris, y por más que se defendieron, los pasó a todos al filo de la espada. Pero viendo los Misagetas, después de la muerte de sus contrarios, las mesas que estaban preparadas, sentáronse a ellas, y de tal modo se hartaron de comida y de vino, que por último se quedaron dormidos. Entonces los persas volvieron al campo, y acometiéndoles de firme, mataron a muchos y cogieron vivos a muchos más, siendo de este número su general, el hijo de la reina Tomiris, cuyo nombre era Spargapises.
CCXII. Informada Tomiris de lo sucedido en su ejército y en la persona de su hijo, envió un mensajero a Ciro, diciéndole: —«No te ensoberbezcas, Ciro, hombre insaciable de sangre, por la grande hazaña que acabas de ejecutar. Bien sabes que no has vencido a mi hijo con el valor de tu brazo, sino engañándolo con esa pérfida bebida, con el fruto de la vid, del cual sabéis vosotros henchir vuestros cuerpos, y perdido después el juicio, deciros todo género de insolencias. Toma el saludable consejo que voy a darte. Vuelve a mi hijo y sal luego de mi territorio, contento con no haber pagado la pena que debías por la injuria que hiciste a la tercera parte de mis tropas. Y si no lo practicas así, te juro por el sol, supremo señor de los masagetas, que por sediento que te halles de sangre, yo te saciaré de ella.»
CCXIII. Ciro no hizo caso de este mensaje. Entretanto, Spargapises, así que el vino le dejó libre la razón y con ella vio su desgracia, suplicó a Ciro le quitase las prisiones; y habiéndolo conseguido, dueño de sus manos, las volvió contra sí mismo y acabó con su vida. Este fue el trágico fin del joven prisionero.
CCXIV. Viendo Tomiris que Ciro no daba oídos a sus palabras, reunió todas sus fuerzas y trabó con él la batalla más reñida que en mi concepto se ha dado jamás entre las naciones bárbaras. Según mis noticias, los dos ejércitos empezaron a pelear con sus arcos a cierta distancia; pero consumidas las flechas, vinieron luego a las manos y se acometieron vigorosamente con sus lanzas y espadas. La carnicería duró largo tiempo, sin querer ceder el puesto ni los unos ni los otros, hasta que al cabo quedaron vencedores los Masegetas. Las tropas persianas sufrieron una pérdida espantosa, y el mismo Ciro perdió la vida, después de haber reinado veintinueve años. Entonces fue cuando Tomiris, habiendo hecho llenar un odre de sangre humana, mandó buscar entre los muertos el cadáver de Ciro; y luego que fue hallado, le cortó la cabeza y la metió dentro del odre, insultándolo con estas palabras: —«Perdiste a mi hijo cogiéndole con engaño a pesar de que yo vivía y de que yo soy tu vencedora. Pero yo te saciaré de sangre cumpliendo mi palabra.» Este fue el término que tuvo Ciro, sobre cuya muerte sé muy bien las varias historias que se cuentan; pero yo la he referido del modo que me parece más creíble.
CCXV. Los masagetas en su vestido y modo de vivir se parecen mucho a los escitas, y son a un mismo tiempo soldados de a caballo y de a pie. En sus combates usan de flechas y de lanzas, y llevan también cierta especie de segures, que llaman ságares. Para todo se sirven del oro y del bronce: del bronce para las lanzas, saetas y segures; y del oro para el adorno de las cabezas, los ceñidores y las bandas que cruzan debajo de los brazos. Ponen a los caballos un peto de bronce, y emplean el oro para el freno, las riendas y domas jaez. No hacen uso alguno de la plata y del hierro, porque el país no produce estos metales, siendo en él muy abundantes el oro y el bronce.
CCXVI. Los masagetas tienen algunas costumbres particulares. Cada uno se casa con su mujer; pero el uso de las casadas es común para todos, pues lo que los griegos cuentan de los escitas en este punto, no son los escitas, sino los masagetas los que lo hacen, entre los cuales no se conoce el pudor; y cualquier hombre, colgando del carro su aljaba, puede juntarse sin reparo con la mujer que le acomoda. No tiene término fijo para dejar de existir; pero si uno llega a ser ya decrépito, reuniéndose todos los parientes le matan con una porción de reses, y cociendo su carne, celebran con ella un gran banquete. Este modo de salir de la vida se mira entre ellos como la felicidad suprema, y si alguno muere de enfermedad, no se hace convite con su carne, sino que se lo entierra con grandísima pesadumbre de que no haya llegado al punto de ser inmolado. No siembran cosa alguna, y viven solamente de la carne de sus rebaños y de la pesca que el Araxes les suministra en abundancia. Su bebida es la leche. No veneran otro dios que el sol, a quien sacrifican caballos; y dan por razón de su culto, que al más veloz de los dioses no puede ofrecerse víctima más grata que el más ligero de los animales.
Libro II. Euterpe
Descripción de Egipto y de su historia
I. Después de la muerte de Ciro, tomó el mando del imperio su hijo Cambises, habido en Casandana, hija de Farnaspes, por cuyo fallecimiento, mucho antes acaecido, había llevado Ciro y ordenado en todos sus dominios el luto más riguroso. Cambises, pues, heredero de su padre, contando entre sus vasallos a los jonios y a los Eólios, llevó estos griegos, de quienes era señor, en compañía de sus demás súbditos, a la expedición que contra el Egipto dirigía.
II. Los egipcios vivieron en la presunción de haber sido los primeros habitantes del mundo, hasta el reinado de Psamético. Desde entonces, cediendo este honor a los frigios, se quedaron ellos en su concepto con el de segundos. Porque queriendo aquel rey averiguar cuál de las naciones había sido realmente la más antigua, y no hallando medio ni camino para la investigación de tal secreto, echó mano finalmente de original invención. Tomó dos niños recién nacidos de padres humildes y vulgares, y los entregó a un pastor para que allá entre sus apriscos los fuese criando de un modo desusado, mandándole que los pusiera en una solitaria cabaña, sin que nadie delante de ellos pronunciara palabra alguna, y que a las horas convenientes les llevase unas cabras con cuya leche se alimentaran y nutrieran, dejándolos en lo demás a su cuidado y discreción. Estas órdenes y precauciones las encaminaba Psamético al objeto de poder notar y observar la primera palabra en que los dos niños al cabo prorrumpiesen, al cesar en su llanto e inarticulados gemidos. En efecto, correspondió el éxito a lo que se esperaba. Transcurridos ya dos años en expectación de que se declarase la experiencia, un día, al abrir la puerta, apenas el pastor había entrado en la choza, se dejaron caer sobre él los dos niños, y alargándole sus manos, pronunciaron la palabra becos. Poco o ningún caso hizo por la primera vez el pastor de aquel vocablo; mas observando que repetidas veces, al irlos a ver y cuidar, otra voz que becos no se les oía, resolvió dar aviso de lo que pasaba a su amo y señor, por cuya orden, juntamente con los niños, pareció a su presencia. El mismo Psamético, que aquella palabra les oyó, quiso indagar a qué idioma perteneciera y cuál fuese su significado, y halló por fin que con este vocablo se designaba el pan entre los frigios. En fuerza de tal experiencia cedieron los egipcios de su pretensión de anteponerse a los frigios en punto de antigüedad.
III. Que pasase en estos términos el acontecimiento, yo mismo allá en Menfis lo oía de boca de los sacerdotes de Vulcano, si bien los griegos, entre otras muchas fábulas y vaciedades, añaden que Psamético, mandando cortar la lengua a ciertas mujeres, ordenó después que a cuenta de ellas corriese la educación de las dos criaturas; mas lo que llevo arriba referido es cuanto sobre el punto se me decía. Otras noticias no leves ni escasas recogí en Menfis conferenciando con los sacerdotes de Vulcano; pero no satisfecho con ellas, hice mis viajes a Tebas y a Heliópolis con la mira de ser mejor informado y ver si iban acordes las tradiciones de aquellos lugares con las de los sacerdotes de Menfis, mayormente siendo tenidos los de Heliópolis, como en efecto lo son, por los más eruditos y letrados del Egipto. Mas respecto a los arcanos religiosos, cuales allí los oía, protesto desde ahora no ser mi ánimo dar de ellos una historia, sino sólo publicar sus nombres, tanto más, cuanto imagino que acerca de ellos todos nos sabemos lo mismo. Añado, que cuanto en este punto voy a indicar, lo haré únicamente a más no poder, forzado por el hilo mismo de la narración.
IV. Explicábanse, pues, con mucha uniformidad aquellos sacerdotes, por lo que toca a las cosas públicas y civiles. Decían haber sido los egipcios los primeros en la tierra que inventaron la descripción del año, cuyas estaciones dividieron en doce partes o espacios de tiempo, gobernándose en esta economía por las estrellas. Y en mi concepto, ellos aciertan en esto mejor que los griegos, pues los últimos, por razón de las estaciones, acostumbran intercalar el sobrante de los días al principio de cada tercer año; al paso que los egipcios, ordenando doce meses por año, y treinta días por mes, añaden a este cómputo cinco días cada año, logrando así un perfecto círculo anual con las mismas estaciones que vuelven siempre constantes y uniformes. Decían asimismo que su nación introdujo la primera los nombres de los doce dioses que de ellos tomaron los griegos; la primera en repartir a las divinidades sus aras, sus estatuas y sus templos; la primera en esculpir sobre el mármol los animales, mostrando allí muchos monumentos en prueba de cuanto iban diciendo. Añadían que Menes fue el primer hombre que reinó en Egipto; aunque el Egipto todo fuera del Nomo tebano, era por aquellos tiempos un puro cenagal, de suerte que nada parecía entonces de cuanto terreno al presente se descubre más abajo del lago Meris, distante del mar siete días de navegación, subiendo el río.
V. En verdad que acerca de este país discurrían ellos muy bien, en mi concepto; siendo así que salta a los ojos de cualquier atento observador, aunque jamás lo haya oído de antemano, que el Egipto es una especie de terreno postizo, y como un regalo del río mismo, no solo en aquella playa a donde arriban las naves griegas, sino aun en toda aquella región que en tres días de navegación se recorre más arriba de la laguna Meris; aunque es verdad que acerca del último terreno nada me dijeron los sacerdotes. Otra prueba hay de lo que voy diciendo, tomada de la condición misma del terreno de Egipto, pues si navegando uno hacia él echare la sonda a un día de distancia de sus riberas, la sacará llena de lodo de un fondo de once orgias. Tan claro se deja ver que hasta allí llega el poso que el río va depositando.
VI. La extensión del Egipto a lo largo de sus costas, según nosotros lo medimos, desde el golfo Plintinetes hasta la laguna Sorbónida, por cuyas cercanías se dilata el monte Casio, no es menor de 60 schenos. Uso aquí de esta especie de medida por cuanto veo que los pueblos de corto terreno suelen medirlo por orgias; los que lo tienen más considerable, por estadíos, los de grande extensión, por parasangas, y los que lo poseen excesivamente dilatado, por schenos. El valor de estas medidas es el siguiente: la parasanga comprende treinta estadios, y el scheno, medida propiamente egipcia, comprende hasta sesenta. Así que lo largo del Egipto por la costa del mar es de 3.600 estadios.
VII. Desde las costas penetrando en la tierra hasta que se llega a Heliópolis, es el Egipto un país bajo, llano y extendido, falto de agua, y de suyo cenagoso. Para subir desde el mar hacia la dicha Heliópolis, hay un camino que viene a ser tan largo como el que desde Atenas, comenzando en el Ara de los doce Dioses, va a terminar en Pisa en el templo de Júpiter Olímpico, pues si se cotejasen uno y otro camino, se hallaría ser bien corta la diferencia entre los dos, como solo de 45 estadios, teniendo el que va desde el mar a Heliópolis 1.500 cabales, faltando 15 para este número al que una a Pisa con Atenas.
VIII. De Heliópolis arriba es el Egipto un angosto valle. Por un lado tiene la sierra de los montes de Arabia, que se extiende desde Norte al Mediodía y al viento Noto, avanzando siempre hasta el mar Eritrheo; en ella están las canteras que se abrieron para las pirámides de Menfis. Después de romperse en aquel mar, tuerce otra vez la cordillera hacia la referida Heliópolis, y allí, según mis informaciones, en su mayor longitud de Levante a Poniente viene a tener un camino de dos meses, siendo su extremidad oriental muy feraz en incienso. He aquí cuanto de este monte puedo decir. Al otro lado del Egipto, confinante con la Libia, se dilata otro monte pedregoso, donde están las pirámides, monte encubierto y envuelto en arena, tendiendo hacia Mediodía en la misma dirección que los opuestos montes de la Arabia. Así, pues, desde Heliópolis arriba, lejos de ensancharse la campiña, va alargándose como un angosto valle por cuatro días enteros de navegación, en tanto grado, que la llanura encerrada entre las dos sierras, la Líbica y la Arábica, no tendrá a mi parecer más allá de 200 estadios en su mayor estrechura, desde la cual continúa otra vez ensanchándose el Egipto.
IX. Esta viene a ser la situación natural de aquella región. Desde Heliópolis hasta Tebas se cuentan nueve días de navegación, viaje que será de 4.860 estadios, correspondientes a 81 schenos: sumando, pues, los estadios que tiene el Egipto, son: 3.600 a lo largo de la costa, como dejo referido; desde el mar hasta Tebas tierra adentro 6.1209, y 1.800, finalmente, de Tebas a Elefantina.
X. La mayor parte de dicho país, según decían los sacerdotes, y según también me parecía, es una tierra recogida y añadida lentamente al antiguo Egipto. Al contemplar aquel valle estrecho entre los dos montes que dominan la ciudad de Menfis, se me figuraba que habría sido en algún tiempo un seno de mar, como lo fue la comarca de Ilión, la de Teutrania, la de Éfeso y la llanura del Meandro, si no desdice la comparación de tan pequeños efectos con aquel tan admirable y gigantesco. Porque ninguno de los ríos que con su poso llegaron a cegar los referidos contornos es tal y tan grande, que se pueda igualar con una sola boca de las cinco por las que el Nilo se derrama. Verdad es que no faltan algunos que sin tener la cuantía y opulencia del Nilo, han obrado, no obstante, en este género grandiosos efectos, muchos de los cuales pudiera aquí nombrar, sin conceder el último lugar al río Aqueloó, que corriendo por Acarnia y desaguando en sus costas, ha llegado ya a convertir en tierra firme la mitad de las islas Equinadas.
XI. En la región de Arabia, no lejos de Egipto, existe un golfo larguísimo y estrecho, el cual se mete tierra adentro desde el mar del Sud, o Eritreo; golfo tan largo que, saliendo de su fondo y navegándole a remo, no se llegará a lo dilatado del Océano hasta cuarenta días de navegación y tan estrecho, por otra parte, que hay paraje en que se le atraviesa en medio día de una a otra orilla; y siendo tal, no por eso falta en él cada día su flujo y reflujo concertado. Un golfo semejante a éste imagino debió ser el Egipto que desde el mar Mediterráneo se internara hacia la Etiopía, como penetra desde el mar del Sud hacia la Siria aquel golfo arábigo de que volveremos a hablar. Poco faltó, en efecto, para que estos dos senos llegasen a abrirse paso en sus extremos, mediando apenas entre ellos una lengua de tierra harto pequeña que los separa. Y si el Nilo quería torcer su curso hacia el golfo Arábigo, ¿quién impidiera, pregunto, que dentro del término de veinte mil años a lo menos, no quedase cegado el golfo con sus avenidas? Mi idea por cierto es que en los últimos diez mil años que precedieron a mi venida al mundo, con el poso de algún río debió quedar cubierta y cegada una parte del mar. ¿Y dudaremos que aquel golfo, aunque fuera mucho mayor, quedase lleno y terraplenado con la avenida de un río tan opulento y caudaloso como el Nilo?
XII. En conclusión, yo tengo por cierta esta lenta y extraña formación del Egipto, no sólo por el dicho de sus sacerdotes, sino porque vi y observé que este país se avanza en el mar más que los otros con que confina, que sobre sus montes se dejan ver conchas y mariscos, que el salitre revienta de tal modo sobre la superficie de la tierra, que hasta las pirámides va consumiendo, y que el monte que domina a Menfis es el único en Egipto que se vea cubierto de arena. Añádase a lo dicho que no es aquel terreno parecido ni al de la Arabia comarcana, ni al de la Libia, ni al de los Sirios, que son los que ocupan las costas del mar Arábigo; pues no se ve en él sino una tierra negruzca y hendida en grietas, como que no es más que un cenagal y mero poso que, traído de la Etiopía, ha ido el río depositando, al paso que la tierra de Libia es algo roja y arenisca, y la de la Arabia y la de Siria es harto gredosa y bastante petrificada.
XIII. Otra noticia me referían los sacerdotes, que es para mí gran conjetura en favor de lo que voy diciendo. Contaban que en el reinado de Meris, con tal que creciese el río a la altura de ocho codos, bastaba ya para regar y cubrir aquella porción de Egipto que está más abajo de Menfis; siendo notable que entonces no habían transcurrido todavía novecientos años desde la muerte de Meris. Pero al presente ya no se inunda aquella comarca cuando no sube el río a la altura de dieciséis codos, o de quince por lo menos. Ahora bien; si va subiendo el terreno a proporción de lo pasado y creciendo más y más de cada día, los egipcios que viven más abajo de la laguna Meris, y los que moran en su llamado Delta, si el Nilo no inundase sus campos, en lo futuro, están a pique de experimentar en su país para siempre los efectos a que ellos decían, por burla, que los griegos estarían expuestos alguna vez. Sucedió, pues, que oyendo mis buenos egipcios en cierta ocasión que el país de los griegos se baña con agua del cielo, y que por ningún río como el suyo es inundado, respondieron el disparate, «que si tal vez les salía mal la cuenta, mucho apetito tendrían los griegos y poco que comer.» Y con esta burla significaban, que si Dios no concedía lluvias a estos pueblos en algún año de sequedad que les enviara, perecerían de hambre sin remedio, no pudiendo obtener agua para el riego sino de la lluvia que el cielo les dispensara.
XIV. Bien está: razón tienen los egipcios para hablar así de los griegos; pero atiendan un instante a lo que pudiera a ellos mismos sucederles. Si llegara, pues, el caso en que el país de que hablaba, situado más debajo de Menfis, fuese creciendo y levantándose gradualmente como hasta aquí se levantó, ¿qué les quedará ya a los egipcios de aquella comarca sino afinar bien los dientes sin tener dónde hincarlos? Y con tanta mayor razón, por cuanto ni la lluvia cae en su país, ni su río pudiera entonces salir de madre para el rico de los campos. Mas por ahora no existe gente, no ya entre los extranjeros, sino entro los egipcios mismos, que recoja con menor fatiga su anual cosecha que los de aquel distrito. No tienen ellos el trabajo de abrir y surcar la tierra con el arado, ni de escardar sus sembrados, ni de prestar ninguna labor de las que suelen los demás labradores en el cultivo de sus cosechas, sino que, saliendo el río de madre sin obra humana y retirado otra vez de los campos después de regarlos, se reduce el trabajo a arrojar cada cual su sementera, y meter en las tierras rebaños para que cubran la semilla con sus pisadas. Concluido lo cual, aguardan descansadamente el tiempo de la siega, y trillada su parva por las mismas bestias, recogen y concluyen su cosecha.
XV. Si quisiera yo adoptar la opinión de los jonios acerca del Egipto, probaría aún que ni un palmo de tierra poseían los egipcios en la antigüedad. Reducen los jonios el Egipto propiamente dicho, al país de Delta, es decir, al país que se extiende a lo largo del mar por el espacio de cuarenta schenos, desde la atalaya llamada de Perseo hasta el lugar de las Taricheas Pelusianas y que penetra tierra adentro hasta la ciudad de Cercasoro, donde el Nilo se divide en dos brazos que corren divergentes hacia Pelusio y hacia Canopo; el resto de aquel reino pertenece, según ellas, parte a la Libia, parte a la Arabia. Y siendo la Delta, en su concepto como en el mío, un terreno nuevo y adquirido, que salió ayer de las aguas por decirlo así, ni aun lugar tendrían los primitivos egipcios para morir y vivir. Y entonces, ¿a qué el blasón o hidalguía que pretenden de habitantes del mundo más antiguos? ¿A qué la experiencia verificada en sus dos niños para observar el idioma en que por sí mismos prorrumpiesen? Mas no soy en verdad de opinión que al brotar de las olas aquella comarca llamada Delta por los jonios, levantasen al mismo tiempo los egipcios su cabeza. egipcios hubo desde que hombres hay, quedándose unos en sus antiguas mansiones, avanzando otros con el nuevo terreno para poblarlo y poseerlo.
XVI. Al Egipto pertenecía ya desde la antigüedad la ciudad de Tebas, cuyo ámbito es de 6.120 estadios. Yerran, pues, completamente los jonios, si mi juicio es verdadero. Ni ellos ni los griegos, añadiré, aprendieron a contar, si por cierta tienen su opinión. Tres son las partes del mundo, según confiesan: la Europa, el Asia y la Libia; mas a estas debieran añadir por cuarta la Delta del Egipto, pues que ni al Asia ni a la Libia pertenece, por cuanto el Nilo, único que pudiera deslindar estas regiones, va a romperse en dos corrientes en el ángulo agudo de la Delta, quedando de tal suerte aislado este país entre las dos partes del mundo con quienes confina.
XVII. Pero dejemos a los jonios con sus cavilaciones, que para mí todo el país habitado por egipcios, Egipto es realmente, por tal debe ser reputado, así como de los Cilicios trae su nombre la Cilicia, y la Asiria de los asirios, ni reconozco otro límite verdadero del Asia y de la Libia que el determinado por aquella nación. Mas si quisiéramos seguir el uso de los griegos, diremos que el Egipto, empezando desde ha cataratas y ciudad de Elefantina, se divide en dos partes que lleva cada una el nombre del Asia o de la Libia que la estrecha. Empieza el Nilo desde las cataratas a partir por medio el reino, corriendo al mar por un solo cauce hasta la ciudad de Cercaroso; y desde allí se divide en tres corrientes o bocas diversas hacia Levante la Pelusia, la Canobica hacia Poniente, y la tercera que siguiendo su curso rectamente va a romperse en el ángulo de la Delta y cortándola por medio se dirige al mar, no poco abundante en agua y no poco célebre con el nombre de Sebenítica: otras dos corrientes se desprenden de esta última, llamadas la Saitica y la Mendesia; las dos restantes, Bucolica y Bolbitina, más que cauces nativos del Nilo, son dos canales artificialmente excavados.
XVIII. La extensión del Egipto que en mi discurso voy declarando, queda atestiguada por un oráculo del dios Amon que vino a confirmar mi juicio anteriormente abrazado. Los vecinos de Apis y de Marea, ciudades situadas en las fronteras confinantes con la Libia, se contaban por Libios y no por egipcios, y mal avenidos al mismo tiempo con el ritual supersticioso del Egipto acerca de los sacrificios, y con la prohibición de la carne vacuna, enviaron diputados a Amon, para que, exponiendo que nada tenían ellos con los egipcios, viviendo fuera de la Delta y hablando diverso idioma, impetrasen la facultad de usar de toda comida sin escrúpulo ni excepción. Mas no por eso quiso Amon concederles el indulto que pedían, respondiéndoles el oráculo que cuanto riega el Nilo en sus inundaciones pertenece al Egipto, y que egipcios son todos cuantos beben de aquel río, morando más abajo de Elefantina.
XIX. No es sólo la Delta la que en sus avenidas inunda el Nilo, pues que de él nos toca hablar, sino también el país que reparten algunos entre la Libia y la Arabia ora más, ora menos, por el espacio de dos jornadas. De la naturaleza y propiedad de aquel río nada pude averiguar, ni de los sacerdotes, ni de nacido alguno, por más que me deshacía en preguntarles: ¿por qué el Nilo sale de madre en el solsticio del verano? ¿por qué dura cien días en su inundación? ¿por qué menguado otra vez se retira al antiguo cauce, y mantiene bajo su corriente por todo el invierno, hasta el solsticio del estío venidero? En vano procuré, pues, indagar por medio de los naturales la causa de propiedad tan admirable que tanto distingue a su Nilo de los demás ríos. Ni menos hubiera deseado también el descubrimiento de la razón por qué es el único aquel río que ningún soplo o vientecillo despide.
XX. No ignoro que algunos griegos, echándola de físicos insignes, discurrieron tres explicaciones de los fenómenos del Nilo; dos de las cuales creo más dignas de apuntarse que de ser explanadas y discutidas. El primero de estos sistemas atribuye la plenitud e inundaciones del río a los vientos Etésias, que cierran el paso a sus corrientes para que no desagüen en el mar. Falso es este supuesto, pues que el Nilo cumple muchas veces con su oficio sin aguardar a que soplen los Etésias. El mismo fenómeno debiera además suceder con otros ríos, cuyas aguas corren en oposición con el soplo de aquellos vientos, y en mayor grado aun, por ser más lánguidas sus corrientes como menores que las del Nilo. Muchos hay de estos ríos en la Siria; muchos en la Libia, y en ninguno sucede lo que en aquel.
XXI. La otra opinión, aunque más ridícula y extraña que la primera, presenta en sí un no sé qué de grande y maravilloso, pues supone que el Nilo procede del Océano, como razón de sus prodigios, y que el Océano gira fluyendo alrededor de la tierra.
XXII. La tercera, finalmente, a primera vista la más probable, es de todas las más desatinada; pues atribuir las avenidas del Nilo a la nieve derretida, son palabras que nada dicen. El río nace en la Libia, atraviesa el país de los etíopes, y va a difundirse por el Egipto; ¿cómo cabe, pues, que desde climas ardorosos, pasando a otros más templados, pueda nacer jamás de la nieve deshecha y liquidada? Un hombre hábil y capaz de observación profunda hallará motivos en abundancia que lo presenten como improbable el origen que se supone al río en la nieve derretida. El testimonio principal será el ardor mismo de los vientos al soplar desde aquellas regiones; segunda, falta de lluvias o de nevadas, a las cuales siguen siempre aquellas con cinco días de intervalo; por fin, el observar que los naturales son de color negro de puro tostados, que no faltan de allí en todo el año los milanos y las golondrinas, y que las grullas arrojadas de la Escitia por el rigor de la estación acuden a aquel clima para tomar cuarteles de invierno. Nada en verdad de todo esto sucediera, por poco que nevase en aquel país de donde sale y se origina, el Nilo, como convence con evidencia la razón.
XXIII. El que haga proceder aquel río del Océano, no puede por otra parte ser convencido de falsedad cubierto con la sombra de la mitología. Protesto a lo menos que ningún río conozco con el nombre de Océano. Creo, si, que habiendo dado con esta idea el buen Homero o alguno de los poetas anteriores, se la apropiaron para el adorno de su poesía.
XXIV. Mas si, desaprobando yo tales opiniones, se me preguntare al fin lo que siento en materia tan oscura, sin hacerme rogar daré la razón por la que entiendo que en verano baja lleno el Nilo hasta rebosar. Obligado en invierno el sol a fuerza de las tempestades y huracanes a salir de su antiguo giro y ruta, va retirándose encima de la Libia a lo más alto del cielo. Así todo lacónicamente se ha dicho, pues sabido es que cualquier región hacia la cual se acerque girando este dios de fuego, deberá hallarse en breve muy sedienta, agotados y secos los manantiales que en ella anteriormente brotaban.
XXV. Lo explicaremos más clara y difusamente. Al girar el sol sobre la Libia, cuyo cielo se ve en todo tiempo sereno y despejado, y cuyo clima sin soplo de viento refrigerante es siempre caluroso, obra en ella los mismos efectos que en verano, cuando camina por en medio del cielo. Entonces atrae el agua para sí; y atraída, la suspende en la región del aire superior, y suspensa la toman los vientos, y luego la disipan y esparcen; y prueba es el que de allá soplen los vientos entre todos más lluviosos, el Noto y el Sudoeste. No pretendo por esto que el sol, sin reservar porción de agua para sí vaya echando y despidiendo cuanta chupa del Nilo en todo el año. Mas declinando en la primavera el rigor del invierno, y vuelto otra vez el sol al medio del cielo, atrae entonces igualmente para sí el agua de todos los ríos de la tierra. Crecidos en aquella estación con el agua de las copiosas lluvias que recogen, empapada ya la tierra hecha casi un torrente, corren entonces en todo su caudal; mas a la llegada del verano, no alimentados ya por las lluvias, chupados en parte por el sol, se arrastran lánguidos y menoscabados. Y como las lluvias no alimentan al Nilo, y siendo el único entre los ríos a quien el sol chupe y atraiga en invierno, natural es que corra entonces más bajo y menguado que en verano, en la época en que, al par de los demás, contribuye con su agua a la fuerza del sol, mientras en invierno es el único objeto de su atracción. El sol, en una palabra, es en mi concepto el autor de tales fenómenos.
XXVI. Al mismo sol igualmente atribuyo el árido clima y cielo de la Libia, abrasando en su giro a toda la atmósfera, y el que reine en toda la Libia un perpetuo verano. Pues si trastornándose el cielo se trastornara el orden anual de las estaciones; si donde el Bóreas y el invierno moran se asentaran el Noto y el Mediodía; o si el Bóreas arrojase al Noto de su morada con tal trastorno, en mi sentir, echado el sol en medio del cielo por la violencia de los aquilones subiría al cenit de la Europa, como actualmente se pasea encima de la Libia, y girando, asiduamente por toda ella, haría, en mi concepto, con el Istro lo que con el Nilo está al presente sucediendo.
XXVII. Respecto a la causa de no exhalarse del Nilo viento alguno, natural me parece que falte éste en países calurosos, observando que procede de alguna cosa fría en general. Pero, sea como fuere, no presumo descifrar el secreto que sobre este punto hasta el presente se mantuvo.
XXVIII. Ninguno de cuantos hasta ahora traté, egipcio, Libio o griego, pudo darme conocimiento alguno de las fuentes del Nilo. Hallándome en Egipto, en la ciudad de Sais, di con un tesorero de las rentas de Minerva, el cual, jactándose de conocer tales fuentes, creí querría divertirse un rato y burlarse de mi curiosidad. Decíame que entre la ciudad de Elefantina y la de Syena, en la Tebaida, se hallan dos montes, llamado Crophi el uno y Mophi el otro, cuyas cimas terminan en dos picachos, y que manan en medio de ellos las fuentes del Nilo, abismos sin fondo en su profundidad, de cuyas aguas la mitad corre al Egipto contraria al Bóreas, y la otra, opuesta al Noto, hacia la Etiopía. Y contaba, en confirmación de la profundidad de aquellas fuentes, que reinando Psamético en Egipto, para nacer la experiencia mandó formar una soga de millares y millares de orgias y sondear con ella, sin que se pudiese hallar fondo en el abismo. Esto decía el depositario de Minerva; ignoro si en lo último había verdad. Discurro en todo lance que debe existir un hervidero de agua que con sus borbotones y remolinos impida bajar hasta el suelo la sonda echada, impeliéndola contra los montes.
XXIX. Nada más pude indagar sobre el asunto; pero informándome cuan detenidamente fue posible, he aquí lo que averiguó como testigo ocular hasta la ciudad de Elefantina, y lo que supe de oídas sobre el país que más adentro se dilata. Siguiendo, pues, desde Elefantina arriba, darás con un recuesto tan arduo, que es preciso para superarlo atar tu barco por entrambos lados como un buey sujeto por las astas, pues si se rompiere por desgracia la cuerda, iríase río abajo la embarcación arrebatada por la fuerza de la corriente. Cuatro días de navegación contarás en este viaje, durante el cual no es el Nilo menos tortuoso que el Meandro. El tránsito que tales precauciones requiere no es menor de doce schenos. Encuentras después una llanura donde el río forma y circuye una isla que lleva el nombre de Tacompso, habitada la mitad por los egipcios y la mitad por los etíopes, que empiezan a poblar el país desde la misma Elefantina. Con la isla confina una gran laguna, alrededor de la cual moran los etíopes llamados nómadas. Pasada esta laguna, en la que el Nilo desemboca, se vuelve a entrar en la madre del río: allí es preciso desembarcar y seguir cuarenta jornadas el camino por las orillas, siendo imposible navegar el río en aquel espacio por los escollos y agudas peñas que de él sobresalen. Concluido por tierra este viaje y entrando en otro barco, en doce días de navegación llegas a Méroe, que este es el nombre de aquella gran ciudad capital, según dice, de otra casta de etíopes que solo a dos dioses prestan culto, a Júpiter y a Dioniso, bien que mucho se esmeran en honrarlos: tienen un oráculo de Júpiter allí mismo, según cuyas divinas respuestas se deciden a la guerra, haciéndola cómo y cuándo, y en dónde aquel su dios lo ordenare.
XXX. Siguiendo por el río desde la última ciudad, en el mismo tiempo empleado en el viaje desde Elefantina, llegas a los Automolos, que en idioma del país llaman Asmach, y que en el griego equivale a los que asisten a la izquierda del rey. Fueron en lo antiguo veinticuatro miríadas de soldados que desertaron a los etíopes con la ocasión que referiré. En el reinado de Psamético estaban en tres puntos repartidas las fuerzas del imperio; en Elefantina contra los etíopes, en Dafnes de Pelusio contra los árabes y Sirios, y en Márea contra la Libia, los primeros de los cuales conservan los persas fortificados en mis días, del mismo modo que en aquel tiempo. Sucedió que las tropas egipcias, apostadas en Elefantina, viendo que nadie venía a relevarlas después de tres años de guarnición, y deliberando sobre su estado, determinaron de común acuerdo desertar de su patria pasando a la Etiopía. Informado Psamético, corre luego en su seguimiento, y alcanzándolos, les ruega y suplica encarecidamente por los dioses patrios, por sus hijos, por sus esposas, que tan queridas prendas no consientan en abandonarlas. Es fama que uno entonces de los desertores, con un ademán obsceno le respondió, «que ellos, según eran, donde quiera hallarían medios en sí mismos de tener hijos y mujeres.» Llegados a Etiopía, y puestos a la obediencia de aquel soberano, fueron por él acogidos y aun premiados, pues les mandó en recompensa que, arrojando a ciertos etíopes malcontentos y amotinados, ocupasen sus campos y posesiones. Resultó de esta nueva vecindad y acogida que fueron humanizándose los etíopes con los usos y cultura de la colonia egipcia, que aprendieron con el ejemplo.
XXXI. Bien conocido es el Nilo todavía, más allá del Egipto que baña, en el largo trecho que, ya por tierra, ya por agua se recorre en un viaje de cuatro meses; que tal resulta si se suman los días que se emplean en pasar desde Elefantina hasta los Automolos. En todo el espacio referido corre el río desde Poniente, pero más allá no hay quien diga nada cierto ni positivo, siendo el país un puro yermo abrasado por los rayos del sol.
XXXII. No obstante, oí de boca de algunos Cireneos que yendo en romería al oráculo de Amon, habían entrado en un largo discurso con Etearco, rey de los Amonios, y que viniendo por fin a recaer la conversación sobre el Nilo, y sobre lo oculto y desconocido de sus fuentes, les contó entonces aquel rey la visita que había recibido de los Nasanones, pueblos que ocupan un corto espacio en la Sirte y sus contornos por la parte de Levante. Preguntados estos por Etearco acerca de los desiertos de la Libia, le refirieron que hubo en su tierra ciertos jóvenes audaces e insolentes, de familias las más ilustres, que habían acordado, entre otras travesuras de sus mocedades, sortear a cinco de entre ellos para hacer nuevos descubrimientos en aquellos desiertos y reconocer sitios hasta entonces no penetrados. El rigor del clima los invitaría a ello seguramente, pues aunque empezando desde el Egipto, y siguiendo la costa del mar que mira al Norte, hasta el cabo Soloente, su último término, está la Libia poblada de varias tribus de naturales, además del terreno que ocupan algunos griegos y fenicios; con todo, la parte interior más allá de la costa y de los pueblos de que está sembrada, es madre y región de fieras propiamente, a la cual sigue un arenal del todo árido, sin agua y sin viviente que lo habite. Emprendieron, pues, sus viajes los mancebos, de acuerdo con sus camaradas, provistos de víveres y de agua; pasaron la tierra poblada, atravesaron después la región de las fieras, y dirigiendo su rumbo hacia Occidente por el desierto, y cruzando muchos días unos vastos arenales, descubrieron árboles por fin en una llanura, y aproximándose empezaron a echar mano de su fruta. Mientras estaban gustando de ella, no sé qué hombrecillos, menores que los que vemos entre nosotros de mediana estatura, se fueron llegando a los Nasamones, y asiéndoles de las manos, por más que no se entendiesen en su idioma mutuamente, los condujeron por dilatados pantanos, y al fin de ellos a una ciudad cuyos habitantes, negros de color, eran todos del tamaño de los conductores, y en la que vieron un gran río que la atravesaba de Poniente a Levante, y en el cual aparecían cocodrilos.
XXXIII. Temo que parezca ya harto larga la fábula de Etearco el Amonio; diré solo que añadía, según el testimonio de los Cireneos, que los descubridores Nasamones, de vuelta de sus viajes, dieron por hechiceros a los habitantes de la ciudad en que penetraron, y que conjeturaba que el río que la atraviesa podía ser el mismo Nilo. No fuera difícil, en efecto, pues que este río no solo viene de la Libia, sino que la divide por medio; y deduciendo lo oculto por lo conocido, conjeturo que no es el Nilo inferior al Istro en lo dilatado del espacio que recorre. Empieza el Istro en la ciudad de Pireno desde los Celtas, los que están más allá de las columnas de Hércules, confinantes con los Cinesios, último pueblo de la Europa, situado hacia el Ocaso, y después de atravesar toda aquella parte del mundo, desagua en el ponto Euxino, junto a los Istrienos, colonos de los Milesios.
XXXIV. Mas al paso que corriendo el Istro por Tierra culta y poblada es de muchos bien conocido, nadie ha sabido manifestarnos las fuentes del Nilo, que camina por el país desierto y despoblado de la Libia. Referido llevo cuanto he podido saber sobre su curso, al cual fui siguiendo con mis investigaciones cuan lejos me fue posible. El Nilo va a parar al Egipto, país que cae enfrente de Cilicia la montuosa, desde donde un correo a todo aliento llegará en cinco días por camino recto a Sinope, situada en las orillas del ponto Euxino, enfrente de la cual desagua el Istro en el mar. De aquí opino que igual espacio que el último recorrerá el Nilo atravesando la Libia. Mas bastante y harto se ha tratado ya de aquel río.
XXXV. Difusamente vamos a hablar del Egipto, pues de ello es digno aquel país, por ser entre todos maravilloso, y por presentar mayor número de monumentos que otro alguno, superiores al más alto encarecimiento. Tanto por razón de su clima, tan diferente de los demás, como por su río, cuyas propiedades tanto lo distinguen de cualquier otro, distan los egipcios enteramente de los demás pueblos en leyes, usos y costumbres. Allí son las mujeres las que venden, compran y negocian públicamente, y los hombres hilan, cosen y tejen, impeliendo la trama hacia la parte inferior de la urdimbre; cuando los demás la dirigen comúnmente a la superior. Allí los hombres llevan la carga sobre la cabeza, y las mujeres sobre los hombros. Las mujeres orinan en pie; los hombres se sientan para ello. Para sus necesidades se retiran a sus casas, y salen de ellas comiendo por las calles, dando por razón que lo indecoroso, por necesario que sea, debe hacerse a escondidas, y que puede hacerse a las claras cualquier cosa indiferente. Ninguna mujer se consagra allí por sacerdotisa a dios o diosa alguna: los hombres son allí los únicos sacerdotes. Los varones no pueden ser obligados a alimentar a sus padres contra su voluntad; tan solo las hijas están forzosamente sujetas a esta obligación.
XXXVI. En otras naciones dejan crecer su cabello los sacerdotes de los dioses; los de Egipto lo rapan a navaja. Señal de luto es entre los pueblos cortarse el cabello los más allegados al difunto, y entre los egipcios, ordinariamente rapados, y lo es el cabello y barba crecida en el fallecimiento de los suyos. Los demás hombres no acostumbran comer con los brutos, los egipcios tienen con ellos plato y mesa común. Los demás se alimentan de pan de trigo y de cebada; los egipcios tuvieran el comer de él por la mayor afrenta, no usando ellos de otro pan que del de escancia o candeal. Cogen el lodo y aun el estiércol con sus manos, y amasan la harina con los pies. Los demás hombres dejan sus partes naturales en su propia disposición, excepto los que aprendieron de los egipcios a circuncidarse. En Egipto usan los hombres vestidura doble, y sencilla las mujeres. Los egipcios en las velas de sus naves cosen los anillos y cuerdas por la parte interior, en contraposición con la práctica de los demás, que los cosen por fuera. Los griegos escriben y mueven los cálculos en sus cuentas de la siniestra a la derecha, los egipcios, al contrario, de la derecha a la siniestra, diciendo por esto que los griegos hacen a zurdas lo que ellos derechamente.
XXXVII. Dos géneros de letras están allí en uso, unas sacras y las otras populares. Supersticiosos por exceso, mucho más que otros hombres cualesquiera, usan de toda especie de ceremonias, beben en vasos de bronce y los limpian y friegan cada día, costumbre a todos ellos común y de ninguno particular. Sus vestidos son de lino y siempre recién lavados, pues que la limpieza les merece un cuidado particular, siendo también ella la que les impulsa a circuncidarse, prefiriendo ser más bien aseados que gallardos y cabales. Los sacerdotes, con la mira de que ningún piojo u otra sabandija repugnante se encuentre sobre ellos al tiempo de sus ejercicios o de sus funciones religiosas, se rapan a navaja cada tres días de pies a cabeza. También visten de lino, y calzan zapatos de biblo, pues que otra ropa ni calzado no les es permitido; se lavan con agua fría diariamente, dos veces por el día y otras dos por la noche, y usan, en una palabra, ceremonias a miles en su culto religioso. Disfrutan en cambio aquellos sacerdotes de no pocas conveniencias, pues nada ponen de su casa ni consumen de su hacienda; comen de la carne ya cocida en los sacrificios, tocándoles diariamente a cada uno una crecida ración de la de ganso y de buey, no menos que su buen vino de uvas; mas el pescado es vedado para ellos. Ignoro qué prevención tienen los egipcios contra las habas, pues ni las siembran en sus campos en gran castidad, ni las comen crudas, ni menos cocidas, y ni aun verlas pueden sus sacerdotes, como reputándolas por impura legumbre. Ni se contentan consagrando sacerdotes a los dioses, sino que consagran muchos a cada dios, nombrando a uno de ellos sumo sacerdote y perpetuando sus empleos en los hijos a su fallecimiento.
XXXVIII. Viven los egipcios en la opinión de que los bueyes son la única víctima propia de su Epafo, para lo cual hacen ellos la prueba, pues encontrándose en el animal un solo pelo negro, ya no pasa por puro y legítimo. Uno de los sacerdotes es el encargado y nombrado particularmente para este registro, el cual hace revista del animal, ya en pie, ya tendido boca arriba; observa en su lengua sacándola hacia fuera las señas que se recibieren en una víctima pura, de las que hablaré más adelante; mira y vuelve a mirar los pelos de su cola, para notar si están o no en su estado natural. En caso de asistir al buey todas las cualidades que de puro y bueno le califican, márcanlo por tal enroscándole en las astas el biblo, y pegándole cierta greda a manera de lacre, en la que imprimen en su sello. Así marcado, lo conducen al sacrificio, y ¡ay del que sacrificara una víctima no marcada! otra cosa que la vida no la costaría. Estas son, en suma, las pruebas y los reconocimientos de aquellos animales.
XXXIX. Síguese la ceremonia del sacrificio. Conducen la bestia ya marcada al altar destinado al holocausto; pegan fuego a la pira, derraman vino sobre la víctima al pie mismo del ara, e invocan su dios al tiempo de degollarla, cortándole luego la cabeza y desollándole el cuerpo. Cargan de maldiciones a la cabeza ya dividida, y la sacan a la plaza, vendiéndola a los negociantes griegos, si los hay allí domiciliados y si hay mercado en la ciudad; de otro modo, la echan al río como maldita. La fórmula de aquellas maldiciones expresa sólo que si algún mal amenaza al Egipto en común, o a los sacrificadores en particular, descargue todo sobre aquella cabeza. Esta ceremonia usan los egipcios igualmente sobre las cabezas de las víctimas y en la libación del vino, y se valen de ella generalmente en sus sacrificios, naciendo de aquí que nunca un egipcio coma de la cabeza de ningún viviente.
XL. No es una misma la manera de escoger y consumir las víctimas en los sacrificios, sino muy varia en cada una de ellos. Hablaré del de la diosa de su mayor veneración y a la cual se consagra la fiesta más solemne, de la diosa Isis. En su reverencia hacen un ayuno, le presentan después sus oraciones y súplicas, y, por último, le sacrifican un buey. Desollada la víctima, le limpian las tripas, dejando las entrañas pegadas al cuerpo con toda su gordura; separan luego las piernas, y cortan la extremidad del lomo con el cuello y las espaldas. Entonces embuten y atestan lo restante del cuerpo de panales purísimos de miel, de uvas o higos pasos, de incienso, mirra y otros aromas, y derramando después sobre él aceite en gran abundancia, entregando a las llamas. Al sacrificio precede el ayuno, y mientras está abrasándose la víctima, se hieren el pecho los asistentes, se maltratan y lloran y plañen, desquitándose después en espléndido convite con las partes que de la víctima separaron.
XLI. A cualquiera es permitido allí el sacrificio de bueyes y terneros puros y legales, mas a ninguno es lícito el de vacas o terneras, por ser dedicadas a Isis, cuyo ídolo representa una mujer con astas de buey, del modo con que los griegos pintan a Io; por lo cual es la vaca, con notable preferencia sobre los demás brutos, mirada por los egipcios con veneración particular. Así que no se hallará en el país hombre ni mujer alguna que quiera besar a un griego, ni servirse de cuchillo, asador o caldero de alguno de esta nación, ni aun comer carne de buey, aunque puro por otra parte, mientras sea trinchada por un cuchillo griego. Para los bueyes difuntos tienen aparte sepultura; las hembras son arrojadas al río, pero los machos enterrados en el arrabal da cada pueblo, dejándose por señas una o entrambas de sus astas salidas sobre la tierra. Podrida ya la carne y llegado el tiempo designado, va recorriendo las ciudades una barca que sale de la isla Prosopitis, situada dentro de la Delta, de nueve eschenos de circunferencia. En esta isla hay una ciudad, entre otras muchas, llamada Atarbechia donde hay un templo dedicado a Venus, y de la que acostumbran salir las barcas destinadas a recorrer los huesos de los bueyes. Muchas salen de allí para diferentes ciudades; desentierran aquellos huesos, y reunidos en un lugar, les dan a todos sepultura; práctica que observan igualmente con las demás bestias, enterrándolas cuando mueren, pues a ello les obligan las leyes y a respetar sus vidas en cualquier ocasión.
XLII. Los pueblos del distrito de Júpiter Tebeo, o mas bien el Nomo Tebeo, matan sin escrúpulo las cabras, sin tocar a las ovejas, lo que no es de extrañar, por no adorar los egipcios a unos mismos dioses, excepto dos universalmente venerados, Isis y Osiris, el cual pretenden sea el mismo que Dioniso. Los pueblos, al contrario, del distrito de Mendes o del Nomo Mendesio, respetando las cabras, matan libremente las ovejas. Los primeros, y los que como ellos no se atreven a las ovejas, dan la siguiente razón de la ley que se impusieron: Hércules quería ver a Júpiter de todos modos, y Júpiter no quería absolutamente ser visto de Hércules. Grande era el empeño de aquél, hasta que, después de larga porfía, torna Júpiter un efugio: mata un carnero, la quita la piel, córtale la cabeza y se presenta a Hércules disfrazado con todos estos despojos. Y en atención a este disfraz formaron los egipcios el ídolo de Júpiter Caricarnero, figura que tomaron de ellos los Amonios, colonos en parte egipcios y en parte etíopes, que hablan un dialecto mezcla de entrambos idiomas etiópico y egipcio. Y estos colonos, a mi entender, no se llaman Amonios por otra razón que por ser Amon el nombre de Júpiter en lengua egipcia. He aquí, pues, la razón por qué no matan los Tebeos a los carneros, mirándolos como bestia sagrada. Verdad es que en cada año hay un día señalado, o de la fiesta de Júpiter, en que matan a golpes un carnero, y con la piel que le quitan visten el ídolo del dios con el traje mismo que arriba mencioné, presentándole luego otro ídolo de Hércules. Durante la representación de tal acto lamentan los presentes y plañen con muestras de sentimiento la muerte del carnero, al cual entierran después en lugar sagrado.
XLIII. Este Hércules oía yo a los egipcios contarlo por uno de sus doce dioses, pero no pude adquirir noticia alguna en el país de aquel otro Hércules que conocen los griegos. Entre varias pruebas que me conducen a creer que no deben los egipcios a los griegos el nombre de aquel dios, sino que los griegos lo tomaron de los egipcios, en especial los que designan con él al hijo de Anfitrión, no es la menor, el que Anfitrión y Alcmena, padres del Hércules griego, traían su origen del Egipto, y el que confiesen los egipcios que ni aun oyeron los nombres de Posideon o de Dioscuros; tan lejos están de colocarlos en el catálogo de sus dioses. Y si algún Dios hubieran tomado los egipcios de los griegos, fueran ciertamente los que he nombrado, de quienes con mayor razón se conservara la memoria; porque en aquella época traficaban ya los griegos por el mar, y algunos habría, según creo sin duda, patrones y dueños de sus navíos; y muy natural parece que de su boca oyeran antes los egipcios el nombre de sus dioses náuticos que el de Hércules, campeón protector de la tierra. Declárese, pues, la verdad, y sea Hércules tenido, como lo es, por dios antiquísimo del Egipto; pues si hemos de oír a aquellos naturales, desde la época en que los ocho dioses engendraron a los otros doce, entre los cuales cuentan a Hércules, hasta el reinado de Amasis, han transcurrido no menos de 17.000 años.
XLIV. Queriendo yo cerciorarme de esta materia donde quiera me fuese dable, y habiendo oído que en Tiro de Fenicia había un templo a Hércules dedicado, emprendí viaje para aquel punto. Lo vi, pues, ricamente adornado de copiosos donativos, y entre ellos dos vistosas columnas, una de oro acendrado en copela, otra de esmeralda, que de noche en gran manera resplandecía. Entré en plática con los sacerdotes de aquel dios, y preguntándoles desde cuando fue su templo erigido, hallé que tampoco iban acordes con los griegos acerca de Hércules, pues decían que aquel templo había sido fundado al mismo tiempo que la ciudad, y no contaban menos de 2.300 años desde la fundación primera de Tiro. Allí mismo vi adorar a Hércules en otro edificio con el sobrenombre de Tasio, lo que me incitó a pasar a Taso, donde igualmente encontré un templo de aquel dios, fundado por los fenicios, que navegando en busca de Europa edificaron la ciudad de Taso, suceso anterior en cinco generaciones al nacimiento en Grecia de Hércules, hijo de Anfitrión. Todas estas averiguaciones prueban con evidencia que es Hércules uno de los dioses antiguos, y que aciertan aquellos griegos que conservan dos especies de heraclios o templos de Hércules, en uno de los cuales sacrifican a Hércules el Olímpico como dios inmortal, y en el otro celebran sus honores aniversarios como los del héroe o semidios.
XLV. Entre las historias que nos refieren los griegos a modo de conseja, puedo contar aquella fábula simple y, desatinada que en estos términos nos encajan: que los egipcios, apoderados de Hércules que por allí transitaba, le coronaron cual víctima sagrada, y le llevaban con grande pompa y solemnidad para que fuese a Júpiter inmolado, mientras él permanecía quieto y sosegado como un cordero, hasta que al ir a recibir el último golpe junto al altar, usando el valiente de todo su brío y denuedo, pasó a cuchillo toda aquella cohorte de extranjeros. Los que así se expresan, a mi entender, ignoran en verdad de todo punto lo que son los egipcios, y desconocen sus leyes y sus costumbres. Díganme, pues: ¿cómo los egipcios intentarían sacrificar una víctima humana cuando ni matar a los brutos mismos les permite su religión, exceptuando a los cerdos, gansos, bueyes o novillos, y aun éstos con prueba que debe preceder y seguridad de su pureza? ¿Y cabe además que Hércules solo, Hércules todavía mortal, que por mortal lo dan los griegos en aquella ocasión, pudiera con la fuerza de su brazo acabar con tanta muchedumbre de egipcios? Pero silencio ya: y lo dicho, según deseo, sea dicho con perdón y benevolencia así de los dioses como de los héroes.
XLVI. Ahora dará la causa por qué otros egipcios, como ya dije, no matan cabras o machos de cabrío. Los Mendesios cuentan al dios Pan por uno de los ochos dioses que existieron, a su creencia, antes de aquellos doce de segunda clase: y los pintores, y estatuarios egipcios esculpen y pintan a Pan con el mismo traje que los griegos, rostro de cabra y pies de cabrón, sin que crean por esto que sean tal como lo figuran, sino como cualquiera de sus dioses de primer orden, bien sé el motivo de presentarlo en aquella forma, pero guardaréme de expresarlo. Por esto los Medesios honran con particularidad a los cabreros, y adoran sus ganados, siendo aun menos devotos de las cabras que de los machos de cabrío. Uno es, sin embargo, entre todos el privilegiado y de tanta veneración, que su muerte se honra en todo el Nomo Mendesio con el luto más riguroso. En Egipto se da el nombre de Mendes así al dios Pan como al cabrón. En aquel Nomo sucedió en mis días la monstruosidad de juntarse en público un cabrón con una mujer: bestialidad sabida de todos y aplaudida.
XLVII. Los egipcios miran al puerco como animal abominable, dando origen esta superstición a que el que roce al pasar por desgracia con algún puerco, se arroje al río con sus vestidos para purificarse, y a que los porquerizos, por más que sean naturales del país, sean excluidos de la entrada y de la comunicación en los templos, entredicho que se usa con ellos solamente, excediéndose tanto en esta prevención, que a ninguno de ellos dieran en matrimonio ninguna hija, ni tomaran alguna de ellas por mujer, viéndose obligada aquella clase a casarse entre sí mutuamente. Mas aunque no sea lícito generalmente a los egipcios inmolar un puerco a sus dioses, lo sacrifican, sin embargo, a la luna y a Dioniso, y a estos únicamente en un tiempo mismo, a saber, el de plenilunio, día en que comen aquella especie de carne. La razón que dan para sacrificar en la fiesta del plenilunio al puerco que abominan en los demás días, no seré yo quien la refiera, porque no lo considero conveniente; diré tan sólo el rito del sacrificio con que se ofrece a la luna aquel animal. Muerta la víctima, juntan la punta de la cola, el bazo y el redaño, y cubriéndolo todo con la gordura que viste los intestinos, lo arrojan a las llamas envuelto de este modo. Lo restante del tocino se come en el día del plenilunio destinado al sacrificio, único día en que se atreven a gustar de la carne referida. En aquella fiesta, los pobres que faltos de medios no alcanzan a presentar su tocino, remedan otro de pasta, y lo sacrifican, después de cocido, con las mismas ceremonias.
XLVIII. En la solemne cena que se hace en la fiesta de Dioniso acostumbra cada cual matar su cerdo en la puerta misma de su casa, y entregarlo después al mismo porquerizo a quien lo compró para que lo quite de allí y se lo lleve. Exceptuada esta particularidad, celebran los egipcios lo restante de la fiesta con el mismo aparato que los griegos. En vez de los Phalos usados entre los últimos, han inventado aquellos unos muñecos de un codo de altura, y movibles por medio de resortes, que llevan por las calles las mujeres moviendo y agitando obscenamente un miembro casi tan grande como lo restante del cuerpo. La flauta guía la comitiva, y sigue el coro mujeril cantando himnos en loor de Baco o Dioniso. El movimiento obsceno del ídolo y la desproporción de aquel miembro no dejan de ser para los egipcios un misterio que cuentan entre los demás de su religión.
XLIX. Paréceme averiguado que Melampo, el hijo de Amiteon, no ignoraría, sino que conocería muy bien, esta especie de sacrificio, pues no sólo fue el propagador del nombre de Dioniso entre los griegos, sino quien introdujo entre ellos asimismo el rito y la pompa del Phalo, aunque no dio entera explicación de este misterio, que declararon, más cumplidamente los sabios que lo sucedieron. Melampo fue, en una palabra, quien dio a los griegos razón del Phalo que se lleva en la procesión de Dioniso, y el que les enseñó el uso que de él hacen; y aunque como sabio supo apropiarse el arte de la adivinación, de discípulo de los egipcios pasó a maestro de los griegos, enseñándoles entre otras cosas los misterios y culto de Dioniso, haciendo en él una pequeña mutación. Porque de otro modo no puedo persuadirme que las ceremonias de este dios se instituyesen por acaso al mismo tiempo entre griegos y egipcios, pues entonces no hubiera razón para que no fueran puntualmente las mismas en entrambas partes, ni para que se hubieran introducido en la Grecia nuevamente, siendo improbable, por otro lado, que los egipcios tomaran de los griegos esta o cualquier otra costumbre. Verosímil es, en mi concepto, que aprendiese Melampo todo lo que a Dioniso pertenece, de aquellos fenicios que en compañía de Cadmo el Tirio emigraron de su patria al país de Beocia.
L. Del Egipto nos vinieron además a la Grecia los nombres de la mayor parte de los dioses; pues resultando por mis informaciones que nos vinieron de los bárbaros, discurro que bajo este nombre se entiende aquí principalmente a los egipcios. Si exceptuamos en efecto, como dije, los nombres de Posideon y el de los Dioscuros, y además los de Hera de Hista, de Temis, de las Chárites y de las Nereidas, todos los demás desde tiempo inmemorial los conociera los egipcios en su país, según dicen los mismos; que de ello yo no salgo fiador. En cuanto a los nombres de aquellos dioses de que no consta tuviesen noticia, se deberían, según creo, a los pelasgos, sin comprender con todo al de Posideon, dios que adoptarían éstos de los Libios, juntamente con su nombre, pues que ningún pueblo sino los Libios se valieron antiguamente de este nombre, ni fueron celosos adoradores de aquel dios. No es costumbre, además, entre los egipcios el tributar a sus héroes ningún género de culto.
LI. Estas y otras cosas de que hablaré introdujéronse en la Grecia tomadas de los egipcios; pero a los pelasgos se debe el rito de construir las estatuas de Hermes con obscenidad, rito que aprendieron los atenienses de los pelasgos primeramente, y que comunicaron después a los griegos: lo que no es extraño, si se atiende a que los atenienses, aunque contándose ya entre los griegos, habitaban en un mismo país con los pelasgos, que con este motivo empezaron a ser mirados como griegos. No podrá negar lo que afirmo nadie que haya sido iniciado en las orgías o misterios de los Cabiros, cuyas ceremonias, aprendidas de los pelasgos, celebran los Samotracios todavía, como que los pelasgos habitaron en Samotracia antes de vivir entre los atenienses, y que enseñaron a sus habitantes aquellas orgías. Los atenienses, pues, para no apartarme de mi propósito, fueron discípulos de los pelasgos y maestros de los demás griegos en la construcción de las estatuas de Mercurio tan obscenamente representadas. Los pelasgos apoyaban esta costumbre en una razón simbólica y misteriosa, que se explica y declara en los misterios que se celebran en Samotracia.
LII. De los pelasgos oí decir igualmente en Dodona que antiguamente invocaban en común a los dioses en todos sus sacrificios, sin dar a ninguno de ellos nombre o dictado peculiar, pues ignoraban todavía cómo se llamasen. A todos designaban con el nombre de Theoi (dioses), derivado de la palabra Thentes (en latín ponentes), significando que todo lo ponían los dioses en el mundo, y todo lo colocaban en buen orden y distribución. Pero habiendo oído con el tiempo los nombres de los dioses venidos del Egipto, y más tarde el de Dioniso, acordaron consultar al oráculo de Dodona sobre el uso de nombres peregrinos. Era entonces este oráculo, reputado ahora por el más antiguo entre los griegos, el único conocido en el país; y preguntado si sería bien adoptar los nombres tomados de los bárbaros, respondió afirmativamente; y desde aquella época los pelasgos empezaron a usar en sus sacrificios de los nombres propios de los dioses, uso que posteriormente comunicaron a los griegos.
LIII. En cuanto a las opiniones de los griegos sobre la procedencia de cada uno de sus dioses, sobre su forma y condición, y el principio de su existencia, datan de ayer, por decirlo así, o de pocos años atrás. Cuatrocientos y no más de antigüedad pueden llevarme de ventaja Hesiodo y Homero, los cuales escribieron la Teogonía entre los griegos, dieron nombres a sus dioses, mostraron sus figuras y semblantes, les atribuyeron y repartieron honores, artes y habilidades, siendo a mi ver muy posteriores a estos poetas los que se cree les antecedieron. Esta última observación es mía enteramente; lo demás es lo que decían sacerdotes de Dodona.
LIV. El origen de este oráculo y de otro que existe en Libia lo refieren del siguiente modo los egipcios: Decíanme los sacerdotes de Júpiter Tebéo que desaparecieron de Tebas dos mujeres religiosas robadas por los fenicios, y que según posteriormente se divulgó, vendidas la una en Libia y en Grecia la otra, introdujeron entre estas naciones y establecieron los oráculos referidos. Todo esto que añadían respondiendo a mis dudas y preguntas, no se supo sino mucho después, porque al principio fueron vanas todas las pesquisas que en busca de aquellas mujeres se emplearon.
LV. Esto fue lo que oí en Tebas de boca de los sacerdotes; he aquí lo que dicen sobre el mismo caso las Promántidas Dodoneas. Escapáronse por los aires desde Tebas de Egipto dos palomas negras, de las cuales la una llegó a la Libia y la otra a Dodoria, y posada esta última en una haya, les dijo, en voz humana, ser cosa precisa y prevenida por los hados que existiese un oráculo de Júpiter en aquel sitio; y persuadidos los Dodoneos de que por el mismo cielo se les intimaba aquella orden, se resolvieron desde el instante a cumplirla. De la otra paloma que aportó a Libia, cuentan que ordenó establecer allí el oráculo de Amon, erigiendo por esto los Libios a Júpiter un oráculo semejante al de Dodona. Tal era la opinión que, en conformidad con los misterios de aquel templo, profesaban las tres sacerdotisas Dodoneas, la más anciana de las cuales se llamaba Promenia, la segunda Timareta y Nicandra la menor.
LVI. Y si me es lícito en este punto expresar mi opinión, y siendo verdad que los fenicios vendieran, de las dos mujeres consagradas a Júpiter que consigo traían, la una en Libia, y en Hélada la otra, no disto de creer que llevada la segunda a los Tesprotos de la Hélada, región antes conocida con el nombre de Pelasgia, levantara a Júpiter algún santuario, acordándose la esclava, como era natural, del templo del dios a quien en Tebas había servido y de donde procedía; y que ella contaría a los Tesprotos, después de aprendido el lenguaje de estos pueblos, cómo los fenicios habían vendido en la Libia otra compañera suya.
LVII. El ser bárbaras de nación las dos mujeres y la semejanza que se figuraban los Dodoneos entre su idioma y el arrullo o graznido de las aves, prestó motivo, a mi entender, a que se les diese el nombre de palomas, diciendo que hablaba la paloma en voz humana cuando con el transcurso del tiempo pudo aquella mujer ser de ellos entendida, cesando en el bárbaro e ignorado lenguaje que les había parecido hasta entonces la lengua de las aves. De otro modo, ¿cómo pudieron creer los Dodoneos que les hablase una paloma en voz humana? El negro color que atribuían al ave significaba sin duda que era Egipcia la mujer.
LVIII. Parecidos son en verdad entrambos oráculos, el de Dodona y el de Tebas en Egipto, siendo notorio, además, que el arte de adivinar en los templos nos ha venido de este reino. Indudable es asimismo que entre los egipcios, maestros en este punto de los griegos, empezaron las procesiones, los concursos festivos, las ofrendas religiosas, siendo de ello para mí evidente testimonio que tales fiestas, recientes entre los griegos, no parecen sino muy antiguas en Egipto.
LIX. No contentos los egipcios con una de estas solemnidades al año, las celebran muy frecuentes. La principal de todas, en la que se esmeran en empeño y devoción, es la que van a celebrar en la ciudad de Bubastis en honor de Artemide o Diana. Frecuéntase la segunda en Busiris, ciudad edificada en medio de la Delta, para honrar a Isis, diosa que se llama Demeter en lengua griega, y que tiene en la ciudad un magnífico templo. Reúnese en Sais el tercer concurso festivo en honra de Atenea o Minerva, el cuarto en Heliópolis para celebrar al sol; en Butona el quinto para dar culto a Latona, y para honrar a Ares o Marte celébrase el sexto en Papremis.
LX. El viaje que con este objeto emprenden a Bubastis merece atención. Hombres y mujeres van allá navegando, en buena compañía, y es espectáculo singular ver la muchedumbre de ambos sexos que encierra cada nave. Algunas de las mujeres, armadas con sonajas, no cesan de repicarlas; algunos de los hombros tañen sus flautas sin descanso, y la turba de estos y de aquellas, entretanto, no paran un instante de cantar y palmotear. Apenas llegan de paso a alguna de las ciudades que se ven en el camino, cuando aproximando la nave a la orilla, continúan en la zambra algunas de las mujeres; otras motejan e insultan a las vecinas de la ciudad con terrible gritería; unas danzan; otras, puestas en pie, levantan sus vestiduras. Y esto se repite en cada pueblo que a orillas del río van encontrando. Llegados por fin a Bubastis celebran su fiesta ofreciendo en sacrificio muchas y muy pingües víctimas que conducen. Y tanto es el vino que durante la fiesta se consume, que excede al que se bebe en lo restante del año, y tan numeroso el gentío que allá concurre, que sin contar los niños, entre hombres y mujeres asciende el número a 700.000 personas, según dicen los del país. He aquí lo que pasa en Bubastis.
LXI. En la fiesta que, según antes indiqué, celebran los egipcios en Busiris para honrar a Isis, acabado el sacrificio, millares y millares de hombres y mujeres que a él asisten prorrumpen en gran llanto y se maltratan excesivamente, cuya costumbre procede de una causa que no me es lícito expresar. En esta maceración excédense los carios entre cuantos moran en Egipto, llegando al punto de lastimarse la frente con sus sables y cuchillo, de suerte que basta para distinguir a estos extranjeros de los egipcios el rigor con que se atormentan.
LXII. En cierta noche solemne, durante los sacrificios a que concurren en la ciudad de Sais, encienden todos sus luminarias al cielo descubierto, dejándolas arder alrededor de sus casas. Sirven de luces unas lámparas llenas de aceite y sal, dentro de las cuales nada una torcida que arde la noche entera sobre aquel licor. Esta fiesta es conocida con el nombre peculiar de Licnocria o iluminación de las lámparas. Los demás egipcios que no concurren a la fiesta y solemnidad de Sais, notando la noche de aquel sacrificio, encienden igualmente lámparas en su casa, de modo que, no solo en Sais, sino en todo Egipto, se forma semejante iluminación. Entre sus misterios y arcanos religiosos, sin duda les será conocido el motivo que ha merecido a esta noche la suerte y el honor de tales luminarias.
LXIII. Dos son las ciudades, la de Heliópolis y la de Butona, en cuyas fiestas los concurrentes se limitan a sus sacrificios. No así en la de Papremis, donde además de las víctimas que como en aquellas se ofrecen, se celebra una función muy singular. Porque al ponerse el sol, algunos de los sacerdotes se afanan en adornar el ídolo que allí tienen; mientras otros, en número mucho mayor, apercibidos con sendas trancas, se colocan de fijo en la entrada misma del templo, y otros hombres, hasta el número de mil, cada cual así mismo con su palo, juntos en otra parte del templo, están haciendo sus deprecaciones. De notar es que desde el día anterior de la función colocan su ídolo sobre una peana de madera dorada, hecha a modo de nicho, y lo transportan a otra pieza sagrada. Entonces, pues, los pocos sacerdotes que quedaron alrededor del ídolo vienen arrastrando un carro de cuatro ruedas, dentro del cual va un nicho, y dentro del nicho la estatua de su dios. Desde luego los sacerdotes, apostados en la entrada del templo impiden el paso a su mismo dios; pero se presenta la otra partida de devotos al socorro de su dios injuriado, y cierran a golpes con los sitiadores de la entrada. Armase, pues, uña brava paliza, en la que muchos, abriéndose las cabezas, mueren después de las heridas, a lo que creo, por más que pretendan los egipcios que nadie muere de las resultas.
LXIV. El suceso que dio origen a la fiesta y al combate lo refieren de este modo los del país: Vivía en aquel templo la madre de Marte, el cual, educado en sitio lejano y llegado ya a la edad varonil, quiso un día visitarla; pero los criados de su madre no le conocían y le cerraron las puertas sin darle entrada. Entonces Marte va a la ciudad, y volviendo con numerosa comitiva, apalea y maltrata a los criados, y entra luego a ver a su madre y conocerla. Y en memoria de tal hecho, en las fiestas de Marte suele renovarse la pendencia. De observar es que los egipcios fueron los autores de la continencia religiosa, que no permite el uso de conocer a las mujeres en los lugares sacros, y no admite en los templos al que tal acto acaba de cometer, sino purificado con el agua de antemano, al paso que entre todas las naciones, si se exceptúa la egipcia y la griega, se junta cualquiera con las mujeres en aquellos lugares, y entra en los templos después de dejarlas, sin curarse de baño alguno, persuadidos de que en este punto no debe existir diferencia entre los hombres y los brutos, los que, según cualquiera puede ver, en especial todo género de pájaros, se unen y mezclan a la luz del día en los templos de los dioses, cosa que éstos no permitieran en su misma casa si les fuera menos grata y acepta. De este modo defienden su profanación; aunque en verdad ni me place el abuso, ni me satisface el pretexto.
LXV. Son los egipcios sumamente ceremoniosos en sagrado, y en lo demás supersticiosos por extremo. Su país, aunque confinante con la Libia, madre de fieras, no abunda mucho en animales; pero los que hay, sean o no domésticos y familiares, gozan de las prerrogativas de cosas sagradas. No diré yo la razón de ello, por no verme en el extremo, que evito como un escollo, de descender a los arcanos divinos, pues protesto que si algo de ellos indiqué, fue llevado a más no poder por el hilo de mi narración. Según la ley o costumbre que rige en Egipto acerca de las bestias, cada especie tiene aparte sus guardas y conservadores, ya sean hombres, ya mujeres, cuyo honroso empleo trasmiten a sus hijos. Los particulares en las ciudades hacen a los brutos sus votos y ofrendas del modo siguiente: Ofrécese el voto al dios a quien la bestia se juzga consagrada, y al llegar la ocasión de cumplirlo, rapa cada cual a navaja la cabeza de sus hijos, o la mitad de ella, o bien la tercera parte; coloca en una balanza el pelo cortado, y en la otra tanta plata cuanta pesa el cabello, y en cumplimiento de su voto, la entrega a la que cuida de aquellas bestias, la que les compra con aquel dinero el pescado, que es su legítimo alimento, cuidando de partírselo y cortarlo. ¡Triste del egipcio que mate a propósito alguna de estas bestias! No paga la pena de otro modo que con la cabeza; mas si lo hiciere por descuido, satisface la multa en que le condenen los sacerdotes. Y ¡ay del que matare alguna ibis o algún gavilán! Sea de acuerdo, sea por casualidad, es preciso que muera por ello.
LXVI. Grande es la abundancia de animales domésticos que allí se crían; y fuera mucho mayor sin lo que sucede con los gatos, pues notando los egipcios que las gatas después de parir no se llegan ya a los gatos y repugnan juntarse con ellos por más que las busquen y requiebren, acuden al consuelo de los machos, quitando a las hembras sus hijuelos y matándolos, si bien están muy lejos de comerlos. Con esto, aquellas bestias, muy amantes de sus crías y viéndose sin ellas, se llegan de nuevo a los gatos, deseosas de tener nuevos hijuelos. ¡Ay de los gatos igualmente si sucede algún incendio, desgracia para ellos fatal y suprema cuita! Porque los egipcios, que les son supersticiosamente afectos, sin ocuparse en extinguir el fuego, se colocan de trecho en trecho como centinelas, con el fin de preservar a los gatos del incendio; pero estos, por el contrario, asustados de ver tanta gente por allí, cruzan por entre los hombres, y a veces para huir de ellos van a precipitarse en el fuego; desgracia que a los espectadores llena de pesar y desconsuelo. Cuando fallece algún gato de muerte natural, la gente de la casa se rapa las cejas a navaja; pero al morir un perro, se rapan la cabeza entera, y además lo restante del cuerpo.
LXVII. Los gatos después de muertos son llevados a sus casillas sagradas; y adobados en ellas con sal, van a recibir sepultura en la ciudad de Bubastis. Las perras son enterradas en sagrado en su respectiva ciudad, y del mismo modo se sepulta a los icneumones. Las mígalas y gavilanes son llevados a enterrar en la ciudad de Butona, las ibis a la de Hermópolis; pero a los osos, raros en Egipto, y a los lobos, no mucho mayores que las zorras en aquel país, se los entierra allí mismo donde se les encuentra muertos y tendidos.
LXVIII. Hablemos ya de la naturaleza del cocodrilo, animal que pasa cuatro meses sin comer en el rigor del invierno, que pone sus huevos en tierra y saca de ellos sus crías, y que, siendo cuadrúpedo, es anfibio sin embargo. Pasa fuera del agua la mayor parte del día y en el río la noche entera, por ser el agua más caliente de noche que la tierra al cielo raso con su rocío. No se conoce animal alguno que de tanta pequeñez llegue a tal magnitud, pues los huevos que pone no exceden en tamaño a los de un ganso, saliendo a proporción de ellos en su pequeñez el joven cocodrilo, el cual crece después de modo que llega a ser de 17 codos, y a veces mayor. Tiene los ojos como el cerdo, y los dientes grandes, salidos hacia fuera y proporcionados al volumen de su cuerpo, y es la única fiera que carezca de lengua. No mueve ni pone en juego la quijada inferior, distinguiéndose entre todos los animales por la singularidad de aplicar la quijada de arriba a la de abajo. Sus uñas son fuertes, y su piel cubierta de escamas, que hacen su dorso impenetrable. Ciego dentro del agua, goza a cielo descubierto de una agudísima vista. Teniendo en el agua su guarida ordinaria, el interior de su boca se le llena y atesta de sanguijuelas. Así que, mientras huye de él todo pájaro y animal cualquiera, solo el reyezuelo es su amigo y ave de paz, por lo común, de quien se sirve para su alivio y provecho, pues al momento de salir del agua el cocodrilo y de abrir su boca en la arena, cosa que hace ordinariamente para respirar el céfiro, se le mete en ella el reyezuelo y le va comiendo las sanguijuelas, mientras que la bestia no se atreve a dañarle por el gusto y solaz que en ello percibe.
LXIX. Los cocodrilos son para algunos egipcios sagrados y divinos; para otros, al contrario, objeto de persecución y enemistad. Las gentes que moran en el país de Tebas o alrededor de la laguna Meris, se obstinan en mirar en ellos una raza de animales sacros, y en ambos países escogen uno comúnmente, al cual van criando y amasando de modo que se deje manosear, y al cual adornan con pendientes en las orejas, parte de oro y parte de piedras preciosas y artificiales, y con ajorcas en las piernas delanteras. Se le señala su ración de carne de los sacrificios. Regalado portentosamente cuando vivo, a su muerte se lo entierra bien adobado en sepultura sagrada. No así los habitantes de la comarca de Elefantina, que lejos de respetarlos como divinos, se sustentan con ellos a menudo. Campsas es el nombre egipcio de estos animales, a los que llaman los jonios cocodrilos, nombre que les dan, por la semejanza que les suponen con los cocodrilos o lagartos que se crían en su tierra.
LXX. Muchas y varias son las artes que allí se emplean para pescar o coger el cocodrilo, de las cuales referiré una sola que creo la más digna de ser referida. Atase al anzuelo un cebo, que no es menos que un lomo de tocino; arrójase en seguida al río, y se está el pescador en la orilla con un lechoncito vivo, al cual obliga a gruñir mortificándolo. Al oír la voz del cerdo, el cocodrilo se dirige hacia ella, y topando con el cebo lo engulle. Al instante tiran de él los de la orilla, y sacado apenas a la playa, se le emplastan los ojos con lodo, prevención con la que es fácil y hacedero el domarlo, y sin la cual harta fatiga costara la empresa.
LXXI. Solo en la comarca de Papremis los hipopótamos o caballos de río son reputados como divinos, no así en lo demás del Egipto. El hipopótamo, ya que es menester describirle en su figura y talle natural, tiene las uñas hendidas como el buey, las narices romas, las crines, la cola y la voz de caballo, los colmillos salidos, y el tamaño de un toro más que regular. Su cuero es tan duro, que después de seco se forman con él dardos bien lisos y labrados.
LXXII. Los egipcios veneran como sagradas a las nutrias que se crían en sus ríos, y con particularidad entre los peces al que llaman lepidoto o escamoso, y a la anguila, pretendiendo que estas dos especies están consagradas al Nilo, como lo está entre las aves el vulpanser o ganso bravo.
LXXIII. Otra ave sagrada hay allí que sólo he visto en pintura, cuyo nombre es el de fénix. Raras son, en efecto, las veces que se deja ver, y tan de tarde en tarde, que según los de Heliópolis sólo viene al Egipto cada quinientos años a saber cuándo fallece su padre. Si en su tamaño y conformación es tal como la describen, su mote y figura son muy parecidas a las del águila, y sus plumas en parte doradas, en parte de color de carmesí. Tales son los prodigios que de ella nos cuentan, que aunque para mi poco dignos de fe, no omitiré el referirlos. Para trasladar el cadáver de su padre desde la Arabia al templo del Sol, se vale de la siguiente maniobra: forma ante todo un huevo sólido de mirra, tan grande cuanto sus fuerzas alcancen para llevarlo, probando su peso después de formado para experimentar si es con ellas compatible; va después vaciándolo hasta abrir un hueco donde pueda encerrar el cadáver de su padre; el cual ajusta con otra porción de mirra y atesta de ella la concavidad, hasta que el peso del huevo preñado con el cadáver iguale al que cuando sólido tenía; cierra después la abertura, carga con su huevo, y lo lleva al templo del Sol en Egipto. He aquí, sea lo que fuere, lo que de aquel pájaro refieren.
LXXIV. En el distrito de Tebas se ven ciertas serpientes divinas, nada dañosas a los hombres, pequeñas en el tamaño, que llevan dos cuernecillos en la parte de la cabeza. Al morir se las entierra en el templo mismo de Júpiter, a cuyo numen y tutela se las cree dedicadas.
LXXV. Otra casta hay de sierpes aladas, sobre las cuales queriéndome informar hice mi viaje a un punto de la Arabia situado no lejos de Butona. Llegado allí (no se crea exageración), vi tal copia de huesos y de espinas de serpientes cual no alcanzo a ponderar. Veíanse allí vastos montones de osamentas, aquí otros no tan grandes, más allá otros menores, pero muchos y numerosos. Este sitio, osario de tantos esqueletos, es una especie de quebrada estrecha de los montes, y como un puerto que domina una gran llanura confinante con las campiñas del Egipto. Aquella carnicería se explica diciendo que al abrirse la primavera acuden las serpientes aladas desde la Arabia al Egipto, y que las aves que llaman ibis les salen al encuentro desde luego a la entrada del país, negándoles el paso, y acaban con todas ellas. A este servicio que las ibis prestan a los egipcios, atribuyen los árabes la estima y veneración en que los tienen aquellos naturales, y esta es la razón que dan los egipcios mismos del honor que le tributan.
LXXVI. El ibis es una ave negra por extremo en su color, en las piernas semejante a la grulla, con el pico sumamente encorvado, del tamaño del cres o ayron. Esta es la figura de las ibis negras que pelean con las sierpes; pero otra es la de las ibis domésticas que se dejan ver a cada paso, que tienen la cabeza y cuello pelado, y blanco el color de sus alas, bien que las extremidades de ellas, su cabeza, su cuello y las partes posteriores son de un color negro muy subido; en las piernas y en el pico se asemeja a la otra especie. La serpiente voladora se parece a la hidra; sus alas no están formadas de plumas, sino de unas pieles o membranas semejantes a las del murciélago.
LXXVII. Dejando ya a un lado las bestias sacras y divinas, hablemos por fin de los mismos egipcios. Debo confesar que los habitantes de aquella comarca que se siembra, como que cultivan y ejercitan la memoria sobre los demás hombres, son asimismo la gente más hábil y erudita que hasta el presente he podido encontrar. En su manera de vivir guardan la regla de purgarse todos los meses del año por tres días consecutivos, procurando vivir sanos a fuerza de vomitivos y lavativas, persuadidos de que de la comida nacen al hombre todos los achaques y enfermedades. Los que así piensan son por otra parte los hombres más sanos que he visto, si se exceptúa a los Libios. Este beneficio lo deben en mi concepto a la constancia de sus anuas estaciones, porque sabido es que toda mutación, y la de las estaciones en particular, es la causa generalmente de que enfermen los hombres. Por lo común, no comen otro pan que el que hacen de la escandia, al cual dan el nombre de cytestis. Careciendo de viñas el país, no beben otro vino que la cerveza que sacan de la cebada. De los pescados, comen crudos algunos después de bien secos al sol, otros adobados en salmuera. Conservan también en sal a las codornices, ánades y otras aves pequeñas para comerlas después sin cocer. Las demás aves, como también los peces, los sirven hervidos o asados, a excepción de los animales que reputan por divinos.
LXXVIII. En los convites que se dan entre la gente rica y regalada se guarda la costumbre de que acabada la comida pase uno alrededor de los convidados, presentándoles en un pequeño ataúd una estatua de madera de un codo o de dos a lo más, tan perfecta, que en el aire y color remeda al vivo un cadáver, y diciendo de paso a cada uno de ellos al presentársela y enseñarla: «¿No le ves? mírale bien: come y bebe y huelga ahora, que muerto no has de ser otra cosa que lo que ves.» Costumbre es esta, como he dicho, en los espléndidos banquetes.
LXXIX. Contentos los egipcios con su música y canciones patrias, no admiten ni adoptan ninguna de las extranjeras. Entre muchos himnos y canciones nacionales, a cual más lindas lo es con preferencia cierta cantinela, usada también en Fenicia, en Chipre y en varios países, y aunque en cada uno de ellos lleva su nombre particular, es no sólo parecida, sino igual exactamente a la que cantan los griegos con el nombre de Lino. Y entre tantas cosas que no acabo de admirar entre los egipcios, no es lo que menos ha excitado mi curiosidad el saber de dónde les procedía aquel cántico, al cual son tan aficionados que siempre se oye en sus labios, y al que en vez de Lino llaman Maneros en egipcio. Así dicen se llamaba el hijo único del primer rey de Egipto, muerto el cual en la flor de su edad, quisieron los egipcios conservar la memoria del infeliz príncipe, y honrar al difunto con aquellas fúnebres endechas que fueron la primera y única canción del país.
LXXX. Otra costumbre guardan los egipcios en la que se parecen, no a los griegos en general, sino a los lacedemonios, pues que los jóvenes al encontrarse con los ancianos se apartan del camino cediéndoles el paso, y se ponen en pie al entrar en la pieza los de mayor edad, ofreciéndoles luego su asiento.
LXXXI. Pero en lo que a ninguno de los griegos se parecen aquellos pueblos, es que en vez de saludarse con corteses palabras, se inclinan profundamente al hallarse en la calle, bajando su mano hasta la rodilla. Visten túnicas de lino largas hasta las piernas, alrededor de las cuales corren algunas franjas, y a las que llaman Calasiris. Encima de ellas llevan su manto de lana, con cuyos tejidos se guardan sin embargo de presentarse en el templo o de enterrarse, amortajados en ellos, lo que fuera a sus ojos una profanación. Relación tiene esta costumbre egipcia con las ceremonias órficas y pitagóricas, como se llaman, no siendo lícito tampoco a ninguno de los iniciados en sus orgías y misterios ir a la sepultura con mortaja de lana, a cuyos usos no falta su razón arcana y religiosa.
LXXXII. Los egipcios, además de otras invenciones enseñaron varios puntos de astrología; qué mes y qué día, por ejemplo, sea apropiado a cada uno de los dioses cuál sea el hado de cada particular, qué conducta seguirá, qué suerte y qué fin espera al que hubiese nacido en tal día o con tal ascendiente; doctrinas de que los poetas griegos se han valido en sus versos. En punto a prodigios, fueron los egipcios los mayores agoreros del universo, como que tanto se esmeran en su observación, pues apenas sucede algún portento lo notan desde luego y observan su éxito; coligiendo de este modo el que ha de tener otro portento igual que acontezca.
LXXXIII. Del arte de vaticinar, tal es el concepto que tienen, que no lo miran como propio de hombres, sino apenas de algunos de sus dioses. Varios son los oráculos, en efecto, que encierra su país: el de Hércules, el de Apolo, el de Minerva, el de Diana, el de Marte, el de Júpiter, y el de Latona, por fin, situado en la ciudad de Butona, al que dan la primacía, y honran con preferencia a los demás.
LXXXIV. Reparten en tantos ramos la medicina, que cada enfermedad tiene su médico aparte, y nunca basta uno solo para diversas dolencias. Hierve en médicos el Egipto: médicos hay para los ojos, médicos para la cabeza, para las muelas, para el vientre; médicos, en fin, para los achaques ocultos.
LXXXV. Por lo que hace al luto y sepultura, es costumbre que al morir algún sujeto de importancia las mujeres de la familia se emplasten de lodo el rostro y la cabeza. Así desfiguradas y desceñidas, y con los pechos descubiertos, dejando en casa al difunto, van girando por la ciudad con gran llanto y golpes de pecho, acompañándolas en comitiva toda la parentela. Los hombres de la misma familia, quitándose el cíngulo, forman también su coro plañendo y llorando al difunto. Concluidos los clamores, llevan el cadáver al taller del embalsamador.
LXXXVI. Allí tienen oficiales especialmente destinados a ejercer el arte de embalsamar, los cuales, apenas es llevado a su casa algún cadáver, presentan desde luego a los conductores unas figuras de madera, modelos de su arte, las cuales con sus colores remedan al vivo un cadáver embalsamado. La más primorosa de estas figuras, dicen ellos mismos, es la de un sujeto cuyo nombre no me atrevo ni juzgo lícito publicar. Enseñan después otra figura inferior en mérito y menos costosa, y por fin otra tercera más barata y ordinaria, preguntando de qué modo y conforme a qué modelo desean se les adobe el muerto; y después de entrar en ajuste y cerrado el contrato, se retiran los conductores. Entonces, quedando a solas los artesanos en su oficina, ejecutan en esta forma el adobo de primera clase. Empiezan metiendo por las narices del difunto unos hierros encorvados, y después de sacarle con ellos los sesos, introducen allá sus drogas e ingredientes. Abiertos después los ijares con piedra de Etiopía aguda y cortante, sacan por ellos los intestinos, y purgado el vientre, lo lavan con vino de palma y después con aromas molidos, llenándolo luego de finísima mirra, de casia, y de variedad de aromas, de los cuales exceptúan el incienso, y cosen últimamente la abertura. Después de estos preparativos adoban secretamente el cadáver con nitro durante setenta días, único plazo que se concede para guardarle oculto, luego se le faja, bien lavado, con ciertas vendas cortadas de una pieza de finísimo lino, untándole al mismo tiempo con aquella goma de que se sirven comúnmente los egipcios en vez de cola. Vuelven entonces los parientes por el muerto, toman su momia, y la encierran en un nicho o caja de madera, cuya parte exterior tiene la forma y apariencia de un cuerpo humano, y así guardada la depositan en un aposentillo, colocándola en pie y arrimada a la pared. He aquí el modo más exquisito de embalsamar los muertos.
LXXXVII. Otra es la forma con que preparan el cadáver los que, contentos con la medianía, no gustan de tanto lujo y primor en este punto. Sin abrirle las entrañas ni extraerle los intestinos, por medio de unos clísteres llenos de aceite de cedro, se lo introducen por el orificio, hasta llenar el vientre con este licor, cuidando que no se derrame después y que no vuelva a salir. Adóbanle durante los días acostumbrados, y en el último sacan del vientre el aceite antes introducido, cuya fuerza es tanta, que arrastra consigo en su salida tripas, intestinos y entrañas ya líquidas y derretidas. Consumida al mismo tiempo la carne por el nitro de afuera, sólo resta del cadáver la piel y los huesos; y sin cuidarse de más, se restituye la momia a los parientes.
LXXXVIII. El tercer método de adobo, de que suelen echar mano los que tienen menos recursos, se deduce a limpiar las tripas del muerto a fuerza de lavativas, y adobar el cadáver durante los setenta días prefijados, restituyéndole después al que lo trajo para que lo vuelva a su casa.
LXXXIX. En cuanto a las matronas de los nobles del país y a las mujeres bien parecidas, se toma la precaución de no entregarlas luego de muertas para embalsamar, sino que se difiere hasta el tercero o cuarto día después de su fallecimiento. El motivo do esta dilación no es otro que el de impedir que los embalsamadores abusen criminalmente de la belleza de las difuntas, como se experimentó, a lo que dicen, en uno de esos inhumanos, que se llegó a una de las recién muertas, según se supo por la delación de un compañero de oficio.
XC. Siempre que aparece el cadáver de algún egipcio o de cualquier extranjero presa de un cocodrilo o arrebatado por el río, es deber de la ciudad en cuyo territorio haya sido arrojado enterrarle en lugar sacro, después de embalsamarle y amortajarle del mejor modo posible. Hay más todavía, pues no se permite tocar al difunto a pariente o amigo alguno, por ser este un privilegio de los sacerdotes del Nilo, los que con sus mismas manos lo componen y sepultan como si en el cadáver hubiera algo de sobrehumano.
XCI. Huyen los egipcios de los usos y costumbres de los griegos, y en una palabra, de cuantas naciones viven sobre la faz de la tierra; pero este principio, común en todos ellos, padece alguna excepción en la gran ciudad de Quemis del distrito de Tebas, vecina a la de Neápolis. Perseo, el hijo de Dano, tiene en ella un templo cuadrado, circuido en torno de una arboleda de palmas. El propileo del templo está formado de grandes piedras de mármol, y en él se ven en pié dos grandes estatuas, de mármol asimismo: dentro del sagrado recinto hay una capilla, y en ella la estatua de Perseo. Los buenos quemitas cuentan que muchas veces se les aparece en la comarca, otras no pocas en su templo; y aun a veces se encuentra una sandalia de las que calza el semidios, no como quiera, sino tamaña de dos codos, cuya aparición, a lo que dicen es siempre agüero de bienes, y promesa de un año de abundancia para todo Egipto. En honor de Perséo celebran juegos gímnicos según la costumbre griega, en los que entra todo género de certamen, y se proponen por premio animales, pieles y mantos de abrigo. Quise investigar de ellos la razón por qué Perséo los distinguía entre los demás egipcios con sus apariciones, y por qué se singularizaban en honrarle con sus juegos gímnicos; a lo que me respondieron que el semidios era hijo de la ciudad, y me contaban que dos de sus compatriotas, llamado el uno Danao, y Linceo el otro, habían pasado por mar a la Hélada, y de la descendencia de entrambos que me deslindaron, nació Perséo, el cual, pasando por Egipto en el viaje que hizo a la Libia con el mismo objeto que refieren los griegos de traer la cabeza de Gorgona, visitó la ciudad de Chemmis, cuyo nombre sabía por su madre, y que allí reconoció a todos sus parientes, y que por su mandato se celebraban los juegos gímnicos desde entonces.
XCII. Los usos hasta aquí referidos pertenecen a los egipcios que moran más arriba de los pantanos; los que viven en medio de ellos se asemejan enteramente a los primeros en costumbres y en tener una sola esposa, como también sucede entre los griegos; pero exceden a los demás en ingenio y habilidad para alcanzar el sustento. Cuando la campiña queda convertida en mar durante la avenida del río, suelen criarse dentro del agua misma muchos lirios, que llaman loto los naturales, de los que, después de segados y secos al sol, extraen la semilla, parecida en medio de la planta a la de la adormidera, amasando con ella sus panes y cociéndolos al horno. Sírveles también de alimento la raíz del mismo loto, de figura algo redonda y del tamaño de una manzana. Otros lirios nacen allí en el agua estancada del río muy parecidos a las rosas, de cuyas raíces sale una vaina semejante en forma al panal de las avispas, dentro de la cual se encierra un fruto formado de ciertos granos apiñados a manera de confites y del tamaño del hueso de aceituna, que se pueden comer así tiernos como secos. Tienen otra planta llamada biblo, de anual cosecha, cuya parte inferior, después de arrancada y sacada del pantano, se come y se vende, siendo de un codo de largo, y cortándose la superior para otros usos. Los que buscan en el biblo más delicado gusto antes de comerlo suelen meterlo a tostar en un horno bien caldeado. No falta gente en el país cuyo único alimento es la pesca, y que comen los peces, después de limpiados de las tripas y de secarlos al sol.
XCIII. Aunque los ríos no suelen criar pesca gregal o de comitiva, la producen las lagunas del Egipto, en las que sienten los peces el instinto de formar nuevas crías, nadan en tropas hacia el mar; los machos al frente conducen aquel rebaño, despidiendo al mismo tiempo la semilla que, sorbida por las hembras que los persiguen, las hace preñadas. Después de llenas en el mar, dan todos la vuelta y nadan hacia su primitiva guarida; pero entonces no son ya los machos los pilotos, por decirlo así, del rumbo, sino que se alzan las hembras con la dirección del rebaño, a imitación de lo que han visto hacer a los otros en la ida, y van despidiendo sus huevos, tan pequeños como un granito de mijo, que son engullidos por los machos que les van en seguimiento. Cada uno de aquellos granos es un pescadillo, y de los que quedan en el agua escapando de la voracidad de los machos nacen después los pescados. Se observa que los que se cogen en su salida al mar, tienen la cabeza algo raída a la parte izquierda, pero en los cogidos a la vuelta se les ve como rozada y desflorada la derecha, porque van hacia el mar siguiendo la orilla izquierda, y toman a la vuelta el mismo rumbo, acercándose cuanto pueden a la ribera, y nadando junto a tierra, para evitar que la corriente del río no los desvíe y aleje de su camino. Apenas crece el Nilo se empiezan al mismo tiempo a llenarse las hoyas que forma la tierra, y los pantanos vecinos al río, con el agua que del mismo se comunica y transfunde, y en aquellas balsas acabadas de llenar hierve de repente un hormiguero de pescadillos. Creo, pues, y difícil será que me engañe, que el año anterior, al menguar el Nilo, los peces se fueron retirando con las últimas aguas hacia la madre del río, dejando en el lodo sus huevos, de los cuales salen de repente los nuevos peces al volver al año siguiente la avenida de las aguas. He aquí cuanto de ellos puede decirse.
XCIV. Los mismos egipcios de las lagunas exprimen para su uso cierto ungüento, que llaman kiki, de la fruta de los siliciprios, plantas que en Grecia se crían naturalmente en los campos, y que sembradas en Egipto a orillas del río o de las lagunas dan muy copioso fruto, aunque de un olor ingrato. Apenas escogido éste, hay quien lo machaca para exprimir su jugo, y suelen también freírlo en la sartén para recoger el licor que de él va manando, el cual viene a ser cierto humor craso, que para la luz del candil no sirviera menos que el aceite, si no despidiera un olor pesado y molesto.
XCV. Varios remedios han discurrido los naturales para defenderse y librarse de los mosquitos, plaga en Egipto infinita. Los que viven más allá de los pantanos se suben y guarecen en sus altas torres, donde no pueden los mosquitos remontar su tenue vuelo vencidos de la fuerza de los vientos; los que moran vecinos a las lagunas, en vez del asilo de las torres, acuden al amparo de una red, con que se previene cada uno, cogiendo en ella de día los insectos como pesca, y tomando de noche para defenderse en su aposento dormitorio aquella misma red, con que rodea su cama y dentro de la cual se echa a dormir. Es singular que si allí duerme uno cubierto con sus vestidos o envuelto en sus sábanas, penetran por ellas los mosquitos y le pican, al paso que huyen tanto de la red, que ni aun se atreven a tentar el paso por sus aberturas.
XCVI. Las barcas de carga se fabrican allí de madera de espino, árbol muy semejante en lo exterior al loto de Cirene, y cuya lágrima es la goma. Su construcción, muy singular por cierto, se forma de tablones de espino de dos codos, compuestos a manera de tejas y unidos entre sí con largos y muy espesos clavos. Construido así el buque, en la parte de arriba se tienden los bancos del batel en vez de cubierta, sin valerse absolutamente de los maderos que llamamos costillas; y lo calafatean luego con biblo por la parte interior. El timón está metido de modo que llega y aun pasa por la quilla. El mástil es de espino, y las jarcias y yolas de biblo. Estas barcas, que no son capaces de navegar río arriba, a no tener buen viento, suben tiradas desde la orilla; pero río abajo navegan con la sola ayuda de un rejado que llevan hecho de vacas de tamariz, entretejido a manera de cañizo y parecido a una puerta, y de una piedra agujereada que pesará como dos, talentos o quintales. Al partir, arrojan al agua de proa su rejado atado al barco con una soga, y de popa la piedra también atada; el rejado, impelido por la corriente, vase largando y tirando a remolque la baris, que así se llaman estas barcas, mientras dirige su curso la piedra arrastrada desde la popa surcando el fondo del río. Hay un sinnúmero de estas naves, y algunas de tanto buque que cargan con muchos miles de talentos.
XCVII. En el tiempo que el Nilo inunda el país, aparecen únicamente las ciudades a flor del agua con una perspectiva muy parecida a la que presentan las islas en el mar Egeo pues entonces es un mar todo el Egipto, y solo las poblaciones asoman su cabeza sobre el agua. Durante la inundación, en vez de seguir la corriente del río, se navega por lo llano de la campiña, según manifiestamente aparece, pues la navegación trillada y ordinaria de Naucratis a Menfis es por cerca de las pirámides, rumbo que se deja durante la inundación por otro que pasa por la punta de la Delta y la ciudad de Cercasoro. Del mismo modo, el que desde la costa, saliendo de Canobo, quisiera navegar sobre la campiña hacia Naucratis, hará su viaje por la ciudad de Antila y por otra que se llama Arcandro.
XCVIII. No quiero omitir, ya que hice mención de estas dos ciudades, que Antila, quo lo es bien considerable, está señalada para el chapín y el calzado de la esposa del actual monarca del Egipto, tributo introducido desde que el persa se hizo señor del reino. Acerca de la otra, llamada Arcandro, creo debió tomar su nombre de aquel Arcandro que fue yerno de Danao, hijo de Ptio y nieto de aqueo. Bien cabe que haya existido otro Arcandro, pero lo que no admite duda es que este nombre no es egipcio.
XCIX. Cuanto llevo dicho hasta el presente es lo que yo mismo vi, lo que supe por experiencia, lo que averigüé con mis pesquisas; lo que en adelante iré refiriendo lo oí de boca de los egipcios, aunque entre ello mezclaré algo aun de lo que vi por mis ojos. De Menes, el primero que reinó en Egipto, decíanme los sacerdotes que desvió con un dique el río para secar el terreno de Menfis, pues observando que el río se echaba con toda su corriente hacia las raíces del monte arenoso de la Libia, discurrió para desviarle levantar un terraplén en un recodo que forma el río por la parte de Mediodía a unos cien estadios más arriba de Menfis, y logró con aquella obra que, encanalada el agua por un nuevo cauce, no sólo dejase enjuta la antigua madre del río, sino que aprendiese a dirigir su curso a igual distancia de los dos montes. Es cierto que aun al presente mantienen los persas en aquel recodo en que se obliga al Nilo a torcer su curso, mucha gente apostada para reforzar cada año el mencionado dique; y con razón, pues si rompiendo por allí el río se precipitase por el otro lado, iría sin duda a pique Menfis y quedara sumergida. Apenas hubo Menes, el primer rey, desviado el Nilo y enjugado el terreno, fundó primeramente en él la ciudad que ahora se llama Menfis, realmente edificada en aquella especie de garganta del Egipto y rodeada con una laguna artificial que él mismo mandó excavar por el Norte y Mediodía, empezando desde el río, que la cerraba al Oriente. Al mismo tiempo erigió en su nueva ciudad un templo a Vulcano, monumento en verdad magnífico y memorable.
C. Los mismos sacerdotes me iban leyendo en un libro el catálogo de nombres de 330 reyes posteriores a Menes. En tan larga serie de tantas generaciones se contaban 18 reyes etíopes, una reina egipcia y los demás reyes egipcios también. El nombre de aquella reina única era Nitocris, el mismo que tenía la otra reina de Babilonia, y de ella contaban que recibida la corona de mano de los egipcios, que habían quitado la vida a su hermano, supo vengarse de los regicidas por medio de un ardid. Mandó fabricar una larga habitación subterránea, con el pretexto de dejar un monumento de nueva invención; y bajo este color, con una mira bien diversa, convidó a un nuevo banquete a muchos de los egipcios que sabía haber sido motores y principales cómplices en la alevosa muerte de su hermano. Sentados ya a la mesa, en medio del convite dio orden que se introdujese el río en la fábrica subterránea por un conducto grande que estaba oculto. A este acto de la reina añadían el de haberse precipitado en seguida por sí misma dentro de una estancia llena de ceniza a fin de no ser castigada por los egipcios.
CI. De los demás reyes del catálogo decían que, no habiendo dejado monumento alguno, ninguna gloria ni esplendor quedaba de ellos en la posteridad, si se exceptúa el último, llamado Meris, pues éste hizo muchas obras públicas, edificando en el templo de Vulcano los propileos o pórticos que miran al viento Bóreas, mandando excavar una grandísima laguna cuyos estadios de circunferencia, referiré más abajo, y levantando en ella unas pirámides, de cuya magnitud daré razón al hablar de la laguna. Tantos fueron los monumentos que a Meris se deben, cuando ni uno solo dejaron los demás.
CII. Bien podré por lo mismo pasar a estos en silencio, para hacer desde luego mención del otro gran monarca que con el nombre de Sesostris les sucedió en la corona. Decíanme de Sesostris los sacerdotes, que saliendo del golfo Arábigo con una armada de naves largas, sujetó a su dominio a los que habitaban en las costas del mar Eritreo, alargando su viaje hasta llegar a no sé qué bajíos que hacían el mar innavegable; que desde el mar Eritreo, dada la vuelta a Egipto, penetró por tierra firme con un ejército numeroso que juntó, conquistando tantas naciones cuantas delante se le ponían, y si hallaba con alguna valiente de veras y amante de sostener su libertad, erigía en su distrito, después de haberla vencido, unas columnas en que grababa una inscripción que declarase su nombre propio, el de su patria y la victoria con su ejército obtenida sobra aquel pueblo; si le acontecía, empero, no encontrar resistencia en algún otro, y rendir sus plazas con facilidad, fijaba asimismo en la comarca sus columnas con la misma inscripción grabada en las otras, pero mandaba esculpir en ellas además la figura de una mujer, queriendo sirviese de nota de la cobardía de los vencidos, menos hombres que mujeres.
CIII. Lleno de gloria Sesostris con tantos trofeos, iba corriendo las provincias del continente del Asia, de donde pasando a Europa domó en ella a los escitas y tracios, hasta cuyos pueblos llegó, a lo que creo, el ejército egipcio, sin pasar más allí, pues que en su país y no más lejos se encuentran las columnas. Desde este término, dando la vuelta hacia atrás por cerca del río Fasis, no tengo bastantes luces para asegurar si el mismo rey, separando alguna gente de su ejército, la dejaría allí en una colonia que fundó, o si algunos de sus soldados, molidos y fastidiados de tanto viaje, se quedarían por su voluntad en las cercanías de aquel río.
CIV. Así me expreso, porque siempre he tenido la creencia de que los coleos no son más que egipcios, pensamiento que concebí antes que a ninguno lo oyera. Para salir de dudas y satisfacer mi curiosidad, tomé informes de entrambas naciones, y vine a descubrir que los coleos conservaban más viva la memoria de los egipcios que no éstos de aquellos, si bien los egipcios no negaban que los coleos fuesen un cuerpo separado antiguamente de la armada de Sesostris. Dio motivo a mis sospechas acerca del origen de los coleos, el verlos negros de color y crespos de cabellos; pero no fiándome mucho en esta conjetura, puesto que otros pueblos hay además de los egipcios negros y crespos, me fundaba mucho más en la observación de que las únicas naciones del globo que desde su origen se circuncidan son los coleos, egipcios y etíopes, pues que los fenicios y Sirios de la Palestina confiesan haber aprendido del Egipto el uso de la circuncisión. Respecto de los otros Sirios situados en las orillas de los ríos Termodonte y Partenio, y a los Macrones sus vecinos y comarcanos, únicos pueblos que se circuncidan, afirman haberlo aprendido modernamente de los coleos. No sabría, empero, definir, entre los egipcios y etíopes, cuál de los dos pueblos haya tomado esta costumbre del otro, viéndola en ambos muy antigua y de tiempo inmemorial. Descubro, no obstante, un indicio para mí muy notable, que me inclina a pensar que los etíopes la tomaron de los egipcios, con quienes se mezclaron, y es haber observado que los fenicios que tratan y viven entre los griegos no se cuidan de circuncidar como los egipcios a los hijos que les van naciendo.
CV. Y una vez que hablo de los coleos, no quiero omitir otra prueba de su mucha semejanza con los egipcios, con quienes frisa no poco su tenor de vida y su modo de hablar, y es el idéntico modo con que trabajan el lino. Verdad es que el de coleos se llama entro los griegos lino sardónico, y el otro egipcio, del nombre de su país.
CVI. Volviendo a las columnas que el rey Sesostris iba levantando en diversas regiones, si bien muchas ya no parecen al presente, algunas vi yo mismo existentes todavía en la Siria Palestina, en las cuales leí la referida inscripción y noté grabados los miembros de una mujer. En la Jonia se dejan ver también dos figuras de aquel héroe esculpidas en mármoles; una en el camino que va a Focea desde el dominio Éfeso; otra en el que va desde Sardes hacia Esmirna. En ambas partes vese grabado un varón alto de cinco palmos, armado con su lanza en la mano derecha, y con su ballesta en la izquierda, con la demás armadura correspondiente, toda etiópica y egipcia. Desde un hombro a otro corren esculpidas por el pecho unas letras egipcias con caracteres sagrados que dicen: Esta región la gané con mis hombres. Es verdad no se dice allí quién sea el conquistador representado, ni de dónde vino; pero en otras partes lo dejó expreso. Sé que algunos que vieron tales figuras conjeturan, sin dar en el blanco, sí sería la imagen de Memnon.
CVII. Añadían los sacerdotes que, vuelto Sesostris de sus conquistas con gran comitiva de prisioneros traídos de las provincias subyugadas, fue hospedado en Dafnes de Pelusio por un hermano encargado en su ausencia del gobierno del Egipto, quien durante el convite que daba como huéspedes a Sesostris y a sus hijos, mandó rodear de leña el exterior de la casa, y luego de amontonada se le diese fuego. Entendiendo Sesostris lo que se hacía, y consultando con su mujer, a quien llevaba siempre en su compañía, lo que en lance tan apretado debía hacerse, recibió de ella el consejo de arrojar a la hoguera dos de los seis hijos que allí tenía y formar con ellos un puente por el cual saliesen los demás salvos de aquel incendio; consejo que resolvió poner por obra, logrando salvarse con la pérdida de dos hijos, con los demás de la compañía.
CVIII. Restituido Sesostris al Egipto y vengada desde luego la alevosía de su hermano, sirvióse de la tropa de prisioneros que consigo llevaba en bien público del estado, pues ellos fueron los que en aquel reinado arrastraron al templo de Vulcano los mármoles que en él hay de una grandeza descomunal; ellos los empleados por fuerza en abrir los fosos y canales que al presente cruzan el Egipto, haciendo a su pesar que aquel país, antes llano, abierto como un coso a la caballería y a las ruedas de los carros, dejase de serlo en adelante; pues, en efecto, desde aquella sazón, aunque sea el Egipto una gran llanura, con los canales que en él se abrieron, muchos en número vueltos y revueltos hacia todas partes, se hizo impracticable a la caballería e intransitable a las ruedas. El objeto que tuvo aquel monarca cortando con tantos canales el terreno, fue proveer de agua saludable a sus vasallos, pues veía que cuantos egipcios habitaban tierra adentro apartados de las orillas del río, hallándose faltos de agua corriente al retirar el Nilo su avenida, acudían por necesidad a la de los pozos, bebida harto gruesa y pesada.
CIX. Cortado así el Egipto por los motivos expresados, el mismo Sesostris, a lo que decían hizo la repartición de los campos, dando a cada egipcio su suerte cuadrada y medida igual de terreno; providencia sabia por cuyo medio, imponiendo en los campos cierta contribución, logró fijar y arreglar las rentas anuas de la corona. Con este orden de cosas, si sucedía que el río destruyese parte de alguna de dichas suertes, debía su dueño dar cuenta de lo sucedido al rey, el cual, informado del caso, reconocía de nuevo por medio de sus peritos y medía la propiedad, para que, en vista de lo que había desmerecido, contribuyese menos al Erario en adelante, a proporción del terreno que le restaba. Nacida de tales principios en Egipto la geometría, creo pasaría después a Grecia, conjetura que no es extraña, pues que los griegos aprendieron de los babilonios el reloj, el gnomon y el repartimiento civil de las doce horas del día.
CX. Sesostris fue el único que tuvo dominio sobre la Etiopía. Delante del templo de Vulcano dejó memoria de su reinado en unas estatuas de mármol que levantó, dos de las cuales, la suya y la de su esposa, tienen la altura de 30 codos, y de 20 las cuatro restantes, que son de sus hijos. Sucedió después que intentando el persa Darío colocar su estatua delante de la de Sesostris, se le opuso el sacerdote de Vulcano, diciéndole que no había llegado a las proezas de Sesostris, pues que éste, no habiendo conquistado menos naciones que Darío, subyugó entre ellas a los escitas, a quienes el persa no pudo vencer, y que no siéndole superior en hazañas, no quisiera serlo tampoco en el honor y preeminencia de las estatuas. Y es singular que Darío, no llevando a mal la resistencia, disimulase la libertad y franqueza del sacerdote.
CXI. Muerto Sesostris, continuaban, tomó el mando del reino su hijo Feron, el cual, sin haber emprendido ninguna militar expedición, tuvo la desgracia de cegar. Bajaba el Nilo con una de las mayores avenidas que por entonces acostumbraba, llegando su creciente a 18 codos, y arrojado además sobre los campos, por desgracia, a impulsos de un viento impetuoso, se encrespaba como el mar, y levantaba sus olas. Viéndolo el rey, dicen que enfurecido tomó su lanza con ímpetu temerario e impío y la arrojó en medio de las ondas remolinadas del río. Allí mismo, sin dilatársele el castigo, enfermó de los ojos y perdió la vista. Diez años hacía que vivía ciego el monarca, cuando de la ciudad de Butona le llegó un oráculo en que se le anunciaba el término de su pena y castigo, y que iba a recobrar la vista sólo con lavarse los ojos con la orina de una mujer tan continente, que sin comercio con ningún hombre extraño, sólo fuese conocida de su marido. Quiso empezar su tentativa con la de su propia mujer; pero no surtiendo efecto, siguió haciendo prueba en la de muchas otras, hasta que por fin recobró la vista. Mandó que todas las mujeres en cuya orina había probado remedio, excepto aquella que se lo había dado, fuesen conducidas a cierta ciudad que se llama al presente Eritrebelos, y allí todas quemadas de una vez; y no menos agradecido que severo, quiso tomar por esposa aquella a quien debía el recobro de la vista. Entre otras muchas dádivas que, libre de su ceguera, consagró en los templos de más fama y consideración, merecen atención particular los monumentos, dignos en verdad de verse, que erigió en el templo del Sol, y son dos obeliscos de mármol, cada uno de una sola pieza y de cien codos de alto y ocho de grueso.
CXII. A esto monarca dan por sucesor en el trono a un ciudadano de Menfis, cuyo nombre griego es Proteo, que tiene actualmente en aquella ciudad un templo y bosque religioso muy bello y adornado, alrededor del cual tienen su casa los fenicios de Tiro, circunstancia por que se llama aquel lugar el campo de los fenicios. Dentro de este recinto sagrado hállase también un templo que tiene el nombre de Venus la huéspeda, y que creo, a no engañarme, será Helena, hija de Tíndaro, pues según he oído decir estuvo Helena en el palacio de Proteo, y no hay además otro templo de los delicados a Venus que llevo el renombre de huéspeda o de peregrina.
CXIII. He aquí en verdad lo que me referían los sacerdotes acerca de Helena cuando yo les pedía informes. Al volver a su patria Alejandro en compañía de Helena, a quien había robado en Esparta, unos vientos contrarios lo arrojaron desde el mar Egeo al Egipto, en cuyas costas, no mitigándose la tempestad, se vio obligado a tomar tierra y aportar a las Taríqueas, situadas en la boca del Nilo que llaman Canóbica. Había a la sazón en dicha playa, y lo hay todavía, un templo, dedicado a Hércules, asilo tan privilegiado al mismo tiempo que el esclavo que en él se refugiaba, de cualquier dueño fuese, no podía ser por nadie sacado de allí, siempre que dándose por siervo de aquel dios se dejase marcar con sus armas o sello sagrado, ley que desde el principio hasta el día se ha mantenido siempre en todo su vigor. Informados, pues, los criados de Alejandro del asilo y privilegios del templo, se acogieron a aquel sagrado con ánimo de dañar a su señor, y le acusaron refiriendo circunstanciadamente cuanto había pasado en el rapto de Helena y en el atentado contra Menelao; deposición criminal que hicieron no sólo en presencia de los sacerdotes de aquel templo, sino también de Tonis, gobernador de aquel puerto y desembocadura.
CXIV. Apenas acabó este de oír la declaración de los esclavos, cuando despacha a Menfis un expreso para Proteo con orden de decirle: «Acaba de llegar un extranjero, príncipe de la familia real de Teucro, que ha cometido en Grecia una impía y temeraria violencia, viniendo de allí con la esposa de su mismo huésped furtivamente seducida; y trayendo con ella inmensos tesoros, arribó a tierra arrojado por la tempestad. ¿Qué haremos, pues, con él? ¿le dejaremos salir impunemente del puerto con sus naves, o le despojaremos de cuanto consigo lleva?» Proteo, avisado, envió luego un correo con la siguiente respuesta: «A ese hombre, sea quien fuere, que tal maldad y perfidia contra su mismo huésped ha cometido, prendédmelo sin falta y llevadle a mi presencia para oír qué razón da de sí y de su crimen.»
CXV. El gobernador Tonis, recibida apenas esta orden, se apodera de la persona de Alejandro, embargándole juntamente las naves, y haciéndole conducir sin dilación a Menfis con su Helena, sus esclavos y tesoros. Llevados todos a la presencia de Proteo, preguntó éste a Alejandro quién era, de dónde venía y con qué ley navegaba; a lo cual el interrogado declaró su nombre, el de su familia, y el de su patria, dándole razón de su viaje y del puerto donde procedía. Insta Proteo de dónde hubo a Helena: Alejandro buscaba efugios cautelosamente para no descubrir la verdad; pero los nuevos acogidos a Hércules, esclavos suyos antiguos, dando cuenta puntual de su atentado, fueron desmintiéndole, sin dejarle lugar a la réplica. Proteo entonces, por abreviar razones, hablóle en estos términos: «A no tener formada anteriormente mi resolución de no ensangrentar mis manos en ninguno de los pasajeros que arrojados por los vientos aporten a mis dominios, os aseguro que vengara al griego en vuestra cabeza, y que, hiciera en vos un ejemplar, ¡hombre el más vil y malvado de cuantos viven! pues recibido y regalado como huésped, con el más enorme agravio, convertido en adúltero de la esposa de vuestro amigo, que en su casa os acogía y no contento con el horror del tálamo violado, huís con la adúltera furtivamente robada a su marido: aun más; como si agravio, adulterio, rapto, todo fuera poco para vos, cargasteis con los tesoros de vuestro huésped, que saqueasteis. Con todo, no mudo de resolución, lo repito, ni me contaminaré con sangre extranjera; pero tampoco sufriré que os llevéis impunemente esa mujer con los tesoros robados, sino que de una y otros quiero ser depositario en favor de vuestro huésped griego, hasta que él, informado, quiera recobrarlos. A vos os mando que dentro del término fijo de tres días salgáis con vuestra comitiva de mis dominios, poniendo mar en medio, so pena en otro caso do ser tratado como enemigo.»
CXVI. Así me referían los sacerdotes la llegada de Helena a la corte de Proteo, de la cual no pienso que dejase de tener noticia el poeta Homero; pero como la verdad de esta narración no sea tan apta y grandiosa para la belleza y majestad de su epopeya como la fábula de que se sirvió, omitióla a mi entender con tal motivo, contentándose con manifestar que bien conocida la tenía, como no cabe en ello la menor duda. El poeta presenta en la Ilíada a Alejandro, perdido el rumbo, llevando de un país a otro su Helena, y aportando después de varios rodeos a Sidon, ciudad de Fenicia, lo que no contradijo en ninguno de sustos. De lo dicho hace mención Homero en la Aristía de Diomedes con los siguientes versos: —«Había allí mantos bordados, dignos de maravilla, obra mujeril de sidonia mano, los que con su noble Helena trajo de Sidon por el ancho ponto Páris el de rostro divino.» Y de esto mismo con otros versos habla Homero en la Odisea: —«Tales, tan útiles y tan salubres medicinas poseyó la hija de Júpiter, las que le fueron dadas por la reina egipcia Potidamna, esposa de Ton, de allí donde el suelo feraz las brota en gran copia: al beberlas, unas dan la salud, y otras la muerte.» Hablando con Telémaco, Menelao profiere asimismo, estos versos: —«Allá en Egipto, con ansia grande de mi vuelta, me detenían Dios y mi mezquina Hecatombe.» En estos pasajes Homero da muy bien a entender que sabía las navegaciones de Alejandro y su arribo al Egipto, con el cual confina la Siria, país de los fenicios, a quienes pertenece la ciudad de Sidon.
CXVII. La respectiva situación de estos países, no menos que los versos citados, declaran y evidencian más y más que no son de Homero los versos ciprios, si no de otro poeta ignorado, pues en ellos se hace llegar a Alejandro con su Helena desde Esparta a Ilión en una navegación de tres días únicamente, viento en popa y por un mar de leche, cuando Homero nos dice en su Ilíada que su ruta fue muy larga y contrastada.
CXVIII. Pero dejemos cantar a Homero, y mentir a los versos ciprios; que no es poeta quien no sabe fingir. Preguntados por mí los sacerdotes sobre si era fábula lo que cuentan los griegos de la guerra de Troya, me contestaron con la siguiente narración, que decían haber salido de boca del mismo Menelao, de quien se tomaron en el país noticias del suceso: Después del rapto de Helena, una armada griega poderosa había pasado a la Teucrida para auxiliar a Menelao y hacer valer sus pretensiones. Los griegos, saltando en tierra y atrincherados en sus reales, ante todo enviaron a Ilión sus embajadores en compañía del mismo Melenao, quienes, introducidos dentro de la plaza, pidieron se les restituyera Helena y los tesoros que en su rapto les había hurtado Alejandro, y que se les diera al mismo tiempo cabal satisfacción de la injuria por él cometida; pero los Troyanos, entonces y después, siempre que fueron requeridos, de palabra y con juramentos respondían que no tenían en su ciudad a Helena, ni en su poder los tesoros mencionados; que aquella y éstos se hallaban detenidos en Egipto, y que no parecía justo ni razonable salir responsables y garantes de las prendas que el rey egipcio tenía interceptadas. Los griegos, tomando la respuesta por un nuevo engaño con que se les quería insultar, no levantaron el sitio puesto a la ciudad hasta tomarla a a fuerza; mas después de tomada la plaza, no pareciendo Helena, y oyendo siempre la misma relación de los Troyanos, se convencieron al cabo de lo que decían y de la verdad del suceso, y enviaron a Menelao para que se presentase a Proteo.
CXIX. Llega Menelao al Egipto, sube río arriba hasta Menfis, y hace una sincera narración de todo lo sucedido. Proteo no solo lo hospeda en casa y regala magníficamente, sino que le restituye su Helena sin desdoro en su honor, y sus tesoros sin pérdida ni menoscabo. Mas a pesar de tantas honras y favores como allí recibió Menelao, no dejó de ser ingrato y aun malvado con los egipcios, pues no pudiendo salir del puerto, como deseaba, por serle contrario los vientos, y viendo que duraba mucho la tempestad, se valió para aplacarla de un modo cruel y abominable, que fue tomar dos niños hijos de unos naturales del Egipto, partirlos en trozos y sacrificarlos a los vientos. Sabido el impío sacrificio y la inhumanidad de Menelao, huyó éste con sus naves hacia Libia, abominado y perseguido por los egipcios. Qué rumbo desde allí siguiese, no pudieron decírmelo; pero añadían que lo referido, parte lo sabían de oídas, parte lo vieron por sus ojos, y que de todo podían ser fieles testigos; y he aquí lo que en suma me refirieron los sacerdotes egipcios.
CXX. A la verdad, por lo que respecta a Helena, doy entero crédito a su narración, tanto más, cuanto creo que si a la sazón se hubiera hallado en Troya, fuera restituida a los griegos, aun a pesar de Alejandro, pues ni Príamo hubiera sido tan necio, ni sus hijos y demás deudos tan insensatos, que sólo porque aquél gozara de su Helena pusiesen a riesgo de balde sus vidas y las de sus hijos, y la salud y existencia del estado. Pero concedamos que al principio de la contienda tomaran el partido de no restituirla; no dudo que al ver caer tanto Troyano combatiendo con los griegos; al ver Príamo muertos en las refriegas no uno u otro, sino los más de sus hijos, pues morir los veía si se ha de dar crédito a los poetas, a vista de tales destrozos y tamañas pérdidas como les iban sucediendo, no dudo, repito, aun cuando el mismo Príamo fuera el amante de Helena, que a trueque de librarse de tantos desastres como entonces le oprimían, la volviera por fin enhoramala a los aqueos. Ni se diga que los negocios públicos dependían del capricho de un príncipe enamorado, por tocar a Alejandro la corona en la vejez de Príamo; pues no es así: el grande Héctor, primogénito del rey, y héroe de otras prendas y valor que Alejandro, era el príncipe heredero del cetro, y no parece y verosímil que permitiera impunemente a su hermano menor una resistencia y obstinación tan inicua y perniciosa, y más tocando con las manos las calamidades que de ellas resultaban contra sí mismo y contra el resto de los Troyanos. Así que, no teniendo éstos a Helena, mal podían restituirla, y aunque decían la verdad, no les daban crédito los griegos, ordenándolo así la Providencia, a decir lo que siento, con la mira de hacer patente a los mortales en la ruina total de Troya, que por fin al llegar al plazo hace Dios un castigo horroroso y ejemplar de atroces y enormes atentados; y así juzgo de este suceso.
CXXI. A Protéo, según los sacerdotes, sucedió Rampsinito, quien dejó como monumentos de su reinado los propileos que se ven en el templo de Vulcano a la parte de Poniente, y dos estatuas delante de ellos erigidas, de 25 codos de altura, de las cuales la que mira al Mediodía la llaman los egipcios el Invierno, y la que mira al Norte el Verano, adorando y venerando a ésta con mucho respecto, al contrario de lo que hacen con la primera. Cuéntase de este rey un caso singular. Poseyendo tantos tesoros en plata, cuales ninguno de los reyes que le sucedieron llegó a reunirlos, no digo mayores, pero ni aun iguales, y queriendo poner en seguro tanta riqueza, mandó fabricar de piedra un erario, de cuyas paredes exteriores una daba afuera de palacio. En esta el artífice de la fábrica, con dañada intención, dispuso una oculta trampa, colocando una de las piedras en tal disposición, que quedase fácilmente levadiza con la fuerza de dos hombres o con la de uno solo. Acabada la fábrica, atesoró en ella el rey sus inmensas riquezas. Corriendo el tiempo, y viéndose ya el arquitecto al fin de sus días, llamó a sus hijos, que eran dos, y les declaró que, deseoso de su felicidad, tenía concertadas de antemano sus medidas para que les sobrara el dinero y pudieran vivir en grande opulencia, pues, con esta mira había preparado un artificio en la casa del tesoro que para el rey edificó: dioles en seguida razón puntual del modo como se podría remover la piedra levadiza, con la medida de la misma, añadiendo que si se aprovechaban del aviso serían ellos los tesoreros del erario y los dueños de las riquezas del rey. Muerto el arquitecto, no vieron sus hijos la hora de empezar: venida la noche, van a palacio, hallan en el edificio aquella piedra filosofal, la retiran de su lugar como con un juego de manos, y entrando en el erario, vuelven a su casa bien provistos de dinero. Quiso la negra suerte que por entonces al rey le viniese el deseo de visitar su erario, abierto el cual, al ver sus arcas menguadas, quedó pasmado y confuso sin saber contra quién volver sus sospechas, pues al entrar, había hallado enteros los sellos en la puerta y ésta bien cerrada. Segunda y tercera vez tornó a abrir y registrar su erario, y otras tantas veces fue echando menos su dinero; pues a fe no eran los ladrones tan desinteresados que supieran irse a la mano en repetir sus tientos al tesoro. Entonces el rey urdió, dicen, una trampa, mandando hacer unos lazos y armárselos allí mismo junto a las arcas donde estaba el dinero. Vuelven a la presa los ladrones como las moscas a la miel, y apenas entra uno y se acerca a las arcas, cuando queda cogido en la trampa. No bien se sintió caído en el lazo, conociendo el trance en que se había metido, llama luego a su hermano, dícele su estado, y pídele que entre al momento y que de un golpe le corte la cabeza; no sea, añadía, que pierdas la tuya si quedando aquí la mía, soy por ella descubierto y conocido. Al otro parecióle bien el aviso; y así entró e hizo puntualmente lo que se le decía, y vuelta la piedra movediza a su lugar, fuese a casa con la cabeza de su hermano. Apenas amanece entra de nuevo el rey en su erario, ve en su lazo al ladrón con la cabeza cortada, el edificio entero y en todo él rastro ninguno de entrada ni de salida, y quédase mucho más confuso y como fuera de sí. Para salir de suspensión, añaden que tomó el expediente de mandar colgar del muro el cuerpo decapitado del ladrón, y poner centinelas con orden de prender y presentarle cualquier persona que vieran llorar o mostrar compasión a vista del cadáver. En tanto que éste pendía, la madre del ladrón, que moría de pena y dolor, hablando al hijo que le quedaba, le mandó que procurase por todos medios hallar modo como descolgar el cuerpo de su hermano y llevárselo a su casa; y que cuidara bien del éxito, y entendiera que en otro caso ella misma se presentaría al rey y sabría revelarle que él era y no otro el que metía mano en sus tesoros. El hijo, en vista de las importunaciones de su madre, quien no le dejara respirar con sus instancias ni se persuadía de las razones que aquél alegaba, arbitró, según dicen, un medio ingenioso: busca luego y adereza unos juramentos, llena de vino sus odres, y cargando con ellos la recua, sale tras de ella de su casa. Al llegar cerca de los que guardaban el cadáver colgado, él mismo quita las ataduras de dos o tres pezoncillos que tenían los odres, y al punto empieza el vino a correr y él a levantar las manos, a golpearse la frente, a gritar como desesperado y aturdido sin saber a qué pellejo acudir primero. A la vista de tanto vino, los guardas del muerto corren luego al camino armados con sus vasijas, aplicándose a porfía a recoger el caldo que se iba derramando, y no queriendo perder el buen lance que les ofrecía la suerte. Al principio fingióse irritado el arriero, llenando de improperios a los guardas; pero poco a poco pareció calmarse con sus razones y volver en sí de su cólera y enojo, terminando, en fin, por sacar los jumentos del camino y ponerse a componer y ajustar sus pellejos. En esto íbase alargando entre ellos la plática; y uno de los guardas, no sé con qué donaire, hizo que el arriero riera de tan buena gana que recibió por regalo uno de sus pellejos. Al verse ellos con un odre delante, tendidos a la redonda, piensan luego en darse un buen rato, y convidan a su bienhechor para que se quede con ellos y les haga compañía. No se hizo mucho de rogar el arriero, el cual, habiéndose llevado los brindis y los aplausos de todos en la borrachera, dióles poco después con generosidad un segundo pellejo. Con esto, los guardas, empinando a discreción, convertidos en toneles y vencidos luego del sueño, quedaron tendidas a la larga donde la borrachera les cogió. Bien entrada ya la noche, no contento el ladrón con descolgar el cuerpo de su hermano, púsose muy despacio a rasurar por mofa y escarnio a los guardas, rapándoles la mejilla derecha, y cargando después el cadáver en uno de sus jumentos, y cumplidas las órdenes de su madre, se retiró. Muchos fueron los extremos de sentimiento que el rey hizo al dársele parte do que había sido robado el cadáver del ladrón; pero empeñado más que nunca en averiguar quién hubiese sido el que así se burlaba de él, tomó a lo que cuentan una resolución que en verdad no se me hace creíble, cual es la de mandar a una hija suya que se prostituyera en el lupanar público, presta a cuantos la brindasen, pero que antes obligara a cada galán a darle parte de la mayor astucia y del atentado, mayor que en sus días hubiese cometido; con orden de que si alguno le refiriese el del ladrón decapitado y descolgado, lo detuvieran al instante sin dejarla escapar ni salir afuera. Empezó la hija a poner por obra el mandato de su padre, y entendiendo el ladrón el misterio y la mira con que todo se hacía, y queriendo dar una nueva muestra de cuánto excedía al rey en astuto y taimado, imaginé una traza bien singular, pues cortando el brazo entero a un hombre recién muerto, fuese con él bien cubierto bajo sus vestidos, y de este modo entró a visitar a la princesa cortesana, hácelo ésta la misma pregunta que solía a los denlas, y él contesta abiertamente la verdad: que la más atroz de sus maldades había sido la de cortar la cabeza a su mismo hermano, cogido en el lazo real dentro del erario, y el más astuto de los ardides haber embriagado a los guardias con el vino, logrando así descolgar el cadáver de su hermano. Al oír esto, agarra luego la princesa al ladrón; mas éste, aprovechándose de la oscuridad, le alargaba el brazo amputado que traía oculto, el cual ella aprieta fuertemente creyendo tener cogido al ladrón por la mano, mientras éste, dejando el brazo muerto sale por la puerta volando. Informado del caso y de la nunca vista sagacidad y audacia de aquel hombre, queda de nuevo el rey confuso y pasmado. Finalmente, envía un bando a todas las ciudades de sus dominios mandando que en ellas se publicase, por el cual no sólo perdonaba al ladrón ofreciéndole impunidad, sino que le prometía grandes premios, con tal que se le presentara y descubriese. Con este salvo conducto, llevado de la esperanza del galardón, presentóse el ladrón al rey Rampsinito, quien dice quedó tan maravillado y aun prendado de su astucia, que como al hombre más despierto y entendido del universo le dio su misma hija por esposa, viendo que entre los egipcios, los más ladinos de los hombres, era el más astuto de todos.
CXXII. —Referían todavía de este mismo rey que, habiendo bajado vivo al lugar donde creen los griegos que vivo Plutón, rey del infierno, jugó a los dados con la diosa Céres, ganándole unas manos y perdiendo otras, y volvió a salir de allí con una servilleta de oro que la diosa le regaló. De aquí procede, según decían, que los egipcios solemnicen como festivo todo el tiempo que trascurrió desde la bajada hasta la subida de Rampsinito. No ignoro que aun al presente celebran una fiesta semejante; mas no puedo afirmar si por este o por otro motivo la celebraban. En ella los sacerdotes visten a uno de los suyos con un vestido tejido aquel mismo día por sus manos mismas, véndanle y cúbrenle los ojos con una mitra, y después de colocarlo así en el camino que van al templo de Céres, déjanle solo y se vuelven atrás. Cuentan después que aparecen allí dos lobos que, saliendo a recibir al de los ojos vendados, le conducen al templo de Céres, distante 20 estadios de la ciudad, y le restituyen luego al puesto en que antes le hallaron.
CXXIII. Si alguno hubiere a quien se hagan creíbles esas fábulas egipcias, sea enhorabuena, pues no salgo fiador de lo que cuento, y sólo me propongo por lo general escribir lo que otros me referían. Vuelvo a los egipcios, quienes creen que Céres y Dioniso son los árbitros y dueños del infierno; y ellos asimismo dijeron los primeros que era inmortal el alma de los hombres, la cual, al morir el cuerpo humano, va entrando y pasando de uno en otro cuerpo de animal que entonces vaya formándose, hasta que recorrida la serie de toda especie de vivientes terrestres, marinos y volátiles, que recorre en un período de 3.000 años, torna a entrar por fin en un cuerpo humano que esté ya para nacer. Y es singular que no falten ciertos griegos, cuál más pronto, cuál más tarde, que adoptando esta invención se la hayan apropiado, cual si fueran ellos los autores de tal sistema, y aunque sé quiénes son, quiero hacerles el honor de no nombrarlos.
CXXIV. Hasta el reinado de Rampsinito, según los sacerdotes, vióse florecer en Egipto la justicia, permaneciendo las leyes en su vigor y viviendo la nación en el seno de la abundancia y prosperidad; pero Quéope, que le sucedió en el trono, echó a perder un estado tan floreciente. Primeramente, cerrando los templos, prohibió a los egipcios sus acostumbrados sacrificios; ordenó después que todos trabajasen por cuenta del público, llevando unos hasta el Nilo la piedra cortada en el monte de Arabia, y encargándose otros de pasarla en sus barcas por el río y de traspasarla al otro monte que llaman de Libia. En esta fatiga ocupaba de continuo hasta 3.000 hombres, a los cuales de tres en tres meses iba relevando, y solo en construir el camino para conducir dicha piedra de sillería, hizo penar y afanar a su pueblo durante diez años enteros; lo que no debe extrañarse, pues este camino, si no me engaño, es obra poco o nada inferior a la pirámide misma que preparaba de cinco estadios de largo, diez orgias de ancho y ocho de alto en su mayor elevación, y construido de piedra, no sólo labrada, sino esculpida además con figuras de varios animales. Y en los diez años de fatiga empleados en la construcción del camino, no se incluye el tiempo invertido en preparar el terreno del collado donde las pirámides debían levantarse, y en fabricar un edificio subterráneo que sirviese para sepulcro real, situado en una isla formada por una acequia que del Nilo se deriva. En cuanto a la pirámide, se gastaron en su construcción 20 años: es una fábrica cuadrada de ocho pletros de largo en cada uno de sus lados, y otros tantos de altura, de piedra labrada y ajustada perfectamente, y construida de piezas tan grandes, que ninguna baja de 30 pies.
CXXV. La pirámide fue edificándose de modo que en ella quedasen unas gradas o poyos que algunos llaman escalas y otros altares. Hecha así desde el principio la parte inferior, iban levantándose y subiendo las piedras, ya labradas, con cierta máquina formada de maderos cortos que, alzándolas desde el suelo, las ponía en el primer orden de gradas, desde el cual con otra máquina que en él tenían prevenida las subían al segundo orden, donde las cargaban sobre otra máquina semejante, prosiguiendo así en subirlas, pues parece que cuantos eran los órdenes de gradas, tantas eran en número las máquinas, o quizá no siendo más que una fácilmente transportable, la irían mudando de grada en grada, cada vez que la descargasen de la piedra; que bueno es dar de todo diversas explicaciones. Así es que la fachada empezó a pulirse por arriba, bajando después consecutivamente, de modo que la parte inferior, que estribaba en el mismo suelo, fue la postrera en recibir la última mano. En la pirámide está notado con letras egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para el consumo de peones y oficiales; y me acuerdo muy bien que al leérmelo el intérprete me dijo que la cuenta ascendía a 4.600 talentos de plata. Y si esto es así, ¿a cuánto diremos que subiría el gasto de herramientas para trabajar, y de víveres y vestidos para los obreros, y más teniendo en cuenta, no sólo el tiempo mencionado que gastaron en la fábrica de tales obras, sino también aquel, y a mi entender debió ser muy largo, que emplearían así en cortar la piedra como en abrir la excavación subterránea?
CXXVI. Viéndose ya falto de dinero, llegó Quéope a tal extremo de avaricia y bajeza, que en público lupanar prostituyó a una hija, con orden de exigir en recompensa de su torpe y vil entrega cierta suma que no me expresaron fijamente los sacerdotes. Aun más; cumplió la hija tan bien con lo que su padre tan mal le mandó, que a costa de su honor quiso dejar un monumento de su propia infamia, pidiendo a cada uno de sus amantes que le costeara una piedra para su edificio; y en efecto, decían que con las piedras regaladas se había construido una de las tres pirámides, la que está en el centro delante de la pirámide mayor, y que tiene pletro y medio en cada uno de sus lados.
CXXVII. Muerto Quéope después de un reinado de cincuenta años, según referían, dejó por sucesor de la corona a su hermano Quefren, semejante a él en su conducta y gobierno. Una de las cosas en que pretendió imitar al difunto, fue en querer levantar una pirámide, como en efecto la levantó, pero no tal que llegase en su magnitud a la de su hermano, de lo que yo mismo me cercioré habiéndolas medido entrambas. Carece aquella de edificios subterráneos, ni llega a ella el canal derivado del Nilo que alcanza a la de Quéope, y corriendo por un acueducto allí construido, forma y baña una isla, dentro de la cual dicen que yace este rey. Quefren fabricó la parte inferior de su columna de mármol etiópico vareteado, si bien la dejó cuarenta pies más baja que la pirámide mayor de su hermano, vecina a la cual quiso que la suya se erigiera, hallándose ambas en un mismo cerro, que tendrá unos cien pies de elevación. Quefren reinó cincuenta y seis años.
CXXVIII. Estos dos reinados completan los 106 años en que dicen los egipcios haber vivido en total miseria y opresión, sin que los templos por tanto tiempo cerrados se les abrieran una sola vez. Tanto es el odio que conservan todavía contra los dos reyes, que ni acordarse quieren de su nombre por lo general; de suerte que llaman a estas fábricas las pirámides del pastor Filitis, quien por aquellos tiempos apacentaba sus rebaños por los campos en que después se edificaron.
CXXIX. A Quefren refieren que sucedió en el trono un hijo de Quéope, por nombre Micerino, quien, desaprobando la conducta de su padre, mandó abrir los templos, y que el pueblo, en extremo trabajado, dejadas las obras públicas, se retirara a cuidar de las de su casa, y tomara descanso y refección en las fiestas y sacrificios. Entre todos los reyes, dicen que Micerino fue el que con mayor equidad sentenció las causas de sus vasallos, elogio por el cual es el monarca más celebrado de cuantos vio el Egipto. Llevó a tal punto la justicia, que no solo juzgaba los pleitos todos con entereza, sino que era tan cumplido, que a la parte que no se diera por satisfecha de su sentencia, solía contentarla con algo de su propia casa y hacienda; mas a pesar de su clemencia y bondad para con sus vasallos, y del estudio tan escrupuloso en cumplir con sus deberes, empezó a sentir los reveses de la fortuna en la temprana muerte de su hija, única prole que tenía. La pena y luto del padre en su doméstica desventura fue sin límites, y queriendo hacer a la princesa difunta honores extraordinarios, hizo fabricar en vez de urna sepulcral, una vaca de madera hueca y muy bien dorada en la cual dio sepultura a su querida hija.
CXXX. Está vaca, que no fue sepultada en la tierra, se dejaba ver aun en mis días patente en la ciudad de Sais, colocada en el palacio en un aposento muy adornado. Ante ella se quema todos los días y se ofrece todo género de perfumes, y todas las noches se le enciende su lámpara perenne. En otro aposento vecino están unas figuras que representan a las concubinas de Micerino, según decían los sacerdotes de la ciudad de Sais; no cabe duda que se ven en él ciertas estatuas colosales de madera, de cuerpo desnudo, que serán veinte a lo más; no diré quiénes sean, sino la tradición que corre acerca de ellas.
CXXXI. Sobre esta vaca y estos colosos hay, pues, quien cuenta que Micerino, prendado de su hija, logró cumplir, a despecho de ella, sus incestuosos deseos, y que habiendo dado fin a su vida la princesa colgada de un lazo, llena de dolor por la violencia paterna, fue por su mismo padre sepultada en aquella vaca. Viendo la madre que algunas doncellas de palacio eran las que habían entregado el honor de su hija a la pasión del padre, les mandó cortar las manos, y aun pagan ahora sus estatuas la misma pena que ellas vivas sufrieron. Los que así hablan, a mi entender, no hacen más que contarnos una fábula desatinada, así en la sustancia del hecho como en las circunstancias de las manos cortadas, pues solo el tiempo ha privado a los colosos de las suyas, que aun en mis días se veían caídas a los pies de las estatuas.
CXXXII. La vaca, a la cual volveremos, trae cubierto el cuerpo con un manto de púrpura, sacando la cabeza y cuello dorados con una gruesa capa de oro, y lleva en medio de sus astas un círculo de oro que imita al del sol. Su tamaño viene a ser como el mayor del animal que representa, y no está en pie, sino arrodillada. Todos los años la sacan fuera de su encierro, y en el tiempo en que los egipcios plañen y lamentan la aventura de un dios a quien con cuidado evitaré el nombrar, entonces es cabalmente cuando sale al público la vaca de Micerino. Y dan por razón de tal salida, que la hija al morir pidió a su padre que una vez al año le hiciera ver la luz del sol.
CXXXIII. Después de la desventura de su hija tuvo el rey otro disgusto, por haberle venido de la ciudad de Butona un oráculo en que se le decía no le restaban más que seis años de vida, y que al sétimo debía acabar su carrera. Lleno de amargura y sentimiento, Micerino envió sus quejas al oráculo, mandando se le manifestase lo importuno de su predicción, pues habiéndose concedido muy larga vida a su padre y a su tío, que cerraron los templos, y que despreciaron a los dioses como si no existieran, y que se complacieron en oprimir al linaje humano, intimábale a él, a pesar de su piedad y religión, que dentro de tan corto tiempo había de morir. Entonces, dicen, vínole del oráculo por respuesta que por la misma conducta que alegaba se le acortaban en tanto grado los plazos de la vida, por no haber hecho lo que debía, pues la opresión fatal del Egipto, que sus dos antecesores en el trono habían cumplido muy bien, y él no, estaba dispuesto que durase 150 años. Oído este oráculo, y conociendo Micerino que estaba ya dado el fallo contra su vida, mandó fabricar una multitud de candeleros, a fin de que su luz convirtiese la noche en día, y desde entonces empezó a entregarse sin reserva a todo género de diversión y regalo, comiendo y bebiendo sin parar día y noche, y no dejando ni lago, ni prado, bosque o vega al que no fuera donde quier supiese haber algún paraje ameno y delicioso, apto para su recreo y solaz. Todo lo cual discurrió y practicó con el intento de desmentir al oráculo, declarándole falso y engañoso con hacer que sus seis años fatales valieran por doce convertidas las noches en otros tantos días.
CXXXIV. No dejó, sin embargo, Micerino de levantar su pirámide, menor que la de su padre, de más de 20 pies. La fábrica es cuadrada, de mármol etiópico hasta su mitad y de tres pletros en cada uno de sus lados. Pretenden algunos griegos equivocadamente que esta pirámide es de la cortesana Ródope, con lo que demuestran, en mi humilde juicio, cuán pocas noticias tienen de esa ramera, pues a tenerlas, no le dieran la gloria de haber erigido una pirámide en cuya fábrica se hubieron de expender los talentos a millares, por decirlo así. Además, Ródope no floreció en el reinado de Micerino, sino en el de Amasis, muchos años después de muertos aquellos reyes que dejaron las pirámides. Esta mujer fue natural de Tracia, sierva de Jadmon de Samos, hijo de Efestopolis, y compañera de esclavitud del fabulista Esopo, quien fue sin duda esclavo de Jadmon, como lo convence el que habiendo los naturales de Delfos, prevenidos por su mismo oráculo, publicado repetidas veces el pregón de que si alguno hubiese que quisiera exigir de ellos la debida satisfacción por la muerte allí dada a Esopo, estaban prontos a pagar la pena; nadie se presentó con tal demanda, sino un cierto Jadmon, nieto de otro del mismo nombre, a cuyo joven se satisfizo en efecto aquel agravio. Lo que declara que Esopo había sido esclavo de Jadmon.
CXXXV. En cuanto a la bella Ródope, pasó al Egipto en compañía de Xantes, natural de Samos; y aunque su destino en aquel viaje había sido enriquecer a su amo con la ganancia que le granjease su belleza, fue puesta en libertad mediante una gran suma de dinero por un hombre de Mitilene, llamado Caraxes, hijo de Escamandrónimo y hermano de la poetisa Safo. Quedóse Ródope libre y suelta en Egipto, donde juntó muchos caudales como linda y graciosa cortesana, grandes, sí, para una mujer de su profesión, pero no tantos que pretendiera con ellos levantar una pirámide. Y si alguno tuviere curiosidad, podrá aun ver por sí mismo la décima parte do las riquezas de Ródope, y por esto concluir que no deben atribuírsele tantas, pues queriendo dejar ella un monumento suyo a la Grecia, dio una ofrenda que nadie jamás había hecho ni aun pensado, y la dedicó en Delfos como memoria particular. Al efecto mandó que la décima parte de sus haberes se empleara en unos asadores de hierro, tantos en número para cuantos sufragase dicha cantidad, destinados a servir en los sacrificios de los bueyes; y en el día se ven aun amontonados detrás del ara que dedicaron los de Quío, frontera al templo de Delfos. Es ya antigua costumbre que sienten en Naucratis su tienda las cortesanas más insignes por su donaire y belleza. Allí moraba de asiento la mujer de quien hablamos, tan hermosa, que ningún griego había que por el nombre siquiera no conociese a la hermosa Ródope; y allí mismo residió después otra llamada Arquídice, decantada por toda la Grecia, mas no tanto que jamás hubiese podido llegar a la fama de la primera. Volviendo a Mitilene Caraxes, libertador de Ródope, como llevo dicho, fue con este motivo amargamente zaherido por Saro en muchas de sus canciones. Pero bastante hemos hablado de Ródope.
CXXXVI. Muerto, en fin, Micerino, sucedióle en el reino, según los sacerdotes, Asiquis, que mandó hacer los propíleos del templo de Vulcano que dan al Levante, y que son en realidad de cuantos hay en el edificio los más bellos y los más grandes con notable exceso, pues aunque los demás propíleos son todos obras llenas de figuras bien esculpidas y presentan infinita variedad de fábricas, en esto sobresalen con gran ventaja los de Asiquis que mencionamos. En este reinado hubo, por escasez de dinero, gran falta de fe pública en el trato y comercio. Para obviar este abuso dicen que entre los egipcios se publicó una ley por la cual se ordenaba que cualquiera que quisiese tomar dinero prestado, hubiera de dar en prenda el cadáver de su mismo padre; y se añadió más todavía: que el que diera un préstamo fuera árbitro absoluto del sepulcro del que lo tomaba; y además, el que empeñase la dicha prenda y no quisiese satisfacer a su acreedor, se impuso la pena de no poder ser enterrado al morir en la tumba de sus mayores u otra alguna, ni dar sepultura a ninguno de los suyos que durante aquel tiempo muriera. Cuentan del mismo rey, que codicioso de superar las glorias de cuantos habían antes reinado en Egipto, dejó su monumento público en una pirámide hecha de ladrillo. Hay en ella una inscripción grabada en mármol que hace hablar a la misma pirámide en estos términos: «No me humilles comparándome a las pirámides de mármol, a las que excedo tanto, como Júpiter a los demás dioses; pues dando en el suelo de la laguna con un chuzo, y recogido el barro a él pegado, con este barro formaban mis ladrillos, y así fue como me construyeron.» Esto es en suma cuanto hizo aquel rey.
CXXXVII. Un ciego de la ciudad de Anisis, llamado también Anisis con el nombre de su patria, sucedió a Asiquis en la corona. En tiempo de este rey, los etíopes, apoderándose del Egipto con un numeroso ejército, a cuyo frente venía su monarca Sabacon, obligaron al rey ciego a refugiarse fugitivo en los pantanos. Cincuenta fueron los años que reinó en Egipto el etíope Sabacon, durante los cuales siguió la conducta de no castigar con pena de muerte a los egipcios reos de algún delito capital; siendo su práctica la de graduar la sentencia por la gravedad del delito, y condenar a los reos a las obras públicas y a levantar el terraplén de la ciudad de donde eran naturales. Lográbase con estos castigos el común beneficio de que las ciudades cuyos terraplenes habían sido construidos la primera vez en tiempo de Sesostris por los prisioneros que abrieron los canales del Egipto, a la segunda entonces en el reinado del etíope se hiciesen más elevados. El suelo de las ciudades de aquel país se levanta mucho generalmente sobre la superficie de la campiña; pero en Bubastis, con singularidad, mejor que en las demás se observa la elevación del terraplén. Hay en esta ciudad un templo dedicado a la diosa Bubastis que merece particular memoria y atención.
CXXXVIII. Templos se hallarán más grandes, más suntuosos que el de Bubastis, pero ninguno de una perspectiva más grata y halagüeña a la vista. La diosa a quien pertenece es la misma Artemis de los griegos. El templo está en un terreno que parece una isla por todos lados menos por su entrada, pues que desde el Nilo corren dos acequias de cien pies de anchura cada una, con su arboleda que les da sombra, las que entrambas por diferente lado van sin juntarse hacia la entrada del templo. Sus pórticos, adornados con figuras de seis codos, obra de mucho primor, tienen diez orgias de elevación. Es de notar que hallándose construido el templo en el centro de la ciudad, se deja ver con todo por cualquier parte se vaya girando; lo que sucede por haberse alzado con el tiempo el piso de la ciudad con un nuevo terraplén, y mantenido el templo en el plano inferior en que desde el principio se edificó, quedando así patente y visible de todas partes. Una cerca esculpida con figuras en toda su extensión, rodea y ciñe el lugar sagrado, y dentro de ella hay un bosque de árboles altísimos, que rodean a su vez el gran templo, de un estadio así de longitud como de anchura, dentro del cual está la estatua de la diosa. Delante de la entrada del templo corre un camino empedrado, de tres estadios de largo y unos cuatro pletros de ancho, con una arboleda alta hasta las nubes que a uno y otro lado se ve plantada. Este camino lleva al templo de Mercurio, y con esto concluimos la digresión.
CXXXIX. Por fin, según cuentan, pudieron verse libres del etíope, gracias a una visión que tuvo en sueños, que le obligó a escaparse a toda prisa: parecíale durmiendo ver un hombre a su lado que le sugería la idea de destrozar y partir por medio a todos los sacerdotes, después de mandarlos juntar en un mismo sitio. Pensó consigo mismo que aquella visión no podía menos de ser una prueba y tentación de los dioses, que con ella le inducían a cometer la mayor impiedad, para que llevase por ello su castigo de parte del cielo o de parte de los hombres, que él se abstendría de cometerla; y puesto que había cumplido el plazo de su imperio en Egipto, que los mismos dioses le habían revelado, se resolvió con gusto a retirarse. En efecto, hallándose aun en Etiopía, los oráculos del país la habían prevenido ser voluntad divina que por espacio de 50 años reinase en Egipto. Con este motivo lo dejó Sabacon de su propia voluntad, viendo cumplido el período destinado, y perturbado con su misma visión.
CXL. Ausentado apenas el etíope, tomó de nuevo el mando el rey ciego, saliendo de sus pantanos, donde vivió cincuenta años refugiado en una isla que había ido levantando y terraplenando con tierra y ceniza, pues que en el largo tiempo de su oculto retiro, al traerle los egipcios a hurto del etíope los víveres necesarios, según lo tenía ordenado a ciertos vasallos fieles, les pedía por favor le llevasen juntamente ceniza para formar sus diques. Esta isla, que tiene el nombre de Elbo, y diez estadios no más por todos lados, no pudo ser hallada por nadie antes de Amintes, ni fue dable a los reyes encontrarla en el largo espacio de 700 años.
CXLI. Después de la muerte del ciego decían que reinó un sacerdote de Vulcano, por nombre Seton. Este rey sacrificador, contra toda sabia política, en nada contaba con la gente de armas de su reino, como si nunca hubiera de necesitarlos; y no contento todavía con los desaires que los hacía de continuo, añadió la injuria de privarlos del goce de ciertas yugadas de tierra que les habían reservado los reyes anteriores, dando doce de ellas a cada soldado. De ahí resultó que, habiendo invadido el Egipto Sanacaribo, rey de los árabes y de los asirios, con un grueso ejército, los guerreros del país no quisieron tomar las armas en defensa de Seton. Viéndose el sacerdote rey en tan apurado trance, entró en el templo de Vulcano, y allí a los pies de su ídolo plañía y lamentaba la desventura que iba ya a descargar sobre su cabeza. En medio de sollozos y suspiros sorprendióle el sueño, según dicen, y mientras dormía se le apareció su dios, quien le animó, asegurándole que si salía a recibir el ejército de los árabes, con sus tropas voluntarias, ningún mal le sucedería; que el mismo dios se encargaba de la defensa, y cuidaría de enviarle socorro. Confiado en su sueño, anímase el sacerdote a juntar un ejército con los egipcios que de buen grado quisieran seguirle, y se atrinchera con ellos en Pelusio, que es la puerta del Egipto. Ni un solo guerrero de profesión se contaba en las tropas que se le juntaron, siendo sus soldados todos mercaderes, artesanos y regatones vendedores. ¡Cosa singular! después que llegaron a Pelusio, sucedió que los ratones agrestes, derramados por el vecino campo de los enemigos, comieron de noche las aljabas, comieron los nervios de los arcos, y finalmente, las mismas correas que servían de asas en los escudos. Venido el día, hállanse desarmados los invasores, entréganse a la fuga y perecen en gran número. Al presente se ve todavía en el templo de Vulcano la estatua de mármol de este rey con un ratón en la mano, y en ella se lee la inscripción siguiente: «Mírame, hombre, y aprende de mí a ser religioso.»
CXLII. A propósito de lo referido, decíanme los egipcios a una con sus sacerdotes, y lo comprobaban con sus monumentos, que contando desde el primer rey hasta el sacerdote de Vulcano, el último que allí reinó, habían pasado en aquel período 341 generaciones de hombres, en cuyo transcurso se habían ido sucediendo en Egipto, otros tantos sumos sacerdotes e igual número de reyes. Contando, pues, 100 años por cada 3 generaciones, las 300 referidas dan la suma de 10.000 años, y las 41 que restan además, componen 11.340. En el espacio de estos 11.340 años decían que ningún Dios hubo en forma humana, añadiendo que ni antes ni después, en cuantos reyes había tenido Egipto, se vio cosa semejante. Contaban, empero, que en el tiempo mencionado, el sol había invertido por cuatro veces su carrera natural, saliendo dos veces desde el punto donde regularmente se pone, y ocultándose otras dos en el lugar de donde nace por lo común, sin que por este desorden del cielo se hubiese alterado cosa alguna en Egipto, así de las que nacen de la tierra, como de las que proceden del río, ni en las enfermedades, ni en las muertes de los habitantes.
CXLIII. Contaré un suceso curioso. Hallándose en Tebas, antes que yo pensara en pasar allá, el historiador Hecateo, empezó a declarar su ascendencia, haciendo derivar su casa de un dios, que era el decimosexto de sus abuelos. Con esta ocasión hicieron con él los sacerdotes de Júpiter Tebeo lo mismo que practicaron después conmigo, aunque no deslindase mi genealogía, pues me entraron en un gran templo y me fueron enseñando tantos colosos de madera cuantos son los sumos sacerdotes que, como expresé, han existido, pues sabido es que cada cual coloca allí su imagen mientras vive. Iban, pues, mis conductores contando y mostrándome por orden las estatuas, diciendo: —«Este ese el hijo del que acabamos de mirar, como puedes verlo, por lo que se parece a su inmediato predecesor;» y de este modo me hicieron reconocer las efigies y recorrerlas de una en una. Algo más hicieron con Hecateo, pues como él se envaneciera de su ascendencia, haciéndose proceder de un dios, su antepasado, le dieron en ojos con la serie y generación de sus sacerdotes, no queriendo sufrirle la suposición de que un hombre pudiera haber nacido de un dios, y dándole cuenta, al deslindarle la sucesión de sus 345 colosos, que cada uno había sido no más un piromis, hijo de otro piromis (esto es, un hombre bueno hijo de otro, pues piromis equivale en griego a bueno y honrado), sin que ninguno de ellos descendiese de padre dios ni de héroe alguno. En fin, concluían que los representados por las estatuas que enseñaban habían sido todos grandes hombres, como decían, pero ninguno que de muy lejos fuera dios.
CXLIV. Verdad es, añadían, que antes de estos hombres, los dioses eran quienes reinaban en Egipto, morando y conversando entre los mortales, y teniendo siempre uno de ellos imperio soberano. El último dios que reinó allí fue Oro, hijo de Osiris, llamado por los griegos Apolo, quien terminó su reino después de haber acabado con el de Tifon. A Osiris le llamamos en griego Dioniso, esto es, el libre.
CXLV. Entre los griegos noto que son tenidos por los dioses más modernos Hércules, Dioniso y Pan; mientras al contrario entre los egipcios es Pan un dios antiquísimo, reputado por uno de los dioses primeros, como los llaman; Hércules por uno de los doce dioses que llaman de segunda clase, y Dioniso por uno de los dioses terceros, que fueron hijos de los doce segundos. Tengo arriba declarados los muchos años que corrieron desde Hércules hasta el rey Amasis, según los egipcios, quienes pretenden fueron más los que transcurrieron desde Pan, pero menos los que pasaron después de Dioniso, aunque entre este y el rey Amasis no mediaron menos de 15.000 años a lo que dicen: y de este cómputo de años, cuya cuenta llevan siempre y notan por escrito, pretenden estar muy ciertos y seguros. Pero en cuanto al Dioniso o Baco griego, que dicen nacido de Sémele hija de Cadmo, desde su nacimiento hasta la presente era median 1.600 años a más largar, y desde Hércules, el hijo de Alcmena, habrá unos 900, y desde Pan al de Penélope, de la cual y de Mercurio creen los griegos nacido este dios, han corrido hasta mi edad 800 años a lo más, menos sin duda de los que se cuentan posteriores a la guerra de Troya.
CXLVI. Siga, empero, cada cual la que más le acomodare de estas dos cronologías pues yo me contento con haber declarado lo que por ambos pueblos se piensa acerca de dichos dioses. Sólo añadiré, que si se da por cosa tan constante y recibida el que los dos dioses cuya edad se controvierte, Dioniso, el hijo de Semele, y Pan el de Penélope, nacieron y vivieron en Grecia hasta la vejez, como lo es esto respecto de Hércules, el hijo de Anfitrión, pudiera decirse con razón en esto caso que Dioniso y Pan, dos hombres como los demás, se alzaron con el nombre de aquellos dos dioses, y así las dificultades quedarían allanadas. Pero se opone el inconveniente de que los griegos pretenden que su Dioniso, apenas malamente nacido, pues Júpiter lo encerró dentro de uno de sus muslos, fue llevado a Nisa, que está en Etiopía, más allá de Egipto: tanto distan de creer que se criara y viviera en Grecia como hombre natural. Mayor es la confusión y enredo respecto de Pan, del cual ni aun los griegos saben decir dónde paró después de nacido. De aquí, en una palabra, se deduce que los griegos no oyeron el nombre de los dos dioses citados sino mucho después de oído el de los demás dioses, y que desde la época en que empezaron a nombrarlos, les forjaron la genealogía. Hasta aquí he hecho hablar a los egipcios.
CXLVII. Voy a referir lo que sucedió en aquel país, según dicen otros pueblos y los naturales asimismo confirman, sin dejar de mezclar en la narración algo de lo que por mí mismo he observado. Viéndose libres e independientes los egipcios después del reinado del mencionado sacerdote de Vulcano, y hallándose sin rey, como si fueran hombres nacidos para servir siempre a algún soberano, dividieron el Egipto en doce partes, nombrando doce reyes a la vez. Enlazados mutuamente desde luego con el vínculo de los casamientos, reinaban éstos, atenidos a ciertos pactos de que no se quitarían el mando unos a otros, que ninguno de ellos pretendería lograr más autoridad y poder que los demás, y que todos conservarían entre sí la mejor amistad y más perfecta armonía. Movióles a convenir en esta mutua igualdad y alianza común, y a procurarla consolidar con toda seguridad y firmeza, un oráculo que les anunció, apenas apoderados del mando, que vendría a ser señor de todo el Egipto aquel de entre ellos que en el templo de Vulcano libase a los dioses en una taza de bronce; aludiendo el oráculo a la costumbre que observaban de sacrificar juntos en todos los templos.
CXLVIII. reinando, pues, con tal unión, acordaron dejar un monumento en nombre común de todos, y con este objeto construyeron el laberinto, algo más allá de la laguna Meris, hacia la ciudad llamada de los Cocodrilos. Quise verlo por mí mismo, y me pareció mayor aun de lo que suele decirse y encarecerse. Me atreveré a decir que cualquiera que recorriese las fortalezas, muros y otras fábricas de los griegos, que hacen alarde de su grandeza, ninguna hallará entre todas que no sea menor e inferior en costa y en trabajo a dicho laberinto. No ignoro cuán magníficos son los templos, el de Éfeso y el de Samos, pero es menester confesar que las pirámides les hacen tanta ventaja que cada una de estas puede compararse con muchas obras juntas de los griegos, aunque sean de las mayores; y con todo, es el laberinto monumento tan grandioso, que excede por sí sólo a las pirámides mismas. Compónese de doce palacios cubiertos, contiguos unos a otros y cercados todos por una pared exterior, con las puertas fronteras entre sí; seis de ellos miran al Norte y seis al Mediodía. Cada uno tiene duplicadas sus piezas, unas subterráneas, otras en el primer piso, levantadas sobre los sótanos, y hay 1.500 de cada especie, que forman entre todas 3.000. De las del primer piso, que anduve recorriendo, hablaré como testigo de vista; a las subterráneas sólo las conozco de oídas, pues que los egipcios a cuyo cargo están, se negaron siempre a enseñármelas, dándome por razón el hallarse abajo los sepulcros de los doce reyes fundadores y dueños del laberinto, y las sepulturas de los cocodrilos sagrados; y de tales estancias por lo mismo sólo hablaré por lo que me refirieron. En las piezas superiores, que cual obra más que humana por mis ojos estuve contemplando, admiraba atónito y confuso sus pasos y salidas entre sí, y las vueltas y rodeos tan varios de aquellas salas, pasando de los salones a las cámaras, de las cámaras a los retretes, de éstos a otras galerías, y después a otras cámaras y salones. El techo de estas piezas y sus paredes cubiertas de relieves y figuras son todas de mármol. Cada uno de los palacios está rodeado de un pórtico sostenido con columnas de mármol blanco perfectamente labrado y unido. Al extremo del laberinto se ve pegada a uno de sus ángulos una pirámide de cuarenta orgias, esculpida de grandes animales, a la cual se va por un camino fabricado bajo de tierra.
CXLIX. Mas aunque sea el laberinto obra tan rica y grandiosa, causa todavía mayor admiración la laguna que llaman Meris, cerca de la cual aquel se edificó. Cuenta la laguna de circunferencia 3.000 estadios, medida que corresponde a 60 schenos, los mismos cabalmente que tienen, de longitud las costas marítimas de Egipto; corre a lo largo de Norte a Mediodía, y tiene 50 orgias de fondo en su mayor profundidad. Por sí misma declara que es obra de manos y artificial. En el centro de ella, a corta diferencia, vense dos pirámides que se elevan sobre la flor del agua 50 orgias, y abajo tienen otras tantas de cimiento, y encima de cada una se ve un coloso de mármol sentado en su trono: aunque ambas pirámides vienen a tener 100 orgias, que forman cabalmente un estadio hexapletro o de 600 pies, contando la orgia a razón de 6 pies o de 4 codos, midiendo el pie por 4 palmos y el codo por 6. Siendo el terreno en toda la comarca tan árido y falto de agua, no puede ésta nacer en la misma laguna, sino que a ella ha sido conducida por un canal derivado del Nilo; y en efecto, pasa desde el río a la laguna durante seis meses, en los cuales la pesca reditúa al fisco 20 minas diarias, y sale de la laguna en los otros seis meses, que producen al mismo fisco un talento de plata cada día.
CL. Más notable es lo que me decían los naturales, que el agua de su laguna, corriendo por un conducto subterráneo tierra adentro hacia Poniente, y pasando cerca del monte que domina a Menfis, iba a desembocar en la sirte de la Libia. No viendo yo en parte alguna amontonada la tierra que debió sacarse al abrir tan gran laguna, movido de curiosidad, y deseoso de saber qué se había hecho de tanto material excavado, pregunté a la gente de los alrededores dónde estaba la infinita arena extraída de aquella hoya. Diéronme a esto satisfacción y respuesta, y de ella quedé persuadido apenas me la indicaron, sabiendo que en Nino, ciudad de los asirios, había sucedido un caso muy semejante al que referían. Allí unos ladrones concibieron el designio de robar los muchos tesoros que Sardanápalo, hijo de Nino, en un erario subterráneo tenía cuidadosamente guardados. Con este objeto, medida la distancia, empiezan desde su casa a cavar una mina hacia el palacio del rey: iban por la noche echando al Tigris, río que atraviesa la ciudad de Nino, la tierra que excavaban de la mina, y de este modo prosiguieron hasta salir al cabo con su intento. Lo mismo oí haber sucedido en la excavaciones de la citada laguna, con la diferencia que se ejecutaba de día la maniobra, sin tener que aguardar a la oscuridad de la noche, y la tierra que iban extrayendo la llevaban al Nilo, el cual, recibiéndola en su corriente, no podía menos de arrastrarla en ella e irla disipando.
CLI. Referido el modo con que se abrió la laguna Meris, volvamos a los doce reyes, quienes, gobernando con suma equidad y entereza, en el tiempo legítimo hacían un sacrificio en el templo de Vulcano. Venido el último día de la solemnidad, y preparándose a hacer las libaciones religiosas, al irles a presentar las copas con que solían hacerlas, el sumo sacerdote, por equivocación, sacó once no más para los doce reyes. Entonces Psamético, el último de la fila real, viendo que le faltaba su copa, echó mano de su casco, lo alargó e hizo con él su libación, medio realmente obvio para salir del lance, pues que todos los reyes solían ir con casco, y los doce, en efecto, lo llevaban en aquel instante. Aparecía claramente que Psamético había alargado su casco sin sombra de engaño o mala fe; pero, sin embargo, los once reyes, atendiendo por una parte a su acción, recordando por otra el oráculo, que les tenía predicho que vendría a ser soberano de todo Egipto aquel de entre ellos que libase con copa de bronce, tomaron seria resolución sobre lo acaecido, y aunque no creyeron justo quitar la vida a Psamético, conociendo por sus palabras que no había obrado en aquello con deliberación o fin particular, acordaron con todo que, casi enteramente privado de su poder, fuese desterrado y confinado en los pantanos, con orden de no salir de ellos ni entrometerse en el gobierno de lo restante del Egipto.
CLII. El desgraciado Psamético, cuyo padre, Neco, había sido muerto por orden del etíope Sabacon, se había ya visto anteriormente precisado a refugiarse en Siria, huyendo de las manos del etíope, hasta que, habiéndose retirado éste amedrentado por su sueño, fue llamado otra vez a Egipto por sus paisanos del distrito de Sais. Y ahora, siendo ya rey, por la inadvertencia de haber convertido en copa su casco, sucedióle la segunda desventura de que sus once colegas en el reino le confinasen en los pantanos del Egipto. Viéndose, pues, inocente, calumniado y oprimido por la violencia de sus compañeros, pensó seriamente en vengarse de sus perseguidores; y para lograr su intento envió a consultar el oráculo de Latona en la ciudad de Butona, al que miran los egipcios como el más verídico. Diósele por contestación que el socorro y venganza deseada le vendrían por el mar, cuando a las costas llegasen unos hombres de bronce; respuesta que le llenó de desconfianza y abatió las alas de su corazón por lo ridículo e imposible de los auxiliares que se le prometían. No pasó mucho tiempo, sin embargo, que ciertos jonios y carios que iban en corso aportasen al Egipto, obligados de la necesidad. Saltaron a tierra armados con su arnés de bronce, y un egipcio que jamás había visto tales armaduras, corre hacia los pantanos, y avisando a Psamético de lo que pasaba, dícele que acababan de venir por mar unos hombres de bronce, que saltando en tierra la robaban y saqueaban. Conociendo Psamético desde luego que iba cumpliéndose la predicción del oráculo, recibió con grandes muestras de amistad a los piratas de Jonia y de caria, y no paró hasta que a fuerza de promesas y del ventajoso partido que les proponía, logró de ellos que se quedasen a su servicio, con cuyo socorro y con el de los egipcios de su bando, salió al cabo vencedor de los once reyes, acabando con todo su poder.
CLIII. Apoderado Psamético de todo el Egipto, levantó en Menfis, dedicándolos a Vulcano, los portales o propíleos que miran al Mediodía, y en frente de ellos fabricó en honor de Apis un palacio rodeado de columnas y lleno de figuras esculpidas, en el cual el dios Apis, cuyo nombre griego es Epafos, se cría y mora, siempre que aparece a los egipcios: las columnas del palacio son otros tantos colosos de doce codos cada uno.
CLIV. En cuanto a los jonios y carios que sirvieron como tropas mercenarias en la conquista, recibieron de Psamético en recompensa de su servicio ciertas propiedades, unas en frente de otras, por medio de las cuales corre el Nilo, y a las que puso el nombre de reales, sin dejar de darles el monarca, no contento con esta recompensa, lo demás que le tenía prometido. Entrególes asimismo ciertos niños egipcios para que cuidasen de instruirlos en la lengua griega, y los que al presente son intérpretes de ella en Egipto descienden de los que entonces la aprendieron. Los campos que los jonios y carios poseyeron largo tiempo, no distan mucho de la costa, y caen un poco más debajo de la ciudad de Bubastis, cerca de la boca Pelusia del Nilo, como la llaman. Andando el tiempo, éstos mismos extranjeros, transplantados de sus campos fueron colocados en Menfis por el rey Amasis, quien en ellos quiso tener un cuerpo de guardias contra los egipcios. Desde el tiempo en que dichas tropas se domiciliaron en Egipto, por medio de su trato y comunicación, nosotros los griegos sabemos con exactitud y puntualidad la historia del país, contando desde Psamético y siguiendo los sucesos posteriores a su reinado. Los jonios o carios fueron los primeros colonos de extranjero idioma que en Egipto se establecieron; y aun en mis días veíase en los lugares desde los cuales fueron trasladados a Menfis las atarazanas de sus naves y las ruinas de sus habitaciones. Ved aquí el modo como Psamético llegó a apoderarse del Egipto.
CLV. Bien me acuerdo de lo mucho que llevo dicho acerca del oráculo egipcio arriba mencionado, pero quiero añadir algo más en su alabanza, pues digno es de ella. Este oráculo egipcio, dedicado a Latona, se halla situado en una gran ciudad vecina a la boca del Nilo que llaman Sebenítica, al navegar río arriba desde el mar, cuya ciudad, según antes expresé, es Butona, y en ella hay así mismo un templo de Apolo y de Diana. El de Latona, asiento del oráculo, además de ser una obra en sí grandiosa, tiene también su propíleo de diez orgias de elevación. Pero de cuanto allí se veía, lo que mayor maravilla me causó fue la capilla o nicho de Latona que hay en dicho templo, formado de una sola piedra, así en su longitud como en su anchura. Sus paredes son todas de una medida y de cuarenta codos cada una; la cubierta de la capilla, que le sirve de techo, la forma otra piedra, cuyo alero sólo tiene cuatro codos. Esta capilla de una pieza, lo repito, es en mi concepto lo más admirable de aquel templo.
CLVI. El segundo lugar merece se le dé por su singularidad la isla llamada de Chemmis, situada en una profunda y espaciosa laguna que está cerca de un templo de la mencionada ciudad de Butona. Los egipcios pretendían que era una isla flotante; mas puedo afirmar que no la vi nadar ni moverse, y quedé atónito al oír que una isla pueda nadar en realidad. Hay en ella un templo magnífico de Apolo, en que se ven tres aras levantadas, y está poblada de muchas palmas y de otros árboles, unos estériles, otros de la clase de los frutales. No dejan los naturales de dar la razón en que se apoyan para creer en esta isla flotante: dicen que Latona, una de las ocho deidades primeras que hubo en Egipto, tenía su morada en Butona, donde al presente reside su oráculo, y en aquella isla no flotante todavía recibió a Apolo, que en depósito se lo entregó la diosa Isis, y allí pudo salvarle escondido, cuando vino a aquel lugar Tifón, que no dejaba guarida sin registrar, para apoderarse de aquel hijo de Osiris. Apolo y Artemis, según los egipcios, fueron hijos de Dioniso y de Isis; y Latona fue el ama que los crió y puso en salvo. En egipcio Apolo se llama Oros. Demeter se dice Isis, y Artemis lleva el nombre de Bubastis; y en esta creencia egipcia y no en otra alguna se fundó Esquilo, hijo de Euforion, para hacer en sus versos a Artemis hija de Demeter, aunque en esto se diferencia de los demás poetas que han existido. Tal es la razón por que los egipcios creen a su isla movediza.
CLVII. De los 59 años que reinó Psamético en Egipto tuvo bloqueada por espacio de 29 a Azoto, gran ciudad de la Siria, que al fin rindió; habiendo sido aquella plaza, entre todas cuantas conozco, la que por más tiempo ha sufrido y resistido al asedio.
CLVIII. Neco sucedió en el reinado a su padre Psamético, y fue el primero en la empresa de abrir el canal, continuado después por el persa Darío, que va desde el Nilo hacia el mar Eritreo, y cuya longitud es de cuatro días de navegación, y tanta su latitud que por él pueden ir a remo dos galeras a la par. El agua del canal se tomó del Nilo, algo más arriba de la ciudad de Bubastis, desde donde va siguiendo por el canal, hasta que desemboca en el mar Eritreo, cerca de Patumo, ciudad de Arabia. Empezóse la excavación en la llanura del Egipto limítrofe de la Arabia, con cuya llanura confina por su parte superior el monte que se extiende cerca de Menfis, en el cual se hallan las canteras ya citadas. Pasando la acequia por el pie de este monte, se dilata a lo largo de Poniente hacia Levante, y al llegar a la quebrada de la cordillera, tuerce hacia el Noto o Mediodía y va a dar en el golfo Arábigo. Para ir del mar boreal o Mediterráneo al Meridional, que es el mismo que llamamos Eritreo, el más breve atajo es el que se toma desde le monte Casio, que divide el Egipto de la Siria y dista del golfo Arábigo 1.000 estadios; ésta es, repito, la senda más corta, pues la del canal es tanto más larga, cuantas son las sinuosidades que este forma. Ciento veinte mil hombres perecieron en el reinado de Neco en la excavación del canal, aunque este rey lo dejó a medio abrir, por haberle detenido un oráculo, diciéndole que se daba prisa para ahorrar fatiga al bárbaro, es decir, extranjero, pues con aquel nombre llaman los egipcios a cuantos no hablan su mismo idioma.
CLIX. Dejando, pues, sin concluir el canal, Neco volvió su atención a las expediciones militares. Mandó construir galeras, de las cuales unas se fabricaron en el Mediterráneo, otras en el golfo Arábigo o Eritreo, cuyos arsenales se ven todavía, sirviéndose de estas armadas según pedía la oportunidad. Con el ejército de tierra venció a los Sirios en la Batalla que les dio en Magdolo, a la cual siguió la toma de Caditis, gran ciudad de Siria; y con motivo de estas victorias consagró al dios Apolo el mismo vestido que llevaba al hacer aquellas proezas, enviándolo por ofrenda a Bránquidas, santuario célebre en el dominio de Mileto. Cumplidos 16 años de reinado, dejó Neco en su muerte el mando a su hijo Psammis.
CLX. El tiempo del rey Psammis, presentáronse en Egipto unos embajadores de los Eleos con la mira de hacer ostentación en aquella corte, y dar noticia de un certamen que decían haber instituido en Olimpia con la mayor equidad y discreción posible, persuadidos de que los egipcios mismos, nación la más hábil y discreta del orbe, no hubieran acertado a discurrir unos juegos mejor arreglados. El rey, después de haberle dado cuenta a los Eleos del motivo que los traía, formó una asamblea de las personas tenidas en el país por las más sabias e inteligentes, quienes oyeron de la boca de los Eleos el orden y prevenciones que debían observarse en su público certamen, y escucharon la propuesta que les hicieron, declarando que el fin de su embajada era conocer si los egipcios serían capaces de inventar y discurrir algo que para el objeto fuera mejor y más adecuado. La asamblea, después de tomar acuerdo, preguntó a los Eleos si admitían en los juegos a sus paisanos a la competencia y pretensión; y habiéndoseles respondido que todo griego así Eleo como forastero, podía salir a la palestra, replicó luego que esto sólo echaba a tierra toda equidad, pues no era absolutamente posible que los jueces Eleos hicieran justicia al forastero en competencia con un paisano; y que si querían unos juegos públicos imparciales y con este fin venían a consultar a los egipcios, les daban el consejo de excluir a todo Eleo de la contienda, y admitir tan solo al forastero. Tal fue el aviso que aquellos sabios dieron a los Eleos.
CLXI. Seis años reinó Psammis solamente, en cuyo tiempo hizo una expedición contra la Etiopía, y después de su pronta muerte le sucedió en el trono su hijo Apries, el cual en su reinado de 25 años pudo con razón ser tenido por el monarca más feliz de cuantos vio el Egipto, si se exceptúa a Psamético, su bisabuelo. Durante la prosperidad llevó las armas contra Sidonia, y dio a los Tirios una batalla naval; pero su destino era que toda su dicha se trocara por fin en desventura, que le acometió con la ocasión siguiente, que me contentaré con apuntar por ahora, reservándome el referirla circunstanciadamente al tratar de la Libia. Habiendo enviado Apríes un ejército contra los de Cirene, quedó gran parte de él perdido y exterminado. Los egipcios echaron al rey la culpa de su desventura, y se levantaron contra él, sospechando que los había expuesto a propósito a tan grave peligro, y enviado sus tropas a la matanza con la dañada política de poder mandar al resto de sus vasallos más despótica y seguramente, una vez destruida la mayor parte de la milicia. Con tales sospechas y resentimiento, se le rebelaron abiertamente, así los que habían vuelto a Egipto de aquella infeliz expedición, como los amigos y deudos de los que habían perecido en la jornada.
CLXII. Avisado Apríes de estos movimientos sediciosos, determinó enviar a Amasis adonde estaban los malcontentos para que, aplacándolos con buenas palabras y razones, les hiciera desistir de la sublevación. Llegado Amasis al campo de los soldados rebeldes, al tiempo que les estaba amonestando que desistieran de lo empezado, uno de ellos, acercándosele por las espaldas, coloca un casco sobre su cabeza, diciendo al mismo tiempo que con él le corona y le proclama por rey de Egipto. No sentó mal a Amasis, al parecer, según se vio por el resultado, aquel casco que le sirvió de corona, pues apenas nombrado rey de Egipto por los sublevados, se preparó luego para marchar contra Apríes. Informado el rey de lo sucedido, envió a uno de los egipcios que a su lado tenía, por nombre Patabermis, hombre de gran autoridad y reputación, con orden expresa de que le trajera vivo a Amasis. Llegó el enviado a vista del rebelde, y declaróle el mandato que traía; pero Amasis hizo de él tal desprecio que hallándose entonces a caballo, levantó un poco el muslo y le saludó grosera e indecorosamente, diciéndole al mismo tiempo que tal era el acatamiento que hacía a Apríes, a quien debía referirlo. Instando, no obstante, Patabermis para que fuese a verse con el soberano, que le llamaba, respondióle que iría, y que en efecto hacía tiempo que disponía su viaje, y que a buen seguro no tendría por qué quejarse Apríes, a quien pensaba visitar en persona y con mucha gente de comitiva. Penetró bien Patabermis el sentido de la respuesta, y viendo al mismo tiempo los preparativos de Amasis para la guerra, regresó con diligencia, queriendo informar cuanto antes al rey del lo que sucedía. Apenas Apríes le ve volver a su presencia sin traer consigo a Amasis montando en cólera y ciego de furor, sin darle lugar a hablar palabra y sin hablar ninguna, manda al instante que se le mutile, cortándole allí mismo orejas y narices. Al ver los demás egipcios que todavía reconocían por rey a Apríes la viva carnicería tan atroz y horriblemente hecha en un personaje del más alto carácter y de la mayor autoridad en el reino, pasaron sin aguardar más partido de los otros y se entregaron al gobierno y obediencia de Amasis.
CLXIII. Con la noticia de esta nueva sublevación, Apríes, que tenía alrededor de su persona hasta 30.000 soldados mercenarios, parte carios y parte jonios, manda tomar las armas a sus cuerpos de guardias, y al frente de ellos marcha contra los egipcios, saliendo del ciudad de Sais, donde tenía su palacio, dignísimo de verse por su magnificencia. Al tiempo que los guardias de Apríes iban contra los egipcios, las tropas de Amasis marchaban contra los guardias extranjeros; y ambos ejércitos, resueltos a probar de cerca sus coraza, hicieron alto en la ciudad de Momenfis; en este lugar nos parece prevenir que la nación egipcia está distribuida en siete clases de personas; la de los sacerdotes, la de guerreros, la de boyeros, la de porqueros, la de mercaderes, la de intérpretes, y la de marineros.
CLXIV. Estos son los gremios de los egipcios, que toman su nombre del oficio que ejercen. De los guerreros parte son llamados Calasiries, parte Hermotibies, y como el Egipto está dividido en nomos o distritos, los guerreros están repartidos por ellos del modo siguiente:
CLXV. A los Hermotibies pertenecen los distritos de Busiris, de Sais, de Chemmis, de Prapremis, la isla que llaman Prosopitis y la mitad de Nato. De estos distritos son naturales los Hermotibies, quienes, cuando su numero es mayor, componen 16 miríadas o 160.000 hombres, todos guerreros de profesión, sin que uno solo aprenda o ejercite arte alguna mecánica.
CLXVI. Los distritos de los Calasiries son el Bubastista, el Tebeo, el Aftita, el Tanita, el Mendesio, el Sebenita, el Atribita, el Farbetita, el Tmuita, el Onofita, el Anisio, y el Miecforita, que está en una isla frontera a la ciudad de Bubastis. Estos distritos de los Calasiries al llegar a lo sumo su población, forman 25 miríadas o 250.000 hombres, a ninguno de los cuales es permitido ejercitar otra profesión que la de la armas, en la que los hijos suceden a los padres.
CLXVII. No me atrevo en verdad a decir si los egipcios adoptaron de los griegos el juicio que forman ente las artes y la milicia, pues veo que tracios, escitas, persas, lidios y, en una palabra, casi todos lo bárbaros, tienen en menor estima a los que profesan algún arte mecánico y a sus hijos, que a los demás ciudadanos, y al contrario reputan por nobles a los que no se ocupan en obras de mano, y mayormente a los que se destinan a la milicia. Este mismo juicio han adoptado todos los griegos, y muy particularmente los lacedemonios, si bien los corintios son los que menos desestiman y desdeñan a los artesanos.
CLXVIII. Los guerreros únicamente, si se exceptúan los sacerdotes, tenían entre los egipcios sus privilegios y gajes particulares, por los cuales disfrutaba cada uno de doce aruras o yugadas de tierra inmunes de todo pecho. La arura es una suerte de campo que tiene por todos lados cien codos egipcios, equivalentes puntualmente a los codos samios. Dichas propiedades, reservadas al cuerpo de los guerreros, pasan de unos a otros, sin que jamás disfrute uno las mismas. Relevábanse cada año mil de los Calaciries y mil de los Hermotibies, para servir de guardias de corps cerca del rey, en cuyo tiempo de servicio, además de sus yugadas, se le daba su ración diaria, consistente en cinco minas de pan cocido, que se daba por peso a cada uno, en dos minas de carne de buey, y en cuatro sextarios de vino. Esta era siempre la ración dada al guardia; pero volvamos al hilo de la narración.
CLXIX. Después que se encontraron en Momenfis, Apríes al frente de los soldados mercenarios, y Amasis al de los guerreros egipcios, dióse allí la batalla en la cual, a pesar de los esfuerzos de valor que hizo la tropa extranjera, su número mucho menor fue superado y oprimido por la multitud de sus enemigos. Vivía Apríes según dicen, completamente persuadido de que ningún hombre y nadie, aun de los mismos dioses, era bastante a derribarle de su trono; tan afianzado y seguro se miraba en le imperio; pero el engañado príncipe vencido allí y hecho prisionero, fue conducido luego a Sais, al palacio antes suyo, y entonces ya del rey Amasis. El vencedor trató por algún tiempo al rey prisionero con tanta humanidad, que le suministraba los alimentos en palacio con toda magnificencia; pero viendo que los egipcios murmuraban por ello, diciendo que no era justo mantener al mayor enemigo, así de ellos como del mismo Amasis, consintió este, por fin, en entregar la persona del depuesto soberano a merced de los vasallos, quiénes le estrangularon y enterraron su cuerpo en la sepultura de sus antepasados, que se ve aun en el templo de Minerva, al entrar a mano izquierda, muy cerca de la misma nave del santuario. Dentro del mismo templo los vecinos de Sais dieron sepultura a todos los reyes que fueron naturales de su distrito; y allí mismo en el atrio del templo está el monumento de Amasis, algo más apartado de la nave que el de Apríes y de sus progenitores, y que consiste en un vasto aposento de mármol, adornado de columnas a modo de troncos de palmas, con otros suntuosos primores: en ella hay dos grande armarios con sus puertas, dentro de los cuales se encierra la urna.
CLXX. En Sais, en el mismo templo de Minerva, a espaldas de su capilla y pegado a su misma pared, se halla el sepulcro de cierto personaje, cuyo nombre no me es permitido pronunciar en esta historia. Dentro de aquel sagrado recinto hay también dos obeliscos de mármol, y junto a ellos una laguna hermoseada alrededor con un pretil de piedra bien labrada, cuya extensión, a mi parecer, es igual a la que tiene la laguna de Delos, que llaman redonda.
CLXXI. En aquella laguna hacen de noche los egipcios ciertas representaciones, a las que llaman misterios de las tristes aventuras de una persona que no quiero nombrar, aunque estoy a fondo enterado de cuanto esto concierne; pero en punto de religión, silencio. Lo mismo digo respecto a la iniciación de Céres o Tesmoforia, según la llaman los griegos, pues en ella deben estar los ojos abiertos y la boca cerrada, menos en lo que no exige secreto religioso: tal es que las hijas de Danao trajesen estos misterios del Egipto, y que de ellas los aprendieron las mujeres pelasgas; que le uso de esta ceremonia se aboliese en el Peloponeso después de arrojados sus antiguos moradores por los dorios, siendo los arcades los únicos que quedaron de la primera raza, los únicos también que conservaron aquella costumbre.
CLXXII. Amasis, de quien es preciso volver a hablar, reino en Egipto después de la muerte violenta de Apríes: era del distrito de Sais y natural de una ciudad llamada Siuf. Los egipcios al principio no hacían caso de su nuevo rey, vilipendiándole abiertamente como hombre antes plebeyo y de familia humilde y oscura; mas él poco a poco, sin usar de violencia con sus vasallos, supo ganarlos por fin con arte y discreción. Entre muchas alhajas preciosas, tenía Amasis una bacía de oro, en la que así él como todos sus convidados solían lavarse los pies: mandóla, pues, hacer pedazos y formar con ellos una estatua de no sé qué dios, la que luego de consagrada coloco en el sitio de la ciudad que le pareció más oportuno a su intento. A vista de una nueva estatua, concurren los egipcios a adorarla con gran fervor, hasta que Amasis, enterado de lo que hacían con ella sus vasallos, los manda llamar y les declara que el nuevo dios había salido de aquel vaso vil de oro en que ellos mismos solían antes vomitar, orinar y lavarse los pies, y era grande sin embargo el respeto y veneración que al presente les merecía una vez consagrado. —«Pues bien, añade, los mismos que con este vaso ha pasado conmigo, antes fui un mero particular y un plebeyo, ahora soy vuestro soberano, y como tal me debéis respeto y honor.» Con tal amonestación y expediente logró de los egipcios que estimasen su persona y considerasen como deber el servirle.
CLXXIII. La conducta particular de este rey y su tenor de vida ordinario era ocuparse con tesón desde muy temprano en el despacho de los negocios de la corona hasta cerca del mediodía; pero desde aquella hora pasaba con su copa lo restante del día bebiendo, zumbando a sus convidados, y holgándose tanto con ellos, que tocaba a veces en bufón con algo de chocarrero. Mal habidos sus amigos con la real truhanería, se resolvieron por fin a dirigirle una reconvención en buenos términos: —«Señor, le dicen, esa llaneza con que os mostráis sobrado humilde y rastrero, no es la que pide el decoro de la majestad, pues lo que corresponde a un real personaje es ir despachando lo que ocurra, sentando magníficamente en un trono majestuoso. Si así lo hicierais, se reconocieran gobernados los egipcios con estima de su soberano, por un hombre grande; y vos lograréis tener con ellos mayor crédito y aplauso, pues lo que hacéis ahora desdice de la suprema majestad.» Pero el rey por su parte les replicó: —«Observo que solo al ir a disparar el arco lo tiran y aprietan los ballesteros, y luego de disparado lo aflojan y sueltan, pues a tenerlo siempre parado y tirante, a la mejor ocasión y en lo más apurado del lance se le rompiera y haría inservible. Semejante es lo que sucede en el hombre que entregado de continuo a más y más afanes, sin respirar ni holgar un rato, en el día menos pensado se halla con la cabeza trastornada, o paralítico por un ataque de apoplejía. Por estos principios, pues, me gobierno, tomando con discreción la fatiga y el descanso.» Así respondió y satisfizo a sus amigos.
CLXXIV. Es fama también que Amasis, siendo particular todavía, como joven amigo de diversiones y convites, y enemigo de toda ocupación seria y provechosa, cuando por entre agotársele el oro no tenía con que entregarse a la crápula entre sus copas y camaradas, solía rondando de noche acudir a la rapacidad y ligereza de sus manos. Sucedía que negando firmemente los robos de que algunos le acusaban, era citado y traído delante de sus oráculos, muchos de los cuales le condenaron como ladrón, al paso que otros le dieron por inocente. Y es notable la conducta que cuando rey observó con dichos oráculos: ninguno de los dioses que le habían absuelto mereció jamás que cuidase de sus templos, que los adornara con ofrenda alguna, ni que en ellos una sola vez sacrificase, pues por tener oráculos tan falsos y mentirosos no se le debía respeto y atención; y por el contrario se esmeró mucho con los oráculos que le habían declarado por ladrón, mirándolos como santuarios de verdaderos dioses, pues tan veraces eran en sus respuestas y declaraciones.
CLXXV. En honor de Minerva edificó Amasis en Sais unos propíleos tan admirables, que así en lo vasto y elevado de la fábrica como en el tamaño de las piedras y calidad de los mármoles, sobrepujó a los demás reyes: además levantó allí mismo unas estatuas agigantadas y unas descomunales androsfinges. Para reparar los demás edificios mandó traer otras piedras de extraordinaria magnitud, acarreadas unas desde la cantera vecina a Menfis y otras de enorme mole traídas desde Elefantina, ciudad distante de Sais veinte días de navegación. Otra cosa hizo también que no me causa menos admiración, o por mejor decir, la aumenta considerablemente. Desde Elefantina hizo trasladar una casa entera de una sola pieza: Tres años se necesitaron para traerla y dos mil conductores encargados de la maniobra, todos pilotos de profesión. Esta casa monolita, es decir, de una piedra, tiene 21 codos de largo, 14 de ancho y ocho de alto por la parte exterior, y por la interior su longitud es de 18 codos y 20 dedos, su anchura de 12 codos y de cinco su altura. Hállase esta pieza en la entrada misma del templo, pues, según dicen, no acabaron de arrastrarla allá dentro, porque el arquitecto, oprimido de tanta fatiga y quebrantado con el largo tiempo empleado en la maniobra prorrumpió allí en gran gemido, como de quien desfallece, lo cual advirtiendo Amasis no consintió la arrastraran más allá del sitio en que se hallaba; aunque no falta quienes pretenden que el motivo de no haber sido llevada hasta dentro del templo fue por haber quedado oprimido bajo la piedra uno de los que la movían con palancas.
CLXXVI. En todos los demás templos de consideración dedicó también Amasis otros grandiosos monumentos dignos de ser vistos. Entre ellos colocó en Menfis, delante del templo de Vulcano, un coloso recostado de 75 pies de largo, y en su misma base hizo erigir a cada lado otros dos colosos de mármol etiópico de 20 pies de altura. Otro de mármol hay en Sais, igualmente grande y tendido boca arriba del mismo modo que el coloso de Menfis mencionado. Amasis fue también el que hizo en Menfis construir un templo a Isis, monumento realmente magnífico y hermoso.
CLXXVII. Es fama que en el reinado de Amasis fue cuando el Egipto, así por el beneficio que sus campos deben al río, como por la abundancia que deben los hombres a sus campos, se vio en el estado más opulento y floreciente en que jamás se hubiese hallado, llegando sus ciudades al número de 20.000, todas habitadas. Amasis es mirado entre los egipcios como el autor de la ley que obligaba a cada uno en particular a que en presencia de su respectivo Nomarca, o prefecto de provincia, declarase cada año su modo de vivir y oficio, so pena de muerte al que no lo declaraba o no lo mostraba justo y legítimo; ley que, adoptándola de los egipcios, impuso Solón ateniense a sus ciudadanos, y que siendo en sí muy loable y justificada es mantenida por aquel pueblo en todo su vigor.
CLXXVIII. Como sincero amigo de los griegos no se contentó Amasis con hacer muchas mercedes a algunos individuos de esta nación, sino que concedió a todos los que quisieran pasar al Egipto la ciudad de Naucratis para que fijasen el ella si su establecimiento, y a los que rehusaran asentar allí su morada les señaló el lugar donde levantaran a sus dioses aras y templos, de los cuales el que llaman el Helénico es sin disputa el más famoso, grande y frecuentado. Las ciudades que, cada cual por su parte, concurrieron a la fábrica de este monumento fueron: entre las jonias, las de Quío, la de Teo, la de Focea y las de Clazomene; entre las dóricas, las de Rodas, Cnido, Halicarnaso y Faselida, y entre las Eolias únicamente la de Mitilene. Estas ciudades, a las cuales pertenece el helénico, son las que nombran los presidentes de aquel emporio, o directores de su comercio, pues las demás que pretenden tener parte en el templo solicitan un derecho que de ningún modo les compete. Otras ciudades erigieron allí mismo templos particulares, uno a Júpiter los eginetas, otro a Juno los samios, y los Milesios uno a Apolo.
CLXXIX. La ciudad de Naucratis era la única antiguamente que gozaba del privilegio de emporio, careciendo todas las demás de Egipto de tal derecho; y esto en tal grado, que al que aportase a cualquiera de las embocaduras del Nilo que no fuera la Canóbica, se le exigía el juramento de que no había sido su ánimo arribar allá, y se le precisaba luego a pasar en su misma nave la boca Canóbica; y si los vientos contrarios le impedían navegar hacia ella, érale absolutamente forzoso rodear la Delta con las barcas del río, trasladando en ellas la carga hasta llegar a Naucratis: Tan privilegiado era el emporio de esta ciudad.
CLXXX. Habiendo abrasado un incendio casual el antiguo templo en que Delfos existía, alquilaron los anfictiones por 300 talentos a algunos asentistas la fábrica del que allí se ve en la actualidad. Los vecinos de Delfos, obligados a contribuir con la cuarta parte de la suma fijada, iban girando por varias ciudades a fin de recoger limosna para la nueva fábrica; y no fue ciertamente del Egipto de donde menos alcanzaron, habiéndoles dado Amasis 1.000 talentos de lumbre y 20 minas los griegos allí establecidos.
CLXXXI. Formó Amasis su tratado de amistad y alianza mutua con los de Cirene, de entre los cuales no se desdeñó de tomar una esposa, ya fuera por antojo o pasión de tener por mujer a una Griega, ya por dar a estos una nueva prueba de su afecto y unión. La mujer con quien casó se llamaba Ladice, y era, según unos, hija de Cato; según otros, de Arcesilao, y según algunos, en fin, lo era de Cristóbulo, hombre de gran autoridad y reputación en Cirene. Cuéntase que Amasis, durmiendo con su Griega jamás podía llegar a conocerla, siendo por otra parte muy capaz de conocer a las otras mujeres. Y viendo que siempre sucedía la mismo, habló a su esposa de esta suerte: —Mujer: ¿qué has hecho conmigo? ¿qué hechizos me has dado? Perezca yo, si ninguno de tus artificios te libra del mayor castigo que jamás se dio a una mujer alguna.» Negaba Ladice; mas por eso no se aplacaba Amasis. Entonces ella va al templo de Venus, y hace allí un voto prometiendo enviar a Cirene una estatua de la diosa, con tal que Amasis la pudiera conocer aquella misma noche, único remedio de su desventura. Hecho este voto, pudo conocerla el rey, y continuó lo mismo en adelante, amándola desde entonces con particular cariño. Agradecida Ladice, envió a Cirene, en cumplimiento de su voto, la estatua prometida, que se conserva allá todavía vuelta la cara hacia afuera de la ciudad. Cuando Cambises se apoderó después del Egipto, al oír del misma Ladice quien era, la remitió a Cirene sin permitir se la hiciere el menor agravio en su honor.
CLXXXII. En la Grecia ofreció Amasis algunos donativos religiosos; tal es la estatua dorada de Minerva que dedicó en Cirene con un retrato suyo que al vivo le representa; tales son dos estatuas de mármol de Minerva, ofrecidas en Lindo, juntamente con una coraza de lino, obra digna de verse; y tales son, en fin, dos estatuas de madera de Juno que hasta mis días estaban en el gran templo de Samos colocadas detrás de sus puertas. En cuanto a las ofrendas de Samos, hízolas Amasis por la amistad y vínculo de hospedaje que tenía con Polícrates, hijo de Eases y señor de Samos. Por lo que toca a los donativos de lindo, no le indujo a hacerlos ningún motivo de amistad, sino la fama solamente de que llegadas allí las hijas de Danao, al huir de los hijos de Egipto, fueron las fundadoras de aquel templo. Estos dones consagró, en suma, en Grecia Amasis, quien fue el primero que, conquistada la isla de Chipre, la obligó a pagarle tributo.
Libro III. Talía
Conquista persa de Egipto
I. Contra el rey Amasis, pues, dirigió Cambises, hijo y sucesor de Ciro, una expedición en la cual llevaba consigo, entre otros vasallos suyos, a los griegos de la Jonia y Eolia; el motivo de ella fue el siguiente: Cambises, por medio de un embajador enviado al rey Amasis, le pidió una hija por esposa, a cuya demanda le había inducido el consejo y solicitación de cierto egipcio que, al lado del persa, urdía en esto una trama, altamente resentido contra Amasis, porque tiempos atrás, cuando Ciro le pidió por medio de mensajeros que le enviara el mejor oculista de Egipto, le había escogido entre todos los médicos del país y enviado allá arrancándole del seno de su mujer y de la compañía de sus hijos muy amados. Este egipcio, enojado contra Amasis, no cesaba de exhortar a Cambises a que pidiera una hija al rey de Egipto con la intención doble y maligna de dar a éste que sentir si la concedía, o de enemistarle cruelmente con Cambises si la negaba. El gran poder del persa, a quien Amasis no odiaba menos que temía, no le permitía rehusarlo su hija, ni podía dársela por otra parte, comprendiendo que no la quería Cambises por esposa de primer orden, sino por amiga y concubina: en tal apuro acudió a un expediente. Vivía entonces en Egipto una princesa llamada Nietetis, de gentil talle y de belleza y donaire singular, hija del último rey Apríes, que había quedado sola y huérfana en su palacio. Ataviada de galas, y adornada con joyas de oro, y haciéndola pasar por hija suya, envióla Amasis a Persia por mujer de Cambises, el cual, saludándola algún tiempo después con el nombre de hija de Amasis, la joven princesa le respondió: —«Señor, vos sin duda, burlado por Amasis, ignoráis quién sea yo. Disfrazada con este aparato real me envió como si en mi persona os diera una hija, dándoos la que lo es del infeliz Apries, a quien dio muerte Amasis, hecho jefe de los egipcios rebeldes, ensangrentando sus manos en su propio monarca.»
II. Con esta confesión de Nictetis y esta ocasión de disgusto, Cambises, hijo de Ciro, vino muy irritado sobre el Egipto. Así es como lo refieren los persas; aunque los egipcios, con la ambición de apropiarse a Cambises, dicen que fue hijo de la princesa Nictetis, hija de su rey Apríes, a quien antes la pidió Ciro, según ellos, negando la embajada de Cambises a Amasis en demanda de una hija. Pero yerran en esto, pues primeramente no pueden olvidar que en Persia, cuyas leyes y costumbres no hay quien las sepa quizá mejor que los egipcios, no puede suceder a la corona un hijo natural existiendo otro legítimo; y en segundo lugar, siendo sin duda Cambises hijo de Casandana y nieto de Farnaspes, uno de los Aquemenidas, no podía ser hijo de una egipcia. Sin duda los egipcios, para hacerse parientes de la casa real de Ciro, pervierten y trastornan la narración; mas pasemos adelante.
III. Otra fábula, pues por tal la tengo, corre aun sobre esta materia. Entró, dicen, no sé qué mujer persiana a visitar las esposas de Ciro, y viendo alrededor de Casandana unos lindos niños de gentil talle y gallardo continente, pasmada y llena de admiración empezó a deshacerse en alabanza de los infantes. —«Sí, señora mía, respondióle entonces Casandana, la esposa de Ciro, sí, estos son mis hijos; mas poco, sin embargo, cuenta Ciro con la madre que tan agraciados príncipes le dio: no soy yo su querida esposa, lo es la extranjera que hizo venir del Egipto.» Así se explicaba, poseída de pasión y de celos contra Nictetis: óyela Cambises, el mayor de sus hijos, y volviéndose hacia ella: «Pues yo, madre mía, le dice, os empeño mi palabra de que cuando mayor he de vengaros del Egipto, trastornándolo enteramente y revolviéndolo todo de arriba abajo.» Tales son las palabras que pretenden dijo Cambises, niño a la sazón de unos diez años, de las cuales se admiraron las mujeres; y que llegado después a la edad varonil, y tomada posesión del imperio, acordándose de su promesa, quiso cumplirla, emprendiendo dicha jornada contra el Egipto.
IV. Más empero contribuiría a formarla el caso siguiente: servía en la tropa extranjera de Amasis un ciudadano de Halicarnaso llamado Fanes, hombro de talento, soldado bravo y capaz en el arte de la guerra. Enojado y resentido contra Amasis, ignoro por qué motivo, escapóse del Egipto en una nave con ánimo de pasarse a los persas y de verse con Cambises. Siendo Fanes por una parte oficial de crédito no pequeño entre los guerreros asalariados, y estando por otra muy impuesto en las cosas del Egipto, Amasis, con gran ansia de cogerle, mandó desde luego que se le persiguiera. Envía en su seguimiento una galera y en ella el eunuco de su mayor confianza; pero éste, aunque logró alcanzarle y cogerle en Licia, no tuvo la habilidad de volverle a Egipto, pues Fanes supo burlarle con la astucia de embriagar a sus guardias, y escapado de sus prisiones logró presentarse a los persas. Llegado a la presencia de Cambises en la coyuntura más oportuna, en que resuelta ya la expedición contra el Egipto no veía el monarca medio de transitar con su tropa por un país tan falto de agua, Fanes no sólo le dio cuenta del estado actual de los negocios de Amasis, sino que lo descubrió al mismo tiempo un modo fácil de hacer el viaje, exhortándole a que por medio de embajadores pidiera al rey de los árabes paso libre y seguro por los desiertos de su país.
V. Y, en efecto, sólo por aquel paraje que Fanes indicaba se halla entrada abierta para el Egipto. La región de los Sirios que llamamos Palestinos se extiende desde la Fenicia hasta los confines de Caditis: desde esta ciudad, mucho menor que la de Sardes, a mi entender, siguiendo las costas del mar, empiezan los emporios y llegan hasta Jeniso, ciudad del árabe, cuyos son asimismo dichos emporios. La tierra que sigue después de Jeniso es otra vez del dominio de los Sirios hasta llegar a la laguna de Serbónida, por cuyas cercanías se dilata hasta el mar el monte Casio, y, finalmente, desde esta laguna, donde dicen que Tifón se ocultó, empieza propiamente el territorio de Egipto. Ahora bien; todo el distrito que media entre la ciudad de Jeniso y el monte Casio y la laguna Serbónida, distrito no tan corto que no sea de tres días de camino, es un puro arenal sin una gota de agua.
VI. Quiero ahora indicar aquí de paso una noticia que pocos sabrán, aun de aquellos que trafican por mar en Egipto. Aunque llegan al país dos veces al año, parte de todos los puntos de la Grecia, parte también de la Fenicia, un sinnúmero de tinajas llenas de vino, ni una sola de ellas se deja ver, por decirlo así, en parte alguna del Egipto. ¿Qué se hace, pues, preguntará alguno, de tanta tinaja transportada? Voy a decirlo: es obligación precisa de todo Demarco o alcalde, que recoja estas tinajas en su respectiva ciudad y las mande pisar a Menfis, a cargo de cuyos habitantes corre después conducirlas llenas de agua a los desiertos áridos de la Siria; de suerte que las tinajas que van siempre llegando de nuevo, sacadas luego del Egipto, son transportadas a la Siria, y allí juntadas a las viejas.
VII. Tal es la providencia que dieron los persas apoderados apenas del Egipto, para facilitar el paso y entrada a su nueva provincia acarreando el agua al desierto del modo referido. Mas como Cambises, al emprender su conquista, no tuviese aun ese arbitrio de aprontar el agua, enviados al árabe sus mensajeros conforme al aviso de su huésped halicarnasio, obtuvo el paso libre y seguro, mediante un tratado concluido bajo la fe pública de entrambos.
VIII. Entre los árabes, los más fieles y escrupulosos en guardar la fe prometida en los pactos solemnes que contratan, úsase la siguiente ceremonia. Entre las dos personas que quieren hacer un legítimo convenio, sea de amistad o sea de alianza, preséntase un medianero que con una piedra aguda y cortante hace una incisión en la palma de la mano de los contrayentes, en la parte más vecina al dedo pulgar; toma luego unos pedacitos del vestido de entrambos, con ellos mojados en la sangre de las manos va untando siete piedras allí prevenidas, invocando al mismo tiempo a Dioniso y a Urania, o sea a Baco y a Venus. Concluida por el medianero esta ceremonia, entonces el que contrae el pacto de alianza o amistad presenta y recomienda a sus amigos el extranjero, o el ciudadano, si con un ciudadano lo contrae; y los amigos por su parte miran como un deber solemne guardar religiosamente el pacto convenido. Los árabes, que no conocen más Dios que a Dioniso y a Urania, pretenden que su modo de cortarse el pelo, que es a la redonda, rapándose a navaja las guedejas de sus sienes, es el mismo puntualmente con que solía cortárselo Dioniso. A este dan el nombre de Urotalt, y a Urania el de Alilat.
IX. Volviendo al asunto, el árabe, concluido ya su tratado público con los embajadores de Cambises, para servir a su aliado, toma el medio de llenar de agua unos odres hechos de pieles de camellos, y cargando con ellos a cuantas bestias pudo encontrar, adelantóse con sus recuas y esperó a Cambises en lo mas árido de los desiertos. De todas las relaciones es esta la más verosímil, pero como corre otra, aunque lo sea menos, preciso es referirla. En la Arabia hay un río llamado Corys que desemboca en el mar conocido por Eritreo. Refiérese, pues, que el rey de los árabes, formando un acueducto hecho de pieles crudas de bueyes y de otros animales, tan largo y tendido, que desde el Corys llegase al arenal mencionado, por este canal trajo el agua hasta unos grandes aljibes que para conservarla había mandado abrir en aquellos páramos del desierto. Dicen que a pesar de la distancia de doce jornadas que hay desde el río hasta el erial, el árabe condujo el agua a tres parajes distintos por tres canales separados.
X. En tanto que se hacían los preparativos, atrincheróse Psaménito, hijo de Amasis, cerca de la boca del Nilo que llaman Pelusia, esperando allí a Cambises, pues éste, al tiempo de invadir con sus tropas el Egipto, no encontró ya vivo a Amasis, el cual acababa de morir después de un reinado feliz de 44 años, en que jamás le sucedió desventura alguna de gran monta. Su cadáver embalsamado se depositó en la sepultura que él mismo se había hecho fabricar en un templo durante su vida. reinando ya su hijo Psaménito en Egipto, sucedió un portento muy grande y extraordinario para los egipcios, pues llovió en su ciudad de Tebas; donde antes jamás había llovido, ni volvió a llover después hasta nuestros días, según los mismos tebanos aseguran. Es cierto que no suele verse caer una gota de agua en el alto Egipto, y sin embargo, caso extraño, vióse entonces en Tebas caer el agua hilo a hilo de los cielos.
XI. Salidos los persas de los criales del desierto, plantaron su campo vecino al de los egipcios para venir con ellos a las manos. Allí fue donde las tropas extranjeras al servicio del Egipto, en parte griegas y en parte carias, llevadas de ira y encono contra Fanes por haberse hecho adalid de un ejército enemigo de otra lengua y nación, maquinaron contra él una venganza bárbara e inhumana. Tenía Fanes unos hijos que había dejado en Egipto, y haciéndolos venir al campo los soldados mercenarios, los presentan en medio de entrambos reales a la vista de su padre, colocan después junto a ellos una gran taza, y sobre ella los van degollando uno a uno, presenciando su mismo padre el sacrificio. Acabada de ejecutar tal carnicería en aquellas víctimas inocentes, mezclan vino y agua con la sangre humana y habiendo de ella bebido todas las guardias extranjeras, cierran con el enemigo. Empeñada y reñida fue la refriega, cayendo de una y otra parte muchos combatientes, hasta que al fin cedieron el campo los egipcios.
XII. Hallándome en el sitio donde se dio la batalla, me hicieron los egipcios observar una cosa que me causó mucha novedad. Vi por el suelo unos montones de huesos, separados unos de otros, que eran los restos de los combatientes caídos en la acción; y dije separados, porque según el sitio que en sus filas habían ocupado las huestes enemigas, estaban allí tendidos de una parte los huesos de los persas, y de otra los de los egipcios. Noté, pues, que los cráneos de los persas eran tan frágiles y endebles que con la menor chinita que se los tire se los pasará de parte a parte; y al contrario, tan sólidas y duras las calaveras egipcias que con un guijarro que se les arroje apenas se podrá romperlas. Dábanme de esto los egipcios una razón a la que yo llanamente asentía, diciéndome que desde muy niño suelen raer a navaja sus cabezas, con lo cual se curten sus cráneos y se endurecen al calor del sol. Y esto mismo es sin duda el motivo por qué no encalvecen, siendo averiguado que en ningún país se ven menos calvos que en Egipto, y esta es la causa también de tener aquella gente tan dura la cabeza. Y al revés, la tienen los persas tan débil y quebradiza, por que desde muy tiernos la defienden del sol, cubriéndosela con sus tiaras hechas de fieltro a manera de turbantes. Esta es la particularidad que noté en dicho campo, e idéntica es la que noté en los otros persas, que conducidos por Aquemenes, hijo de Darío, quedaron juntamente con su jefe vencidos y muertos por Inaro el Libio, no lejos de Papremis.
XIII. Volvamos a los egipcios derrotados, que vueltas una vez la espaldas al enemigo en la batalla, se entregaron a la fuga sin orden alguno. Encerráronse después en la plaza de Menfis, adonde Cambises les envió río arriba una nave de Mitilene, en que iba un heraldo persa encargado de convidarlos a una capitulación. Apenas la ven entrar en Menfis, cuando saliendo en tropel de la fortaleza y arrojándose sobre ella, no sólo la echan a pique, sino que despedazan a los hombres de la tripulación, y cargando con sus miembros destrozados, como si vinieran de la carnicería, entran con ellos en la plaza. Sitiados después en ella, se entregaron al persa a discreción al cabo de algún tiempo. Pero los Libios que confinan con el Egipto, temerosos con lo que en él sucedía, sin pensar en resistir se entregaron a los persas, imponiéndose por sí mismo cierto tributo y enviando regalos a Cambises. Los colones griegos de Barca y de Cirene, no menos amedrentados que los Libios, les imitaron en rendirse al vencedor. Diose Cambises por contento y satisfecho con los dones que recibió de los Libios; pero se mostró quejoso y aun irritado por los presentes venidos de Cirone, por ser a lo que imaginaba cortos y mezquinos. Y, en efecto, anduvieron con él escasos los Cireneos enviándole solamente 500 minas de plata, las que fue cogiendo a puñados y derramando entre las tropas por su misma mano.
XIV. Al décimo día después de rendida la plaza de Menfis, ordenó Cambises que Psaménito, rey de Egipto, que sólo seis meses había reinado, en compañía de otros egipcios, fuera expuesto en público y sentado en los arrabales de la ciudad, para probar del siguiente modo el ánimo y carácter real de su prisionero. Una hija que Psaménito tenía, mandóla luego vestir de esclava enviándola con su cántaro por agua; y en compañía de ella, por mayor escarnio, otras doncellas escogidas entre las hijas de los señores principales vestidas con el mismo traje que la hija del rey. Fueron pasando los jóvenes y damas con grandes gritos y lloros por delante de sus padres, quienes no pudieron menos de corresponderlas gritando y llorando también al verlas tan maltratadas, abatidas y vilipendiadas; pero el rey Psaménito, al ver y conocer a la princesa su hija, no hizo más ademán de dolor que bajar sus ojos y clavarlos en tierra. Apenas habían pasado las damas con sus cántaros, cuando Cambises tenía ya prevenida otra prueba mayor, haciendo que allí mismo, a vista de su infeliz padre, pareciese también el príncipe su hijo con otros 2.000 egipcios, todos mancebos principales, todos de la misma edad, todos con dogal al cuello y con mordazas en la boca. Iban estas tiernas víctimas al suplicio para vengar en ellas la muerte de los que en Menfis habían perecido en la nave, de Mitilene, pues tal había sido la sentencia de los jueces regios, que murieran diez de los egipcios principales por cada uno de los que, embarcados en dicha nave, habían cruelmente fenecida. Psaménito, mirando los ilustres reos que pasaban, por más que entre ellos divisó al Príncipe, su hijo, llevado al cadalso, y a pesar de los sollozos y alaridos que daban los egipcios sentados en torno de él, no hizo más extremo que el que acababa de hacer al ver a su hija. Pasada ya aquella cadena de condenados al suplicio, casualmente uno de los amigos de Psaménito, antes su frecuente convidado, hombre de avanzada edad, despojado al presente de todos sus bienes y reducido al estado de pordiosero, venía por entre las tropas pidiendo a todos suplicante una limosna a vista de Psaménito, el hijo de Amasis, y de los egipcios, partícipes de su infamia y exposición en los arrabales. No bien lo ve Psaménito, cuando prorrumpe en gran llanto, y llamando por su propio nombre al amigo mendicante, empieza a desgreñarse dándose con los puños en la frente y en la cabeza. De cuanto hacia el prisionero en cada una de aquellas salidas o espectáculos, las guardias persianas que estaban por allí apostadas iban dando cuentas a Cambises. Admirado éste de lo que se le relataba por medio de un mensajero, manda hacerle una pregunta: —«Cambises, vuestro soberano, dícele el enviado, exige de vos, Psaménito, que le digáis la causa por qué al ver a vuestra hija tan maltratada y el hijo llevado al cadalso, ni gritasteis ni llorasteis, y acabando de ver al mendigo, quien según se le ha informado en nada os atañe ni pertenece, ahora por fin lloráis y gemís.» A esta pregunta que se le hacía respondió Psaménito en éstos términos: «Buen hijo de Ciro, tales son y tan extremados mis males domésticos que no hay lágrimas bastantes con qué llorarlos; pero la miseria de este mi antiguo valido y compañero es un espectáculo para mí bien lastimoso, viéndole ahora al cabo de sus días y en el linde del sepulcro, pobre pordiosero, de rico y feliz que poco antes le veía.» Esta respuesta, llevada por el mensajero, pareció sabia y acertada a Cambises; y al oírla, dicen los egipcios que lloró Creso, que había seguido a Cambises en aquella jornada, y lloraron asimismo los persas que se hallaban presentes en la corte de su soberano; y este mismo enternecióse por fin, de modo que dio orden en aquel mismo punto para que sacasen al hijo del rey de la cadena de los condenados a muerte, perdonándole la vida, y desde los arrabales condujesen al padre a su presencia.
XV. Los que fueron al cadalso con el perdón no hallaron ya vivo al príncipe, que entonces mismo, por primera víctima, acababa de ser decapitado. A Psaménito se le alzó en efecto del vergonzoso poste y fue en derechura presentado ante Cambises, en cuya corte, lejos de hacerle violencia alguna, se le trató desde allí en adelante con esplendor, corriendo sus alimentos a cuenta del soberano; y aun se la hubiera dado en feudo la administración del Egipto, si no se le hubiera probado que en él iba maquinando sediciones, siendo costumbre y política de los persas el tener gran cuenta con los hijos de los reyes, soliendo reponerlos en la posesión de la corona aun cuando sus padres hayan sido traidores a la Persia. Entre otras muchas pruebas de esta costumbre, no es la menor haberlo practicado así con diferentes príncipes, con Taniras, por ejemplo, hijo de Inaro el Libio, el cual recobró de ellos el dominio que había tenido su padre; y también con Pausiris, que recibió de manos de los mismos el estado de su padre Amirteo, y esto cuando quizá no ha habido hasta ahora quien mayores males hayan causado a los persas que Inaro y Amirteo. Pero el daño es tuvo en que no dejando Psaménito de conspirar contra su soberano, le fue forzoso llevar por ello su castigo; pues habiendo llegado a noticia de Cambises que había sido convencido de intentar la sublevación de los egipcios, Psaménito se dio a sí mismo una muerte repentina, bebiendo la sangre de un toro: tal fue el fin de este rey.
XVI. De Merilfis partió Cambises para Sais con ánimo resuelto de hacer lo siguiente: Apenas entró en el palacio del difunto Amasis, cuando sin más dilación mandó sacar su cadáver de la sepultura, y obedecido con toda prontitud ordena allí mismo que azoten al muerto, que le arranquen las barbas y cabellos, que le puncen con púas de hierro, y que no le ahorren ningún género de suplicio. Cansados ya los ejecutores de tanta y tan bárbara inhumanidad, a la que resistía y daba lugar el cadáver embalsamado, sin que por esto se disolviera la momia, y no satisfecho todavía Cambises, dio la orden impía y sacrílega de que el muerto fuera entregado al fuego, elemento que veneran los persas por dios. En efecto, ninguna de las dos naciones persa y egipcia tienen la costumbre de quemar a sus difuntos; la primera por la razón indicada, diciendo ellos que no es conforme a razón cebar a un dios con la carne cadavérica de un hombre; la segunda por tener creído que el fuego es un viviente animado y fiero, que traga cuanto se le pone delante, y sofocado de tanto comer muere de hartura, juntamente con lo que acaba de devorar. Por lo mismo guárdanse bien los egipcios de echar cadáver alguno a las fieras o a cualesquiera otros animales, antes bien los adoban y embalsaman al fin de impedir que, enterrados, los coman los gusanos. Se ve, pues, que lo que obró Cambises con Amasis era contra el uso de entrambas naciones. Verdad es que si hemos de creer a los egipcios, no fue Amasis quien tal padeció, sino cierto egipcio de su misma edad, a quien atormentaron los persas creyendo atormentar a aquél; lo que, según cuentan, sucedió en estos términos: Viviendo aun Amasis, supo por aviso de un oráculo lo que le esperaba después de su muerte; prevenido, pues, quiso abrigarse antes de la tempestad, y para evitar la calamidad venidera, mandó que aquel hombre muerto que después fue azotado por Cambises fuese depositado en la misma entrada de su sepulcro, dando juntamente orden a su hijo de que su propio cuerpo fuese retirado en un rincón el más oculto del monumento. Pero a decir verdad, estos encargos de Amasis y su oculta sepultura, y el otro cadáver puesto a la entrada, no me parecen sino temerarias invenciones con que los vanos egipcios se pavonean.
XVII. Vengado ya Cambises de su difunto enemigo, formó el designio de emprender a un tiempo mismo tres expediciones militares, una contra los Carchedonios o cartagineses, otra contra los Amonios, y la tercera contra los etíopes Macrobios, pueblos que habitan en la Libia sobre las costas del mar Meridional. Tomado acuerda, le pareció enviar contra los Carchedonios sus armadas navales, contra los Amonios parte de su tropa escogida, y contra los etíopes unos exploradores que de antemano se informasen del estado de la Etiopía, y procurasen averiguar particularmente si era verdad que existiese allí la mesa del sol, de que se hablaba; y para que mejor pudiesen hacerlo quiso que de su parte presentasen sus regalos al rey de los etíopes.
XVIII. Lo que se dice de la mesa del sol es, que en los arrabales de cierta ciudad de Etiopía hay un prado que se ve siempre lleno de carne cocida de toda suerte de cuadrúpedos; y esto no es algún portento, pues todos los que se hallan en algún empleo público se esmeran cada cual por su parte en colocar allí de noche aquellos manjares. Venido el día, va el que quiere de los vecinos de la ciudad a aprovecharse de la mesa pública del prado, divulgando aquella buena gente que la tierra misma es la que produce de suyo tal opulencia. Esta es, en suma, la tan celebrada mesa del sol.
XIX. Volviendo a Cambises, no bien tomó la resolución de enviar sus espías a la Etiopía, cuando hizo venir de la ciudad de Elefantina a ciertos hombres de los Ictiófagos, bien versados en el idioma etiópico; y en tanto que llegaban, dio orden a su armada naval que se hiciera a la vela para ir contra Carchedon o Cartago. Representáronle los fenicios que nunca harían tal, así por no permitírselo la fe de los tratados públicos, como por ser una impiedad que la madre patria hiciera guerra a los colonos sus hijos. No queriendo concurrir, pues, los fenicios a la expedición, lo restante de las fuerzas no era armamento ni recurso bastante para la empresa; y esta fue la fortuna de los Carchedonios, que por este medio se libraron de caer bajo el dominio persiano; pues entonces consideró Cambises por una parte que no sería razón forzar a la empresa a los fenicios, que de buen grado se habían entregado a la obediencia de los persas, y por otro vio claramente que la fuerza de su marina dependía de la armada fenicia, no obstante de seguirle en la expedición contra el Egipto los naturales de Chipre, vasallos asimismo voluntarios de la Persia.
XX. Apenas llegaron de Elefantina los Ictiófagos, los hizo partir Cambises para Etiopía, bien informados de la embajada que debían de dar, y encargados de los presentes que debían hacer, que consistían en un vestido de púrpura, en un collar de oro, unos brazaletes, un bote de alabastro lleno de ungüento, y una pipa de vino fenicio. En cuanto a los etíopes a quienes Cambises enviaba dicha embajada, la fama que de ellos corre nos los pinta como los hombres más altos y gallardos del orbe, cuyos usos y leyes son muy distintos de los de las demás naciones, en especial la que mira propiamente a la corona, conforme a la cual juzgan que el más alto de talla entre todos y el que reúna el valor a su estatura debe ser el elegido por rey.
XXI. Llegados a esta nación los Ictiófagos de Cambises al presentar los regalos al soberano le arengaron en esta forma: «Cambises, rey de los persas, deseoso de ser en adelante vuestro buen huésped y amigo, nos mandó venir para que en su nombre os saludemos, y al mismo tiempo os presentemos de su parte los dones que aquí veis, que son aquellos géneros de que con particular gusto suele usar el mismo soberano para el regalo de su real persona.» El etíope, conociendo desde luego que los embajadores no eran más que espías, les dijo: —«Ni ese rey de los persas os envía con esos presentes para honrarse de ser mi amigo y huésped, ni vosotros decís verdad en lo que habláis; pues vosotros, bien lo entiendo, venís por espías de mi estado y él nada tiene por cierto de príncipe justo y hombre recto, pues a serlo, no deseara más imperio que el suyo, ni metiera en sujeción a los pueblos que en nada le han ofendido. Por abreviar, entregarle de mi parte este arco que aquí veis, y le daréis juntamente esta mi formal respuesta: El rey de los etíopes, aconseja por bien de paz al rey de las persas, que haga la guerra a los Macrobios, fiado en el número de vasallos en que es superior a aquél; entonces cuando vea que sus persas encorvan arcos de este tamaño con tanta facilidad como yo ahora doblo este a vuestros ojos; y mientras no vea hacer esto a los suyos, de muchas gracias a los dioses, porque no inspiran a los etíopes el deseo de nuevas conquistas para dilatar más su dominio.»
XXII. Dijo el etíope, y al mismo punto aflojando su arco lo entrega a los enviados. Toma después en sus manos la púrpura regalada, y pregunta qué venía a ser aquello y cómo se hacía: dícenle los Ictiófagos la verdad acerca de la púrpura y su tinte; y él entonces les replica: —«Bien va de engaño; tan engañosos son ellos como sus vestidos y regalos.» Pregunta después qué significa lo del collar y brazaletes; y como se lo declarasen los Ictiófagos diciendo que eran galas para mayor adorno de la persona, rióse el rey, y luego: —«No hay tal, les replica; no me parecen galas sino grillos, y a fe mía que mejores y más fuertes son los que acá tenemos.» Tercera vez preguntó sobre el ungüento; e informado del modo de hacerlo y del uso que tenía, repitió lo mismo que acerca del vestido de púrpura había dicho. Pero cuando llegó a la prueba del vino, informado antes cómo se preparaba aquella bebida, y relamiéndose con ella los labios, continuó preguntando cuál era la comida ordinaria del rey de Persia y cuánto solía vivir el persa que más vivía. Respondiéronle a lo primero que el sustento común era el pan, explicándole juntamente qué cosa era el trigo de que se hacía; y a lo segundo, que el término más largo de la vida de un persa era de ordinario 80 años. A lo cual repuso el etíope que nada extrañaba que hombres alimentados con el estiércol que llamaban pan vivieran tan poco, y que ni aun duraran el corto tiempo que vivían, a no mezclar aquel barro con su tan preciosa bebida, con lo cual indicaba a los Ictiófagos el vino, confesando que en ello les hacían ventaja los persas.
XXIII. Tomando de aquí ocasión los Ictiófagos de preguntarle también cuál era la comida y cuán larga la vida de los etíopes, respondióles el rey, que acerca de la vida, muchos entre ellos había que llegaban a los 120 años, no faltando algunos que alcanzaban a más; en cuanto al alimento, la carne cocida era su comida y la leche fresca su bebida ordinaria. Viendo entonces el rey cuanto admiraban los exploradores una vida de tan largos años, los condujo él mismo a ver una fuente muy singular, cuya agua pondrá al que se bañe en ella más empapado y reluciente que si se untara con el aceite más exquisito, y hará despedir de su húmedo cuerpo un olor de viola finísimo y delicado. Acerca de esta rara fuente referían después los enviados ser de agua tan ligera que nada sufría que sobrenadase en ella, ni madera de especie alguna, ni otra cosa más leve que la madera, pues lo mismo era echar algo en ella, fuese lo que fuese, que irse a fondo al momento. Y en verdad, si tal es el agua cual dicen, ¿no se pudiera conjeturar que el uso que de ella hacen para todo los etíopes, hará que gocen los Macrobios de tan larga vida? Desde esta fuente, contaban los exploradores que el rey en persona los llevó en derechura hasta la cárcel pública, donde vieron a todos los presos aherrojados con grillos de oro, lo que no es extraño siendo el bronce entre los etíopes el metal más raro y más apreciado. Vista la cárcel, fueron a ver asimismo la famosa mesa del sol, según la llaman.
XXIV. Desde ella partieron hacia las sepulturas de aquella gente, que son, según decían los que las vieron, una especie de urnas de vidrio, preparadas en la siguiente forma: Adelgazado el cadáver y reducido al estado de momia, sea por el medio con que lo hacen los egipcios, sea de algún otro modo, le dan luego una mano de barniz a manera de una capa de yeso, y pintan sobre ella con colores la figura del muerto tan parecida como pueden alcanzar, y así le meten dentro de un tubo hecho de vidrio en forma de columna hueca, siendo entre ellos el vidrio que se saca de sus minas muy abundante y muy fácil de labrar. De este modo, sin echar de sí mal olor, ni ofrecer a los ojos un aspecto desagradable, se divisa al muerto cerrado en su columna transparente, que lo presenta en la apariencia como si estuviera vivo allí dentro. Es costumbre que los deudos más cercanos tengan en su casa por un año estas urnas o columnas, ofreciéndoles entre tanto las primicias de todo, y haciéndoles sacrificios, y que pasado aquel término legítimo las saquen de casa y las coloquen alrededor de la ciudad.
XXV. Vistas y contempladas estas cosas extraordinarias, salieron por fin los exploradores de vuelta hacia Cambises, el cual, apenas acabaron de darle cuenta de su embajada, lleno de enojo y furor emprende de repente la jornada contra Etiopía. Príncipe de menguado juicio y de ira desenfrenada, no manda antes hacer provisión alguna de víveres, ni se detiene siquiera en pensar que lleva sus armas al extremo de la tierra; oye a los Ictiófagos, y sin más espera, emprende desde luego tan larga expedición, da orden a las tropas griegas de su ejército que allí le aguardan, y manda tocar a marcha a lo restante de su infantería. Cuando estuvo ya de camino, dispuso que un cuerpo de 50.000 hombres, destacado del ejército, partiera hacia los Amonios, que al llegar allí los trataran como a esclavos, y pusiesen fuego al oráculo de Júpiter Amon; y él mismo en persona, al frente del grueso de sus tropas, continuó su marcha hacia los etíopes. No habían andado todavía una quinta parte del camino que debían hacer, cuando al ejército se lo acababan ya los pocos víveres que traía consigo, los que consumidos, se le iban después acabando los bagajes, de que echaban mano para su necesario sustento. Si al ver lo que pasaba desistiera entonces, ya que antes no, de su porfía y contumacia el insano Cambises, dando la vuelta con su ejército, hubiérase portado como hombre cuerdo que si bien puede errar, sabe enmendar el yerro antes cometido; pero no dando lugar aun a ninguna reflexión sabia, llevando adelante su intento, iba prosiguiendo su camino. Mientras que la tropa halló hierbas por los campos, mantúvose de ellas. Mas llegando en breve a los arenales, algunos de los soldados, obligados de hambre extrema, tuvieron que echar suertes sobre sus cabezas, a fin de que uno de cada diez alimentase con su carne a nueve de sus compañeros. Informado Cambises de lo que sucedía, empezó a temer que iba a quedarse sin ejército si aquel diezmo de vidas continuaba; y al cabo, dejando la jornada contra los etíopes, y volviendo a deshacer su camino, llegó a Tebas con mucha pérdida de su gente. De Tebas bajó a Menfis y licenció a los griegos, para que embarcándose se restituyesen a su patria. Tal fue el éxito de la expedición de Etiopía.
XXVI. De las tropas que fueron destacadas contra los Amonios, lo que de cierto se sabe es, que partieron de Tebas y fueron conducidas por sus guías hasta la ciudad de Oasis, colonia habitada, según se dice, por los samios de la Fila Escrionia, distante de Tebas siete jornadas, siempre por arenales, y situada en una región a la cual llaman los griegos en su idioma Isla de los Bienaventurados. Hasta este paraje es fama general que llegó aquel cuerpo de ejército; pero lo que después le sucedió, ninguno lo sabe, excepto los Amonios o los que de ellos lo oyeron: lo cierto es que dicha tropa ni llegó a los Amonios, ni dio atrás la vuelta desde Oasis. Cuentan los Amonios que, salidos de allí los soldados, fueron avanzando hacia su país por los arenales: llegando ya a la mitad del camino que hay entre su ciudad y la referida Oasis, prepararon allí su comida, la cual tomada, se levantó luego un viento Noto tan vehemente e impetuoso, que levantando la arena y remolinándola en varios montones, los sepultó vivos a todos aquella tempestad, con que el ejército desapareció: así es al menos como nos lo refieren los Amonios.
XXVII. Después que Cambises se hubo restituido a Menfis, se apareció a los egipcios su dios Apis, al cual los griegos suelen llamar Epafo, y apenas se dejó ver, cuando todos se vistieron de gala y festejáronle públicamente con grandes regocijos. Al ver Cambises tan singulares muestras de contento y alegría, sospechando en su interior que nacían de la complacencia que tenían los egipcios por el mal éxito de su empresa, mandó comparecer ante sí a los magistrados de Menfis, y teniéndolos a su presencia, les pregunta por qué antes, cuando estuvo en Menfis, no dieron los egipcios muestra alguna de contento, y ahora vuelto de su expedición, en que había perdido parte de su ejército, todo eran fiestas y regocijos. Respondiéronle llanamente los magistrados que entonces puntualmente acababa de aparecérseles su buen dios Apis, quien no se dejaba ver de los egipcios sino alguna vez muy de tarde en tarde, y que siempre que se dignaba visitarles su dios solían festejarle muy alegres y ufanos por la merced que les hacía. Pero Cambises, no bien oída la respuesta, les echó en rostro que mentían, y aun más, los condenó a muerte por embusteros.
XXVIII. Ejecutada en los magistrados la sentencia capital, llama Cambises otra vez a los sacerdotes, quienes te dieron cabalmente la misma respuesta y razón acerca de su dios. Replicóles Cambises que si alguno de los dioses visible y tratable se apareciera a los egipcios, no debía escondérsele a él, ni había de ser el último en saberlo; y diciendo esto, manda a los sacerdotes que le traigan al punto al dios Apis, que al momento le llevaron. Debo decir aquí que este dios, sea Apis o Epafo, no es más que un novillo cumplido, hijo de una ternera, que no está todavía en la edad proporcionada de concebir otro feto alguno ni de retenerlo en el útero: así lo dicen los egipcios, que a este fin quieren que baje del cielo sobre la ternera una ráfaga de luz con la cual conciba y para a su tiempo al dios novillo. Tiene este Apis sus señales características, cuales son el color negro con un cuadro blanco en la frente, una como águila pintada en sus espaldas, los pelos de la cola duplicados y un escarabajo remedado en su lengua.
XXIX. Volvamos a los sacerdotes, que apenas acabaron de presentar a Cambises su dios Apis, cuando aquel monarca, según era de alocado y furioso, saca su daga, y queriendo dar al Apis en medio del vientre, hiérele con ella en uno de los muslos, y soltando la carcajada, vuelto a los sacerdotes: —«Bravos embusteros sois todos, les dice: reniego de vosotros y de vuestros dioses igualmente. ¿Son por ventura de carne y hueso los dioses y expuestos a los filos del hierro? Bravo dios es ese, digno de serlo de los egipcios y de nadie más. Os juro que no os congratularéis de esa mofa que hacéis de mí, vuestro soberano.» Dicho esto, mandó inmediatamente a los ministros ejecutores de sentencias, que dieran luego a los sacerdotes doscientos azotes sin piedad; y ordenó también que al egipcio, fuese el que fuese, que sorprendieran festejando al dios Apis se le diera muerte sin demora. Así se les turbó la fiesta a los egipcios, quedaron los sacerdotes bien azotados, y el dios Apis, mal herido en un muslo, tendido en su mismo templo, no tardó en espirar, si bien no le faltó el último honor de lograr a hurto de Cambises sepultura sagrada que le procuraron los sacerdotes viéndole muerto de la herida.
XXX. En pena de este impío atentado, según nos cuentan los egipcios, Cambises, antes ya algo demente, se volvió al punto loco furioso. Dio principio a su violenta manía persiguiendo al príncipe Esmerdis, hermano suyo de padre y madre, al cual desterró de su corte de Egipto haciéndole volver a Persia, movido de envidia por haber sido aquél el único que llegó a encorvar cerca de dos dedos el arco etíope traído por los Ictiófagos, lo que nadie de los persas había podido lograr. Retirado a Persia el príncipe Esmerdis, tuyo Cambises entre sueños una visión en que le parecía ver un mensajero venido de la Persia con la nueva de que Esmerdis, sentado sobre un regio trono, tocaba al cielo con la cabeza. No necesitó más Cambises para ponerse a cubierto de su sueño con un temerario fratricidio, receloso de que su hermano no quisiese asesinarle con deseos de apoderarse del imperio. Envía lucero a Persia, con orden secreta de matar a su hermano, al privado que tenía de su mayor satisfacción, llamado Prejaspes, y en efecto, habiendo éste subido a Susa, dio muerte a Esmerdis, bien sacándolo a caza, según unos, o bien, según otros, llevándole al mar Eritreo y arrojándole allí al profundo de las aguas.
XXXI. Este fratricidio quieren que sea la primera de las locuras y atrocidades de Cambises. La segunda la ejecutó bien pronto en una princesa que le había acompañado al Egipto, siendo su esposa, y al mismo tiempo su hermana de padre y madre. He aquí cómo sucedió este incestuoso casamiento. Entre los persas no había ejemplar todavía de que un hermano hubiese casado jamás con su misma hermana; pero Cambises, criminalmente preso del amor de una de sus hermanas, a quien quería tomar por esposa, viendo que iba a hacer en esto una cosa nueva y repugnante a la nación, después de convocar a los jueces regios les pregunta si alguna de las leyes patrias ordenaba que un hermano casara con su hermana queriéndola tomar por esposa: estos jueces regios o consejeros áulicos son entre los persas ciertos letrados escogidos de la nación, cuyo empleo suele de suyo ser perpetuo, sino en caso de ser removidos en pena de algún delito personal. Su oficio es ser intérpretes de las leyes patrias y árbitros en sus decisiones de todas las controversias nacionales. Pero más cortesanos que jueces en la respuesta dada a Cambises, no protestando menos celo de la justicia que atendiendo a su propia conveniencia, dijeron que ninguna ley hallaban que ordenase el matrimonio de hermano con hermana, pero si hallaban una que autorizaba al rey de los persas para hacer cuanto quisiese. Dos ventajas lograban de este modo la de no abrogar la costumbre recibida, temiendo que Cambises no los perdiera por prevaricadores, y la de lisonjear la pasión del soberano en aquel casamiento, citando una ley a favor de su despotismo. Casóse entonces Cambises con su hermana, de quien se había dejado prendar, y sin que pasara mucho tiempo, tomó también por esposa a otra hermana, que era la más joven de las dos, a quien quitó la vida habiéndola llevado consigo en la jornada de Egipto.
XXXII. La muerte de esta princesa, no menos que la de Esmerdis, se cuenta de dos maneras. He aquí cómo la cuentan los griegos: Cambises se entretenía en hacer reñir entre sí dos cachorritos, uno de león y otro de perro, y tenía allí mismo a su mujer que los estaba mirando. Llevaba el perrillo la peor parte en la pelea; pero viéndolo otro perrillo su hermano, que estaba allí cerca atado, rota la prisión, corrió al socorro del primero, y ambos unidos pudieron fácilmente vencer al leoncillo. Dio mucho gusto el espectáculo a Cambises, pero hizo saltar las lágrimas a su esposa, que estaba sentada a su lado. Cambises, que lo nota, pregúntale por qué llora, a lo que ella responde que al ver salir el cachorro a la defensa de su hermano, se le vino a la memoria el desgraciado Esmerdis, y que esta triste idea, junto con la reflexión de que no había tenido el infeliz quien por él volviese, le había arrancado lágrimas. Esta vehemente réplica, según los griegos, fue el motivo por qué Cambises la hizo morir. Pero los egipcios lo refieren de otro modo: sentados a la mesa Cambises y su mujer, iba ésta quitando una a una las hojas a una lechuga: preguntándole después a su marido cómo le parecía mejor la lechuga, desnuda como estaba, o vestida de hojas como antes, y respondiéndole Cambises que mejor le parecía vestida: —«Pues tú, le replica su hermana, has hecho con la casa de Ciro lo que a tu vista acabo de hacer con esta lechuga, dejándola desnuda y despojada.» Enfurecido Cambises, dióle allí de coces, y subiéndosele sobre el vientre, hizo que abortara y que de resultas del aborto muriera.
XXXIII. A tales excesos de inhumano furor e impía locura contra los suyos se dejó arrebatar Cambises, ora fuese efecto de la venganza de Apis, ora de algún otro principio, pues que entre los hombres suelen ser muchas las desventuras y varias las causas de donde dimanan. No tiene duda que se dice de Cambises haber padecido desde el vientre de su madre la grande enfermedad de gota coral, a quien llaman algunos morbo sagrado: ¿qué mucho fuera, pues, que de resultas de tan grande enfermedad corporal hubiera padecido su fantasía y trastornádose su razón?
XXXIV. Además de sus deudos, enfurecióse también contra los demás persas el insano Cambises, según harto lo manifiesta lo que, como dicen, sucedió con Prejaspes, su íntimo privado, introductor de los recados, mayordomo de sala, cuyo hijo era su copero mayor, empleo de no poca estima en palacio. Hablóle, pues, Cambises en esta forma: —«Dime, Prejaspes: ¿qué concepto tienen formado de mí los persas? ¿con qué ojos me miran? ¿qué dicen de mí? —Grandes son, señor, respondió Prejaspes, los elogios que de vos hacen los persas; solo una cosa no alaban, diciendo que gustáis algo del vino.» Apenas hubo dicho esto acerca de la opinión de los persas, cuando fuera de sí de cólera, replicóle Cambises: —«¿Y eso es lo que ahora me objetan? ¿eso dicen de mí los persas, que tomado del vino pierdo la razón? Mentían, pues, en lo que antes decían.» Con estas palabras aludía Cambises a otro caso antes acaecido: hallándose una vez con sus ministros y consejeros, y estando también Creso en la asamblea de los persas, preguntóles el rey cómo pensaban de su persona y si le miraban los vasallos por igual a su padre Ciro. Respondiéronle sus consejeros que hacía ventajas aun a Ciro, cuyos dominios no solo conservaba en su obediencia, sino que les había añadido las conquistas del Egipto y de las costas del mar. Creso, presente a la junta y poco satisfecho de la respuesta que oía de boca de los persas, vuelto hacia Cambises le dijo: —«Pues a mí no me parecéis, hijo del gran Ciro, ni igual ni semejante a vuestro padre, cuando todavía no nos habéis sabido dar un hijo tal y tan grande como Ciro nos lo supo dejar en vos.» Cayó en gracia a Cambises la fina lisonja de Creso, y celebróla por discreta.
XXXV. Haciendo, pues, memoria de este suceso anterior, Cambises, lleno entonces de enojo, continuó su diálogo con Prejaspes. —«Aquí mismo, pues, quiero que veas con tus ojos si los persas aciertan o desatinan en decir que pierdo la razón. He aquí la prueba que he de hacer: voy a disparar una flecha contra tu hijo, contra ese mismo que está ahí en mi antesala: si le diere con ella en medio del corazón, será señal de que los persas desatinan; pero si no la clavare en medio de él, yo mismo me daré por convencido de que aciertan en lo que de mí dicen, y que yo soy el que no atino.» Dice, apunta su arco, y tira contra el mancebo: cae éste, y mándale abrir Cambises para registrar la herida. Apenas halló la flecha bien clavada en medio del corazón, dio una gran carcajada, y habló así con el padre del mancebo, presente allí a la anatomía del hijo: —«¿No ves claramente, Prejaspes, que no soy yo quien, perdido el juicio, no atina, sino los persas los que van fuera de tino y razón? Y si no, dime ahora: ¿viste jamás otro que así sepa dar en el blanco, como yo he sabido darle en medio del corazón?» Bien conoció Prejaspes que estaba el rey totalmente fuera de sí, y temeroso de que no convirtiera contra él mismo su furor: «Señor, le dice, os juro que la mano misma de Dios no pudo ser más certera.» No hubo más por entonces; pero después, en otro sitio y ocasión, hizo el furioso Cambises otra barbarie semejante con doce persas principales, mandándolos enterrar vivos y cabeza abajo, sin haber ellos dado motivo en cosa de importancia.
XXXVI. Viendo, pues, Creso el lidio los atroces desafueros que iba cometiendo Cambises, parecióle sería bien darle un aviso, y así abocándose con él: —«Señor, le dice, no conviene soltar la rienda a la dulce ira de la juventud, antes es mejor tirarla, reprimiéndoos a vos mismo. Bueno es prever lo que pueda llegar, y mejor aun prevenirlo, vos, señor, dais la muerte a muchos hombres, la dais también a algunos mozos vuestros, sin haber sido antes hallados reos, ni convencidos de culpa alguna notable: los persas quizá, si continuáis en esa conducta, se os podrán sublevar. Me perdonaréis esta libertad que tomo en atención a que Ciro, vuestro padre, con las mayores veras, me encargó que cuando lo juzgase necesario os asistiese con mis prevenciones y avisos.» Aconsejábale Creso con mucho amor y cortesía; pero Cambises le contestó con esta insolencia: —«Y tú, Creso, ¿tienes osadía de avisar y aconsejar a Cambises? ¿tú que tan bien supiste mirar por tu casa y corona; tú que tan buen expediente diste a mi padre, aconsejándole que pasara el Arixes contra los masagetas cuando querían pasar a nuestros dominios? Dígote que con tu mala política te perdiste a ti, juntamente con tu patria, y con tu elocuencia engañaste a Ciro y acabaste con la vida de mi padre. Pero ya es tiempo que no te felicites más por ello, pues mucho hace ya que con un pretexto cualquiera debiera yo haberme librado de ti.» No bien acaba de hablar en este tono, cuando va por su arco para dispararlo contra Creso; pero éste, anticipándosele, sale corriendo hacia fuera. Cambises, viendo que no puede alcanzarle ya con sus flechas, ordena a gritos a sus criados que cojan y maten a aquel hombre; pero ellos, que tenían bien conocido a su amo, y profundamente sondeado su variable humor, tomaron el partido de ocultar entretanto a Creso. Su mira era cauta y doble, o bien para volver a presentar a Creso vivo y salvo, en caso de que Cambises arrepentido lo echara menos, esperanzados de ganar entonces albricias por haberle salvado, o bien de darle muerte después, caso de que el rey, sin mostrar pesar por su hecho, no deseara que Creso viviese. No pasó, en efecto, mucho tiempo sin que Cambises deseara de nuevo la compañía y gracia de Creso; sábenlo los familiares, y le dan alegres la nueva de que tenían vivo a Creso todavía. «Mucho me alegro, dijo Cambises al oirlo, de la vida y salud de mi buen Creso; pero vosotros que me lo habéis conservado vivo no os alegrareis por ello, pues pagareis con la muerte la vida que le habéis dado.» Y como lo dijo lo ejecutó.
XXXVII. De esta especie de atentados, no menos locos que atroces, hizo otros muchos Cambises, así con sus persas, como con los aliados de la corona en el tiempo que se detuvo en Menfis, donde con nota de impío iba abriendo los antiguos monumentos y diciendo mil gracias insolentes y donosas contra las momias egipcias. Entonces fue también cuando entró en el templo de Vulcano, y se divirtió en él, haciendo burla y mofa de su ídolo, tomando ocasión de su figurilla, muy parecida en verdad a los dioses Pataicos fenicios que en las proas de sus naves suelen llevar los de Fenicia. Estos dioses, por si acaso alguno jamás los vio, voy a dibujarlos aquí en un rasgo sólo, con decir que son unos muñecos u hombres pigmeos. Quiso asimismo Cambises entrar en el templo de los Cabiros, donde nadie más que a su sacerdote es lícita la entrada; con cuyas estatuas tuvo mucho que reír y mofar, haciendo después del escarnio que las quemaran. Estas estatuas vienen a ser como la de Vulcano, de quien se dice son hijos los Cabiros.
XXXVIII. Por fin, para hablar con franqueza, Cambises me parece a todas luces un loco insensato; de otro modo, ¿cómo hubiera dado en la ridícula manía de escarnecer y burlarse de las cosas sagradas y de los usos religiosos? Es bien notorio lo siguiente: que si se diera elección a cualquier hombre del mundo para que de todas las leyes y usanzas escogiera para sí las que más le complacieran, nadie habría que al cabo, después de examinarlas y registrarlas todas, no eligiera las de su patria y nación. Tanta es la fuerza de la preocupación nacional, y tan creídos están los hombres que no hay educación, ni disciplina, ni ley, ni moda como la de su patria. Por lo que parece que nadie sino un loco pudiera burlarse de los usos recibidos de que se burlaba Cambises. Dejando aparte mil pruebas de que tal es el sentimiento común de los hombres, mayormente en mira a las leyes y ceremonias patrias, el siguiente caso puede confirmarlo muy señaladamente. En cierta ocasión hizo llamar Darío a unos griegos, sus vasallos, que cerca de sí tenía, y habiendo comparecido luego, les hace esta pregunta: —cuánto dinero querían por comerse a sus padres al acabar de morir. —Respondiéronle luego que por todo el oro del mundo no lo harían. Llama inmediatamente después a unos indios titulados Calatias, entre los cuales es uso común comer el cadáver de sus propios padres: estaban allí presentes los griegos, a quienes un intérprete declaraba lo que se decía: venidos los indios, pregunta Darío cuánto querían por permitir que se quemaran los cadáveres de sus padres; y ellos luego le suplican a gritos que no dijera por los dioses tal blasfemia. ¡Tanta es la prevención a favor del uso y de la costumbre! De suerte, que cuando Píndaro hizo a la costumbre árbitra y déspota de la vida, habló a mi juicio como filósofo más que como poeta.
XXXIX. Pero dejando reposar un poco al furioso Cambises, al mismo tiempo que hacía su expedición contra el Egipto, emprendían otra los lacedemonios hacia Samos contra Polícrates, hijo de Eaces, que en aquella isla se había levantado. Al principio de su tiranía, dividido en tres partes el estado, repartió una a cada uno de sus dos hermanos; pero poco después reasumió el mando de la isla entera, dando muerte a Pantagnoto, uno de ellos, y desterrando al otro, Silosonte, el más joven de los tres. Dueño ya único y absoluto del estado, concluyó un tratado público de amistad y confederación con Amasis, rey de Egipto, a quien hizo presentes y de quien asimismo los recibió. En muy poco tiempo subieron los asuntos de Polícrates a tal punto de fortuna y celebridad, que así en Jonia como en lo restante de Grecia, se oía sólo en boca de todos el nombre de Polícrates, observando que no emprendía expedición alguna en que no le acompañase la misma felicidad. Tenía, en efecto, una armada naval de 100 penteconteros, y un cuerpo de mil alabarderos a su servicio; atropellábalo todo sin respetar a hombre nacido; siendo su máxima favorita que sus amigos le agradecerían más lo restituido que lo nunca robado. Apoderóse a viva fuerza de muchas de las islas vecinas, y de no pocas plazas del continente. En una de sus expediciones, ganada una victoria naval a los lesbios, los cuales habían salido con todas sus tropas a la defensa de los de Mileto, los hizo prisioneros, y cargados de cadenas les obligó a abrir en Samos el foso que ciñe los muros de la plaza.
XL. Entretanto, Amasis no miraba con indiferencia la gran prosperidad de Polícrates su amigo, antes se informaba con gran curiosidad del estado de sus negocios; y cuando vio que iba subiendo de punto la fortuna de su amigo, escribió en un papel esta carta y se la envió en estos términos: —«Amasis a Polícrates. —Por más que suelan ser de gran consuelo para el hombre las felices nuevas que oye de los asuntos de un huésped y amigo suyo, con todo, no me satisface lo mucho que os lisonjea y halaga la fortuna, por cuanto sé bien que los dioses tienen su poco de celos o de envidia. En verdad prefiriera yo para mí, no menos que para las personas que de veras estimo, salir a veces con mis intentos, y a veces que me saliesen frustrados, pasando así la vida en una alternativa de ventura y desventura, que verlo todo llegar prósperamente. Dígote esto, porque te aseguro que de nadie hasta ahora oí decir que después de haber sido siempre y en todo feliz, a la postre no viniera al suelo estrepitosamente con toda su dicha primera. Sí, amigo, créeme ahora, y toma de mí el remedio que voy a darte contra los engañosos halagos de la fortuna. Ponte sólo a pensar cuál es la cosa que más estima te merece, y por cuya pérdida más te dolieras en tu corazón: una vez hallada, apártala lejos de ti, de modo que nunca jamás vuelva a parecer entre los hombres. Aun más te diré: que si practicada una vez esta diligencia no dejara de perseguirte con viento siempre en popa la buena suerte, no dejes de valerte a menudo de este remedio que aquí te receto.»
XLI. Leyó Polícrates la carta, y se hizo cargo de la prudencia del aviso que le daba Amasis; y poniéndose luego a discurrir consigo mismo cuál de sus alhajas sintiera más perder, halló que sería sin duda un sello que solía siempre llevar, engastado en oro y grabado en una esmeralda, pieza trabajada por Teodoro el samio, hijo de Telecles. Al punto mismo, resuelto ya a desprenderse de su sello querido, escoge un medio para perderlo adrede, y mandando equipar uno de sus penteconteros, se embarca en él, dando orden de engolfarse en alta mar, y lejos ya de la isla, quitase el sello de su mano a vista de toda la tripulación, y arrojándolo al agua, manda dar la vuelta hacia el puerto, volviendo a casa triste y melancólico sin su querido anillo.
XLII. Pero al quinto o sexto día de su pérdida voluntaria le sucedió una rara aventura. Habiendo cogido uno de los pescadores de Samos un pescado tan grande y exquisito que le parecía digno de presentarse a Polícrates, va con él a las puertas de palacio, diciendo querer entrar a ver y hablar a Polícrates su señor. Salido el recado de que entrase, entra alegre el pescador, y al presentar su regalo: —«Señor, le dice, quiso la buena suerte que cogiera ese pescado que ahí veis, y mirándolo desde luego por un plato digno de vuestra mesa, aunque vivo de este oficio y trabajo de mis manos, no quise sacar a la plaza este pez tan regalado; tened, pues, a bien recibir de mí este regalo.» Contento Polícrates con la bella y simple oferta del buen pescador, le respondió así «Has hecho muy bien, amigo; dos placeres me haces en uno, hablándome como me hablas, y regalándome como me regalas con ese pescado tan raro y precioso: quiero que seas hoy mi convidado.» Piénsese cuán ufano se volvería el pescador con la merced y honra que se le hacía. Entretanto, los criados de Polícrates al aderezar y partir el pescado, hallan en su vientre el mismo sello de su amo poco antes perdido. No bien lo ven y reconocen, cuando muy alegres por el hallazgo, van con él y lo presentan a Polícrates, diciéndole dónde y cómo lo habían hallado. A Polícrates pareció aquella aventura más divina que casual, y después de haber notado circunstanciadamente en una carta cuanto había practicado en el asunto y cuanto casualmente le había acontecido, la envió a Egipto.
XLIII. Leyó Amasis la carta que acababa de llegarle de parte de Polícrates, y por su contenido conoció luego y vio estar totalmente negado a un hombre librar a otro del hado fatal que amenaza su cabeza, acabándose entonces de persuadir que Polícrates, en todo tan afortunado que ni aun lo que abandonaba perdía, vendría por fin al suelo consigo y con toda su dicha. Por efecto de la carta hizo Amasis entender a Polícrates, por medio de un embajador enviado a Samos, que anulando los tratados renunciaba a la amistad y hospedaje público que con él tenía ajustado; en lo cual no era otra su mira sino la de conjurar de antemano la pesadumbre que sin duda sintiera mucho mayor en su corazón si viniera a descargar contra Polícrates el último y fatal golpe que la fortuna le tenía guardado, siendo todavía su huésped y público amigo.
XLIV. Contra este hombre en todo tan afortunado hacían una expedición los lacedemonios, como antes decía, llamados al socorro por ciertos samios mal contentos de su tirano, quienes algún tiempo después fundaron en Creta la ciudad de Cidonia. El origen de esta guerra fue el siguiente: noticioso Polícrates de la armada que contra el Egipto iba juntando Cambises, hijo de Ciro, pidióle por favor, enviándole a este fin un mensajero, que tuviera a bien despachar a Samos una embajada que lo convidase a concurrir también con sus tropas a la jornada. Recibido este aviso, Cambises destinó gustoso un enviado a Samos pidiendo a Polícrates quisiera juntar sus naves con la armada real que se aprestaba contra el Egipto. Polícrates, que llevaba muy estudiada la respuesta, entresacando de entre sus paisanos aquellos de quienes sospechaba estar dispuestos para alguna sublevación, los envió en 40 galeras a Cambises, suplicándole no volviera a remitírselos a su casa.
XLV. Dicen algunos sobre el particular, que no llegaron a Egipto los samios enviados y vendidos por Polícrates, sino que estando ya de viaje en las aguas del mar Caspio acordaron no pasar adelante en una reunión que entre sí tuvieron, recelosos de la mala fe del tirano. Cuentan otros que llegados ya al Egipto, observando que allí se les ponían guardias, huyeron secretamente, y que de vuelta a Samos, Polícrates, saliéndoles a recibir con sus naves, les presentó la batalla, en la cual, quedando victoriosos los que volvían del Egipto, llegaron a desembarcar en su isla, de donde se vieron obligados a navegar hacia Lacedemonia; vencidos por tierra en una segunda batalla. Verdad es que no falta quien diga que también por tierra salieron vencedores de Polícrates en el segundo combate los samios recién vueltos del Egipto; pero no me parece probable, cualquiera que sea quien lo afirme. Pues si así hubiera sucedido, ¿que necesidad tuvieran los restituidos a Samos de llamar en su ayuda a los lacedemonios, siendo por sí bastantes para hacer frente y derrotar a Polícrates? Y por otra parte, ¿qué razón persuade que por un puñado de gente recién vuelta de su viaje pudiera ser vencido en campo de batalla un tirano que además de la mucha tropa asalariada para su defensa tenía gran número de flecheros por guardias de su casa y persona? tanto más, cuanto al tiempo de darse la batalla, sábese que Polícrates tenia encerrados en el arsenal a los hijos y mujeres de los demás samios fieles, estando todo a punto para pegar fuego al arsenal y abrasar vivas todas aquellas víctimas en él encerradas, caso de que sus samios se pasaran a las filas y al partido de los que volvían de la expedición de Egipto.
XCVI. Llegados a Esparta los samios echados de la isla por el tirano Polícrates, y presentados ante los magistrados como hombres reducidos al extremo de miseria y necesidad, hicieron un largo discurso pidiendo se les quisiera socorrer. Respondieron los magistrados en aquella primera audiencia, más a lo burlesco que a lo lacónico, que no recordaban ya el principio, ni habían entendido el fin de la arenga. En otra segunda audiencia que lograron los samios, sin cuidarse de retórica ni discursos, presentando a vista de todos sus alforjas, sólo dijeron que estaban vacías y pedían algo por caridad. A lo cual se les respondió, que harto había con presentar vacías las alforjas, sin ser menester que pidiesen por caridad; y se resolvió darles socorro.
XLVII. Hechos en efecto los preparativos, emprendieron su expedición contra Samos, con la mira, según dicen los samios, de pagarles el beneficio que de ellos habían antes recibido los lacedemonios, cuando con sus naves les socorrieron contra los Mesenios; aunque si estamos a lo que los mismos lacedemonios aseguran, no tanto pretendían en aquella jornada vengar a los que les pedían socorro, como vengarse de dos presas que se les habían hecho, una de cierta copa grandiosa que enviaban a Creso, otra de un precioso coselete que les enviaba por regalo Amasis, rey de Egipto, el cual los samios habían interceptado en sus piraterías un año antes de robarles la copa regalada a Creso. Era aquel peto una especie de tapiz de lino entretejido con muchas figuras de animales y bordado con hilos de oro y de cierta lana de árbol, pieza en verdad digna de verse y admirarse, así por lo dicho como particularmente por contener el urdimbre de cada lizo, no obstante de ser muy sutil, 360 hilos, todos bien visibles y notables. Igual a este es el peto que el mismo Arriasis consagró en Lindo a Minerva.
XLVIII. Con mucho empeño concurrieron los corintios a que se efectuase dicha expedición a Samos, resentidos contra los samios, de quienes una era antes de esta expedición, y al tiempo mismo en que fue robada la mencionada copa a los lacedemonios, habían recibido una injuria con el siguiente motivo. Periandro, hijo de Cipselo, enviaba a Sardes al rey Aliates 300 niños tomados de las primeras familias de Corcira, con el destino de ser reducidos a la condición de eunucos. Habiendo de camino tocado en Samos los corintios que conducían a los desgraciados niños, informados los samios del motivo y destino con que se los llevaba a Sardes, lo primero que con ellos hicieron fue prevenirles que se refugiasen al templo de Diana. Refugiados allí los niños, no permitiendo, por una parte los samios a los corintios que se les sacase del asilo con violencia, ni consintiendo, por otra, los corintios a aquellos que llevasen de comer a los refugiados, discurrieron los samios para socorrer a los niños instituir cierta fiesta que se celebra todavía del mismo modo. Consistía en que venida la noche, todo el tiempo que los niños se mantuvieron allí refugiados, las doncellas y mancebos de Samos armaban sus coros y danzas, introduciendo en ellas la costumbre de llevar cada cual su torta hecha con miel, de forma que pudieran tomarla los niños, que en efecto la tomaban para su sustento. Dilatóse tanto la fiesta, que al cabo, cansadas de aguardar en vano las guardias corintias, se retiraron de la isla, y los samios restituyeron a Corcira aquella tropa de niños sin castrar.
XLIX. Bien veo que si muerto Periandro hubieran corrido los corintios en buena armonía con los naturales de Corcira, no hubiera sido bastante la pasada injuria para que tanto favorecieran aquellos la jornada de Samos. Mas, por desgracia, los dos pueblos desde que la isla se pobló nunca han podido tener un día de paz y sosiego: y así es que los corintios deseaban tomar venganza de los de Samos por la injuria referida. Por lo que toca a Periandro, el motivo que le movió a enviar a Sardes los niños escogidos y sacados de entre los principales vecinos de Corcira para que fuesen hechos eunucos, fue el deseo de vengarse de un atentado mayor que contra él habían cometido aquellos naturales.
L. Para declarar el hecho, debe saberse que después que Periandro quitó la vida a su misma esposa Melisa, quiso el destino que tras aquella calamidad le sucediese también otra doméstica. Tenía en casa dos hijos habidos en Melisa, los dos aun mancebos, uno de 16 y otro de 18 años de edad. Habiéndolos llamado a su corte su abuelo materno, Procles, señor de Epidauro, los recibió con mucho cariño y los agasajó como convenía y como suelen los abuelos a sus nietos. Al tiempo de volverse los jóvenes a Corinto, habiendo salido Procles acompañándolos por largo trecho, les dijo estas palabras al despedirse: —«¡Ah, hijos míos, si sabéis acaso quién mató a vuestra madre!» El mayor no hizo alto en aquella expresión de despedida; pero al menor, llamado Licofrón, le impresionó de tal modo, que vuelto a Corinto, ni saludar quiso a su padre, que había sido el matador, ni responder a ninguna pregunta que le hiciera; llegando a tal punto, que Periandro, lleno de enojo, echó al hijo fuera de su casa.
LI. Echado su hijo menor, procuró Periandro saber del mayor lo que les había dicho y prevenido su abuelo materno. El mozo, sin acordarse de la despedida de Procles, a que no había particularmente atendido, dio cuenta a su padre de las demostraciones de cariño con que habían sido recibidos y tratados por el abuelo; pero replicándole Periandro que no podía menos de haberles aquel sugerido algo más, y porfiando mucho al mismo tiempo en querer saberlo todo puntualmente, hizo por fin memoria el hijo de las palabras que usó con ellos el abuelo al despedirse y las refirió a su padre. Bien comprendió Periandro lo que significaba aquella despedida; mas con todo nada quiso aflojar del rigor que usaba con su hijo, sino que, enviando orden al dueño de la casa donde se había refugiado, le prohibió darle acogida en ella. Echado el joven de su posada, se acogió de nuevo a otra, de donde por las amenazas de Periandro y por la orden expresa para que de allí se le sacara, fue otra vez arrojado. Despedido segunda vez de su albergue, fuese a guarecer a casa de unos amigos y compañeros suyos, quienes no sin mucho miedo y recelo, al cabo por ser hijo de Periandro, resolvieron darle acogida.
LII. Por abreviar la narración, mandó Periandro publicar un bando para que nadie admitiera en su casa a su hijo ni le hablara palabra, so pena de cierta multa pecuniaria que en él se imponía, pagadera al templo de Apolo. En efecto, publicado ya este pregón, nadie hubo que le quisiera saludar ni menos recibir en su casa, mayormente cuando el mismo joven por su parte no tenía por bien solicitar a nadie para que contraviniera al edicto de su padre, sino que sufriendo con paciencia la persecución paterna, vivía bajo los portales de la ciudad, andando de unos a otros. Cuatro días habían ya pasado, y viéndole el mismo Periandro transido de hambre, desfigurado y sucio, no le sufrió más el corazón tratarle con tanta aspereza; y así, aflojando su rigor, se le acercó, y le habló de esta manera: —«¡Por vida de los dioses, hijo mío! ¿cuándo acabarás de entender lo que mejor te está, si el verte en la miseria en que te hallas, o tener parte en las comodidades del principado que poseo, solo con mostrarte dócil y obediente a tu padre? ¿Es posible que siendo tú hijo mío y señor de Corinto, la rica y feliz, te afirmes en tu obstinación, y ciego de enojo contra tu mismo padre, a quien ni la menor seña de disgusto debieras dar en tu semblante, quieras a pesar mío vivir cual pordiosero? ¿No consideras, niño, que si alguna desgracia hubo en nuestra casa, de resultas de la cual me miras sin duda con tan malos ojos, yo soy el que llevé la peor parte de aquel mal, y que pago ahora con usura la culpa que en ello cometí? Al presente bien has podido experimentar cuánto más vale envidia que compasión, tocando a un tiempo con las manos los inconvenientes de enemistarte con los tuyos y con tus mayores y de resistirles tenazmente. Ea, vamos de aquí, y al palacio en derechura.» Así se explicaba Periandro con el obstinado mancebo; pero el hijo no dio a su padre más respuesta, que decirle pagase luego a Apolo la multa en que acababa de incurrir por haberle hablado. Con esto vio claramente Periandro que había llegado al extremo el mal de su hijo, ni admitía ya cura ni remedio, y determinado desde aquel punto a apartarlo de sus ojos, embarcándole en una nave le envió a Corcira, de donde era también, soberano. Pero queriendo vengar la contumacia del hijo en la cabeza del que reputaba por autor de tanta desventura, hizo la guerra a su suegro Procles, a quien cautivó después de tomar por fuerza a Epidauro.
LIII. No obstante lo referido, como Periandro, corriendo el tiempo y avanzando ya en edad, no se hallase con fuerzas para atender al gobierno y despacho de los negocios del estado, envió a Corcira un diputado que de su parte le dijera a Licofrón que viniese a encargarse del mando; pues en el hijo mayor, a quien tenía por hombre débil y algo menguado, no reconocía talento suficiente para el gobierno. Pero, caso extraño, el contumaz Licofrón no se dignó responder una sola palabra al enviado de su padre: y con todo, el viejo Periandro, más enamorado que nunca del mancebo, hizo que una hija suya partiese a Corcira, esperando vencer al obstinado príncipe por medio de su hermana, y conseguir el objeto de sus ansias y deseos. Llegada allá, hablóle así la hermana: —«Dime, niño, por los dioses: ¿has de querer que el mando pase a otra familia, y que la casa de tu padre se pierda, antes que volver a ella para tomar las riendas del gobierno? Vente a casa conmigo, y no más tenacidad contra tu mismo bien. No saber ceder es de insensatos; no dejes curarte la uña, y vendrás a quedar cojo. Más vale comúnmente un ajuste moderado cediendo cada cual algo de su derecho, que andar siempre en litigios. ¿Ignoras que muchas veces el ahínco en defender a la madre, hace que se pierda la herencia del padre? La corona es movediza, y tiene muchos pretendientes que no la dejarán caer en tierra. Nuestro padre está ya viejo y decaído; ven y no permitas que se alce un extraño con lo tuyo.» Tales eran las razones que la hija, bien prevenida y enseñada por su padre, proponía a Licofrón, y eran, en efecto, las más eficaces y poderosas; y con todo la respuesta del hijo se ciñó a manifestar que mientras supiera que vivía en Corinto su padre, jamás seguramente volvería allá. Después que la hija dio cuenta de su embajada, Periandro, por medio de un diputado que tercera vez envió a su hijo, hízole decir de su parte que viniera él a Corinto, donde le sucedería en el mando, que renunciaba a su favor, queriendo él mismo pasar a Corcira. Admitido con esta condición el partido, disponíanse entrambos para el viaje, el padre para pasar a Corcira, el hijo para restituirse a Corinto. Noticiosos entretanto los Corcirenses de lo concertado, dieron muerte al joven Licofrón para impedir que viniese a su isla el viejo Periandro. Tal era, pues, el atentado de que este tomaba satisfacción en los Corcirenses.
LIV. Pero volviendo a tomar el hilo de la narración, después que los lacedemonios desembarcaron en Samos sus numerosas tropas, desde luego pusieron sitio a la ciudad. Avanzando después hacia los muros y pasando más allá del frente que está junto al mar en los arrabales de la plaza, saltó Polícrates contra ellos con mucha gente armada y logró arrojarlos de aquel puerto. Pero habiendo las tropas, mercenarias y muchas de las milicias de Samos salido de otro fuerte situado en la pendiente de un monte vecino, sucedió que sostenido por algún tiempo el ataque de los lacedemonios, fueron los samios al cabo deshechos y derrotados, y no pocos quedaros muertos allí mismo en el alcance que seguían los enemigos.
LV. Y si todos los lacedemonios allí presentes hubieran obrado con el ardor con que en lo fuerte del alcance obraron dos de ellos, Arquías y Licopes, Samos hubiera sido tomada sin falta en aquella refriega. Mas por desgracia no fueron sino los dos los que en la retirada de los samios tuvieron valor y osadía para seguirles hasta dentro de la misma plaza; de donde, cerrado después el paso, no pudiendo salir, murieron con las armas en la mano. No dejaré de notar de paso que hablé yo mismo con cierto Arquías, nieto de aquel valiente de que arriba hablaba, e hijo de samio, habiéndole visto en Pitana, su propio pueblo. Con ningunos huéspedes se esmeraba tanto este Arquías como con los naturales de Samos, diciendo que por haber muerto en Samos su abuelo como buen guerrero en el lecho del honor, pusieron a su padre el nombre de samio; y añadía que estimaba tanto y honraba a los de Samos, porque honraron a su buen abuelo con pública sepultura.
LVI. Pasado ya 40 días de sitio, viendo los lacedemonios que nada adelantaban en el cerco, dieron la vuelta al Peloponeso; acerca de lo cual corre una fábula por cierto vana, ni aun bien tramada, según la que, habiendo Polícrates acuñado gran cantidad de moneda de plomo con una capa de oro, la dio a los lacedemonios quienes aceptándola por legítima y corriente, levantando el sitio se volvieron. Lo cierto es que esta expedición fue la primera que los lacedemonios, pueblo de origen dórico, hicieron contra el Asia.
LVII. Cuando los samios sublevados contra Polícrates vieron que iban a quedar solos y desamparados de los lacedemonios, hiciéronse también a la vela hacia Sifno. Movíales a este viaje la falta de dinero, y la noticia de que los vecinos de aquella isla, que se hallaba en el mayor auge a la sazón, eran sin duda los más ricos de todos los isleños, a causa de las minas de oro y plata abiertas en su isla, tan abundantes, que del diezmo del producto que de ellas les resultaba, se ve en Delfos todavía un tesoro por ellos ofrecido, que no cede a ninguno de los más ricos y preciosos que en aquel templo se depositaron. Los vecinos de Sifno repartían entre sí el dinero que las minas iban redituando. Al tiempo, pues, de amontonar en Delfos las ofrendas de su tesoro, tuvieron la curiosidad de saber del oráculo si les sería dado disfrutar sus minas por mucho tiempo, a cuya pregunta respondió así la Pitia: Cuando sea cándido el pritáneo ¡Oh Sifno! y cándido tu foro, Llama entonces intérprete que explique El rojo nuncio y ejército de leño. Y quiso la suerte que al acabar puntualmente los Sifnios de adornar su plaza y pritáneo con el blanco mármol de Paros, llegasen allá los samios en sus naves.
LVIII. Mas los buenos Sifnios nunca supieron atinar el sentido del oráculo, ni luego de recibido, ni después devenidos los samios, aunque estos, apenas llegados a la isla, destacaron hacia la ciudad una nave de su escuadra, que, según se acostumbraba antiguamente en toda embarcación, venía colorada y teñida de almagre. Esto era cabalmente lo que la Pitia en su oráculo les prevenía, que se guardasen, recelosos del rojo nuncio y del ejército de madera. Llegados a la ciudad los diputados de la armada samia, no pudiendo alcanzar de los Sifnios un préstamo de diez talentos que les pedían, sin más razones ni altercados empezaron a saquear la tierra. Corrió luego la voz por toda la isla, y saliendo armados los isleños a la defensa de sus propiedades, quedaron en campo de batalla tan deshechos que a muchos se les cerró la retirada hacia la plaza; y los samios, de resultas de esta victoria, por no habérseles prestado diez talentos, exigieron ciento de multa y contribución.
LIX. Con esta suma compraron poco después de los Hermioneos la isla Hidrea, situada en las costas de Peloneso, la cuál entregaron luego en depósito a los vecinos de Tricena, partiéndose de allí para Creta, en la cual, aunque solo navegaban hacia esta isla con el designio de arrojar de ella a los Zacintios, fundaron con todo la ciudad de Cidonia, donde por el espacio de cinco años que moraron allí de asiento tuvieron tan próspera la fortuna, que pudieron edificar los templos que al presente quedan en Cidonia, entre los cuales se cuenta el de Dictina. Llegado el sexto año de su colonia, sobrevínoles una desgracia, pues habiéndoles vencido los eginetas en una batalla naval, los hicieron, no menos que a los de Creta, prisioneros y esclavos; y entonces fue cuando los vencedores cortados los espolones de las galeras apresadas, hechos en forma de jabalí, los consagraron a Minerva en su templo de Egina. Tales hostilidades ejecutaron los eginetas movidos de encono y enemistad jurada que tenían contra los samios, quienes, en tiempo que Anfícrates reinaba en Samos, habían hecho y sufrido también iguales hostilidades en la guerra contra Egina, de donde se originaron tantas otras.
LX. Algo más de lo regular me voy dilatando al hablar de los samios, por parecerme que son a ello acreedores, atendida la magnificencia de tres monumentos, a los cuales no iguala ningún otro de los griegos. Por las entrañas de un monte que tiene 150 orgias de altura abrieron una mina o camino subterráneo, al cual hicieron dos bocas o entradas. Empezaron la obra por la parte inferior del monte, y el camino cubierto que allí abrieron tiene de largo siete estadios, ocho pies de alto, y otros tantos de ancho. A lo largo de la mina, excavaron después un conducto de 28 codos de profundidad y de tres pies de anchura, por dentro de la cual corre acanalada en sus arcaduces el agua, que tomada desde una gran fuerte, llega hasta la misma ciudad. El arquitecto de este foso subterráneo, que sirviera de acueducto, fue Eupalino el megarense, hijo de Naustrafo. Este es uno de los tres monumentos de Samos. El otro es su muelle, terraplén levantado dentro del mar, que tendrá 20 orgias de alto y más de dos estadios de largo. El tercero es un magnífico templo, el mayor realmente de cuantos he alcanzado a ver hasta ahora, cuyo primer arquitecto fue Reco, natural de Samos e hijo de Files. En atención a estos monumentos me he extendido en referir los hechos de los samios.
LXI. Pero será ya tiempo que volvamos a Cambises, hijo de Ciro, contra quien, mientras holgaba despacio en Egipto haciendo alentados y locuras, se levantaron con el mando del imperio dos hermanos magos, a uno de los cuales, llamado Patizites, había dejado el rey en su ausencia por mayordomo o gobernador de su palacio. Movió al mago a sublevarse la cierta noticia que tenía de la muerte del príncipe Esmerdis, la que se procuraba mantener tan oculta y secreta que, siendo pocos los sabedores de ella, creían los persas generalmente que el príncipe vivía y gozaba de salud: valióse, pues, el mago del secreto tomando las siguientes medidas para alzarse con la corona. Tenía otro hermano mago con quien se unió para urdir la traición y levantamiento, y brindábale para la empresa el ver que su hermano era del todo parecido, no sólo en el semblante, sino aun en el mismo nombre, al hijo de Ciro, Esmerdis, muerto secretamente por orden de su hermano Cambises. Soborna, pues, un mago a otro, Patizites a Esmerdi; ofrécele allanar las dificultades todas, llévalo consigo de la mano y le coloca en el trono real de Persia. Toma luego la providencia de despachar correos no sólo a las demás provincias del imperio, sino también destina uno al Egipto, encargado de intimar públicamente a todo el ejército que de allí en adelante nadie obedezca ni reconozca por soberano a Cambises, sino solamente a Esmerdis, hijo de Ciro.
LXII. Fueron, en efecto, los otros correos publicando su pregón por todos los puntos adonde habían sido destinados. El que corría al Egipto, hallando de camino en Ecbatana, lugar de la Siria, a Cambises, de vuelta ya con toda la gente de armas, y colocándose allí en medio del campo a vista de todas las tropas, pregonó las órdenes que de parte del mago traía. Oyó Cambises el pregón de boca del mismo correo, y persuadido de que sucedía realmente lo que pregonaba, creyó que Prejaspes, enviado antes a Persia con el encargo de dar muerte a Esmerdis, su hermano, no cumpliendo sus órdenes, le había hecho traición. Volviéndose, pues, a Prejaspes, a quien tenía cerca de su persona: —«¿Así, le dijo, cumpliste, oh Prejaspes, con las órdenes que te di? —Señor, responde aquél, os juro que es falso y que miente ese pregonero diciendo que Esmerdis se os ha sublevado. A fe de buen vasallo, os repito que nada, ni poco ni mucho, tendréis que temer de él: bien sabe el cielo que yo con mis propias manos le di sepultura, después de ejecutado lo que me mandasteis. Si es verdad que los muertos resucitan así, aun del medo Astiages podéis recelar no se os alce con el imperio, antes suyo; pero si las cosas de los muertos continúan en ir como han ido hasta ahora, estad bien seguro que no se levantará del sepulcro para subir al trono vuestro Esmerdis. Lo que debemos hacer ahora en mi concepto es apoderarnos luego de ese correo, y averiguar de parte de quién viene a intimarnos que reconozcamos a Esmerdis por soberano.»
LXIII. Pareció bien a Cambises lo que Prejaspes decía, y apenas acabó de oirle, llama ante sí al correo, y venido éste, pregúntale Prejaspes: —«Oh tú, que nos dices venir acá enviado por Esmerdis, hijo de Ciro, di por los dioses la verdad en una sola cosa y vuélvete en hora buena. Dinos, pues: ¿fue acaso el mismo Esmerdis quien te dio esas órdenes cara a cara, o fue alguno de sus criados? —En verdad, señor, respondióle el correo, que después de la partida del rey Cambises para Egipto nunca más he visto por mis ojos al príncipe Esmerdis, hijo Ciro. El que me dio la orden fue aquel mago a quien dejó Cambises por mayordomo de palacio, diciéndome que Esmerdis, hijo de Ciro, mandaba que os pregonase las órdenes que traigo.» Así les habló el enviado sin faltar un punto a la verdad, y vuelto entonces Cambises a su privado: —«Bien veo, Prejaspes, le dijo, que a fuer de buen vasallo cumpliste con lo que te mandó tu soberano, y nada tengo de qué acusar de tu conducta. ¿Pero quién podrá ser ese persa rebelde que alzándose con el nombre de Esmerdis se atreve a mi reino? —Señor, dijo Prejaspes, difícil será que no adivine la trama. Los rebeldes, os digo, son dos magos; uno el mago Patizites, el gobernador que dejasteis en palacio, y el otro el mago Esmerdis, su hermano, tan traidor como él.»
LXIV. Apenas oyó, Cambises el nombre de Esmerdis, dióle un gran salto el corazón, herido de repente, así con la sinceridad de la narración, como con la verdad de aquel antiguo sueño en que durmiendo le pareció ver a un mensajero que le decía, que sentado Esmerdis sobre un trono real llegaba al cielo con su cabeza. Entonces fue el ponerse a llorar muy de veras y lamentar al desgraciado Esmerdis, viendo cuán en balde y con cuánta sin razón había hecho morir al príncipe su hermano. Entonces fue también cuando al cesar de plañir y lamentar en tono el más triste la desventura que con todo su peso le oprimía, montó de un salto sobre su caballo, como quien no veía la hora de partir a Susa con su gente para destronar al mago. Pero quiso su hado adverso que al ir a montar con ímpetu y sin algún miramiento, tirando hacia abajo con su mismo peso el puño del alfanje, sacase la hoja fuera de la vaina, y que el alfanje desenvainado por sí mismo hiriese a Cambises en el muslo. Luego que se vio herido en la parte misma del cuerpo en que antes había herido al dios de los egipcios, Apis, pareciéndole mortal la herida, preguntó por el nombre de la ciudad en que se hallaba, y se le dijo llamarse Ecbatana. No carecía de misterio la pregunta, pues un oráculo venido de la ciudad de Butona había antes anunciado a Cambises que vendría a morir en Ecbatana, la cual tomaba este por su Ecbatana de Media, donde tenía todos sus entretenimientos y delicias, y, en la cual, se lisonjeaba echando largas cuentas que vendría a morir en una edad avanzada; pero el oráculo no hablaba sino de otra Ecbatana, ciudad de la Siria. Al resonar, pues, en sus oídos el nombre fatal de la ciudad, vuelto en sí Cambises de su locura, aturdido en parte por la desgracia de verse destronado por un mago, y en parte desesperado por sentirse herido de muerte, comprendió por fin el sentido del oráculo aciago, y dijo estas palabras: «¡Aquí quieren los dioses, aquí los hados, que acabe Cambises, hijo de Ciro!»
LXV. Nada más aconteció por entonces; pero unos veinte días después, convocados los grandes señores de la Persia que cerca de sí tenía, hízoles Cambises este discurso: «persas míos, vedme al cabo en el lance apretado de confesaros en público lo que más que cosa alguna deseaba encubriros. Habéis de saber que allá en Egipto tuve entre sueños una fatal visión, que ojalá nunca hubiera soñado, la cual me figuraba que un mensajero enviado de mi casa me traía el aviso de que Esmerdis, subido sobre un trono real, se levantaba más allá de las nubes y tocaba al cielo con su cabeza. Confiésoos, señores, que el miedo que mi sueño me infundió de verme algún día privado del imperio por mi hermano, me hizo obrar con más presteza que acuerdo; y así debió suceder, pues no cabe en hombre nacido el poder estorbar el destino fatal de las estrellas. ¿Qué hice ¡insensato! al despertar de mi sueño? Envío luego a Susa a ese mismo Prejaspes con orden de dar muerte a Esmerdis. Desembarazado ya de mi soñado rival por medio de un hecho impío y atroz, vivía después seguro y quieto sin imaginar jamás que, muerto una vez mi hermano, persona alguna pudiera levantarse con mi corona. Mas ¡ay de mí, desventurado! que no afiné con lo que había de sucederme, porque después de haber sido fratricida y de violar los derechos más sagrados, me veo con todo destronar ahora de mi imperio. Ese vil era el mago Esmerdis, aquel que entre sueños no sé qué dios me hizo ver rebelde. Yo mismo fui el homicida de mi hermano, os vuelvo a confesar, para que nadie de vosotros imagine que vive y reina el príncipe Esmerdis, hijo de Ciro. Dos magos son, señores, los que se alzan con el imperio; uno el mismo a quien dejé en casa de mayordomo, otro su hermano llamado Esmerdis; y, en esto no cabe duda, pues aquel hermano mío, el buen príncipe Esmerdis, que en este lance debiera ser y fuera sin duda el primero en vengarme de los magos, murió ya, os lo juro por ese mismo dolor de que me siento acabar, y murió el infeliz con una muerte la más impía que se conozca, procurada por la persona que más allegada tenía sobre la tierra. Ahora, oh persas míos, en falta de mi buen, hermano, a vosotros es a quienes debo volverme como a segundos herederos del imperio persiano, y también de mi legítima venganza, que quiero toméis después de mi propia muerte. Invoco, pues, a los dioses tutelares de mi corona, y aquí en presencia de ellos, en esta mi última disposición, os mando a todos vosotros, oh persas, en común, y a vosotros, oh mis Aqueménidas que estáis aquí presentes, muy en particular, que nunca sufráis que vuelva vuestro imperio a los medos: no, jamás, sino que si con engaño lo han adquirido, con engaño quiero que se lo quitéis; si con fuerza os lo usurparon, con fuerza os mando se lo arranquéis. Desde ahora para entonces suplico a les dioses que si así lo hiciereis os confirmen la libertad junta con la soberanía; la abundancia en los frutos de la campiña, la fecundidad en los partos de vuestras mujeres, la abundancia en vuestras crías y rebaños. Pero si no recobraseis el imperio, o no tomaseis la empresa con la mayor actividad, desde este momento invoco contra vosotros a todos los dioses del universo, y convierto todos mis votos primeros en otras tantas imprecaciones contra la nación persa entera; añadiendo la maldición de que tenga cada uno de vosotros un fin tan desastroso como el que muy presto voy a tener.» Dijo Cambises, y lamentando después su desventura, abominó todas las acciones de su vida.
LXVI. Los persas circunstantes, al ver a su rey entregado a la amargura y al más deshecho llanto, rasgan todos sus vestiduras, y prorrumpen en sollozos y contusos lamentos. Poco después, como la llaga se fuese encancerando a toda prisa y hubiese ya penetrado hasta el mismo hueso, se pudrió todo el muslo; y Cambises, hijo de Ciro, acabó sus días allí mismo, sin dejar prole alguna, ni varón, ni hembra, después de un reinado de siete años y cinco meses. Muerto Cambises, apoderóse desde luego del ánimo de los persas allí presentes una vehemente sospecha de que sería falsa la nueva de que los Magos se hubiesen alzado con el mando, inclinándose antes a creer que cuanto Cambises les había dicho sobre la muerte de Esmerdis era una mera ficción y maliciosa calumnia urdida adrede para enemistar con el príncipe todo el nombre persiano; de suerte que pensaban que Esmerdis, hijo de Ciro, y no otro, era en realidad quien había subido al trono, mayormente viendo que Prejaspes negaba tenazmente haber puesto sus manos en el príncipe, obligado a ello por conocer bien claro que, muerto tina vez Cambises, no podía ya buenamente confesar haber sido el verdugo de un infante de Persia hijo de Ciro.
LXVII. Con esto, el mago intruso en el trono, abusando del nombre del príncipe Esmerdis, su tocayo, reinó tranquilo los siete meses que faltaban para que se cumpliera el octavo año del reinado de Cambises. En este corto espacio de tiempo se esmeró en hacer mercedes y gracias a todos sus vasallos, de modo que los pueblos del Asia en general, exceptuados solamente los persas, después de su fallecimiento lo echaron de menos muy de veras y por muchos días. Habíase particularmente conciliado el mago el amor de los súbditos con escribir luego de subido al trono a todas las naciones de sus dominios, que por espacio de tres años concedía generalmente que nadie sirviese en la milicia ni le pagase tributo alguno.
LXVIII. Llegado el octavo mes de su reinado, descubrióse la impostura del mago del siguiente modo: Otanes, hijo de Farnaspes, señor muy principal que ni en nobleza ni menos en riqueza cedía a ninguno de los grandes de Persia, fue el primero que vino poco a poco a sospechar dentro de si que el monarca reinante era Esmerdis el Mago, y no el hijo de Ciro. En dos razones fundaba su sospecha: una en que el rey nunca salía del recinto de la ciudad; otra en que jamás admitía a su presencia ningún persa de alguna consideración, y movido de esta idea y recelo, aplicóse muy de propósito a averiguar la verdad del caso. Fedima, hija de Otanes, había sido antes una de las mujeres de Cambises, y continuaba entonces en serlo del mago, encerrada en el serrallo del rey, con todas las demás que fueron de su antecesor. Envía, pues, Otanes un mensaje a su hija pidiéndole le diga si el rey con quien ella duerme es Esmerdis, hijo de Ciro, o algún otro personaje; a lo cual manda ella contestar que ignora con quien duerme, puesto que nunca antes había visto al príncipe Esmerdis, ni sabe al presente quién sea su marido. Envíale Otanes segundo recado en estos términos: —«Mujer, pues que no conoces al hijo de Ciro, puedes al menos preguntar a la princesa Atosa con qué marido, así ella como tú, estáis casadas, pues que Atosa no puede menos de conocer bien a su mismo hermano, el infante Esmerdis.» —«Pues qué, replicó Fedima a su padre, ¿puedo abocarme con Atosa, ni verme con ninguna de las mujeres del serrallo? Apenas este rey, sea quien quiera, tomó posesión de la corona, se nos separó al punto unas de otras, cada cual en su propio aposento.»
LXIX. Con tales demandas y respuestas, trasluciéndosele más y más la impostura a Otanes, envía a su hija este tercer recado: —«Hija mía, por lo que debes a ti misma y a tu cuna, es menester no te excuses, ni te niegues a entrar en el peligro a que te llama ahora tu padre, pues si no es ese rey el legítimo Esmerdis, hijo de Ciro, sino hijo de cualquiera, como imagino, es del todo forzoso que ese impostor soberano no se alabe por más tiempo de tener a su disposición una princesa de tu clase, ni de ser el tirano de los persas seducidos, sino que lleve pronto su castigo. Haz, pues, lo que voy a decirte: la noche que contigo duerma espera que esté bien dormido, y entonces tiéntale las orejas: si se las hallares, no hay más que hacer ni vacilar, pues con esto podrás estar seguro de que eres esposa de Esmerdis, hijo de Ciro; pero si no las tuviere el malvado impostor, sabe, hija, que has venido a ser una cortesana del mago Esmerdis.» Respondió Fedima a su padre, que bien veía el gran peligro a que en ello se iba a exponer, pues claro estaba que si aquel hombre no tenía orejas y la cogía en el momento de tentar si las tenía, la haría morir y desaparecer infaustamente; pero no obstante su riesgo, dábale palabra de hacer sin falta la prueba que le pedía. Las orejas a que se aludía habíalas hecho cortar Ciro, padre de Cambises, al mago Esmerdis, no sé por qué delito, que no debió ser leve, que en su tiempo había cometido. La reina Fedima, la hija del noble Otanes, cumplió exactamente con la palabra dada a su padre: cuando le llegó su vez de dormir con el mago, según la costumbre de las mujeres en Persia, que van por turno a estar con sus maridos, fue al tálamo real y se acostó con aquél. Coge al mago un profundo sueño; Fedima a su salvo le va tentando las orejas, y ve desde luego, sin caberle duda, que carece de ellas el impostor. Apenas, pues, amanece el día, cuando envía un mensaje a su padre dándole cuenta de lo averiguado.
LXX. Hecha ya la prueba, llamó Otanes a dos grandes de Persia, el uno Aspatines y Gobrias el otro, que le parecieron los más a propósito para guardar el secreto; y no bien acabó de contarles la impostura del mago, de que no dejaban de tener por sí mismos algunos barruntos, cuando dieron entero crédito a la narración. Acordaron allí mismo que cada uno de ellos se asociara para la empresa contra al mago otro persa, aquel sin duda de quien más confianza tuvieran. En consecuencia de esta determinación, Otanes escogió por compañero a Intafernes, Gobrias a Megabizo, Aspatines a Hidarnes. Siendo ya seis los persas conjurados contra el mago, quiso la suerte que llegase entretanto a Susa Darío, hijo de Histaspes, venido de Persia, de la cual era su padre gobernador. Apenas supieron los seis la venida de Darío, les pareció conveniente unirle a su partido.
LXXI. Júntanse, pues, los siete a deliberar seria y eficazmente sobre el punto, unidos entre sí con los más sagrados y solemnes juramentos. Al llegar el turno a Darío, dijo su parecer en esta forma: —«Estaba persuadido, señores, de que yo era el único en saber que no vivía Esmerdis, hijo de Ciro, y que un mago nos representaba el papel de soberano: diré más aun, que no fue otra mi venida sino ver cómo podría oponerme al mago y procurar la muerte a ese tirano. Ahora, ya que la suerte ha querido que yo no sea el único dueño del misterio, sabiendo vosotros también el secreto, mi parecer es que pongamos ahora mismo manos a la obra sin esperar a mañana, que es lo que más nos importa. —Oh buen hijo de Histaspes, le replica Otanes, hablas como quien eres, pues hijo de un gran padre, no te muestras menos grande que el que te engendró. Pero atiende, Darío, a que lo que propones no sea antes precipitar la empresa que manejarla con arte y prudencia. La gravedad del negocio, si queremos llevarlo a cabo, requiere que seamos más en número los agresores del tirano. —Pues en verdad os aseguro, replica luego Darío, que si adoptáis el parecer de Otanes, vais desde este punto, amigos míos, a ser otras tantas funestas víctimas consagradas a la venganza del mago. ¿No veis que no ha de faltar alguno, entre muchos, que para hacer fortuna venda con la denuncia vuestras vidas al furor del intruso? Lo mejor hubiera sido que vosotros por vuestra propia mano hubierais antes dado el golpe sin llamar a nadie en vuestro socorro. Pero ya que no lo hicisteis teniendo por mejor comunicar la empresa con muchos y hacerme entrar en la liga, os repito que estamos ya al extremo; o llevamos hoy mismo por cabo la empresa, o si se nos pasa el día de hoy, juro aquí mismo por los dioses que nadie ha de anticiparse en la delación, pues desde aquí voy en derechura a delataros al mago.»
LXXII. Cuando Otanes vio a Darío tan resuelto y pronto a la ejecución, hablóle otra vez así: —«Ahora bien, Darío, ya que nos obligas, y aun fuerzas, aquí de improviso sin dejarnos respirar un punto a que emprendamos esta hazaña, dinos asimismo por vida de los dioses: ¿cómo hemos de penetrar en palacio para dejarnos caer de golpe sobre ellos? Bien sabes tú o por haberlos visto con tus ojos, o haberlo mil veces oído, cómo están allí apostados por orden los centinelas. Dinos, pues: ¿cómo podremos pasar por medio de ellos? —¿Cómo? responde Darío, ¿no sabes, Otanes, que la intrepidez hace ver ejecutadas muchas cosas antes que la razón las mire como posibles? ¿Que otras al contrario da por hechas la razón que no puede cumplir el brazo más robusto? Creedme, fuera reparos y temores; nada más fácil para nosotros que penetrar por medio de esos centinelas apostados, parte porque ni uno de ellos habrá que no nos ceda el paso, siendo los personajes que somos en la Persia, pues los unos lo harán por respeto, y otros quizá por miedo; parte por no faltarme un especioso pretexto con que logremos el paso libre con decir que recién llegado de Persia traigo de parte de mi padre un importante negocio que tratar de palabra con el soberano. Mentiré sin duda diciéndolo; pero bueno es mentir si lo pide el asunto, pues a mi ver el que miente y el que dice verdad van entrambos al mismo fin de atender a su provecho. Miente el uno porque con el engaño espera adelantar sus negocios: dice verdad el otro para conseguir algo, cebando con ella a los demás para que le fíen mejor sus intereses. En suma, con la verdad y la mentira procuran todos su utilidad; de suerte que creo que si nada se interesara en ello la gente, todo este aparato de palabras se lo llevaría el aire, y tan falso fuera el hombre más veraz, como veraz el más falso del universo. Vamos al caso: al portero y guardia de palacio que cortés y atento nos ceda el paso, sabremos después agradecérselo y pagárselo bien; al que haciéndonos frente tuviere la osadía, de negarnos la entrada, le trataremos allí mismo como a enemigo; y empezando por él las hostilidades, avanzaremos animosos al ataque de palacio.
LXXIII. Después de este discurso, toma Gobrias la palabra: —«Amigos, les dice, trátase ahora de nuestro honor; nada más glorioso a nuestras personas que recobrar el imperio perdido o morir en la demanda si no pudiésemos salir con ella. ¿Pues qué, nosotros los persas hemos de ser vasallos de un medo, súbditos de un mago, siervos de un criminal infame y con las orejas cortadas? Bien podéis acordaros los que conmigo os hallasteis presentes al último discurso del enfermo y moribundo Cambises, no dirá de los encargos y mandas que nos hizo, sino de las horrendas maldiciones de que nos cargó, si después de su muerte no procurábamos recobrar el imperio usurpado. Verdad es que nosotros, temerosos de que no fuera su arenga una calumnia contra Esmerdis, su hermano, no acabamos de darle el crédito que merecía. Ahora repito que me conforme con el parecer de Darío, y añado que nadie salga de esta junta sino para ir en derechura a desocupar el palacio, y a deshacernos luego del mago.» Dijo, y todos a una voz siguieron el voto de Gobrias.
LXXIV. Entretanto que los coligados estaban en asamblea, sucedió un caso oportunamente llevado por la fortuna. Los magos dominantes acordaron como conveniente atraer a Prejaspes a su partido y confianza, por muchos motivos: uno por saber que había tenido que sufrir de Cambises las más atroces injurias, habiendo su hijo caído a sus propios ojos traspasado de una flecha que el rey te disparó; otro por ser Prejaspes el único o el que mejor que nadie sabía la muerte que con sus propias manos había dado al príncipe Esmerdis, y tercero, por ser además uno de los señores de mayor reputación entre los persas. Por estos motivos, habiendo los magos llamado a palacio a Prejaspes, procuraron ganárselo por amigo, y le obligaron con los más solemnes juramentos a darles palabra que les guardaría sumo secreto, sin decir a hombre nacido ó por nacer el engaño que hablan tramado contra los persas, prometiéndole por su parte montes de oro y cuanto acertara a pedir y desear. Promete Prejaspes a los magos hacer cuanto se le pidiese; y dícenle segunda vez, que estaban resueltos a convocar a los persas todos bajo los muros de su real alcázar, deseosos de que él, subido sobre una de las almenas de palacio, les dijese que el soberano a quien entonces obedecían era realmente el mismo Esmerdis, hijo de Ciro, y ningún otro Esmerdis; lo cual le mandaban los magos, así por ser Prejaspes el más acreditado sujeto que tenían los persas, como por saber muy bien que tanto más crédito se le daría, cuantas habían sido en número las ocasiones en que Prejaspes había públicamente asegurado que vivía Esmerdis, hijo de Ciro, negando ser verdad la voz quede su muerte corría.
CXXV. No se hizo rogar Prejaspes, diciendo estar pronto para ello. Llaman, pues, los magos a los persas para aquella asamblea del reino, y mandan a aquél, que puesto sobre una almena les hable desde allí. Entonces el honrado Prejaspes, olvidándose de propósito de lo que los magos le habían pedido, toma desde Aquemenes el exordio de su arenga, va deslindando la ascendencia de Ciro que de él venía, pondera al llegar aquí lo mucho que debe al gran Ciro la nación de los persas, y, concluido su elogio, sigue llanamente diciendo la verdad, confesando que la había antes encubierto por no poder decirla a su salvo y sin que le costase caro; pero que había llegado ya la hora para declarar, según lo exigía su conciencia, el gran misterio del palacio de Susa. Confesó, en efecto, que obligado por Cambises, él mismo había sido antes el verdugo del príncipe real Esmerdis, hijo de Ciro; y que los magos eran entonces los soberanos del imperio. Concluyó por fin descargando sobre los persas las más horrendas imprecaciones, si dejando a los magos sin la debida venganza no volvían a señorearse del mando. Y diciendo estas últimas palabras, se arroja desde lo alto del alcázar cabeza abajo. Así, Prejaspes, honrado en vida, murió como persa bueno y leal.
LXXVI. Mientras que esto sucedía en palacio, los siete grandes de Persia confederados, en virtud del acuerdo tomado de poner manos a la obra al momento, sin dilatar la empresa un solo punto, iban a ejecutarla después de haber llamado a los dioses en su favor y ayuda, sin que nada hubieran sabido de la reciente aventura de Prejaspes. A la mitad de su camino oyeron lo que con éste acababa de suceder, y retirándose de la calle entraron de nuevo en consulta. Era Otanes de parecer que se difiriera absolutamente la empresa para mejor ocasión, no siendo oportuna para el intento la presente ocasión del alboroto y fermentación del estado. Darío decía, al contrario, que convenía ir luego a palacio y acometer la empresa sin más tardanza. En el calor de esta contienda, he aquí que aparecen de repente a los septemviros siete pares de alcones dando caza a dos pares de buitres, arrancándoles las plumas por el aire, y destrozándoles el cuerpo con los picos. Venlos los siete conjurados, y dando todos asentimiento a Darío, marchan derechos a palacio llevados en alas de tan felices agüeros.
LXXVII. Llegan a las puertas de palacio; les sucede puntualmente como se prometía Darío, pues al instante los centinelas, parte por respecto a tales grandes y señores de Persia, parte por no pasarles siquiera por el pensamiento que pudieran venir aquellos personajes con el objeto que realmente traían, no solo les dieron paso franco, sino que, como si fueran otros tantos enviados de los mismos dioses, nadie hubo que les preguntase a qué venían. Pero internados ya dentro de las salas de palacio, al dar con los eunucos que solían entrar los recados al soberano, pregúntanles éstos qué pretendían allí dentro, gritando al mismo tiempo y amenazando a los guardias por haberles admitido en palacio. Al oírles los conjurados, y al ver la resistencia que se les hacía, anímanse mutuamente, sacan sus dagas, cosen a puñaladas a cuantos se les oponen, y éntranse corriendo hacia el aposento de los magos.
LXXVIII. Hallábanse cabalmente los dos magos dentro de él tomando sus medidas sobre el reciente caso de Prejaspes. Apenas oyeron aquel alboroto y repentina gritería de sus eunucos, salieran ambos corriendo, y al ver lo que dentro pasaba, pensaron en hacer una vigorosa resistencia: el uno de ellos antes que llegasen los conjurados pudo coger su arco, y el otro echó mano luego de su lanza. Cierran los grandes contra los magos; al del arco nada le servían sus flechas no estando a tiro los enemigos, que le tenían cuerpo a cuerpo rodeado y oprimido; el otro, blandiendo oportunamente su lanza, se defendía bien y ofendía a los agresores, hiriendo con ella a Aspatites en un muslo y a Intafernes en uno de los ojos, del cual toda su vida quedó tuerto, aunque no murió de la herida. Pero mientras uno de los magos lograba herir a estos dos, el otro, viendo que no podía hacer uso del arco, iba retirándose de la sala hacia el retrete contiguo, con ánimo de cerrar la puerta a los agresores; pero al mismo tiempo dos de los conspiradores, Darío y Gobrias, arremeten y entran dentro con él. Cógele Gobrias apretadamente y le tiene bien sujeto entre los brazos; mas con todo, Darío no usaba de la daga, temeroso de herir a Gabrias en la oscuridad del aposento, en vez de pasar al mago de parte a parte. Conociendo Gobrias que estaba detenido, pregúntale qué hace del puñal en la ociosa mano: —«Téngole aquí suspendido, le dice, y con la mano levantada por no herirte. —Cóseme con él, amigo, responde Gobrias, como pases a puñaladas a este mago maldito.» Obedece Darío, da la puñalada y acierta al mago.
LXXIX. Muertos ya los dos magos y cortadas sus cabezas, los libertadores de Persia dejan en palacio a sus dos compañeros heridos, ya porque no podían éstos seguirles, ya también con la mira de que se quedasen por guardas del alcázar. Los otros cinco, sanos y victoriosos, salen corriendo de palacio con las dos cabezas en las manos, y lo llenan todo de tumulto y vocería. Convocando luego a los persas, con las cabezas pendientes de las manos, les van contando apresuradamente lo sucedido, y matando juntamente por las calles a cuantos magos les salen al encuentro. Los demás persas, teniendo a la vista la reciente hazaña de sus siete héroes, y patente a los ojos el embuste de los magos, miraban todos como un deber de honor y de justicia ejecutar otro tanto por su parte, y con el puñal en la mano no dejaban a vida mago alguno que pudiesen hallar. Tanta fue la carnicería, que si no la hubiese detenido la noche, no quedara ya raza de magos. Los persas miran como el mas solemne y memorable este día, en que celebran una gran fiesta aniversaria, a la que dan el nombre de Magofonía, no permitiendo que en ella comparezcan en público los magos, obligados severamente a mantenerse encerrados en su casa.
LXXX. De allí a cinco días, sosegado ya en Susa el público tumulto, los septemviros levantados contra los magos empezaron a consultar entre sí acerca de la situación y arreglo del imperio persiano; y en la deliberación se dijeron cosas y pareceres que no se harán creíbles a los griegos, pero que no por esto dejaron realmente de decirse. Aconsejábales Otanes, en primer lugar, que se dejase en manos del pueblo la suma potestad del estado, y les hablaba en esta conformidad: —«Mi parecer, señores, es que ningún particular entre nosotros sea nombrado monarca de aquí en adelante, pues tal gobierno ni es agradable ni menos provechoso a la sociedad avasallada. Bien sabéis vosotros mismos a qué extremos no llegó la suma insolencia y tiranía de Cambises, y no os ha cabido poca parte en la audacia extremada del mago. Quisiera se me dijese cómo cabe en realidad, que la monarquía, a cuyo capricho es dado hacer impunemente cuanto se le antoje, pueda ser un gobierno justo y arreglado. ¿Cómo no ha de ser por sí misma peligrosa y capaz de trastornar y sacar de quicio las ideas de un hombre de índole la más justa y moderada cuando se vea sobre el trono? Y la razón es, porque la abundancia de todo género de bienes engendra insolencia en el corazón del monarca, juntándose esta con la envidia, vicio común nacido con el hombre mismo. Teniendo, pues, un soberano estos dos males, insolencia adquirida y envidia innata, tiene en ellos la suma y el colmo de todos. Lleno de sí mismo y de su insolente pujanza, cometerá mil atrocidades por mero capricho, otras mil de pura envidia, siendo así que un soberano a quien todo sobra debiera por justo motivo verse libre de los estímulos de tal pasión. Con todo, en un monarca suele observarse un proceder contrario para con sus súbditos: de envidia no puede sufrir que vivan y adelanten los sujetos de mérito y prendas sobresalientes; gusta mucho de tener a su lado los ciudadanos más corrompidos y depravados del estado; tiene el ánimo siempre dispuesto a proteger la delación y apoyar la calumnia. No hay hombre más receloso y descontentadizo que un monarca. ¿Es uno parco o contenido en admirar sus prendas y subirlas a las nubes? Se da él por ofendido de que se falte al acatamiento y veneración debida al soberano. ¿Es otro, por el contrario, pródigo en dar muestras de su respeto y admiración? Se te desdeña y mira como a un adulador falso y vendido. Y no es eso lo peor; lo que no puede sufrírsele de ningún modo es ver cómo trastorna las leyes de la patria; cómo abusa por fuerza de las mujeres ajenas; cómo, finalmente, pronuncia sentencia capital sin oír al acusado. Mas al contrario, un estado republicano, además de llevar en su mismo nombre de Isonomía la justicia igual para todos y con ella la mayor recomendación, no da prácticamente en ninguno de los vicios y desórdenes de un monarca; permite a la suerte la elección de empleos; pide después a los magistrados cuenta y razón de su gobierno; admite, por fin, a todos los ciudadanos en la liberación de los negocios públicos. En resolución, mi voto es anular el estado monárquico, y sustituirle el gobierno popular, que al cabo en todo género de bienes siempre lo más es lo mejor.» Tal fue el parecer que dio Otanes.
LXXXI. Pero Megabizo, en el voto razonado que dio, se declaró por la oligarquía, favoreciendo a los grandes por estas razones: —«Desde luego, dijo, me conformo con el voto de Otanes; dando por buenas sus razones acerca de acabar con la tiranía; mas en cuanto a lo que añadió de que pasase a manos del vulgo la autoridad soberana, en esto digo no anduvo acertado. Es cierto que nada hay más temerario en el pensar que el imperito vulgo, ni más insolente en el querer que el vil y soez populacho. De suerte que de ningún modo puede aprobarse que para huir la altivez de un soberano se quiera ir a parar en la insolencia del vulgo de suyo desatento y desenfrenado; pues al cabo un soberano sabe lo que hace cuando obra; pero el vulgo obra según le viene a las mientes, sin saber lo que hace ni por qué lo hace. ¿Y cómo ha de saberlo, cuando ni aprendió de otro lo que es útil y laudable, ni de suyo es capaz de entenderlo? Cierra los ojos y arremete de continuo como un toro, o quizá mejor, a manera de un impetuoso torrente lo abate y arrastra todo. ¡Haga Dios que no los persas, sino los enemigos de los persas dejen el Gobierno en manos del pueblo! Ahora debemos nosotros escoger un consejo compuesto de los sujetos más cabales del estado, en quienes depositaremos el poder soberano. Vamos a lograr así dos ventajas, una que nosotros mismos seremos del número de tales consejeros, otra que las resoluciones públicas serán las más acertadas, como debe suponerse siendo dictadas por hombres del mayor mérito y reputación.»
LXXXII. Tal fue el voto dado por Megabizo. Darío, el tercero en hablar, votó en esta forma: —«Bien me parece lo que tocante al vulgo acaba de decir Megabizo, pero no me parece bien por lo que mira a la oligarquía; porque de los tres gobiernos propuestos, el del vulgo, el de los nobles, y el de un monarca, aun cuando se suponga cada cual en un género el mejor, el de un rey opino que excede en mucho a los demás. Y opino así, porque no veo que pueda darse persona más adecuada para el gobierno que la de un varón en todo grande y sobresaliente, que asistido de una prudencia política igual a sus eminentes talentos, sepa regir el cuerpo entero de la monarquía de modo que en nada se le pueda reprender; y tenga asimismo la ventaja del secreto en las determinaciones que fuere preciso tomar contra los enemigos de la corona. Paso a la oligarquía, en la cual, siendo muchos en dar pruebas de valor y en granjear méritos para con el público, es consecuencia natural que la misma emulación engendre aversión y odio de unos hacia los otros; pues queriendo cada cual ser el principal autor y como cabeza en las resoluciones públicas, es necesario que den en grandes discordias y mutuas enemistades, que de las enemistades pasen a las sediciones de los partidos, y de las muertes a la monarquía, dando con este último recurso una prueba real de que es este el mejor de todos los gobiernos posibles. ¿Qué diré del estado popular, en el cual es imposible que no vayan anidando el cohecho y la corrupción en el manejo de los negocios? Adoptada una vez esta lucrativa iniquidad y familiarizada entre los que administran los empleos en vez de odio no engendra sino harta unión en los magistrados de una misma gavilla que se aprovechan privadamente del gobierno y se cubren mutuamente por no quedar en descubierto ante el pueblo. De este modo suelen andar los negocios de la república, hasta tanto que un magistrado les aplica el remedio, y logra que el desorden público cese y acabe. Con esto, viniendo a ser objeto de la admiración del vulgo, ábrese camino con ella para llegar a ser monarca, dando en esto una nueva prueba de que la monarquía es el gobierno más acertado. Y, para decirlo en una palabra, ¿de dónde vino a la Persia, pregunto, la independencia y libertad pública? ¿Quién fue el autor de su imperio? ¿Fue acaso el pueblo? ¿Fue por ventura la oligarquía? ¿O fue más bien un monarca? En suma, mi parecer es que nosotros los persas, hechos antes libres y señores del imperio por un varón, por el gran Ciro, mantengamos el mismo sistema de gobierno, sin alterar de ningún modo las leyes y fueros de la patria, lo más útil que contemplo para nosotros.»
LXXXIII. Dados los tres referidos pareceres, los cuatro votos que restaban del septemvirato se declararon por el de Darío. Otanes, que deseaba introducir el gobierno popular y derechos iguales para todos los persas, no habiendo conseguido sustento, les habló de nuevo en estos términos: —«Visto está, compañeros míos, que algunos de los que aquí estamos obtendrá la corona, o bien se la de la suerte, o bien la elección de la nación a cuyo arbitrio la dejemos, o bien por cualquiera otra vía que recaiga en su cabeza. Pues yo renuncio desde ahora el derecho de pretenderla, ni entro en concurso, persistiendo en no querer ni mandar como rey, ni ser mandado como súbdito. Cedo todo el derecho que pudiera pretender, pero cedo con la expresa condición de no estar jamás yo ni alguno de mis descendientes a las órdenes del soberano.» Hecha tal propuesta, que fue admitida luego por los seis confederados bajo aquella restricción, salió Otanes del congreso; y en efecto, sola su familia se mantiene hasta hoy día libre e independiente entre los persas, pues se lo manda únicamente en cuanto ella no lo rehusa, no faltando por otra parte a las leyes del estado persiano.
LXXXIV. Los seis grandes restantes de la liga continuaban en sus conferencias ordenadas a la mejor elección del monarca; y ante todo les parece establecer, que si la corona venía a recaer en alguno de los seis, se obligara éste a guardar a Otanes y a toda su descendencia el perpetuo privilegio de honrarse con la vestidura de los medos, y enviarle asimismo los legítimos regalos que se miran entre los persas como distinciones las más honoríficas. La causa de honrar a Otanes con esta singular prerrogativa fue por haber sido el principal autor y cabeza de la conjuración contra el Mago, aconsejándola a los demás compañeros de la liga. Respecto al cuerpo de los siete confederados, ordenaron: primero, que cualquiera de ellos, siempre que le pareciese, tuviera franca la entrada en palacio, sin prevención ni ceremonia de pasar antes recado, a no ser que el rey estuviese en su aposento en compañía de sus mujeres: segundo, que el rey no pudiera tomar esposa que no fuese de la familia de dichos confederados: finalmente, por lo tocante al punto principal de la elección al trono, acordaron tomar el medio de montar los seis a caballo en los arrabales de Susa, y nombrar y reconocer por rey a aquel cuyo caballo relinchase el primero a la salida del sol.
LXXXV. Tenía Darío un caballerizo hábil y perspicaz, por nombre Ebares, al cual, apenas vuelto a su casa de la asamblea, hace llamar y habla de este modo. —«Hágote saber, Ebares, que para la elección de monarca hemos resuelto que sea nuestro rey aquel cuyo caballo, estando cada uno de nosotros montado en el suyo, fuere el primero en relinchar al nacer el sol. Tiempo es ahora de que te valgas de tus tretas y recursos, si algunos tienes, para hacer de todas maneras que yo y ningún otro arrebate el premio de la corona. —Buen ánimo, señor, responde Ebares; dadla ya por alcanzada y puesta sobre la cabeza; si nada más se exige, y si en lo que decís consiste ser rey o no, albricias os pido, porque ningún otro que vos lo será. Más vale maña que fuerza, y mañas hay aquí y recursos para todo. —Manos a la obra, pues, replícale Darío; si algún ardid sabes, tiempo es de usarlo sin perder un instante, pues mañana mismo ha de decidirse la cuestión.» Oído lo cual, practica Ebares esta diligencia: venida la noche, toma una de las yeguas de su amo, aquella cabalmente que movía y alborotaba más el amor del caballo de Darío, llévala a los arrabales y la deja allí atada; vuelve después conduciendo el caballo de Darío, hácele dar mil vueltas y revueltas alrededor de la yegua, permitiéndole solo el acercarse a ella, hasta que al cabo de largo rato le deja holgar libremente.
LXXXVI. Apenas empezó a rayar el alba al siguiente día, cuando los seis grandes de Persia pretendientes de la corona, conforme a lo pactado, se dejaron ver aparejados y prontos en sus respectivos caballos, e iban de una a otra parte, paseando por los arrabales, cuando no bien llegados a aquel paraje donde la yegua había estado atada la noche anterior, dando una corrida el caballo de Darío empieza sus relinchos. Al mismo tiempo ven todos correr un rayo por el sereno cielo y oyen retumbar un trueno, cuyos prodigios sucedidos a Darío fueron su inauguración para la corona, de modo que los otros competidores, bajando del caballo a toda prisa y doblando allí mismo la rodilla, le saludaron y reconocieron por su rey.
LXXXVII. Así cuentan algunos el ambicioso artificio usado por Ebares, si bien otros, pues andan en esto divididas las relaciones de los persas, lo refieren de otra manera. Dicen que Ebares aplicó antes su mano al vientre de la yegua, y la mantuvo cubierta entre sus vestidos, pero al momento de apuntar el sol, cuando debían mover los caballos, sacando su mano el caballerizo, la llevó a las narices del caballo, el cual, percibiendo el olor, principió al punto a relinchar.
LXXXVIII. De este modo Darío, hijo de Histaspes, fue no solo proclamado en Susa, sino reconocido también por rey de todos los Vasallos del Asia a quienes antes Ciro y después Cambises habían subyugado. Pero en este número no deben entrar los árabes, que nunca prestaron vasallaje y obediencia a los persas, si bien como amigos y aliados quisieron dar paso a Cambises para el Egipto, al cual los persas no hubieran podido embestir con sus tropas si los árabes se les hubieran opuesto. Reconocido ya Darío rey de los persas, empezó sus nuevas alianzas, tomando por esposas de primera clase a las dos hijas de Ciro, llamada la una Atosa y la otra Aristona, aquella casada primero con su mismo hermano Cambises, y después con el mago; ésta doncella todavía. Casó asimismo Darío con otra princesa real llamada Parmis, hija del infante Esmerdis, y quiso también tener por esposa de primer orden a la hija de Otanes que había sido la primera en descubrir al mago impostor. Una vez que tuvo ya Darío seguro y afianzado el imperio en su persona, mandó lo primero erigir por monumento de su nueva grandeza y fortuna una estatua ecuestre de mármol con una inscripción grabada en ella que decía: «Darío, hijo de Histaspes, por el valor de su caballo (al cual nombraba allí por su propio nombre) y de su caballerizo Ebares, adquirió el reino de los persas.»
LXXXIX. Establecidas así las cosas entre los persas, señaló Darío 20 gobiernos que llaman satrapías, y nombrando en ellos sus sátrapas o gobernadores, ordenó los tributos que debían pagársele, tasando cierta cantidad para cada una de aquellas naciones tributarias. A este fin fue reuniendo a cada nación algunos pueblos confinantes, que contribuyesen juntamente con ella, y esta providencia tomada para las provincias más cercanas la extendió a las gentes más remotas del imperio, encabezando unas con otras para el reparto de los ingresos de la corona. La forma guardada en la división de los gobiernos y en la distribución de los tributos anuales fue la siguiente. Ante todo mandó a los pueblos que solían contribuir con plata que le pagasen la contribución en talentos babilónicos, y a los que con oro en talentos euboicos: el talento babilónico corresponde a 70 minas euboicas. En el reinado de Ciro y en el inmediato de Cambises, no habiéndose fijado un arreglo todavía ni determinado una tasa individual acerca de los tributos, solían los pueblos contribuir a la corona con sus donativos; de suerte que Darío fue el autor de la talla determinada, de lo cual y de otras providencias de este género nació el dicho de los persas, que Darío fue un mercader, Cambises un señor y Ciro un padre; pues aquel de todo hacia comercio, el otro era áspero y descuidado, y este último muy humano y solícito en hacerlos a todos felices.
XC. Volviendo al asunto, el primer gobierno ordenado por Darío se componía de los jonios, de los Magnesios del Asia, de los eolios, de los carios, de los licios, de los Milias y de los panfilios: la contribución para la cual dichos pueblos juntamente estaban empadronados subía a 400 talentos de plata. El segundo gobierno, compuesto de los misios, lidios, Lasonios, Cabalios y los Higeneos, contribuía con 400 talentos. El tercer gobierno, en que estaban encabezados los pueblos del Helesponto que caen a la derecha del que navega hacia el ponto Euxino, a saber, los frigios, los tracios asiáticos, Paflagonios, los Mariandinos y los Sirios, cargaba con 360 talentos de contribución. El cuarto gobierno, que comprendía solo los Cilicios, además de 360 caballos blancos que salían a uno por día, pagaba al rey 500 talentos de plata, de los cuales 140 se quedaban allí para mantener la caballería apostada en las guarniciones de Cilicia, y los 360 restantes iban al erario real de Darío.
XCI. El quinto gobierno, cargado con 350 talentos de imposición, empezaba desde la ciudad de Posideo, fundada por Anfíloco, hijo de Anfiarao, en los confines de los Cilicios y Sirios, y llegando hasta el Egipto, comprendía la Fenicia entera, la Siria que llaman Palestina, y la isla de Chipre, no entrando sin embargo en este Gobierno la parte confinante de la Arabia, que era franca y privilegiada. El sexto gobierno se componía del Egipto, de los Libios sus vecinos, de Cirene y de Barca, agregadas a este partido, y pagaba al erario real 700 talentos, y esto sin contar el producto que daba al rey la pesca del lago Meris, ni tampoco el trigo que en raciones medidas, se daba a 120.000 soldados persas y a las tropas extranjeras a sueldo del rey en Egipto, que suelen estar de guarnición en el fuerte blanco de Menfis. En el sétimo gobierno estaban encabezados los Satágidas, los Gandarios, los Dádicas, y los Aparitas que contribuían todos con la suma de 170 talentos. Del octavo gobierno, compuesto de Sosa y de lo restante del país de los Cisios, percibía el erario 300 talentos de contribución.
XCII. Del nono gobierno, en que entraba Babilonia con lo restante de la Asiria, sacaba el rey 1.000 talentos de plata, y además 500 niños eunucos. Del décimo gobierno, compuesto de Ecbatana con toda la Media, de los Paricanios y de los Ortocoribancios, entraban en las rentas reales 450 talentos. El undécimo gobierno componíanlo los Caspios, los Pansicas, los Pantimatos y los Daritas, pueblos que unidos bajo un mismo registro tributan al rey 200 talentos. Del duodécimo gobierno, que desde los bactrianos se extendía hasta los Eglos, se sacaban 300 talentos.
XCIII. El décimotercio gobierno, formado de la Pactica, de los Armenios, y gentes comarcanas hasta llegar al ponto Euxino, redituaba a las arcas del rey 400 talentos. Del decimocuarto gobierno, al cual estaban agregados los Sagartios, los Sarangas, los Tamaneos, los Utios, los Micos y los habitantes de las islas del mar Eritreo, en las cuales suele confinar el rey a los reos que llaman deportados, se percibían 600 talentos de contribución. Los sacas y los Caspios, alistados en el gobierno decimoquinto, contribuían con 250 talentos al año. Los Partos, los Corasmios, los Sogdos y los Arios, que formaban el decimosexto, pagaban al rey 300 talentos.
XCIV. Los Paricanios y etíopes del Asia empadronados en el decimosétimo gobierno pagaban al erario real 400 talentos. A los Matienos, a los Saspires y a los Alarodios, pueblos unidos en el gobierno decimoctavo, se les había impuesto la suma de 200 talentos. A los pueblos del decimonono, moscos, Tibarenos, Macrones, Mosinecos y Mardos, se impusieron 300 talentos de tributo. El gobierno vigésimo, en que están alistados los indios, nación sin disputa la más numerosa de cuantas han llegado a mi noticia, paga un tributo más crecido que los demás gobiernos, que consiste en 360 talentos de oro en polvo.
XCV. Ahora, pues, reducido el talento de plata babilónico al talento euboico, de las contribuciones apuntadas resulta la suma de 6.540 talentos euboicos. Multiplicado después el talento de oro en grano por 13 talentos de plata, dará esta partida la suma de 14.680 talentos: así que, hecha la suma total de dichos talentos, el tributo anual que recogía Darío ascendía a 14.560 talentos euboicos, y esto sin incluir en ella las partidas de quebrados.
XCVI. Estos eran los ingresos que Darío percibía del Asia y de algunas pocas provincias de la Libia. Corriendo el tiempo, se le añadió el tributo que después le pagaron, así las islas del Asia menor, como los vasallos que llegó a tener en Europa, hasta la misma Tesalia. El modo como guarda el persa sus tesoros en el erario, es derramar el oro y la plata derretida en unas tinajas de barro hasta llenarlas, y retirarlas después de cuajado el metal; de suerte que cuando necesita dinero va cortando de aquellos pilones el oro y plata que para la ocasión hubiere menester.
XCVII. Estos eran, repito, los gobiernos y las tallas de tributo ordenadas por Darío. No ha contado la Persia propia entre las provincias tributarias de la corona, por cuanto los persas en su país son privilegiados e inmunes de contribución. Hablaré ahora de algunas otras naciones, las cuales, si bien no tenían tributos impuestos, contribuían al rey, sin embargo, con sus donativos regulares. Tales eran los etíopes, confinantes con el Egipto, que tienen su domicilio cerca de la sagrada Nisa, y celebran fiestas a Dioniso, los cuales, como todos sus comarcanos, siguiendo el modo de vivir que los indios llamados Caiantias, moran en las habitaciones subterráneas. Habiendo sido conquistados por Cambises dichos etíopes y sus vecinos en la expedición emprendida contra los otros etíopes Macrobios, presentaban entonces cada tercer año y presentan aun ahora sus donativos, reducidos a dos Chenices de oro no acrisolado, a 200 maderos de ébano, a cinco niños etíopes, y a veinte grandes dientes de elefante. Tales eran asimismo los Colcos que juntamente con sus vecinos hasta llegar al monte Cáucaso, eran contados entre los pueblos donatarios de la corona, pues los dominios del persa terminan en el Cáucaso, desde el cual todo el país que se extiende hacia el viento Bóreas en nada reconoce su imperio. Los Colcos, aun en el día, hacen al persa sus regalos de cinco en cinco años, como homenajes concertados, que consisten en cien mancebos y cien doncellas. Tales eran los árabes, finalmente, que regalaban al rey cada, año mil talentos de incienso: y éstos eran, además de los tributos, los donativos públicos que debían hacerse al soberano.
XCVIII. Volviendo al oro en polvo que los indios, como decíamos, llevan al rey en tan grande cantidad, explicaré el modo con que lo adquieren. La parte de la India de la cual se saca el oro, y que está hacia donde nace el sol, es toda un mero arenal; porque ciertamente de todos los pueblos del Asia de quienes algo puede decirse con fundamento de verdad y de experiencia, los indios son los más vecinos a la aurora, y los primeros moradores del verdadero Oriente o lugar del nacimiento del sol, pues lo que se extiende más allá de su país y se acerca más a Levante es una región desierta, totalmente cubierta de arena. Muchas y diversas en lenguaje son las naciones de los indios, unas son de nómadas o pastores, otras no; algunas de ellas, viviendo en los pantanos que forman allí los tíos, se alimentan de peces crudos que van pescando con barcos de caña, pues hay allí cañas tales, que un solo cañuto basta para formar un barco. Estos indios de las lagunas visten una ropa hecha de cierta especie de junco, que después de segado en los tíos y machacado, van tejiendo a manera de estera, haciendo de él una especie de petos con que se visten.
XCIX. Otros indios que llaman Padeos y que habitan hacia la aurora, son no sólo pastores de profesión, sino que comen crudas las reses, y sus usos se dice son los siguientes: Cualquiera de sus paisanos que llegue a enfermar, sea hombre, sea mujer, ha de servirles de comida. ¿Es varón el infeliz doliente? los hombres que lo tratan con más intimidad son los que le matan, dando por razón que corrompido él con su mal llegaría a corromper las carnes de los demás. El infeliz resiste y niega su enfermedad; mas ellos por eso no le perdonan, antes bien lo matan y hacen de su carne un banquete. ¿Es mujer la enferma? sus más amigas y allegadas son las que hacen con ella lo mismo que suelen los hombres con sus amigos enfermos. Si alguno de ellos llega a la vejez, y son pocos de este número, procuran quitarle la vida antes que enfermo de puro viejo, y muerto se lo comen alegremente.
C. Otros indios hay cuya costumbre es no matar animal alguno, no sembrar planta ninguna, ni vivir en casas. Su alimento son las hierbas, y entre ellas tienen una planta que la tierra produce naturalmente, de la cual se levanta una vaina, y dentro de ella se cría una especie de semilla del tamaño del mijo, que cogida con la misma vainilla van comiendo después de cocida. El infeliz que entre ellos enferma se va a despoblado y tiéndese en el campo, sin que nadie se cuide de él, ni doliente ni después de muerto.
CI. El concúbito de todos estos indios mencionados, se hace en público, nada más contenido ni modesto que el de los ganados. Todos tienen el mismo color que los etíopes: el esperma que dejan en las hembras para la generación no es blanco, como en los demás hombres, sino negro como lo es el que despiden los etíopes. Verdad es que estos indios los más remotos de los persas y situados hacia el Noto, jamás fueron súbditos de Darío.
CII. Otra nación de indios se halla fronteriza a la ciudad de Caspatiro y a la provincia Pactica, y situada hacia el Bóreas al Norte de los otros indios, la cual sigue un modo de vivir parecido al de los bactrianos; y estos indios, los guerreros más valientes entre todos, son los que destinan a la conducción y extracción del oro citado. Hacia aquel punto no es más el país que un arenal despoblado, y en él se crían una especie de hormigas de tamaño poco menor que el de un perro y mayor que el de una zorra, de las cuales cazadas y cogidas allí se ven algunas en el palacio del rey de Persia. Al hacer estos animales su hormiguero o morada subterránea, van sacando la arena a la superficie de la tierra, como lo hacen en Grecia nuestras hormigas, a las que se parecen del todo en la figura. La arena que sacan es oro puro molido, y por ella van al desierto los indios señalados, del modo siguiente: Unce cada uno a su carro tres camellos: los dos atados con sogas a los dos extremos de las varas son machos, el que va en medio es hembra. El indio montado sobre ella procura que sea madre y recién parida y arrancada con violencia de sus tiernas crías, lo que no es extraño, pues estas hembras son allí nada inferiores en ligereza a los caballos y al mismo tiempo de robustez mucho mayor para la carga.
CIII. No diré aquí cuál sea la figura del camello por ser bien conocida entre los griegos; diré, si, una particularidad que no es tan sabida; a saber, que el camello tiene en las piernas de detrás cuatro muslos y cuatro rodillas, y que sus partes naturales miran por entre las piernas hacia su cola.
CIV. Uncidos de este modo al carro los camellos, salen los indios auríferos a recoger el oro, pero siempre con la mira de llegar al lugar del pillaje en el mayor punto de los ardores del sol, tiempo en que se sabe que las hormigas se defienden del excesivo calor escondidas en sus hormigueros. Es de notar que los momentos en que el sol pica más y se deja sentir más ardiente, no es a medio día como en otros climas, sino por la mañana, empezando muy temprano, y subiendo de punto hasta las diez del día, hora en que es mucho mayor el calor que se siente en la India que no en Grecia al medio día, y por eso la llaman los indios hora del baño. Pero al llegar al medio día, el calor que se siente entre los indios es el mismo que suele sentirse en otros países. Por la tarde, cuando empieza el sol a declinar, calienta allí del mismo modo que en otras partes después de recién salido; mas después se va templando de tal manera y refrescando el día, que al ponerse el sol se siente ya mucho frío.
CV. Apenas llegan los indios al lugar de la presa, muy provistos de costales, los van llenando con la mayor diligencia posible, y luego tornan la vuelta por el mismo camino, en lo cual se dan tanta prisa, porque las hormigas, según dicen ellos, los rastrean por el olor, y luego que lo perciben salen a perseguirlos, y siendo, como aseguran, de ligereza tal a que no llega animal alguno, si los indios no cogieran la delantera mientras ellas se van reuniendo, ni uno solo de los colectores de oro escapara con vida. En la huida los camellos machos, siendo menos ágiles, se cansan antes que las hembras, y los van soltando de la cuerda, primero uno y después otro, haciéndolos seguir detrás del carro, al paso que las hembras que tiran en las varas con la memoria y deseo de sus crías nada van alojando de su corrida. Esta, en suma, según nos lo cuentan los persas, es la manera con que recogen los indios tanta abundancia de oro, sin faltarles con todo otro oro, bien que en menor copia, sacado de las minas del país.
CVI. Advierto que a los puntos extremos de la tierra habitada les han cabido en suerte las cosas más bellas y preciosas, así como a la Grecia ha tocado la fortuna de lograr para sí las estaciones más templadas en un cielo más dulce y apacible. Por la parte de Levante, la primera de las tierras habitadas es la India, como acabo de decir, y desde luego vemos allí que las bestias cuadrúpedas, como también las aves, son mucho mayores que en otras regiones, a excepción de los caballos, que en grandeza quedan muy atrás a los de Media llamados Niseos. En segundo lugar, vemos en la india infinita copia de oro, ya sacado de sus minas, ya revuelto por los ríos entre las arenas, ya robado, como dije, a las hormigas. Lo tercero, encuéntranse allí ciertos árboles agrestes que en vez de fruta llevan una especie de lana, que no sólo en belleza sino también en bondad aventaja a la de las ovejas, y sirve a los indios para tejer sus vestidos.
CVII. Por la parte de Mediodía, la última de las tierras pobladas en la Arabia, única región del orbe que naturalmente produce el incienso, la mirra, la casia, el cinamomo y ládano, especies todas que no recogen fácilmente los árabes, si se exceptúa la mirra. Para la cosecha del incienso sírvense del sahumerio del estoraque, una de las drogas que nos traen a Grecia los fenicios; y la causa de sahumarle al irlo a recoger es porque hay unas sierpes aladas de pequeño tamaño y de color vario por sus manchas, que son las mismas que a bandadas hacen sus expediciones hacia el Egipto, las que guardan tanto los árboles del incienso, que en cada uno se hallan muchas de ellas, y sola tan amigas de estos árboles que no hay medio de apartarlas sino a fuerza de humo del estoraque mencionado.
CVIII. Añaden los árabes sobre este punto, que todo su país estuviera a pique de verse lleno de estas serpientes si no cayera sobre ellas la misma calamidad que, como sabemos, suele igualmente suceder a las víboras, cosa en que deja verse, segura nos persuade toda buena razón, un mismo rasgo de la sabiduría y providencia divina, pues vemos que a todos los animales tímidos a un tiempo por instinto y aptos para el sustento común de la vida, los hizo Dios muy fecundos, sin duda a fin de que, aunque comidos ordinariamente, no llegaran a verse del todo consumidos; mientras los otros por naturaleza fieros y perjudiciales suelen ser poco fecundos en sus crías. Se ve esto especialmente en las liebres y conejos, los cuales, siendo presa de las fieras y aves de rapiña, y caza de los hombres, son una raza con todo tan extremadamente fecunda, que preñada ya concibe de nuevo, en lo que se distingue de cualquiera otro animal; y a un mismo tiempo lleva en su vientre una cría con pelo, otra sin pelo aun, otra en embrión que se va formando, y otra nuevamente concebida en esperma. Tal es la fecundidad de la liebre y del conejo. Al contrario, la leona, fiera la más valiente y atrevida de todas, pare una sola vez en su vida y un cachorro solamente, arrojando juntamente la matriz al parirlo; y la causa de esto es porque apenas empieza el cachorrito a moverse dentro de la leona, cuando sus uñas, que tiene más agudas que ninguna otra fiera, rasga la matriz, y cuanto más va después creciendo, tanto más la araña con fuerza ya mayor, y por fin, vecino el parto, nada deja sano en el útero, dejándolo enteramente herido y destrozado.
CIX. Así que si las víboras y sierpes voladoras de los árabes nacieran sin fracaso alguno por su orden natural, no quedara hombre a vida en aquel país. Pero sucede que al tiempo mismo del coito, cuando el macho está arrojando la esperma, la mala hembra, asiéndole del cuello y apretándole con toda su fuerza, no le suelta hasta que ha comido y tragado su cabeza. Muere entonces el macho, mas después halla la hembra su castigo en sus mismos hijuelos, que antes de nacer, como para vengar a su padre, le van comiendo las entradas, de modo que para salir a luz se abren camino por el vientre rasgado de su misma madre. No sucede así con las otras serpientes, en nada enemigas ni perjudiciales al hombre, las que después de poner sus huevos van sacando una caterva sin número de hijuelos. Respecto a las víboras, observamos que las hay en todos los países del mundo; pero las sierpes voladoras solo en Arabia se ven ir a bandadas, lo que las hace parecer muchas en número, y es cierto que no se ven en otras regiones.
CX. Hemos referido el modo como los árabes recogen el incienso; he aquí el que emplean para recoger la casia. Para ir a esta cosecha, antes de todo se cubren no solo el cuerpo sino también la cara con cueros y otras pieles, dejando descubiertos únicamente los ojos; porque la casia, nacida en una profunda laguna, tiene apostados alrededor ciertos alados avechuchos muy parecidos a los murciélagos, de singular graznido y de muy gran fuerza, y así defendidos los árabes con sus pieles los van apartando de los ojos mientras recogen su cosecha de casia.
CXI. Más admirable es aun el medio que usan para reunir el cinamomo, si bien no saben decirnos positivamente ni el sitio donde nace, ni la calidad de la tierra que lo produce; infiriendo solamente algunos por muy probables conjeturas que debe nacer en los mismos parajes en que se crió Dioniso. Dícennos de esta planta que llegan al Arabia unas grandes aves llevando aquellos palitos que nosotros, enseñados por los fenicios llamamos cinamomo, y los conducen a sus nidos formados de barro encima de unos peñascos tan altos y escarpados que es imposible que suba a ellos hombre nacido. Mas para bajar de los nidos el cinamomo han sabido los árabes ingeniarse, pues partiendo en grandes pedazos los bueyes, asnos y otras bestias muertas, cargan con ellos, y después de dejarlos cerca del lugar donde saben que está su manida, se retiran fuego muy lejos: bajan volando a la presa aquellas aves carniceras, y cargadas con aquellos enormes cuartos los van subiendo y amontonando en su nido, que no pudiendo llevar tanto peso, se desgaja de la peña y viene a dar en el suelo. Vuelven los árabes a recoger el despeñado cinamomo, que vendido después por ellos pasa a los demás países.
CXII. Aun tiene más de extraño y maravilloso la droga del lédano, o ládano como los árabes lo llaman, que nacida en el más hediondo lugar es la que mejor huele de todas. Cosa extraña por cierto; va criándose en las barbas da las cabras y de los machos de cabrío, de donde se le extrae a la manera que el moho del tronco de los árboles. Es el más provechoso de todos los ungüentos para mil usos, y de él muy especialmente se sirven los árabes para sus perfumes.
CXIII. Basta ya de hablar de estos, con decir que la Arabia entera es un paraíso de fragancia suavísima y casi divina. Y pasando a otro asunto, hay en Arabia dos castas de ovejas muy raras y maravillosas que no se ven en ninguna otra región: una tiene tal y tan larga cola, que no es menor de tres codos cumplidos, y es claro que si dejaran a las ovejas que las arrastrasen por el suelo, no pudieran menos de lastimarlas con muchas heridas; mas para remediar este daño, todo pastor, haciendo allí de carpintero, forma pequeños carros que después ata a la gran cola, de modo que cada oveja arrastra la suya montada en su carro: la otra casta tiene tan ancha la cola, que tendrá más de un codo.
CXIV. Por la parte de Poniente al retirarnos del Mediodía sigue la Etiopía, última tierra habitada por aquel lado, que tiene asimismo la ventaja de producir mucho oro, de criar elefantes de enormes dientes, de llevar en sus bosques todo género de árboles y el ébano mismo, y de formar hombres muy altos, muy bellos y vividores.
CXV. Tales son las extremidades del continente, así en el Asia como en la Libia; de la parte extrema que en la Europa cae hacia Poniente, confieso no tener bastantes luces para decir algo de positivo. No puedo asentir a lo que se dice de cierto río llamado por los bárbaros Erídano, que desemboca en el mar hacia el viento Bóreas, y del cual se dice que nos viene el electro, ni menos saldrá fiador de que haya ciertas islas llamadas Casitéridas de donde proceda el estaño; pues en lo primero el nombre mismo de Eridano, siendo griego y nada bárbaro, clama por sí que ha sido hallado y acomodado por alguno de los poetas; y en lo segundo, por más que procuré averiguar el punto con mucho empeño, nunca pude dar con un testigo de vista que me informase de cómo el mar se difunde y dilata más allá de la Europa, de suerte que a mi juicio el estaño y el electro nos vienen de algún rincón muy retirado de la Europa, pero no de fuera de su recinto.
CXVI. Por el lado del Norte parece que se halla en Europa copiosísima abundancia de oro, pero tampoco sabré decir dónde se halla, ni de dónde se extrae. Cuéntase que lo roban a los Grifos los Monóculos Arimaspos, pero es harto grosera la fábula para que pueda adoptarse ni creerse que existan en el mundo hombres que tengan un ojo solo en la cara, y sean en lo restante como los demás. En suma, paréceme acerca de las partes extremas del continente, que son una especie de terreno muy diferente de los otros, y como encierran unos géneros que son tenidos acá por los mejores, se nos figura también que allí son todo preciosidades.
CXVII. Hay en el Asia, pues tiempo es de volver a ella, cierta llanura cerrada en un cerco formado por un monte que se extiende alrededor de ella, teniendo cinco quebradas. Esta llanura, estando situada en los confines de los Cerasmios, de los Hircanios, de los Partos, de los Sarasgas y de los Tamaneos, pertenecía antes a los primeros; pero después que el imperio pasó a los persas, pasó ella a ser un señorío o patrimonio de la corona. Del monte que rodea dicha llanura nace un gran río, por nombre Aces, que conducido hacia las quebradas, y sangrado por ellas con canales, iba antes regando las referidas tierras, derivando su acequia cada cual de aquellos pueblos por su respectiva quebrada. Mas después que estas naciones pasaron al dominio de los persas, se les hizo en este punto un notable perjuicio, por haber mandado el rey que en dichas quebradas se levantasen otras tantas presas con sus compuertas; de lo cual necesariamente provino que, cerrado todo desaguadero, no pudiendo el río tener salida, se difundiera por la llanura y la convirtiera en un mar. Los pueblos circunvecinos, que solían antes aprovecharse del río sangrado, no pudiendo ya valerse de su agua, viéronse muy pronto en la mayor calamidad, pues aunque llueve allí en invierno como suele en otras partes, echaban menos en verano aquella agua del río para ir regando sus sementeras ordinarias de panizo y de ajonjolí. Viendo, pues, aquellos que nada de agua se les concedía y así hombres como mujeres fueron de tropel a la corte de los persas, y fijos allí todos a las puertas de palacio, llenaban el aire hasta el cielo de gritos y lamentos. Con esto el rey mandó que para aquel pueblo que mayor necesidad tenía del agua, se les abriera la compuerta de su propia presa, y que se volviera a cerrar después de bien regada la comarca y harta ya de beber; y así por turno y conforme la mayor necesidad fueran abriéndose las compuertas de las acequias respectivas. Este, según oigo y creo muy bien, fue uno de los arbitrios para las arcas reales, cobrando, además del tributo ya tasado, no pequeños derechos en la repartición de aquellas aguas.
CXVIII. Pero dejando esto, volvamos a los septemviros de la célebre conjuración; uno de los cuales, Intafernes, tuvo un fin bien desastrado, a que su misma altivez e insolencia lo precipitaron. Pues habiéndose establecido la ley de que fuera concedido a cualquiera de los siete la facultad de presentarse al rey sin preceder recado, excepto en el caso de hallarse en el momento en compañía de sus mujeres, Intafernes quiso entrar en palacio poco después de la conjuración, teniendo que tratar no sé qué negocio con Darío, y en fuerza de su privilegio, como uno de los siete, pretendía entrada franca sin introductor alguno; mas el portero de palacio y el paje encargado de los recados se la negaban, alegando por razón que estaba entonces el rey visitando a una de sus esposas. Sospechó Intafernes que era aquel uno de los enredos y falsedades de los palaciegos, y sin más tardanza saca al punto su alfanje, corta a entrambos, al paje y al portero, orejas y narices, ensártalas a prisa con la brida de su caballo, y poniéndolas luego al cuello de éstos, los despacha adornados con aquella especie de collar. Preséntanse entrambos al rey, y le declaran el motivo de su trágica violencia en aquella mutilación.
CXIX. Receló Darío en gran manera que una tal demostración se hubiese hecho de común acuerdo y consentimiento de los seis conjurados, y haciéndolos venir a su presencia uno a uno, iba explorando su ánimo para averiguar si habían sido todos cómplices en aquel desafuero. Pero viendo claramente que ninguno había tenido en ello participación, mandó que prendieran no sólo a Intafernes, sino también a sus hijos con todos los demás de su casa y familia, sospechando por varios indicios que tramaba aquél con todos sus parientes alguna sublevación, y luego de presos los condenó a muerte. En esta situación, la esposa de Intafernes, presentándose a menudo a las puertas de palacio, no cesaba de llorar y dar grandes voces y alaridos, hasta que el mismo Darío se movió a compasión con su llanto y dolor. Mándale, pues, decir por un mensajero: —«Señora, en atención y respeto a vuestra persona, accede el rey Darío a dar el perdón a uno de los presos, concediéndoos la gracia de que lo escojáis vos misma a vuestro arbitrio y voluntad. —Pues si el rey, respondió ella después de haberlo pensado, me concede la vida de uno de los presos, escojo entre todos la vida de mi hermano.» Informado Darío y admirado mucho de aquella respuesta y elección, le hace replicar: —«Señora, quiere el rey que le digáis la razón, por qué dejando a vuestro marido y también a vuestros hijos, preferís la vida de un hermano, que ni os toca de tan cerca como vuestros hijos, ni puede serviros de tanto consuelo como vuestro esposo.» A lo cual contestó la mujer: —«Si quieren los cielos ¡oh señor! no ha de faltarme otro marido, del cual conciba otros hijos, si pierdo los que me dieron los dioses. Otro hermano sé bien que no me queda esperanza alguna de volver a lograrlo, habiendo muerto ya nuestros padres; por este motivo me goberné, señor, en mi respuesta y elección.» Pareció tan acertada la razón a Darío, que prendado de la discreción de aquella matrona, no sólo le hizo gracia de su hermano que escogía, sino que además le concedió la vida de su hijo mayor, por quien no pedía. A todos los demás los hizo morir Darío, acabando así con todos sus deudos Intafernes, uno de los siete grandes de la liga, poco después de recobrado el imperio.
CXX. Volviendo a tomar el hilo de la historia, casi por el mismo tiempo en que enfermó Cambises sucedió un caso muy extraño. Hallábase en Sardes por gobernador un señor de nación persa, por nombre Oretes, colocado por Ciro, en aquel empleo, y se empeñó en ejecutar el atentado más caprichoso e inhumano que darse puede, cual fue dar muerte a Polícrates el samio, de quien, ni de obra ni de palabra había recibido nunca el menor disgusto, y lo que es más, no habiéndole visto ni hablado en los días de su Vida. Por la que mira al motivo que tuvo Oretes para desear prender y perder a Polícrates, pretenden algunos que naciese de lo que voy a referir. Estaba Oretes en cierta ocasión sentado en una sala de palacio en compañía de otro señor también persa, llamado Mitrobates, entonces gobernador de la provincia de Dascilio, y de palabra en palabra, como suele, vino la conversación a degenerar en pendencia. Altercábase en ella con calor acerca de quién tenía mayor valor y méritos personales, y Mitrobates empezó a insultar a Oretes en sus barbas, diciendo: —¿Tú, hombre, te atreves a hablar de valor y servicios personales, no habiendo sido capaz de conquistará la corona y unir a tu satrapía la isla de Samos, que tienes tan cercana, y es de suyo tan fácil de sujetar que un particular de ella con solos quince infantes se alzó con su dominio en que se mantiene hasta el día?» Pretenden algunos, como dije, que vivamente penetrado Oretes en su corazón de este insulto, no tanto desease vengarlo en la persona del que se lo dijo, cuanto borrarlo con la ruina de Polícrates, ocasión inocente de aquella afrenta.
CXXI. No faltan otros con todo, aunque más pocos, que lo refieren de otro modo. Dicen que Oretes envió a Samos un diputado para pedir no sé qué cosa, que no expresan los narradores, a Polícrates, que echado sobre unos cojines en su gabinete estaba casualmente entreteniéndose con Anacreonte de Teos. Entra en esto el diputado de Oretes y empieza a dar su embajada. Polícrates entretanto, ora a propósito quisiera dar a entender cuán poco contaba con Oretes, ora sucediese por descuido y falta de reflexión, vuelto como estaba el rostro a la pared, ni lo volvió para mirar al enviado, ni le respondió palabra.
CXXII. De estos dos motivos que suelen darse acerca de la muerte de Polícrates, adopte cada cual el que más le acomode, nada me importa. En cuanto a Oretes, como viviese de asiento en Mignesia, ciudad fundada en las orillas del río Menandro, y estuviese bien informado del espíritu ambicioso de Polícrates, envióle a Samos por embajador a Mirso, hijo de Giges y natural de Lidia. Sabía Oretes que Polícrates había formado el proyecto de alzarse con el imperio del mar, habiendo sido en este designio el primero de los griegos, al menos de los que tengo noticia. Verdad es que no quiero en esto comprender ni al Gnosio Minos, ni a otro alguno anterior, si lo hubo que en los tiempos fabulosos hubiese tenido el dominio de los mares; sólo afirmo que en la era humana, que así llaman a los últimos tiempos ya conocidos, fue Polícrates el primer griego que se lisonjeó con la esperanza de sujetar a su mando la Jonia e islas adyacentes. Conociendo, pues, Oretes el flaco de Polícrates, le envía una embajada concebida en estos términos: «Oretes dice a Polícrates: Estoy informado de que meditas grandes empresas, pero que tus medios no alcanzan a tus proyectos. Si quieres, pues, ahora seguir mi consejo, te aseguro que con ello conseguirás provecho, y me salvarás la vida; pues el rey Cambises, según sé ciertamente, anda al presente maquinándome la muerte. En suma, quiero de ti que vengas por mí y por mis tesoros, de los que tomarás cuanto gustares, dejando el resto para mí. Ten por seguro que por falta de dinero no dejarás de conquistar la Grecia entera. Y si acerca de los tesoros no quisieres fiarte de mi palabra, envíame el sujeto que tuvieres de mayor satisfacción, a quien me ofrezco a mostrárselos.
CXXIII. Oyó Polícrates con mucho gusto tal embajada, y determinó complacer a Orales. Sediento el hombre de dinero, envió ante todo para verlo a su secretario, que era Menandrio, hijo de Menandrio, el mismo que no mucho después consagró en el Hereo los adornos todos muy ricos y vistosos que había tenido Polícrates en su mismo aposento. Sabiendo Oretes que aquel explorador era un personaje de respeto, toma ocho cofres y manda embutirlos de piedras hasta arriba, dejando sólo por llenar una pequeña parte la más vecina a los labios de aquellos, y después cubre de oro toda aquella superficie; ata muy bien sus cofres, y los deja patentes a la vista. Llegó poco, después Menandrio, vio las arcas de oro, y dio cuenta luego a Polícrates.
CXXIV. Informado este del oro, a pesar de sus privados que se lo aconsejaban, y a pesar asimismo de sus adivinos que le auguraban mala suerte, no veía la hora de partir en busca de las arcas. Aun hubo más, porque la hija de Polícrates tuvo entre sueños una visión infausta, pareciéndole ver en ella a su padre colgado en el aire, y que Júpiter la estaba lavando y el sol ungiendo. En fuerza de tales agüeros, deshaciéndose la hija en palabras y extremos, pugnaba en persuadir al padre no quisiera presentarse a Oretes, tan empeñada en impedir el viaje, que al ir ya Polícrates a embarcarse en su galera, no dudó en presentársele cual ave de mal agüero. Amenazó Polícrates a su hija que si volvía salvo tarde o nunca había de darle marido. —«¡Ojalá, padre, sea así! responde ella; que antes quisiera tarde o nunca tener marido, que dejar de tener tan presto un padre tan bueno.»
CXXV. Por fin, despreciando los consejos de todos, embarcóse Polícrates para ir a verse con Oretes, llevando gran séquito de amigos y compañeros, entre quienes se hallaba el médico más afamado que a la sazón se conocía, Democedes, hijo de Califonte, natural de Cretona. No bien acabó Polícrates de poner el pie en Magnesia, cuando se le hizo morir con una muerte cruel, muerte indigna de su persona e igualmente de su espíritu magnánimo y elevado, pues ninguno se hallará entre los tiranos o príncipes griegos, a excepción solamente de los que tuvieron los Siracusanos, que en lo grande y magnífico de los hechos pueda competir con Polícrates el samio. Pero no contento el fementido persa con haber hecho en Polícrates tal carnicería que de puro horror no me atrevo a describir, le colgó después en una aspa. Oretes envió libres a su patria a los individuos de la comitiva que supo eran naturales de Samos, diciéndoles que bien podían y aun debían darle las gracias por acabar de librarlos de un tirano; pero a los criados que habían seguido a su amo los retuvo en su poder y los trató como esclavos. Entretanto, en el cadáver de Polícrates en el aspa íbase verificando puntualmente la visión nocturna de su hija, siendo lavado por Júpiter siempre que llovía, y ungido por el sol siempre que con sus rayos hacia que manase del cadáver un humor corrompido. En suma, la fortuna de Polícrates, antes siempre próspera, vino al cabo a terminar, según la predicción profética de Amasis, rey de Egipto, en el más desastroso paradero.
CXXVI. Pero no tardó mucho en vengar el cielo el execrable suplicio dado a Polícrates en la cabeza de Oretes, y fue del siguiente modo: Después de la muerte de Cambises, mientras que duró el reinado de los Magos, estuvo Oretes en Sardes quieto y sosegado, sin cuidar nada de volver por la causa de los persas infamemente despojados del imperio por los medos; antes bien, entonces fue cuando aprovechándose de la perturbación actual del estado, entre otros muchos atentados que cometió, quitó la vida no sólo a Mitrobates, general de Dascilio, el mismo que le había antes zaherido por no haberse apoderado de los dominios de Polícrates, sino también a Cranapes, hijo del mismo, sin atender a que eran entrambos personajes muy principales entre los persas. Y no paró aquí la insolencia de Oretes, pues, habiéndole después enviado Darío un correo, y no dándole mucho gusto las órdenes que de su parte le traía, armóle una emboscada en el camino y le mandó asesinar a la vuelta, haciendo que nunca más se supiese noticia alguna ni del posta ni de su caballo.
CXXVII. Luego que Darío se vio en el trono, deseaba muy de veras hacer en Oretes un ejemplar, así en castigo de todas sus maldades, como mayormente de las muertes dadas a Mitrobates y a su hijo. Con todo, no le parecía del caso enviar allá un ejército para acometerle declaradamente desde luego, parte por verse en el principio del mando, no bien sosegadas las inquietudes públicas del imperio, parte por considerar cuán prevenido y pertrechado estaría Oretes, manteniendo por un lado cerca de su persona un cuerpo de mil persas, sus alabarderos, y teniendo por otro en su provincia y bajo su dominio a los frigios, a los lidios y a los jonios. Así que Darío, queriendo obviar estos inconvenientes, toma el medio de llamar a los persas más principales de la corte y hablarles en estos términos: —«Amigos, ¿habrá entre vosotros quien quiera encargarse de una empresa de la corona, que pide maña o ingenio, y no ejército ni fuerza? Bien sabéis que donde alcanza la prudencia de la política, no es menester mano armada. Hágoos saber que deseo muchísimo que alguno de vosotros procure presentarme vivo o muerto a Oretes, hombre que además de ser desconocido a los persas, a quienes en nada ha servido hasta aquí, es al mismo tiempo un violento tirano, llevando ya cometidas muchas maldades contra nos, una la de haber hecho morir al general Mitrobates, juntamente con su hijo, otra la de haber asesinado a mis enviados que le llevaban la orden de presentársenos, mostrando en todo un orgullo y contumacia intolerables. Es preciso, pues, anticipársele, a fin de impedir con su muerte que pueda maquinar algún atentado mayor contra los persas.»
CXXVIII. Tal fue la pregunta y propuesta hecha por Darío, al cual en el punto mismo se le ofrecieron hasta 30 de los cortesanos presentes, pretendiendo cada cual para sí la ejecución de la demanda. Dispuso Darío que la suerte decidiera la porfía, y habiendo recaído en Bageo, hijo de Artontes, toma éste desde luego un expediente muy oportuno. Escribe muchas cartas que fuesen otras tantas órdenes sobre varios puntos, luego las cierra con el sello de Darío, y con ellas se pone en camino para Sardes. Apenas llegado, se presenta a Oretes, y delante de él va sacando las cartas de una en una, dándolas a leer al secretario real, pues entre los persas todo gobernador tiene su secretario de oficio nombrado por el rey. Bageo, al dar a leer y al intimar aquellas órdenes reales, pretendía sondear la fidelidad de los alabarderos, y tentar si podía sublevarlos contra su general Oretes. Viendo, pues, que llenos de respeto por su soberano ponían sobre su cabeza las cartas rubricadas y recibían las órdenes intimadas con toda veneración, da por fin a leer otro despacho real concebido en esta forma: «Darío, vuestro soberano, os prohibe a vosotros, persas, servir de alabarderos a Oretes.» No bien se les intimó la orden, cuando dejan todos sus picas. Animóse Bageo a dar el último paso, viendo que en aquello obedecían al rey, entregando al secretario la última carta en que venía la orden, en estos términos: «Manda el rey Darío a los persas, sus buenos y fieles vasallos en Sardes, que maten a Oretes.» Acabar de oír la lectura de la carta, desenvainar los alfanjes los alabarderos y hacer pedazos a Oretes, todo fue en un tiempo. Así fue como Polícrates el samio vino a quedar vengado del persa Oretes.
CXXIX. Después que llegaron a Susa, confiscados los bienes que habían sido de Oretes, sucedió dentro de pocos días que al bajar del caballo el rey Darío en una de sus monterías, se le torció un pie con tanta fuerza que, dislocado el talón, se salió del todo de su encaje. Echó mano desde luego para la cura de sus médicos quirúrgicos, creído desde atrás que los que tenía a su servicio traídos del Egipto eran en su profesión los primeros del universo. Pero sucedió que los físicos egipcios, a fuerza de medicinar el talón, lo pusieron con la cura peor de lo que había estado en la dislocación. Siete días enteros habían pasado con sus noches en que la fuerza del dolor no había permitido al rey cerrar los ojos, cuando al octavo día, en que se hallaba peor, quiso la fortuna que uno le diese noticia de la grande habilidad del médico de Crotona, Democedes, de quien acaso había oído hablar hallándose en Sardes. Manda al instante Darío que hagan venir a Democedes, y habiéndole hallado entre los esclavos de Oretes, tan abyecto y despreciado como el que más, lo presentaron del mismo modo a la vista del rey, arrastrando sus cadenas y mal cubierto de harapos.
CXXX. Estando en pie el pobre esclavo, preguntóle el mismo Daría en presencia de todos los circunstantes si era verdad que supiera medicina. Democedes, con el temor de que si decía llanamente la verdad no tenía ya esperanza de poder volver a Grecia, no respondía que la supiese. Trasluciéndose a Darío que aquel esclavo tergiversaba, hablando sólo a medias palabras, mandó al punto traer allí los azotes y aguijones. La vista de tales instrumentos y el miedo del inminente castigo hizo hablar más claro a Democedes, quien dijo que no sabía muy bien la medicina, pero que había practicado con un buen médico. En una palabra, dejóse Darío en manos del nuevo médico, y como éste le aplicase remedios y fomentos suaves, después de los fuertes antes usados en la cura, logró primero que pudiera el rey recobrar el sueño perdido, y después de muy breve tiempo lo dejó enteramente sano, cuando Darío había ya desconfiado de poder andar perfectamente en toda su vida. Al verse sano el rey, quiso regalar al médico griego con dos pares de grillos de oro macizo, y al irlos a recibir, pregúntale con donaire Democedes, si en pago de haberle librado de andar siempre cojo, le doblaba el mal su majestad, dándole un grillo por cada pierna. Cayó en gracia a Darío el donaire del médico, y le mandó fuese a visitar sus esposas. Decían por los salones los eunucos que le conducían: —«Señora, este es el que dio vida y salud al rey nuestro amo y señor.» Las reinas, muy alegres y agradecidas, iban cada una por sí sacando del arca un azafate lleno de oro, y el oro y el azafate del mismo metal todo lo regalaban a Democedes. La magnificencia de las reinas en aquel regalo fue tan extremada, que un criado de Democedes, llamado Sciton, recogiendo para sí únicamente los granos que de los azafates caían, juntó una grandiosa suma de dinero.
CXXXI. El buen Democedes, ya que de sus aventuras hacemos mención, dejando a Crotona su patria, como referiré, fue a vivir con Polícrates. Vivía antes en Crotona en casa de su mismo padre, hombre de condición áspera y dura, y no pudiendo ya sufrirle por más tiempo, fue a establecerse en Egina. Allí, desde el primer año de su domicilio, aunque se hallaba desprovisto y falto todavía de los hierros e instrumentos de su profesión, dejó con todo muy atrás a los primeros cirujanos del país por lo que al segundo año los eginetas le asalariaron para el público con un talento, al tercer año lo condujeron los atenienses por cien minas, y Polícrates al cuarto por dos talentos: por estos pasos vino Democedes a Samos. La fama de este insigne profesor ganó tanto crédito a los médicos de Crotona, que eran tenidos por los más excelentes de toda la Grecia; después de los cuales se daba el segundo lugar a los médicos de Cirene. En la misma Grecia los médicos de Argos pasaban a la sazón por los más hábiles de todos.
CXXXII. De resultas, pues, de la cura del rey, se le puso a Democedes una gran casa en Susa, y se lo dio cubierto en la mesa real, como comensal honorario de Darío, de suerte que nada le hubiese que dado que desear, si no lo trajera molestado siempre el deseo de volver a su querida Grecia. No había otro hombre ni otro privado como Democedes para el rey, de cuyo favor se valió especialmente en dos casos; el uno cuando logró con su mediación que el rey perdonase la vida a sus médicos de Egipto, a quienes por haber sido vencidos en competencia con el griego había condenado Darío a ser empalados; el otro cuando obtuvo la libertad para cierto adivino Eleo, a quien veía confundido y maltratado con los demás esclavos que habían sido de la comitiva de Polícrates.
CXXXIII. Entre otras novedades no mucho después de dicha cura, sucedió un incidente de consideración a la princesa Atosa, hija de Ciro y esposa de Darío, a la cual se le formó en los pechos un tumor que una vez abierto se convirtió en llaga, la cual iba tomando incremento. Mientras el mal no fue mucho, la princesa lo ocultaba por rubor sin hablar palabra; mas cuando vio que se hacía de consideración se resolvió llamar a Democedes y hacer que lo viese. El médico le dio palabra de que sin falta la curaría, pero con pacto y condición de que la princesa jurase hacerle una gracia que él quería suplicarle, asegurándole de antemano que nada le pediría de que ella pudiera avergonzarse.
CXXXIV. Sanada ya Atosa por obra de Democedes, estando en cama con Darío, hablóle así, instruida por su médico de antemano: —«¿No me diréis, señor, por qué tenéis ociosa tanta tropa sin emprender conquista alguna y sin dilatar el imperio de Persia? A un hombre grande como vos, oh Darío, a un príncipe joven, al soberano más poderoso del orbe, el honor le está pidiendo de justicia que haga ver a todos, con el esplendor de sus proezas, que los persas tienen a su frente un héroe que los dirige. Por dos motivos os conviene obrar así; por el honor, para que conozcan los persas que sois un soberano digno del trono que ocupáis; y por razón de estado, para que los súbditos afanados en la guerra no tengan lugar de armaros alguna sublevación. Y ahora que os veo en la flor de la edad quisiera miraros más coronado de laureles, pues bien sabéis que el vigor del espíritu crece con la actividad del cuerpo, y al paso que envejece el último, suele aquel ir menguando hasta quedar al fin ofuscado o del todo extinguido.» En esta forma repetía Atosa las lecciones de su médico. —«Me hablas, Atosa, responde Darío, como si leyeras los pensamientos y designios de mi espíritu; pues quiero que sepas que estoy resuelto ya a emprender una expedición contra los escitas, haciendo a este fin un puente de naves que una entre sí los dos continentes de Asia y Europa; y te aseguro, mujer, que todo lo verás en breve ejecutado. Meditadlo antes, señor, le replica Atosa; dejad por ahora esos escitas, que ni son primicias convenientes para vuestras armas victoriosas, y son víctimas seguras por otra parte siempre que las acometáis. Creedme, caro Darío; acometed de primer golpe a la Grecia, de la cual oigo hablar tanto y decir tales cosas, que me han dado deseos de verme pronto rodeada aquí de doncellas Laconias, Argivas otras, unas Áticas, otras Corintias. Y no parece sino que lo disponen los dioses, que os han traído un hombre el más apto de todos para poder iros informando punto por punto de todas las cosas de la Grecia, el buen médico que tan bien os curó el pie dislocado. —Mujer, respondió Darío, si te parece mejor acometer antes a la Grecia, creo sería el caso enviar delante nuestros exploradores conducidos por el médico que dices, para que, informados ante todo y aun testigos oculares del estado de la Grecia, puedan instruirnos después, y con esta ventaja podremos acometer mejor a los griegos.
CXXXV. Dicho y hecho, pues apenas deja verse la luz del día, cuando Darío llama a su presencia a quince de sus persas, hombres todos de consideración, y les ordena dos cosas: una ir a observar las costas de la Grecia conducidos por Democedes; otra que vigilen siempre para que no se les escape su conductor, al cual de todos modos manda lo devuelvan a palacio. Instruidos así los persas, hace Darío venir a Democedes y pídele que después de haber conducido algunos persas alrededor de la Grecia, sin dejar cosa que no les haga ver, tenga a bien dar la vuelta a la corte. Al mismo tiempo le convida a cargar con todos sus muebles preciosos para regalarlos a su padre y hermanos, en vez de los cuales le daría después otros más numerosos y mejores, para lo cual le cedía desde luego una barca bien abastecida de provisiones, que cargada con aquellos presentes le fuese siguiendo en su viaje. Soy de opinión que Darío hablaba de este modo con sincero corazón, aunque el hábil Democedes, recelándose de que fuese aquella una fina tentativa de su fidelidad, anduvo con precaución, sin aceptar desde luego las ofertas de su amo, antes cortésmente le replicó que su gusto sería que su majestad le permitiera dejar alguna parte de sus alhajas para hallarlas después a su vuelta, y que aceptaría con placer la barca que su majestad tenía la bondad de ofrecerle para cargar en ella los regalos para los suyos. Tales, en suma, fueron las órdenes con que Darío le envió con sus compañeros hacia el mar.
CXXXVI. Habiendo, pues, bajado a Fenicia y llegado a Sidonia, uno de los puertos de aquel país, equiparon sin pérdida de tiempo tres galeras, y cargaron de todo género de bastimentos una nave, en que embarcaron asimismo varios y preciosos regalos. Abastecidos de todo, siguieron el rumbo hacia la Grecia, que fueron costeando y sacando los planos de sus costas, sin dejar nada que notar por escrito, y practicada esta diligencia con la mayor parte de los lugares, y en especial con los más nombrados, llegaron por fin a Tarento en las playas de Italia. Aristofilides, rey de los Tarentinos, a quien Democedes logró fácilmente sobornar, le complació en sus dos solicitudes, de quitar los timones a las naves de los medos, y de arrestar por espías a los persas, echando voz de que lo eran sin duda. Mientras se irrogaba este daño a la tripulación, Democedes llegó a Crotona y una vez refugiado ya en su patria, suelta Aristofilides a sus prisioneros, restituyendo los timones a sus naves.
CXXXVII. Hechos a la vela otra vez los persas, parten en seguimiento de Democedes, y como llegados a Cretona le hallasen paseando por la plaza, le echaron mano al momento. Algunos de los vecinos de Crotona a quienes el nombre y poder de los persas tenía amedrentados, no mostraban dificultad en entregarles el fugitivo; pero otros, saliendo a la defensa de su paisano, lo sacaron a viva fuerza de las manos de los extranjeros, contra quienes arremetieron con sus bastones, sin contar con las protestas que entretanto les hacían los persas. —«Mirad, decían éstos, mirad lo que hacéis. ¡Cómo, quitarnos de las manos a ese esclavo y fugitivo del rey! ¿Cómo pensáis que Darío, el gran rey, sufrirá esta injuria que se le hace? ¿cómo podrá disimularla? ¿cómo podrá dejar de saliros muy cara la presa que ahora nos arrebatáis? ¿Queréis ser los primeros a quienes hagamos guerra declarada, los primeros a quienes hagamos cautivos nuestros?» Pero salieron vanas sus protestas y amenazas, antes bien, no contentos los Crotoniatas con haberles arrebatado a Democedes, echáronse sobre la barca del rey que con ellos venía. Viéronse con esto obligados los persas a tomar su derrotero hacia el Asia, sin cuidarse de llevar adelante sus observaciones sobre la Grecia, faltos ya de guía y adalid. Con todo, Democedes al despedirse de ellos no dejó de pedirles que de su parte dijeran a Darío que había tomada por esposa a una hija de Milon, sabiendo bien cuánto significaba para el rey el famoso nombre de aquel luchador de primera clase, Milon Crotoniata. Y a mi juicio, diose Democedes a fuerza de dinero tanta maña y prisa en aquel casamiento, con la mira de que Darío le tuviera por hombre de consideración en su patria.
CXXXVIII. Salidos los persas de Crotona, aportaron con sus naves a la Yapigia, donde quedaron esclavos; lo cual sabido por Gilo Tarentino, desterrado de su patria, tuvo la generosidad de redimirlos y conducirlos libres al rey Darío, beneficio que fue tan del agrado del soberano, que se hallaba pronto a hacer en su recompensa cuanto quisiera pedirle. Gilo, después de darle cuenta de su desgracia, le suplicó por favor que negociase su vuelta a Tarento; mas para no poner en agitación toda la Grecia, como sin falta sucedería si por su causa destinase una poderosa armada para la Italia, hízole saber que como los Cnidios quisieran restituirle a su patria, serían bastantes ellos solos para salir con su intento. Decíalo Gilo persuadido de que los Cnidios, amigos de los Tarentinos, lograrían su regreso si lo pretendían con eficacia. Complácele Darío al punto según había ofrecido, mandando a los Cnidios por medio de un enviado que se empeñasen en restituir su amigo Gilo a Tarento; pero porque obedientes a Darío procuraron ellos lograr dicha vuelta pidiéndole buenamente a los Tarentinos, y no teniendo bastantes fuerzas para obligarles por la violencia, no consiguieron al cabo lo que pedían. Tal fue, en suma, el éxito de los persas exploradores de la Grecia, siendo los primeros que pasaron allí desde el Asia con ánimo de observar la situación del país.
CXXXIX. Después de estas tentativas apoderóse Darío de Samos, la primera de todas las ciudades así griegas como bárbaras de que se hizo dueño, y fue con el motivo siguiente: En tanto que Cambises hacía la expedición al Egipto, muchos griegos, como suele acontecer en tales ocasiones, pasaban allá, estos con sus géneros y mercaderías, aquellos con ánimo de sentar plaza entre las tropas mercenarias, y algunos pocos sin otra mira que la de viajar y ver el país. De estos últimos fue uno Silosonte, hijo de Eaces y hermano de Polícrates, a la sazón desterrado de Samos, a quien sucedió allí una rara aventura. Había salido de su posada con su manto de grana, y vestido así iba paseándose por la plaza de Menfis. Darío, que a la sazón servía entre los alabarderos de Cambises, no siendo todavía de grado superior, al ver a Silosonte se prendó de su manto encarnado, y llegándose a él quería comprárselo con su dinero. Quiso la buena suerte de Silosonte que se mostrara bizarro con el joven Darío viéndole perdido por su manto. —«No os lo venderé por ningún dinero, le dice; os lo regalo sí de buena gana, ya que mostráis voluntad de tenerlo.» Darío, agradeciéndole la cortesía, tomó luego el manto de grana tan deseado.
CXL. Silosonte, al ver que le cogía la palabra y el manto, se tuvo a sí mismo por más simple y sandio que por cortés y caballero. Andando después el tiempo, muerto ya Cambises, muerto asimismo el Mago a manos de los septemviros, y nombrado Darío, uno de ellos, por soberano, oyó decir Silosonte que había recaído el cetro en manos de aquel joven persa a quien antes allá en Egipto había regalado su manto cuando se lo pidió. Con esta nueva, anímase a emprender el viaje de Susa, y presentándose a las puertas de palacio da al portero el recado de que allí estaba un bienhechor de Darío que deseaba hablarle. Recibido el recado, empezó admirado el rey a discurrir consigo mismo: —¿Quién puede ser ese griego, a cuyos servicios ahora ya al principio de mi gobierno está obligado como a bienhechor mío? No sé que hasta aquí haya llegado a mi corte griego alguno, ni recordar puedo que nada deba yo a nadie de aquella nación. Con todo, que entre ese griego, pues quiero saber de él mismo qué motivo tiene para lo que dice.» El portero introdujo a Silosonte a la presencia del rey, y puesto en pie, pregúntanle los intérpretes quién es y cuáles son sus servicios hechos al soberano para decirse su bienhechor. Refirió Silosonte lo tocante a su manto y que él era aquel griego afortunado que había tenido el honor de regalarlo a Darío. A esto responde luego el rey: —«¿Eres tú, amigo, aquel tan bizarro caballero que me hizo aquel regalo cuando no era yo más que un moro particular? El don entonces recibido pudo ser de poca monta, pero no lo será mi recompensa, sino tal como la que daría al que en el estado actual en que me hallo me ofreciera un magnífico presente. Todos mis tesoros allí los tienes a tu disposición; toma de ellos el oro y la plata que quisieres, que no sufrirá que te puedas jamás arrepentir de haber sido liberal conmigo, con el sucesor de Cambises. —Señor, le responde Silosonte, agradezco sumamente vuestra liberalidad: agradézcoos el oro y la plata que de vuestros tesoros me ofrecéis. Otra es la gracia que de vos deseara: recobrar el dominio de Samos, mi patria, que me tiene usurpado un criado de nuestra casa, después que Oretes dio la muerte a mi hermano Polícrates. La merced, pues, que de vos espero es que me repongáis en el señorío de Samos sin muerte ni esclavitud de ninguno de mis paisanos.»
CXLI. Oída la petición de Silosonte, envió Darío al frente de un ejército al general Otanes, uno del famoso septemvirato, con orden de llevar a cabo las pretensiones y demandas de su bienhechor. Llegado a los puntos marítimos del reino, Otanes dispuso las tropas para la expedición de Samos.
CXLII. El mando de Samos estaba a la sazón en manos de aquel Menandrio, hijo de Menandrio, a quien Polícrates al partirse de la isla había dejado por regente de ella. Este, dándose por el hombre más virtuoso y justificado de todos, no tuvo la suerte ni la proporción de mostrarse tal; porque lo primero que hizo, sabida la muerte de Polícrates, fue levantar un ara a Júpiter Libertador, dedicando alrededor de ella un recinto religioso, que se ve al presente en los arrabales de la ciudad. Erigido ya el sagrado monumento, llamó a la asamblea a todos los vecinos de Samos y hablóles así: —«Bien veis, ciudadanos, que teniendo en mis manos el cetro que antes solía tener Polícrates en las suyas, si quiero puedo ser vuestro soberano. Mas yo no apruebo en mi persona lo que repruebo en la de otro, pues puedo aseguraros que nunca me pareció bien que quisiera ser Polícrates señor de hombres tan nobles como él, ni semejante tiranía podrá jamás consentirla en hombre alguno nacido o por nacer. Pagó ya Polícrates su merecido y cumplió su destino fatal. Resuelto yo a depositar la suprema autoridad en manos del pueblo, y deseoso de que todos seamos libres y de una misma condición y derecho público, solo os pido dos gracias en recompensa: una, que del tesoro de Polícrates se me reserven aparte seis talentos; otra, que el sacerdocio de Júpiter Libertador, investido desde luego en mi persona, pase a ser en los míos hereditario; privilegios que con razón pretendo, así por haber erigido esas aras, como por la resolución en que estoy de restituiros la independencia.» Esta era la propuesta que bajo tales condiciones hacía Menandrio a los samios: oída la cual, levantóse uno de ellos y le dijo: —«No mereces tú, según eres de vil y despreciable, de malvado y ruin, ser nuestro soberano. ¡Perdiérannos los dioses si tal sucediera! De ti pretendemos ahora que nos des cuenta del dinero público que has manejado.» El que así se expresaba era uno de los ciudadanos más principales, llamado Telesarco.
CXLIII. Previendo Menandrio claramente que no había de faltar alguno que se alzara con el mando, en caso de que él lo dejase, mudó la resolución de abandonarlo que tenía antes formada; y para asegurarse más en el imperio, retirado a la ciudadela, hacia llamar allí uno por uno a los vasallos, con el pretexto de dar cuenta del dinero, pero en llegando los mandaba coger y poner en prisiones. En tanto que permanecían bien custodiados, asaltó a Menandrio una grave enfermedad, de la cual, creyendo Licareto, uno de los hermanos de Meriandrio, que iba éste a morir, con la ambiciosa mira de facilitarse la posesión del señorío de Samos, procuró la muerte a aquellos presos, que pensó no dejarían de querer en adelante la independencia y libertad del estado.
CXLIV. En esta situación se hallaban los negocios cuando los persas aportaron a Samos llevando consigo a Silosonte. Entonces no sólo faltó quien les saliera al encuentro con las armas en las manos, sino que desde luego que llegaron allá capituló con ellos la tropa misma de Menandrio, mostrándose pronta a salir de la isla y a hacer que saliera juntamente su actual señor. Convino Otanes por su parte en firmar el tratado, y compuestas así las paces, los oficiales mayores de la armada persiana, haciendo colocar unos asientos junto a la ciudadela, estiban allí sentados.
CXLV. Sucedió entretanto un caso impensado. Tenía el gobernador Menandrio un hermano llamado Carilao, hombre algo atolondrado y furioso, quien no sé por qué delito estaba en un calabozo, desde donde, como informado de lo que pasaba sacase la cabeza por una reja y viese delante sentados a los persas en paz y sosiego, púsose a gritar como un insensato, pidiendo que lo llevasen a Menandrio, a quien tenía que hablar, lo cual sabido por éste mandó que le sacaran de la cárcel y se lo presentaran. Llegado apenas a su presencia, principió a echar maldiciones de su boca y cargar de baldones a su hermano, porque no caía de improviso sobre aquellos persas allí recostados. —«¡Insensato! le dice, ¿a mí, que soy tu hermano y que en nada tengo merecida la cárcel, me tienes aherrojado en un calabozo, y ves ahí a esos persas que van a sacarte del trono y de tu misma casa, echándote a donde te lleva tu mala fortuna, y de puro cobarde no te arrojas sobre ellos? Teniéndolos ahí en tu mano, ¿cómo no los cazas y coges a tu placer? Si de nada eres capaz, ven acá, cobarde, confíame tus guardias, y con ellos les pagaré bien la visita que vinieron a hacernos, y a ti te aseguro que te dejaré salir libre de la isla.
CXLVI. Así dijo Carilao, y aceptó Menandrio el partido que su furioso hermano le proponía, no porque hubiera perdido de modo el sentido común que con sus tropas se lisonjeara de salir victorioso del ejército del rey, sino ciego de envidia, si no me engaño, contra la dicha de Silosonte, no sufriendo que éste con las manos limpias, sin pérdida de gente y sin el más mínimo menoscabo, viniera a ser señor de tan rico estado. Debió, pues, querer irritar antes a los persas para empeorar y turbar así el estado de Samos y dejarlo revuelto y perdido a su sucesor, pues bien veía que los samios, cruelmente irritados por su hermano, vengarían en los persas la injuria recibida. Por su persona nada tenía que temer, sabiendo que de todos modos tendría libre, y segura la salida de la isla, siempre que quisiese, pues a este fin tenía ya prevenida una mina o camino subterráneo que salía al mar desde la misma ciudadela. Así pues, Menandrio, embarcándose furtivamente, salió de Samos; y Carilao, haciendo tornar las armas a sus tropas, abiertas las puertas de la plaza, dejóse caer de repente sobre los persas, descuidados y seguros de semejante traición, como que estaban del todo creídos de que la paz quedaba ya concluida y ajustada. Envisten los guardias de Carilao contra los persas que reposaban en sus asientos, y fácilmente pasan a cuchillo a todas las cabezas del ejército persiano, pero acudiendo después lo restante de él a la defensa de sus caudillos, y cargando sobre las tropas mercenarias de Carilao, las obligaron a encerrarse de nuevo en la ciudadela.
CXLVII. Cuando el general Otanes vio aquella alevosía, junta con tanto estrago de sus persas, olvidado muy de propósito de las órdenes de Darío, quien le había mandado al despedirse para el ejército que entregase la isla de Samos al dominio de Silosonte, sin muertes, sin esclavitud, sin otro daño ni agravio de los isleños, dio orden a sus tropas de que pasasen a cuchillo a todo samio que hallaran, sin distinción de niños, ni mozos, ni hombres, ni viejos; de suerte que, al punto, parte de las tropas, pónese a sitiar en forma la ciudadela, parte va corriendo por uno y otro lado matando a cuantos se les ponen delante, así dentro como fuera de los templos.
CXLVIII. Entretanto, Menandrio, huyendo de Samos, iba ya navegando hacia Lacedemonia. Aportado allí felizmente, desembarcó todo el equipaje e hizo con los muebles preciosos que consigo traía lo que voy a referir. Coloca en su aparador la copiosa vajilla que tenía de oro y plata, mandando a sus criados que la limpien y bruñan primorosamente. Mientras esto se hacía en su albergue, entreteníase Menandrio discurriendo con Cleomenes, hijo de Alexandrides, a quien como rey de Esparta había ido a cumplimentar. Alargando de propósito la conversación, de palabra en palabra vinieron los dos hablando hasta la posada del huésped. Entra en ella Cleomenes, ve de improviso tan rica repostería, y quédase atónito y como fuera de sí. El cortés Menandrio, prevenido ya con tiempo, bríndale con ella, insta, porfía que tome cuanto le agrade. No obstante la suspensión de Cleomenes y la bizarría de Menandrio en ofrecerle segunda y tercera vez su magnifica vajilla, el severo espartano, mostrando en su desinterés un ánimo el más entero y justificado, nada quiso aceptar de todo cuanto se le ofrecía. Aun más, comprendiendo muy bien que el huésped, regalando a algunos ciudadanos, como sin duda lo hiciera, no dejaría de hallar protectores en el cohecho, fue en derechura a verse con los Eforos, y les propuso que sin duda fuera lo más útil echar luego del Peloponeso al desterrado de Samos, de quien recelaba mucho que a fuerza de dádivas había de corromper sin falta o a él mismo, o a algún otro de los espartanos. Prevenidos así los Eforos, publicaron un bando en que se mandaba salir de sus dominios a Menandrio.
CXLIX. Mientras esto se hacía en Esparta, los persas no sólo entregaban al saqueo la isla de Samos, sino que la barrían como con red, envolviendo a todos sus vecinos y pasándolos a cuchillo, sin perdonar a ninguno la vida. Así vengados, entregaron a Silosonte la isla vacía y desierta, aunque el mismo general Otanes la volvió a poblar algún tiempo después, movido, así de una visión que tuvo en sueños, como principalmente por motivo de cierta enfermedad vergonzosa que padeció.
CL. Por el mismo tiempo que se hacía la expedición naval contra Samos, negaron la obediencia a los persas los babilonios, que muy de antemano se habían apercibido para lo que intentaban. Habiéndose sabido aprovechar de las perturbaciones públicas del estado, así en el tiempo en que reinaba el Mago, como en aquel en que los septemviros coligados recobraban el imperio, se proveyeron de todo lo necesario para sufrir un dilatado sitio, sin que se echara de ver lo que iban premeditando. Cuando declaradamente se quisieron rebelar, tomaron una resolución más bárbara aun que extraña, cual fue la de juntar en un lugar mismo a todas las mujeres y hacerlas morir estranguladas, exceptuando solamente a sus madres y reservándose cada cual una sola mujer, la que fuese más de su agrado: el motivo de reservarla no era otro sino el de tener panadera en casa, y el de ahogar a las demás el de no querer tantas bocas que consumieran su pan.
CLI. Informado el rey Darío de lo que pasaba en Babilonia, parte contra los rebeldes con todas las fuerzas juntas del imperio, y llegado allí, emprende desde luego el asedio de la plaza. Los babilonios, lejos de armarse o de temer por el éxito del sitio, subidos sobre los baluartes de la fortaleza bailaban alegres a vista del enemigo, mofándose de Darío con todo su ejército. En una de esas danzas hubo quien una vez dijo este sarcasmo: —«persas, ¿Qué hacéis aquí tanto tiempo ociosos? ¿Cómo no pensáis en volveros a vuestras casas? Pues en verdad os digo que cuando paran las mulas, entonces nos rendiréis.» Claro está que no creía el Babilonio que tal decía que la mula pudiera parir jamás.
CLII. Pasado ya un año y siete meses del sitio, viendo Darío que no era poderoso para tomar tan fuerte plaza, hallábanse él y su ejército descontentos y apurados. A la verdad no había podido lograr su intento en todo aquel tiempo, por más que hubiese jugado todas las máquinas de guerra y tramado todos los artificios militares, entre los cuales no había dejado de echar mano también del mismo estratagema con que Ciro había tomado a Babilonia. Pero ni con este ni con otro medio alguno logró Darío sorprender la vigilancia de los sitiados, que estaban muy alerta y muy apercibidos contra el enemigo.
CLIII. Había entrado ya el vigésimo mes del malogrado asedio, cuando a Zópiro, hijo de Megabizo, uno de los del septemvirato contra el Mago, le sucedió la rara monstruosidad de que pariera una de las mulas de su bagaje. El mismo Zópiro, avisado del nunca visto parto, y no acabando de dar crédito a nueva tan extraña, quiso ir en persona a cerciorarse; fue y vio por sus mismos ojos la cría recién nacida y recién parida la mula. Sorprendido de tamaña novedad, ordena a sus criados que a nadie se hable del caso; y poniéndose él mismo muy de propósito a pensar sobre el portento, recordó luego aquellas palabras que dijo allá un Babilonio al principio del sitio, que cuando parieran las mulas se tomaría a Babilonia. Esta memoria, combinada con el parto reciente de su mula, hizo creer a Zópiro que debía, en efecto, ser tomada Babilonia, habiendo sido sin duda providencia del cielo, que previendo que su mula había de parir, permitió que el Babilonio lo dijese de burlas.
CLIV. Persuadióse Zópiro con aquel discurso ciertamente agorero que había ya llegado el punto fatal de la toma de Babilonia. Preséntase a Darío y le pregunta si tenía realmente el mayor deseo y empeño en que se tomase la plaza sitiada, y habiendo entendido del soberano que nada del mundo deseaba con igual veras, continuó sus primeras meditaciones, buscando medio de poder ser él mismo el autor de la empresa y ejecutor de tan grande hazaña, y tanto más iba empeñándose en ello, cuanto mejor debía ser entre los persas muy atendidos de presente y muy premiados en el porvenir los extraordinarios servicios hechos a la corona. El fruto de su meditación fue resolverse a la ejecución del único remedio que hallaba para rendir aquella plaza: consistía en que él mismo, mutilado cruelmente, se pasase fugitivo a los babilonios. Contando, pues, por nada quedar feamente desfigurado por todos los días de su vida, hace de su persona el más lastimoso espectáculo: cortadas de su propia mano las narices, cortadas asimismo las orejas, cortados descompuestamente los cabellos y azotadas cruelmente las espaldas, muéstrase así maltrecho y desfigurado a la presencia de Darío.
CLV. La pena que Darío tuvo al ver de repente ante sus ojos un persa tan principal hecho un retablo vivo de dolores, no puede ponderarse: salta luego de su trono, y le pregunta gritando quién así le ha malparado y con qué ocasión. —«Ningún otro, señor, sino vos mismo, le responde Zópiro, pues sólo mi soberano pudo ponerme tal como aquí me miráis. Por vos, señor, yo mismo me he desfigurado así por mis propias manos, sin injuria de extraños, no pudiendo ya ver ni sufrir por más tiempo que los Asirlos burlen y mofen a los persas. —Hombre infeliz, le replica Darío, ¿quieres dorarme un hecho el más horrendo y negro con el Color más especioso que discurrirse pueda? ¿Pretextas ahora que por el honor de la Persia, por amor mío, por odio de los sitiados has ejecutado en tu persona esa carnicería sin remedio? Dime por los dioses, hombre mal aconsejado, ¿acaso se rendirán antes los enemigos porque tú te hayas hecho pedazos? ¿Y no ves que mutilándote no has cometido sino una locura? —Señor, le responde Zópiro, bien visto tenía que si os hubiera dado parte de lo que pensaba hacer nunca habíais de permitírmelo. Lo hice por mí mismo, y con solo lo hecho tenemos ya conquistada la inexpugnable Babilonia, si por vos no se pierde, como sin duda no se perderá. Diré, señor, lo que he pensado. Tal como me hallo, deshecho y desfigurado, me pasará luego al enemigo; les diré que sois vos el autor de la miseria en que me ven, y si mucho no me engaño, se lo daré a entender así, y llegaré a tener el mando de su guarnición. Oíd vos ahora, señor, lo que podremos hacer después. Al cabo de diez días que yo esté dentro, podréis entresacar mil hombres, la escoria del ejército, que tanto sirve salva como perdida, y apostármeles allá delante de la puerta que llaman de Semíramis. Pasados otra vez siete días, podréis de nuevo apostarme dos mil enfrente de la otra puerta que dicen de Nino. Pasados veinte días más, podréis tercera vez plantar otra porción hasta cuatro mil hombres en la puerta llamada de los Caldeos. Y sería del caso que ni los primeros ni los últimos soldados que dije tuvieran otras armas defensivas que sus puñales solos, los que sería bueno dejárselos. Veinte días después podréis dar orden general a las tropas para que acometan de todas partes alrededor de los muros, pero a los persas naturales los quisiera fronteros a las dos puertas que llaman la Bélida y la Cisia. Así lo digo y ordeno todo, por cuanto me persuado que los babilonios, viendo tantas proezas hechas antes por mí, han de confiármelo todo, aun las llaves mismas de la ciudad. Por los demás, a mi cuenta y a la de los persas correrá dar cima a la empresa.»
CLVI. Concertado así el negocio, iba luego huyendo Zópiro hacia una de las puertas de la ciudad, y volvía muy a menudo la cabeza con ademán y apariencia de quien desierta. Venle venir así los centinelas apestados en las almenas, y bajando a toda prisa, pregúntanle desde una de las puertas medio abiertas quién era y a qué venía. Respóndeles que era Zópiro que quería pasárselos a la plaza. Oído esto, condúcenle al punto a los magistrados de Babilonia. Puesto allí en presencia de todo el congreso, empieza a lamentar su desventura y decir que Darío era quien había hecho moverle del modo en que él mismo se había puesto; que el único motivo había sido porque él le aconsejaba que ya que no se descubría medio alguno para la toma de la plaza, lo mejor era levantar el sitio y retirar de allí el ejército. «Ahora, pues, continuó diciendo, ahí me tenéis, babilonios míos; prometo hacer a vosotros cuanto bien supiere, que espero no ha de ser poco, y a Darío, a sus persas y a todo su campo cuanto mal pudiere; que sin duda será muchísimo, pues voto a Dios que estas heridas que en mí veis les cuesten ríos de sangre, mayormente sabiendo yo bien todos sus artificios, los misterios del gabinete y su modo de pensar y obrar.»
CLVII. Así les habló Zópiro, y los babilonios del congreso, que velan a su presencia, no sin horror, a un grande de Persia con las narices mutiladas, con las orejas cortadas, con las carnes rasgadas, y todo él empapado en la sangre que aun corría, quedaron desde luego persuadidos de que era la relación muy verdadera, y se ofrecieron aliviar la desventura de su nuevo aliado, dándole gusto en cuanto les pidiera. Habiendo pedido él una porción de tropa, que luego tuvo a su mando, hizo con ella lo que con Darío había concertado, pues saliendo al décimo día con sus babilonios, y cogiendo en medio a los mil soldados, los primeros que había pedido que apostase Darío, los pasó todos a filo de la espada. Viendo entonces los babilonios que el desertor acreditaba con obras lo que les ofreciera de palabra, alegres sobremanera se declararon nuevamente prontos a servir a Zópiro, o más bien a dejarse servir de él enteramente. Esperó Zópiro el término de los días consabidos, y llegado éste, toma una partida de babilonios escogidos, y hecha segunda salida de la plaza, mita a Darío dos mil soldados. Con esta segunda proeza de valor no se hablaba ya de otra cosa entre los babilonios ni había otro hombre para ellos igual a Zópiro, quien dejando después que pasasen los días convenidos, hace su tercer salida al puesto señalado, donde cerrando en medio de su gente a cuatro mil enemigos, acaba con todo aquel cuerpo. vista esta última hazaña, entonces sí que Zópiro lo era todo para con los de Babilonia, de modo que luego le nombraron generalísimo de la guarnición, castellano de la plaza y alcalde de la fortaleza.
CLVIII. Entretanto, llega el día en que, según lo pactado, manda Darío dar un asalto general a Babilonia, y Zópiro, acredita con el hecho que lo pasado no había sido sino engaño y doble artificio de un hábil desertor. Entonces los babilonios apostados sobre los muros iban resistiendo con valor al ejército de Darío que los acometía, y Zópiro al mismo tiempo, abriendo a sus persas las dos puertas de la ciudad, la Bélida y la Cisia, les introducía en ella. Algunos babilonios testigos de lo que Zópiro iba haciendo se refugiaron al templo de Júpiter Belo; los demás, que nada sabían ni aun sospechaban de la traición que se ejecutaba, estuvieron fijos cada cual en su puesto hasta tanto que se vieron clara y patentemente vendidos y entregados al enemigo.
CLIX. Así fue tomada Babilonia por segunda vez. Dueño ya Darío de los babilonios vencidos, tomó desde luego las providencias más oportunas, una sobre la plaza, mandando demoler todos sus muros y arrancar todas las puertas de la ciudad, de cuyas dos prevenciones ninguna había usado Ciro cuando se apoderó de Babilonia; otra tomó sobre los sitiados, haciendo empalar hasta tres mil de aquellos que sabía haber sido principales autores de la rebelión, dejando a los demás ciudadanos en su misma patria con sus bienes y haciendas; la tercera sobre la población, tomando sus medidas a fin de dar mujeres a los babilonios para la propagación, pues que ellos, como llevamos referido, habían antes ahogado a las que tenían, a fin de que no les gastasen las provisiones de boca durante el sitio. Para este efecto ordenó Darío a las naciones circunvecinas, que cada cual pusiera en Babilonia cierto número de mujeres que él mismo determinaba, de suerte que la suma de las que allí se recogieron subió a cincuenta mil, de quienes descienden los actuales babilonios.
CLX. Respecto a Zópiro, si queremos estar al juicio de Darío, jamás persa alguno, ni antes ni después, hizo más relevante servicio a la corona, exceptuando solamente a Ciro, pues a este rey nunca hubo persa que se le osase comparar ni menos igualar. Cuéntase con todo que solía decir el mismo Darío que antes quisiera no ver en Zópiro aquella carnicería de mano propia que conquistar y rendir no una, sino veinte Babilonias que existieran. Lo cierto es que usó con él las mayores demostraciones de estima y particular honor, pues no solo le enviaba todos los años aquellos regalos que son entre los persas la mayor prueba de distinción y privanza con el soberano, sino que dio a Zópiro por todo el tiempo de su vida la satrapía de Babilonia, inmune de todo pecho y tributo. Hijo de este Zópiro fue el general Megabizo, el que en Egipto guerreó con los atenienses y sus aliados, y padre del otro Zópiro que desertado de los persas pasó a la ciudad de Atenas.
Libro IV. Melpómene
Campañas persas contra Escitia y Libia
I. Después de la toma de Babilonia sucedió la expedición de Darío contra los escitas, de quienes el rey decidió vengarse, viendo al Asia floreciente así en tropas como en copiosos réditos de tributos; pues habiendo los escitas entrado antes en las tierras de los medos y vencido en batalla a los que les hicieron frente, habían sido los primeros motores de las hostilidades, conservando, como llevo dicho, el imperio del Asia superior por espacio de veintiocho años. Yendo en seguimiento de los cimerios, dejáronse caer sobre el Asia, e hicieron entretanto cesar en ella el dominio de los medos: pero al pretender volverse a su país los que habían peregrinado veintiocho años, se les presentó después de tan larga ausencia un obstáculo y trabajo nada inferior a los que en Media habían superado. Halláronse con un ejército formidable que salió a disputarles la entrada de su misma casa, pues viendo las mujeres escitas que tardaban tanto sus maridos en volver, se habían interinamente ajustado con sus esclavos, de quienes eran hijos los que a la vuelta les salieron al encuentro.
II. Los escitas suelen cegar a sus esclavos, para mejor valerse de ellos en el cuidado y confección de la leche, que es su ordinaria bebida, en cuya extracción emplean unos cañutos de hueso muy parecidos a una flauta, metiendo una extremidad de ellos en las partes naturales de las yeguas, y aplicando la otra a su misma boca con el fin de soplar, y al tiempo que unos están soplando van otros ordeñando; y dan por motivo de esto, que al paso que se hinchan de viento las venas de la yegua, sus ubres van subiendo y saliendo hacia fuera. Extraída así la leche, derrámanla en una vasijas cóncavas de madera, y colocando alrededor de ellas a sus esclavos ciegos, se la hacen revolver y batir y lo que sobrenada de la leche así removida lo recogen como la flor y nata de ella y lo tienen por lo más delicado, estimando en menos lo que se escurre al fondo. Para este ministerio quitan la vista los escitas a cuantos esclavos cogen, muchos de los cuales no son labradores, sino pastores únicamente.
III. Del trato de estos esclavos con las mujeres había salido aquella nueva prole de jóvenes, que sabiendo de qué origen y raza procedían, salieron al encuentro a los que volvían de la Media. Ante todo, para impedirles la entrada tiraron un ancho foso desde los montes Táuricos hasta la Meotida, vastísima laguna; y luego, plantados allí sus reales, y resistiendo a los escitas que se esforzaban para entrar en sus tierras, vinieron a las manos muchas veces, hasta que al ver que las tropas veteranas no podían adelantar un paso contra aquella juventud, uno de los escitas habló así a los demás: —«¿Qué es lo que estamos haciendo, paisanos? Peleando con nuestros esclavos como realmente peleamos, si somos vencidos quedamos siempre tantos señores menos cuantos mueran de nosotros; si los vencemos, tantos esclavos nos quedarán después de menos cuantos fueren sus muertos. Oíd lo que he pensado que dejando nuestras picas y ballestas, tomemos cada uno de nosotros el látigo de su caballo, y que blandiéndolo en la mano avance hacia ellos; pues en tanto que nos vean con las armas en la mano se tendrán aquellos bastardos miserables por tan buenos y bien nacidos como nosotros sus amos. Pero cuando nos vieren armados con el azote en vez de lanza, recordarán que son nuestros esclavos, y corridos de sí mismos, se entregarán todos a la fuga.»
IV. Ejecutáronlo todos los que oyeron al escita, y espantados los enemigos por el miedo de los azotes, dejando de pelear, dieron todos a huir. De este modo los escitas obtuvieron primero el imperio del Asia, y arrojados después por los medos volvieron de nuevo a su país; y aquella era la injuria para cuya venganza juntó Darío un ejército contra ellos.
V. La nación de los escitas es la más reciente y moderna, según confiesan ellos mismos, que refieren su origen de este modo. Hubo en aquella tierra, antes del todo desierta y despoblada, un hombre que se llamaba Targitao, cuyos padres fueron Júpiter y una hija del río Borístenes. Téngolo yo por fábula, pero ellos se empeñan en dar por hijo de Lipoxais, Arpoxais y Colaxais el menor de todos. reinando estos príncipes, cayeron del cielo en su región ciertas piezas de oro, a saber, un arado, un yugo, una copa y una segur. Habiéndolas visto el mayor de los tres, se fue hacia ellas con ánimo de tomarlas para sí, pero al estar cerca, de repente el oro se puso hecho un ascua, apartándose el primero, acercóse allá el segundo, y sucedióle lo mismo, rechazando a entrambos el oro rojo y encendido; pero yendo por fin el tercero y menos de todos, apagóse la llama, y él fuese con el oro a su casa. A lo cual atendiendo los dos hermanos mayores, determinaron ceder al menor todo el reino y el gobierno.
VI. Añaden que de Lipoxais desciende la tribu de los escitas llamados Aucatas; del segundo, Arpoxais, la de los que llevan el nombre de Catiaros y de Traspies, y del más joven la de los reales que se llaman los Paralatas. El nombre común a todos los de la nación dicen que es el de Scolotos, apellido de su rey, aunque los griegos los nombren escitas.
VII. Tal es el origen y descendencia que se dan a sí mismos; respecto de su cronología, dicen que desde sus principios y su primer rey Targitao hasta la venida de Darío a su país, pasaron nada más que mil años cabales. Los reyes guardan aquel oro sagrado que del cielo les vino con todo el cuidado posible, y todos los años en un día de fiesta celebrado con grandes sacrificios van a sacarlo y pasearlo por la comarca; y añaden que si alguno en aquel día, llevándolo consigo, quedase a dormir al raso, ese tal muriera antes de pasar aquel año, y para precaver este mal señálase por jornada a cada uno de los que pasean el oro divino el país que pueda en un día ir girando a caballo. «Viendo Colaxais, prosiguen, lo dilatado de la región, repartióla en tres reinos, dando el suyo a cada uno de sus hijos, si bien quiso que aquel en que hubiera de conservarse el oro divino fuese mayor que los demás.» Según ellos, las tierras de sus vecinos que se extienden hacia el viento Bóreas son tales, que a causa de unas plumas que van volando esparcidas por el aire, ni es posible descubrirlas con la vista, ni penetrar caminando por ellas, estando toda aquella tierra y aquel ambiente lleno de plumas, que impiden la vista a los ojos.
VIII. Después de oír a los escitas hablando de sí mismos, de su país y del que se extiende más allá, oigamos acerca de ellos a los griegos que moran en el Ponto Euxino. Cuentan que Hércules al volver con los bueyes de Gerion llegó al país que habitan al presente los escitas, entonces despoblado: añaden que Gerion moraba fuera del Ponto o Mediterráneo en una isla vecina a Gades, más allá de las columnas de Hércules, llamada por los griegos Erithrea, y situada en el Océano, y que este Océano empezando al Levante gira alrededor del continente; todo lo que dicen sobre su palabra sin confirmarlo realmente con prueba alguna. Desde allá vino, pues, Hércules a la región llamada ahora Escitia, en donde como le cogiese un recio y frío temporal, cubrióse con su piel de león y se echó a dormir. Al tiempo que dormía dispuso la Providencia que desaparecieran las yeguas que sueltas del carro estaban allí paciendo.
IX. Levantado Hércules de su sueño, púsose a buscar a sus perdidas yeguas, y habiendo girado por toda aquella tierra, llegó por fin a la que llaman Hilea, donde halló en una cueva a una doncella de dos naturalezas, semivíbora a un tiempo y semivirgen, mujer desde las nalgas arriba, y sierpe de las nalgas abajo. Causóle admiración el verla, pero no dejó de preguntarle por sus yeguas sí acaso las había visto por allí descarriadas. Respondióle ella que las tenía en su poder; pero que no se las devolvería a menos que no quisiese conocerla, con cuya condición y promesa la conoció Hércules sin hacerse más de rogar. Y aunque ella con la mira y deseo de gozar por más largo tiempo de su buena compañía íbale dilatando la entrega de las yeguas, queriendo él al cabo partirse con ellas, restituyóselas y dijo: —«He aquí esas yeguas que por estos páramos hallé perdidas; pero buenas albricias me dejas por el hallazgo, pues quiero que sepas como me hallo en cinta de tres hijos tuyos. Dime lo que quieres que haga de ellos cuando fueren ya mayores, si escoges que les dé habitación en este país, del que soy ama y señora, o bien que te los remita.» Esto dijo, a lo que él respondió: —«Cuando los veas ya de mayor edad, si quieres acertar, haz entonces lo que voy a decirte. ¿Ves ese arco y esa banda que ahí tengo? Aquel de los tres a quien entonces vieres apretar el arco así como yo ahora, y ceñirse la banda como ves que me la ciño, a ese harás que se quede por morador del país; pero al que no fuere capaz de hacer otro tanto de lo que mando, envíale fuera de él. Mira que lo hagas como lo digo; que así tú quedarás muy satisfecha, y yo obedecido.»
X. Habiéndole hablado así, dicen que de dos arcos que Hércules allí tenía aprestó el uno, y sacando después una banda que tenía unida en la parte superior una copa de oro, púsole en las manos el arco y la banda, y con esto se despidió. Después que ella vio crecidos a sus hijos, primero puso nombre a cada uno, llamando al mayor Agatirso, gelono al que seguía, y al menor escita, teniendo después bien presentes las órdenes de Hércules, que puntualmente ejecutó. Y como en efecto no hubiesen sido capaces dos de sus hijos, Agatirso y gelono, de hacer aquella prueba de valor en la contienda, arrojados por su misma madre partieron de su tierra; pero habiendo salido con la empresa propuesta escita, el más mozo de todos, quedó dueño de la región, y de él descienden por línea recta cuantos reyes hasta aquí han tenido los escitas. Para memoria de aquella copa usan los escitas hasta hoy día traer sus copas pendientes de sus bandas, y esto último fue lo único que de suyo inventó y mandó la madre a su hijo escita.
XI. Así cuentan esta historia los griegos colonos del Ponto; pero corre otra a la que mejor me atengo, y es la siguiente. Apurados y agobiados en la guerra por los masagetas, los escitas nómadas o pastores que moraban primero de asiento en el Asia, dejaron sus tierras y pasando el río Araxes se fueron hacia la región de los cimerios, de quienes era antiguamente el país que al presente poseen los escitas. Viéndolos aquellos cimerios venir contra sí, entraron a deliberar lo que sería bien hacer siendo tan grande el ejército que se les acercaba. Dividiéronse allí los votos en dos partidos, entrambos realmente fuertes y empeñados, si bien era mejor el que seguían sus reyes; porque el parecer del vulgo era que no convenía entrar en contienda ni exponerse al peligro siendo tantos los enemigos, y que era menester abandonar el país: el de sus reyes era que se había de pelear a favor de la patria contra los que venían. Grande era el empeño; ni el vulgo quería obedecer a sus reyes, ni éstos ceder a aquél: el vulgo estaba obstinado en que sin disparar un dardo era preciso marchar cediendo la tierra a los que venían a invadirla: los reyes continuaban en su resolución de que mejor era morir en su patria con las armas en la mano, que acompañar en la huida a la muchedumbre, confirmándose en su opinión al comparar los muchos bienes que en la patria lograban con los muchos males que huyendo de ella conocían habían de salirles al encuentro. El éxito de la discordia fue que, obstinándose los dos partidos en su parecer y viéndose igualas en número, vinieron a las manos entre sí. El cuerpo de la nación de los cimerios enterró a los que de ambos partidos murieron en la refriega cerca del río Tiras, donde ti presente se deja ver todavía su sepultura, y una vez enterrados salióse de su tierra.
XII. Con esto los escitas se apoderaron al llegar de la región desierta y desamparada. Existen en efecto aun ahora en Escitia los que llaman fuertes cimerios (Cimmeria Teichea); un lugar denominado Porthimeia Cimmeria, pasajes cimerios; una comarca asimismo con el nombre de Cimeria, y finalmente, el celebrado Bósforo Cimerio. Parece también que los cimerios, huyendo hacia el Asia, poblaron aquella península donde ahora está Sínope, ciudad griega, y que los escitas, yendo tras ellos, dieron por otro rumbo y vinieron a parar en la Media; porque los cimerios fueron en su retirada siguiendo siempre la costa del mar, y los escitas, dejando el Cáucaso a su derecha, los iban buscando, hasta que internándose en su vieja tierra adentro se metieron en el referido país.
XIII. Otra historia corre sobre este punto entre griegos y bárbaros igualmente. Aristeas, natural de Proconeso, hijo de cierto Caistrobio y poeta de profesión, decía que por inspiración de Febo había ido hasta los Isedones, más allá de los cuales añadía que habitaban los Arimaspos, hombres de un solo ojo en la cara, y más allá de estos están los Grifes que guardan el oro del país, y más lejos que todos habitan hasta las costas del mar los Hiperbóreos. Todas estas naciones, según él, exceptuados solamente los Hiperbóreos, estaban siempre en guerra con sus vecinos, habiendo sido los primeros en moverla los Arimaspos, de cuyas resultas estos habían echado a los Isedones de su tierra, los Isedones a los escitas de la suya, y los cimerios que habitaban vecinos al mar del Sur, oprimidos por los escitas, habían desamparado su patria.
XIV. He aquí que Aristeas tampoco conviene con los escitas en la historia de estos pueblos. Y ya que llevo dicho de dónde era natural el autor de la mencionada relación, referiré aquí un cuento que de él oí en Proconeso y en Cízico. Dicen, pues, que Aristeas, ciudadano en nobleza de sangre a nadie inferior, habiendo entrado en Proconeso en la oficina de un lavandero, quedó allí muerto, y que el lavandero, dejándole allí encerrado, fue luego a dar parte de ello a los parientes más cercanos del difunto. Habiéndose extendido por la ciudad como acababa de morir Aristeas, un hombre natural de Cízico, que acababa de llegar de la ciudad de Artacia, empezó a contradecir a los que esparcían aquella nueva, diciendo que él al venir de Cizico había encontrado con Aristeas y le había hablado en el camino. Manteníase el hombre en negar que hubiera muerto. Los parientes del difunto fueron a la oficina del lavandero, llevando consigo lo que hacía al caso para llevar el cadáver; pero al abrir las puertas de la casa, ni muerto ni vivo compareció Aristeas. Pasados ya siete años, dejó verse el mismo en Proconeso, y entonces hizo aquellos versos que los griegos llaman arimaspos, y después de hechos desapareció segunda vez.
XV. Esto nos cuentan aquellas dos ciudades; yo sé aun de Aristeas otra anécdota que sucedió con los Metapontinos de Italia, 340 años después de su segunda desaparición, según yo conjeturaba cuando estuve en Proconeso y en Metaponto. Decían, pues, aquellos habitantes que habiéndoseles aparecido Aristeas en su tierra, les había mandado erigir una ara a Apolo y levantar al lado de ella una estatua con el nombre de Aristeas el de Proconeso, dándoles por razón que entre todos los Italianos ellos eran los únicos a cuyo territorio hubiese venido Apolo, a quien él en su venida había seguido en forma de cuervo el que era en la actualidad Aristeas. Habiéndoles hablado en estos términos, dicen los Metapontinos que desapareció, y enviando ellos a consultar a Delfos para saber del dios Apolo lo que significaba la fantasma de aquel hombre, les había ordenado la Pitia que obedeciesen, que obedecerla era lo mejor si querían prosperar, con lo cual hicieron lo mandado por Aristeas. Y en efecto, al lado del mismo ídolo de Apolo está al presente una estatua que lleva el nombre de Aristeas, y alrededor de ella unos laureles de bronce. Dicho ídolo se ve en la plaza.
XVI. Baste lo dicho acerca de Aristeas, y volviendo al país de que antes iba hablando, nadie hay que sepa con certeza lo que más arriba de él se contiene. Por lo menos no he podido dar con persona que diga haberlo visto por sus ojos, pues el mismo Aristeas de quien poco antes hice mención, en hablando como poeta, no se atrevió a decir en sus versos que hubiese pasado más allá de los Isedones, contentándose con referir de oídas lo que pensaba más allá, citando por testigos de su narración a los mismos Isetones. Ahora no haré más que referir todo lo que de oídas he podido averiguar con fundamento acerca de lo más remoto de aquellas tierras.
XVII. Empezando desde el emporio de los Boristenitas, lugar que ocupa el medio de la costa de Escitia, los primeros habitantes que siguen son los Calípidas, especie de griegos escitas, y más arriba de estos se halla otra nación llamada los Alazones, que, siguiendo como los Calípidas todos los usos de los escitas, acostumbran con todo hacer sementeras de trigo, del cual se alimentan, comiendo también cebollas, ajos, lentejas y mijo. Sobre los Alazones están los escitas que llaman labradores, quienes usan sembrar su trigo, no para comerle, sino para venderle. Más arriba de éstos moran los neuros, cuya región hacia el viento Bóreas esta despoblada de hombres, según tengo entendido. Estas son las naciones que viven vecinas al río Hipanis y caen hacia el poniente del Borístenes.
XVIII. Pasando a la otra parte de Borístenes, el primer país, contando desde el mar, es Hilea, más allá de la cual habitan los escitas, labradores que viven cerca del Hipanis, a quienes llaman Baristenitas los griegos, al paso que se llaman a sí mismos Olbiopolitas. Estos pueblos ocupan la comarca que mira a Levante y se extiende por tres jornadas confinando con un río que tiene por nombre Panticapes, y la misma hacia el viento Bóreas tiene de largo once Jornadas navegando por el Borístenes arriba. Al país de dichos escitas siguen unos vastos desiertos; pasados éstos, hay una nación llamada los Andrófagos, que hace cuerpo aparte, sin tener nada común con los escitas; pero más allá de ella no hay sino un desierto en que no vive nación alguna.
XIX. Al pasar el río Panticapes, la tierra que cae al Oriente de dichos escitas labradores está ocupada ya por otros escitas nómadas que como pastores nada siembran ni cultivan. La tierra que habitan está del todo rasa sin árbol alguno, excepto la región Hilea, y se extiende hacia Levante catorce días de camino, llegando hasta el río Gerro.
XX. A la otra parte del Gerro yacen los campos o territorios que se llaman regios, habitados por los más bravos y numerosos escitas, que miran como esclavos suyos a los demás escitas: confinan por el Mediodía con la región Táurica, por Levante con el foso que abrieron los hijos bastardos de los ciegos y con el emporio de la laguna Meótide, el cual llaman Cremnoi, y algunos de estos pueblos llegan hasta el río Tanis. En la parte superior de los escitas regios hacia el Bóreas viven los Melanclenos, nación enteramente diversa de los escitas; pero más arriba de ella hay unas lagunas, según estoy informado, y el país está del todo despoblado.
XXI. Del otro lado del Tanais ya no se halla tierra de escitas, siendo aquel el primer límite del país de los Saurómatas, quienes empezando desde el ángulo de la laguna Meótis ocupan el viento Bóreas por espacio de 15 jornadas todo aquel terreno que se ve sin un árbol silvestre ni frutal. En la región que sigue más arriba de ellos están situados los budinos, quienes viven en un suelo que llega a ser un bosque de toda suerte de árboles.
XXII. Sobre los budinos hacia el Bóreas se halla ante todo un país desierto por espacio de ocho jornadas, y después, inclinándose algo hacia el viento Subsolano, están los Tissagetas, nación populosa e independiente, que vive de la caza. Confinantes suyos y habitantes de los mismos contornos son unos pueblos que llaman Yurgas, y viven también de lo que cazan, lo cual practican del siguiente modo: pónese en emboscada el cazador encima de un árbol de los muchos y muy espesos que hay por todo el territorio; tiene cerca a su caballo, enseñado a agazaparse vientre a tierra a fin de esconder su bulto, y su perro está a punto juntamente: lo mismo es descubrir la fiera desde su árbol que tirarle con el arco, montar en su caballo y seguirla acompañado del perro. Más allá, tirando hacia Oriente, viven otros escitas que sublevados contra los regios se retiraron hacia aquellos países.
XXIII. Toda la región que llevo descrita hasta llegar a la tierra de estos últimos escitas, es una llanura de terreno grueso y profundo; pero desde allí empieza a ser áspero y pedregoso. Después de pasado un gran espacio de este fragoso territorio, al pie de unos altos montes viven unos pueblos de quienes se dice ser todos calvos de nacimiento así hombres como mujeres, de narices chatas, de grandes barbas, sin pelo en ellas, y de un lenguaje particular, si bien su modo de vestir es a lo escita, y su alimento el fruto de los árboles. El árbol de que viven se llama Pontico, y viene a ser del tamaño de una higuera, llevando un fruto del tamaño de una haba, aunque con hueso: una vez maduro, lo exprimen y cuelan con sus paños o vestidos, de donde va manando un jugo espeso y negro, al cual dan el nombre de Aschi, bebiéndolo ora chupado, ora mezclado con leche: de las heces más crasas del jugo forman unas pastillas para comerlas. No abundan de ganado, por no haber allí muy buenos pastos. Cada cual tiene su casa bajo un árbol que cubren alrededor en el invierno con un fieltro blanco y apretado a manera de lana de sombrero, despojándola de él en el verano. Siendo mirados estos pueblos como personas sagradas, no hay quien se atreva a injuriarles, en tanto grado, que aun de armas carecen para la guerra, y son los que componen las desavenencias entre los vecinos. El que fugitivo se acoge a ellos o el reo que se refugia, seguro está de que nadie le toque ni moleste. El nombre de esta gente es el de Argipeos.
XXIV. Hasta llegar a estos calvos son muy conocidas todas aquellas regiones con sus pueblos intermedios, pues hasta allí llegan, tanto los escitas de quienes es fácil tomar noticias, como muchos de los griegos, ya del emporio del Borístenes, ya de los otros emporios del Ponto. Los escitas que suelen ir a traficar allá, negocian y tratan con ellos por medio de siete intérpretes de otros tantos idiomas.
XXV. Así que el país hasta dichos calvos es un país descubierto y conocido; pero nadie puede hablar con fundamento de lo que hay más allá, por cuanto corta el país una cordillera de montes inaccesibles que nadie ha traspasado. Verdad es que los calvos nos cuentan cosas que jamás se me harán creíbles, diciendo que en aquellos montes viven los Egipodas, hombres con pies de cabra, y que más allá hay otros hombres que duermen un semestre entero como si fuera un día, lo que de todo punto no admito. Lo que se sabe y se tiene por averiguado es que los Isedones habitan al Oriente de los calvos; pero la parte que mira al Bóreas ni los calvos ni los Isedones la tienen conocida, excepto lo dicho, que ellos quieren darnos por sabido.
XXVI. Dícese de los Isedones que observan un uso singular. Cuando a alguno se le muere su padre, acuden allá todos los parientes con sus ovejas, y matándolas, cortan en trozos las carnes y hacen también pedazos al difunto padre del huésped que les da el convite, y mezclando después toda aquella carne, la sacan a la mesa. Pero la cabeza del muerto, después de bien limpia y pelada, la doran, mirándola como una alhaja preciosa de que hacen uso en los grandes sacrificios que cada año celebran, ceremonia que los hijos hacen en honor de sus padres, al modo que los griegos celebran las exequias aniversarias. Por lo demás, estos pueblos son alabados de justos y buenos, y aun se dice que sus mujeres son tan robustas y varoniles como los hombres. De ellos al fin se sabe algo.
XXVII. De la región que está sobre los Isedones dicen estos que es habitada por hombres monóculos, y que en ella se hallan los Grifes guarda—oros. Esta fábula la toman de los Isedones los escitas que la cuentan, y de éstos la hemos aprendido nosotros, usando de una palabra escítica al nombrarlos Arimaspos, pues los escitas por uno dicen arima, y por ojo spu.
XXVIII. Tan rígida y fría es toda la región que recorremos, que por ocho meses duran en ella unos hielos insufribles, donde no se hace lodo con el agua derramada, pero sí con el fuego encendido. Hiélase entonces el mar y también el Bósforo Cimerio. Los escitas que están a la otra parte del foso pasan a caballo por encima del hielo y conducen sus carros a la otra ribera hasta los Sindos. En suma, hay allí ocho meses enteros de invierno, y los que restan son de frío. La estación y naturaleza del invierno es allí muy otra de la que tiene en otros países. Cuando parece que debía llegar el tiempo de las lluvias, apenas llueve en el país, pero en verano no cesa de llover. No se oye un trueno siquiera en la sazón en que truena en otras partes; y si sucede alguna vez en invierno, se mira como un prodigio, pero en verano son los truenos frecuentísimos. Por prodigio se tiene del mismo modo si acaece en la Escitia algún terremoto, ora sea en verano, ora en invierno. Sus caballos son los que tienen robustez para sufrir aquel rigor del invierno; los machos y los asnos no lo pueden absolutamente resistir, cuando en otras partes el hielo gangrena las piernas a los caballos, al paso que resisten los asnos y mulos.
XXIX. Ese mismo dolor del frío me parece la causa de que haya allí mismo cierta especie de bueyes mochos, a los cuales no les nacen astas, y en abono de mi opinión tengo aquel verso de Homero en la Odisea: «En Libia presto apuntan las astas al cordero.» Bien dicho por cierto, pues en los países calientes desde luego salen los cuernos; pero en climas muy helados, o nunca los sacan los animales, o bien los sacan tarde y malo y así me confirmo en que el frío es la causa de ello.
XXX. Y puesto que desde el principio me tomé la licencia de hacer en mi historia mil digresiones, dirá que me causa admiración el saber que en toda la comarca de Elea no puede engendrarse un mulo, no siendo frío el clima ni dejándose ver otra causa suficiente para ello. Dicen los Eleos que es efecto de cierta maldición de Enomao el que no se engendren mulos en su territorio; pero ellos lo remedian con llevar las yeguas en el tiempo oportuno a los pueblos vecinos, en donde las cubren los asnos padres hasta tanto que quedan preñadas, y entonces se las vuelven a llevar.
XXXI. Por lo que mira a las plumas voladoras, de que dicen los escitas estar tan lleno el aire que no se puede por causa de ellas alcanzar con la vista lo que resta de continente ni se puede por allí transitar, imagino que más allá de aquellas regiones debe de nevar siempre, bien que naturalmente nevará menos en verano que en invierno. No es menester decir más para cualquiera que haya visto de cerca la nieve al tiempo de caer a copos, pues se parece mucho a unas plumas que vuelan por el aire. Esa misma intemperie tan rígida del clima es el motivo sin duda de que las partes del continente hacia el Bóreas sean inhabitables. Así que soy de opinión que los escitas y sus vecinos llaman plumas a los copos de nieve, llevados de la semejanza de los objetos. Pero bastante y harto nos hemos alargado en referir lo que se cuenta.
XXXII. Nada dicen de los pueblos Hiperbóreos ni los escitas ni los otros pueblos del contorno, a no ser los Isedones, quienes tampoco creo que nada digan, pues nos lo repetirían los escitas, así como nos repiten lo de los Monóculos. Hesíodo, con todo, habla de los Hiperbóreos, y también Homero en los epígonos, si es que Homero sea realmente autor de tales versos.
XXXIII. Pero los que hablan más largamente de ellos son los Delios, quienes dicen que ciertas ofrendas de trigo venidas de los Hiperbóreos atadas en hacecillos, o bien unos manojos de espigas como primicias de la cosecha llegaron a los escitas, y tomadas sucesivamente por los pueblos vecinos y pasadas de mano en mano, corrieron hacia Poniente hasta el Adria, y de allí destinadas al Mediodía los primeros griegos que las recibieron fueron los Dodoneos, desde cuyas manos fueron bajando al golfo de Melea y pasaron a Eubea, donde de ciudad en ciudad las enviaron hasta la de Caristo, dejando d enviarlas a Andro, porque los de Caristo las llevaron a Teno, y los de Teno a Delos: con este círculo inmenso vinieron a parar a Delos las ofrendas sagradas. Añaden los Delios, que antes de esto los Hiperbóreos enviaron una vez con aquellas sacras ofrendas a dos doncellas llamadas, según dicen, Hipéroque la una y Laódice la ora, y juntamente con ellas a cinco de sus más principales ciudadanos para que les sirviesen de escolta, a quienes dan ahora el nombre de Perférees, conductores, y son tenidos en Delos en grande estima y veneración. Pero viendo los Hiperbóreos que no volvían a casa sus enviados, y pareciéndoles cosa dura tener que perder cada vez más a sus anuos diputados, pensaron con esta mira llevar sus ofrendas en aquellos manojos de trigo hasta sus fronteras, y entregándolas a sus vecinos, pedirles que las pasasen a otra nación, y así corriendo de pueblo en pueblo dicen que llegaron de Delos a su destino. Por mi parte, puedo afirmar que las mujeres de Tracia y de la Peonia cuando sacrifican en honor de Diana la Regia hacen una ceremonia muy semejante a las mencionadas ofrendas, empleando siempre en sus sacrificios los mismos hecillos de trigo, lo que yo mismo he visto hacer.
XXXIV. Volviendo a las doncellas de los Hiperbóreos, desde que murieron en Delos suelen, así los mancebos como los jóvenes, antes de la boda cortarse los rizos, y envueltos alrededor de un huso, los deponen sobre el sepulcro de las dos doncellas, que está dentro de Artemisio o templo de Diana, a mano izquierda del que entra, y por más señas en él ha nacido un olivo. Los mozos de Delos envuelven también sus cabellos con cierta hierba y los depositan sobre aquella sepultura. Tal es la veneración que los habitantes de Delos muestran con esta ofrenda a las doncellas Hiperbóreas.
XXXV. Cuentan los Delios asimismo que por aquella misma época en que vinieron dichos conductores, y un poco antes que las dos doncellas Hipéroque y Laódice, llegaron también a Delos otras dos vírgenes Hiperbóreas, que fueron Agra y Opis, aunque con diferente destino, pues dicen que Hipéroque y Laódice vinieron encargadas de traer a Ilitegia o Diana Lucina el tributo que allá se habían impuesto por el feliz alumbramiento de las mujeres; pero que Agra y Opis vinieron en compañía de sus mismos dioses, Apolo y Diana, y a estas se les tributasen en Delos otros honores, pues en su obsequio las mujeres; pero que Agra y Opis vinieron en compañía de sus mismos dioses, Apolo y Diana, y a estas se les tributan en Delos otros honores, pues en su obsequio las mujeres forman asambleas y celebran su nombre cantándoles un himno, composición que deben al licio Oten, el cual aprendieron de ellas los demás isleños, y también los jonios, que reunidos en sus fiestas celebran asimismo el nombre y memoria de Opis y de Agra. Añaden que Olen, habiendo venido de la Licia, compuso otros himnos antiguos, que son los que en Delos suelen cantarse. Cuentan igualmente que las cenizas de los muslos de las víctimas quemados encima del ara se echan y se consumen sobre el sepulcro de Agra y Opis que está detrás de Artemisio, vuelto hacia Oriente e inmediato a la hospedería que allí tienen los naturales de Ceo.
XXXVI. Creo que bastará lo dicho acerca de los Hiperbóreos, pues no quiero detenerme en la fábula de Abráis, quien dicen era de aquel pueblo, contando aquí cómo dio vuelta a la tierra entera sin comer bocado, cabalgando sobre una saeta. Yo deduzco que sí hay hombres Hiperbóreos, es decir, más allá del Bóreas, los habrá también más allá del Noto o Hipernotios. No puedo menos de reír en este punto viendo cuántos describen hoy día sus globos terrestres, sin hacer reflexión alguna en lo que nos exponen: píntannos la tierra redonda, ni más ni menos que una bola sacada del torno; hácennos igual el Asia con la Europa. Voy, pues, ahora a declarar, en breve cuál es la magnitud de cada una de las partes del mundo y cuál viene a ser su mapa particular o su descripción.
XXXVII. Primeramente, los persas en el Asia habitan cerca del mar Noto o del Sud, que llamamos Eritreo. Al Norte de ellos hacia el viento Bóreas están los medos; sobre los medos viven los Sáspires, y sobre éstos los Colcos, que confinan con el mar del Norte o ponto Euxino, donde desagua el río Fasis; así que estas cuatro naciones ocupan el trecho que hay de mar a mar.
XXXVIII. Desde allí, tomando hacia Poniente, del centro de aquellos países salen dos penínsulas o zonas de tierra extendidas hasta el mar, las que voy a describir. La una por la parte que corresponde al Bóreas, empezando desde el Fasis, se extiende por la costa del mar, siguiendo el ponto Euxino y el Helesponto hasta llegar al Sigeo, que es un promontorio de Troya: la misma comenzando por la parte del Noto desde el golfo Miriandrico, que está en la costa de Fenicia, corre por la orilla del mar hasta el promontorio Triopio. Treinta son las naciones que viven en el distrito de dicha comarca.
XXXIX. Esta es la Primera de las dos zonas de tierra; pasando hablar de la otra, empieza desde los persas y llega hasta el mar Eritreo. En ella está la Persia, a la cual sigue la Asiria, y después de ésta la Arabia, que termina en el Golfo Arábigo o mar Rojo, al cual condujo Darío un canal tomado desde el Nilo, si bien no concluye allí sí porque así lo han querido. Hay, pues, un continente ancho y muy grande desde los persas hasta la Fenicia, desde la cual sigue aquella zona por la costa del mar Mediterráneo, pasando por la Siria Palestina y por el Egipto, en donde remata, no conteniendo en su extensión más que tres naciones. Estas son las regiones contenidas desde la Persia hasta llegar a la parte occidental del Asia.
XL. Las regiones que caen sobre los persas, medos, Saspires y Colcos, tirando hacia Levante, son bañadas de un lado por el mar Eritreo, y del lado del Bóreas lo son por el mar Caspio y por el río Araxes, que corre hacia el Oriente. El Asia es un país poblado hasta la región de la India, pero desde allí todo lo que cae al Oriente es una región desierta de que nadie sabe dar seguros indicios.
XLI. Tales son los límites y magnitud del Asia: pasando ya a la Libia o África, sigue allí la segunda zona, pues la Libia empieza desde el Egipto, y formando allá en su principio una península estrecha, pues no hay desde nuestro mar Mediterráneo hasta el Eritreo más de cien mil orgias, que vienen a componer mil estadios, desde aquel paraje se va ensanchando por extremo aquel continente que se llama Libia o África.
XLII. Y siendo esto así, mucho me maravillo de aquellos que así dividieron el orbe, alindándolo en estas tres partes, Libia, Asia y Europa, siendo no corta la desigualdad y diferencia entre ellas; pues la Europa, en longitud, hace ventajas a las dos juntas, pero en latitud no me parece que merezca ser comparada con ninguna de ellas. La Libia se presenta a los ojos en verdad como rodeada de mar, menos por aquel trecho por donde linda con el Asia. Este descubrimiento se debe a Neco, rey de Egipto, que fue el primero, a lo que yo sepa, en mandar hacer la averiguación, pues habiendo alzado mano de aquel canal que empezó a abrirse desde el Nilo hasta el seno arábigo, despachó en unas naves a ciertos fenicios, dándoles orden que volviesen por las columnas de Hércules al mar Boreal o Mediterráneo hasta llegar al Egipto. Saliendo, pues, los fenicios del mar Eritreo, iban navegando por el mar del Noto: durante el tiempo de su navegación, así que venía el otoño salían a tierra en cualquier costa de Libia que les cogiese, y allí hacían sus sementeras y esperaban hasta la siega. Recogida su cosecha, navegaban otra vez; de suerte que, pasados así dos años, al tercero, doblando por las columnas de Hércules, llegaron al Egipto, y referían lo que a mí no se me hará creíble, aunque acaso lo sea para algún otro, a saber, que navegando alrededor de la Libia tenían el sol a mano derecha. Este fue el modo como la primera vez se hizo tal descubrimiento.
XLIII. La segunda vez que se repitió la tentativa, según dicen los cartagineses, fue cuando Sataspes, hijo de Teaspes, uno dc los Aqueménidas, no acabó de dar vuelta a la Libia, habiendo sido enviado a este efecto, sino que espantado así de lo largo del viaje como de la soledad de la costa, volvió atrás por el mismo camino, sin llevar a cabo la empresa que su misma madre le había impuesto y negociado para su enmienda; he aquí lo que sucedió: Había Sataspes forzado una doncella principal, hija de Zópiro, y como en pena del estupro hubiese de morir empalado por sentencia del rey Jerjes, su madre, que era hermana de Darío, le libró del suplicio con su mediación, asegurando que ella le daría un castigo mayor que el mismo Jerjes, pues le obligaría a dar una vuelta a la Libia, hasta tanto que costeada toda ella volviese al seno arábigo. Habiéndole Jerjes perdonado la vida bajo esta condición, fue Sataspes al Egipto, y tomando allí una nave con sus marineros navegó hacia las columnas de Hércules; pasadas las cuales y doblado el promontorio de la Libia que llaman Soloente, iba navegando hacia Mediodía. Pero como después de pasado mucho mar en muchos meses de navegación viese que siempre le restaba más que pasar, volvió, por fin, la proa y restituyóse otra vez al Egipto. De allí, habiendo ido a presentarse al rey Jerjes, díjole cómo había llegado muy lejos y aportado a las costas de cierta región en que los hombres eran muy pequeños y vestían de colorado, quienes apenas él arribara con su navío, abandonando sus ciudades se retiraban al monte; aunque él y su comitiva no les habían hecho otro daño al desembarcar que quitarles algunas ovejas de sus rebaños. Añadía que el motivo de no haber dado a la Libia una entera vuelta por mar, había sido no poder su navío seguir adelante, quedándose allí como si hubiese varado. Jerjes, que no tuvo por verdadera aquella relación, mandó que empalado pagase la pena a que primero le condenó, puesto que no había dado salida a la empresa en que aquella se le había conmutado. En efecto, un eunuco esclavo de Sataspes, apenas oyó la muerte de su amo, huyó a Samos cargado de grandes tesoros, los cuales bien sé quién fue el samio que se los apropió, aunque de propósito quiero olvidarme de ello.
XLIV. Respecto al Asia, gran parte de ella fue descubierta por orden de Darío, quien, con deseo de averiguar en qué del mar desaguase el río Indo, que es el segundo de los ríos en criar cocodrilos, entre otros hombres de satisfacción que envió en unos navíos esperando saber de ellos la verdad, uno fue Scilaces el Cariandense. Empezando estos su viaje desde la ciudad de Caspatiro, en la provincia de Pactyca, navegaron río abajo tirando a Levante hasta que llegaron al mar. Allí, torciendo el rumbo hacia Poniente, continuaron su navegación, hasta que después de treinta meses aportaron al mismo sitio de donde el rey del Egipto había antes hecho salir aquellos fenicios que, como dije, dieron vuelta por mar alrededor de la Libia. Después que hubieron hecho su viaje por aquellas costas, Darío conquistó la India e hizo frecuente la navegación de aquellos mares. De este modo se vino a descubrir que si se exceptúa la parte oriental de Asia, lo demás es muy semejante a la Libia. De aquí nació también señalar por límites de Asia al Nilo, río del Egipto, y al Fasis, río de la Cólquide, si bien algunos ponen su término en el Tanais, en la laguna Meotis, y en los Portumeios cimerios.
XLV. Pero respecto de la Europa, nadie todavía ha podido averiguar si está o no rodeada de mar por el Levante, si lo está o no por el Norte; sábese de ella que tiene por sí sola tanta longitud como las otras dos juntas. No puedo alcanzar con mis conjeturas por qué motivo, si es que la tierra sea un mismo continente, se le dieron en su división tres nombres diferentes derivados de nombres de mujeres, ni menos sé cómo se llamaban los autores de tal división, ni dónde sacaron los nombres que impusieron a las partes divididas. Verdad es que al presente muchos griegos pretenden que la Libia se llame así del nombre de una mujer nacida en aquella tierra, y que el Asia lleve el nombre de otra mujer esposa de Prometeo. Pero los lidios se apropian el origen del último nombre, diciendo que lo tomó de Asias, hijo de Cotis y nieto de Manes, no de Asia la de Prometeo; añadiendo que de Asias tomó también el nombre una de las tribus de Sardes que llaman la Asiada. Mas de la Europa nadie sabe si está rodeada de mar ni de dónde le vino el nombre, ni quién se lo impuso, a no decir que lo tomase de aquella Europa natural de Tiro, habiendo antes sido anónima como debieron también de serlo las otras dos. La dificultad está en que se sabe que Europa no era natural del Asia, ni pasó a esta parte del mundo que ahora los griegos llaman Europa, sino que solamente fue de Fenicia a Creta y de Creta a Licia. Pero basta ya de investigaciones, y sin buscar usanzas nuevas, valgámonos da los nombres establecidos.
XLVI. La región del Ponto Euxino, contra la que Darío preparaba su expedición, se aventaja a las restantes del mundo en criar pueblos rudos y tardos, en cuyo número no quiero incluir a los escitas, en tanto grado, que de las naciones que moran cerca del Ponto, ninguna podemos presentar que sea algo hábil y ladina, ni tampoco nombrar de entre todas un sabio, a no ser la nación de los escitas y el célebre Anacarsis, porque es menester confesar que la nación escítica ha hallado cierto secreto o arbitrio en que ninguna otra de las que yo sepa ha sabido dar hasta ahora, arbitrio verdaderamente el más acertado, si bien por lo demás no tiene cosa que me dé mucho que admirar. Y consiste su grande invención en hacer que nadie de cuantos vayan contra ellos se les pueda escapar, y que si ellos evitaren el encuentro no puedan ser sorprendidos. Unos hombres, en efecto, que ni tienen ciudades fundados ni muros levantados, todos sin casa ni habitación fija, que son ballesteros de a caballo, que no viven de sus sementeras y del arado, sino de sus ganados y rebaños, que llevan en su carro todo el hato y familia, ¿cómo han de poder ser vencidos en batalla, u obligados por fuerza a venir a las manos con el enemigo?
XLVII. Dos cosas han contribuido para este arbitrio y sistema: una es la misma condición del país apropiada para esto; otra la abundancia de los ríos, que les ayuda a lo mismo, porque por una parte su país es una llanura llena de pastos y abundante de agua, y además corren por ella tantos ríos que no son menos en número que las acequias y canales en Egipto. Quiero únicamente apuntar aquí los ríos más famosos y navegables que desde el mar allí se encuentran, los cuales son el Danubio, río de siete bocas, el Tiras, el Hipanis, el Borístenes, el Panticapes, el Hipaciris, el Gerro y el Tanais, cuyas corrientes voy a describir.
XVIII. El Danubio o Istro, río el mayor de cuantos conocemos, es siempre el mismo, así en verano como en invierno, sin disminuir nunca su corriente. La razón de su abundancia es, porque siendo el primero entre los ríos le la Escitia que llevan su curso desde Poniente, entran en él otros ríos que lo aumentan, y son los siguientes: cinco que tienen su corriente dentro de la misma Escitia van a desaguar en el Danubio: uno es el que los naturales llaman el Pórata y el Pireto; los otros son el Tiaranto, el Araro, a Náparis y el Odreso. El primero que he nombrado de estos ríos es caudaloso, y corriendo hacia Oriente desagua al cabo en el Istro: menor que este es el segundo de los dichos, el Tiaranto, que corre inclinándose algo hacia Poniente: los otros tres, el Araro, el Náparis y el Odreso, tienen sus corrientes en el espacio intermedio de los otros dos, y van a dar en el mismo Danubio, y estos son, como dije, los ríos propios y nacidos de la Escitia que lo acrecientan.
XLIX. De los Agatirsos baja el río Maris y va a confundir sus aguas con las del Danubio. Desde las cumbres del Hemo corren hacia el Norte tres grandes ríos, que son el Atlas, el Auras y el Tibisis, y van a parar en el Danubio. Por la Tracia y por el país de los Crobizos, pueblos tracios, pasan tres ríos, que son el Atris, el Noes, el Artanes, y desaguan también en el Danubio. En el mismo va a dar el Cio, el cual corriendo desde los Peones y del monte Ródope pasa por medio del Hemo. El río Angro, que desde los Isirios corre hacia el viento Bóreas y pasa por la llanura Tribálica, va a desaguar en el río Brongo; mas el Brongo mismo desemboca después en el Danubio, el cual recibe así en su lecho aquellos dos grandes ríos. A más de estos, paran también en el Danubio el Carpis y otro río llamado Alpis, que salen de la región que está sobre el país de los Ombricos, encaminando su corriente hacia el Bóreas. En suma, el gran Danubio va recorriendo toda la Europa, empezando desde los Celtas, que exceptuados los Cinetas, son los últimos europeos que viven hacia Poniente, y atravesada toda aquella parte del mundo, viene a morir en los confines y extremidad de la Escitia.
L. Así que, contribuyendo al Danubio con sus corrientes los mencionados ríos y otros muchos más, llega aquél a formarse el mayor de todos; si bien por otra parte el Nilo le hace ventaja, si se comparan las aguas propias del uno con las propias del otro, sin contar la advenediza, pues que ni río ni fuente alguna desagua en el Nilo para ayudarle a crecer. La razón de que el Danubio lleve siempre la misma agua en verano e invierno paréceme que puede ser la siguiente. En el invierno se halla en su propio punto de abundancia, y apenas sube un poco más de lo regular, por razón de ser muy poca la lluvia que cae en aquellas regiones y por hallarse todas cubiertas de nieve caída antes en invierno, y entonces deshecha corre de todas partes hacia el Danubio; de suerte que no solo lleva en su corriente el agua de la nieve deshelada que va escurriéndose hacia el río, sino también las muchas lluvias y temporales de la estación, lloviendo allí tanto en el verano. Y cuanto mayor es la copia de agua que el sol atrae y chupa en verano que no en invierno, tanto mayor es la proporción la abundancia de la que acude al Danubio en aquella estación que no es ésta. Por lo que balanceada entonces la salida del agua como la entrada, vienen a quedar las aguas del Danubio igualadas en verano con las de invierno.
LI. Además de este gran río poseen los escitas el Tiras, que bajando del lado del Bóreas tiene su nacimiento en una gran laguna que separa la región de la Escitia de la tierra de los neuros. En la embocadura del mismo río habitan los griegos que se llaman los Tiriatas.
LII. El tercer río que corre por la Escitia es el Hipanis, salido de una gran laguna, alrededor de la cual pacen ciertos caballos salvajes y blancos, laguna que se llama con mucha razón la madre del Hipanis, que naciendo de ella, corre cinco días de navegación, conservándose humilde y dulce, pero después acercándose al mar es extremadamente amarga por el espacio de cuatro jornadas. Causa de esto daño es una fuente que le rinde su agua, en tal grado amarga, aunque por sí nada copiosa, que basta para inficionar con su sabor todo el Hipanis, río bastante grande entre los secundarios. Hállase dicha fuente en la frontera que separa la tierra de los escitas labradores de la de los Alzones; su nombre y el de la comarca donde brota es en lengua de los escitas Exampeo, que en griego corresponde a Irai Odoi, vías sacras. En el país de los Alazones poco trecho dejan, intermedio el Tiras y el Hipanis, pero salidos de allí van en su curso apartándose uno del otro y dejando más espacio entre sí.
LIII. El cuarto de dichos ríos y el mayor de todos después del Istro es el Borístenes, río a mi ver el más provechoso, no solo entre los de Escitia, pero aun entre todos los del mundo, salvo siempre el Nilo del Egipto, con quien no hay alguno que en esto se lo pueda comparar. Pero de los demás es sin duda el Borístenes el más feroz y fructuoso; produce los más bellos y saludables pastos para el ganado; lleva muchísima y muy singular y escogida pesca; trae un agua muy delicada al gusto y muy limpia, a pesar de los vecinos ríos que corren turbios. Las campiñas por donde pasa dan las mejores mieses, y allí donde no siembran crían los prados una altísima hierba. En su embocadura hay mucha sal, que el agua va cuajando por sí misma: críanse en él unos grandes pescados sin espina que llaman Antáceos, a propósito para salarlos; son mil, en suma, las maravillas que el Borístenes produce. Navégase por el espacio de 40 días hasta un lugar llamado Gerro, y se tiene sabido que corre desde el Bóreas; pero de allí arriba nadie sabe porqué lugares pasa; solo parece que corriendo por sitios despoblados baja a la tierra de los escitas Georgos o labradores, quienes habitan en sus riberas el espacio de 10 días de navegación. Las fuentes de este río, lo mismo que las del Nilo, ni yo las sé, ni creo que las sepa griego alguno. Al llegar el Borístenes cerca ya del mar, júntasele allí el Hipanis, entrando los dos en un mismo lago. El espacio entre estos dos ríos, que es una punta avanzada hacia el mar, se llama el promontorio de Hipelao, donde está edificado un templo de la Madre, y más allá de él, vecinos al Hipanis, habitan los Boristenitas.
LIV. A estos ríos, de los que bastante hemos dicho, sigue el quinto, llamado Panticapes, que baja del Norte saliendo de una laguna; y en medio de éste y del Borístenes viven los escitas Georgos. Entra en la Hilea, y habiéndola atravesado, desagua en el Borístenes, con el cual se confunde.
LV. El sexto es el Hipaciris, que saliendo también de una laguna y corriendo por medio de los escitas nómadas, desagua en el mar cerca de la ciudad de Carcinitis, dejando a su derecha la Hilea y el lugar que llaman el Dromo de Aquiles.
LVI. El sétimo río, el Gerro, empieza a separarse del Borístenes en aquel sitio, desde el cual este último se halla descubierto y conocido, sitio que se llama también Gerro, trasmitiendo su nombre al río. Encaminándose hacia el mar, separa con su corriente la región de los escitas nómadas de la de los escitas regios, y por último entra en el Hipaciris.
LVII. El Tanais es el octavo río, que saliendo de una gran laguna en las regiones superiores, va a entrar en otra mayor llamada la Meótida, que separa los escitas regios de los Sauromatas. En este mismo río entra otro, cuyo nombre es el Higris.
LVIII. Estos son los ríos de que los escitas están bien provistos y abastecidos. La hierba que nace en la Escitia para pasto de los ganados es la más amarga de cuantas se conocen, como puede hacerse la prueba en las reses abriéndolas después de muertas.
LIX. Los escitas, pues, abundan en las cosas principales o de primera necesidad; por lo tocante a las leyes y costumbres, se rigen en la siguiente forma. He aquí los únicos dioses que reconocen y veneran: en primer lugar y con más particularidad, a la diosa Vesta; luego a Júpiter y a la Tierra, a quien miran como esposa de aquél; después a Apolo, Venus Celeste, Hércules y Marte; y estos son los dioses que todos los escitas reconocen por tales; pero los regios hacen también sacrificios a Neptuno. Los nombres escíticos que les dan son los siguientes: a Vesta la llaman Tabiti; a Júpiter lo dan un nombre el más propio y justo a mi entender, llamándole Papeo; a la Tierra la llaman Apia; a Apolo Etosiro; a Venus Celeste Artimpasa; a Neptuno Tamimasadas. No acostumbran erigir estatuas, altares ni templos sino a Marte únicamente.
LX. He aquí el modo y rito invariable que usan en todos sus sacrificios. Colocan la víctima atadas las manos con una soga; tras de ella está el sacrificador, quien tirando del cabo de la soga da con la víctima en el suelo, y al tiempo de caer ella, invoca y la ofrece al dios a quien la sacrifica. Ya luego a atar con un dogal el cuello de la bestia, y asiendo de una vara que mete entre cuello y dogal, le da vueltas hasta que la sofoca. No enciende allí fuego, ni ofrece parte alguna de la víctima, ni la rocía con licores, sino que ahogada y desollada va luego a cocerla.
LXI. Siendo la Escitia una región sumamente falta de leña, han hallado un medio para cocer las carnes de los sacrificios. Desollada la víctima, mondan de carne los huesos, y si tienen allí a mano ciertos calderos del país, muy parecidos a los peroles de Lesbos, con la diferencia de que son mucho más capaces, meten en ellos la carne mondada, y encendiendo debajo aquellos huesos limpios y desnudos, la hacen hervir de este modo; pero si no tienen a punto el caldero, echan la carne mezclada con agua dentro del vientre de la res, en el cual cabe toda fácilmente una vez mondada, y encienden debajo los huesos, que van ardiendo vigorosamente: con esto, un buey y cualquiera otra víctima se cuece por sí misma. Una vez cocida, el sacrificador corta por primicias de ella una parte de carne y otra de las entrañas, y las arroja delante de sí. Y no solo sacrifican los ganados ordinarios, sino muy especialmente los caballos.
LXII. Este es el rito de sus sacrificios, y estas las víctimas que generalmente sacrifican a todos sus dioses; pero con su dios Marte usan de un rito particular. En todos sus distritos, contando por curias, tienen un templo erigido a Marte, hecho de un modo extraño. Levantan una gran pira amontonando faginas hasta tres estadios de largo y de ancho, pero no tanto de alto; encima forman una área cuadrada a modo de ara, y la dejan cortada y pendiente por tres lados y accesible por el cuarto. Para la conservación de su hacina, que siempre va menguando consumida por las inclemencias del tiempo, la van reparando con 150 carros de fagina que le añaden; y encima de ella levanta cada distrito un alfanje de hierro, herencia de sus abuelos, y éste es el ídolo o estatua de Marte. A este alfanje levantado hacen sacrificios anuales de reses y caballos, y aun se esmeran en sacrificar a éste más que a los demás dioses; y llega el celo a tal punto, que de cada cien prisioneros cogidos en la guerra le sacrifican uno, y no con el rito que inmolan los brutos, sino con otro bien diferente. Ante todo derraman vino sobre la cabeza del prisionero; después le degüellan sobre un vaso en que chorree la sangre, y subiéndose con ella encima del montón de sus haces, la derraman sobre los alfanjes. Hecho esto sobre el ara, vuelven al pié de las faginas y de las víctimas que acaban de degollar, cortan todo el hombro derecho juntamente con el brazo, y lo echan al aire; por un lado yace el brazo allí donde cae, por otro el cadáver. En dando fin a las demás ceremonias del sacrificio, se retiran.
LXIII. A esto, en suma, se reducen sus sacrificios, no acostumbrando inmolar lechones, y lo que es más, ni aun criarlos en su tierra.
LXIV. Acerca de sus usos y conducta en la guerra, el escita bebe luego la sangre al primer enemigo que derriba, y a cuantos mata en las refriegas y batallas les corta la cabeza y la presenta después al soberano: ¡infeliz del que ninguna presenta! pues no le cabe parte alguna en los despojos, de que solo participa el que las traiga. Para desollar la cabeza cortada al enemigo, hacen alrededor de ella un corte profundo de una a otra oreja, y asiendo de la piel la arrancan del cráneo, y luego con una costilla de buey la van descarnando, y después la ablandan y adoban con las manos, y así curtida la guardan como si fuera una toalla. El escita guerrero ata de las riendas del caballo en que va montado y lleva como en triunfo aquel colgajo humano, y quien lleva o posee mayor número de ellos es reputado por el más bravo soldado: aun se hallan muchos entre ellos que hacen coser en sus capotes aquellas pieles, como quien cose un pellico. Otros muchos, desollando la mano derecha del enemigo, sin quitarle las uñas, hacen de ella, después de adobada, una tapa para su ataba; y no hay que admirarse de esto, pues el cuero humano, recio y reluciente, sin duda adobado saldría más blanco y lustroso que ninguna de las otras pieles. Otros muchos, desollando al muerto de pies a cabeza, y clavando en un palo aquella momia, van paseándola en su mismo caballo.
LXV. Tales son sus leyes y usos de guerra; pero aun hacen más con las cabezas, no de todos, sino de sus mayores enemigos. Toma su sierra el escita y corta por las cejas la parte superior del cráneo y la limpia después; si es pobre, conténtase cubriéndolo con cuero crudo de buey; pero si es rico, lo dora, y tanto uno como otro se sirven después de cráneo como de vaso para beber. Esto mismo practican aun con las personas más familiares y allegadas; si teniendo con ellas alguna riña o pendencia, logran sentencia favorable contra ellas en presencia del rey. Cuando un escita recibe algunos huéspedes a quienes honra particularmente, les presenta las tales cabezas convertidas en vasos, y les da cuenta de cómo aquellos sus domésticos quisieron hacerle guerra, y que él salió vencedor. Esta, entre ellos, es la mayor prueba de ser hombres de provecho.
LXVI. Una vez al año, cada gobernador de distrito suele llenar una gran pipa de vino, del cual beben todos los escitas bravos que han muerto en la guerra algún enemigo; pero los otros, que no han podido hacer otro tanto, están allí sentados como a la vergüenza, sin poder gustar del banquete, no habiendo para ellos infamia mayor. Pero los que hubieren sido muy señalados en las matanzas de hombres, se les da a cada cual dos vasos a un tiempo, y bebe uno por dos.
LXVII. No faltan a los escitas adivinos en gran cantidad, cuya manera de adivinar por medio de varas de sauce explicaré aquí: Traen al lugar donde quieren hacer la función unos grandes haces de mimbres, y dejándolos en tierra los van después tomando una a una y dejando sucesivamente las varillas, y al mismo tiempo están vaticinando, y sin cesar de murmurar vuelven a juntarlas y a componer sus haces; este género de adivinación es heredado de sus abuelos. Los que llaman Enarees, que son los hermafroditas o afeminados, pretenden que la diosa Venus los hace adivinos, y vaticinan con la corteza interior del árbol teia o tilo, haciendo tres tiras de aquella membranilla, envolviéndolas alrededor de sus dedos, y adivinando al paso que las van desenvolviendo.
LXVIII. Si alguna vez enferma su rey, hace llamar a los tres adivinos de mayor crédito y fama, los cuales del modo arriba dicho vaticinan acerca de aquella enfermedad. Por lo común, salen con decir que uno u otro, nombrando a los sujetos que les parece, juraron falso por los lares regios; pues que cuando los escitas quieren hacer el juramento más grave y más solemne de todos, casi siempre les obligan las leyes a jurar por los hogares o penates del rey. Al punto, pues traen preso al sujeto que dicen haber perjurado, y allí le reconvienen los adivinos, diciendo que el rey está enfermo porque él, como parece por los vaticinios, fue perjuro violando los hogares y penales regios. Suele acontecer que, enojado el preso, desmiente a los adivinos, diciendo que no hubo tal perjurio. Entonces llama el rey otros tantos adivinos, y si éstos, observando el modo que se guardó en la adivinación, dan al reo por convicto del perjurio, sin más dilación le cortan la cabeza, y los primeros adivinos se reparten todos sus haberes. Pero si los segundos absuelven al pretendido perjuro, llámanse de nuevo otros, y después otros, y si sucede que los más den al hombre por inocente, la pena decretada por las leyes es que mueran los primeros adivinos.
LXIX. El género de muerte es el siguiente: llenan un carro de haces de leña menuda; atan al yugo los bueyes; luego meten en medio de los haces a los adivinos con prisiones en los pies, con las manos atadas atrás y con mordazas en la boca; pegan fuego a la fagina, y espantando a gritos a los bueyes, les hacen que corran. Sucede que muchos de los bueyes quedan abrasados en compañía de los falsos profetas, pero muchos otros, cuando la lanza del carro se acaba de abrasar, escapan vivos, aunque bien chamuscados. Del mismo modo queman también vivos por otros delitos a sus adivinos, llamándolos falsos.
LXX. Si el rey manda quitar la vida a alguno de sus vasallos, no la perdona a sus hijos, obligando a todos los varones a morir con su padre, si bien a las hembras ningún daño se les hace. La solemnidad en los contratos y alianzas de los escitas con cualquiera que los contraigan, es la siguiente: colocan en medio una gran copa de barro, y en ella juntamente con vino mezclan la sangre de entrambos contrayentes, que se sacan hiriéndose ligeramente el cuerpo con un cuchillo o con la espada. Después de esto, mojan en la copa el alfanje, la segur, las saetas y el dardo, y hecha esta ceremonia, pasan a sus votos y largas depredaciones, tras de las cuáles beben del vino ensangrentado, así los actores principales de la confederación, como las personas más respetables de su comitiva.
LXXI. La sepultura de los reyes está en el lugar llamado Gerro, desde donde comienza el Borístenes a ser navegable. Luego que muere un rey, abren allí un foso cuadrado, y prevenido éste, toman el cadáver, al cual antes han abierto y purgado el vientre, y llenado después de juncia machacada, de incienso, de alinea, de semilla de apio y de anís, y volviendo a coser la abertura lo enceran todo por fuera. Puesto sobre un carro, lo llevan a otra nación o provincia de su imperio, y los que en ella reciben el cadáver del rey le hacen el mismo luto que los escitas regios que se lo condujeron, el cual consiste en cortarse un poquito de las orejas, en quitarse las puntas de los cabellos, en abrirse la piel alrededor de sus brazos, en llagarse la frente y narices, y en traspasarse la mano izquierda con sus saetas. Desde allí llevan el cadáver en su carro hasta otra nación de su dominio, sin que dejen de acompañar al muerto aquellos escitas que fueron los primeros en recibirlo de los regios. Por fin, después que los conductores pasearon al difunto por todas las provincias, se detienen en los Gerros, vasallos lo más apartados de todos, al lado de la misma sepultura. Primero ponen el cadáver dentro de su caja sobre un lecho que está en aquella hoya; después clavan al uno y al otro lado del difunto unas lanzas, y sobre ellas suspenden palos para hacerle una enramada de mimbres. En el contorno espacioso del arca encierran una de las concubinas reales, sofocándola primero, como también un copero, un cocinero, un caballerizo, un criado, un paje de antesala para los recados, unos caballos, las primicias más delicadas de todas las cosas, y unas copas de oro, pues entre ellos no está introducido el uso de la plata y del bronce. Después de esto, todos a porfía cubren con tierra el difunto, empeñados en levantar sobre él un enorme túmulo.
LXXII. Al cabo de un año después del entierro, vuelven de nuevo a practicar la siguiente ceremonia. Escogen de los criados del difunto rey los más lindos y bellos, quienes suelen ser escitas libres y bien nacidos, pues allí son criados del rey los ciudadanos que él mismo elige, no habiendo entre ellos el uso de comprar esclavos: escogidos, repito, cincuenta de entre ellos, los ahogan y juntamente cincuenta caballos de los más hermosos. Sácanles a todos las tripas y les limpian las entradas llenándolas después de paja y cosiéndoles el vientre. Toman después un medio cerco, a manera de un aro de cuba, y clavan sus dos extremas en dos palos que se levantan desde el túmulo; a poca distancia clavan otro medio aro del mismo modo, y otros muchos así. Hechos aquellos arcos, desde la cola de cada caballo hasta el cuello meten un palo recio, y suben el cadáver sobre los aros, de suerte que los primeros sostienen sus espaldas, y los postreros sus muslos y vientre, quedando suspenso el caballo sin tocar en el suelo ni con las manos ni con las piernas, levantado así, le ponen su freno y brida atada a un palo que está allí delante. Sobre cada uno de los caballos colocan sendos caballeros, que son los mancebos allí ahogados, metiendo a cada cadáver un palo recto que penetrando por el espinazo llegue al pescuezo, clavando la punta inferior de dicho palo que queda fuera del cuerpo dentro de un agujero que tiene el otro palo que atraviesa el cuerpo del caballo. Puesta alrededor del túmulo aquella cabalgada de momias, se retiran todos a sus casas.
LXXIII. Esto sucede en las sepulturas de los reyes, por lo que toca a las de los particulares se sigue otro estilo. Cuando muere un escita, los parientes más cercanos le ponen en su carro y le van llevando por las casas de sus amigos. Cada uno de estos recibe con un gran convite a toda la comitiva, poniendo también al muerto la misma mesa que a sus conductores; pasados 40 días en tales visitas, al cabo lo entierran. Los escitas que le dieron sepultura usan de muchas ceremonias para purificarse: primero se refriegan y lavan la cabeza; y después para la lustración de todo su cuerpo plantan tres palos en tierra en forma de triángulo, cuyas puntas se unen por medio de su mutua inclinación; alrededor de los palos extienden un fieltro o encerado hecho de lana a manera de sombrero apretándolo lo más que pueden, sin dejar el más mínimo resquicio; y en medio de aquella estufa de lana tupida meten un brasero en forma de esquife y dentro unas piedras hechas ascua, todo con el fin de sahumarse como diré más adelante.
LXXIV. Nace en el país el cáñamo, hierba enteramente parecida al lino, menos en lo grueso y alto, en que el cáñamo le hace muchas ventajas. Parte de él nace de suyo, parte se siembra. Los tracios hacen de él telas y vestidos muy semejantes a las de lino, tanto que nadie que no esté hecho a verlas sabría distinguir si son de lino o de cáñamo, y quien nunca las haya visto las tendrá por piezas de Lino.
LXXV. Del mencionado cáñamo toman, pues, la semilla los escitas impuros y contaminados por algún entierro, echándola a puñados encima de las piedras penetradas del fuego, y metidos ellos allá dentro de su estufa. La semilla echada va levantando tal sahumerio y despidiendo de sí tanto vapor, que no hay estufa alguna entre los griegos que en esto le exceda. Entretanto, los escitas gritan de placer como si se bañasen en agua rosada, y esta función les sirve de baño, pues jamás acostumbran bañarse. Las mujeres escitas componen para sus afeites una especie de emplasto: preparan una vasija con agua; raspan luego un poco de ciprés, de cedro y de palo de incienso contra una piedra áspera, y de las raspaduras mezcladas con agua forman un engrudo craso con que se emplastan el rostro y aun todo el cuerpo. Dos ventajas logran con esto; oler bien, cualquiera que sea su mal olor natural, y quedar limpias y relucientes al quitarse aquella costra al día siguiente.
LXXVI. A nada tienen más aversión que a los usos y modas extrañas, aun a las de otra provincia de la nació; pero con mucha particularidad a las de los griegos, como se vio bien una vez en Anacarsis y otra en Sciles. Anacarsis en primer lugar, habiendo visto muchos países y mostrádose en todos hombre muy sabio, volvía ya a los aires nativos de la Escitia. Sucedió que navegando el Helesponto tomase puerto en Cízico, en donde halló a los vecinos de la ciudad ocupados en hacer a la madre de los dioses una fiesta magnífica y pomposa, y el buen Anacarsis con aquella ocasión hizo un voto a la madre, de que si por su favor y ayuda llegaba salvo a su casa, le haría aquel mismo sacrificio que entonces veía hacer a los Cizicenos, e introduciría allí aquella vigilia y fiesta nocturna. Llegado después a Escitia, habiendo desembarcado en el sitio que llaman Hilea, floresta vecina al Dromo de Aquiles y poblada de todo género de árboles, celebraba Anacarsis su fiesta a la diosa, sin omitir ceremonia alguna, tocando sus timbales y llevando las figurillas pendientes del cuello. Uno de los escitas que le había visto en aquella función le delató al rey Saulio, el cual, avisado, y viendo por sus ojos a Anacarsis que continuaba en sus ceremonias, le mató con una saeta. Y aun ahora, si se pregunta a los escitas por Anacarsis, responderán que no saben ni conocen tal hombre; tal es la enemiga que con él tienen, así porque viajó por la Grecia, como porque siguió los usos y ritos extranjeros. Pero, según supe de Timnes, tutor que era de Ariapites, fue Anacarsis tío de Idantirso, rey de la Escitia, e hijo de Gnuro, nieto de Lico y biznieto de Espargapites. Y si es verdad que Anacarsis fuese de tal familia, ¡triste suerte para el infeliz la de haber muerto a manos de su mismo hermano, pues Idantirso fue hijo de Saulio, y Saulio quien mató a Anacarsis!
LXXVII. Es singular lo que oí contar a los del Peloponeso, que Anacarsis había sido enviado a Grecia por el rey de los escitas, para que como discípulo aprendiera de los griegos y que vuelto de sus estudios había informado al mismo que le envió de que todos los pueblos de la Grecia eran muy dados a todo género de erudición, salvo los lacedemonios que eran los únicos que en sus conversaciones hablaban con naturalidad sin pompa ni estudio. Pero esto es a fe mía un cuento con que los mismos griegos se han querido divertir: lo cierto es que al infeliz le costó la vida aquella fiesta, como dije, y éste fue el pago que tuvo de haber querido introducir usos nuevos y seguir costumbres griegas.
LXXVIII. El mismo fin que éste tuvo largos años después Esciles, hijo de Ariapites. Sucedió que Ariapites, rey de los escitas, tuvo entre otros hijos a Esciles, habido en una mujer no del país, sino natural de Istria, colonia de los Milesios, que instruyó a su hijo en la lengua y literatura griega. Andando después el tiempo, como su padre Ariapites hubiese sido alevosamente muerto por el rey de los Agatirsos Spargapites, Esciles tomó posesión no solo de la corona, sino también de una esposa de su padre, que se llamaba Opea, señora natural de la Escitia, en quien Ariapites había tenido un hijo llamado Orico. rey ya de los suyos, Esciles gustaba poco de vivir a la escítica, y su pasión era seguir particularmente las costumbres de los griegos conforme a la educación y usanzas en que se había criado. Para este efecto solía conducir el ejército escita a la ciudad de los Boristenitas, colonos griegos, y según ellos pretenden, originarios de Mileto: apenas llegado, dejando su ejército en los arrabales de la ciudad, se metía en persona dentro de la plaza, y mandando al punto cerrar las puertas se despojaba de los vestidos escíticos y se vestía a la griega. En este traje íbase el rey paseando por la plaza sin alabarderos ni guardia alguna que le siguiese; pero entretanto tenía centinelas a las puertas de la ciudad, no fuese que metido dentro alguno de los suyos acertase a verle en aquel traje. En todo, por abreviar, se portaba como si fuese griego, y según el ritual de los griegos hacía sus fiestas y sacrificios a los dioses. Después de pasado un mes o algo más, tomando de nuevo su hábito escítico se volvía otra vez; y como esta función lo hiciese a menudo, había mandado edificar, en Borístenes un palacio, y llevado a él por esposa una mujer natural de la ciudad.
LXXIX. Pero estando destinado que tuviese un fin desastroso, alcanzóle la desventura con la siguiente ocasión. Dióle la gana de alistarse entre los cofrades de Baco, el dios de las máscaras, y cuando iba ya a hacer aquella ceremonia y profesión, sucedióle un raro portento. Alrededor de la magnífica y suntuosa casa que, como acabo de decir, se había fabricado en la ciudad de los Boristenitas, tenía una gran plaza circuida toda de estatuas de mármol blanco en forma de esfinges y de grifos; contra este palacio disparó Dios un rayo que lo abrasó totalmente. Pero no se dio Esciles por entendido, y prosiguió del mismo modo su mascarada. Es de saber que los escitas suelen dar en rostro a tos griegos sus borracheras y bacanales, diciendo que no es razonable tener por dios a uno que hace volver locos y furiosos a los hombres. Ahora, pues, cuando Esciles iba hecho un perfecto camarada de Baco, uno de los Boristenitas dio casualmente con los escitas y les dijo: —«Muy bien, sabios escitas; vosotros os mofáis de los griegos porque hacemos locuras cuando se apodera de nosotros el dios Baco; ¿y qué diríais ahora si vierais a vuestro rey, a quien no sé qué espíritu bueno o malo arrebata danzando por esas calles, loco y lleno de Baco a no poder más? Y si no queréis creerme sobre mi palabra, seguidme, amigos, que mostrároslo he con el dedo.» Siguiéronle los escitas principales, y el Boristenita los condujo y ocultó en una de las almenas. Cuando vieron los escitas que pasaba la mojiganga, y que en ella iba danzando su rey hecho un insensato, no es decible la pesadumbre que por ello tuvieron, y saliendo de allí dieron cuenta a todo el ejército de lo que acababan de ver.
LXXX. De aquí resultó que al dirigirse Esciles con sus tropas hacia su casa, los escitas pusieron a su frente un hermano suyo llamado Octamasades, nacido de una hija de Teres, y sublevados negaron a aquel obediencia. Viendo Esciles lo que pasaba, y sabiendo el motivo de aquella novedad, se refugió a la Tracia, de lo cual informado Octamasades movió su ejército hacia aquel país, y hallándose ya cerca del Danubio, saliéronles al encuentro armados los tracios, y estando a punto de venir a las manos los dos ejércitos, Sitalces envió un heraldo que habló así a Octamasades: —«¿Para qué probar fortuna y querer medir las espadas? Tú eres hijo de una de mis hermanas, y tienes en tu poder un hermano mío refugiado en tu corte: ajustémonos en paz; entrégame tú a ese hermano y yo te entregaré a Esciles, que lo es tuyo. Así, ni tú ni yo nos expondremos a perder nuestra gente.» Estos partidos de paz le envió a proponer Sitalces, quien tenía un hermano retirado en la corte de Octamasades; convino éste en lo que se le proponía, y entregando su tío a Sitalces, recibió de él a su hermano Esciles. Habiendo Sitalces recobrado a su hermano retiróse con sus tropas, y Octamasades en aquel mismo sitio cortó la cabeza a Esciles. Tan celosos están los escitas de sus leyes y disciplina propia, y tal pago dan a los que gustan de introducir novedades y modas extranjeras.
LXXXI. Por lo que mira al número fijo de población de los escitas, no encontré quien me lo supiese decir precisamente, hallando en los informes mucha divergencia. Unos me decían que eran muchísimos en número, otros que había muy pocos escitas puros y de antigua raza. Referiré la prueba de su población que me pusieron a la vista. Hay entre los ríos Borístenes e Hipanis cierto lugar con el nombre de Exampeo, del cual poco antes hice mención, cuando dije que había allí una fuente de agua amarga, que mezclándose con el Hipanis impedía que se pudiese beber de su corriente. Viniendo al asunto, hay en aquel lugar un caldero tan descomunal, que es seis veces más grande, que aquella pila que está en la boca del Ponto, ofrenda que allí dedicó Pausanias, hijo de Cleombroto. Mas para quien nunca vio esta pila, describiré en breve el caldero de los escitas, diciendo que podrá recibir sin duda unos 600 cántaros, y que su canto tiene seis dedos de recio. Decíanme, pues, los del país, que este caldero se había hecho de las puntas de sus saetas; porque como su rey Aríantas, que así se llamaba, quisiese saber a punto fijo cuánto fuese el número de sus escitas, dio orden de que cada uno de ellos presentase una punta de saeta, imponiendo pena capital al que no la presentase. Habiéndose recogido, pues, un número inmenso de puntas, parecióle al rey dejar a la posteridad una memoria de ellas, y mandó hacer aquel caldero, lo dejó en Exampeo como un público monumento, y he aquí lo que oía decir de aquella población.
LXXXII. Nada de singular y maravilloso ofrece aquella región, si exceptuamos la grandeza y el número de los ríos que posee. No dejaré con todo de notar una maravilla, si es que lo sea, que a más de los ríos y de lo dilatado de aquella llanura, allí se presenta, y es el vestigio de la planta del pie de Hércules que muestran impreso en una piedra, el cual en realidad se parece a la pisada de un hombre: no tiene menos de dos codos y está cerca del río Tiras. Pero basta lo dicho de cuentos y tradiciones, volvamos a tomar el hilo de la historia que antes íbamos contando.
LXXXIII. Al tiempo que Darío hacía sus preparativos contra los escitas, enviando sus comisarios con orden de intimar a unos que le aprontasen la infantería, a otros la armada naval, a otros que le fabricasen un puente de naves en el Bósforo de Tracia, su hermano Artabano, hijo también de Histaspes, de ningún modo aprobaba que se hiciese la guerra a los escitas, dando por motivo que era una nación falta de todo y necesitada; pero viendo que sus consejos no hacían fuerza al rey, siendo en realidad los mejores, cesó en ellos y dejó correr los negocios. Cuando todo estuvo aprontado, Darío partió con su ejército desde Susa.
LXXXIV. Entonces sucedió que uno de los persas llamado Eobazo, el cual tenía tres hijos y los tres partían para aquella jornada, suplicó a Darío que de tres le dejase uno en casa para su consuelo. Respondióle Darío, que siendo él su amigo y pidiéndole un favor tan pequeño, quería darle el gusto cumplido dejándole a los tres. Eobazo no cabía en sí de contento, creyendo que sus hijos quedaban libres y desobligados de salir a campaña; pero Darío dio orden que los ejecutores de sus sentencias matasen a todos los hijos de Eobazo, y de este modo, degollados, quedaron con su padre.
LXXXV. Luego que Darío salió de Susa llegó al Bósforo de Calcedonia, lugar donde se había construido el puente; entrando en una nave, fuese hacia las islas Cianeas, como las llaman; de las cuales dicen los griegos que eran en lo antiguo vagas y errantes. Sentado después en el templo de Júpiter Urio, estuvo contemplando el Ponto, pues es cosa que merece ser vista, no habiendo mar alguno tan admirable. Tiene allí de largo 11.100 estadios, y de ancho por donde lo es más 3.300. La boca de este mar tiene en su entrada cuatro estadios de ancho; pero a lo largo en todo aquel trecho y especie de cuello que se llama Bósforo, en donde se había construido el puente, cuenta como 120 estadios. Dicho Bósforo se extiende hasta la Propóntide, que siendo ancha de 500 estadios y larga de 1.400 va a terminar en el Helesponto, el cual cuenta siete estadios a lo angosto y 400 a lo largo, y termina después en una gran anchura de mar, que es la llamada Mar Egeo.
LXXXVI. Ved ahí como se han medido estas distancias. Suele una nave en un largo día hacer comúnmente 7.000 orgias de camino a lo más; de noche, empero, 6.000 únicamente: ahora bien, el viaje que hay desde la boca del Ponto, que es su lugar más angosto, hasta el río Fasis, es una navegación de nueve días y ocho noches, navegación que comprende, por tanto, 110.100 orgias, que hacen 11.200 estadios. La navegación que hay desde el país de los Siudos hasta Temiscira, que está cerca del río Termodonte, siendo aquella la mayor anchura del Ponto, es de tres días y dos noches, que componen 330 orgias, a que corresponde la suma de 3.300 estadios. Repito, pues, que en estos términos he calculado la extensión del Ponto, del Bósforo y del Helesponto, cuya situación natural es conforme la llevo declarada. Tiene el Ponto además de lo dicho una laguna que desagua en él, y que no es muy inferior en extensión, la cual lleva el nombre de Meótida, y se dice ser la madre del Ponto.
LXXXVII. Vuelvo a Darío, quien después de contemplado el Ponto, volvióse atrás hacia el puente, cuyo ingeniero o arquitecto había sido Mandrocles, natural de Samos. Habiendo el rey mirado también curiosamente el Bósforo, hizo levantar en él dos columnas de mármol blanco, y grabar en una con letras asirias y en otra con griegas el nombre de todas las naciones que en su ejército conducía, y conducía todas aquellas de quienes era soberano. El número de dichas tropas de infantería y caballería subía a 70 miríadas, o al de 700.000 hombres, sin incluir en él la armada naval en que venían juntas 600 embarcaciones. Algún tiempo después cargaron los Bizantinos con dichas columnas, y llevándolas a su ciudad se valieron de ellas para levantar el ara de Diana Ortosia, exceptuando solamente una piedra llena de caracteres asirios, que fue dejada en Bizancio en el templo de Baco. El sitio del Bósforo en que el rey Darío fabricó aquel su puente, es puntualmente, según mis conjeturas, el que está en medio de Bizancio y del templo de Júpiter situado en aquella boca.
LXXXVIII. Habiendo Darío mostrado mucho gusto y satisfacción por lo bien construido que le parecía el puente de barcas, tuvo la generosidad de pagar a su arquitecto Mandrocles de Samos todas las partidas a razón de diez por uno. Separando después Mandrocles las primicias de aquel regalo, hizo con ellas pintar aquel largo puente echado sobre el Bósforo, y encima de él al rey Darío sentado en su trono, y al ejército en el acto de pasar; y dedicó este cuadro en el Hereo o templo de Juno, en Samos, con esta inscripción: Mandrocles, que subyugó con su puente al Bósforo, fecundo en pesca, colocó aquí su monumento, corona suya, gloria de Samos, pues que supo agradar al rey, al gran Darío. Tal fue la memoria que dejó el constructor de aquel puente.
LXXXIX. Después que Darío dio con Mandrocles aquella prueba de liberalidad, pasó a la Europa, habiendo ordenado a los jonios que navegasen hacia el Ponto, hasta entrar en el Danubio, donde les mandó que le aguardasen, haciendo un puente de barcas sobre aquel río, y esta orden se dio a los jonios, porque ellos con los eolios y los helespónticos eran los que capitaneaban toda la armada naval. Pasadas las Cianeas, la armada llevaba su rumbo hacia el Danubio, y habiendo navegado por el río dos días de navegación desde el mar, hicieron allí un puente sobre las cervices del Istro, esto es, en el paraje desde donde empieza a dividirse en varias bocas. Darío con sus tropas, que pasaron el Bósforo por encima de aquel tablado hecho de barcas, iba marchando por la Tracia, y llegando a las fuentes del río Tearo, dio tres días de descanso a su gente allí atrincherada.
XC. Los que moran vecinos al Tearo dicen que es el río más saludable del mundo, pues sus aguas, además de ser medicinales para muchas enfermedades, lo son particularmente contra la sarna de los hombres y la roña de los caballos. Sus fuentes son 38, saliendo todas de una misma peña, pero unas frías y otras calientes. Vienen a estar a igual distancia, así de la ciudad de Hereo, vecina a la de Perinto. como de la Apolonia, ciudad del ponto Euxino, a dos jornadas de la una y a dos igualmente de la otra. El Tearo va a desaguar en el río Contadesdo, éste en el Agrianes, el Agrianes en el Hebro, y el Hebro en el mar vecino a la ciudad de Eno.
XCI. Habiendo, pues, Darío llegado al Tearo, y fijado allí su campo, contento de haber dado con aquel río, quísole honrar poniendo una columna con esta inscripción: Las fuentes del río Tearo brotan el agua mejor y más bella de todos los ríos; a ellas llegó conduciendo su ejército contra los escitas el hombre mejor y más bello de todos los hombres, Darío, el hijo de Histaspes y rey del Asia y de todo el continente. Esto era lo que en la columna estaba escrito.
XCII. Partió, Darío de aquel campo, dio con otro río que lleva el nombre de Artisco, y corre por el país de las Odrisas. Junto a aquel río, habiendo señalado cierto lugar, se le antojó dar orden a sus tropas de que al pasar dejase cada cual su piedra en aquel mismo sitio, y habiéndolo cumplido todos, continuó marchando con su gente, dejando allí grandes montones de piedra.
XCIII. Antes de llegar al Istro, los primeros pueblos que por fuerza rindió Darío fueron los Getas Atanizontes, o defensores de la inmortalidad, pues los tracios que habitan en Salmideso, puestos sobre las ciudades de Apolonia y de Mesambria, llamados los Smicirdas y los Nipseos, sin la menor resistencia se lo entregaron. Pero los Getas, nación la más valiente y justa de todos los tracios, resueltos con poca cordura a disputarle el paso, fueron sobre la marcha hechos esclavos por Darío.
XCIV. Respecto a la inmortalidad, están muy lejos de creer que realmente mueran; y su opinión es que el que acaba aquí la vida va a vivir con el dios Zamolxis, a quien algunos hacen el mismo que Gebeleizi. De cinco en cinco años sortean uno de ellos, al cual envían por mensajero a Zamolxis, encargándole aquello de que por entonces necesitan. Para esto, algunos de ellos, puestos en fila, están allí con tres lanzas; otros, cogiendo de las manos y de los pies al mensajero destinado a Zamolxis, lo levantan al aire y le tiran sobre las picas. Si muere el infeliz traspasado con ellas, ¡albricias! porque les parece que tienen aquel dios de su parte, pero si no muere el enviado sobre las picas, se vuelven contra él diciéndole que es un hombre malo o ruin, y acusándole así, envían otro, a quien antes de morir dan sus encargos. Estos tracios, al ver truenos y relámpagos, disparan sus flechas contra el cielo, con mil bravatas y amenazas a Júpiter, no teniéndole por dios, ni creyendo en otro que en su propio Zamolxis.
XCV. Este Zamolxis, según tengo entendido de los griegos establecidos en el Helesponto y en el mismo Ponto, siendo hijo de mujer y mero hombre, sirvió esclavo en Samos, pero tuvo la suerte de servir a Pitágoras el hijo de Mnesarco. Habiendo salido libre de Samos, supo con su industria recoger un buen tesoro, con el cual se retiró a su patria. Como hallase a los tracios sus paisanos sin cultura y sin gusto ni instrucción, el prudente Zamolxis, hecho a la civilización o molicie de la Jonia y a un modo de pensar y obrar mucho más fino y sagaz que el que corría entre los tracios, como hombre acostumbrado al trato de los griegos y particularmente al de Pitágoras, no el último de los sabios, con estas luces y superioridad mandó labrarse una sala en donde, recibiendo a sus paisanos de mayor cuenta y dándoles suntuosos convites, comenzó a dogmatizar, diciendo que ni él, ni sus camaradas, ni alguno de sus descendientes acabarían muriendo, sino que pasarían a cierto paraje donde eternamente vivos tuviesen a satisfacción todas sus comodidades y placeres. En tanto que así platicaba y trataba con los tracios, íbase labrando una habitación subterránea; y lo mismo fue quedar concluida, que desaparecer Zamolxis de la vista de sus paisanos, metiéndose bajo de tierra en su sótano, donde se mantuvo por espacio de tres años. Los tracios, que lo echaban menos, y sentían la falta de su buena compañía, llorábanle ya por muerto, cuando llegado ya el cuarto año, ve aquí que se les aparece de nuevo Zamolxis, y con la obra les hace creer lo que les había dicho de palabra.
XCVI. Esto cuentan que hizo Zamolxis: yo en realidad no tomo partido acerca de esta historia y de la subterránea habitación; ni dejo de creerlo, ni lo creo tampoco ciegamente; si bien sospecho que nuestro Zamolxis viviría muchos años antes que hubiese nacido Pitágoras. Así que si era Zamolxis un hombre meramente, o si es un dios Geta, y el dios principal para los Getas, decídanlo ellos mismos; pues sólo es de este lugar decir que los Getas vencidos por Darío lo iban siguiendo con lo demás del ejército.
XCVII. Darío, después de llegado al Danubio con todo su ejército de tierra, habiendo pasado todas sus tropas por el nuevo puente, mandó a los jonios que lo deshicieran y que con toda la gente de las naves fuese por tierra siguiendo el grueso de sus tropas. Estaban ya los jonios a punto de obedecer, y el puente a pique de ser deshecho, cuando el general de los de Mitilene, Cóes, hijo de Erxandro, tomóse la licencia de hablar a Darío, habiéndole antes preguntado si llevaría a mal el escuchar una representación o consejo que se le quisiese proponer, y le habló en estos términos: —«Bien sabéis, señor, que vais a guerrear en un país en que ni se halla campo labrado ni ciudad alguna habitada. ¿No sería mejor que dejareis en pie el puente como ahora está, y apostaseis para su defensa a los mismos que lo construyeron? Dos ventajas hallo en esto; una es que si tenemos el buen éxito que pensamos hallando y venciendo a los escitas, tendremos en el puente paso para la vuelta; otra que si no los hallamos, tendremos por él retirada segura; pues bien veo que no tenemos que temer el que nos venzan los escitas en batalla; antes temiera yo que han de evitar ser hallados, y que perdidos acaso en busca de ellos, tengamos algún tropiezo. Tal vez se podría decir que hago en esto mi negocio con la esperanza de quedarme aquí sosegado: no pretendo tal; no hago más, señor, que poner en vuestra consideración un proyecto que me parece el más ventajoso; por lo que a mí me toca, estoy pronto a seguiros, ni pretendo que me dejéis aquí.» No puede explicarse cuán bien pareció a Darío la propuesta, a la cual respondió así: «Amigo y huésped lesbio, no dejaré sin premio esa tu fidelidad; cuando esté de vuelta sano y salvo en mi palacio, quiero y mando que te dejes ver y que veas cómo sé corresponder con favores al que me sirve con buenos consejos.»
XCVII. Habiendo hablado estas pocas palabras y mandado hacer sesenta nudos en una correa, mandó llamar ante sí a los señores de las ciudades de la Jonia y hablóles así: —«Ciudadanos de Jonia, sabed que he tenido a bien revocar mis primeras órdenes acerca del puente; ahora os ordeno que tomada esta correa hagáis lo que voy a deciros. Desde el punto que me viereis marchar contra los escitas, empezaréis a desatar diariamente uno de estos nudos. Si en todo el tiempo que fuere menester para irlos deshaciendo uno a uno, yo no compareciese, al cabo de él os haréis a la vela para vuestra patria; pero entretanto que llegue este término, puesto que lo he pensado mejor, os mando que conservéis entero el puente, y pongáis en su defensa y custodia todo vuestro esmero, pues en ello me daré por muy bien servido y satisfecho.» Dadas estas órdenes, emprendió Darío su marcha hacia la Escitia.
XCIX. La parte marítima de la Tracia se avanza mar adentro frontera de la Escitia, la cual empieza desde un seno que aquella forma, donde va a desaguar el Danubio, que en sus desembocaduras se vuelve hacia el Euro o Levante. Empezando del Danubio, iré describiendo ahora con sus medidas la parte marítima del país de la Escitia: en el Danubio comienza, pues, Escitia la antigua, que mira hacia el Noto o Mediodía y llega hasta una ciudad que llaman Carcinitis; desde cuyo punto, siguiendo las costas del Poniente por un país montuoso situado sobre el Ponto, es habitada por la gente Táurica hasta la Quersoneso Traquea, ciudad confinante con un seno de mar que mira hacia el viento Apeliota o Levante. Porque es de saber que las fronteras de la Escitia se dividen en dos partes que terminan ambas en el mar, la una mira al Mediodía y la otra a Levante, en lo que se parece al país del Ática; pues los Táuricos, en efecto, vienen a ocupar una parte de la Escitia, a la manera que si otra nación ocupase una parte del Ática, suponiendo que no fueran realmente atenienses, como lo son los que ahora ocupan el collado Suníaco y la costa de aquel promontorio que da con el mar, empezando desde el demo Tórico, hasta el demo Anaflisto; entendiendo con todo esta comparación como la de un enano a un gigante. Tal es la situación de la Táurica; pero a quien no ha navegado las costas del Ática, quiero especificársela de otro modo: está la Táurica, repito, de manera como si otra nación que no fueran los Yapiges ocupase aquella parte de la Yapigia que empezando desde el puerto de Brindis llega hasta aquel cabo, quedando, empero, separada de los confines de Tarento. Con estos dos ejemplos que expreso, indico al mismo tiempo otros muchos lugares, a los cuales es la Táurica parecida.
C. Desde la Táurica habitan ya los escitas, no sólo todo el país que está sobre los Táuricos, y el que confina con el mar por el lado de Levante, sino también la parte occidental así del Bósforo Cimerio como de la laguna Meotis hasta dar con el río Tanais, que viene a desaguar en la punta misma de dicha laguna. Pero hacia los países superiores que se van internando por tierra desde el Istro, acaba la Escitia, confinando primero con los Agatirsos, después con los neuros, con los Andrófagos y finalmente con los Melanclenos.
CI. Viniendo, pues, la Escitia a formar como un cuadro, cuyos dos lados confinan con el mar, su dimensión tirando tierra adentro es del todo igual a sus dimensiones tomadas a lo largo de las costas marítimas; porque por las costas desde el Danubio hasta el Borístenes se cuentan diez jornadas, y desde el Borístenes hasta la laguna Meotis otras diez; y penetrando tierra adentro desde el mar hasta llegar a los Melanclenos situados sobre los escitas, hay el camino de 20 jornadas, previniendo que en cada jornada hago entrar el número de 200 estadios. Así que la travesía de la Escitia tendrá unos 4.000 estadios, y otros 4.000 su latitud, internándose tierra arriba, y estos son los límites y extensión de todo aquel país.
CII. Volviendo a la historia, como viesen los escitas, consultando consigo mismos, que sus solas fuerzas no eran poderosas para habérselas cuerpo a cuerpo con el ejército entero de Darío, enviaron embajadores a las naciones comarcanas para pedirles asistencia. Reunidos, en efecto, los reyes de ellas, sabiendo cuán grande ejército se les iba acercando, deliberaban sobre el consejo que tomarían en aquel apuro. Dichos reyes, unidos en asamblea, eran el de los Táuricos, el de los neuros, el de los Andrófagos, el de los Melanclenos, el de los gelonos, el de los budinos y el de los Saurómatas.
CIII. Para decir algo de estas naciones, los Táuricos tienen leyes y costumbres bárbaras: sacrifican a su virgen todos los náufragos arrojados a sus costas, e igualmente todos los griegos que a ellas arriban, si pueden haberlos a las manos. Ved ahí el bárbaro sacrificio: después de la auspicación o sacrificio de la víctima, dan con una clava en la cabeza del infeliz, y, según algunos dicen, desde una peña escarpada, encima de la cual está edificado el templo, arrojan el cadáver decapitado y ponen en un palo su cabeza. Otros dicen lo mismo acerca de lo último, pero niegan que sea el cuerpo precipitado, antes pretenden que se le entierra. La diosa a quien sacrifican dicen los mismos Táuricos ser Ifigenia, hija de Agamemnon. Acerca de los enemigos que llegan a sus manos, cada cual corta la cabeza a su respetuoso prisionero, y se va con ella a su morada, y poniéndola después en la punta de un palo largo, la coloca sobre su casa y en especial sobre la chimenea, de modo que sobresalga mucho, diciendo con cruel donaire que ponen en aquella atalaya quien les guarde la casa. Estos viven de sus presas y despojos de la guerra.
CIV. Los Agatirsos son unos hombres afeminados y dados al lujo, especialmente en los ornatos de oro. El comercio y uso de las mujeres es común entre ellos, con la mira de que siendo todos hermanos y como de una misma casa, ni tengan allí lugar la envidia ni el odio de unos contra otros. En las demás costumbres son muy parecidos a los tracios.
CV. Las leyes y usos de los neuros son como los de los escitas. Una edad o generación antes que Darío emprendiese aquella jornada, sobrevino tal plaga o inundación de sierpes, que se vieron forzados a dejar toda la región; muchas de ellas las crió el mismo terreno, pero muchas más fueron las que bajaron hacia él de los desiertos comarcanos, y hasta tal punto les incomodaron, que huyendo de su tierra pasaron a vivir con los budinos. Es mucho de temer que toda aquella caterva de neuros sean magos completos, si estamos a lo que pos cuentan tanto los escitas como los griegos establecidos en la Escitia, pues dicen que ninguno hay de los neuros que una vez al año no se convierta en lobo por unos pocos días, volviendo después a su primera figura. ¿Qué haré yo a los que tal cuentan? Yo no les creo de todo ello una palabra, pero ellos dicen y aun juran lo que dicen.
CVI. Los andrófagos son en sus costumbres los más agrestes y fieros de todos los hombres, no teniendo leyes algunas ni tribunales. Son pastores que visten del mismo modo que los escitas, pero que tienen su lenguaje propio.
CVII. Los Melanclenos van todos vestidos de negro, de donde les ha venido el nombre que tienen, como si dijéramos capas negras. Entro todas estas gentes son los únicos que comen carne humana, y en lo demás siguen los usos de los escitas.
CVIII. Los budinos, que forman una nación grande y populosa, tienen los ojos muy azules y rubio el color. La ciudad que poseen, toda de madera, se llama gelono; son tan grandes sus murallas, que cada lado de ellas tiene de largo 30 estadios, siendo al mismo tiempo muy altas, por más que todas sean de madera; las casas y los templos son asimismo de madera. Los templos están dedicados a los dioses de la Grecia, y adornados a lo griego, con estatuas, con aras y nichos de madera; aun más, cada tercer año celebran en honor de Baco sus trietéridas o bacanales, lo que no es de admirar, siendo estos gelonos originarios de unos griegos que retirados de los emporios plantaron su asiento entre los budinos y conservan una lengua en parte griega.
CIX. Los budinos propios ni hablan la misma lengua que dichos gelonos, ni siguen el mismo modo de vivir, pues siendo originarios o naturales del país, siguen la profesión de pastores y son los únicos en aquella tierra que comen sus piojos. Pero los gelonos cultivan sus campos, comen pan, tienen sus huertos plantados, son de fisonomía y color diferente. Verdad es que a los gelonos les llaman también budinos; haciéndoles en esto injuria los griegos que tal nombre les dan. Todo el país de los budinos está lleno de arboledas de toda especie, y en el paraje donde es más espesa la selva hay una laguna grande y dilatada, y alrededor de ella un cañaveral. En ella se cogen nutrias, castores y otras fieras cuyas pieles sirven para forrar los pellicos y zamarras, y cuyos testículos sirven de remedio contra el mal de madre.
CX. Acerca de los Saurómatas cuéntase la siguiente historia. En tiempo de la guerra entro los griegos y las Amazonas, a quienes los escitas llaman Eorpata, palabra que equivale en griego a Androctonoi (mata–hombres), compuesta de Eor que significa hombre y de pata matar; en aquel tiempo se dice que, vencedores los griegos en la batalla del río Termodonte, se llevaban en tres navíos cuantas Amazonas habían podido coger prisioneras, pero que ellas, habiéndose rebelado en el mar, hicieron pedazos a sus guardias. Mas como después que acabaron con toda la tripulación ni supiesen gobernar el timón, ni servirse del juego de las velas, ni bogar con los remos, se dejaban llevar a discreción del viento y de la corriente. Hizo la fortuna que aportasen a un lugar de la costa de la laguna Meótis llamado Cremnoi, que pertenece a la comarca de los escitas libres. Dejadas allí las naves, se encaminaron hacia el país habitado, y se alzaron con la primera piara de caballos que casualmente hallaron, y montadas en ellos iban talando y robando el país de los escitas.
CXI. No podían éstos atinar qué raza de gente y qué violencia fuese aquella, no entendiendo su lengua, no conociendo su traje, ni sabiendo de qué nación eran, y se admiraban de dónde les había podido venir aquella manada de bandoleros. Teníanlas, en efecto, por hombres todos de una misma edad, contra quienes habían tenido varias refriegas; pero apoderados después de algunas muertas en el combate, al cabo se desengañaron conociendo ser mujeres aquellos bandidos. Habiendo con esto tomado acuerdo sobre el caso, parecióles que de ningún modo convenía matar en adelante a ninguna, y que mejor fuera enviar sus mancebos hacia ellas en igual número al que podían conjeturar que sería el de las mujeres, dándoles orden de que plantando su campo vecino al de las enemigas, fuesen haciendo lo mismo que las viesen hacer, y que en caso de que ellas les acometieran no admitiesen el combate sino que huyesen, y cuando vieran que ya no les perseguían, se acampasen de nuevo cerca de ellas. La mira que tenían los escitas en estas resoluciones era de poder tener en ellas una sucesión de hijos belicosos.
CXII. Los jóvenes destinados a la pacífica expedición cumplían las órdenes que traían de no intentar nada. Cuando experimentaron las Amazonas que aquellos enemigos venían de paz sin ánimo de hacerles hostilidad alguna los dejaban estar en hora buena sin pensar en ellos. Los jóvenes iban acercando más y más de cada día su campo al campo vecino, ni llevaban consigo cosa alguna sino sus armas y caballos, yendo tan ligeros como las mismas Amazonas, e imitando el modo de vivir de éstas, que era la caza y la pesca.
CXIII. — Solían las Amazonas cerca del medio día andar vagando ya de una en una, ya por parejas, y retiradas una de otra acudían a sus necesidades mayores y menores. Los escitas, que lo habían ido observando, se dieron a ejecutar lo mismo, y hubo quien se abalanzó licenciosamente hacia una de ellas que iba sola: ni lo esquivó la Amazona, sino que le dejó hacer de sí lo que el mancebo quiso. Por desgracia, no podía hablarle porque no se entendían; pero con señas se ingenió y le dio a entender que al día siguiente acudiese al mismo lugar, y que llevase compañía y viniesen dos, pues ella traería otra consigo. Al volver el mancebo a los suyos dio cuenta a todos de lo sucedido, y al otro día no faltó a la cita llevando un compañero, y halló a la Amazona que con otra ya los estaba esperando.
CXIV. Cerciorados los demás jóvenes de lo que pasaba, animáronse también a amansar a las demás Amazonas, y llegó a tal punto, que unidos ya los reales, vivían en buena compañía, teniendo cada cual por mujer propia a la que primero había conocido. Y por más que los maridos no pudieron alcanzar a hablar la lengua de sus mujeres, pronto supieron éstas aprender la de los maridos. Habiendo, pues, vivido juntos algún tiempo, dijeron por fin los hombres a sus Amazonas: —«Bien sabéis que nosotros tenemos más lejos a nuestros padres y también nuestros bienes: basta ya de esta situación; no vivamos así por más tiempo, sino vámonos de aquí y viviremos en compañía de los nuestros, y no temáis que os dejemos por otras mujeres algunas. —Jamás, respondieron ellas; a nosotras no nos es posible vivir en compañía de vuestras hembras, pues no tenemos la misma educación y crianza que ellas. Nosotras disparamos el arco, tiramos el dardo, montamos un caballo, y esas habilidades mujeriles de hilar el copo, enhebrar la aguja, atender a los cuidados domésticos, las ignoramos: vuestras mujeres, al contrario, nada saben de lo que sabemos nosotras, sino que sentadas en sus carros cubiertos hacen sus labores sin salir a caza ni ir a parte alguna. Ya veis con esto que no podríamos avenirnos. Si queréis obrar con rectitud, y estar casados con nosotras como es justicia y razón, lo que debéis hacer es ir allá a veros con vuestros padres, pedirles que os den la parte legítima de sus bienes, y volviendo después, podremos vivir aparte formando nuestros ajuares.»
CXV. Dejáronse los jóvenes persuadir por estas razones, y después que hechas las reparticiones de los bienes paternos volvieron a vivir con sus Amazonas, ellas les hablaron de nuevo en esta forma: —«Mucha pena nos da y nos tiene en continuo miedo pensar que hemos de vivir por esos vecinos contornos, viendo por una parte que hemos privado a vuestros padres de vuestra compañía, y acordándonos por otra de las muchas correrías que hicimos en vuestra comarca. Ahora bien; ya que nos honráis y os honráis a vosotros mismos con querernos por esposas, hagamos lo que os proponemos. Vámonos de aquí, queridos; alcemos nuestros ajuares, y dejando esta tierra, pasemos a la otra parte del Tanais, donde plantaremos nuestros reales.
CXVI. También en esto les dieron gusto los jóvenes, y pasado el río se encaminaron hacia otra parte, alejándose tres jornadas del Tanais hacia Levante, y tres de la laguna Meotis hacia el Norte, y llegados al mismo paraje en que moran al presente, fijaron allí su habitación. Desde entonces las mujeres de los sármatas han seguido en vivir al uso antiguo, en ir a caballo a la caza con sus maridos y también sin ellos, y en vestir con el mismo traje que los hombres.
CXVII. Hablan los sármatas la lengua de los escitas, aunque desde tiempos antiguos corrompida y llena de solecismos, lo que se debe a las Amazonas, que no la aprendieron con perfección. Tienen ordenados los matrimonios de modo que ninguna doncella se case si primero no matase alguno de los enemigos, con lo que acontece que muchas de ellas, por no haber podido cumplir con esta ley, mueren doncellas, sin llegar siquiera a ser matronas.
CXVIII. Para volver a nuestro intento, habiendo ido a verse los embajadores de los escitas con los reyes de las naciones que acabo de enumerar, y hallándoles ya juntos, les dieron cuenta de que el persa, después de haber conquistado todo el continente del Asia, había pasado al de la Europa por un puente de barcas construido sobre las cervices del Bósforo; que después de haber pasado por él y subyugado a los tracios, estaba formando otro puente sobre el Danubio, pretendiendo avasallar el mundo y hacerlos a todos esclavos. «Ahora, pues, continuó, os pedimos que no evitéis tornar partido en este negocio, ni permitáis que quedemos perdidos, antes bien que unidos con nosotros en una liga, salgamos juntos al encuentro. ¿No queréis convenir en ello? pues sabed que nosotros, forzados de la necesidad, o bien dejaremos libre el país, o quedándonos allí ajustaremos paces con él. Decid si no, ¿qué otro recurso nos queda, si no queréis acceder a socorrernos? No debéis pensar que por esto os vaya mejor a vosotros, no; que el persa no intenta más contra nosotros que contra vosotros mismos. Cierto que se dará por satisfecha su ambición con nuestra conquista, y que a vosotros no querrá tocaros un cabello. En prueba de lo que decimos, oíd esta razón que es convincente: Si las miras del persa en su expedición no fuesen otras que querer vengarse de la esclavitud en que antes le tuvimos, lo que debiera hacer en este caso era venir en derechura contra nosotros, dejando en paz a las otras naciones, y así haría ver a todos que su expedición es contra los escitas, y contra nadie más. Pero ahora está tan lejos de ello, que lo mismo ha sido poner el pie en nuestro continente, que arrastrar en su curso y domar a cuantos se le pusieron por delante; pues debéis saber que tiene bajo de su dominio no sólo a los tracios, sino también a los Getas nuestros vecinos.»
CXIX. Habiendo perorado así los embajadores escitas, entraron en acuerdo los reyes unidos de aquellas naciones, pero en él estuvieron discordes los pareceres. El Gerono, el budino y el Saurómata votaron, de común acuerdo, que se diese ayuda y socorro a los escitas. Pero el Agatirso, el neuro, el Andrófago, con los reyes de los Melanclenos y de los Táuricos, les respondieron en estos términos: —«Si vosotros, escitas, no hubierais sido los primeros en injuriar y guerrear contra los persas y vinierais con las pretensiones con que ahora venís, sin duda alguna nos convencieran vuestras razones, y nosotros a vista de ellas estaríamos en esa confederación a que nos convidáis. Pero es el caso que vosotros, entrando antes por las posesiones de los persas, tuvisteis el mando sobre ellos sin darnos parte de él en todo tiempo que Dios os lo dio, y ahora el mismo Dios vengador los mueve y conduce contra vosotros, queriendo que os vuelvan la visita y que os paguen en la misma moneda. Ni entonces hicimos nosotros agravio ninguno a esos pueblos, ni tampoco ahora queremos ser los primeros en injuriarles. Mas si a pesar de nuestra veneración el persa nos acometiere dentro de casa y fuere invasor no siendo provocado, no somos tan sufridos que impunemente se lo queramos permitir y tolerar. Sin embargo, hasta tanto que lo veamos, nos mantendremos quietos y neutrales, persuadidos de que los persas no vienen contra nosotros, sino contra sus antiguos agresores, que dieron principio a la discordia.»
CXX. Después que los escitas oyeron la relación y la respuesta que les traían sus enviados, resolvieron ante todo que, puesto que no se les juntaban aquellas tropas auxiliares, de modo convenía entrar en batalla a cara descubierta y de poder a poder, sino que se debía ir cediendo poco a poco, y al tiempo mismo de la retirada cegar los pozos y las fuentes por donde quiera que pasasen, sin dejar forraje en todo el país que no quedase gastado y perdido. Determinaron en segundo lugar dividir el ejército en dos cuerpos, y que se agrupasen los Saurómatas al uno de ellos, a cuyo frente iría Scopatis; cuyo cuerpo, en caso de que el persa se echase sobra él, iríase retirando en derechura hacia el Tanais, por la orilla de la laguna Meotis, y que si el persa volviere atrás le picase la retaguardia. Este camino estaba encargada de seguir una partida de las tropas de los regios: en cuanto al segundo cuerpo, acordaron que se formase de dos brigadas de los escitas regios, de la mayor mandada por Idantirso, y de la tercera mandada por Taxacis, uniéndoseles los gelonos y los budinos; que este cuerpo marchase delante de los persas a una jornada de distancia sin dejarse alcanzar ni ver en su retirada, cumpliendo con lo que se había decretado: lo primero, que llevasen en derechura al enemigo que les fuera siguiendo hacia las tierras de aquellos reyes que habían rehusado su alianza a fin de enredarlos también con el persa, de manera que, a pesar suyo, entrasen en aquella guerra, ya que de grado no la quisieron; lo segundo, que después de llegados allá tomasen la vuelta para su país, y si les pareciese del caso, mirando bien en ello cargasen sobre el enemigo.
CXXI. Tomadas así sus medidas, encaminábanse los escitas hacia el ejército de Darío, enviando delante por batidores los piquetes de sus mejores caballeros. Pero antes hicieron partir no sólo sus carros cubiertos, en que suelen vivir sus hijuelos con todas sus mujeres, sino también sus ganados todos y demás bienes en la comitiva de sus carros, dándoles orden de que sin parar caminasen hacia el Norte, y solamente se quedaron con los rebaños que bastasen para su diaria manutención. Lo demás lo enviaron todo delante.
CXXII. Los batidores enviados por los escitas hallaron a los persas acampados a cosa de tres jornadas del Danubio. Una vez hallados, les ganaron la delantera un día de camino, y plantando diariamente sus reales, iban delante talando la tierra y cuanto producía. Los persas, habiendo visto asomar la caballería de los escitas, dieron tras ellos, siguiendo siempre las pisadas de los que se les iban escapando; y como se encontrasen en derechura con el primer cuerpo mencionado, íbanle siguiendo después hacia Levante, acercándose al Tanais. Pasaron el río los escitas, y tras ellos lo pasaron los persas, que les iban a los alcances, hasta que pasado el país de los Saurómatas, llegaron al de los budinos.
CXXIII. Mientras que marcharon los persas por la tierra de los escitas y por la de los Saurómatas nada hallaban que arruinar en un país desierto y desolado. Pero venidos a la provincia de los budinos, encontrando allí una ciudad de madera que habían dejado vacía sus mismos vecinos, la pegaron fuego. Hecha esta proeza, continuaban en ir adelante, siguiendo la marcha de los escitas, hasta que, atravesada ya aquella región, se hallaron en otra desierta, totalmente despoblada y falta de hombres, que cae mas allá de la de los budinos y tiene de extensión siete días de camino. Mas allá de este desierto viven los Tisagetas, de cuyo país van bajando cuatro ríos llamados el Lico, el Oaro, el Tanais y el Sirgis, que corren por la tierra de los Meotas y desaguan en la laguna Meotis.
CXXIV. Viéndose Darío en aquella soledad, mandando a sus tropas hacer alto, las atrincheró en las orillas del Oaro. Estando allí hizo levantar ochos fuertes, todos grandes y a igual distancia unos de otros, que sería la de 60 estadios, cuyas ruinas y vestigios aun se dejaban ver en mis días. En tanto que Darío se ocupaba en aquellas fortificaciones, aquel cuerpo de escitas en cuyo seguimiento él había venido, dando una vuelta por la región superior, fue retirándose otra vez a la Escitia. Habiendo, pues, desaparecido de manera que ni rastro de escita quedaba ya, tomó Darío la resolución de dejar sus castillos a medio construir; y como tuviese creído que en aquel ejército, cuya pista había perdido, iban todos los escitas tomando la vuelta de Poniente, emprendió otra vez sus marchas, imaginando que todos sus enemigos fugitivos iban escapándosele hacia aquella parte. Así que moviendo cuanto antes todas sus tropas, apenas llegó a la Escitia, dio con los dos cuerpos de los escitas otra vez unidos, y una vez hallados iba siguiéndoles siempre a una jornada de distancia, mientras ellos de propósito cedían.
CXXV. Y como no cesase Darío de irles a los alcances, conforme a su primera resolución, iban retirándose poco a poco hacia las tierras de aquellas naciones que les habían negado socorros contra los persas. La primera donde les guiaron fue la de los Melanclenos, y después que con su venida y con la invasión de los persas los tuvieron conmovidos y turbados, continuaron en guiar al enemigo hacia el país de los Andrófagos. Alborotados también éstos, fueron los escitas llevándole hacia los neuros, poniéndoles asimismo en grande agitación, e iban adelante huyendo hacia los Agatirsos, con los persas en su seguimiento. Pero los Agatirsos, como viesen que sus vecinos, alborotados con la visita delos escitas, abandonaban su tierra, no esperando que éstos penetrasen en la suya, enviáronles un heraldo con orden de prohibirles la entrada en sus dominios, haciéndoles saber que si la intentaban, les sería antes preciso abrirse paso por medio de una batalla. Después de esta previa íntima salieron armados los Agatirsos a guardar sus fronteras, resueltos a defender el paso a los que quisiesen acometerles. Acaeció que los cobardes Melanclenos, Andrófagos y neuros, cuando vieron acercarse a los escitas arrastrando a los persas en su seguimiento, olvidados de sus amenazas, en vez de tomarlas armas para su defensa, echaron todos a huir hacia el Norte y no pararon hasta verse en los desiertos. Noticiosos los escitas de que los Agatirsos no querían darles paso, no prosiguieron sus marchas hacia ellos, sino que desde la comarca de los neuros fueron guiando a los persas a la Escitia.
CXXVI. Viendo Darío que se dilataba la guerra y que nunca cesaba la marcha, determinó enviar un mensajero a caballo que alcanzase al rey de los escitas Idantirso y le diese esta embajada: —«¿Para qué huir y siempre huir, hombre villano? ¿No tienes en tu mano escoger una de dos cosas que voy a indicarte? Si te crees tan poderoso que seas capaz de hacerme frente, aquí estoy, detente un poco, déjate de tantas vueltas y revueltas, y frente a frente midamos las fuerzas en campo de batalla. Pero si te tienes por inferior a Darío, cesa también por lo mismo de correr, préstame juramento de fidelidad, como a tu soberano, ofreciendo a mi discreción haciendas y personas, con la única fórmula de que me dais la tierra y el agua, y ven luego a recibir mis órdenes.»
CXXVII. A esta embajada dio la siguiente respuesta el rey de los escitas Idantirso: —«Sábete, persa, que no es la que piensas mi conducta. Jamás huí de hombre nacido porque le temiese, ni ahora huyo de ti, ni hago cosa nueva que no acostumbre a hacerla del mismo modo en tiempo de paz. Quiero decirte por qué sobre la marcha no te presento la batalla: porque no tenemos ciudades fundadas, ni campos plantados, cuya defensa nos obligue a venir luego a las manos con sólo el recelo de que nos las toméis o nos las taléis. ¿Sabes cómo nos viéramos luego obligados del todo a una acción? Nosotros tenemos los sepulcros de nuestros padres: allí, oh persa, si tienes ánimo de descubrirlos y osadía de violarlos, conocerás por experiencia si tenemos o no valor de volver por ellos cuerpo a cuerpo contra todos vosotros. Pero antes de recibir esta injuria, si no nos conviene, no entraremos contigo en combate. Basta lo dicho acerca del encuentro que pides; por lo tocante a soberanos, no reconozco otros señores que lo sean míos que Júpiter, de quien desciendo, y Vesta la reina de los escitas. En lugar de los homenajes de tierra y agua, y del despotismo que pretendes sobre personas y haciendas, le enviaré unos dones que más te convengan. Mas para responder a la arrogancia con que te llamas mi soberano, te digo, a modo de escita, que vayas en hora mala con tu soberanía.» Tal fue la respuesta de los escitas que llevó a Darío su mismo enviado.
CXXVIII. Los reyes de los escitas, que se veían llamar esclavos en la embajada del persa, montaron en cólera, y llevados de ella despacharon hacia el Danubio el cuerpo de sus tropas, a cuyo frente iba Scopatis con orden de abocarse con los jonios que guardaban él puente allí formado. Pero a los otros que quedaban les pareció no hostigar más a los persas, llevándolos de una a otra parte, sino cargar sobre ellos siempre que se detuviesen a comer. Como lo determinaron así lo practicaron, esperando y atisbando el tiempo de la comida. En efecto, la caballería de los escitas en todas aquellas escaramuzas desbarataba a la de los persas, la cual, vueltas las espaldas, era apoyada por su infantería, que salía luego a la defensa de los fugitivos. Los escitas, puesta en huida la caballería enemiga, por no dar con la infantería volvían a su campo, si bien al venir la noche tornaban a molestar con sus embestidas al enemigo.
CXXIX. Voy a referir un incidente extraño y singular que en aquellos ataques contra el campo de Darío aprovechó mucho a los persas, y a los escitas les incomodó sobremanera. Tal fue, ¡quién lo creyera! el rebuzno de los asnos y la figura de los mulos, pues la Escitia, como antes dije, es una tierra que no produce burros, ni cría mulos, ni se deja ver en todo el país asno ni macho alguno a causa del rigor del frío. Sucedía, pues, que rebuznando aquellos jumentos alborotaban la caballería de los escitas, y no pocas veces al tiempo mismo de embestir contra los persas y en la fuga de sus escaramuzas, oyendo los caballos el rebuzno de los burras volvíanse de repente perturbados, y les entraba tal miedo y espanto, que se paraban con los orejas, levantadas, como quienes nunca habían oído aquel sonido ni visto aquella figura. No dejaba esto de tener alguna parte en el éxito de las refriegas.
CXXX. Mas como viesen los escitas que los persas turbados empezaban a desmayar y no sabían qué hacerse, se valieron de un artificio que les convidase a detenerse más en la Escitia, y aumentase de este modo su trabajo viéndose faltos de todo. Dejaron, pues, allí cerca una porción de ganados juntamente con sus pastores, y se fueron hacia otra parte. Los persas, encontrando aquel ganado, se lo llevaban muy ufanos y contentos con su presa.
CXXXI. Después de haber entretenido muchas veces al enemigo con aquel ardid, no sabía ya Darío qué partido tomar. Entendíanlo bien los reyes de los escitas, y determinaron enviarle un heraldo que le regalase de su parte un pájaro, un ratón, una rana y cinco saetas. Los persas no hacían sino preguntar al portador les explicase qué significaban aquellos presentes; pero él les respondió que no tenía más orden que la de regresar con toda prontitud, una vez entregados los dones, y que bien sabrían los persas, si eran tan sabios como lo presumían, descifrar lo que significaban los regalos.
CXXXII. Oído lo que el enviado les decía, pusiéronse los persas a discurrir sobre el enigma. El parecer de Darío era que los escitas con aquellos dones se rendían a su soberanía, entregándose a sí mismos, entregándole la tierra y entregándole el agua, en lo cual se gobernaba por sus conjeturas; porque el ratón, decía, es un animal que se cría en tierra y se alimenta de los mismos frutos que el hombre, porque la rana se cría y vive en el agua, porque el pájaro es muy parecido al caballo, y en fin, porque entregando las saetas venían ellos a entregarle toda su fuerza y poder. Tal era la interpretación y juicio que Darío profería; pero, Gobrias, uno de los septemviros que arrebataron al Mago trono y vida, dio un parecer del todo diferente del de Darío, pues conjeturó que con aquellos presentes querían decirles los escitas: si vosotros, persas, no os vais de aquí volando como pájaros, o no os metéis bajo de tierra hechos unos ratones, o de un salto no os echáis, en las lagunas convertidos en ranas, no os será posible volver atrás, sino que todos quedareis aquí traspasados con estas saetas. Así explicaban los persas la alusión de aquellos presentes.
CXXXIII. Volviendo a aquel cuerpo de escitas encargado primero de ir a cubrir el país vecino a la laguna Meotis, y después de pasar hacia el Danubio para conferenciar con los jonios, habiendo llegado al puente les hablaron en estos términos: —«¿Qué hacéis aquí, jonios? Para traeros la libertad hemos venido, con tal que nos queráis escuchar. Tenemos entendido que Daría os dio la orden de que solo guardaseis este puente por espacio de 60 días, y que si pasado este término no compareciese, os volvieseis a vuestras casas. Ahora, pues, bien podéis hacerlo así en ello no ofenderéis a Darío ni tampoco a nosotros. Así que, habiéndole esperado hasta el día y plazo señalado, desde ahora os mandamos que partáis de ahí.» Habiéndoles prometido los jonios que así lo harían, se volvieron los escitas al punto sin más aguardar.
CXXXIV. Los demás escitas, después de los regalos enviados a Darío, puesta al cabo en orden de batalla toda su infantería y caballería, presentáronse al enemigo como determinados a una acción general. Formados así en filas, pasó casualmente por entre ellos una liebre, y apenas la vieron cuando corrieron todos tras ella; viéndolos Darío agitados con esto y gritando todos a una contra el animal, preguntó qué alboroto era aquel de los enemigos, y oyendo que perseguían a una liebre, vuelto a aquellos con quienes solía comunicar todas las cosas: —«Verdaderamente, les dijo, que nos tienen en vilísimo concepto esas hordas atrevidas, y que ahora nos están zumbando, de suerte que me parece que Gobrias atinaba con el sentido de sus dones. Puesto que también me conformo yo con la interpretación de Gobrias, es preciso discurrir el medio mejor para podernos retirar de aquí con toda seguridad.» A lo cual Gobrias respondió: —«Señor, si bien estaba yo antes casi asegurado por la fama de que estos escitas eran unos bárbaros infelices, con todo, llegado aquí lo he visto por mis ojos, y estoy viendo aun que ellos se burlan de nosotros como de niños, tomándonos por juguete. Mi parecer sería que luego que cierre la noche, la primera digo que llegue, encendidos en el campo los mismos fuegos que solíamos antes, y dejando en él, so color de alguna sorpresa, las tropas de menor resistencia para la fatiga, y atados allí todos los asnos, nos partiéramos del país, primero que, o los escitas corran en derechura al Danubio para deshacernos, el puente, o los jonios nos intenten algún daño tal, que nos acabe de perder y arruinar.»
CXXXV. Este fue el parecer que dio Gobrias, y del cual venida apenas la noche se valió Darío, quien dejó en su campo los inválidos y achacosos y a todos aquellos cuya pérdida era de poquísima cuenta, y con ellos también atados todos sus burros. El motivo verdadero de dejar aquellos a animales era para que rebuznasen entretanto con todas sus fuerzas, y el de dejar a los inválidos no era otro realmente que la misma falta de salud y de robustez, si bien de esa misma se valió de pretexto, como si él con la flor de su ejército meditara alguna sorpresa contra el enemigo, durante la cual debieran ellos quedarse para resguardo y defensa de sus reales, conforme lo pedía el estado de su salud. Así que habiendo Darío hecho entender esto a los que dejaba y mandado hacer los fuegos ordinarios, se apresuró a tomar la vuelta del Danubio. Los jumentos que se vieron allí sin la muchedumbre de antes, quejosos también y resentidos, empezaron a rebuznar aun más de lo acostumbrado, y los escitas que oían aquel estrepitoso concierto estaban sin el menor recelo de la partida, muy creídos que los persas quedaban allí al par que sus asnos.
CXXXVI. No bien había amanecido, cuando los inválidos, viéndose allí solos, y conociéndose malamente vendidos por Darío, comienzan a alzar las manos al cielo y extenderlas hacia los escitas y darles cuenta de lo que pasaba. Luego que estos lo oyeron, juntas de repente sus fuerzas, que consistían en los dos cuerpos de tropas nacionales y en un tercer cuerpo formado de saurómatas, de budinos y gelonos, se ponen en movimiento para perseguir a los persas, camino derecho del Danubio. Pero sucedió que siendo muy numerosa por una parte la infantería persiana, que no sabía las veredas en un país donde no hay caminos abiertos y hollados, y marchando por otra a la ligera la caballería escítica, muy práctica en los atajos de su viaje, sin encontrarse unos con otros, los escitas llegaron al puente mucho antes que los persas. Informados allí de cómo éstos no habían llegado todavía, hablaron a los jonios que estaban sobre sus naves: —«¿No veis, jonios, que se pasó ya el plazo y número de los días, y que no hacéis bien en esperar aquí por más tiempo? Si antes el temor del persa os tuvo aquí clavados, ahora por lo menos echad a pique el puente y marchad luego libres a vuestras tierras, dando gracias por ello a los dioses y también a nosotros los escitas; que bien podéis estar seguros que vamos a escarmentar a ese que fue vuestro señor, de modo que no le dé más la gana de hacer otra expedición contra pueblo ni hombre viviente.»
CXXXVII. Consultaron los jonios lo que había de hacerse sobre este punto. El parecer de Milcíades el ateniense, que se hallaba allí de general, como señor que era de los moradores del Quersoneso cercano al Helesponto, era de complacer a los escitas y restituir la libertad a la Jonia. Mas el parecer de Histieo el Milesio fue del todo contrario, dando por razón que en el estado presente, cada uno de ellos debía a Darío el ser señor de su ciudad, que arruinando el poder e imperio del rey, ni él mismo estaría en posición de mandar a los Milesios, ni ninguno de ellos a su respectiva ciudad, pues claro estaba que cada una de estas prefería un gobierno popular al dominio absoluto de un príncipe. Apenas acabó Histieo de proferir su voto, cuando todos los demás lo adoptaron, por más que antes hubiesen sido del parecer de Milcíades.
CXXXVIII. Los jefes allí discordes en la votación, señores todos de consideración en la estima de Darío, eran en primer lugar los tiranos (o príncipes) de las ciudades del Helesponto, Dafnis príncipe de Ábidos, Hipodo el de Lámpsaco, Herofanto el pario, Metrodoro el de Proconeso, Aristágoras de Cízico, y Ariston de Bizancio, todos ellos príncipes en el Helesponto: estaban en segundo lugar los señores de las ciudades de Jonia, Estratis el de Quío y Eaces de Samos, Laodamas de Focea, e Histieo el de Mileto, cuyo voto fue el que prevaleció contra Milcíades. Por fin, de la Eolia solo se hallaba presente un príncipe que fuese de cuantía, y éste era Aristágoras, señor de Cima.
CXXXIX. Resueltos, pues, estos señores a seguir el parecer de Histieo, determinaron al mismo tiempo medir por él así las obras como las razones: las obras, con deshacer la parte del puente que estaba del lado de los escitas, pero no más allá de un tiro de ballesta, con la mira de darles a entender que ponían manos a la obra, cuando su intención era no tocar nada, y también para impedir que los escitas se abriesen paso por el puente a despecho de los jonios queriendo penetrar a la otra parte del Danubio: las razones, con decirles que ya empezaban por el lado de ellos la maniobra para llevar a cabo todo lo que pretendían. Esto resolvieron hacer en consecuencia del parecer de Histieo, el cual después de este acuerdo respondió así a los escitas en nombre de todos: —«Buenas son las nuevas, oh escitas, que nos acabáis de traer, y en buena sazón nos dais prisa a que nos valgamos de la ocasión. No puede ser más oportuno el aviso que nos dais, y la ejecución de nuestra parte no cabe que sea más obsequiosa para con vosotros ni más diligente. ¿No veis con vuestros ojos cómo ya vamos deshaciendo el puente y cuánto empeño mostramos en volverá recobrar la libertad? En tanto, pues, que acabamos de disolver estas barcas, no perdáis vosotros el tiempo que os convida a que busquéis a esos enemigos comunes, y hallados os venguéis de ellos y nos venguéis a nosotros como bien merecido lo tienen.»
CXL. Los simples y crédulos escitas creyeron por segunda vez que los jonios trataban verdad con ellos, y dieron luego la vuelta en busca de los persas, pero se desviaron totalmente del rumbo y camino que estos traían. De esta equivocación tenían la culpa los mismos escitas, por haber gastado antes los forrajes a la caballería y haber cegado los manantiales de las aguas; pues si así no lo hubieran ejecutado, tuvieran en su mano hallar desde luego a los persas, si hallarles quisieran; de suerte que en aquella resolución que tuvieron antes por la más acertada, en esa misma erraron completa mente. Porque sucedió que los escitas iban en busca de los enemigos por los parajes de su país donde había heno o hierba para los caballos y agua para el ejército, creídos de que los persas vendrían huyendo por ellos, mientras que los persas en su retirada iban deshaciendo el mismo camino que antes habían llevado, y aun así volviendo atrás sobre sus mismas pisadas, a duras penas hallaron al cabo la salida. Y como llegasen de noche al Danubio y encontrasen deshecha la parte inmediata de su puente, cayeron en la mayor consternación, temiendo sobremanera que los jonios no se hubieran vuelto, dejándoles a ellos entre los enemigos.
CXLI. Había un egipcio en el ejército de Darío, que superaba con su grito a otro hombre cualquiera, al cual mandó Darío que puesto en el borde mismo del Danubio llamase por su nombre a Histieo el Milesio. Voceando estaba el egipcio cuando Histieo, oído el primer grito, arrimó todas sus naves para pasar el ejército, y volvió a unir las barcas para la formación del puente.
CXLII. De este modo los persas se escaparon huyendo, y los escitas quedaron segunda vez burlados, buscando en balde a los enemigos. De aquí, hablando los escitas de los jonios, suelen con gracia atribuirles dos propiedades; una, que los jonios para libres son los hombres más viles, ruines y cobardes del mundo; otra, que para esclavos son los más amantes de sus amos que darse pueden y los menos amigos de huir. Tales son las injurias que contra ellos suelen lanzar los escitas.
CXLIII. Continuando Darío sus marchas por la Tracia, llegó a Sesto, ciudad del Quersoneso, desde donde pasó en sus naves al Asia, dejando por general de sus tropas en Europa al persa Megabazo, sujeto a quien dio aquel rey un grande elogio en presencia de la corte con la siguiente ocasión: Iba Darío a abrir unas granadas que quería comer, y al punto que tuvo abierta la primera, preguntóle su hermano Artabano cuál era la cosa de que el rey deseara tener tanta abundancia cuanta era la de los granos de aquella granada. A lo que respondió Darío, que prefiriera tantos Megabazos cuantos eran aquellos granos, más bien que tener bajo de su dominio, a toda la Grecia; palabra con que entre los persas le honró y distinguió muchísimo. A este, pues, dejó por generalísimo de sus tropas, que subían a 80.000 hombres.
CXLIV. Este mismo Megabazo, por un chiste que dijo, dejó entre las gentes del Helesponto memoria y fama inmortal. Como estando en Bizancio oyese decir que los calcedonios habían fundado su ciudad 17 años antes que fundasen allí cerca de la suya los Bizantinos: —«Sin duda, dijo con esta ocasión, debían entonces de estar ciegos los calcedonios, que a no estarlo no hubieran edificado en un suelo infame, pudiendo edificar en otro excelente.» Megabazo, dejado por general en la provincia de los helespónticos, conquistó con sus tropas a todos los pueblos que no medizaban (es decir, no eran partidarios del medo o del persa), a todo lo cual dio cima Megabazo.
CXLV. Por el mismo tiempo fue cuando pasó a Libia una grande armada, de cuya ocasión hablaré después de haberla preparado con esta previa narración. Aquellos pelasgos, infames piratas, que se llevaron las mujeres atenienses del pueblo de Braunon, echaron también violentamente de Lemnos a los descendientes de los campeones da la nave Argos. Viéndose estos echar de casa, navegaron para Lacedemonia; allá arribados y atrincherados en el monte Taigeto, encendieron allí fuego para dar señal de su venida, lo cual observado por los lacedemonios, les preguntaron por medio de un mensajero quiénes eran y de dónde venían. Respondieron ellos al enviado, que eran los Minias, descendientes de aquellos héroes de la nave Argos que, aportando a Lemnos, los habían allí engendrado. Oída esta relación, y viendo los lacedemonios que eran sus huéspedes de la raza de los Minias, pregúntanles de nuevo a qué fin habían venido a su tierra y dado aviso de su arribo con las hogueras; a lo que dijeron que echados de su casa por los pelasgos volvían a las de sus padres, cosa que les parecía muy puesta en razón; que lo que pedían era ser sus vecinos, tenor parte así en los empleos públicos como en las suertes y reparticiones de las tierras. Los lacedemonios tuvieron a bien dar la naturaleza a los minias con las condiciones mencionadas, a lo que les movió sobre todo el saber que sus Tindáridas habían navegado en la nave Argos; así que, habiéndoles naturalizado, les dieron sus suertes en las tierras, y se les repartieron en sus filas o distritos. Los minias tomaron desde luego mujeres hijas del país, y casaron con los hijos del mismo a las que consigo traían de Lemnos.
CXLVI. No pasó, empero, mucho tiempo sin que los minias, levantándose a mayores, no sólo anhelasen el derecho a la corona, sino que cometiesen muchos desafueros e insolencias capitales, tanto que los lacedemonios dieron contra ellos sentencia de muerte, y después presos los metieron en la cárcel. Es uso de los lacedemonios ejecutar de noche la sentencia de muerte en los condenados a ella, sin efectuarlo jamás de día. Sucedió, pues, que habiendo resuelto que murieran los Minias, sus mujeres, que no sólo eran ciudadanas, pero hijas aun de las principales casas de Esparta, lograron con sus empeños el permiso de entrar en la cárcel y de hablar cada una con su marido, permiso que se les otorgó sin recelar de ellas la menor sombra de engaño ni de perjuicio. ¿Qué intentan ellas una vez dentro? cada cual da al marido sus propios vestidos, y se visten con los de su marido, y así los Minias con el traje de sus mujeres, haciéndose pasar por ellas, saliéronse de la cárcel, y otra vez por este medio se refugiaran al Taigeto.
CXLVII. En aquella misma sazón salió de Lacedemonia para hacer un nuevo establecimiento un hombre principal llamado Teras, hijo de Autesion, nieto de Tisameo, biznieto de Tersandro, y tercer nieto de Polinices. Siendo Teras de la familia Cadmea, era tío por parte de madre de los dos hijos de Aristodemo, llamados el uno Eurístenes y el otro Procles, en cuya menor edad tuvo la regencia del reino en Esparta. Pero cuando los príncipes, sus sobrinos, llegados ya a la mayor edad, quisieron encargarse del gobierno, a Teras, que había tomado gusto al mandar, se le hacía tan intolerable el haber de ser mandado, que dijo no poder vivir más en Lacedemonia, sino que quería volverse por mar a vivir con los suyos. Eran estos los descendientes de Membliaro, hijo de Peciles, de nación fenicio, quienes se habían establecido en la isla que al presente se llama Tera, y antes se llamaba Calista. Porque como Cadmo el hijo de Agenor, yendo en busca de Europa hubiese llegado a esa isla, ora fuese por parecerle buena la tierra, ora por algún otro motivo que para ello tuviera, lo cierto es que dejó en ella en compañía de otros muchos fenicios a Membliaro, que era de su misma familia. Ocho generaciones habían ya transcurrido desde que estos fenicios habitaban la isla Calista, cuando Teras fue allá desde Lacedemonia.
CXLVIII. Vino Teras con una colonia de hombres que había reclutado entre las tribus de Lacedemonia, con ánimo de avecindarse en la isla con ellos y no de echarles de casa, antes bien de hacerles muy familiares y amigos. Viendo a los Minias huidos de la cárcel y refugiados, pidió a los lacedemonios, empeñados en quitarles la vida, que se la quisiesen perdonar, pues él se encargaba de sacárselos del país. Habiendo condescendido con su súplica los lacedemonios, Teras se hizo a la vela con tres naves de cincuenta reinos, para irse a juntar con los descendientes de Membliaro, llevando consigo no a todos los Minias, sino a unos pocos que quisieron seguirle, pues la mayor parte de ellos habían partido para echarse contra los Paroreatas y los Caucones; y habiendo logrado en efecto arrojarles de su patria, se quedaron allí repartidos en seis ciudades, que fueron la de Lepreo, la de Macisto, la de Frixas, la de Pireo, la de Epio, y la de Nudio, muchas de las cuales fueron en mis días asoladas por los Eleos. Llegado Teras a la isla, llamóse esta Tera, del nombre del conductor de la nueva colonia.
CXLIX. Tenía Teras un hijo que no quiso embarcarse con su padre, quien resentido le dijo que si no le seguía le dejaría allí como una oveja entre los lobos, de donde vino a quedarle después al mancebo, sin caérsele jamás, el nombre de Eólico (oveja—lobo). Tuvo Eólico después por hijo a Egeo, del cual lleva el nombre de Egidas una de las tribus de Esparta más numerosa. Como a los naturales de aquel distrito se les muriesen los hijos siendo aun niños, por aviso de un oráculo se edificó un templo, y se dedicó a las furias de Layo y de Edipo. Esto mismo aconteció después a los originarlos de la misma tribu cuando fueron a establecerse en Tera.
CL. Hasta aquí van acordes en la historia los lacedemonios con los naturales de Tera; pero acerca de lo que pasó después, sólo los Tereos son los que nos refieren lo siguiente: Grino, hijo de Esanio, uno de los descendientes de Teras y rey de la isla de Tera, partió para Delfos llevando consigo una hecatombe (o sacrificio de cien bueyes). Entre otros vecinos que le acompañaban iba Bato, hijo de Polimnesto, el cual era de la familia de los Eutimidas, una de las Minias. Consultando, pues, Grino, rey de los Tereos, acerca de otros asuntos, la Pitia le dio en respuesta un oráculo que le mandaba fundar una colonia en Libia. Pero Grino le replicó diciendo: —«Oh señor, me hallo muy viejo y tan agobiado que no puedo sostenerme. Os suplico que eso lo mandéis más bien a alguno de estos mozos que aquí tengo.» Y al decir estas palabras apuntó con el dedo a Bato. Por entonces no hubo más: vueltos a su casa, no contaron ya con el oráculo, parte por no saber hacia dónde caía la tal Libia, parte por no atreverse a enviar una colonia a la ventura.
CLI. Después de este caso, durante siete años no llovió gota en Tera, y cuantos árboles había en la isla, todos, salvo uno solo, quedaron secos. Consultaron los Toreos sobre esta calamidad al mismo Apolo, y la Pitia les respondió con el oráculo de enviar una colonia a la Libia. Viendo que no cesaba el azote ni se les daba otro remedio, enviaron unos diputados a Creta con orden de informarse si alguno o natural del país o habitante en él había ido a la Libia. Yendo los diputados de ciudad en ciudad llegaron a la de Itano, donde hallaron un mercader de púrpura llamado Corobio, quien les dijo que llevado de una tempestad había aportado a Libia, y tocado en una isla de ella llamada Platea. Haciendo, al mercader ventajosos partidos, se lo llevaron a Tera, de donde salieron en una nave unos descubridores de la Libia que no fueron muchos al principio, quienes gobernados por el piloto Corobio aportaron a la isla Platea, donde habiendo dejado a su conductor con víveres para algunos meses, dieron prontamente la vuelta a Tera para llevar noticias a los suyos del descubrimiento de la nueva isla.
CLII. Íbanse acabando las provisiones al infeliz Corobio, porque los Tereos dilataban la vuelta por más tiempo del que tenían ajustado; pero entre tanto una nave Samia, cuyo capitán era coleo, fletada para Egipto, fue llevada por los temporales a la misma Platea. Los samios que en ella venían, informados por Corobio de todo lo sucedido, le proveyeron de víveres para un año, y levando ancla deseosos de llegar al Egipto, partiéronse de la isla, por más que soplaba el viento Subsolano, el cual, como no quisiese amainar, les obligó a pasar más allá de las columnas de Hércules, y aportar por su buena suerte a Tarteso. Era entonces Tarteso para los griegos un imperio virgen y reciente que acababan de descubrir. Allí negociaron también con sus géneros, que ninguno les igualó jamás en la ganancia del viaje, al menos de aquellos de quienes puedo hablar con fundamento, exceptuando siempre a Sostrato, natural de Egina, hijo de Laodamante, con quien nadie puede apostárselas en lucro. Los samios, poniendo aparte la décima de su ganancia, que subió a seis talentos, hicieron con ella un caldero de bronce a manera de pila argólica; alrededor de él había unos grifos mirándose unos a otros, y era sostenido por tres colosos puestos de rodillas, cada uno de siete codos de alto: fue dedicado en el Hereo.
CLIII. La humanidad de los samios para con Corobio fue el principio de la grande armonía que sucedió después entre Cireneos y samios. Pero volviendo a los descubridores Tercos, dejado que hubieron en aquella isla a Corobio y vueltos a Tera, dieron razón de la isla de la Libia hallada por ellos, y de la posesión que de ella habían tomado. Con esta noticia determinaron los Tereos que se enviase allá una colonia, que en los siete distritos de que se componía Tera, uno de dos hermanos de cada familia entrase en cántaro para ella, y que Bato fuese allí por su rey y conductor. Así enviaron a Platea dos penteconteros cargados de colonos.
CLIV. Esto cuentan los Tercos: en todo lo demás van conformes con los Cireneos, los cuales sólo discuerdan de los Tereos por lo que mira a Bato, pues nos refieren así la historia: Hay, dicen, en Creta una ciudad llamada Axo, donde era rey Etearco, el cual, viudo ya, y teniendo en casa una hija de su primera mujer, por nombre Frónima, casó de segundas nupcias con otra. La nueva esposa dio muchas pruebas de que era realmente madrastra: no contenta con el odio que llevaba consigo el nombre, no perdía ocasión de maltratar a Frónima y de maquinar contra ella cuanto podía, hasta el punto de ponerla tacha en su honor, e inducir al marido a creer que tenía en su hija una ramera. Engañado así el padre, tomó contra ella una extraña resolución. Había un natural de Tera y negociante en Axo, por nombre Temison, a quien Etearco, después de recibirle por huésped suyo, le conjuró por los fueros más sagrados de la hospitalidad que le concediese una merced que le quería pedir; y habiéndole aquél jurado que se la haría, preséntale Etearco a su misma hija, y le manda que la arroje al mar. Quejoso Temison de la mala fe de su huésped en arrancarle el juramento, y renunciando a la carta del hospedaje, tomó el expediente de embarcar consigo a la hija de Etearco, y estando en alta mar, para cumplir con la formalidad del juramento, la echó al agua sostenida con unas cuerdas, y sacándola otra vez con ellas, la llevó a Tera.
CLV. Allí un ciudadano ilustre entre los Tereos, llamado Polimnesto, tomó a Frónima por concubina, y de ella tuvo a su tiempo un hijo de voz trabada y balbuciente, a quien se la dio el nombre de Bato, según dicen los Cireneos, a lo que imagino se le daría algún otro nombre, pues no fue llamado Bato sino después de haber ido a la Libia; nombre que se le dio, así por causa del oráculo que en Delfos se le profirió, como por la dignidad honrosa que después tuvo, acostumbrando los Libios dar al rey el nombre de Bato. Este creo fue el motivo por que la Pitia en su oráculo le dio tal nombre, como que entendía la lengua líbica, y sabía que él vendría a ser rey en Libia; pues es cierto que él, llegado a la mayor edad, había ya ido a Delfos a consultar el oráculo sobre el defecto de su lengua, y que a su consulta había respondido así la Pitia:
Te trajo, oh Bato, aquí tu voz trabada;
a poblar en la Libia, madre de reses,
Apolo manda que de jefe vayas.
A este oráculo repitió el consultante: —«Mi amo y señor, acá vine para pediros remedio de mi voz trabada y defectuosa, y vos me dais oráculos diferentes para mí imposibles, ordenándome que funde ciudades en la Libia. ¿Qué medios y qué poder tengo yo para ello?» Por más que así representó, no pudo lograr otra respuesta del oráculo; y viendo Bato que se le inculcaba siempre lo mismo que antes, dejando sus cosas en tal estado, regresó a Tera.
CLVI. Mas como en adelante no sólo a él sino también a los otros vecinos de Tera todo continuase en salirles mal, no pudiendo dar estos con la causa de tanta desgracia, enviaron a Delfos a saber cuál fuese la ocasión de semejante calamidad. La respuesta de la Pitia fue, que como fueran con Bato a fundar una colonia en Cirene de la Libia, todo les iría mejor. Por esta respuesta resolvieron los Tereos enviar allá a Bato con dos galeras de 50 remos. Estos colonos aventureros, como no pudiesen dejar de partir, se hicieron a la vela como para ir en busca de la Libia; pero vueltos atrás se restituyeron a Tera. A su regreso les echaron de allá los Tereos, sin dejarlos arribar a tierra, mandándoles que otra vez emprendiesen la navegación. Obligados a ello, emprendieron de nuevo su viaje, y poblaron cerca de la Libia una isla, que según dije se llamaba Platea, y que pretenden no es mayor que la sola ciudad actual de Cirene.
CLVII. Después de haberla habitado ya dos años y de ver que no por esto mejoraban sus negocios, dejando en ella un hombre solo, partieron todos los demás para Delfos. Presentándose allí al oráculo, le propusieron que a pesar de ser ya moradores de la Libia no por eso experimentaban alivio en sus calamidades. A lo que la Pitia respondió: Sin ir a Libia, que en ganado abunda, pretendes saber más acerca de ella que yo mismo que allí a verla estuve: admírame, pues, tu gran talento. Oída tal respuesta, viendo Bato que Apolo no les dejaría parar con su colonia si primero no fueran a colocarla en el mismo continente de Libia, volvióse a embarcar con su comitiva. Vuelto con los suyos a su isla, y tomado consigo al que allí dejaron, hicieron una población en un sitio de la Libia llamado Aziris, situado enfrente de la isla, rodeado de hermosísimas colinas y bañado a un lado por un río.
CLVIII. Seis años enteros estuvieron en este paraje, pero llegado el sétimo, los mismos Libios lograron de ellos que lo desamparasen, prometiendo trasportarles a otro sitio mejor; y en efecto, los condujeron hacia Poniente a una región la más bella del universo. Pero a fin de que los griegos no atinasen dónde venía a caer el nuevo establecimiento los llevaron allá de noche, no fuese que viajando de día midiesen por las horas el sitio y la distancia. El nombre del país adonde fueron es el de Irasa. Habiéndoles, pues, llevado a una fuente que se dice ser de Apolo: —«Amigos griegos, les dijeron, aquí sí que estaréis bien; este lugar es un encanto; aquí vienen a caer las mismas cataratas del cielo.»
CLIX. Durante el tiempo de la vida de Bato, el conductor de la colonia, que reinó 40 años, y el de Arcesilao su hijo, que reinó 16, se mantuvieron allí los Cireneos tantos en número cuantos al principio de la fundación habían sido a ella destinados. Pero en tiempo del tercer rey, llamado Bato el Feliz, la Pitia con sus oráculos movió a todos los griegos a navegar a Libia para incorporarse en la colonia de los Cireneos que les convidaban con la repartición de las posesiones y campos. El oráculo que profirió fue el siguiente: Quien al reparto de la fértil Libia tarde acuda, no poco ha de pesarle. El efecto fue, que se juntó en Cirene mucho griego; pero viendo los Libios circunvecinos que se les iba cercenando mucho el terreno, y no pudiendo sufrir Adieran, que este era el nombre de su rey, ni el perjuicio de verse privado de aquella comarca, ni la insolencia que con él usaban los Cireneos, por medio de unos enviados al Egipto, se entregaron a sí mismos con todos sus bienes al rey de los egipcios Apries. Juntó éste un numeroso ejército de egipcios, y le hizo marchar a Cirene. Concurrieron armados los Cireneos al lugar llamado Irasa y a la fuente Testa, donde venidos a las manos con los egipcios, quienes no sabiendo por experiencia qué tropa era la Griega la tenía en bajo concepto, los vencieron y derrotaron de manera que pocos pudieron volver sanos a Egipto, cuya pérdida fue la causa de que, irritados por ella los egipcios, se rebelasen contra Apries.
CLX. El mencionado Bato tuvo por hijo a Arcesilao, quien le sucedió en el mando, si bien desde el principio reinó entre él y sus hermanos la discordia y sedición, hasta el punto de separarse éstos y de partir hacia otra parte de la Libia. Allí, habiendo tomado acuerdo entre ellos, fundaron la ciudad que entonces llamaron Barca, como se llama todavía. No contentos con su rebelión, al tiempo que la fundaban hicieron que los Libios se alzasen contra los Cireneos. Arcesilao hizo después una expedición contra los Libios, tanto los que habían acogido a los rebeldes, como contra los que se le habían rebelado; pero estos, por miedo que de él tuvieron, dejando sus tierras huyeron hacia los Libios Orientales. Fueles siguiendo Arcesilao, hasta que llegados los fugitivos a un lugar de la Libia llamado Leucon, se resolvieron a cargar contra el enemigo. En la refriega fueron los Libios tan superiores, que allí quedaron muertos 7.000 hoplitas Cireneos. Después de esta desgracia, cayó enfermo Arcesilao, y estando en cama y habiendo tomado una medicina, fue ahogado por su hermano Learco, a quien mató después a traición la viuda de Arcesilao, que tenía por nombre Erixo.
CLXI. En vez de Arcesilao entró a reinar su hijo Bato, que era cojo y de pies contrahechos. Por razón del destrozo padecido en la guerra, los Cireneos destinaron unos diputados a Delfos para saber del oráculo de qué medio se podrían valer para poner su ciudad en mejor estado. Mandóles la Pitia que tomasen en Mantinea de la Arcadia un reformador, para cuyo empleo, a petición de los Cireneos, fue nombrado por los de Mantinea, Demonacte, el hombre de mayor crédito que había en la ciudad. Habiendo después partido el nuevo visitador a Cirene, e informándose puntualmente de todo, hizo en ella dos innovaciones: la una fue distribuir en tres partidos a sus vecinos, señalando para el uno a los Tereos con los pueblos fronterizos; para el otro a los peloponesios con los Cretenses; para el tercero a todos los demás Isleños: la segunda fue pasar todos los derechos y regalías que habían tenido antes los reyes al cuerpo de la república, dejando al rey Bato la prerrogativa del sacerdocio y la inspección de los templos con sus ingresos.
CLXII. Duró tal estado de cosas todo el tiempo que vivió Bato; pero en el de su hijo Arcesilao nació una gran contienda y porfía acerca de los puestos y magistraturas. Autor de ella fue dicho Arcesilao, hijo de Bato el cojo y de Feretima, el cual no quería estar a lo ordenado por Demonacte de Mantinea, sino que pretendía recobrar todas las regalías y derechos de sus antepasados. El éxito de la sedición y discordia fue, que perdida por Arcesilao la batalla hubo de escapar a Samos, y su madre a Salamina de Chipre. Era entonces señor de Salamina Evelton, el que dedicó en Delfos aquel incensario tan digno de verse que se conserva allí en el tesoro de los corintios. Llegada a la corte de éste, Feretima pidióle un ejército que lo restituyese a Cirene: esmerábase Evelton en hacerle mil regalos, menos lo que ella le pedía; mas la princesa al recibirlos decíale que buenas eran aquellas dádivas y que mucho las agradecía, pero que fuera mejor y que mucho más le agradeciera el favor del ejército que le había pedido; y ésta era la arenga que a cada regalo repetía. Regalóle, por último, Evelton un huso de oro y una rueca armada con su copo de lana, y como también entonces Feretima repitiese las mismas palabras, respondióle aquel: —«Con estos dijes se obsequia a una mujer y no con el mando de un ejército.»
CLXIII. Por aquel mismo tiempo Arcesilao, refugiado en Samos, no hacía sino reclutar a cuantos podía, con la promesa de repartirles campos en Cirene. Recogido ya un grande ejército, fuese él mismo a Delfos a consultar aquel oráculo sobre su vuelta, a lo que respondió la Pitia: —«Apolo os da el reino en Cirene hasta el cuarto Bato y el cuarto Arcesilao por espacio de ocho generaciones; pero él mismo os exhorta a que no penséis en prolongarlo más allá. Vuélvete tú, y manténte tranquilo en casa; y si acaso hallares el horno lleno de cántaros no te dé la gana de cocerlos, antes déjalos muy enhorabuena. Pero si cocieres la hornada, no entres en la rodeada de agua, pues de no hacerlo así morirás tú mismo, y contigo el más bravo toro.»
CLXIV. Este oráculo dio la Pitia a Arcesilao, quien llevando consigo las tropas que tenía en Samos, fuese a Cirene. Apoderado allí del mando, no se acordaba ya de la profecía de la Pitia, sino que procuraba vengarse de los que se le habían levantado, obligándoles a la fuga. Algunos de sus contrarios, sin querer exponerse al peligro, se habían ausentado del país; a algunos otros, caídos en manos de Arcesilao, se les envió a Chipre para que se les hiciese perecer, si bien quiso la fortuna que habiendo aportado a Cnido, los Cnidios les librasen de la muerte, y les enviasen a Tera: algunos otros, por fin, se refugiaron a una gran torre de un particular llamado Aglomaco la cual mandó rodear de fajina Arcesilao y quemar vivos en ella a dichos Cireneos. Como reflexionase después sobre lo hecho, y entendiese que a esto aludía lo que la Pitia le decía en el oráculo, que si hallaba los cántaros en el horno no quisiese cocerlos, temiendo la muerte que se le había profetizado, e imaginando que Cirene era la rodeada de agua del oráculo, no quiso de propósito entrar más en la ciudad de los Cireneos. Estaba casado con una parienta hija del rey de los Barceos llamada Alacir: refugióse, pues, a la corte de su suegro. Allí, algunos de los ciudadanos, junto con aquellos Cireneos que vivían en ella desterrados, habiéndole acechado al tiempo que paseaba por la plaza, le asesinaron juntamente con su suegro. Así Arcesilao vino a encontrar con su destino fatal, habiéndose desviado o de propósito o por descuido del aviso del oráculo.
CLXV. En tanto que Arcesilao se detenía en Barca preparando su misma ruina, Feretima su madre cumplía con todas las funciones honrosas de gobernadora del reino en lugar de su hijo, acudiendo al despacho de los negocios y presidiendo en el consejo de estado. Pero apenas supo que su hijo habla sido asesinado en Barca, huyó sin más dilación al Egipto, a lo que la movieron los servicios que Arcesilao tenía hechos a Cambises, hijo de Ciro, habiendo sido el que puso a Cirene bajo la protección del persa, y se la hizo tributaria. Llegada Feretima al Egipto, imploró la protección de Ariandes, suplicándole quisiese ampararla y vengarla de los rebeldes, valiéndose del pretexto de decir que por adicto a los medos había muerto su hijo.
CLXVI. Era Ariandes el virrey de Egipto nombrado por Cambises, y andando el tiempo quiso apostárselas con Darío, temeridad que pagó con la cabeza; pues habiendo oído, y visto que Darío quería dejar de sí una memoria sin igual que ningún otro monarca hubiese dejado antes, quiso Ariandes imitarle por su parte, hasta que por esta competencia llevó su merecido. Acuñó Darío una moneda de oro el más puro y acendrado que darse pudiese; y Ariandes el virrey de Egipto hizo otro tanto en una moneda de plata finísima que mandó batir, de donde aún ahora no hay plata más acendrada y pura que la Ariandica. Informado Darío de lo que hacía Ariandes, so color de que se le había sublevado, le hizo morir.
CLXVII. Lleno entonces Ariandes de compasión por Feretima, dióle en su socorro toda la armada de Egipto, así la de tierra como la de mar, señalando por general de tierra a Amasis, de patria Marafio, y de mar a Bardes, que era de la familia de los Pasagardas. Pero antes de hacer partir el ejército envió Ariandes a Barca un heraldo que preguntase quién había sido el que mató a Arcesilao, a lo que respondieron los Barceos, que todos a una le habían dado la muerte por haber recibido de él muchas injurias. Con tal respuesta acabóse Ariandes de resolver, y envió todo su ejército juntamente con Feretima.
CLXVIII. Tal era el pretexto que se hacía valer para aquella expedición; pero a lo que entiendo, el motivo verdadero no era sino el deseo de conquistar a los de la Libia; porque siendo muchas y varias las naciones de los Libios, muy pocas eran las que entro ellas obedecían al persa, y la mayor parte en nada contaban con Darío. Explicaré la situación de los Libios, comenzando desde el Egipto. Los primeros vecinos a este reino son los Adirmáquidas, que tienen sus propias leyes y costumbres, aunque por la mayor parte son las mismas que las de Egipto. En el vestido siguen el trajo de los otros Libios; sus mujeres llevan en una y otra pierna ajorcas de bronce, y los insectos que al peinarse cogen los muerden luego, y vengadas así de sus picaduras los arrojan, cosa que solo se usa en esta nación. Son los únicos asimismo entro los Libios que presentan al rey todas las doncellas que están para casarse, y si alguna le agrada, él es el primero en conocerla. Estos Adirmáquidas se extienden desde el Egipto hasta el puerto que llaman Pleuno.
CLXIX. Confinan con estos los Giligamas, situados hacia Poniente hasta la isla Afrodisiada. Frontera del medio de este país viene a caer la isla Platea, que poblaron los Cireneos. En su continente se halla el puerto de Menalao y también la región de Miris en que los Cireneos habitaban. Desde allí comienza el Silfio, que desde la isla de Platea se extiende basta la boca o entrada de la Sirte. El modo de vivir de estos pueblos es el mismo que el de los primeros.
CLXX. Por la parte de Poniente los Asbistas, son confinantes con los Giligamas; están sobre Cirene, y no llegan hasta el mar, cuya costa ocupan los Cireneos. Son entre los Libios los más aficionados a gobernar una carroza de dos tiros. En los más de sus usos y modales imitan a los de Cirene.
CLXXI. Siguiendo hacia Poniente, tras los Asbistas vienen los Ausquisas, que caen sobre Barca y confinan con el mar cerca de las Evespéridas. En medio de la región de los Ausquisas viven los Cebales, nación poco populosa, los cuales lindan con el mar cerca de una ciudad de los bárceos llamada Tauquira. Su modo de vivir es el mismo que usan los pueblos que están sobre Cirene.
CLXXII. Los Nasamones, nación muy numerosa, son los comarcanos de los Ausquisas, tirando hacia Poniente. Dejando en verano sus ganados a las costas del mar, suben a un territorio que llaman Augila para recoger la cosecha de los dátiles, pues allí hay muchas, muy grandes palmas y todas fructíferas. Van a caza de langostas, las que muelen después de secas al sol, y mezclando aquella harina con leche se la beben. Es allí costumbre tener cada uno muchas mujeres, haciendo que el uso de ellas sea común a todos, pues del mismo modo que los masagetas, plantando delante de la casa su bastón, están con la que quieren. Acostumbran asimismo que cuando un Nasamon se casa la primera vez, todos los convidados a la boda conozcan aquella primera noche a la novia, y que cada uno de los que la conocieren la regale con alguna presea traída de su casa. En su modo de jurar y adivinar, juran por aquellos hombres que pasan entre ellos por los más justos y mejores de todos, y en el acto mismo de jurar tocan sus sepulcros; adivinan yendo a las sepulturas de sus antepasados, donde después de hechas sus deprecaciones se ponen a dormir, y se gobiernan por lo que allí ven entre sueños. En sus contratos y promesas usan de la ceremonia de dar el uno de beber al otro con su mano, y tomando mutuamente de él, y si no tienen a punto cosa que beber, tomando del suelo un poco de polvo lo lamen.
CLXXIII. Con los Nasamones confinan los Psilos, aunque todos ellos ya perecieron: el viento Noto se fue absorbiendo toda el agua, y secando los manantiales, balsas y charcos del país, que estando todo entre las sirtes, era de suyo muy falto de agua. Resolvieron los Psilos de común acuerdo hacer una expedición contra su enemigo el maligno Noto: si ello fue así o no, no me meto en averiguarlo; solo soy eco de los Libios. Habiendo, pues, llegado a los desiertos arenales, el Noto soplando los sepultó allí a todos, y su región la poseen ahora los Nasamones, después de tan fatal ruina.
CLXXIV. Los Garamantas son los que hacia el Mediodía estaban sobre los Psilos, en un país agreste y lleno de fieras: son rudos e insociables, huyendo la comunicación con cualquier hombre; no tienen armas marciales, ni saben ofender a los otros ni defenderse a sí mismos. Viven, como dije, más allá de los Nasamones.
CLXXV. Pero hacia Poniente, siguiendo la costa del mar, los que vienen después son los Macas, los cuales se cortan el pelo de manera que, rapándose a navaja la cabeza de una y otra parte, se dejan crecer un penacho en la coronilla. En la guerra llevan para su defensa unos como escudos hechos de la piel del avestruz, ave de tierra. El río Cinipe, bajando de la colina que llaman de las Gracias, pasa por su país y desagua en el mar. Dicha colina es un montecillo poblado de espesos árboles, al paso que las otras tierras de Libia de que acabo de hablar están del todo rasas; y desde él hay al mar 200 estadios.
CLXXVI. Comarcanos de los Macas son los Gindanes, cuyas mujeres llevan cerca de los tobillos sus ligas de pieles, y las llevan, según corre, porque por cada hombre que las goza, se ciñen en su puesto la señal indicada, y la que más ligas ciñe esa es la más celebrada por haber tenido más amantes.
CLXXVII. La parte marítima de dichos Gindanes es habitada por los lotófagos, hombres que se alimentan sólo con el fruto del loto, fruto que es del tamaño de los granos del lentisco, pero en lo dulce del gusto parecido al dátil de la palma: de él sacan su vino los lotófagos.
CLXXVIII. Por las orillas del mar siguen a los lotófagos los Maclíes, que comen también el loto, si bien no hacen tanto uso de él como los primeros. Extiéndense hasta el Triton, que es un gran río que desagua en la gran laguna Tritónida, donde hay una isla llamada Fla, la cual dicen que los lacedemonios, según un oráculo, deben ir a poblar.
CLXXIX. Corre asimismo la siguiente tradición. Después que Jasón hubo construido su nave Argos a la raíz del monte Pelio, embarcó en ella una hecatombe de cien bueyes y una trípode de bronce, y queriendo ir a Delfos daba la vuelta alrededor del Peloponeso; pero al llegar con su nave cerca de Malea, se levantó un viento Norte que le llevó a la Libia. No había aun descubierto tierra, cuando se vio metido en los bajíos de la laguna Tritónida. Allí, como no hallase camino ni medio para salir, se dice que apareciéndole Triton le pidió que le diese aquella trípode, prometiéndole en pago mostrarle paso para la salida y sacarle sin pérdida alguna. Habiendo venido en ello Jasón, logró por este medio que Triton le mostrase por donde salir de entre aquellos bancos de arena. El mismo Triton, habiendo puesto aquella trípode en su templo, comenzó desde ella a profetizar y declarar a Jasón y a sus compañeros un gran misterio, a saber: que era una disposición totalmente inevitable del hado, que cuando alguno de los descendientes de aquellos Argonautas llevase la trípode, entonces hubiese alrededor de la laguna Tritónida cien ciudades griegas. Venido este oráculo a noticia de los naturales de Libia, fue ocasión para que escondiesen la trípode.
CLXXX. Son fronterizos de los Maclíes los Ausées, pues ambos habitaban en las orillas de la laguna Tritónida divididos entre sí por el río Triton. Los Maclíes se dejan crecer el pelo en la parte posterior de la cabeza, y los Ausées en la parte anterior de ella. Las doncellas del país hacen todos los años una fiesta a Minerva, en la cual, repartidas en dos bandas, hacen sus escaramuzas a pedradas y a garrotazos, y dicen que practican aquellas ceremonias, propias de su nación, en honra de aquella diosa su paisana a la cual llamamos Atenea. Tienen creído que las doncellas que mueren de aquellas heridas, no lo eran más que las madres que las parieron, y así las llaman las falsas vírgenes. Antes de dar fin a aquel combate, cogen siempre a la doncella que por votos de todas se ha portado mejor en el choque; ármanla con un capacete corintio y con un arnés griego, y puesta encima de un carro llévanla en triunfo alrededor de la laguna. Ignoro con qué armadura adornasen a sus doncellas antes de tener por vecinos a los griegos, si bien me inclino a pensar que con la armadura egipcia, pues siento y digo que los griegos tomaron de los egipcios el yelmo y el escudo. Por lo que toca a Minerva, dicen ellos que fue hija de Neptuno y de la laguna Tritónida, pero que enojada por cierto motivo contra su padre se entregó a Júpiter, el cual se la apropió por hija: así lo cuentan al menos. Estos pueblos, sin cohabitar particularmente con sus mujeres, usan no sólo promiscuamente de todas, sino que se juntan con ellas en público, como suelen las bestias. Después que los niños han crecido algo en poder de sus madres, se juntan en un lugar los hombres cada tercer mes, y allí se dice que tal niño es hijo de aquel a quien más se asemeja.
CLXXXI. Estos de que hemos hablado son los Libios Nómadas de la costa del mar. La Libia interior y mediterránea, que está sobre ellos, es una región llena de animales fieros. Pasada esta tierra, hay una cordillera o loma de arenales que sigue desde la ciudad de Tebas de Egipto hasta las columnas de Hércules, en la cual se hallan, mayormente en las diez primeras jornadas, unos grandes terrones de sal, que están en unos cerros que allí hay. En la cima de cada cerro brotan de la sal unos surtidores de agua fría y dulce, cerca de la cual habitan unos hombres, que son los últimos hacia aquellos desiertos, situados mas allá de la región de las fieras. A las diez jornadas de Tebas se hallan primero los Amonios, que a imitación de Júpiter el Tebeo tienen un templo de Júpiter caricarnero, pues como ya llevo dicho de antemano, la estatua de Júpiter que hay en Tebas tiene el rostro de carnero. Hay allí una fuente cuya agua por la madrugada está tibia; dos horas antes del mediodía está algo fría; mas a mediodía friísima; en cuyo tiempo riegan con ella los huertos: desde mediodía abajo va perdiendo de su frialdad, tanto, que al ponerse el sol está ya tibia, y desde aquel punto vase calentando hasta acercarse la medía noche, a cuya hora hierve a borbotones; pero al bajar la media noche gradualmente se enfría hasta la aurora siguiente. Esta agua lleva el nombre de fuente del Sol.
CLXXXII. Alas allá de los Amonios, a diez días de camino siguiendo la loma de arena, aparece otra colina de sal semejante a la de aquellos, donde hay la misma agua con habitantes que la rodean. Llámase Auguila, y allí suelen ir los Nasamones a hacer su cosecha de dátiles.
CLXXXIII. Desde Auguila, después de un viaje de diez jornadas, se encuentra otra colina de sal con su agua y con muchas palmas frutales como lo son las otras, y con hombres que viven en aquel cerro que se llaman los Garamantes, nación muy populosa, quienes para sembrar los campos cubren la sal con una capa de tierra. Cortísima es la distancia desde ellos a los lotófagos, pero desde allí hay un viaje de treinta días hasta llegar a aquellos pueblos donde los bueyes van paciendo hacia atrás, porque teniendo las astas retorcidas hacia delante, van al parecer retrocediendo paso a paso, pues si fueran avanzando, no pudieran comer, porque darían primero con las astas en el suelo; fuera de lo dicho y en tener el cuero más recio y liso, en nada se diferencian de los demás bueyes. Van dichos Garamantes a caza de los etíopes Trogloditas, montados en un carro de cuatro caballos, lo cual se hace preciso por ser estos etíopes los hombres más ligeros de pies de cuantos hayamos oído hablar. Comen los Trogloditas serpientes, lagartos y otros reptiles semejantes: tienen un idioma a ningún otro parecido, aunque puede decirse que en vez de hablar chillan a manera de murciélagos.
CLXXXIV. Mas allá de los Garamantes, a distancia también de diez leguas de camino, se ve otro cerro de sal, otra agua y otros hombres que viven en aquellos alrededores, a quienes dan el nombre de Atlantes; son los hombres anónimos que yo conozca, pues si bien a todos en general se les da el nombre de Atlantes, cada uno de por sí no lleva en particular nombre alguno propio. Cuando va saliendo el sol le cargan de las más crueles maldiciones e improperios, porque es tan ardiente allí, que abrasa a los hombres y sus campiñas. Tirando adelante otras diez jornadas, se hallará otra colina de sal y en ella su agua; cerca del agua, gentes que allí viven. Con esta cordillera de sal está pegado un monte que tiene por nombre Atlante, monte delgado, por todas partes redondo, y a lo que se dice tan elevado, que no alcanza la vista a su cumbre por estar en verano como en invierno siempre cubierta de nubes. Dicen los naturales que su monte es la columna del cielo; de él toman el nombre sus vecinos, llamándose los Atlantes, de quienes se cuenta que ni comen cosa que haya sido animada, ni durmiendo sueñan jamás.
CLXXXV. Hasta dichos Atlantes llegan mis noticias para poder dar los nombres de las naciones que viven en la cordillera de sal; pero de allí no pasan, si bien se extiende la loma hasta las columnas de Hércules, y aun más allá. Hay en esta cordillera cierta mina de sal tan dilatada, que tiene diez días de camino; y en aquel espacio viven unos hombres cuyas casas son hechas generalmente de grupos o piedras de sal. Ni hay que admirarlo, pues por aquella parte de la Libia no llueve jamás; que si lloviera, no pudieran resistir aquellas paredes salinas. De aquellas minas sácase sal, así de color blanco como de color encarnado. Más allá de la referida loma, para quien va hacia el Noto tierra adentro de la Libia, el país es un desierto, un erial sin agua, un páramo sin fiera viviente, sin lluvia del cielo, sin árbol ninguno, sin humedad ni jugo.
CLXXXVI. Así que, desde el Egipto hasta la laguna Tritónida, los Libios que allí viven son nómadas o pastores, que comen carne y beben leche, si bien se abstienen de comer vaca, siguiendo en esto a los egipcios; lechones, ni los crían ni los comen. Aun las mujeres de Cirene tienen también escrúpulo de comer carne de vaca por respeto a la diosa Isis de Egipto, en cuyo honor hacen ayunos y fiestas, pero aun hacen más las mujeres de Barca, que ni vaca ni tocino comen.
CLXXXVII. Más allá de la laguna Tritónida, hacia Poniente, ni son ya pastores los Libios, no siguen los mismos usos, ni practican con los niños lo que suelen los Nómadas; pues que éstos, ya que no todos, que no me atrevo a decirlo absolutamente, por lo menos muchísimos de ellos, cuando sus niños llegan a la edad de cuatro años, toman un copo de lana sucia y con ella les van quemando y secando las venas de la coronilla, y algunos asimismo las de las sienes: el fin que en esto tienen es impedir que en toda la vida no les molesten las fluxiones que suelen bajar de la cabeza, y a esto atribuyen la completa salud de que gozan. Y a decir verdad, son los Libios los hombres más sanos que yo sepa; esto afirmo, pero sin atribuirlo a la causa referida. Si acontece que al tiempo de hacer la operación del fuego les den convulsiones a los niños, tienen a mano un remedio eficaz, a saber, echan sobre ellos la orina de un macho cabrío y vedlos ahí sanos; de lo cual tampoco salgo fiador, sino que cuento simplemente lo que dicen.
CLXXXVIII. Los nómadas en la Libia hacen del siguiente modo sus sacrificios: ante todo cortan como primicias del sacrificio la oreja de la víctima y la arrojan sobre su casa; después de esta ceremonia hácenle volver hacia atrás la cerviz. El sol y la luna son las únicas deidades a quienes ofrecen sacrificio todos los Libios, aunque los que viven en los contornos de la laguna Tritónida sacrifican también a Minerva con mucha particularidad, y en segundo lugar a Triton y a Neptuno.
CLXXXIX. Parece sin duda que los griegos tomaron de las mujeres Libias así el traje y vestido en las estatuas de Minerva, como también las égidas, pues el trajo de aquella es enteramente el mismo que el de Minerva, sólo que su vestido es de badana, y las franjas que llevan en sus égidas no son unas figuras de sierpes, sino unas correas a modo de borlas. Aun más, el nombre mismo de égida dice que de la Libia vino el traje de nuestros Paladios (estatuas de Minerva), pues las Libias acostumbran meterse encima de su vestido en vez de mantilla unas egeas o marroquías adobadas, teñidas de colorado con franjas, de suerte que los griegos del nombre de estas egeas formaron el de égidas. Soy asimismo de opinión de que la algazara usada en los sacrificios griegos tuvo su origen en la Libia, donde es muy frecuente entre las Libias, que son excelentes plañideras. Del mismo modo los griegos aprendieron de los Libios el tiro de cuatro caballos en la carroza.
CXC. En los entierros siguen los Nómadas las ceremonias que los griegos, aunque deben exceptuarse los Nasamones, pues estos entierran sentado el cadáver, y a este fin observan al enfermo cuando va a morir, y lo sientan entonces en la cama, para que no espire boca arriba. Son las casas de los Nómadas unas cabañas hechas de varillas de gamon entretejidas con juncos, casas portátiles de un lugar a otro. Tales son sus usos en resumen.
CXCI. Por la parte de Poniente del río Triton confinan con los Ausées otros pueblos de la Libia, de profesión labradores, que llevan el nombre de Maxies, y usan levantar sus casas con regularidad. Críanse el polo en la parte derecha de la cabeza, y se lo cortan en la siniestra; píntanse el cuerpo de bermellón y pretenden ser descendientes de los Troyanos. Esta región de la Libia, como también lo restante de ella hacia Poniente, es mucho más abundante en fieras y bosques que la de los Nómadas, pues que la parte oriental de la Libia, que estos habitan, es una tierra baja y arenosa hasta llegar al río Triton; pero la que desde este río se dilataba hacia Poniente, que es la parte que habitan los libios labradores, es ya un país en extremo montuoso, y muy poblado de árboles y de fieras. Hay allí serpientes de enorme grandeza; hay leones, elefantes, osos y áspides. Vénse allí asnos con astas; se ven hombres cinéfalos, y otros, si creemos a lo que nos cuentan, acéfalos, de quienes se dice que tienen los ojos en el pecho, y otros hombres salvajes, así machos como hembras; vénse, en fin, muchas otras fieras reales y no fingidas.
CXCII. Pero ninguna de las que acabo de decir se cría entre los Nómadas, aunque se hallan entre ellos otras castas de animales, los pigargos, las cabras monteses, los búfalos, los asnos que no beben jamás, pero no los asnos cornudos, loories o unicornios, de cuyas astas hacen los fenicios sus varas de medir, siendo estos animales del tamaño de un buey; las basarias, especie de vulpeja, las hienas, los puercos–espines, los carneros salvajes, los dicties, los lobos silvestres, las panteras, los bories, los cocodrilos terrestres de tres codos de largo muy parecidos a los lagartos, los avestruces de tierra, y unas sierpes pequeñas cada una con su cuernecillo. Estos son los animales propios de dicho país, donde hay asimismo los que producen los otros, a excepción del ciervo y del jabalí, pues ni de uno ni de otro se halla raza en Libia. Vénse allí tres castas de ratones; unos se llaman dípodes, de dos pies; otros zegeries, palabra líbica que equivale a collados; los terceros erizos: críanse también unas comadrejas muy semejantes a las de Tarteso. Esta es, según he podido alcanzar con mis informaciones las más diligentes y prolijas, la suma de los animales que cría la región de los Nómadas en la Libia.
CXCIII. Con los Maxies están confinantes los Zaveces, cuyas mujeres sirven de cocheras a sus maridos en los carros de guerra.
CXCIV. Con estos confinan los Gizantes, en cuyo país, además de la mucha miel que hacen las abejas, es fama que los hombres la labran aun en mayor copia con ciertos ingenios o artificios. Todos los Gizantes se pulen tiñéndose de bermellón. Comen la carne de los monos, de los cuales hay en aquellos montes grandísimos rebaños.
CXCV. Cerca del país de dichos Gizantes, según cuentan los cartagineses, está la isla Ciraunis, de 206 estadios de largo, pero muy angosta, a la cual se puede pasar desde el continente. Muchos olivos hay en ella y muchas vides, y se halla en la misma una laguna tal, que de su fondo sacan granitos de oro las doncellas del país, pescándolos y recogiéndolos con plumas de ave untadas con pez. No salgo fiador de la verdad de lo que se dice, solamente lo refiero; aunque puede muy bien suceder, pues yo mismo he visto cómo en Zacinto se saca del agua la pez en cierta laguna. Hay, pues, una laguna entre otras muchas de Zacinto, y la mayor de todas, que cuenta por todas partes 60 pies de extensión, y tiene de hondo hasta dos orgias: dentro de ella meten un chuzo, a cuya punta va atado un ramo de arrayán; apégase al amo la pez, la cual sacada así huele a betún, y en todo lo demás hace ventaja a la pez Pieria. Al lado de la laguna abren un hoyo, donde van derramando la pez que, recogida ya en gran cantidad, sacan del hoyo y la ponen en unos cántaros. Todo lo que cayere en esta laguna va al cabo pasando por debajo de tierra a salir al mar, distante de ella cosa de cuatro estadios. Esto digo para que se vea que no carece de probabilidad lo que se cuenta de la isla que hay en Libia.
CXCVI. Otra historia nos refieren los cartagineses, que en la Libia, más allá de las columnas de Hércules, hay cierto paraje poblado de gente donde suelen ellos aportar y sacar a tierra sus géneros, y luego dejarlos en el mismo borde del mar, embarcarse de nuevo, y desde sus barcos dan con humo la señal de su arribo. Apenas lo ve la gente del país, cuando llegados a la ribera dejan al lado de los géneros el oro, apartándose otra vez tierra adentro. Luego, saltando a tierra los cartagineses hacia el oro, si les parece que el expuesto es el precio justo de sus mercaderías, alzándose con él se retiran y marchan; pero sí no les parece bastante, embarcados otra vez se sientan en sus llaves, lo cual visto por los naturales vuelven a añadir oro hasta tanto que con sus aumentos les llegan a contentar, pues sabido es que ni los unos tocan al oro hasta llegar al precio justo de sus cargas, ni los otros las tocan hasta que se les tome su oro.
CXCVII. Estas son, pues, las naciones de la Libia que puedo nombrar, muchas de las cuales ni se cuidaban entonces ni se cuidan ahora del gran rey de los medos. Algo más me atrevo a decir de aquel país: que las naciones que lo habitan son cuatro y no más, según alcanzo; dos originarias del país, y dos que no lo son; originarios son los Libios y los etíopes, situados aquellos en la parte de la Libia que mira al Bóreas, estos en la que mira al Noto; advenedizas son las otras dos naciones, la de los fenicios y la de los griegos.
CXCVIII. Por lo que toca a la calidad del terreno, no me parece que pueda compararse la Libia ni con el Asia ni con la Europa, salva, empero, una región que lleva el mismo nombre que su río Cinipe, pues ésta ni cede a ninguna de las mejores tierras de pan llevar, ni es en nada parecida a lo restante de la Libia; es de un terruño negro y de regadío por medio de sus fuentes, ni está expuesta a sequías, ni por sobrada agua suele padecer, si bien en aquel paraje de la Libia llueve a menudo, y en cuanto al producto, da por cada uno, tanto como la campiña de Babilonia. Y por más que sea feraz la tierra que cultivan allí los Evesparitas, la cual cuando acierta la cosecha llega a rendir ciento por uno, no iguala con todo a la comarca de Cinipe, que puede dar trescientos por uno.
CXCIX. La región Cirenaica, que esta tierra más elevada que hay en la parte de la Libia poseída por los Nómadas, logra todos los años tres estaciones muy dignas de admiración, pues viene primero la cosecha de los frutos vecinos a la marina, que piden ser antes que los demás segados y vendimiados: acabados de recoger estos tempranos frutos, están ya sazonados y a punto de ser cogidos los de las campiñas o colinas, como dicen, que caen en medio del país; y al concluir esta segunda cosecha, los frutos de la tierra más alta han madurado ya y piden ser cogidos: de suerte que al acabarse de comer o de beber la primera cosecha del año, entonces cabalmente es cuando se recoge la última; con lo cual se ve que los Cireneos siegan durante ocho meses.
CC. Bastará ya lo dicho en este punto; y volviendo por fin a los persas, los vengadores de Feretina partidos de Egipto por orden de Ariandes, pusieron sitio a Barca, pidiendo luego que llegaron se les entregasen los autores de la muerte de Arcesilao, demanda a que los sitiados, que habían sido comúnmente cómplices en aquel homicidio, no querían consentir. Nueve meses duraba ya el asedio de la plaza, en cuyo espacio hicieron los persas minas ocultas hasta las mismas murallas, y dieron asimismo varios asaltos a la plaza, todos muy vivos y obstinados. Iba descubriendo las minas un herrero que se valía para dar con ellas de un escudo de bronce, el cual iba pasando y aplicando por la parte interior del muro: el escudo aplicado donde el suelo no se minaba, no solía resonar; pero cuando daba sobre un lugar que minasen los enemigos, correspondía el bronce con su sonido a los golpes internos de los minadores; y entonces eran perdidos los persas, a quienes con una contramina mataban los Barceos en las entrañas de la tierra. Hallado esto remedio contra las minas, se valían los Barceos del de su valor para rebatir sus asaltos.
CCI. Pasado mucho tiempo en el asedio y muertos muchos de una y otra parte, y no menor número de persas que de Barceos, Amasis, el general del ejército, acude a cierto ardid, persuadido de que no podría ver rendida la plaza con fuerza, sino con engaño y astucia. Manda, pues, abrir de noche una hoya muy ancha, encima de la cual coloca unos maderos de poca resistencia, y sobra ellos pone una capa de tierra en la superficie, procurando igualarla por encima con lo demás del campo. Apenas amanece otro día, cuando Amasis convida por su parte a los Barceos con una conferencia, y los Barceos por la suya, como quienes deseaban mucho la paz, la admiten gustosísimos. Entran, pues, a capitular estando encima de la hoya disimulada y se conciertan en estos términos: que se estaría a lo pactado y jurado mientras aquel suelo donde se hallaban fuese el mismo que era; que los Barceos se obligaban a satisfacer al rey pagando lo que fuese justo en razón, y los persas a no innovar cosa contra los Barceos. Viendo estos firmadas así las paces y llenas de confianza en fuerza de ellas, abiertas de buena fe las puertas de par en par, no sólo salían con ansia fuera de la ciudad, sino que permitían también a los persas acercarse a sus murallas. Válense los persas de la ocasión, y derribando repentinamente aquel puente o tablado falaz y oculto, corren dentro de la plaza y hacia los muros, de que se apoderan. Movióles a arruinar dicho suelo de tablas la especiosa calumnia y pretexto de poder decir que no faltaban a la fe del tratado, por cuanto habían capitulado con los Barceos que las paces durasen todo el tiempo que durase el mismo aquel suelo que había al capitular, pero que arruinado y roto el oculto tablado ya no les obligaba el tratado solemne de paz.
CCII. Feretima, a cuya disposición y arbitrio dejaron los persas la ciudad, no contenta con empalar alrededor de sus muros a los Barceos que más culpables habían sido en la muerte de Arcesilao, hizo aún que cortados los pechos de sus mujeres fuesen de trecho en trecho clavados. Quiso además que en el botín se llevasen los persas por esclavos a los demás Barceos, exceptuando a los Batiadas todos y a los que en dicho asesinato no habían tenido parte alguna, a quienes ella encargó la ciudad.
CCIII. Al retirarse los persas con sus esclavos los Barceos, llegados de vuelta a la ciudad de Cirene, los moradores, para cumplir con cierto oráculo, dieron paso por medio de ella a las tropas egipcias. Bares, el general de la armada, era de parecer que al pasar se alzasen con aquella plaza; pero no venía en ello Amasis, general del ejército, dando por razón que había sido únicamente enviado contra Barca y no contra alguna colonia griega. Con todo, después que pasó el ejército y se acampó allí cerca en el collado de Júpiter licio, arrepentidos los persas de no haberse aprovechado de la ocasión, procuraron, entrando de nuevo en la plaza, apoderarse de ella; pero no se lo permitieron los de Cirene. Hubo en esto de extraño y singular que cayese de repente sobre los persas, contra quienes nadie tomaba las armas, un miedo tal y tan grande, que les hiciera huir por el espacio de 60 estadios antes de atreverse a plantar sus tiendas. Al cabo, después que allí se acampó el ejército, llególe un correo de parte de Ariandes con orden de que se le presentaran; para cuya vuelta, provistos los persas de víveres, que a su ruego les suministraron los Cireneos, continuaron sus marchas hacia el Egipto. Durante aquel viaje, lo mismo era quedarse algún persa fuera de la retaguardia, que caer sobre él los Libios y quitarle la vida para despojarle de su vestido y apoderarse del bagaje; persecución que duró hasta que estuvieron ya en Egipto.
CCIV. Este es el ejército persiano que se haya internado más en la Libia, habiendo sido el único que llegó hasta las Evespéridas. Los prisioneros Barceos, traídos como esclavos al Egipto, fueron desde allí enviados al rey Darío, quien les dio un lugar después para su establecimiento de la región Bactriana. Dieron ellos a su colonia el nombre de Barca, población que hasta hoy día subsiste en la Bactriana.
CCV. Pero Feretima no tuvo la dicha de morir bien; pues vengada ya, salida de la Libia, y refugiada en Egipto, enfermó bien presto, de manera que hirviéndole el cuerpo en gusanos, y comida viva por ellos, acabó mala y desastrosamente sus días, como si los dioses quisieran hacer ver a los hombres con aquel horroroso escarmiento cuán odioso les es el exceso y furor en las venganzas. De tal modo se vengó de los Barceos Feretima, la esposa de Bato.
Libro V. Terpsícore
Sublevación jonia; Atenas y Esparta
I. Los primeros a quienes avasallaron a la fuerza las tropas persianas dejadas por Darío en Europa al mando de su general Megabazo, fueron los perintios, que rehusaban ser súbditos del persa y que antes habían ya tenido mucho que sufrir de los peones, habiendo sido por éstos completamente vencidos con la siguiente ocasión. Como hubiesen los peones, situados más allá del río Estrimón, recibido un Oráculo de no sé qué dios, en que se les provenía que hicieran una expedición contra los de Perinto y que en ella les acometieran en caso de que éstos, acampados, les desafiaran a voz en grito, pero que no les embistieran mientras los enemigos no les insultasen gritando, ejecutaron puntualmente lo prevenido; pues atrincherados los perintios en los arrabales de su ciudad, teniendo enfrente el campo de los peones, hiciéronse entre ellos y sus enemigos tres desafíos retados de hombre con hombre, de caballo con caballo, y de perro con perro. Salieron vencedores los perintios en los dos primeros, y al tiempo mismo que alegres y ufanos cantaban victoria con su himno Pean, ofrecióseles a los peones que aquella debía ser la voz de triunfo del oráculo, y diciéndose unos a otros: «el oráculo se nos cumple, esta es ocasión, acometámosles,» embistieron con los enemigos en el acto mismo de cantar el Pean, y salieron tan superiores de la refriega, que pocos perintios pudieron escapárseles con vida.
II. Y aunque tal destrozo hubiesen experimentado ya de parte de los peones, no por eso dejaron de mostrarse después celosos y bravos defensores de su independencia contra el persa, quien al cabo los oprimió con la muchedumbre de su tropa. Una vez que Magabazo hubo ya domado a Perinto, iba al frente de sus tropas corriendo la Tracia, domeñando las gentes y ciudades todas que en ella había y haciéndolas dóciles al yugo del persa en cumplimiento de las órdenes de Darío, que le había encargado su conquista.
III. Los tracios de que voy a hablar son la nación más grande y numerosa de cuantas hay en el orbe, excepto solamente la de los indios, de suerte que si toda ella fuese gobernada por uno, o procediese unida en sus resoluciones, sobre ser invencible, sería capaz de vencer por la superioridad de sus fuerzas a todas las demás naciones; ahora por cuanto, esta unión de sus fuerzas les es, no difícil, sino del todo imposible, viene a ser un pueblo débil y desvalido. Por más que cada uno de los pueblos de que la nación se compone tenga sus propios nombres en sus respectivos distritos, tienen sin embargo todos unas mismas leyes y costumbres, salvo los Getas, los Trausos y los que moran más allá de los Crestoneos.
IV. Llevo dicho de antemano qué modo de vivir siguen los Getas atanizontes (o defensores de la inmortalidad). Los Trausos, si bien imitan en todo las costumbres de los demás tracios, practican no obstante sus usos particulares en el nacimiento y en la muerte de los suyos; porque al nacer alguno, puestos todos los parientes alrededor del recién nacido, empiezan a dar grandes lamentos, contando los muchos males que lo esperan en el discurso de la vida, y siguiendo una por una las desventuras y miserias humanas; pero al morir uno de ellos, con muchas muestras de contento y saltando de placer y alegría, le dan sepultura, ponderando las miserias de que acaba de librarse y los bienes de que empieza a verse colmado en su bienaventuranza.
V. Los pueblos situados más arriba de los Crestoneos practican lo siguiente: Cuando muere un marido, sus mujeres, que son muchas para cada uno, entran en gran contienda, sostenidas con empeño por las personas que les son más amigas y allegadas, sobre cuál entre ellas fue la más querida del difunto. La que sale victoriosa y honrada con una sentencia en su favor, es la que, llena de elogios y aplausos de hombres y mujeres, va a ser degollada por mano del pariente más cercano sobre el sepulcro de su marido, y es a su lado enterrada, mientras las demás, perdido el pleito, que es para ellas la mayor infamia, quédanse doliendo y lamentando mucho su desventura.
VI. Otro uso tienen los demás tracios: el de vender sus hijos al que se los compra, para llevárselos fuera del país. Lejos de tener guardadas a sus doncellas, les permiten tratar familiarmente con cualquiera a quien les dé gana de usar licenciosamente, a pesar de ser ellos sumamente celosos con sus esposas, de cuyos padres suelen comprarlas a precio muy subido. Estar marcados es entre ellos señal de gente noble; no estarlo es de gente vil y baja. La mayor honra la ponen en vivir sin fatiga ni trabajo alguno, siendo de la mayor infamia el oficio de labrador: lo que más se estima es el vivir de la presa, ya sea habida en guerra o bien, en latrocinio. Estas son sus costumbres más notables.
VII. No reconocen otros dioses que Marte, Dioniso y Diana, si bien es verdad que allí los reyes, a diferencia de, los otros ciudadanos, tienen a Mercurio una devoción tan particular, que sólo juran por este dios, de quien pretenden ser descendientes.
VIII. En los entierros la gente rica y principal tiene el cadáver expuesto por espacio de tres días, durante los cuales, sacrificando todo género de víctimas y plañendo antes de ir a comer, hacen con ellas sus convites: después de esto dan sepultura al cadáver, o quemándolo o enterrándolo solamente. Después de haber levantado sobre él un túmulo de tierra, proponen toda suerte de certamen fúnebre, destinando los mayores premios a los que salen victoriosos en la monomaquía, o duelo singular.
IX. Muy vasta y despoblada debe de ser, según parece, aquella región que está del otro lado del Danubio; por lo menos sólo he podido tener noticia de ciertos pueblos que más allá moran, llamados Sigines, quienes visten con el ropaje de los medos. De los caballos de aquel país dícese que son tan vellosos, que por todo su cuerpo llevan cinco dedos de pelo, que son chatos y tan pequeños que no pueden llevar un hombre a cuestas, aunque son muy ligeros uncidos al carro, por lo que los naturales se valen mucho de ellos para sus tiros. Los límites de dichos pueblos tocan con los Enetos, situados en las costas del mar Adriático, y colonos de los bledos, según ellos se dicen, de quienes no alcanzo a fe mía cómo puedan serlo, si bien veo que con el largo andar del tiempo pasado, todo cabe que haya acaecido. Lo que no tiene duda es, que los Ligires situados sobre Marsella llaman Sigines a los revendedores, y los de Chipre dan el mismo nombre a los dardos.
X. Al decir los tracios que del otro lado del Danubio no puede penetrarse tierra adentro por estar el país hirviendo de abejas, paréceme que no hablan con apariencia siquiera de verdad, no siendo para los climas fríos aquella especie de animales. Mi juicio es que el Norte, por exceso de frío, es inhabitable. Esto es cuanto se dice de la región de Tracia, cuyas costas y comarca marítima iba Megabazo agregando a la obediencia del persa.
XI. Luego que Darío pasado velozmente el Helesponto llegó a Sardes, hizo memoria así del servicio que había recibido de Histieo, señor de Mileto, como del aviso que Coes de Mitilene le había dado. Llamados, pues, los dos a su presencia, díjoles que pidiera cada uno la merced que más quisiera. No pidió Histieo el dominio de alguna ciudad, puesto que tenía ya el de Mileto, pero si pretendió que se le diera un lugar de los Edonos llamado Mircirio para fundar allí una colonia. Pero Coes, no siendo todavía señor de ningún estado, sino mero particular, pidió y obtuvo el dominio de Mitilene. Así que los dos salieron contentos de la corte, lograda la gracia que habían pretendido.
XII. Vínole a Darío en voluntad, por un espectáculo que se le presentó casualmente estando en Sardes, el ordenar a Megabazo que apoderado de los peones los trasplantase de Europa al Asia. Después que Darío estuvo de vuelta en Asia, dos peones, llamados el uno Pirges y el otro Manties, llevados de la ambición de lograr el dominio sobre sus ciudadanos, pasaron a Sardes, llevando en su compañía a una hermana, mujer de buen talle y estatura bizarra, y al mismo tiempo muy linda y vistosa. Como observasen en Sardes que Darío solía dejarse ver en público sentado en los arrabales de la ciudad, echaron mano de un artificio para su intento. Vestida la hermana del mejor modo que pudieron, enviáronla por agua con un cántaro en la cabeza, con el ronzal del caballo en el brazo conduciéndolo a beber, y con su rueca y copo de lino hilando al mismo tiempo. La ve pasar Darío, y mucho le sorprende lo nuevo del espectáculo, mirando en lo que ella hacía, que ni era mujer persiana, ni tampoco lydia, ni menos hembra alguna asiática. Picado, pues, de la curiosidad, manda a algunos de sus alabarderos que vayan y observen lo que con su caballo iba a ejecutar aquella mujer. Ella, en llegando al río, abreva primero su caballo, llena luego su cántaro y da la vuelta por el mismo camino con el cántaro encima de la cabeza, con el caballo tirado del brazo, y con los dedos moviendo el huso sin parar.
XIII. Admirado Darío, así de lo que oía de sus exploradores como de lo que él mismo estaba viendo, da orden luego de que se la hagan presentar. Los hermanos de ella, como quienes allí cerca observaban lo que iba pasando, comparecen ante Darío luego que la ven conducida a su presencia. Pregunta el rey de qué nación era la mujer, y dícenle los dos jóvenes que eran peones de nación, y que aquella era su hermana. Tórnales Darío a preguntar qué nación era la de los peones, y dónde estaba situada, y con qué mira o motivo habían ellos venido a Sardes: responden que habían ido allí con ánimo de entregarse a su arbitrio soberano; que la Peonia, región llena de ciudades, caja cerca del río Estrimón, el cual no estaba lejos del Helesponto, y que los peones eran colonos de Troya. Esto punto por punto respondieron a Darío, el cual les vuelve a preguntar si eran allí todas las mujeres tan hacendosas y listas como aquella; y ellos, que le vieron picar en el cebo que adrede le habían prevenido, respondieron al instante que todas eran así.
XIV. Escribe, pues, entonces Darío a Megabazo, general que había dejado en Tracia, una orden en que le mandaba ir a sacar a los peones de su nativo país y hacérselos conducir a Sardes a todos ellos con sus hijos y mujeres. Parte luego un posta a caballo corriendo hacia el Helesponto, pasa al otro lado del estrecho y entrega la carta a Megabazo, quien no bien acaba de leerla, cuando toma conductores naturales de Tracia y marcha con sus tropas hacia la Peonia.
XV. Habiendo sido avisados los peones de que venían marchando contra ellos las tropas persianas, juntan luego sus fuerzas, y persuadidos de que el enemigo los acometería por las costas del mar, acuden hacia ellas armados. Estaban en efecto prontos y resueltos a no dejar entrar el ejército de Megabazo, el daño estuvo en que, informado el persa de que juntos y apostados en las playas querían impedirle la entrada, sirvióse de los guías que llevaba para mudar de marcha, y tomó por la vía de arriba hacia la Peonia. Con esto los persas, sin ser sentidos de los peones, se dejaron caer de repente sobre sus ciudades, de las cuales, hallándolas vacías de hombres que las defendiesen, se apoderaron con facilidad y sin la menor resistencia. Apenas llegó a noticia de los peones salidos a esperar al enemigo que sus ciudades habían sido sorprendidas, cuando luego separados fueron cada cual a la suya y se entregaron todos a discreción y al dominio del persa. Tres pueblos de los peones, a saber, el de los Siropeones, el de los Peoplas y el de los vecinos de la laguna Prasiada, sacados de sus antiguos asientos, fueron transportados enteramente al Asia.
XVI. Pero a los demás peones, los que moran cerca del monte Pangeo, los Doberes, los Agrianes, los Odomantos y los habitantes en la misma laguna Prasiada, no los subyugó de ningún modo Megabazo, por más que a los últimos procuró rendirles sin llevarlo a cabo, lo cual pasó del siguiente modo. En medio de dicha laguna vense levantados unos andamios o tablados sostenidos sobre unos altos pilares de madera bien trabados entre sí, a los cuales se da paso bien angosto desde tierra por un solo puente. Antiguamente todos los vecinos ponían en común tos pilares y travesaños sobre que carga el tablado; pero después, para irlos reparando, hanse impuesto la ley de que por cada una de las mujeres que tome un ciudadano (y cada ciudadano se casa con muchas mujeres) ponga allí tres maderos, que acostumbran acarrear desde el monte llamado Orbelo. Viven, pues, en la laguna, teniendo cada cual levantada su choza encima del tablado donde mora de asiento, y habiendo en cada choza una puerta pegada al tablado que da a la laguna: para impedir que los niños, resbalando, no caigan en el agua, les atan al pié cuando son pequeños una soga de esparto. Dan a sus caballos y a las bestias de carga pescado en vez de heno; pues es tan grande la abundancia que tienen de peces, que sólo con abrir su trampa y echar al agua su espuerta pendiente de una soga, pronto la sacan llena de pescado, del cual dos son las especies que hay; a los unos llaman papraces y, a los otros tilones.
XVII. Eran entretanto conducidos al Asia los peones de que se había apoderado Megabazo. Transportados aquellos infelices prisioneros, escoge Megabazo los siete persas más, principales que en su ejército tenía, y que a él solo le eran inferiores en grado y reputación, y los envía por embajadores a Macedonia, destinados al rey de ella, Amintas, con el encargo de pedirle la tierra y el agua para el rey Darío, pues tal es la forma del homenaje entre los persas. Muy breve es realmente el camino que hay que pasar yendo desde la laguna Prasiada a la Macedonia, pues dejando la laguna, lo primero que se halla es la famosa mina que algún tiempo después no redituaba menos de un talento de plata diario al rey Alejandro, y pasada la mina, sólo con atravesar el monte llamado Disoro, nos hallamos ya en Macedonia.
XVIII. Luego que los embajadores persas enviados a Amintas llegaron a presencia de éste, cumpliendo con su comisión, pidiéronle con su fórmula de homenaje que diese la tierra y el agua al rey Darío, a quien no sólo convino Amintas en prestar obediencia, sino que hospedó públicamente a los enviados, preparándoles un magnífico, banquete con todas las demostraciones de amistad y confianza. Al último del convite, cuando se habían sacado ya los vinos a la mesa, los persas hablaron a Amintas en esta Conformidad: —«Uso y moda es, amigo Macedon, entre nosotros los persas, que al fin de un convite de formalidad vengan a la sala y tomen a nuestro lado asiento nuestras damas, no sólo las concubinas, sino también las esposas principales con quienes siendo doncellas casamos en primeras nupcias. Ahora, pues, ya que nos recibes con tanto agrado, nos tratas con tanta magnificencia, y lo que es más, entregas al rey nuestro amo la tierra y el agua, razón será que quieras seguir nuestro estilo tratándonos a la Persiana.» —«En verdad, señores míos, les responde Amintas, que nosotros no lo acostumbramos así, no por cierto; antes el uso es tener en otra pieza bien lejos del convite a nuestras mujeres; pero pues que las echáis menos, vosotros, que sois ya nuestros dueños, quiero que también en esto seáis luego servidos.» Así dijo Amintas, y envía al punto por las princesas, las cuales llamadas, entran en la sala del convite, y toman allí asiento por su orden enfrente de los persas. Al ver presentes aquellas bellezas, dicen a Amintas los embajadores que no andaba a la verdad muy discreto en lo que con ellas hacía, pues mucho más acertado fuera que no viniesen allí las mujeres, que no dejarlas sentarse al lado de ellos una vez venidas al convite, pues el verlas fronteras era quererles dar con ellas en los ojos, que es lo que más irrita los afectos. Forzado, pues, Amintas, manda a las mujeres que se sienten al lado de los persas, quienes habiendo ellas obedecido, no supieron contener sus manos con la licencia que les daba el vino, sino que las llevaron a los pechos de las damas, y no faltó entre ellos quien se desmandase en la lengua.
XIX. Estábalo Amintas mirando quieto, por más que mirase de mal ojo, aturdido de miedo del gran poder, de los persas. Hallábase allí presente su hijo Alejandro, príncipe, joven, no hecho a disimular para acomodarse al tiempo, quien siendo testigo ocular de aquélla infamia de su real casa, de ninguna manera quiso ni pudo contenerse. Penetrado, pues, de dolor y vuelto a su padre: —«Mejor será, padre mío, le dice, que tengáis ahora cuenta de vuestra avanzada de edad; idos por vida vuestra a dormir, sin tomaros la larga molestia de esperaros a que esos señores se levanten de la mesa, pues aquí me quedo yo hasta lo último para servir en todo a nuestros huéspedes.» Amintas, que desde luego dio en que su hijo Alejandro, llevado del ardor de su juventud, podría pensar en obrar como quien era y como pedía su honor, replicóle así: «Mucho será, hijo mío, que me engañe, pues leo en tus ojos encendidos y estoy viendo en esas tus cortadas palabras, que con la mira de intentar algún fracaso me pides que me retire. No, hijo mío; por Dios te pido que, sí no quieres perdernos a todos, nada intentes contra esos hombres. Ahora importa sufrir disimulando, presenciar lo que no puede mirarse y coser los labios. Por lo que me pides, me retiro sin embargo, y quiero en ello complacerte.»
XX. Después que Amintas, dados estos avisos, salió de la pieza, vuelto Alejandro a los persas: —«Aquí tenéis, amigos, les dice, esas mujeres a vuestro talante, o bien queráis estar con todas ellas, o bien escoger las que mejor os parezcan; que esto pende de vuestro arbitrio. Entretanto, señores, lo mejor fuera, pues me parece hora de levantarnos de la mesa, mayormente viéndoos ya hartos de esas copas, que esas mujeres con vuestra buena gracia pasarán al baño, y luego de lavada y aseadas, volvieran otra vez para haceros buena compañía. Dicho esto, a lo cual accedieron los persas con mucho gusto y aplauso, haciendo Alejandro que salieran las mujeres, las envió a su departamento particular. Él entretanto parte luego, y cuantas eran las mujeres, otros tantos donceles o mancebos escoge en palacio, todos sin pelo de barba; disfrázales con el mismo traje y gala de aquéllas, les da a cada uno su daga, y los conduce dentro de la sala de los persas, a quienes al entrar con ellos habló en estos términos: —Paréceme, señores míos, que hemos hecho nuestro deber en daros un cumplido convite, al menos con cuanto teníamos a mano y con cuanto hemos podido hallar; con todo, digo, os hemos procurado regalar y servir como era razón. Mas para coronar la fiesta, queremos echar el resto: aquí os entregamos, a discreción y a todo vuestro placer, nuestras mismas madres y hermanas. Bien echareis de ver en esto que sabemos serviros y queremos respetaros como pide vuestro valor, y con toda verdad podréis decir después al soberano, que el rey de Macedonia, príncipe griego, su feudatario y subalterno, os agasajó como correspondía en la mesa y en el lecho.» Al hacer este cumplido, iba Alejandro con sus mancebos Macedones y hacía sentar uno disfrazado de mujer al lado de cada persa. Por abreviar, luego que los persas iban a abusar de dichos jóvenes, los cosían ellos con su daga.
XXI. Por fin concluyó la fiesta en que los persas, y toda la comitiva de sus criados, quedaron allí para no volver jamás, pues los carruajes que les habían seguido, los servidores con su bagaje y aparato entero, todo en un punto desapareció. No pasó mucho tiempo después de este atentado de Alejandro, sin que los persas del ejército hiciesen las más vivas diligencias en busca de sus embajadores; pero el joven príncipe supo darse tan buena maña, que por medio de grandes sumas logró sobornar al persa Bubares, caudillo de los que venían en busca de los enviados, dándole asimismo por esposa a una princesa real hermana suya, por nombre Cigea. Así murieron los embajadores persas, y así se echó una losa encima de su muerte para que no se hablase más de ella.
XXII. Estos reyes Macedones, descendientes de Perdicas, pretenden ser griegos, y yo sé muy bien que realmente lo son; pero lo que insinúo aquí, lo haré después evidente con lo que referiré de propósito a su tiempo y lugar. Además, es este ya asunto decidido por los presidentes de los juegos de Grecia que en Olimpia se celebran; porque, como deseoso Alejandro en cierta ocasión, de concurrir a aquel público certamen, hubiese bajado a la arena con esta mira y pretensión, los aurigas sus competidores en la justa le quisieron excluir poniéndole tacha y diciendo que no eran aquellas fiestas para unos antagonistas bárbaros, sino únicamente para competidores griegos. Pero como probase Alejandro ser de origen argivo, fue declarado en juicio griego, y habiendo entrado en concurso con los demás en la carrera del estadio, su nombre salió el primero en el sorteo, juntamente con el de su antagonista.
XXIII. Volviendo a Megabazo, llegó entretanto al Helesponto, llevando consigo a sus prisioneros de la Peonia, y pasando de allí al Asia, se presentó en Sardes. Por este mismo tiempo estaba Histieo el Milesio levantando una fortaleza en el sitio llamado Mircino, que está cerca del río Estrimón, y que en premio de haber conservado el puente de barcas sobre el Danubio, como dijimos, había obtenido de Darío. Había visto por sus propios ojos Megabazo lo que Histieo iba haciendo, y apenas llegó a Sardes con los peones, habló así al mismo Darío: —«Por Dios, señor, ¿qué es lo que habéis querido hacer dando terreno en Tracia y licencia para fundar allí una ciudad a un griego, a un bravo oficial, y a un hábil político? Allí hay, señor, mucha madera de construcción, allí mucho marinero para el remo, allí mucha mina de plata; mucho griego vive en aquellos contornos y mucho bárbaro también, gente toda, señor, que si logra ver a su frente a aquel jefe griego, obedecerle ha ciegamente noche y día en cuanto les ordene. Me tomo la licencia de deciros que procuréis que él no lleve a cabo lo que está ya fabricando, si queréis precaver que no os haga la guerra en casa: puede hacerse la cosa con disimulo y sin violencia alguna, como vos le enviéis orden de que se presente, y una vez venido hagáis de modo que nunca más vuelva allá, ni se junte con sus griegos.
XXIV. Viendo, pues, Darío que las razones de Megabazo eran providencias discretas de un político sagaz y prevenido en lo futuro, se persuadió fácilmente con ellas, y por un mensajero que destinó a Mircino hizo decir de su parte a Histieo: —«El rey Darío me dio para ti, Histieo, este recado formal: Habiéndolo pensado mucho, no hallo persona alguna que mire, mejor que tú por mi corona, cosa que tengo más experimentada con hechos positivos que crecida por buenas razones. Y pues estoy ahora meditando un gran proyecto, quiero que vengas luego sin falta a estar conmigo para poderte dar cuenta cara a cara de lo que pienso hacer.» Con esta orden Histieo se fue luego hacia Sardes, bien persuadido por una parte de que eran sinceras dichas expresiones, y por otra muy satisfecho y ufano de verse consejero de estado elegido por el rey. Habiéndose, pues, presentado a Darío, hablóle éste en tales términos: —«Voy a decir claramente, Histieo, por qué motivo te he llamado a mi corte. Quiero, pues, que sepas, amigo, que lo mismo fue volverme de la Escitia y retirarte tú de mi presencia, que sentir luego en mí un vivo deseo de tenerte cerca de mi persona, y poder libremente comunicar contigo todas mis cosas, tanto, que empecé al punto a echar de menos tu compañía, sabiendo que no hay bien alguno que pueda compararse con la dicha de lograr por amigo y apasionado a un hombre sabio y discreto: estas dos prendas bien sé que posees en mi servicio, y nadie mejor testigo de ellas que yo mismo. De ti he de merecer, amigo, que te dejes por ahora de Mileto, ni pienses en nuevas ciudades de Tracia. Vente en mi compañía a mi corte de Susa, disfruta conmigo a tu placer de todos mis bienes y regalos, siendo mi comensal y consejero.»
XXV. Así le habló Darío, y dejando en Sardes por virrey a Artafernes, su hermano de parte de padre, dirigióse luego a Susa, llevando en su corte a Histieo. Al partir nombró asimismo por general de las tropas que dejaba en los fuertes de las costas a Otanes, hijo de Sisamnes, uno de los jueces regios a quien, por haberse dejado sobornar en una sentencia inicua, había mandado degollar Cambises, y no satisfecho con tal castigo, cortando por su orden en varias correas el cuero adobado de Sisamnes, había hecho vestir con ellas el mismo trono en que fue dada aquella sentencia: además, en lugar del ajusticiado, degollado y rasgado Sisamnes, había Cambises nombrado por juez a Otanes, su hijo, haciéndole subir sobre aquellas correas a tan fatal asiento, con el triste recuerdo quo al mismo tiempo le hizo, de que siempre tuviera presente el tribunal en que estaba sentado cuando diera sus sentencias.
XXVI. Este mismo Otanes, que antes había sido colocado en aquella funesta silla de juez regio, elegido entonces por sucesor de Megabazo en el mando de general, rindió al frente de sus tropas a los Bizantinos y calcedonios, tomó la plaza de Antandro, situada en el territorio de Tróada, y conquistó a Lamponio. Con la armada naval le dieron los lesbios, apoderóse de Lemnos y de Imbro, islas hasta entonces ocupadas de los pelasgos.
XXVII. Por que si bien es verdad que los Lemios, haciendo al enemigo una resistencia muy vigorosa, se defendieron muy bien por algún tiempo, con todo vinieron al cabo a ser arruinados y deshechos. Los persas victoriosos señalaron por gobernador de los que en Lemnos habían sobrevivido a su ruina, a Licareto, hermano de aquel célebre Menandrio que había sido señor de Samos; y como gobernador de Lemnos, Licoreto acabó allí sus días..... La causa que contra este (Otanes) se intentaba, era por que prendía indistintamente y asolaba todo el país: a unos acusaba de haber sido desertores del ejército en sus marchas contra los escitas; a otros de haber perseguido las tropas de Darío en su retirada y vuelta de la Escitia. Tales eran las tropelías que había cometido Otanes siendo general.
XXVIII. Hubo después, aunque duró poco, algún descanso y sosiego, porque dos ciudades de Jonia, la de Naxos y la de Mileto, como contaré después, dieron de nuevo principio a los males y calamidades. Era Naxos por una parte la Isla que por su riqueza y poder descollaba sobre las otras asiáticas y por otra veíase Mileto en aquella época en el mayor auge de poder que jamás hubiese logrado, viniendo a ser como la reina y capital de toda la Jonia, a cuya prosperidad llegó después de haberse visto tiempos atrás, cerca de dos generaciones antes, en el estado más deplorable a causa de sus partidos y sediciones, hasta tanto que los parios, a quienes había elegido Mileto entre todos los griegos por árbitros y conciliadores, lograron restituir en ella la concordia y el buen orden.
XXIX. Tomaron los parios un expediente para sosegar aquellos disturbios, pues venidos a la ciudad de Mileto los sujetos más acreditados de Paros, como viesen que en ella andaba todo sin orden, así los hombres como las cosas dijeron desde luego que por sí mismos querían ir a visitar lo restante de aquel estado y señorío. Al hacer su visita discurriendo por todo el territorio de Mileto, apenas daban con una posesión bien cultivada en aquellas campiñas, que por lo común estaban muy descuidadas, tomaban por escrito el nombre de su dueño. Acabada ya la visita de aquel país, donde pocos fueron los campos que hallaron bien conservados y florecientes, y estando ya de vuelta en la ciudad, reunieron un Congreso general del estado, y en él declararon por gobernadores y magistrados de la república a los particulares cuyas heredades habían encontrado bien cultivadas, dando por razón de su arbitrio que aquellos sabrían cuidar del bien público como habían sabido cuidar del propio: a los demás ciudadanos de Mileto, a quienes antes se les pasaba todo en partidos y tumultos, precisóseles a que estuvieran bajo la obediencia de aquellos buenos padres de familia. Con esto los parios pusieron en paz a los Milesios, restituyendo a la ciudad el buen orden y concierto.
XXX. Estas dos ciudades de Naxos y Mileto fueron, pues, como decía, las que dieron entonces nuevo principio y ocasión a la desventura de la Jonia. Sucedió que, habiendo la baja plebe desterrado en Naxos a ciertos ricos y principales señores, refugiáronse los proscritos a Mileto. Era en aquella sazón gobernador de Mileto Aristágoras, hijo de Molpágoras, quien era yerno y primo juntamente del célebre Histieo el hijo de Liságoras, a quien Darío tenía en Susa; pues por aquel mismo tiempo puntualmente en que Histieo, señor de Mileto, se hallaba detenido en la corte, sucedió el caso de que vinieran a Mileto dichos naxios, amigos ya de antes y huéspedes de Histieo. Refugiados, pues, allí aquellos ilustres desterrados, suplicaron a Aristágoras que procurase darles alguna tropa, si se hallaba en estado de poder hacerlo, a fin de que pudieran con ella restituirse a su patria. Pensó Aristágoras dentro de sí, que si por su medio volviesen a Naxos los desterrados, lograría él mismo la oportunidad de alzarse con el señorío de aquel estado: con este pensamiento, disimulando por una parte sus verdaderas intenciones, y por otra pretextando la buena amistad y armonía de ellos con Histieo, les hizo este discurso: —«No me hallo yo, señores, en estado de poderos dar un número de tropas que suficiente para que a pesar de los que mandan en Naxos podáis volver a la patria, teniendo los naxios, como he oído, además de 8.000 infantes, una armada de muchas galeras. Mas no quiero con esto deciros que no piense con todas veras en auxiliaros para ello, antes bien se me ofrece ahora un medio muy oportuno para serviros con eficacia. Sé que Artafernes es mi buen amigo y favorecedor, y sin duda sabéis quién es Artafernes, hijo de Histaspes, hermano carnal de Darío, virrey de toda la marina general de los grandes ejércitos de mar y tierra: este personaje, pues, sino me engaña el amor propio, dígoos que hará por mí lo que pidamos.» Al oír esto los naxios dejaron todo el negocio en manos de Aristágoras, para que lo manejara como mejor le pareciese, añadiéndole que bien podía de su parte decir al virrey que no favorecería a quien no lo supiera agradecer, y que los gastos de la empresa correrían de su propia cuenta, pues no podían dudar que lo mismo había de ser presentarse en Naxos que rendirse, no solamente los naxios, sino aun los demás isleños, y hacer cuanto se les pidiese, no obstante que basta allí ninguna de las Cícladas reconociese por soberano a Darío.
XXXI. Emprende Aristágoras su viaje a Sardes, donde da cuenta y razón a Artafernes de cómo la isla de Naxos, sin ser una de las de mayor extensión, era con todo de las mejores, muy bella, muy cercana a la Jonia, muy rica de dinero, y muy abundante de esclavos. —«¿No haríais, continuó, una expedición hacía allá para volver a Naxos unos ciudadanos que de ella han sido echados? Dos grandes ventajas veo en ello para vos: usa que además de correr de nuestra cuenta los gastos de la armada, como es razón que corran, ya que nosotros los ocasionamos, cuento aun con grandes sumas de dinero para poderos pagar el beneficio: la otra es que aprovechándoos de esta ocasión, no, sólo podréis añadir a la corona la misma Naxos, sino también las islas que de ella penden, la de Paros, la de Andros, y las otras que llaman Cícladas. Y dado este paso, bien fácil os será acometer desde allí a Eubea, isla grande y rica, nada inferior a la de Chipre, y lo que más es, fácil de ser tomada. Soy de opinión de que con una armada de cien naves podréis conseguir todas estas conquistas amigo, le respondió Artafernes, muestras bien en lo que me dices el celo del público servicio, y tu afición a la casa real, proponiéndome, no sólo proyectos tan interesantes a la corona, sino dándome al mismo tiempo medios tan oportunos para el intento. En una sola cosa veo que andas algo corto, en el número de naves: tú no pides más que ciento, pues yo te prometo aprestarte doscientas al abrir la primavera; pero es menester ante todo informar al rey, y que nos dé su aprobación.
XXXII. Aristágoras, que tan atento halló al virrey en su respuesta, sobremanera alegre y satisfecho dio la vuelta, para Mileto: Artafernes, después que obtuvo para la expedición el beneplácito de Darío, a quien envió un mensajero dándole cuenta del proyecto de Aristágoras, tripuladas doscientas naves, previno mucha tropa, así persiana como aliada. Nombró después para comandante de la armada al persa Megabates, que siendo de la casa de los Aqueménidas era primo de Darío. Era Megabates aquel con cuya hija, si es que sea verdad lo que corre por muy válido, contrajo esponsales algún tiempo después el lacedemonio Pausanias, hijo de Cleombroto, más enamorado del señorío de la Grecia que prendado de la princesa persiana. Luego que estuvo Megabates nombrado por general, dio Orden, Artafernes de que partiera el ejército a donde Aristágoras estaba.
XXXIII. Después de tomar en Mileto las tropas de la Jonia los desterrados de Naxos y al mismo Aristágoras, dióse a la vela Megabates, haciendo correr la voz de que su rumbo era hacia el Helesponto. Llegó a la isla de Quío y dio fondo en un lugar llamado Caúcasa, con la mira de esperar que se levantase el viento Bóreas, para dejarse caer desde allí sobre la isla de Naxos. Anclados en aquel puerto, como que los hados no permitían la ruina de Naxos por medio de aquella armada, sucedió un caso que la impidió. Rondaba Megabates para inspeccionar la vigilancia de los centinelas, y en una nave mindiana halló que ninguno bahía apostado. Llevó muy a mal aquella falta, y enojado dio orden a sus alabarderos que le buscasen al capitán de la nave, que se llamaba Scilaces, y hallándolo, mandóle poner atado en la portañola del remo ínfimo, en tal postura, que estando adentro el cuerpo sacase hacia fuera la cabeza. Así estaba puesto a la vergüenza el Scilaces, cuando va uno a avisar a Aristágoras y decirle cómo aquel Mindio su amigo y huésped le tenía Megabates cruelmente atado y puesto al oprobio. Al instante se presenta Aristágoras al persa, y se empeña muy de veras a favor del capitán; nada puede alcanzar de lo que pide, pero va en persona a la nave y saca a su amigo de aquel infame cepo. Sabida la libertad que Aristágoras se había tomado, se dio Megabates por muy ofendido, y puso en él la lengua baja y villanamente. —«¿Y quién eres tú, le replicó Aristágoras, y qué tienes que ver en eso? ¿No te envió Artafernes a mis órdenes, para que vinieras donde quisiere yo conducirte? ¿para qué te metes en otra cosa?» Quedó Megabates tan altamente resentido de la osadía con que Aristágoras le hablaba, que venida la primera noche, despachó un barco para Naxos con unos mensajeros que descubrieran a los naxios el secreto de cuanto contra ellos se disponía.
XXXIV. Ni por sombra había pasado a los naxios por la mente que pudiera dirigirse contra ellos tal armada; pero lo mismo fue recibir el aviso que retirar a toda prisa lo que tenían en la campiña, y, acarreando a la plaza todas las provisiones de boca, prepararse para poder sufrir un sitio prolongado, no dudando que se hallaban en vísperas de una gran guerra. Con esto cuando los enemigos salidos de Quío llegaron a Naxos con toda la armada, dieron contra hombres tan bien fortificados Y prevenidos, que en vano fue estarles sitiando por cuatro meses enteros. Al cabo de este tiempo, como a los persas se les fuese acabando el dinero que consigo habían traído, y Aristágoras hubiese ya gastado mucho de su bolsillo, viendo que para continuar el asedio se necesitaban todavía mayores sumas, tomaron el partido de edificar unos castillos en que se hiciesen fuertes aquellos desterrados, y resolvieron volverse al continente con toda la armada, malograda de todo punto la expedición.
XXXV. Entonces fue cuando Aristágoras, no pudiendo cumplir la promesa hecha a Artafernes, viéndose agobiado con el gasto de las tropas que se le pedía, temiendo además las consecuencias de aquella su desgraciada expedición, mayormente habiéndose enemistado en ella con Megabates, sospechando, en suma, que por ella seria depuesto del gobierno y dominio de Mileto; amedrentado, digo, con todas estas reflexiones y motivos, empezó a maquinar una sublevación para ponerse en salvo. Quiso a más de esto la casualidad que en aquella agitación le viniera desde Susa, de parte de Histieo, un enviado con la cabeza toda marcada con letras, que significaban a Aristágoras que se sublevase contra el rey. Pues como Histieo hubiese querido prevenir a su deudo que convenía rebelarse, y no hallando medio seguro para posarle el aviso por cuanto estaban los caminos tomados de parte del rey, en tal apuro había rasurado a navaja la cabeza del criado que tenía de mayor satisfacción, habíale marcado en ella con los puntos y letras que le pareció, esperó después que le volvieran a crecer el cabello, y crecido ya, habíalo despachado a Mileto sin más recado que decirle de palabra que puesto en Mileto pidiera de su parte a Aristágoras que, cortándole a navaja el pelo, le mirara la cabeza. Las notas grabadas en ella significaban a Aristágoras, como dije, que se levantase contra el persa. El motivo que para tal intento tuvo Histieo, parte nacía de la pesadumbre gravísima que su arresto en Susa le ocasionaba, parte también de la esperanza con que se lisonjeaba de que en caso de tal rebelión sería enviado a las provincias marítimas, estando al mismo tiempo convencido de que a menos que se rebelara Mileto, nunca más tendría la fortuna de volver a verla. Con estas miras despachó Histieo a dicho mensajero.
XXXVI. Tales eran las intrigas y acasos que juntos se complicaban a un tiempo alrededor de Aristágoras, quien convoca a sus partidarios, les da cuenta así de lo que él mismo pensaba como de lo que Histieo le prevenía, y empieza muy de propósito a deliberar con ellos sobre el asunto. Eran los más del parecer mismo de Aristágoras acerca de negar al persa la obediencia; pero no así Hecateo el historiador, quien haciendo una descripción de las muchas naciones que al persa obedecían y de sus grandes fuerzas y poder, votó desde luego que no les cumplía declarar la guerra a Darío, el gran rey de los persas; y como viese que no era seguido su parecer, votó en segundo lugar que convenía hacerse señores del mar, pues absolutamente no veía cómo pudieran, a menos de serlo, salir al cabo con sus intentos; que no dejaba de conocer cuán cortas eran las fuerzas de los Milesios, pero sin embargo, con tal que quisieran echar mano de los tesoros que en el templo de Bránquidas había ofrecido el lidio Creso, tenía fundamento de esperar que en fuerzas navales podrían ser superiores al enemigo; que en el medio que les proponía contemplaba doble ventaja para ellos, pues a más de servirse de dicho dinero en favor del público, estorbarían que no lo sacase el enemigo en daño de ellos. Ciertamente, como llevo dicho en mi primer libro, eran copiosos los mencionados tesoros. Por desgracia, tampoco fue seguido este segundo parecer, sino que quedó acordada la rebelión, añadiendo que uno de ellos se embarcase luego para Miunte, donde aun se mantenía la armada vuelta de Naxos, y procurase poner presos a los capitanes que se hallaban a bordo de sus respectivas naves.
XXXVII. Enviado, pues, allá Yatragortas con esta comisión, apoderóse con engaño de la persona de Oliato el Melaseo, hijo de Ibánolis, de la de Histieo el Termerense, hijo de Timnes, de la de Coes, hijo de Exandro, a quien Darío había hecho gracia del señorío de Mitilene, de la de Aristágoras el Cimeo, hijo de Heráclides, y otros muchos jefes. Levantado ya abiertamente, contra Darío y tomando contra él todas sus medidas, lo primero que hizo Aristágoras fue renunciar, bien que no más de palabra y por apariencia, el dominio de Mileto, fingiendo restituir a los Milesios la libertad, para lograr de ellos por este medio que de buena voluntad le siguieran en su rebelión. Hecho esto en Mileto, otro tanto hacía en lo restante de la Jonia, de cuyas ciudades iba arrojando algunos de sus tiranos: aun más, a los caudillos que había prendido sobre las naves de la armada que acababa de volver de Naxos, fue entregándolos a sus respectivas ciudades, cuyo dominio poseían, y esto con la dañada intención de ganárselas a todas para su partido.
XXXVIII. Resultó de ahí que los mitileneos, apenas tuvieron a Coes en su poder, sacándole al campo le mataron a pedradas, si bien los cimeos dejaron que se fuese libre su tirano, sin usar con él de otra violencia. Otro tanto hicieron con sus respectivos señores las más de las ciudades, y cesó por entonces en todas ellas la tiranía o el dominio de un señor. Quitados ya los tiranos, dio orden el Milesio Aristágoras a todas aquellas ciudades, que cada cual nombrase un general de su propia milicia, y practicada esta diligencia, viendo que necesitaba absolutamente hallar algún aliado poderoso para su empresa, fuese él mismo para Lacedemonia en su galera en calidad de enviado de la Jonia.
XXXIX. No reinaba ya en Esparta Anaxandrides, hijo de Leon, sino Cleomenes su hijo, el cual en atención a sus prendas y valor, si no al derecho de su familia, muerto su padre, había sido colocado sobre el trono. Para manifestar el origen y nacimiento de Cleomenes, se debe saber que se hallaba primero casado Anaxandrides con una hija de su hermana, a quien por más que no le diera sucesión amaba tierna y apasionadamente. Viendo los Eforos lo que a su rey acontecía, le reconvinieron hablándole en esta forma: —«Visto tenemos cuán poco cuidas de tus verdaderos intereses: nosotros, pues, que ni debemos despreciarlos, ni podemos mirar con indiferencia que la sangre y familia de Euristenes acaben en tu persona, hemos tomado sobre ello nuestras medidas. Tú mismo ves por experiencia que no te da hijos esa mujer con quien estás casado; nosotros queremos que tomes otra esposa, asegurándote de que si así lo hicieres, darás mucho gusto a los espartanos.» A tal amonestación de los Efopos respondió resuelto, Anaxandrides que ni uno ni otro haría, pues ellos exhortándole a tomar otra mujer dejando la presente, que no lo tenía en verdad merecido, le daban un consejo indiscreto, que jamás pondría por obra, por más que se cansasen en inculcárselo.
XL. Tomando los Eforos y los Gerontes (o senadores) de Esparta su acuerdo acerca de la respuesta y negativa del rey, de nuevo así le representan: —«Ya que tan apegado estás a la mujer con quien te hallas ahora casado, toma por los menos estotro consejo que te vamos a proponer, y guárdate de porfiar en rechazarlo, ni quieras exponerte a que tomen los espartanos alguna resolución que no te traiga mucha cuenta. No pretendemos ya que te divorcies, ni que eches de tu a esa tu querida esposa; vive con ella, en adelante, como has vivido hasta aquí, no te lo prohibimos; mas absolutamente queremos de ti que a más de esa estéril tomes otra mujer que sepa concebir.» Cediendo por fin Anaxandrides a esta representación, y casado con dos mujeres, tuvo desde entonces dos habitaciones establecidas, yendo en ello contra la costumbre de Esparta.
XLI. No pasó mucho tiempo, después del segundo matrimonio, hasta que la nueva esposa dio a luz a Cleomenes, al mismo tiempo hizo la fortuna que la primera mujer, antes por largos años infecunda, se sintiera preñada: los parientes de la otra esposa a cuyos oídos llegó el nuevo preñado, alborotaban sin descanso, y gritaban que aquella se fingía en cinta con la mira de suponerse por hijo un parto ajeno; pero en realidad se hallaba la princesa embarazada. Quejándose, pues, altamente de aquella preñez simulada, movidos los Eforos de la sospecha de algún engaño, llegado el tiempo quisieron asistir en persona a la mujer en el acto mismo de parir. En efecto, parió ella la primera vez a Dorleo, y de otro parto consecutivo a Leonidas, y de otro tercero a Cleombroto, aunque algunos quieren decir que estos dos últimos fueron gemelos; y por colmo de singularidad, la quejosa madre de Cleomenes, la segunda esposa de Anaxandrides, hija de Prinetades y nieta de Demarmeno, nunca más volvió a parir de allí adelante.
XLII. De su hijo Cleomenes corre por muy valido que, nacido con vena de loco, jamás tuvo cumplido el seso, al paso que Dorieo salió un joven el más cabal que se hallase entre los de su edad, lo que le hacía vivir muy confiado de que la corona recaería en su cabeza. En medio de esta creencia, vio por fin que a la muerte de su padre Anaxandrides, atenidos los lacedemonios a todo el rigor de la ley, nombraron por rey al primogénito Cleomenes, de lo cual dándose Dorieo por muy resentido y desdeñándose de tener tal soberano, pidió y obtuvo el permiso de llevar consigo una colonia de espartanos. En la fuga de su resentimiento, ni se cuidó Dorieo de consultar en Delfos al oráculo hacia qué tierra debería conducir la nueva colonia, ni quiso observar ceremonia alguna de las que en tales circunstancias solían practicarse, sino que ligera y prontamente se hizo a la vela para Libia, conduciendo sus naves unos naturales de Tera. Llegó a Cinipe, y cerca de este río, en el lugar más bello de la Libia, plantó luego su nueva ciudad, de donde arrojado tres años después por los Macas, naturales de la Libia, auxiliado por los cartagineses, volvióse al Peloponeso.
XLIII. Allí un tal Anticares, de patria Eleorio, sugirióle la idea de que, ateniéndose a los oráculos de Layo, fundase a Heraclea en Sicilia, diciéndole que todo el territorio da Eris, por haberlo antes poseído Hércules, era propiedad de los Heráclidas. Oída esta relación, hace Dorieo un viaje a Delfos a fin de saber del oráculo si lograría en efecto: apoderarse del país adonde se le sugería que fuese, y habiéndole respondido la Pitia afirmativamente, toma de nuevo aquel convoy que había primero conducido a la Libia, y parte con él para Italia.
XLIV. Estaban cabalmente los Sibaritas en aquella sazón, según cuentan ellos mismos, para emprender, con su rey Telis al frente, una expedición contra la ciudad de Crotona, cuyos vecinos con sus ruegos, nacidos del gran miedo en que se hallaban, alcanzaron de Dorieo que fuera socorrerles; y fue el socorro tan poderoso, que llevando sus armas el espartano contra la misma Sibaris, rindió con ellas la plaza, hazaña que los Sibaritas atribuyen a Dorieo y a los de su comitiva. No así los Crotoniatas, quienes aseguran y porfían que en dicha guerra contra los Sibaritas no vino a socorrerles ningún extranjero más que uno solo, que fue Calias el Adivino, natural de Elida y de la familia de los Yamidas; y de este dicen que se les agregó de un modo singular, pues estando antes con Telis, señor de los Sibaritas, y viendo que ninguno de los sacrificios que éste hacía para ir contra Cretona le salía con buen auspicio, pasó fugitivo a los Crotoniatas, al menos como ellos lo cuentan.
XLV. Y es extraño que entrambas ciudades pretendan tener pruebas y monumentos de lo que dicen, pues afirman los sibaritas, que, tomada ya la ciudad, consagró Dorieo un recinto, y edificó un templo cerca del río seco que llaman Crastis, y lo dedicó a Minerva, por sobrenombre Crastia. Pretenden además ser la muerte de Dorieo manifiesta prueba de lo que dicen, queriendo que por haber obrado aquél contra el intento y prevención del oráculo muriese de muerte desgraciada, pues si en nada se hubiera desviado Dorieo del aviso y promesa del oráculo, marchando a poner por obra la empresa para él destinada, sin duda, según arguyen, se hubiera apoderado de la comarca Ericina y la hubiera disfrutado después, sin que ni él ni su ejército hubiera allí perecido. Pero los Crotoniatas, por su parte, en el campo mismo de Crotona enseñan muchas heredades que se dieron entonces privativamente a Calias el Eleo en premio de sus servicios, cuyos nietos las gozan aun al presente, cuando no consta haberse hecho merced ni gracia alguna a Dorieo ni a sus descendientes. ¿Y quién no ve que si en la guerra sibarítica les hubiera asistido Dorieo, era consecuencia que se desprendía del asunto haber dado muchos más premios a aquél que al adivino Calias? Tales son las pruebas que una y otra ciudad alegan a su favor; en mi opinión, puede cada uno asentir la que más fuerza le hiciere.
XLVI. Vuelvo a Dorieo, en cuya comitiva se embarcaron otros espartanos, como conductores de dicha colonia, que eran Tésalo, Parebates, Celeés y Eurileon. Habiendo, pues, arribado estos a Sicilia con toda su armada y convoy, acabaron allí sus días a manos de los fenicios y de los Egestanos, que les vencieron en campo de batalla, pudiéndose librar de la desgracia común uno solo de los conductores, que fue Eurileon. Este jefe, recogidos los restos que del ejército quedaban salvos, se apoderó con ellos de Minoa, colonia de los selinusios, y unido con éstos, les libró del dominio que sobre ellos tenía su soberano Pitágoras. Desgraciadamente, el mismo Eurileon, después de haber acabado con aquel monarca, se apoderó de Selinunte, donde por algún tiempo reinó como soberano; motivo por el cual los Selinusios amotinados le quitaron la vida, sin que le valiese haberse refugiado al ara de Júpiter Agoreo.
XLVII. Iba en la comitiva de Dorieo un ciudadano de Cortona, por nombre Filipo, hijo de Butacides, y le acompañó asimismo en la muerte. Después de haber contraído esponsales con una hija de Telis, rey de los Sibaritas, como no hubiese logrado Filipo casarse con dama tan principal, fuese de Crotona fugitivo corrido de la repulsa, y se embarcó para Cirene, de donde en una nave propia y con tripulación mantenida a su costa salió siguiendo a Dorieo. Había él llegado a ser olimpionica (vencedor en los juegos olímpicos), tanto que su gentileza y bizarría obtuvo de los Egestanos lo que ningún otro logró jamás, pues le alzaron un templo en el lugar de su sepultura, y como a un héroe le hacían sacrificios.
XLVIII. Tan desgraciado fin tuvo Dorieo, quien si quedándose en Esparta hubiera sabido obedecer a Cleomenes, llegara a ser rey de Lacedemonia, donde éste no reinó largo tiempo, muriendo sin sucesión varonil, y dejando solamente una hija llamada Gorgo.
XLIX. Pero volviendo ya al asunto, Aristágoras el tirano de Mileto llegó a Esparta, teniendo en ella el mando Cleomenes, a cuya presencia compareció según cuentan los lacedemonios, llevando en la mano una tabla de bronce (a manera de mapa), en que se veía grabado el globo de la tierra, y descritos allí todos los mares ríos; y entrando a conferenciar con Cleornenes, forma: —«No tienes que extrañar ahora, oh Cleomenes, el empeño que me tomo en esta visita que en persona te hago, pues así lo pide sin duda la situación pública del estado, siendo para nosotros los jonios la mayor infamia y la pena más sensible, de libres vernos hechos esclavos, no siéndolo menos, por no decir mucho más, para vosotros el permitirlo, puesto que tenéis el imperio de la Grecia. Os pedimos, pues, ahora, oh lacedemonios, así os valgan y amparen los Dioses tutelares de la Grecia, que nos saquéis de esclavitud a nosotros los jonios, en quienes no podéis menos de reconocer vuestra misma sangre: porque en primer lugar os aseguro que para vosotros no puede ser más fácil y hacedera la empresa, pues que no son aquellos bárbaros hombres de valor, y vosotros sois en la guerra la tropa más brava del mundo. ¿Queréis ver claramente lo que afirmo? En las batallas las armas con que pelean son un arco y un dardo corto, y aun más, entran en combate con largas túnicas y turbantes en la cabeza. Mira cuán fácil cosa será vencerles. Quiero que sepas, en segundo lugar, cómo los que habitan aquel continente del Asia poseen ellos solos más riquezas y conveniencias que los demás de la tierra juntos, empezando a contar del oro, plata, bronce, trajes y adornos varios, y siguiendo después por sus ganados y esclavos, riquezas todas que como de veras las queráis, podéis ya contarlas por vuestras. Quiero ya declararte la situación y los confines de las naciones de que hablo. Con estos jonios que ahí ves (esto iba diciendo mostrando los lugares en aquel globo de la tierra que en la mano tenía, grabado en una plancha de bronce), con estos jonios confinan los lidios, pueblos que poseyendo una fertilísima región no saben qué hacerse de la plata que tienen: con esos lidios, continuaba el geógrafo Aristágoras, confinan por el Levante los frigios, de quienes puedo decirte que son los hombres más opulentos en ganados, en granos y en frutos de cuantos sepa. Pasando adelante, confinan ahí con los frigios los Capadocios a quienes llamamos Sirios, cuyos vecinos son los Cílices, pueblos que se extienden hasta las costas del mar, en que cae la isla de Chipre que ahí ves, los cuales quiero que sepas que contribuyen al rey con 500 talentos ánuos: confinan con los Cílices esos Armenios, riquísimos ganaderos con quienes alindan los Matienos, cuya es esa región. Sígueles inmediatamente esa provincia de la Cisia, y en ella a las orillas del río Coaspes está situada la capital de Susa, que es donde el gran rey tiene su corte, y donde están los tesoros de su erario; y me atrevo a asegurarte que como toméis la ciudad que ahí ves, bien podéis apostároslas en riquezas con el mismo Júpiter. ¿No es bueno, Cleomenes, que vosotros los lacedemonios, a fin de conquistar dos palmos más de tierra, y esa no más que mediana, os empeñéis así contra los mesinos, que bien os resisten, como contra los arcades y los argivos, pueblos que no tienen en casa ni oro ni plata, que son conveniencias y ventajas por cuyo alcance puede uno con razón y suele morir con las armas en la mano, al paso que pudiendo con facilidad, sin esfuerzos ni trabajo, haceros dueños desde luego del Asia entera, no queráis correr tras esta presa sino ir en busca de no sé qué bagatelas y raterías?»
L. Así terminó Aristágoras su discurso, a quien brevemente respondió Cleomenes: —«Amigo Milesio, pensará sobre ello: después de tres días, volverás por la respuesta.» En estos términos quedó por entonces el negocio. Llega el día aplazado; concurre Aristágoras al lugar destinado para saber la respuesta, y le pregunta desde luego Cleomenes cuántas eran las jornadas que había desde las costas de Jonia hasta la corte misma del rey. Cosa extraña: Aristágoras, aquel hombre por otra parte tan hábil y que también sabía deslumbrar a Cleomenes, tropezando aquí en su respuesta, destruyó completamente su pretensión; porque no debiendo decir de ningún modo lo que realmente había, si quería en efecto arrastrar al Asia a los espartanos, respondió con todo francamente que la subida a la corte del rey era viaje de tres meses. Cuando iba a dar razón de lo que tocante al viaje acababa de decir, interrúmpele Cleomenes el discurso empezado, y le replica así: —«Pues yo te mando, amigo Milesio, que antes de ponerse el sol estés ya fuera de Esparta. No es proyecto el que me propones que deban fácilmente emprender mis lacedemonios, queriéndomelos apartar de las costas a un viaje no menos que de tres meses.» Dicho esto, le deja y se retira a su casa.
LI. Viéndose Aristágoras tan mal despachado y despedido, toma en las manos en traje de suplicante un ramo de olivo, y refugiándose con él al hogar mismo de Cleomenes, le ruega por Dios que tenga a bien oirle a solas, haciendo, retirar de su vista aquella niña que consigo tenía, pues se hallaba casualmente con Cleomenes su hija Gorgo, de edad de 8 a 9 años, única prole que tenía. Respóndele Cleomenes que bien podía hablar sin detenerse por la niña de cuanto quisiera decirle. Al primer envite ofrécele, pues, Aristágoras hasta 10 talentos, si consentía en hacerle la gracia que le pidiera: rehúsalos Cleomenes, y él, subiendo siempre de punto la promesa, llega a ofrecerle hasta 50 talentos. Entonces fue cuando la misma niña que lo oía: —«Padre, le dijo, ese forastero, si no le dejáis presto, yéndoos de su presencia, logrará al cabo sobornaros por dinero.» Cayéndole en gracia a Cleomenes la simple prevención de la niña, se retiró de su presencia pasando a otro aposento. Precisado con esto Aristágoras a salir de Esparta, no tuvo lugar de hablarle otra vez para darle razón del largo camino que había hasta la corte del rey.
LII. Voy a explicar lo que hay en realidad acerca de dicho viaje. Por toda aquella carrera, caminando siempre por lugares poblados y seguros, hay de orden del rey distribuidas postas y bellos paradores; las postas para correr la Lidia y la Frigia son veinte, y con ellas se corren noventa y cuatro parasangas y media. Al salir de la Frigia se encuentra el río Halis, que tiene allí sus puertas, y en ellas hay una numerosa guarnición de soldados, siendo preciso que transite por allí el que quiera pasar aquel río. Entrado ya en Capadocia, el que la quisiere atravesar toda hasta ponerse en los confines de la Cilicia, hallará veintiocho postas y correrá con ella ciento cuatro parasangas. En las fronteras de Cilicia se pasa por dos diferentes puertas y por dos cuerpos de guardia en ellas apostados. Saliendo de estos estrechos de Capadocia y caminando ya por la misma Cilicia, hay tres postas que hacer y quince parasangas y media que pasar. El término entre Cilicia y Armenia es un río llamado Eufrates, que se pasa con barca. Encuéntranse en Armenia quince mesones con sus quince postas, con las cuales se hacen de camino cincuenta y seis parasangas y media. Cuatro son los ríos que por necesidad han de pasarse con barca, recorriendo la Armenia: el primero es el Tigris propiamente dicho; el segundo y tercero llevan también el nombre de Tigris, no siendo unos mismos con el primero, ni saliendo de un mismo sitio, pues el primer Tigris baja de la Armenia, al paso que los otros dos que se hallan después de él bajan de los Matienos; el cuarto río, que lleva el nombre de Gindes, es el mismo que sangró Giro en 370 canales. Dejando la Armenia, hay en la provincia Matiena, donde se entra inmediatamente, cuatro postas que correr. Pasando de esta a la región Cisia, se encuentran en ella once postas, y se corren cuarenta y dos parasangas y media, hasta que por fin se llega al río Coaspes, que se pasa con barca, y en cuyas orillas está edificada la ciudad de Susa. En suma, suben a ciento once todas las postas, a las que corresponden otros tantos mesones y paradores al viajar de Sardes a Susa.
LIII. Ahora, pues, si se tomaron bien las medidas de dicha carrera o camino real, contando por parasangas y dando a cada una treinta estadios, que son los que realmente contiene, se hallará que hay cuatrocientos cincuenta parasangas, y en ellas trece mil quinientos estadios, yendo de Sardes hacia los palacios Memnonios, que así llaman a Susa, de donde haciendo uno por día el camino de ciento cincuenta estadios, se ve que deben contarse para aquel viaje noventa días acbales.
LIV. Así que muy bien dijo Aristágoras el Milesio en la respuesta dada al lacedemonio Cleomenes, que era de tres meses el viaje para subir a la corte del rey. Mas por si acaso desea alguno una cuenta aun más precisa y exacta, voy a satisfacer luego a su curiosidad: añádame éste, como debe sin falta añadir a la cuenta de arriba, el viaje que hay que hacer desde Éfeso hasta Sardes; digo, pues, ahora que desde el mar de la Grecia Asiática, o desde las costas de Éfeso, hay catorce mil cuarenta estadios hasta la misma Susa, o llámese ciudad Memnonia, siendo quinientos cuarenta estadios los que realmente se cuentan de Éfeso a Sardes, y con estos alargaremos tres días más el citado viaje de tres meses.
LV. Volvamos a Aristágoras, que saliendo de Esparta aquel mismo día, tomó el camino para Atenas, ciudad libre ya entonces, habiendo sacudido el yugo de sus tiranos del modo siguiente: Aristogitón y Harmodio, dos ciudadanos descendientes de una familia Gerifea, habían dado muerte a Hiparco, hijo de Pisístrato y hermano del tirano Hipias, el cual entre sueños había tenido una clarísima visión del desastre que le esperaba. Después de tal muerte sufrieron los atenienses por espacio de cuatro años el yugo de la tiranía, no menos que antes, o por decir mejor, sufrieron mucho más que nunca.
LVI. He aquí cómo pasó lo que empecé a decir de la visión que tuvo Hiparco entre sueños. Parecíale en la víspera misma de las fiestas Panateneas, que poniéndosele cerca un hombre alto y bien parecido, le decía estas enigmáticas palabras: —«Sufre, leon, un azar insufrible; súfrelo mal que te pese; nadie haga tal, o nadie deje de pagarlo.» No bien amaneció al otro día, cuando Hiparco consultó públicamente con los intérpretes de sueños su nocturno visión; pero sin cuidarse de conjurarla desde luego, fuese a la procesión de aquella fiesta y en ella pereció.
LVII. Acerca de los gerifeos, de cuya ralea fueron los, asesinos de Hiparco, dicen ellos mismos tener de Eritrea su origen y alcurnia, pero, según averigüé por mis informes, no son sino fenicios de prosapia, descendientes de los que en compañía de Cadmo vinieron al país que llamamos al presente Beocia, donde fijaron su asiento y habitación, habiéndoles cabido en suerte la comarca de Tanagra. Echados los Cadmeos de dicho país por los argivos, fueron después los gerifeos arrojados del suyo por los beocios, y con esto se refugiaron al territorio de los atenienses, los cuales concediéronles naturalización entre sus ciudadanos, si bien con algunos pactos y condiciones, intimándoles que se abstuviesen de ciertas cosas, que no eran pocas, pero que no merecen la pena de ser referidas.
LVIII. Ya que hice mención de los fenicios venidos en compañía de Cadmo, de quienes descendían dichos gerifeos, añado que entre otras muchas artes que enseñaron a los griegos establecidos ya en su país, una fue la de leer y escribir, pues antes de su venida, a mi juicio, ni aun las figuras de las letras corrían entre los griegos. Eran éstas, en efecto, al principio las mismas que usan todos los fenicios, aunque andando el tiempo, según los Cadmeos fueron mudando de lenguaje, mudaron también la forma de sus caracteres. Los jonios, pueblo griego, eran comarcanos por muchos puntos en aquella sazón con los Cadmeos, de cuyas letras, que habían aprendido de estos fenicios, se servían, bien que mudando la formación de algunas pocas, y según pedía toda buena razón, al usar de tales letras las llamaban letras fenicias, como introducidas en la Grecia por los fenicios. A los biblos (o libros de papel) los llamaba asimismo los jonios anticuadamente difteras (o pergaminos), porque allá en tiempos antiguos, por ser raro el biblo o papel, se valían de pergaminos de pieles de cabra y de oveja, y aun en el día son muchas las naciones bárbaras que se sirven de difteras.
LIX. Yo mismo vi por mis propios ojos en Tebas de Beocia, en el templo de Apolo el Ismenio, unas letras, cadmeas grabadas en unas trípodes y muy parecidas a las letras jonias: una de las trípodes contiene esta inscripción: —«Aquí me colocó Anfitrión, vencedor de los Teloboas.» La dedicación de ella sería hacia los tiempos de Layo, hijo de Lábdaco, nieto de Polidoro y biznieto de Cadmo.
LX. Otra de las mencionadas trípodes dice así en verso hexámetro: —«A ti, sagitario Febo, me consagró Scéo, luchador victorioso por lucidísima joya.» Debió de ser dicho Scéo el hijo de Hipócrates, a no ser que hiciese tal ofrenda algún otro del mismo nombre de Scéo, hijo de Hipócrates, que vivía en tiempo de Edipo, hijo de Layo.
LXI. He aquí lo que dice otra tercera trípode, también en verso hexámetro: —«reinando solo Laodamante, regaló al Dios Apolo, certero en sus tiros, esta trípode, linda presea.» En tiempo de este Laodamante, hijo de Eteocles, que mandaba solo entre los Cadmeos, fue cabalmente cuando éstos, echados de su patria por los argivos, se refugiaron a los pueblos llamados Euqueleas, si bien quedando por entonces los gerifeos en su país, sólo algún tiempo después fueron obligados por los beocios a retirarse a Atenas. Tienen los gerifeos construidos en Atenas templos particulares en que nada comunican con ellos los demás atenienses, siendo santuarios de ritos separados, de los cuales es uno el templo de Céres Acaica con sus orgías o misterios propios.
LXII. Hasta aquí llevo dicho cuál fue la visión que tuvo Hiparco entre sueños, y de dónde los gerifeos, de cuya raza fueron los matadores de Hiparco, eran oriundos en lo antiguo. Ahora será bien volver a tomar ya el hilo de la narración comenzada, y acabar de declarar lo que decía sobre el modo con que se libraron por fin los atenienses del yugo de sus tiranos. Sucedió, pues, que siendo Hipias tirano en Atenas, y estando muy irritado contra aquel pueblo a causa del asesinato cometido en Hiparco su hermano, procuraban en tanto con todas veras y por todos los medios posibles volver a su patria los Alcmeónidas, familia de Atenas echada de allí por los hijos de Pisístrato, y lo mismo procuraban con ellos otros desterrados. Viendo los Alcmeónidas cuán mal les había salido la tentativa, a fin de volver a la patria y procurar la libertad de Atenas, fortificados en un lugar llamado Lipsidrio, sobre el monte Parnetes, no dejaban piedra por mover para dañar a los Pisistrátidas. En tal estado, concertándose con los anfictiones, tomaron a su cargo levantar el templo que al presente hay en Delfos y que entonces no existía: siendo, pues, hombres opulentos y de una familia de tiempo atrás muy ilustre, hicieron el templo mucho más bello y lucido de lo que requería ajustado al modelo, así en las partes de la fábrica, como en el frontispicio singularmente, pues estando en la contrata que el templo debería ser de mármol Porino, hicieron la fachada de mármol pario.
LXIII. Estando, pues, de asiento en Delfos estos hombres, según cuentan los mismos atenienses, obtuvieron de la Pitia, sobornada a fuerza de dinero, que siempre que vinieran los espartanos a consultar el oráculo, ya fuera privada, ya pública la consulta, les diera por respuesta que la voluntad de los dioses era que libertasen a Atenas. Viendo los lacedemonios cómo siempre se les inculcaba aquel recuerdo de parte del oráculo, enviaron por fin al frente de un ejército a uno de los principales personajes de su ciudad, llamado Anquimolio, hijo de Astero, y le dieron orden de que echase de Atenas a los hijos de Pisístrato, aunque fueran éstos sus mayores amigos y aliados, teniendo más cuenta con la voluntad de Dios que con la amistad de los hombres. Enviado por mar con su escuadra dicho general, y dando fondo en Falero, desembarcó allí sus tropas. Informados a tiempo los Pisistrátidas de la expedición contra ellos prevenida, llamaron las tropas auxiliares de la Tesalia, con las cuales tenían contraída alianza. Implorados los tésalos, enviaron allá de común acuerdo del estado mil caballos conducidos por su rey Cineas, que era de patria Cónieo. Recibido, pues, dicho socorro, tomaron los Pisistrátidas el expediente de arrasar cuantos árboles había en las llanuras de los Falereos, con la mira de dejar aquel campo libre y expedito para que pudiese obrar en él la caballería, la cual, en efecto, habiendo embestido después por aquel paraje y dejándose caer sobre el campo del enemigo, entre otros estragos que hizo en los lacedemonios fue muy considerable el dar muerte al general de éstos, Anquimolio, obligando juntamente al resto de la armada a refugiarse en sus naves; y con esto hubo de retirarse de Atenas la primera armada enviada allá por los lacedemonios. El sepulcro de Anquimolio se ve al presente en Alopecas, uno de los pueblos del Ática, cerca del Heraclio (o templo de Hércules), situado en Cinosartes.
LXIV. De resultas de este destrozo enviaron los lacedemonios contra Atenas segunda armada, más numerosa que la primera, conducida por su rey Cleomenes, hijo de Anaxandrides, embistiendo a los enemigos no por mar como antes, sino por tierra. Fue entonces también la caballería tésala la primera en trabar el choque con los lacedemonios, apenas entrados en el Ática; pero sin hacerles mucha resistencia volvió luego las espaldas, y dejando caídos en el campo a más de cuarenta de los suyos, volvieron los demás en derechura a Tesalia. Llevando consigo Cleomenes a los atenienses que se declaraban por la libertad de la república, y llegándose a la ciudad de Atenas, empezó a sitiar a los tiranos, que se habían retirado al fuerte Pelásgico.
LXV. No era natural que fueran los Pisistrátidas en aquella sazón echados de la patria por los lacedemonios, así porque éstos no llevaban ánimo por su parte de emprender un largo sitio, como por hallarse aquellos por la suya bien apercibidos de víveres para resistirlo; antes era sin duda lo más probable, que después de unos pocos días de asedio partieran otra vez hacia Esparta: entonces cierto caso ocasionó la ruina a los sitiados y dio justamente a los sitiadores la victoria, porque quiso la fortuna que los tiernos hijos de los Pisistrátidas, al tiempo de ser llevados fuera del país para su resguardo y seguridad, diesen en manos de los enemigos. Este acaso de tal manera desconcertó las miras de los sitiados y abatió sus bríos, que vinieron en ajustar el rescate y libertad de sus hijos con las condiciones que quisieron imponerles los atenienses, las cuales fueron que dentro del término de cinco días salieran del Ática los sitiados. Habiendo, pues, reinado en Atenas por espacio de 36 años, salieron de ella y se retiraron a Sigeo, ciudad situada sobre el río Escamandro. Eran los Pisistrátidas oriundos de Pilo y descendientes de los Nélidas, de quienes vinieron asimismo Codro y Melanto, primeros reyes extranjeros que hubo en Atenas: de suerte que el motivo de que Hipócrates pensase en poner a su hijo el nombre de Pisístrato fue la memoria de que se llamó Pisístrato el hijo de Néstor, queriendo que del mismo modo se llamase también el suyo. En suma, del modo referido se vieron libres los atenienses de la tiranía; pero quiero añadir cuanto este pueblo, puesto ya en libertad, hizo o padeció digno de la historia, antes que la Jonia se sublevase contra Darío y viniera con esta ocasión a Atenas Aristágoras el milesio para pedirles ayuda y socorro.
LXVI. Después que Atenas, ciudad ya de antes muy grande, arrojó de sí a sus tiranos, vino a hacerse mucho mayor. Dos eran en ella los jefes y partidarios que más poder y mando tenían: uno Clisternes, de la familia de los Alcmeónidas, de quien dice la fama que supo sobornar a la Pitia; el otro Iságoras, hijo de Tisandro, sujeto de una casa verdaderamente ilustre, aunque ignoro de qué raza saliesen sus antepasados: sé únicamente que suelen los de su parentela sacrificar a Júpiter el cario, de quien son muy devotos. Estos dos eran, pues, los caudillos de dos facciones en la república. Hallábase Clístenes abatido; mas habiendo sabido ganarse después a la plebe, logró formar diez philas (o tribus) de cuatro que sólo había primero en todo el estado. Quitó, pues, los nombres que tenían antes las cuatro philas tomadas da los hijos de Yon, que eran antes los de los Geleontas, de los Egíconis, de los Ergadas y de los Opletes, y en lugar de ellos introdujo los nombres de otros héroes patrios con que distinguir sus nuevas philas, a excepción de Eanté solo, cuyo nombre añadió a los demás por haber sido vecino y aliado de los atenienses.
LXVII. Mucho habría de engañarme sino quiso nuestro Clístenes imitar en esta parte a su abuelo materno Clístenes, que había sido señor de Sición. Después de haber guerreado con los argivos, el viejo Clístenes procuró dos cosas en descrédito de sus enemigos, una quitar de Sición un certamen que hacían en ella los rapsodas recitando los versos de Homero, a causa de ser en tales versos los argivos los que se llevaban entre todos la palma de los elogios del poeta; la otra ver cómo podría acabar al fin con el culto que daban los sicionios a Adrasto, hijo de Talao, cuyo templo tenían levantado en su misma plaza por ser argivo. Consultó, pues, en un viaje que hizo a Delfos, —«si sería razón echar a Adrasto de la ciudad;»— pero tuvo la mortificación de oír de boca de la Pitia esta respuesta en tono de oráculo: —«Que Adrasto había sido rey de los sicionios y él era el verdugo de ellos.» Viendo que no condescendía Apolo con su pretensión, vuelto de su romería empezó a discurrir de qué medio se valdría para lograr que el héroe Adrasto se fuese por sí mismo de la ciudad. Después que la pareció haber dado ya con un buen arbitrio para salir con su intento, dirige enviados a Tebas de Beocia, y manda decir a aquellos ciudadanos, que su deseo sería poder restituir a Sición al hijo de Acasto, llamado Menalipo. Obtiene tal gracia de los tebanos, y habiendo restituido a Menalipo erigió para él un templo en el mismo Pritaneo, y fijó allí su estancia en un sitio muy fortificado. El motivo que tenía Clístenes para restituir a Menalipo, puesto que es preciso que aquí se declare, no era otro que el haber sido éste el mayor enemigo de Adrasto, a cuyo hermano Mecistes y a su yerno Tides había dado la muerte. Luego que tuvo edificado su nuevo templo, quitó Clístenes los sacrificios y fiestas que solían hacerse a Adrasto y los apropió a Menalipo. Era antes realmente grande la solemnidad y culto con que solían los sicionios venerar a Adrasto, movidos a ello por saber que su región en lo antiguo había sido de Polibo, de cuya hija habiendo nacido Adrasto, fue declarado heredero del reino, por haber muerto Polibo sin sucesión varonil. Entre otras honras que tributaban a Adrasto los de Sición, una era la representación de sus desgracias en unos coros o danzas trágicas, de modo que sin tener coros consagrados a Baco festejaban ya con ellos a su Adrasto: manda, pues, Clístenes que se conviertan aquellos coros en cantos de Baco, y lo demás de la fiesta y de los sacrificios en honra de Menalipo, en lo cual vinieron a parar todas las maquinaciones de Clístenes contra Adrasto.
LXVIII. Hizo aun más contra los argivos. Mantenían los sicionios en sus philas los mismos nombres que tenían los argivos en las suyas: muda, pues, Clístenes el nombre a las philas sicionias, de suerte que las puso muy en ridículo; porque sacando aparte a los de su misma phila, a quienes dando un nombre tomado de la voz Arque (principado) llamó arquelaos (príncipes del pueblo), dio a las otras philas nombres sacados de las palabras His (puerco) y Onos (asno), añadiéndoles únicamente la terminación derivada, de modo que a los unos llamó los Hiatas, a otros los Oneatas, y a los restantes los Eoireatas (porquerizos), nombres que los buenos sicionios mantuvieron en sus philas, no sólo en el reinado de Clístenes, pero aun unos 60 años después de su muerte, hasta tanto que volvieron en si, y trocando tales apodos, se llamaron los Hileas, los Panfilos, los Dimanatas, y los de la cuarta phila, tomando el nombre de Egialeo, hijo de Adrasto, hicieron llamarse los Egialeas.
LXIX. Como Clístenes el sicionio hubiese, pues, introducido esta novedad en las philas, Clístenes el ateniense, que siendo por su madre nieto del sicionio llevaba su mismo nombre, a lo que se me alcanza, quiso imitar en este punto a su abuelo y tocayo, haciendo en descrédito y mengua de los jonios que las philas de Atenas no retuviesen un nombre común con el de las suyas. Atraído, pues, a su bando todo el vulgo de los atenienses, que antes le era muy contrario, aumentó el número de las philas trocándoles a todas el nombre; así que en lugar de cuatro que antes eran los philarcas (jefes de las tribus), instituyó diez, y a más de esto en cada phila señaló diez demos (o distritos). De donde resultó que su partido, habiéndose ganado así al pueblo bajo, fuera muy superior al de sus contrarios.
LXX. Pero Iságoras, su rival político, viéndose inferior a Clístenes supo urdirla una buena. Acudió, pues, a la protección de Cleomenes, su antiguo huésped, y amigo ya desde el tiempo del sitio que éste puso contra los hijos de Pisístrato: ni faltaban malignos que decían de Cleomenes haber sido buen compadre de Iságoras, a cuya mujer solía visitar a menudo. Cleomenes, por medio de un heraldo que destinó a Atenas, intimó a Clístenes que en compañía de otros muchos atenienses salieran de la ciudad, por ser así él como los demás que nombraba unos enageas (o malditos y excomulgados), color que daba a su edicto por insinuación de Iságoras, pues los Alcmeónidas con los de su facción eran mirados en Atenas corno reos de cierta muerte sacrílega, de la cual no habían sido cómplices Iságoras ni su bando.
LXXI. La acción por la que merecieron los Alcmeónidas la nota de malditos fue la siguiente: Había entre los atenienses un tal Cilon, famoso vencedor en los juegos olímpicos, convencido de haber procurado levantarse, con la tiranía de Atenas, pues, habiendo reunido una facción de hombres de su misma edad, intentó apoderarse del alcázar de la ciudad. Pero como le hubiese salido mal la tentativa, refugióse Cilon a sagrado, cerca de la estatua de Minerva. Los privasen de los Naucranos (los presidentes de los magistrados) que a la sazón mandaban en Atenas, sacaron de aquel asilo a los refugiados bajo la fe pública de que no se les daría muerte: mas no obstante esta promesa se les hizo morir, de cuyo atentado se culpaba a los Alcmeónidas. Este caso era antiguo y anterior a la época de Pisístrato.
LXXII. No contento Cleomenes con haber mandado echar de Atenas a Clístenes y a los demás proscritos, por más que éstos se hubiesen ya ausentado, se presentó allá en persona con un pequeño cuerpo de tropas. Llegado a Atenas, exterminó luego de ella a 700 familias atenienses, las que Iságoras le fue sugiriendo: después de este primer paso emprendió abolir el Senado, y dar el mando y magistraturas a 300 sujetos partidarios todos de Iságoras. Amotinado de resultas de esta violencia el Senado y no queriendo estar a las órdenes de Cleomenes, ayudado esto por Iságoras y por los de su partido apoderóse de la ciudadela, donde los atenienses de la facción contraria, habiéndole tenido sitiado por espacio de dos días, capitulando el tercero, convinieron en que los lacedemonios todos de la ciudadela salieran de allí bajo la fe pública del salvo conducto. Cumplióse a Cleomenes en esta salida el agüero que voy a referir: luego que subió al alcázar con ánimo de apoderarse de él, se fue en derechura al mismo camarín de la diosa (Minerva), como para visitarla pía y religiosamente. Al punto mismo que lo ve la sacerdotisa, levantada de su asiento, y antes que pasara el umbral del santuario, con tono fatídico: «Vuélvete atrás, le dice, lacedemonio forastero, vuélvete: ni pretendas entrar en este sagrario, donde no es lícito que entren los dorios.» «Pues sábete, mujer, le responde Cleomenes, que yo no soy dorio sino aqueo.» De suerte que, por no haber contado entonces con aquella mal augurada palabra «vuélvete atrás», tuvo después Cleomenes que dar la vuelta desgraciadamente con sus lacedemonios. A los demás de la ciudadela puestos luego en prisión, los condenaron a muerte los atenienses, y entre ellos a un ciudadano de Delfos llamado Timesites, de cuyo talento y primor en varias obras de manos habría muchísimo que decir. Todos murieron en la cárcel.
LIXIII. Llamados a su patria después de tales turbulencias Clístenes y las 700 familias perseguidas por Cleomenes, despacharon los atenienses sus embajadores a Sardes con la mira de hacer un tratado de alianza con los persas, previendo claramente la guerra que de parte de Cleomenes y de sus lacedemonios les amenazaba. Llegados, pues, a Sardes los diputados, y habiendo declarado la comisión de que venían encargados, preguntó el virrey de ella, Artafernes, hijo de Hitaspes, quiénes eran aquellos hombres que pretendían ser aliados del rey y en qué parte moraban. Habiendo los embajadores satisfecho a la pregunta, respondióles el virrey, en suma, que concluiría con los atenienses el tratado de alianza que se le pedía, con tal que, quisieran darse a discreción al rey Darío, entregándole tierra y agua; pero que si no querían hacerlo les mandaba partir de allí. Tomando entonces acuerdo entre sí los embajadores sobre la respuesta, llevados del deseo de aquella alianza, le respondieron que se entregaban a Darío, motivo por el que a su regreso a la patria fueron mal vistos y murmurados.
LXXIV. En tanto que esto pasaba, sabiendo Cleomenes que los atenienses iban haciéndole por obra y de palabra todo el daño que podían, mandó juntar las milicias del Peloponeso entero, sin decir a qué fin las juntaba, el cual no era otro en realidad que el deseo de vengarse del pueblo de Atenas, dándole por señor a Iságoras que en su compañía había salido de la ciudadela. En efecto, a un mismo tiempo embistió Cleomenes a Eleusina con un ejército numeroso, y los beocios de concierto con él tomaron a los últimos pueblos del Ática, que eran Enoa e Hisias, y los calcedones iban por otro lado talando el país de los de Atenas. Estos, si bien no sabían dónde acudir primero, salieron con todo armados contra los peloponesios que se hallaban en Eleusina, dejando para después la venganza de los beocios y calcidenses.
LXXV. Estaban a la vista los dos ejércitos prontos ya piara venir a las manos, cuando los corintios, que habían conocido la injusticia de aquella guerra, fueron los primeros que, mudando de parecer, comenzaron a dar la vuelta hacia su patria; después de ellos retiróse también el rey de los lacedemonios que conducía el ejército, Demarato, hijo de Aristón, por más que antes nunca hubiese sido de parecer contrario al de Cleomenes, y siendo así que hasta entonces solían los dos reyes juntos salir al frente de sus tropas: con esta ocasión y por dicha discordia hízose en Esparta una ley de que al salir el ejército nunca marchasen con él entrambos reyes, sino que exonerado uno de ellos de ir a campaña, se quedase en Esparta con uno también de los Tindaridas, pues antes ambos Tindaridas, como patronos y dioses tutelares de sus reyes, iban siguiéndoles en el ejército. El éxito de la campaña fue, que viendo los aliados que no venían los dos reyes de Lacedemonia y que los corintios habían ya desamparado el puesto, empezaron a desertar.
LXXVI. Era la cuarta vez que los dorios armados entraban en el Ática, pues dos veces fueron allá como enemigos, y dos como amigos en bien de la república de Atenas; pudiéndose contar con razón por la primera jornada hacia esta ciudad la expedición que hicieron los dorios cuando condujeron a Megara una colonia en tiempo que Codro reinaba en Atenas. La segunda, y la tercera fue cuando con el designio de echar a los hijos de Pisístrato pasaron allá desde Esparta con gente armada; la cuarta es la que acabo de referir, cuando con las tropas del Peloponeso se dejó caer Cleomenes sobre Eleusina. Bien afirmé, por tanto, que entonces por cuarta vez acometían los dorios a Atenas.
LXXVII. Desbaratado y deshecho tal ejército, sin haber obtenido resultado importante contra los atenienses, con ánimo de vengarse de sus enemigos, llevaron desde luego las armas contra los calcidenses, en cuya ayuda y defensa habían ya los beocios salido hacia el Euripo. Ven los atenienses a los beocios puestos en armas y resuelven acometerles antes que a los calcidenses; y fue tal el ímpetu con que cargaron sobre ellos, que logrando una completa victoria, además de los muchos enemigos que dejaron tendidos en el campo, hicieron 700 prisioneros. Victoriosos, pasan a Eubea aquel mismo día, y dada una segunda batalla, segunda vez triunfan de sus enemigos. Fruto de esta victoria fue dejar en Eubea 4.000 colonos atenienses, repartiendo entro estos las suertes y heredados de los Hipobotas de Cálcide; y los que entre los calcidenses se llamaban con este nombre, que equivale al de caballeros, venían a ser los ciudadanos más ricos y opulentos. Por lo que mira a los prisioneros de guerra, así los de Cálcide como los de Beocia, aunque luego de presos los tuvieron aherrojados, algún tiempo después los soltaron, recibiendo en rescate dos minas por cabeza. No obstante, suspendieron los cautivos en la ciudadela los grillos en que les habían tenido, y aun hoy día se ven colgados en aquellas paredes chamuscadas después por el medo, enfrente del camarín, por la parte que mira a Poniente. De la décima de dicho rescate, dedicada en el templo, hicieron una cuadriga de bronce, que al entrar en los portales de la fuerza se deja ver luego hacia mano izquierda con este epígrafe: «La gente de Cálcide con la gente de Beocia, presa por mano ática con belicoso brío, paga su merecido en calabozo y en férreas cadenas: de su diezmo logra Palas este carro.»
LXXVIII. Iban por fin los atenienses libres creciendo en poder de cada día, pues cosa probada es, no una sino mil veces, por experiencia, que el estado por sí más próspero y conveniente es aquel en que reina la isegoría o derecho y justicia igual para todos los ciudadanos. Vióse bien esto en los atenienses, que no siendo antes, cuando vivían bajo el yugo de un señor, superiores en las armas a ninguna de las naciones, sus vecinas, apenas se vieron libres e independientes en un gobierno republicano, que se mostraron los más bravos y sobresalientes de todos en sus negocios y empresas de guerra. De donde aparece bien claro que cuando trabajaban avasallados en pro de un señor despótico, huían de propósito el hombro a la carga, y que viéndose una vez libres y señores mismos, se esforzaban todos, cada cual por su parte, en acrecentar sus intereses y ventajas propias: en una palabra, no podían portarse mejor de lo que lo hacían.
LXXIX. Pero los tebanos, después de aquella pérdida, deseosos de volver el daño a los atenienses y de tomar de ellos venganza, enviaron consulta al dios Apolo, a la cual respondióles la Pitia «que no pensasen poder por sí solos tomarse la satisfacción que deseaban, sino que les encargaba que, consultando primero el asunto con Polifemo, pidiesen ayuda a los más vecinos.» Luego que los tebanos, a cuya asamblea los consultantes, vueltos ya de Delfos, daban razón de la citada respuesta, oyeron que era menester acudir a los más vecinos, se pusieron a discurrir de este modo: «Pues si ello es así, siendo nuestros más inmediatos vecinos los tenagreos, coroneos y tespienses, pueblos siempre hechos a seguir nuestras banderas y prontos a ser nuestros compañeros de armas, ¿a qué viene la prevención del oráculo de que les pidamos su asistencia y ayuda? ¿Quizá no será esto sino otra cosa la que quiere significar el oráculo?»
LXXX. Detenidos en su junta entre tales dudas y razones, uno que las oye, salta con este discurso: «Pues ahora me parece haber dado con el sentido de nuestro oráculo. Tengo entendido que fueron dos las hijas de Asopo, Teva y Egina; paréceme, pues, que habiendo sido hermanas las dos, nos querrá decir Apolo en su respuesta, que acudamos los tebanos a los eginetas, pidiendo que quieran ser nuestros vengadores.» Al punto los tebanos de la junta, a quienes pareció que no cabía interpretación más adecuada del oráculo, enviaron a los eginetas unos diputados que les pidieran su asistencia, convidándoles a la presa de orden del oráculo, pues que ellos eran sus más cercanos parientes. La respuesta que a los enviados dieron los eginetas, fue que los Eácidas irían allá en compañía de ellos.
LXXXI. Con el socorro de dichos Eácidas anímanse los tebanos a probar fortuna en la guerra; pero viéndose de nuevo mal parados en ella por los atenienses, envían otra vez diputados a Egina, que restituyendo a los eginetas sus Eácidas, en vez de ellos les pedían soldados. Implorados segunda vez los eginetas, llenos en parte de sí mismos y engreídos con su opulencia, y en parte no olvidados de su antiguo rencor contra los de Atenas, se resuelven a hacerles la guerra antes de declararla; y, en efecto, estando las tropas atenienses ocupadas contra los beocios, pasando de repente los eginetas al Ática en sus galeras, saquearon a Falero y a muchos otros pueblos de las costas, causando mucho perjuicio a los atenienses.
LXXXII. Bien será que diga ahora de qué principio nació la inveterada enemistad a que acabo de aludir entre atenienses y eginetas. Sucedió, pues, que negándose la campiña de los epidaurios a producir fruto y cosecha alguna, consultaran estos al oráculo de Delfos acerca de aquella calamidad y desventura. Respondió la Pitia a la consulta que como erigiesen dos estatuas nuevas, una a Damia y otra a Auxesia, verían presto mejorar sus negocios. Instaron los epidaurios si sería bien hacerlas de bronce o de mármol: —«Ni de bronce ni de mármol, dijo la Pitia, sino de dulce olivo.» De resultas de este oráculo pidieron los epidaurios a los atenienses que les permitieran cortar en su tierra algunos olivos, persuadidos de que los olivos del Ática eran los más divinos y prodigiosos de todos, y aun se añade que en aquella época solo en Atenas y en ningún otro paraje se encontraban olivos. Vinieron gustosos los atenienses en conceder el permiso que se les pedía, pero con la condición de que ellos se obligasen a hacer todos los años sus ofrendas a Minerva la Políada, y asimismo a Erecteo. Obligáronse a ello los epidaurios, lograron lo que pedían, hicieron los ídolos de olivo, y dedicados ya, volvió a dar fruto su campiña, y prosiguieron ellos en cumplir a los atenienses lo ofrecido.
LXXXIII. En el tiempo de que voy hablando obedecían todavía, como solían antes, los de Egina a los epidaurios, así en todo lo político como en la jurisdicción de los tribunales; de suerte que los eginetas acudían al foro de Epidauro en sus pleitos y acciones para pedir y responder en justicia. Pero desde aquella época, viéndose los eginetas con gran número de naves, fueron levantándose a mayores, y negando sin razón alguna la obediencia a los epidaurios, empezaron a hacerles cuanto mal cabía como a sus mayores enemigos; y siéndoles superiores en la marina, sucedió que pudieron robar a los epidaurios aquellos ídolos de Damia y de Auxesia, los cuales, transportados a la isla, fueron colocados en medio de ella en un lugar llamado Ea, que viene a distar como veinte estadios de la misma ciudad de Egina. En este sitio, puestas las dos diosas epidaurias, íbanles haciendo sacrificios los de Egina y festejándolas con unos coros satíricos o danzas libres de mujeres, nombrando para cada una de las diosas diez prefectos que corrieran con el gasto de la fiesta. Era uso de dichas danzas y como ceremonia religiosa, practicada antes por los de Epidauro, decir a las mujeres del país mil insolencias y baldones, aunque sin meterse con los hombres. Usaban también sacrificios ocultos.
LXXXIV. Una vez robadas dichas estatuas, como cesasen los epidaurios de hacer las ofrendas que antes solían a los de Atenas, enviáronles éstos por aquella falta a dar quejas mezcladas con amenazas. Probaron los epidaurios con buenas razones que ninguna injusticia les hacían en aquello; que en tanto que habían tenido en casa a las diosas, habían sido puntuales en cumplirles lo prometido; que después de habérselas quitado con violencia, no les parecía puesto en razón continuar en aquel antiguo tributo, y que lo exigiesen de los eginetas, pues que estos al presente poseían aquellas. Oído tan justo descargo, enviaron los atenienses a Egina unos diputados que pidiesen dichas estatuas, a los cuales respondieron los de Egina que nada tenían que ver ni hacer con los de Atenas.
LXXXV. Lo que pasó después de esta solemne declaración lo refieren así los atenienses, diciendo que de parte de la república pasaron a Egina en una galera algunos de sus ciudadanos, quienes saltando en tierra y echándose sobre las estatuas, cuya madera miraban como cosa propia, procuraban ver cómo las moverían de sus pedestales; y no pudiendo salir con su maniobra, con unas sogas atadas alrededor de las diosas, las iban arrastrando. Estando en aquella fatiga, oyóse de repente un trueno, y al trueno siguió un terremoto. Aturdidos con el nuevo portento los marineros que arrastraban a sus diosas, y saliendo de repente fuera de sí, empezaron entre ellos mismos, como si fueran enemigos mortales, una desaforada matanza, cuyo estrago pasó tan allá que no quedó de todos sino uno que volviese a pasar al Falero.
LXXXVI. Así refieren esta historia los de Atenas; mas no dicen los eginetas que fueran allá en una sola nave los atenienses, pues que a una, y a algunas más, bien hubieran ellos resistido aun en el caso de no tener naves propias sino que los enemigos, con una buena armada, hicieron un desembarco en Egina, cediéndoles por entonces la entrada los del país sin exponerse a una batalla naval; bien que ni los eginetas mismos saben asegurar si el motivo de cederles el paso sería por reconocerse inferiores en el mar, o con la pretensión de poner por obra lo que después con los invasores ejecutaron. Afirman, empero, que viendo los atenienses que nadie les presentaba batalla, saliendo de sus naves se fueron en derechura hacia las estatuas, y no pudiéndolas arrancar de sus pedestales, atadas al cabo con fuertes maromas, empezaron a tirar de ellas, no parando, en la maniobra hasta tanto que las dos estatuas a un tiempo hicieron una misma demostración que ellos cuentan y que yo jamás creeré por más que la quiera creer alguno. Cuentan, pues, los eginetas que las dos estatuas se hincaron de rodillas, postura que han conservado siempre desde entonces. Esto hacían los atenienses; los de Egina, por su parte, informados de antemano de que se disponían sus enemigos a venir contra ellos, habían negociado con los argivos que estuviesen prontos y apercibidos para irles a socorrer; y, en efecto, a un mismo tiempo desembarcaban los atenienses en Egina, y los argivos, pasando a la misma isla desde Epidauro, venían ya sin ser sentidos a dar auxilio a los naturales, y al llegar se dejaron caer de improviso sobre los atenienses apartados de sus naves y del todo seguros de aquel encuentro y refuerzo de que ni la menor sospecha habían antes tenido. En aquel mismo punto, añaden, acaecieron el trueno y el terremoto.
LXXXVII. Esta es, pues, la historia que nos cuentan argivos y eginetas, y en un punto convienen con los de Atenas, a saber, que uno sólo volvió salvo al Ática; bien que los argivos quieren que de sus manos se salvase aquel individuo, dándose ellos por los que echaron a pique toda aquella armada; y los atenienses pretenden que no se libró aquél sino de la venganza de algún numen exterminador, aunque no por esto logró verse libre de su ruina el hombre que escapó, sino que pereció también desgraciadamente. Porque vuelto a Atenas el infeliz, como anduviese cantando aquella gran calamidad y destrozo, oyéndole las mujeres de los muertos en la jornada referir el estrago común, y no pudiendo sobrellevar que perdidos todos los demás se hubiera salvado él solo, le fueron rodeando, y cogido en medio, le iban dando tanto golpe y picazo de hebilla, preguntándole cada una dónde estaba su marido, que acabaron allí mismo con el infeliz, después que se había ya librado de la común ruina de sus compañeros. Los atenienses, a quienes esta venganza y furia mujeril pareció más sensible que la pérdida total de su armada, no hallando otro modo de castigar a las mujeres, tomaron la resolución de hacerlas mudar de traje, obligando a todas a que vistieran a la jónica, pues antes las Áticas vestían a la dórica, traje muy semejante al vestido corintio. De allí adelante las obligaron a llevar túnica de lino para que no se sirvieran más de hebillas.
LXXXVIII. Verdad es que, hablando en rigor, el traje a que las obligaron no fue en los tiempos antiguos propio de las mujeres jónicas, sino de las carias; pues antiguamente el vestido de toda mujer griega era el mismo que al presente llamamos dórico. Pero los argivos por su parte y los eginetas en sus respectivas ciudades hicieron una ley que las hebillas de sus mujeres fuesen un tercio mayores de lo que eran antes, que las mujeres en los templos de sus dioses ofreciesen hebillas más bien que otra presea alguna, y que en ellos nada venido del Ática pudiese ofrecerse ni presentarse; tanto que en adelante no se sirviesen de vajilla procedente de allá, sino que fuese ceremonia legítima beber en los sacrificios con vasijas del país: y se puso en práctica dicha ley, pues desde entonces hasta mis días las Argivas y las eginetas, a despecho de las Áticas, solían llevar sus hebillas mayores de lo que primero acostumbraban.
LXXXIX. De los sucesos que acabo de referir nació, repito, el principio de la enemistad de los atenienses con los de Egina. Renovando, pues, entonces los eginetas la memoria de dichas estatuas y de los sucesos a ellas concernientes, vinieron gustosos en enviar a los beocios el socorro que les pedían, talando con sus tropas auxiliares las costas del Ática. Al ir los atenienses a emprender la expedición contra los de Egina, vínoles de Delfos un oráculo en que se les prevenía que por espacio de treinta años, a contar desde la injuria que acababan de recibir, se abstuviesen de combatir con los eginetas; pero, que venido el año 31 y fabricado un templo a Éaco, empezasen contra ellos las hostilidades; pues haciéndolo así, sucederíales la cosa como deseaban. Mas si desde luego emprendían aquella guerra, entendiesen que durante aquel tiempo tendrían ellos y darían mucho que llorar al enemigo; bien que al cabo darían con él en tierra. Oído, pues, el nuevo oráculo, determinaron los atenienses levantar a Eaco aquel templo mismo que al presente se deja ver en su plaza; pero en la demora de treinta años no pudieron convenir, oyéndose clamar que no debían disimular por tanto tiempo la injuria, después de verse tan maltratados con la invasión de los eginetas.
XC. Con tal resentimiento, al tiempo en que se disponían para tomar venganza de aquellos enemigos, un nuevo contratiempo de parte de los lacedemonios les cerró el paso de la jornada. Porque como en aquella sazón hubiese llegado a oídos de los lacedemonios, así el artificio que usaron los Alcmeónidas para sobornar a la Pitia, como el embuste con que ésta les alarmó contra los hijos de Pisístrato, sintieron con tal aviso doblada pesadumbre, viendo por una parte que habían echado de la patria a sus mayores amigos y aliados, y por otra que los atenienses, recibida aquella merced, no se les mostraban obligados ni agradecidos. Añadíase a estas reflexiones la congoja que ciertas profecías les ocasionaban de nuevo, pronosticándoles muchos agravios y desafueros que de parte de los atenienses las aguardaban. Habían antes estado del todo ignorantes de dichas predicciones, y entonces habían empezado a oírlas, habiéndolas traído consigo Cleomenes volviendo de Atenas a Esparta. Sucedió que Cleomenes, estando en la ciudadela de Atenas, pudo haber a las manos ciertos oráculos escritos que habían estado primero en poder de los Pisistrátidas y habían sido dejados allí por los mismos en el templo de Minerva cuando fueron echados de la ciudad. Cleomenes al salir de la fortaleza quiso llevárselos consigo a Esparta.
XCI. Recibidos dichos oráculos, viendo por una parte los lacedemonios que los atenienses, libres ya y de cada día más poderosos, en nada menos pensaban que en obedecerles y previendo por otra que la gente ática si quedaba en el estado republicano se los igualaría en el poder, al paso que si volvía a verse oprimida con la tiranía se mantendría débil y pronta a dejarse gobernar por ellos, como esto Previesen, pues, los lacedemonios, llamaron a Esparta a Hipias, el hijo de Pisístrato, desde Sigeo, ciudad del Helesponto, adonde con los suyos se había refugiado. Después que llamado Hipias se les presentó, convocan para un congreso de la nación los diputados de las ciudades aliadas y les hablan así los espartanos: —«Amigos y aliados: Conocemos y confesamos al presente nuestra falta de justicia y de política: mal hicimos, alucinados con falsos oráculos, en echar de su patria a unos señores que, sobre sernos buenos amigos y aliados, nos tenían prometido mantener en nuestra devoción y obediencia a la ciudad de Atenas. Cometida esta injusticia, tuvimos la imprudencia de dejar aquel estado en manos de un pueblo ingrato, el cual, apenas se vio libre y suelto por nuestra mano, cuando empezó luego a erguir su cabeza e insolente quiso atrevérsenos, echándonos de su casa a nosotros y a nuestro rey, y desde aquel punto lleno de arrogancia va tomando nuevos espíritus. Lo que digo empiezan ya a llorar, particularmente sus vecinos los beocios y Calcidenses, y quizá todos los demás lo iréis sintiendo por turno si les tocareis en un sólo cabello. Ya, pues, que nos engañamos antes en lo que con ellos hicimos, procurando ahora tomarnos con vuestra asistencia la satisfacción correspondiente, lo iremos remediando. Este ha sido, señores, el motivo, así de hacer que viniera Hipias, a quien veis aquí presente, como de convocaros a vosotros de las ciudades. Nuestras miras consisten en volver a Hipias a Atenas, y restituirle de común acuerdo, y con un ejército común, el dominio que antes le quitamos.»
XCII. Tal era la propuesta de los lacedemonios, a la cual ni se acomodaban los más de los diputados, ni se atrevían con todo a contradecirla, guardando todos los aliados un profundo silencio. Rompiólo al cabo Sosicles el corintio con un tono sublime. —«Ahora sí, exclamó, que están todas las cosas a pique de revolverse y trastornarse; el cielo para caer bajo la tierra, la tierra para subirse sobre lo más alto del cielo; van a fijar los hombres su morada en los mares, los peces a morar donde vivían primero los hombres, cuando llegamos a ver ya, que empeñados vosotros, oh lacedemonios, en arruinar una república justa y bien ordenada, procuráis tan de veras reponer en las ciudades libres el despotismo y la tiranía, no pudiendo dejar de ver con los ojos ser ésta la cosa más inicua, más cruel, más sanguinaria de cuantas pueden verse entre los mortales. Y si no, decidme ahora, lacedemonios: si tan conveniente os parece que las riendas del gobierno estén en mano de un tirano, ¿por qué no sois los primeros en colocar un déspota sobre vuestras cabezas? ¿Por qué con vuestro ejemplo no animáis a los demás a que sufran un señor absoluto? Vemos empero todo lo contrario: vosotros, siempre libres hasta aquí de tiranos domésticos, y muy prevenidos siempre para que jamás los sufra Esparta, vais recetándolos a los otros, y procuráis encajarlos a vuestros confederados. A fe mía, espartanos, si hubierais probado lo que es un tirano, como nosotros los corintios lo probamos, pensarais ahora muy de otro modo y serian mejores de lo que son vuestras propuestas. Oíd, pues, lo que nos sucedió. La antigua Constitución del estado era en Corinto la oligarquía, gobernando la ciudad unos pocos ciudadanos llamados los Baquíadas, que nunca en sus matrimonios contraían alianza sino entre ellos mismos. Acaeció entonces que a uno de aquellos principales y magnates, por nombre Anfión, nació una hija coja llamada Labda, y como ninguno de los Baquíadas, la quisiese por mujer, casó al fin con ella cierto Eecion, hijo de Equécrates, natural del lugar de Petra, bien que Lapita de origen y descendiente de la familia Cénida. Viendo después Eecion que no tenía hijos de Labda ni de otra mujer alguna, emprendió una romería a Delfos para consultar el oráculo sobre la desventura de no tener sucesión. No bien hubo entrado en el templo, cuando encarándose con él la Pitia, le recita de repente estos versos:
Eecion, digno de gloria, nadie te honra
cual mereces tú: Labda ya grávida
parece tina gran rueda que cayendo
sobre monarcas, mandará a Corinto.
Ignoro cómo llegó este oráculo dado a Eecion a oídos de los príncipes Baquíadas, a quienes antes se había dado acerca de las costas de Corinto otro oráculo oscuro, pero dirigido al mismo punto que el de Eecion, en estos términos: «Águila grávida sobre altos peñascos dará a luz un valiente león que corte las rodillas: atiende a ello, corintio, vecino de la linda Pirene, que moras en torno de la encumbrada Corinto.» Y si bien este oráculo era antes para los Baquíadas, a quienes se había proferido, un misterio impenetrable, apenas oyeron el otro dado entonces a Eecion, cayeron de pronto en la cuenta, y dieron de lleno en el sentido del primero, que concordaba mucho y se enlazaba con el del último. Entendiendo, pues, que se les pronosticaba su ruina, con la mira de conjurada dando la muerte al hijo de Eecion que estaba ya para nacer, llevaban su intriga con sumo secreto. En efecto, luego que parió dicha mujer destinan al pueblo en que vivía Eecion diez de su mismo gremio o clase, con orden de quitar la vida al niño recién nacido. Llegados a Petra, entran en el patio de la casa de Eecion y preguntan por el chiquillo. Labda la coja, que estaba lejos de imaginar que vinieran con ánimo dañado, antes se lisonjeaba de que aquella visita de los magnates se le hacía en atención a su padre, para congratularse con ella por su feliz alumbramiento, se lo presenta y lo pone en brazos de uno de los diez, y si bien ellos al venir hablan entre sí concertado que el primero que al niño cogiera le estrellara luego contra el suelo, quiso con todo la buena suerte, cuando Labda dejó a su hijo en brazos de aquél, que se sonriese el niño, mirando blandamente al que iba a recibirle, sonrisa que atentamente observada movió a ternura al primero que le había recibido; y le hizo tal impresión, que en vez de dar con el niño en el suelo, lo entregó al segundo y éste al tercero, de suerte que fue pasando de mano en mano por los diez infanticidas, sin que ninguno se atreviera a ensangrentar las suyas en aquella víctima de la ambición. Vuelto, pues, el hijo a la madre y salidos del atrio, se pararon ante la puerta misma de la casa, y empezaron a culparse unos a otros, pero sobre todo al primero que la recibió, por no haber ejecutado la orden que traían. No pasó mucho rato sin que se resolviesen a entrar de nuevo en la casa y concurrir todos aunados a la muerte del niño. Mas todo en vano, que el destino fatal de Corinto era, señores, que le viniera el azote de la casa de Eceion: porque Labda iba entretanto escuchando detrás de la puerta todo aquel discurso de muerte, y recelando luego que mudando de parecer y entrando segunda vez le matasen la infeliz criatura, tórnala solicita, y va afanada a esconderla donde se le ofrece que nadie lo había de sospechar, que fue bajo un celemín, bien persuadida que vueltos los diez nobles sayones no dejarían sin duda arca, ni rincón, ni escondrijo que registrar. En efecto, así fue: entran segunda vez, y todo era buscar por una y otra parta el niño; pero viendo que no podían dar con él, resolviéronse por fin a regresar y decir a los que les enviaban que todo se había hecho conforme a las órdenes dadas, y vueltos a los suyos, así realmente se lo dijeron, íbase criando después el niño, que de tal riesgo a dicha se había escapado, en casa de su padre Eecion, y por ya buena suerte de haberse librado del peligro debajo del celemín, en griego Cipsele, quedósele en adelante el nombre de Cipselo. Llegado ya a la mayor edad, diósele a una consulta que en Delfos hacía una respuesta ambigua y enrevesada, por la cual gobernándose después y esperanzado mucho en ella, logró salir con su empresa y apoderarse del dominio de Corinto. La respuesta era de este tenor: «¿Veis el gran varón que llega dentro de mi atrio, Cipselo el Eecida? rey será de la esclarecida Corinto con su prole, pero no con la prole de su prole.» Tal fue el oráculo: Cipselo llegó a ser señor de Corinto, y con esto un tirano que a muchos corintios desterró, a muchos quitó los bienes, patria y vida, después de un gobierno de treinta años, habiendo tenido la fortuna de morir en paz y en su cama: sucedióle en la tiranía su hijo Periandro, quien aunque en los principios de su gobierno se mostraba más humano y blando que su padre, con todo, por haber después comunicado por medio de unos mensajeros con el otro tirano de Mileto, el célebre Trasíbulo, llegó a hacerse mucho más cruel y sanguinario que el mismo Cipselo. Es preciso saber que envió Periandro un embajador a Trasíbulo con la comisión de preguntarle de qué medios se podría valer para estar más seguro en su dominio y para gobernar mejor su estado: pues bien, saca Trasíbulo al enviado de Periandro a paseo fuera de la ciudad, y éntrase con él por campo sembrado, y al tiempo que va pasando por aquellas sementeras le pregunta los motivos de su venida, y vuelve a preguntárselos una, y otra, y muchas veces. Era empero de notar que no paraba entretanto Trasíbulo de descabezar las espigas que entre las demás veía sobresalir, arrojándolas de sí luego de cortadas, durando en este desmoche hasta que dejó talada aquella mies, que era un primor de alta y bella. Después de corrido así todo aquel campo, despachó al enviado a Corinto sin darle respuesta alguna. Apenas llegó el mensajero, cuando le preguntó Periandro por la respuesta; pero él le dijo: —«¿Qué respuesta, señor? ninguna me dio Trasíbulo;» y añadió que no podía acabar de entender cómo te hubiese enviado Periandro a consultar un sujeto tan atronado y falto de seso como era Trasíbulo, hombre que sin causa se entretenía en echar a perder su hacienda; y con esto dióle cuenta al cabo de lo que vio hacer a Trasíbulo. Mas Periandro dio al instante en el blanco, y penetró toda el alma del negocio, comprendiendo muy bien que con lo hecho le prevenía Trasíbulo que se desembarazase de los ciudadanos más sobresalientes del estado; y desde aquel punto no dejó ni maldad ni tiranía que no ejecutase en ellos, o manera que a cuantos había el cruel Cipselo dejado vivos o sin expatriar, a todos los mató o los desterró Periandro, aun más, despojó en un solo día por causa de su mujer Melisa, ya difunta, a las mujeres todas de Corinto. Había hecho que unos mensajeros enviados hacia los Tesprotos, allá cerca del río Aqueronte, consultasen al oráculo nigromántico acerca de cierto depósito de un huésped. Aparecióseles la difunta Melisa; les respondió que no manifestaría, al menos claramente, el lugar de aquel depósito, que les decía únicamente que por hallarse desnuda padecía mucho frío, pues de nada lo servían los vestidos en que la enterraron, no habiendo sido abrasados, y que buena prueba de ser verdad lo que decía podía ser para Periandro haber él mismo metido el pan en un horno frío. Después que se dio razón a Periandro de dicha respuesta, de cuya verdad le pareció ser prueba convincente esta última indicación, por cuanto había conocido a Melisa después de muerta, sin más tardanza hace publicar luego un bando que todas las mujeres de Corinto concurran al Hereo o templo de Juno. Como si fueran ellas a celebrar alguna fiesta, iban allá con sus mejores adornos y vestidos, mientras que por medio de las guardias que tenía apostados en el templo iba despojándolas a todas, tanto a las amas como a las criadas, y acarreando después todas las galas a una grande hoya, las entregó a la hoguera el tirano, rogando e invocando a su Melisa, cuya fantasma, aplacada con este sacrificio, declaró el lugar del depósito a los diputados que segunda vez le envió Periandro. He aquí, oh lacedemonios, lo que es y lo que en una ciudad suele hacer la tiranía. Con toda verdad os digo que si antes quedamos los corintios confusos y admirados al saber que llevabais a ese Hipias, al oír ahora esa vuestra demanda nos hallamos aquí suspensos y atónitos. En suma, conjurándoos por los dioses de la Grecia, os pedimos y suplicamos, oh lacedemonios, que no intentéis autorizar la tiranía ni introducir el despotismo en las ciudades. Y si obstinados contra las leyes divinas y humanas porfiareis en restituir a Atenas a ese vuestro Hipias, protestando desde ahora solemnemente nosotros los de Corinto, os declaramos que no consentimos en ello.»
XCIII. Esto dijo Socicles, el diputado de los corintios, a quien Hipias el tirano, invocando a los mismos dioses griegos y poniéndoles por testigos de lo que iba a decir, le respondió, que tiempo vendría, presto y sin falta alguna, en que los mismo corintios echaran de menos y desearan en Atenas a los hijos de Pisístrato cuando les llegara y sobreviniera el plazo fatal de verse oprimidos por los atenienses libres e independientes; lo que decía Hipias aludiendo a aquellos oráculos escritos que nadie mejor que él tenía sabidos. Pero los demás diputados del Congreso, que no habían hasta allí despegado sus labios, después de oír a Socicles, que tanto había perorado a favor de la libertad común, rompiendo el silencio cada uno por su parte, votaban todos libremente a favor del corintio, y protestando altamente, pedían a los lacedemonios que nada innovasen en aquella ciudad griega. Así, pues, terminó la conferencia.
XCIV. Al irse después Hipias de Lacedemonia, aunque Amintas, rey de Macedonia, le ofrecía la ciudad de Antemunte, y los tésalos le convidaban con los Yoleos, sin querer aceptar ninguna de las dos, dio la vuelta a Sigeo. Era esta una plaza que a punta de lanza había tomado Pisístrato a los de Mitilene, en la cual una vez ganada puso por señor un hijo bastardo, habido en una mujer argiva, por nombre Egesístrato: ni éste pudo jamás, sino con las armas en la mano, gozar de la ciudad que de Pisístrato había recibido. Con motivo de Sigeo duraron largo tiempo las hostilidades entre mitileneos y atenienses: salían aquellos de la ciudad de Aquileo, y éstos de la misma Sigeo a guerrear; los mitileneos pretendían recobrar aquella tierra que reputaban ser suya; los atenienses les negaban el derecho sobre ella, dando por razón que el dominio de la región troyana no tocaba más a los eolios que a los atenienses y demás griegos que en compañía de Menelao habían salido a vengar el robo de Helena.
XCV. Entre varias cosas que acontecieron en el curso de dicha guerra, sucedió que viniendo los enemigos a las manos en una refriega en que la victoria empezaba a declararse por los atenienses, pudo escapárseles el célebre poeta Alceo, huyendo listo y veloz, pero no supo salvar sus armas, las cuales, cayendo en poder de los atenienses, fueron después suspendidas por ellos en el Ateneo (o templo de Minerva) en la misma Sigeo, caso sobre que compuso Alceo unos versos dando en ellos cuenta de su desgracia a Menalipo su camarada y los envió a Mitilene. Ajustó, por fin, estas diferencias entre los de Mitilene y los de Atenas, Periandro, el hijo de Cipselo, en cuyo arbitrio se habían comprometido las partes; y lo verificó decidiendo y ordenando que cada una se quedase en la pacífica posesión de lo que tenía, con lo que vino Sigeo a quedar por los atenienses.
XCVI. Restituido Hipias de Lacedemonia a Sigeo, no dejaba piedra por mover contra los atenienses, a quienes acriminaba maliciosamente ante Artafernes, resuelto a echar mano de cuantos medios alcanzase, a fin de lograr que Atenas, recayendo bajo su poder, entrase en el imperio de Darío. Informados entretanto los de Atenas de lo que Hipias iba tramando, procuraban desimpresionar a Artafernes por medio de unos embajadores enviados a Sardes para que no quisiera dar crédito a las calumnias y artificios de aquellos desterrados. No salieron con su intento los enviados, a quienes hizo entender Artafernes, clara y precisamente, que para la salud de su patria un solo medio les quedaba: el de recibir de nuevo a Hipias por señor. Con esta declaración, en que de ninguna manera consentían los atenienses, resolviéronse éstos a mostrarse abiertamente enemigos de los persas.
XCVII. Volviendo ya al Milesio Aristágoras, después que Cleomenes el lacedemonio le había mandado salir de Esparta, presentóse en Atenas, ciudad la más poderosa de todas, en el punto crítico en que sus ciudadanos, viéndose gravemente calumniados para con los persas, estaban resueltos a declararles la guerra. Allí, en una asamblea del pueblo, dijo en público Aristágoras lo mismo que en Esparta había dicho por lo tocante a las grandes riquezas y bienes del Asia, y también a la milicia y arte de la guerra entre los persas, tropa débil y fácil de ser vencida, no usando ni de escudo ni de lanza en el combate. Esto decía por lo concerniente a los persas; pero respecto a los griegos, añadía que siendo los Milesios colonos de Atenas, toda buena razón pedía que los atenienses, a la sazón tan poderosos, les librasen del yugo indigno de la Persia. En una palabra, tanto supo decirles Aristágoras y tanto se atrevió a prometerles, como quien se hallaba en el mayor apuro, que al cabo les hizo condescender con lo que pedía; y lo que había imaginado que más fácil le sería deslumbrar con buenas palabras a muchos juntos que a uno sólo, esto fue lo que logró allí Aristágoras, pues no habiéndole sido posible engañar al lacedemonio Cleomenes, le fue entonces muy hacedero arrastrar de una vez con su artificio a treinta mil atenienses. Ganado, pues, el pueblo de Atenas, conviene en hacer un decreto público en que ordena que vayan al socorro de los jonios 20 naves equipadas, y se declara por general de la armada a Melantie, sujeto el más cabal y de mayor reputación que en Atenas había. ¡Ominosas veinte naves, y armada fatal, que fueron el principio de la común ruina de los griegos y de los bárbaros!.
XCVIII. Aristágoras, que volvió por mar a Mileto antes que llegase la armada, tomó luego un arbitrio del cual ningún provecho habían de sacar los jonios: verdad es que ni él mismo pretendía sacarlo, sino dar únicamente que sentir al rey Darío con aquella idea. Despacha, pues, un mensajero que vaya de su parte a tratar con aquellos peones que, llevados prisioneros por Megabazo desde el río Estrimón, se hallaban colocados en cierto sitio de la Frigia, viviendo en una aldea separados de los del país. Llegado el mensajero, dijoles así: —«Aquí vengo, amigos peones, comisionado por Aristágoras, señor de Mileto, a proponeros un medio seguro y eficaz para el logro de vuestra libertad, con tal que queráis practicarlo. Al presente, cuando toda la Jonia se ha levantado contra el rey, abiértoseos ha la puerta para que salvos os volváis a vuestra patria. A vuestra cuenta correrá, pues, el viaje hasta el mar; desde las costas dejadlo todo a nuestro cuidado.» No bien los peones acabaron de oír el recado, cuando alegres como si el cielo se les abriera, cargando los más con sus hijos y mujeres, se fueron huyendo luego hacia las playas, bien que unos pocos, sobrecogidos de miedo, se quedaron en su aldea. Llegados al agua, se embarcaron para Quío, donde estaban ya seguros, cuando la caballería persa les iba siguiendo las pisadas a fin de cogerles. Viendo, pues, que no habían podido darles alcance, envíanles una orden a Quío para que vuelvan otra vez; pero los peones, no haciendo caso de los persas, fueron conducidos por los de Quío hasta Lesbos, y por los de Lesbos hasta Dorisco, desde donde, caminando por tierra, dieron la vuelta a Peonia.
XCIX. Entretanto, los atenienses llegan a Mileto con sus veinte naves, llevando en su armada cinco galeras de Eretria, las que no militaban en atención a los de Atenas, sino en gracia de los mismos Milesios, a quienes volvían entonces su vez los eretrios, pues antes habían éstos sido socorridos por los de Mileto en la guerra que tuvieron contra los ucidenses, a quienes asistían los samios contra Eretrios y Milesios. Llegados a Mileto los mencionados, y juntos asimismo los demás de la confederación jónica, emprende Aristágoras una jornada hacia Sardes, no yendo él allá en persona, sino nombrando por sus generales a otros Milesios, los cuales fueron dos, uno su mismo hermano Caropino y el otro Hermofanto, uno de los ciudadanos de Mileto.
C. Llegó a Éfeso la armada, donde dejando las naves en un lugar de aquella señoría llamado Coposo, iban desde allí los jonios subiendo tierra adentro con un ejército numeroso, al cual servían de guías los Efesios. Llevaban su camino por las orillas del río Caistro, y pasado el monte Tmolo, se dejaron caer sobre Sardes, de la cual de cuanto en ella había se apoderaron sin la menor resistencia; pero no tomaron la fortaleza, que cubría con no pequeña guarnición el mismo Artafernes.
CI. Tomada ya la ciudad, un acaso estorbó que se entregara al saqueo. Eran hechas de caña la mayor parte de las casas de Sardes, y de cañas estaban cubiertas aun las construidas de ladrillo. Quiso, pues, la fortuna que a una de ellas pegase fuego un soldado. Prendiendo luego la llama, fue corriendo el incendio de casa en casa hasta apoderarse de la ciudad entera. Ardía ya toda, cuando los Libios y cuantos persas se hallaban dentro, viéndose cerrados por todas partes con las llamas que tenían rodeados ya los extremos de la ciudad, y no dándoles el fuego lugar ni paso para salirse fuera, fuéronse retirando y recogiendo hacia la plaza y orillas del Pactolo, río que llevando en sus arenas algunos granitos de oro, y pasando por medio de la plaza, va a juntarse con el Hermo, que desagua en el mar. Sucedió, pues, que la misma necesidad forzó a lidios y persas, juntos allí cerca del Pactolo, a defenderse de los enemigos; y como viesen los jonios que algunos de aquellos les hacían ya, en efecto, resistencia, y que otros en gran número venían contra ellos, poseídos de miedo fueron retirándose en buen orden hacia el monte que llaman Tmolo, y de allí, venida ya la noche, partieron de vuelta hacia sus naves.
CII. En el incendio de Sardes quedó abrasado el templo de Cibele, diosa propia y nacional; pretexto de que se valieron los persas en lo venidero para pegar fuego a los templos de la Grecia. Los otros persas que moraban de estotra parte del Halis, al oír lo que en Sardes estaba pasando, unidos en cuerpo de ejército, acudieron al socorro de los lidios; pero no hallando ya a los jonios en aquella capital y siguiendo sus pisadas, los alcanzaron en Éfeso. Formáronse los jonios en filas y admitieron la batalla que los persas les presentaban; pero fueron de tal modo rotos y vencidos, que muchos murieron en el campo a manos del enemigo. Entre otros guerreros de nombre que allí murieron, uno fue el jefe de los Eretrios, llamado Euálcides, aquel atleta que en las justas Coronarias había ganado en premio público la corona y había por ello merecido que Simónides Ceio lo subiera a las nubes. Los otros jonios que debieron la salvación a la ligereza de sus pies, se refugiaron a varias ciudades.
CIII. Tal fue el éxito de aquel combate, después del cual los atenienses desampararon de tal manera a los jonios, que a pesar de los repetidos ruegos e instancias que les hizo después Aristágoras por medio de sus diputados, se mantuvieron siempre constantes en la resolución de negarles su asistencia. Pero los jonios, aunque se vieron destituidos del socorro de Atenas, no por eso dejaron, según a ello les obligaba el primer paso dado ya contra Darío, de prevenirse del mismo modo para la guerra comenzada. Dirígense ante todo con su armada hacia el Helesponto, y a viva fuerza logran hacerse señores de Bizancio y de las demás plazas de aquellas cercanías. Salidos del Helesponto, unieron luego a su partido y confederación una gran parte de la Caria, pues entonces lograron que se declarase por ellos la ciudad de Cauco, que no había querido antes aliarse cuando quemaron a Sardes.
CIV. Aun más, lograron que se agregasen a su parcialidad todas las ciudades de Chipre, menos la de Amatonta, las que se habían sublevado contra el medo con la siguiente ocasión: Vivía en Chipre un tal Onésilo, hijo de Quersis, nieto de Siromo, biznieto de Evelton y hermano menor de rey de los salaminios, llamado Gorgo, a quien habiendo ya tiempo antes hablado repetidas veces Onésilo, hombre inquieto, aconsejándole que se rebelase contra el persa; oyendo entonces la sublevación de los jonios, lo estaba haciendo las mayores instancias sobre lo mismo. Pero viendo Onésilo que no podía salir con sus intentos, espió el tiempo en que Gorgo había salido fuera de la ciudad y le cerró las puertas, acompañado de los de su facción. Arrojado Gorgo y excluido de su plaza, se refugia a los medos, y Onésilo, señor ya de Salamina, logra con sus diligencias que los pueblos todos de Chipre, fuera de los Amatontios, le imiten en la rebelión, y por no querer seguirle en esta los de Amatonta pone sitio a la plaza.
CV. En tanto que Onésilo apretaba el cerco, llegó al rey Darío la nueva de que Sardes, tomada por los atenienses, unidos con los jonios, había sido entregada a las llamas, siendo el autor de aquella trama y también de toda la confederación el Milesio Aristágoras. Corre la fama de que al primer aviso, no cargando Darío de manera alguna la consideración en sus jonios, de quienes seguro estaba que pagarían cara su rebeldía, la primera palabra en que prorrumpió fue preguntar quienes eran aquellos atenienses, y que oída sobre esto la respuesta, pidió al punto su arco, tomóle en sus manos, puso en el una flecha y disparándole luego hacia el cielo: «Dame, oh Júpiter, dijo al soltarle, que pueda yo vengarme de los atenienses.» Y dicho esto, dio orden a uno de sus criados que de allí en adelante, al irse a sentar a la mesa, siempre por tres veces se repitiera este aviso: Señor, acordaos de los atenienses.
CVI. Dada esta orden, llama Darío ante sí al milesio Histieo, a quien hacía tiempo que detenía en su corte, y le habla en estos términos: —«Acabo ahora de recibir la nueva, Histieo, de que aquel regente tuyo a quien confiaste el gobierno de Mileto ha maquinado grandes novedades contra mi corona. Sábete que habiendo él juntado tropas que llamó del otro continente, y persuadido a que con ellas se coligasen los jonios (a quienes doy mi real palabra de que no se alabarán de una traición que bien caro ha de costarles), han intentado arrebatarme a Sardes. ¿Qué te parece de toda esta maquinación? Dime tú: ¿cabe que esto se haya urdido sin que tú anduvieras en el asunto? Mucho sentiría hallarte después cómplice de tal atentado.» A lo que respondió Histieo: ¿Es posible, señor que eso de mí sospechéis y digáis? ¿Había yo de intentar cosa alguna que ni mucho ni poco pudiera daros que sentir? Pues eso que receláis ¿a qué fin, o con qué mira lo había yo de procurar? ¿Qué cosa me falta al presente? ¿No gozo de los mismos placeres y gozos que vos? ¿no tengo la honra de tener parte en vuestros secretos y resoluciones? Si mi regente, señor, maquina algo de lo que me decís, estad seguro que sin saberlo yo obra por sí mismo. Pero yo no puedo absolutamente persuadirme de que sea verdadera la nueva de que mi regente ni tampoco los Milesios intentasen novedad alguna. Mas si han dado en realidad ese mal paso y vos estáis del todo cerciorado de su alevosía, permitidme, señor, que os diga no haber sido acertado vuestro consejo en quererme tener lejos de aquella nación; pues, no teniéndome a su vista los jonios, quizá se habrán animado a ejecutar lo que tiempo ha deseaban; que si en la Jonia me hubiera hallado ya presente, paréceme que ninguna ciudad hubiera osado mover contra vos un dedo de la mano. Lo que al presente puede hacerse en este caso es permitirme que con toda mi diligencia me parta para Jonia, donde pueda reponer los asuntos en el mismo pie de antes y os entregue preso en vuestras manos a mi regente, si tales cosas maquinó. Aun os añado, y os lo juro, señor, por los dioses tutelares de vuestro imperio, que después de ajustadas estas turbulencias a toda vuestra satisfacción, no he de parar ni quitarme la misma túnica con que bajaré a la Jonia antes de conquistaros a Cerdeña, la mayor de las islas, haciéndola tributaria de la corona.
CVII. Era tan falsa esta arenga como el alma y fe griega de Histieo, y con todo se dejó persuadir de ella Darío, dándole licencia para partirse de la corte y ordenándole al mismo tiempo que una vez cumplido lo que acababa de ofrecerle, diese la vuelta y se le presentase de nuevo en Susa.
CVIII. Mientras que llegaba al rey aviso de lo sucedido, en Sardes y, hecho el alarde del arco, hablaba Darío con Histieo, y éste, licenciado por el rey, marchaba hacia las provincias marítimas, iba sucediendo en este intermedio lo que voy a referir. Estaba Onésilo, el de Salamina, apretando el sitio de los de Amatonta, cuando le llega el aviso de que en breve se espera en Chipre al persa Artibio, a donde venía conduciendo en sus naves una poderosa armada. Habida esta noticia, pide Onésilo a la Jonia por medio de unos diputados que vengan en su ayuda y socorro los jonios, y éstos, sin gastar mucho tiempo en resolverse, hácense a la vela con una gruesa armada. En un tiempo mismo sucedió, pues, que los jonios aportasen a Chipre, que los persas recién venidos de la Cilicia desembarcados en la isla marchasen ya por tierra la vuelta de Salamina, y que los fenicios doblasen el cabo que llaman las Llaves de Chipre.
CIX. En tal estado de cosas, convocan los señores de las ciudades de Chipre a los jefes jonios y entablan con ellos este discurso: —«Nosotros los Cipriotas, amigos jonios, dejamos a vuestro arbitrio la elección de salir al encuentro o bien a los persas o bien a los fenicios. El tiempo insta: si escogéis venir a las manos con los persas en campo de batalla, saltad luego a tierra y formar vuestras filas, que en este caso embarcándonos en vuestras naves vamos a cerrar con los fenicios. Pero si preferís combatir por mar con los fenicios, menester es poner manos a la obra. Escoged una de dos, para que así contribuyáis por vuestra parte a la libertad de Jonia y de Chipre.» —«A nosotros, replican los jonios, nos mandó venir el estado de la Jonia con orden de defender estos mares y no de acometer por tierra a las tropas persianas cediendo nuestras naves a los de Chipre. En el puesto señalado procuraremos, pues, desempeñar nuestro deber con todo el esfuerzo posible: ved vosotros de obrar en el vuestro como gente de valor, teniendo presente las indignidades que esos medos, vuestros señores, os han hecho sufrir.»
CX. Tal fue la respuesta de los jonios, después de la cual, como hubiesen llegado ya los persas al campo de Salamina, los reyes de Chipre ordenaron contra ellos su gente en esta disposición: Enfrente de los soldados del enemigo, que no eran persas de nación, ordenaron una parte de sus tropas Cipriotas;delante de los persas mismos pusieron la flor de su gente escogida entre las milicias de Salamina y de Soli: Onésilo por su voluntad escogió el puesto que correspondía al que enfrente ocupaba Artibio, general de los persas.
CXI. El caballo en que Artibio venía montado estaba enseñado a empinarse contra el enemigo armado. Advertido de esto Onésilo, habló así con un escudero cariano que tenía, hombre muy diestro en lo que mira a los encuentros de armas, y en todo lo demás muy sagaz y advertido: —«Oigo decir, amigo, que ese caballo de Artibio tiene la habilidad de alzarse sobre los pies y embestir al que delante tiene con las manos y con la boca. Piénsalo tú, y dime luego a cuál de los dos quieres que apuntemos y derribemos antes, si al caballo, o bien a su jinete Artibio. —Pronto estoy, señor, le responde el escudero, para ambas cosas; pronto para cualquiera de las dos y para todo lo que me ordenéis. Diré sin embargo lo que me parece hacer más al caso para vuestra reputación. Lo más propio y decoroso es que un rey cierre contra otro rey, y un general contra otro general, pues si en tal encuentro diereis en tierra con aquel jefe, haréis una regia hazaña, y aun cuando él, lo que no querrán los dioses, os echare al suelo, el morir en tales manos aliviaría en la mitad el peso de la desventura. A nosotros escuderos corresponde medirnos con otros escuderos. No os dé trabajo, señor, el caballo empinado con aquella habilidad, que a fe mía no vuelva jamás a empinarse.»
CXII. Dijo, y en aquel punto mismo cerraron las dos armadas por tierra y por mar. En la batalla naval vencieron los jonios a los fenicios, haciendo aquel día prodigios de valor, y los que mejor se portaron en la función fueron los samios. En la tierra, después que estuvieron ya a tiro los dos ejércitos, he aquí lo que pasó entre los dos generales: Embiste Artibio montado en su marcial caballo contra Onésilo; vele éste venir; dispara contra él, según lo prevenido por su escudero, y acierta bien el tiro; iba el vecino caballo a dar con las manos contra el adarga de Onésilo, cuando el escudero cario le da listo un golpe de hoz, y se las siega entrambas. El caballo, manco ya y encabritado, da consigo en el suelo, y con él Artibio, el general persiano.
CXIII. Encarnizadas en tanto las otras tropas, se hallaban en el calor del combate, cuando Stesenor, el tirano de Curio, entregó alevosamente a los persas una gran división del ejército, que cerca de sí tenia. Pasados al enemigo los Curianos, colonos, a lo que se dice, de los argivos, siguieron inmediatamente su mal ejemplo los carros guerreros de los salaminios, y de resultas de estas deserciones, como empezasen los persas a llevar la ventaja en el combate, el ejército de los Cipriotas volvió las espaldas al enemigo. Entre otros muchos que perecieron en la huida, quedaron rendidos en el campo dos generales, el uno Onésilo, hijo de Queris, autor que había sido de la sublevación de Chipre; el otro Aristócipro, rey de los Solios, hijo de Filócipro, de aquel célebre Filócipro a quien sobre todos los demás príncipes ensalzó en sus versos el ateniense Solón, cuando estuvo viajando en Chipre.
CXIV. Los Amatontios victoriosos, para vengarse del asedio que Onésilo les había puesto, le cortaron la cabeza, y se la llevaron, colgándola después sobre las puertas de su ciudad. Sucedió, pues, que estando allí suspensa y ya del todo hueca, entró dentro un enjambre de abejas y fabricó en ella sus panales. Vista aquella novedad, tuvieron por conveniente los Amatontios consultar al oráculo acerca de aquel raro fenómeno, y la respuesta fue que se diera sepultura a la cabeza descolgada, y se hicieran a Onésilo sacrificios anuos como a un héroe, y que con esto todo les iría mejor. Y en efecto, así lo hacían hasta mis días los de Amatonta con el héroe Onésilo.
CXV. Los marinos jonios, que gloriosamente acababan de dar en Chipre su batalla naval, viendo ya perdida la causa de Onésilo, y cercadas al mismo tiempo todas las ciudades de la isla, menos la de Salamina, que los mismos Salaminios habían restituido a Gorgo, su antiguo rey, haciéndose luego a la vela, bien informados del mal estado de Chipre, dieron la vuelta hacia Jonia. Entre todas las ciudades de la isla, fue la de Soli la que por más tiempo resistió al cerco, logrando rendirla los persas, pasados cinco meces de sitio, con las minas que alrededor de los muros abrieron.
CXVI. Los Cipriotas, en suma, sacudido el yugo de los persas por el breve espacio de un año, cayeron de nuevo bajo el mismo dominio. En cuanto a aquellos jonios que habían hecho sus correrías hasta la misma Sardes, persiguiéronles los generales persas, especialmente Daurises, casado con una hija de Darío, y en su compañía otros dos yernos del rey, Himeas y Otanes, y habiéndoles derrotado en campo de batalla, les obligaron a refugiarse a sus naves: repartidas las tropas enseguida contra las plazas del país iban tomándolas con las armas.
CXVII. Echándose, pues, Daurises hacia el Helesponto, rindió las plazas de Dardano, Abido, Pércota, Lampsaco y Peso, y la toma de ellas le salió a plaza por día. Dirigíase desde Peso hacia la ciudad de pario, cuando llegó aviso de que unidos los carios al partido jonio acababan de levantarse contra el persa, novedad que le obligó a que, dejando el Helesponto, marchase con sus tropas hacia Caria.
CXVIII. Ignoro como tuvieron los carios aviso de que contra ellos venia marchando Daurises, primero que éste llegase con su ejército. Dióles lugar esta noticia adelantada a que se juntasen en cierto sitio llamado las Columnas Blancas (Leucas Stelas), cerca del río Martias, que bajando de la región Idriada va a confundirse con el Meandro. En la junta que allí tuvieron los carios, el mejor de los varios pareceres que hubo fue, a mi entender, el que dio Pixodaro, hijo de Mausolo y natural de Cindio, quien estaba casado con una princesa hija de Sieunesis, rey de los Cilicios. Era de parecer este varón que pisando el Meandro y dejando este río a las espaldas, entrasen los carios en batalla con el persa, pues así dispuesto y viendo cerrado el paso a la fuga, la misma necesidad de no poder desamparar su puesto les haría, sin duda, mucho más valientes y animosos de lo que eran naturalmente. Pero rechazado este voto, se siguió el contrario, de que no los carios, sino los persas, tuvieran a sus espaldas el Meandro, claro está que con la mira de que los persas, si quisieran huir perdida la batalla, no pudieran volver atrás dando luego con el río.
CXIX. No tardaron en aparecer los persas, y pasando el Meandro vinieron a las manos con el enemigo cerca del río Marsias. En la batalla, si bien los carios por largo tiempo resistieron al persa haciendo los mayores esfuerzos de valor, su menor número, con todo, cedió al fin al mayor de los enemigos. Los muertos en el choque de parte de los persas fueron como 2.000 y hasta 10.000 de la de los carios. Los que de estos quedaron salvos con la fuga, se vieron en la necesidad de refugiarse a Labranda, en el templo de Júpiter el Estratio o guerrero, cerca del cual había un gran bosque de plátanos consagrado a aquella divinidad; y de paso no quiero dejar de observar que de cuantas naciones tengo noticia, la de los carios es la única que sacrifica a Júpiter bajo aquel título. Refugiados allí los carios, empiezan a deliberar de qué manera podrían quedar salvos, si acaso sería bien entregarse al persa a discreción o mejor abandonar de todo punto el Asia menor.
CXX. Estando, pues, los carios en lo mejor de su consulta, ven llegar hacia ellos a los Milesios, juntos con sus demás confederados, con el objeto de darles asistencia y socorro: y al momento, dejándose de arbitrios para salvarse, se disponen de nuevo a continuar la guerra comenzada. Así que, acometidos segunda vez por los persas, hiciéronles los carios una resistencia más viva y larga aún que la pasada, aunque habiendo al cabo sido rotos y vencidos, murieron en la acción muchos de ellos, y padecieron en ella más que nadie los auxiliares Milesios.
CXXI. Recobráronse los carios de su pérdida después de este destrozo, volviendo de nuevo a pelear. Saben que los persas se disponen a llevar las armas contra sus plazas, y les arman una emboscada en el camino que va a Pedaso. Salióles bien el artificio, porque habiendo dado de noche los persas en la celada, fueron pasados a filo de espada, y con sus tropas perecieron desgraciadamente los generales Daurises, Amorges y Sisímaces, y con ellos así mismo Mirso, hijo de Giges. El adalid y autor principal de la emboscada fue un ciudadano de Milasa, llamado Heraclides, hijo de Inabolis.
CXXII. Así murieron aquellos persas. Himeas, otro de los generales empleado en llevar las armas contra los jonios que invadieron a Sardes, se apoderó de Cio, ciudad de Misia, echándose con su gente hacia la Propóntide. Mas dueño ya de la mencionada plaza, apenas supo que Daurisis, dejando el Helesponto partía con sus tropas para Caria, condujo su gente al mismo Helesponto, donde además de todos los eolios situados en la región de la Ilíada, logró rendir a los Gergitas, que son las reliquias de los antiguos Teucros. Pero no sobrevivió Himeas a las conquistas de estas naciones, muerto de una enfermedad que en su curso lo arrebató.
CXXIII. El virrey mismo de Sardes, Artafernes, y en su compañía Otanes, que era el tercero entre los generales ocupados en hacer la guerra en la Jonia y en la Eolida comarcana con ella, tomaron dos ciudades, la de Clazomene en la Jonia, y la de Cima, plaza de los eolios.
CXXIV. Al tiempo que caían dichas ciudades en poder del enemigo, el milesio Aristágoras, que sublevando la Jonia había llevado las cosas al último punto de perturbación, mostróse hombre de corazón poco constante en as adversidades, pues al ver lo que pasaba, pareciéndole ser enteramente imposible que pudiese ser vencido el rey Darío, sólo pensó cómo podría escapando poner en salvo su persona. Llamando, pues, a consulta sus partidarios, les dice: que juzgaba por lo más acertado procurar ante todo tener prevenida y pronta una buena retirada a donde se refugiaran, si acaso la necesidad les obligase a desamparar a Mileto; que decidieran si sería mejor conducir una colonia de Milesios a Cerdeña, o bien a Mircino, plaza situada en las Edonos, que había fortificado Histieo después de recibirla de mano y gracia de Darío. Tal era la propuesta sobre que consultaba Aristágoras.
CXXV. Hallábase en la consulta el docto historiador Hecateo, hijo de Hegesandro, cuyo parecer era de no enviar la colonia a ninguna de las dos partes propuestas, sino de que Aristágoras levantase antes una fortaleza en la isla de Lero, y en caso de ser echado de Mileto, estuviese quieto entretanto en aquella guarida, desde cuya fortaleza pudiese salir después para recobrar su patria: éste fue el parecer de Hecateo.
CXXVI. Mas el partido a que más se inclinaba Aristágoras era al de llevar una colonia a Mircino. Encargando con esto el gobierno de Mileto a uno de los sujetos más acreditados de la ciudad, por nombro Pitágoras, él mismo en persona toma consigo a los ciudadanos todos que se ofrecen a seguirle, y se hace con ellos a la vela para la Tracia, donde se apoderó del país deseado. Después de esta conquista, como salido de su plaza con su gente de armas, estuviese sitiando a otra ciudad de los tracios, pereció allí Aristágoras con toda su tropa a manos de los bárbaros, por más que pretendiera salvarse por medio de una capitulación.
Libro VI. Erato
I Guerra Médica; Batalla de Maratón
I. Tal fue el fin que tuvo Aristágoras, el que había sublevado la Jonia. Durante estos sucesos había ya vuelto a Sardes, conseguida licencia de Darío, Histieo, señor de Mileto, a quien apenas acabado de llegar de Susa preguntó Artafernes, virrey de Sardes, qué le parecía aquella rebelión y cuál habría sido el motivo de ella. Fingiendo Histieo que nada sabía, y maravillándose del estado presente de las cosas, respondióle que todo le cogía de nuevo. Pero bien enterado Artafernes del principio y trama del levantamiento, y viendo la malicia y disimulo con que respondía aquel: —«Histieo, le replicó, esos zapatos que se calzó Aristágoras, se los cortó y cosió Histieo,» —aludiendo en esto y zahiriendo al primer móvil de aquella revolución.
II. Histieo, pues, no asegurándose de Artafernes como de quien estaba ya sabedor de la verdad, venida apenas la noche se fue huyendo hacia el mar y dejó burlado al rey Darío; porque bien lejos de conquistará la corona la isla de Cerdeña, la mayor de cuantas hay en el mar, según lo tenía prometido, marchó a ponerse al frente de los jonios, como generalísimo en la guerra contra el persa. Con todo, los de Quío, a donde pasó luego, teniéndole por espía doble de Darío, enviado con la oculta mira de intentar contra ellos alguna novedad, lo pusieron preso; aunque poco después, informados mejor de la verdad, y sabiendo cuán grande enemigo era del rey, le dejaron otra vez libre y suelto.
III. Reconvenido entonces Histieo por los jonios por qué con tantas veras había mandado decir a Aristágoras que se levantase contra el rey, sublevación que tanto estrago y desventura había acarreado a la Jonia, se guardó muy bien de descubrirles el motivo verdadero que en aquello había tenido, sino que con un engaño procuró alarmarles de nuevo, diciéndoles que lo habla hecho por haber sabido que el rey Darío estaba resuelto a que los fenicios pasasen a ocupar la Jonia, y los jonios fuesen trasplantados a la Fenicia, y que ésta había sido la causa de habérselo así mandado. Al rey no le había pasado tal cosa por la cabeza; más con aquel terror imaginario turbaba Histieo a la Jonia.
IV. Poco después de esto envió Histieo a Sardes un mensajero de nación atarnaita, llamado Hermipo, con cartas dirigidas a ciertos persas con quienes tenía de antemano tramada una sublevación. Hermipo, en vez de entregar las cartas a aquellos a quienes iban destinadas, se presentó en derechura a Artafernes y se las puso en las manos. Cerciorado éste de la oculta conjuración, manda a Hermipo que, tomando otra vez sus cartas, las entregue a quien van de parte de Histieo, pero que recogidas las respuestas de los persas a éste, las vuelva a poner en sus manos antes de partir con ellas. Descubierta de este modo la secreta conspiración, ajustició el virrey Artafernes a muchos persas.
V. Luego que sucedió en Sardes esta novedad, viendo Histieo desvanecidas sus esperanzas, logró de los de Quío con sus ruegos e instancias que le llevasen a Mileto. Los Milesios, que con particular gusto y satisfacción poco antes se habían visto libres de Aristágoras, estaban muy ajenos a la sazón de recibir en casa y de voluntad propia a ningún otro señor, mayormente después de haber gustado lo dulce y sabroso de la libertad. Habiendo, pues, Histieo intentado entrar de noche y a viva fuerza en Mileto, salió herido en un muslo de mano de un Milesio, sin lograr el objeto de su tentativa. Echado de su ciudad este antiguo señor, da la vuelta a Quío, de donde no pudiendo inducir a aquellos naturales a que le confiasen sus fuerzas de mar, pasó a Mitilene, y allí pudo lograr de los lesbios que le dieran su armada. Llevando, pues, estos a bordo a Histieo, fuéronse hacia Bizancio con ocho galeras bien tripuladas y armadas. Apostados con sus naves en aquel estrecho, íbanse apoderando de cuantas embarcaciones venían del Ponto, si no se declaraban de su voluntad prontas a seguir el partido de Histieo.
VI. En tanto que guiados por Histieo se ocupaban en esto los de Mitilene, hallábanse los Milesios amenazados de un poderoso ejército por mar y tierra que de día en día allí se esperaba, sabiéndose que los jefes principales de los persas, unidas ya sus tropas en un solo cuerpo, sin curarse de las demás pequeñas ciudades enemigas, se dirigían hacia Mileto. La mayor fuerza de la armada naval del persa consistía en los fenicios, con quienes concurrían armados los de Chipre, poco antes subyugados, como también los de Cilicia y los de Egipto, cuyas fuerzas de mar venían todas contra Mileto y lo restante de la Jonia.
VII. Informados los jonios de la expedición prevenida, enviaron al Panionio sus respectivos diputados para tener en él su congreso. Después de bien deliberado el asunto, acordaron allí reunidos, que no sería del caso juntar tropas de tierra para resistir al persa; que lo mejor era que defendiendo los Milesios por sí mismos aquella plaza, armasen los jonios sus escuadras todas, sin dejar una sola nave ociosa, y que así armados lo mas pronto que posible fuera se juntasen para cubrir y proteger a Mileto en la pequeña isla de Lada, que viene a estar frontera a la misma ciudad.
VIII. De resultas de dicha resolución, los jonios, a quienes se habían unido los eolios de Lesbos, se juntaron allí con sus naves bien armadas. El orden con que se formaron fue el siguiente: por la punta de Levante dejábanse ver los Milesios con 80 naves propias; seguíanles los de Priena con 12 naves, y los de Miunte con 3 solamente; a estos se hallaban contiguos con sus 17 naves los Tieos, y a estos los de Quío con 400 embarcaciones. Venían después por su orden los eritreos y los focenses, estos con solas 3 galeras, aquellos con 80; a los de Focea estaban los lesbios inmediatos con 70 naves, y los lamios con 60 cerraban la extremidad de Poniente. De suerte que la suma de naves recogidas en la armada jonia subió a 353 galeras.
IX. El número de las naves bárbaras era de 600, y luego que aparecieron en las costas de Mileto, al oír los generales persas, que tenían allí cerca reunido el ejército de tierra, el gran número de galeras en la armada jonia, se llenaron de pavor y espanto, desconfiando de poder salir victoriosos contra ellas, y sumamente temerosos de que no siendo superiores en el mar no podían llegar a rendir a Mileto, y de que no rindiendo la plaza se verían en peligro de ser por ello castigados por orden de Darío. Llevados, pues, de estos temores, determinaron juntar los señores de la Jonia que echados de sus respectivos dominios por el Milesio Aristágoras, y refugiados antes a los medos, venían entonces en la armada contra Mileto, y juntos todos los que en ella se hallaron, les hablaron así los generales persas: —«Este el tiempo, señores jonios, en que acredite cada uno de vosotros su fidelidad al soberano, y su amor a la real casa: es menester que cada cual por su parte procure apartar a sus vasallos del cuerpo y liga de los conjurados en esta guerra. Para esto debéis ante todo ganarles con buenas razones, prometiéndoles que por su rebelión no tienen que temer castigo ni disgusto alguno, y asegurándoles que ni entregaremos al ruego sus templos, ni al saco sus cosas profanas y particulares, ni los gravaremos con nuevos pechos diferentes de los que ahora tienen. Pero si viereis que no quieren separarse de los rebeldes, empeñados de todo punto en entrar a la parte en la batalla, en tal caso les amenazareis en nuestro nombre, pintándoles lo que se les espera de nuestra ira y venganza; que cogidos prisioneros de guerra, serán vendidos por esclavos que sus hijos serán hechos eunucos, sus doncellas transportadas a Bactra, y su país entregado a otros habitantes.»
X. Prevenidos por los persas los tiranos de la Jonia, luego que vino la noche envió cada uno de ellos a sus antiguos vasallos quien de su parte con el referido aviso les solicitase a separarse. Pero los jonios, a cuyos oídos llegó aquella prevención, persuadidos de que a ellos solos y no a los demás pueblos de la liga la dirigían los persas, mirando la cosa con desprecio no se movían a consentir en la traición propuesta. Esto fue lo primero que intentaron los persas llegados a Mileto.
XI. Juntos ya en Lada los jonios, empezaron desde luego sus asambleas, en las cuales uno de los muchos oradores que hablaban en público, fue el general de los focenses llamado Dionisio, que así les arengó: —«La balanza está ya al caer, jonios míos; anda en ella suspensa nuestra suerte, y de su caída dependerá el que nosotros quedemos independientes y libres, o que nos veamos tratados como esclavos, y como esclavos fugitivos. Si queréis, pues, al presente poneros en movimiento por un poco de tiempo, será necesaria de contado alguna mayor molestia, pero el fruto de vuestro breve trabajo será sin duda la victoria del enemigo, y el premio de la victoria vuestra libertad. Pero si en esta ocasión queréis economizaros demasiado, viviendo sin orden y a vuestras anchuras, en verdad os digo que no espero hallar medio alguno, ni aun alcanzo cuál pudiera darse para librarnos después de las garras del rey y de la pena debida a unos rebeldes. Esto no, amigos, nunca; creedme mejor a mí, teniendo por bien dejaros en mis manos; que yo con el favor del cielo os aseguro en tal caso una de dos, o que el enemigo no osará entrar en batalla con vosotros, o que si entra saldrá muy descalabrado y roto.
XII. Dóciles a estas razones los jonios, se pusieron a las órdenes de Dionisio, quien con la mira de ejercitará los remeros, formando la escuadra en dos alas, la sacaba de continuo en alta mar, y a fin de tener en armas a la tropa naval, hacia asimismo que arremetiesen unas galeras con otras. Lo restante del día después de dichas escaramuzas obligaba a las tropas a pasarlo a bordo, ancladas las naves, de suerte que los días enteros tenía a los jonios en continuo ejercicio y fatiga. Como por espacio de siete días hubiesen ellos hecho a las órdenes de Dionisio lo que les mandaba, viéndose ya molidos al octavo con tanto trabajo, y acosados de los rayos del sol, como gente no hecha a la fatiga, empezaron unos a otros a decirse: —«¿Qué fatalidad es esta, o qué crimen tan enorme hemos cometido para darnos a tan desastrada vida? ¿Y no somos unos insensatos que perdido el juicio nos entregamos a merced de un focense fanfarrón, que por tres naves que conduce se nos levanta con el mando, entregándonos a intolerables afanes? Visto está que no ha de dejarnos aliento, pues ya muchos de la armada han enfermado de puro cansancio, y muchos más, según toma el sesgo, vamos en breve a hacer lo mismo. Por vida de Plutón, antes que pasar por esto vale más sufrirlo todo. Menor mal será aguantar la servidumbre del persa, venga lo que viniere, que estamos aquí luchando con esta miseria y muerte cotidiana. Vaya en hora mala el focense, y ruin sea quien a ese ruin de hoy más le obedeciere.» Esto iban diciendo, y en efecto desde aquel punto ni uno solo se halló que quisiese darle oídos, sino que todos, plantadas sus tiendas en dicha isla al modo de un ejército acampado, sin querer subir a bordo ni volver al ejercicio, descansaban a la sombra.
XIII. Entretanto, los generales samios, viendo lo que los jonios hacían, se decidieron a aceptar el partido que Eaces, hijo de Silosonte, de orden de los persas les había hecho proponer, pidiéndoles por medio de un enviado que se apartasen de la alianza de los jonios. Viendo, pues, los samios el gran desorden que reinaba en la armada jonia, y pareciéndoles al mismo tiempo imposible que las armas del rey no saliesen al cabo victoriosas, por cuanto Darío, aun en caso de que su armada presente fuese derrotada, tendría en breve a punto otra cinco veces mayor, resolviéronse a admitir la mencionada propuesta. Estando en este ánimo, apenas vieron que no querían los jonios hacer su deber en aquella fatiga, cuando valiéndose de la ocasión echaron mano de aquel pretexto a fin de poder conservar, separándose de la liga, sus templos y bienes propios. Era este Eaces, cuya proposición aceptaron los de Samos, un príncipe hijo de Silosonte y nieto de Eaces, señor de Samos, que había sido privado de sus estados por manejo del Milesio Aristágoras, del mismo modo que los otros señores de la Jonia.
XIV. Cuando los fenicios presentaron la batalla, saliéronles a recibir los jonios formados en dos alas. Llegadas a tiro las armadas y empezada la acción, no puedo de fijo decir cuáles fueron los jonios que se portaron bien, y cuáles los que obraron mal en la refriega, pues los unos culpan a los otros, y todos se disculpaban a sí mismos. Es fama que entonces los samios, según con Eaces lo tenían concertado, saliéndose de la línea a velas tendidas, se fueron navegando hacia Samos, no quedando más que once naves de su escuadra. Los capitanes de estas últimas, no habiendo querido obedecer a sus generales y manteniéndose en su puesto, entraron en batalla; y el común de los samios, en atención a este hecho, les honró después haciendo que se grabasen en una columna los nombres de los mismos capitanes y los de sus padres, queriendo dar en aquel monumento un público testimonio de que fueron hombres de bien y de mucho valor. Viendo los lesbios que los que tenían inmediatos huían de la batalla, hicieron lo mismo que los samios, imitándoles la mayor parte de los jonios.
XV. Los que más padecieron de cuantos quedaron peleando fueron los de Quío, haciendo proezas de valor, sin perdonar esfuerzos contra el enemigo, ni desmayar un punto en el combate, siendo 100 sus galeras, y llevando cada una 40 ciudadanos de tropa escogida para la pelea. Bien veían que muchos de los aliados les vendían pérfidamente; pero no queriendo parecérseles en la cobardía y ruindad, por más que se viesen desamparados, con todo, con los pocos aliados que les quedaban continuaron en avanzar, embistiendo contra las naves enemigas, prendiendo muchas de ellas, pero perdiendo el mayor número de las suyas, hasta que se hicieron a la vela con las que les quedaban, huyendo hacia su patria.
XVI. Perseguidas por el enemigo algunas naves de su escuadra, que por destrozadas no se hallaban en estado de huir, tomaron la derrota hacia Micale; allí, varando en la playa y dejando en ella las galeras, salva ya la tripulación, íbase a pie por tierra firme. Caminaban los marineros de Quío por la señoría de Éfeso, y llegados ya del noche cerca de la dicha ciudad, quiso su desgracia que las mujeres del país estuviesen allí ocupadas en celebrar a Ceres legisladora un sacrificio llamado Tesmoforia. Los efesios, que nada habían oído todavía de lo sucedido a los de Quío, y que viendo aquella tropa entrada por su tierra, la tenían por una cuadrilla de salteadores que venían a robarles las mujeres, saliendo luego todos levantados en masa a socorrerlas, acabaron con los pobres marineros de Quío: ¡tanta fue su desventura!
XVII. Pero volviendo al bravo Dionisio el focense, después que vio los asuntos de los jonios de todo punto perdidos en la batalla, habiéndose en ella apoderado de tres naves enemigas, se partió de allí con ánimo de no volver a Focea, su patria, pues bien visto tenía que ella con toda la Jonia sería al cabo hecha esclava de los persas. Resolvió, pues, tomar desde allí el rumbo hacia la Fenicia, donde como se hubiese apoderado de muchas naves de carga, rico ya con tantos despojos, las echó a fondo y se hizo a la vela para Sicilia. Allí se dio a la piratería, saliendo a mentido de aquellos puertos, sin tocar empero a ningún barco griego, y apresando a todos los cartagineses y toscanos que podía coger.
XVIII. Vencedores los persas de los jonios en la batalla naval, bien presto sitiaron por mar y tierra a Mileto, plaza que al sexto año de la sublevación de Aristágoras tomaron a viva fuerza, combatiéndola con todo género de máquinas y arruinando las murallas con sus minas. Una vez rendida la ciudad, hicieron esclavos a sus vecinos, viniendo con esto a descargar sobre Mileto la calamidad que el oráculo les había pronosticado.
XIX. Es de saber que consultando en cierta ocasión los argivos en Delfos acerca de la conservación de su propia ciudad, se les había dado un oráculo, no peculiar a ellos únicamente, sino perteneciente también a los de Mileto, pues dirigido en parte a los de Argos, a lo último llevaba una adición para los Milesios. Referiré la parte del oráculo que tocaba a los argivos, cuando en su propio lugar diera razón de sus asuntos: la parte que miraba a los Milesios, que no se hallaban allí presentes, estaba concebida en estos términos: «Entonces, oh Mileto, máquina llena de maldad, serás cena y espléndida presa para no pocos, cuando tus damas laven los pies de cabelluda raza; ni faltarán otros que adornen en Dídimo mi templo.»— Todos estos males vinieron entonces, en efecto, sobre los Milesios, cuando los más de los hombres de la ciudad murieron a manos de los persas, que solían criar su pelo largo; cuando las mujeres e hijos de aquellos fueron reducidos a la condición de esclavos; cuando, finalmente, el templo de Apolo en Dídimo, de cuya riqueza llevo ya hecha mención en diferentes puntos de mi historia, fue con su capilla y con su oráculo dado al saco y a las llamas.
XX. Hechos, pues, prisioneros los Milesios, fueron desde su patria llevados a Susa. El rey Darío, sin ejecutar en ellos otro castigo diferente, los colocó cerca del mar Eritreo en Ampa, ciudad por la cual pasa el río Tigris, que desagua en el mar. Las heredades suburbanas de Mileto las tomaron para sí los persas, dando las tierras altas del país a los carios de Pedaso.
XXI. No hallaron los Milesios en su desventura recibida de manos de los persas la debida compasión y correspondencia en los Sibaritas que habitan al presente las ciudades de Leo y de Seidro, después que fueron privados de su antigua patria, la ciudad misma de Sibaris; pues habiendo sido ésta tomada por los de Crotona tiempos atrás, mostraron tanta pena los Milesios de aquella desventura, que los adultos todos se cortaron el pelo, siendo dichas ciudades las más amigas y las más unidas en buenos oficios de cuantas tenga yo noticia hasta aquí. Muy diferentemente obraron en este punto los de Atenas, quienes, además da otras muchas pruebas de dolor que les causaba la pérdida de Mileto, dieron una muy particular en la representación de un drama compuesto por Frínico, cuyo asunto y título era la toma de Mileto; pues no sólo prorrumpió en un llanto general todo el teatro. sino que el público multó al poeta en mil dracmas por haberle renovado la memoria de sus males propios, prohibiendo al mismo tiempo que nadie en adelante reprodujera semejante drama.
XXII. Así Mileto quedóse, en una palabra, sin Milesios. Por lo que mira a los samios que tenían en casa algo que perder, estuvo tan lejos de parecerles bien la resolución de sus generales a favor de los medos, que luego después del combate naval tomaron entre ellos el acuerdo de salirse de su patria para ir a fundar una nueva colonia, antes que volviera Eaces a entrar en la isla, sin duda por no verse precisados en caso de quedarse en sus casas a servirá los medos y obedecer a un tirano La ocasión era la más oportuna, pues entonces los Zancleos, pueblo de Sicilia, por medio de unos mensajeros enviados a la Jonia, instaban a los jonios a que vinieran a apoderarse de Calacta, muy deseosos de que se fundase en esta ciudad jonia. Es la que llamaban Calacta una hermosa playa poseída entonces por los Sicelios (o Sicilianos, originarios del país), la cual mira hacia Tirsenia. Mientras los Zancleos convidaban a los jonios a formar dicha colonia, los samios fueron entre éstos los únicos que, en compañía de los Milesios que habían podido escaparse de la ruina universal, partieron para Sicilia, donde su empresa tuvo el éxito siguiente.
XXIII. Quiso la suerte que al llegar los samios en su viaje a los Locros, por sobrenombre Epicefirios, se hallasen actualmente los Zancleos, conducidos por su rey llamado Escites, sitiando cierta ciudad de los Sicilianos con ánimo de apoderarse de ella a viva fuerza. Anaxilao, señor de Regio y grande enemigo de los Zancleos, informado del designio de los samios, procuró insinuarse con ellos, y supo persuadirles que a la sazón les convenía más bien olvidarse de Calactas y de las hermosas playas hacia donde llevaban el rumbo, y apoderarse en vez de ellas de la misma ciudad de Zancla, que se hallaba sin soldados que pudiesen defenderla. Caen los samios en la tentación, y hácense dueños de Zancla. Apenas los Zancleos ausentes de su patria oyeron que había sido sorprendida, cuando fueron corriendo a socorrerla, llamando al mismo tiempo en su ayuda a Hipócrates, señor de la Gela y aliado suyo. Viniendo éste para auxiliarles con su gente de armas, obró tan al contrario, que privando a Escites, monarca de los Zancleos, de su ciudad, le mandó poner preso, y en su compañía a Pitógenes su hermano, enviándolos así atados a la ciudad de Inico. Entró después a capitular con los samios de la plaza, e interpuesta la fe mutua del juramento, vendió alevosamente a los Zancleos; pues de la paga de su traición en que convino con los samios fue que de los esclavos y muebles que se hallaban dentro de la ciudad tomaría la mitad para sí, y que cargaría con cuanto mueble y esclavo se hallase en la campiña. Para más iniquidad, valiéndose de la ocasión, mandó atar la mayor parte de los Zancleos y se quedó con ellos como si fueran esclavos; y no contento con esto, entregó a los samios los 300 Zancleos principales para que les cortasen la cabeza, maldad que no quisieron ejecutar.
XXIV. Escites, el señor de los Zancleos, huido de Inico, pasó a Himera, de donde navegó al Asia y llegó a la corte de Darío, quien vino a tenerle por el griego mejor y más justificado de cuantos de la Grecia habían subido a su corte; pues habida licencia del soberano para ir a Sicilia, volvió otra vez a su presencia, y entre los persas, acabó su vida felizmente en edad muy avanzada.
XXV. De este modo los samios que se habían escapado del dominio de los medos, lograron sin ningún trabajo hacerse dueños de Zancla, una de las más bellas ciudades. Después de la batalla naval que se dio por causa da Mileto, los fenicios, por orden de los persas, restituyeron a Samos a Eaces el hijo de Silosonte, en atención a lo bien que con ellos se había portado. Los samios, en efecto, por haber retirado sus naves del combate naval de los jonios, lograron ser los únicos entre los que se habían sublevada contra Daría que librasen del incendio sus templos y ciudades. Tomada ya Mileto, nada tardaron los persas en recobrar la Caria, cuyas ciudades, parte entregadas a discreción, parte rendidas por fuerza, iban de nuevo agregando al imperio.
XXVI. Tiempo es ya de volver a Histieo, que se hallaba en las cercanías de Bizancio apresando las naves mercantiles de los jonios que procedían del Ponto, cuando le llegó la nueva de lo que acababa de suceder en Malo. Apenas la recibió, hízose a la vela con sus lesbios hacia Quío, dejando el cuidado de la piratería en el Helesponto a Bisaltes, natural de Abido e hijo de Apolofanes; y llegada ya a aquella isla, tuvo una refriega con la guarnición de un fuerte llamado Cela que no quería admitirle en aquel lugar, y mató en ella no pocos de aquellos defensores. Con esta logró hacerse dueño de una pequeña ciudad de la isla, de cuyo puerto salía con los lesbios de su comitiva y se iba apoderando de las galeras maltratadas de los de Quío, que escapadas de la batalla naval se volvían a su patria.
XXVII. A estos vecinos de la isla de Quío habían antes acontecido ya notables prodigios, según suelen los dioses por ley ordinaria dar de antemano ciertos pronósticos de las grandes desventuras que amenazan a alguna ciudad o nación. Uno había sido que de cien mancebos enviados en un coro o danza desde Quío a Delfos, sólo dos habían vuelto a la patria, habiendo perecido los otros 98 de una peste que les sobrevino: otro fue que cayéndose en Quío el techo de una casa sobre los niños de la escuela poco antes que se diese la batalla naval, de 420 que ellos eran, sólo uno se salvó. Estas fueron las señales previas que el cielo les enviaba: después vino la batalla naval que destruyó aquella república, y después de la rota fatal de las naves, el pirata Histieo con sus lesbios se dejó caer sobre los quíos destrozados, y acabó de dar en tierra con todo el poder de aquel estado.
XXVIII. Teniendo ya Histieo en su escuadra no pocos combatientes, jonios y eolios, desde Quío se fue contra Taso. Estaba ya sitiando esta plaza, cuando por el aviso que le vino de que los fenicios, dejando a Mileto, salían contra las otras ciudades de la Jonia, dióse mucha prisa en partir con toda su gente hacia Lesbos, sin llevar a cabo la expugnación de Taso. Entretanto, la falta de víveres que padecía su ejército, le obligó a pasar al continente con ánimo de segar las mieses, así del territorio Atarneo como del campo Caico que pertenece a los misios. Pero quiso entonces la fortuna que se hallase en aquellas cercanías con un numeroso ejército Hárpago, general de los persas, el cual, en una batalla que allí se dio, muerta la mayor parte de las tropas enemigas, logró apoderarse de la persona de Histieo, que fue hecho prisionero del modo siguiente:
XXIX. En Malena, lugar de la comarca Atarnea, trabóse el choque entre persas y griegos, en que por largo tiempo quedó dudosa la victoria, hasta que al fin, arremetiendo la caballería persiana, hizo suya la acción con tal viveza, que puso en fuga a los griegos. Al huir con los suyos Histieo, persuadido como estaba de que por aquella su culpa no le condenaría el rey a perder la vida, se le avivó tanto el deseo de conservarla, que alcanzado ya por un soldado persa y viendo que iba con un golpe a pasarle de parte a parte, le habló en lengua persiana y se le descubrió diciendo ser el milesio Histieo.
XXX. Si Histieo, puesto que fue cogido vivo, hubiera sido presentado asimismo a Darío, éste, a mi modo de entender, le hubiera perdonado la ofensa pasada, y aquél nada hubiera tenido que sufrir de parte del ofendido. El daño estuvo en que el virrey de Sardes Artafernes y Hárpago, el general de las tropas, a fin de impedir que perdonado Histieo volviera de nuevo a la gracia y privanza del soberano, luego que llegó a Sardes prisionero, pusieron su cuerpo en un palo y enviaron a Susa su cabeza embalsamada para que la viera Darío. Sabedor, en efecto, el monarca de aquel hecho, desaprobando la resolución, reprendió a los ministros autores de ella, porque no le habían presentado vivo el prisionero de guerra. Respecto a la cabeza de Histieo, ordenó que lavada y decorosamente amortajada se le diese honrosa sepultura, siendo de un varón singularmente benemérito, así de su real persona como del imperio de los persas. Así vino a terminar Histieo.
XXXI. La armada de los persas que había invernado en las cercanías de Mileto, saliendo al mar al año siguiente, iba de paso apoderándose de las islas adyacentes al continente del Asia Menor, a saber: la de Quío, la de Lesbos, y la de Ténedos. Para mayor desgracia, posesionados los bárbaros de alguna isla, lo primero que hacían era barrer y acabar con todos los moradores que en ella había, en la forma que sigue: iban formando un cordón de persas cogidos uno de la mano del otro, y empezando así de la playa del Norte seguían con aquella red barredera cazando los hombres por toda la isla. En el continente, asimismo fueron apoderándose de las ciudades jonias, reduciéndolas a la esclavitud, dejando solo de tender allí su red por no permitirlo la situación del país.
XXXII. Así que los generales persas no quisieron que se dijese de ellos que no cumplían las amenazas que antes habían hecho los jonios, cuando todavía estaban armados, pues como lo amenazaron, así lo iban ejecutando. Porque no bien se veían dueños de alguna de las plazas, cuando escogidos los niños más gallardos, hacían de ellos otros tantos eunucos para su servicio, entresacando del mismo modo a las doncellas mejor parecidas para enviarlas a la corte; y no contentos con esto, entregaban a las llamas todos los edificios de las ciudades, así profanos como consagrados a los dioses. Esta fue la tercera vez que los jonios se vieron hechos esclavos, pues una les subyugaron los lidios, y dos consecutivamente los persas.
XXXIII. Aquella misma armada, habiendo dejado la Jonia, fue sujetando todas las plazas que caen a la izquierda del que va navegando por el Helesponto, pues las que están a mano derecha en el continente habían ya sido rendidas por los persas. En dicha costa del Helesponto, que pertenece a la Europa, se halla el Quersoneso, en que se cuentan bastantes ciudades; se halla la ciudad de Perinto; se hallan los fuertes de la Tracia, como también las ciudades de Salibria y de Bizancio. Los Bizantinos, pues, y del mismo modo los calcedonios, situados en la ribera opuesta, dejando sus pueblos antes de que llegase la armada fenicia y retirados a lo interior del Ponto Euxino, fundaron la ciudad de Mesambria. Llegados después los fenicios, incendiadas las dos citadas plazas, se dejaron caer sobre Proconeso y Artace, y desde ellas, después que las hubieron abrasado, hiciéronse a la vela otra vez hacia el Quersoneso con ánimo de arruinar las ciudades que antes habían respetado, cuando por primera vez se echaron sobre aquella península. A Cízico no se acercaron absolutamente los fenicios, a causa de que los naturales, ya antes de su llegada, capitulando con el virrey de Dascilio, Ebares, hijo de Megabazo, se habían entregado al rey; pero en el Quersoneso rindieron las demás ciudades, excepto la de Cardia.
XXXIV. Hasta este tiempo, Milcíades, hijo de Cimón y nieto de Esteságoras, conservaba el dominio en dichas ciudades, sobre las cuales lo había adquirido antes aquel otro Milcíades que fue hijo de Cipselo, de la manera que referiré. Los dolongos, pueblos de origen tracio, eran los que antiguamente habitaban en el Quersoneso, quienes viéndose agobiados en la guerra por los apsintios, enviaron a Delfos sus reyes para que consultasen acerca de ella. Dióles por respuesta la Pitia que se llevaran a su país por fundador de una colonia al primero que salidos del templo les acogiera en su casa como huéspedes y amigos. Los dolongos, pues, tomaron su camino por la vía sacra, pasaron por la señoría de los focenses y por la de los beocios, y desde allí, sin que nadie les convidase con su casa, se entraron por la de los atenienses.
XXXV. En aquella sazón, si bien era Pisístrato quien tenía en Atenas el poder absoluto, no dejaba con todo de tener algún mando cierto señor llamado Milcíades, hijo de Cipselo, sujeto de familia principal que mantenía tiros de cuatro caballos para concurrir a los juegos olímpicos. Era éste descendiente remoto de Egina y de Eaco, y después, andando el tiempo, se hallaba naturalizado entre los atenienses, siendo de la casa de Fileo, hijo de Eante, que fue el primero de dicha familia que se inscribió por ciudadano de Atenas. Estábase, pues, Milcíades sentado a la puerta de su casa, cuando viendo pasar a los dolongos con un traje peregrino y armados con sus picas, los saludó y llamó hacia sí. Acercáronsele luego y fueron de él convidados con su casa y posada, y admitido el agasajo, danle cuenta los nuevos huéspedes del oráculo recibido, exhortándolo al mismo tiempo a que obedezca al dios Apolo. Milcíades, como quien estaba mal con el dominio de Pisístrato, ansioso de salirse de su jurisdicción, dejóse persuadir muy fácilmente, y luego envió a Delfos unos diputados encargados de consultar de su parte el oráculo sobre si haría o no lo que le pedían aquellos dolongos.
XXXVI. Con el nuevo mandato de la Pitia acabóse de resolver a la empresa Milcíades, hijo de Cipselo, sujeto ya famoso por haber llevado el primer premio en las justas de Olimpia entre los aurigas de cuatro caballos. Alistando, pues, para la nueva colonia a todos los atenienses que quisieron seguirle en su viaje, con ellos y con los dolongos se hizo a la vela y logró después apoderarse de la región que pretendía, de la cual le nombraron señor los que le habían llamado. La primera providencia que tomó Milcíades en su dominio fue la de cerrar el istmo del Quersoneso, tirando una muralla desde la ciudad de Cardia hasta la de Pactia, con cuya defensa impedía las invasiones y correrías de los Apsintios en toda la tierra. Dicho istmo tiene de mar a mar 36 estadios, y el Quersoneso, contando del istmo hacia lo interior del país, se extiende a lo largo 420 estadios.
XXXVII. Fortalecida ya la garganta del Quersoneso con aquel nuevo pertrecho que impedía la entrada y tenía lejos de él a los Apsintios, los primeros a quienes hizo la guerra Milcíades fueron los Lampsacenos, quienes en ara emboscada le hicieron prisionero. Al saber Creso el lidio aquella prisión, por la grande estima que hacía de la persona de Milcíades, intimó a los Lampsacenos por medio de un mensajero que pusiesen en libertad al prisionero, que de no hacerlo les aseguraba que los quebrantaría como quien quebranta un pino. Pónense luego los Lampsacenos a deliberar sobre el sentido de la enigmática amenaza, no alcanzando la fuerza de aquel quebrantar a manera de un pino, hasta que al cabo de un buen rato de demandas y respuestas, dio un viejo en el blanco de la amenaza diciendo ser el pino el único entre los árboles que desmochado una vez no vuelve a retoñar, sino que totalmente acaba y muere. Con el temor en que con tal amenaza entraron los de Lampsaco dieron libertad a Milcíades, debiendo éste a Creso el verse libre de sus prisiones.
XXXVIII. Restituido Milcíades a sus estados, viéndose sin hijos, hizo al morir heredero del mando y de sus bienes a su sobrino Steságoras, hijo de Cimón su hermano uterino. En el día los pueblos del Quersoneso, según suele practicarse con los fundadores de alguna ciudad, hacen sacrificios en honor de Milcíades, en cuya memoria tienen establecidos unos juegos así ecuestres como gímnicos, en los cuales no es permitida a ningún Lampsaceno la competencia. Duraba todavía la guerra con los de Lampsaco, cuando quiso la mala suerte que también Steságoras muriera sin sucesión, recibiendo un golpe de segur que descargó sobre su cabeza el mismo Pritaneo, uno que se vendía por desertor, y era realmente un enemigo enconado y furioso.
XXXIX. Los Pisistrátidas, sabida la muerte de Steságoras, enviaron al Quersoneso en una galera a Milcíades, hijo de Cimón y hermano del difunto, para que tomase el mando del estado. Mucho se habían ya esmerado antes los hijos de Pisístrato en favorecer a este Milcíades estando aún en Atenas, como si no hubieran tenido parte alguna en la muerte de Cimon su padre, la cual diré del modo que sucedió en otro lugar de mi historia. Llegado, pues, Milcíades al Quersoneso, se mantuvo algún tiempo sin salir de casa, queriendo, a lo que parecía, honrar con aquel luto y retiro la muerte de Steságoras. Corrió así la voz entre los vecinos del Quersoneso, y en fuerza de ella, juntos todos los señores principales de aquellas ciudades en diputación común, vinieron a dar el pésame a Milcíades, quien valiéndose de la ocasión los puso presos a todos y se alzó con el dominio del Quersoneso entero, manteniendo en su servicio 500 hombres de guardia y tornando después por esposa a la princesa Hegesipila, hija de Oloro, rey de los tracios.
XL. No sólo tuvo que tomar estas medidas Milcíades, hijo de Cimon, recién llegado al Quersoneso, sino que hubo de sufrir en lo sucesivo otros contratiempos mucho más crueles; porque tres años después túvose que ausentar del Quersoneso huyendo de los escitas llamados Nómadas, quienes, irritados por el rey Darío y unidos en cuerpo de ejército, avanzaron con sus correrías hasta el Quersoneso. Milcíades, no teniendo ánimos ni fuerzas para hacerles frente, huyóse por esta causa de sus dominios, donde después que los escitas se volvieron otra vez a su país, le restituyeron de nuevo los dolongos. Esta adversidad le había acontecido tres años antes que le sucediera otra desventura que a la sazón de que voy hablando la sobrevino, y fue la siguiente:
XLI. Informado Milcíades de que los fenicios se hallaban ya en Ténedos, cargando luego cinco galeras de cuantas riquezas y preciosidades tenía a mano, hízose con ellas la vela para Atenas. Salido, pues, de la ciudad de Cardia, iba navegando por el golfo Melas, costeando el Quersoneso, cuando con sus galeras se dejaron caer sobre él los fenicios. Por más caza que le daban, pudo Milcíades escaparse con cuatro de sus naves y acogerse a Imbro; pero fue apresada la quinta, en la que iba por capitán Metíoco, su hijo mayor, habido, no en la hija del rey de Tracia Oloro, sino en otra esposa. Sabedores los fenicios de que el capitán de la nave apresada era hijo de Milcíades, le presentaron al rey creídos de que iban a hacerle en ello el más grato obsequio, por cuanto Milcíades había sido el que dio a los señores de la Jonia el voto de que lo mejor era condescender con los escitas, cuando éstos los pedían que disuelto el puente de barcas diesen la vuelta a su patria. Darío, después que tuvo en su poder a Metíoco, hijo de Milcíades, presentado por los fenicios, no sólo no le trató como enemigo, sino que la colmó de tantas mercedes que le dio casa y bienes, casándolo con una señora persiana, y los hijos que en ella tuvo son reputados como persas.
XLII. Partido Milcíades de Imbro, llegó salvo hasta Atenas. Los persas no hicieron en aquel año otra hostilidad ni violencia en castigo de los jonios, antes tomaron acerca de ellos, unas providencias muy útiles y humanas, pues aquel año fue cuando Artafernes, virrey de Sardes, convocando a los diputados de las ciudades de la Jonia, les obligó a que hiciesen entre ellos sus estatutos y tratados a fin de ajustar en juicio las diferencias mutuas y no valerse en adelante del derecho de las armas unos contra otros pasándolo todo a sangre y fuego. Obligado que los hubo a convenir en estos pactos, mandó Artafernes medir sus tierras por parasangas, medida persa así llamada que contiene 30 estadios. Medido así todo el país, señaló en particular los tributos, que se han mantenido hasta mis días en aquella regulación de Artafernes, la misma casi que ya de antes estaba impuesta.
XLIII. Todo estaba, pues, en Jonia tranquilo y sosegado. Al principio de la siguiente primavera, retirados; por orden del rey los demás generales, bajó Mardonio, hacia las provincias marítimas conduciendo un gran ejército de mar y tierra. Era este joven general hijo de Gobrias, y estaba recién casado con una princesa hija da Darío, llamada Artozostra. En Cilicia, adonde había llegado al frente de su ejército, entró a bordo de una nave y navegó con toda la escuadra, señalando otros caudillos que condujesen las tropas de tierra al Helesponto. Después que costeada el Asia Menor se halló Mardonio en la Jonia, siguió en ella una conducta tal, que bien sé que, referida aquí, ha de parecer una cosa sorprendente a aquellos griegos que no quieren persuadirse que Ojanes, uno de los septenviros confederados contra el Mago, fuese de parecer que entre los persas debiese instituirse un estado republicano; porque lo que hizo allí Mardonio desde luego fue deponer a todos los señores de la Jonia y sustituir en todas las ciudades la democracia o gobierno popular. Tomadas estas providencias, se dio mucha prisa en llegar al Helesponto. Después que en él se hubo juntado una prodigiosa armada y asimismo un ejército numeroso, pasaron las tropas embarcadas al otro lado del Helesponto, y de allí continuaron marchando camino de Eretria y de Atenas.
XLIV. Era, en efecto, el pretexto de aquella expedición el hacer la guerra a las dos ciudades mencionadas; pero el intento principal no era menos que el de conquistar para la corona todas las ciudades de la Grecia que pudiesen. Desde luego con la armada sujetaron a los de Taso, los cuales ni aun osaron levantar un dedo contra los persas: con el ejército de tierra agregaron a los Macedones a los vasallos que allí cerca tenían; pues ya antes les reconocía por señores todas aquellas naciones vecinas que moran más acá de la Macedonia. Dejando vencida a Taso, iba la armada naval costeando el continente que está frontero, hasta que aportó en Acanto. Salida después de allí, y procurando vencer el cabo del monte Atos, se levantó contra las naves el viento Bóreas con tal ímpetu y vehemencia, que arrojó un gran número de ellas contra dicho promontorio, donde es fama que trescientas fueron a estrellarse, pereciendo en ellas más de veinte mil personas; pues como aquellos mares abundan de monstruos marinos, muchos de los náufragos cerca de Atos fueron de ellos arrebatados y comidos; muchos perecieron arrojados contra las peñas; algunos por no saber nadar se ahogaban, y otros morían de puro frío. Tal desventura cargó sobre aquella armada.
XLV. El ejército de tierra se hallaba a la sazón atrincherado en Macedonia, cuando los Brigos, pueblos de la Tracia, embistieron en la oscuridad de la noche contra las tropas de Mardonio, logrando matar mucho número de ellas, y aun herir al mismo general, bien que esta sorpresa nocturna no pudo librarlos del yugo y servidumbre de los persas, no habiéndose retirado Mardonio de aquellos contornos hasta tanto que hubo rendido y domado a los Brigos. Vencidos éstos, pensó luego, con todo en volver atrás con su ejército entero, obligado a ello así por la pérdida que sus tropas terrestres habían sufrido en la pasada refriega con los Brigos, como por el gran naufragio que la armada había padecido en el promontorio Atos. Malograda con esto Lía la jornada, se retiró al Asia todo el ejército con mengua y pérdida de su reputación.
XLVI. Lo primero que Darío hizo al otro año fue enviar un mensajero a Taso mandando a los naturales de la isla, quienes habían sido delatados por los pueblos vecinos de que intentaban levantarse contra los persas, que demoliesen por sí mismos sus murallas y pasasen sus naves a Abdera. Los tasios, en efecto, así por haberse visto sitiados antes por Histieo, como por hallarse con grandes entradas de dinero, procuraban aprovecharlas bien en su, defensa, parte construyendo naves largas para la guerra, parte levantando muros más fuertes para su resguardo. Percibían los tasios esos réditos públicos que decía, así del continente como también de las minas, pues las de oro que poseían en Scaptesila, lugar de tierra firme, les redituaban por lo común 80 talentos, y las de la misma isla de Taso, dado que no llegaran a rendirles tanto, les producían con todo una suma tal, que el total de las rentas públicas de los tasios percibidas, ya de tierra firme, ya de las minas, cada uno subía ordinariamente a 200 talentos, y esto sin tener ninguna contribución impuesta sobre los frutos de la tierra; y el año que los negocios les iban muy bien, llegaba la suma de sus entradas a componer 300 talentos.
XLVII. Yo mismo quise ir a ver por mis ojos dichas minas, entre las cuales las que más me sorprendieron y mayor maravilla me causaron fueron aquellas que habían sido descubiertas por los antiguos fenicios, cuando poblaron dicha isla venidos a ella en compañía del fenicio Taso, de cuyo nombre tomó el suyo la isla. Estas minas Fenicias se ven en Taso situadas entre el territorio llamado Enira y el que llaman Cenira, donde se halla un gran monte abierto, arruinado y minado con varias excavaciones que viene a corresponder enfrente de Samotracia.
XLVIII. Los tasios, pues, en fuerza de aquella real orden, demolidas sus mismas fortificaciones, pasaron todas sus naves a Abdera. Tomada dicha providencia, como Darío quisiese tomar el pulso a los griegos y ver si se hallaban en ánimo de guerrear contra él o de entregarse más bien a su dominio, despachó hacia las ciudades de Grecia sus respectivos heraldos encargados de exigirles la obediencia para el rey con pedirles la tierra y el agua. Al mismo tiempo envió orden a las ciudades marítimas de sus dominios que construyesen naves largas para la guerra, y, otras asimismo de carga para el transporte de la caballería.
XLIX. Mientras que los vasallos de la marina preparaban estas naves, muchos pueblos de la Grecia situados en el continente se mostraban prontos para dará los embajadores destinados a sus ciudades lo que se les pedía de parte de Darío; y todos los isleños donde aquellos aportaron, y con mucha particularidad los de Egina, prestaron al rey la obediencia ofreciéndole la tierra y el agua. Sabida esta entrega de los eginetas, sospechando los atenienses, que ellos se habían entregado al persa por la enemistad que les tenían y con la mira de hacerles la guerra unidos con el bárbaro, diéronse desde luego por muy resentidos o injuriados; y alegres por tener un motivo tan especioso de queja contra los mismos, pasaron a Esparta y dieron allí cuenta de aquella novedad, acusando a los eginetas de traidores y enemigos de la Grecia.
L. En efecto, de resultas de esta acusación, el rey de los espartanos Cleomenes, hijo de Anaxandrides, pasó a Egina queriendo prender a los particulares que hubiesen sido los principales promotores de la traición. Entre otros muchos eginetas que le hicieron frente al ir a ejecutar tales prisiones, el que más se señaló en la resistencia fue Crio, hijo de Policrito, diciéndole claramente que mirase bien lo que hacía, si no quería que le costase bien caro, pues bien se echaba de ver que no venía a ejecutar aquella comisión de orden del común de los espartanos, sino que obraba sobornado con las dádivas de los atenienses, pues a no ser así, hubiera venido acompañado del otro rey su colega para hacer aquella captura. Esta representación y resistencia la hacía Crio de concierto o inteligencia con Demarato. Cleomenes, pues, que se veía echar de Egina por la oposición de Crio, preguntóle cómo se llamaba: dióle Crio su nombre, y al despedirse le replicó Cleomenes: —«Ahora bien, ya puede ese Crio (o carnero) forrar bien sus astas con puntas de bronce y de acero para topetar contra un gran desastre que le va a suceder.»
LI. Por aquel mismo tiempo en Esparta armaba a Cleomenes grandes intrigas un hijo de Ariston, llamado Demarato, rey asimismo de los espartanos, pero de una familia inferior a la de Cleomenes, no en la calidad de la sangre, siendo los dos de una misma cepa, sino en el derecho de primogenitura; pues sabido es que en atención a ella se da en Esparta la preferencia a la descendencia y casa de Eurístenes.
LII. Sobre este particular es preciso decir aquí que los lacedemonios, a pesar de todos los poetas, pretenden que no fueron los hijos de Aristodemo los que le condujeron al país que al presente poseen, sino que su conductor fue el mismo Aristodemo, siendo su rey al propio tiempo. Aristodemo, hijo de Aristómaco, nieto de Cleodeo y biznieto de Hillo, tenía por mujer a una señora llamada Argia, hija, según dicen, de Autesion, nieta de Tisamenes, biznieta de Tersandro y tataranieta de Polinices; y esta mujer, no mucho después de llegados al país, parió a Aristodemo dos gemelos. Aristodemo apenas los vio nacidos cuando murió de una enfermedad. En aquella época los lacedemonios, conformándose con sus leyes o costumbres, decretaron que fuera rey el mayor de dichos gemelos; pero como les veían a entrambos tan parecidos o iguales en todo, no pudiendo por sí mismos averiguar cuál de los dos fuese el primogénito, para salir de la duda lo preguntaron entonces a la madre que los había parido, o quizá antes ya se lo habían preguntado. Ella, aunque bien lo sabía, sin embargo, con la mira de hacer que fueran reyes los dos gemelos, afirmábase en asegurarles que ni ella misma podía absolutamente decir cuál de los dos niños fuese el mayor. Los lacedemonios, metidos en aquella confusión, enviaron su consulta a Delfos para salir de duda e incertidumbre. La Pitia les dio por respuesta que a entrambos los tuvieran por reyes, dando empero la preferencia al mayor de los gemelos. Con este oráculo de la Pitia quedaron los lacedemonios tan confusos corno antes, no hallando la manera de averiguar cuál de los niños fuese el que primero había nacido. Mas un tal Panites, que este era su nombre, natural de Messena, sugirió entonces a los lacedemonios un buen medio para salir de duda, a saber: avisarles que fuesen observando cuál de los gemelos fuese siempre el primero a quien limpiara y diera la teta la madre que los había parido; y si notaban que ella constante en esto nunca variase, no les quedaba ya más que hacer ni averiguar a fin de saber lo que pretendían; pero que si la madre fuese en ello alternando, se cercioraran de que ni la misma madre que parió a los mellizos les distinguía ni acababa de conocerles, y en tal caso les sería preciso tomar otro rumbo para salir de duda. Gobernados los espartanos por el aviso del Mesenio, pusiéronse muy de propósito a observar lo que hacía la madre con los hijos de Aristodemo, y sin que ella entendiera a qué fin la iban observando, vieron cómo siempre, así en alimento como en el aseo, daba el primer lugar a uno de los niños, que era el mayor de sus hijos. Con estas luces toman los lacedemonios al gemelo a quien la madre prefería, del todo persuadidos que era el primogénito, y mandándole criar y educar por cuenta del estado, le pusieron por nombre Eurístenes, llamando Procles al otro menor. De estos dos niños cuentan que por más que fuesen gemelos, llegados a la mayor edad, nunca fueron buenos hermanos, sino émulos entre sí y contrarios sempiternos, en lo que les imitaron siempre sus descendientes.
LIII. Los que así nos cuentan esta historia son únicamente los lacedemonios entre los griegos, como antes decía; lo que voy a referir es conforme con lo que dicen los demás griegos. Hasta subir a Perseo, hijo de Dánae, está bien seguida y deslindada la ascendencia de los reyes que tuvieron los dorios, y añadiré que si no se incluye en tal genealogía al dios que fue padre de Perseo, todos aquellos ascendientes fueron griegos de nación, puesto que por tales eran ya reputados en aquella época estos progenitores. La razón de que no queriendo subir más en esta genealogía dijera que no incluía en ella al dios padre de Perseo, es porque este héroe no lleva apellido de familia tomado de un padre que fuese hombre mortal, como vemos que lo lleva Hércules tomado de Anfitrión; de suerte, que con mucha razón me detuve en Perseo sin subir más arriba. Mas si dejando los padres de Perseo quisiera uno desde Dánae, hija de Acrisio, ir contando los progenitores de aquella real familia, se verá que son oriundos de Egipto los primeros príncipes ascendientes de los reyes dorios.
LIV. Esta es su genealogía, según la deslindan los griegos; pero si queremos escuchar en este punto a los persas, Perseo, siendo asirio, fue quien pasó a ser griego, pues cierto que no habían sido griegos sus progenitores. respecto a los padres de Acrisio, que nada tienen que ver con la ascendencia de Perseo, convienen los persas en que fueron egipcios, como pretenden los griegos.
LV. Mas baste lo dicho sobre este punto, que no quiero expresar aquí cómo siendo egipcios aquellos progenitores, ni por qué medios y proezas, llegaron a ser reyes de los dorios, pues otros lo han referido primero, y yo quiero solamente decir lo que otros no dijeron.
LVI. Tienen, pues, los espartanos ciertos derechos y prerrogativas reservadas para sus reyes, corno son: dos sacerdocios principales, uno el de Júpiter lacedemonio, otro el de Júpiter Uranio, como también el arbitrio de hacer la guerra y llevar las armas al país que quisieren, con tan amplias facultades que ningún espartano, so pena de incurrir en el más horrendo anatema, se lo pueda estorbar, igualmente el ser los primeros en salir acampada y los últimos en retirarse, y, en fin, tener en la milicia cien soldados escogidos para su guardia, tomar en tiempo de sus expediciones todas las reses que para víctimas quisieren, y apropiarse las pieles y también los lomos de las víctimas ofrecidas.
LVII. Estos son sus privilegios y gajes militares: los honores que les fueron concedidos en tiempo de paz son los siguientes: Cuando alguno hace un sacrificio público se guarda para los reyes el primer asiento en la mesa y convite; las viandas no solo deben presentárseles primero, sino que de todas debe darse a cada uno de los reyes doble ración comparada con la que se da a los denlas convidados, debiendo ser ellos los que den principio a las libaciones religiosas; a ellos pertenecen también las pieles de las víctimas sacrificadas. En todas las neomenias y hebdomas de cada mes (en los días 1º y 7º) debe darse a cada uno de los reyes en el templo de Apolo una víctima mayor, un medimno de harina y un cuartillo lacedemonio de vino. En los juegos y fiestas públicas los primeros asientos están reservados a sus personas. A ellos pertenece el nombramiento de sus ciudadanos para próxenos (agentes o procuradores públicos de las ciudades); y cada uno de ellos tiene la elección de dos Pythios o consultores religiosos diputados para Delfos, personas alimentadas en público en compañía de los mismos reyes. El día que estos no asisten a la mesa y comida pública, se debe pasarles en sus casas dos chenices de harina y una cotila de vino para cada uno en particular: el día en que asisten a la mesa común, debe doblárseles toda la ración. En los convites que hacen los particulares deben los reyes ser tratados y privilegiados del mismo modo que en las comidas públicas. La custodia de los oráculos relativos al estado corre a cuenta de los reyes; bien que de ellos deben ser sabedores los Pythios o consultores sacros. El conocimiento de ciertas causas está reservado a los reyes; si bien estas son únicamente: 1º. Con quién debe casar la pupila heredera que no hubiere sido desposada con nadie por su padre: 2º. Todo lo que mira al cuidado de los caminos públicos: 3º. Toda adopción siempre que uno quiera tomar por hijo a otra persona, debe celebrarse en presencia de ellos: 4º. El poder asistir y tomar asiento entre los Gerontes o senadores reunidos de oficio, que son 28 consejeros del estado; y cuando los reyes no quieren concurrir a la junta, hacen en ella sus veces los senadores más allegados a los mismos, de suerte que añaden a su propio voto dos mas, a cuenta de los dos reyes.
LVIII. Ni son las únicas demostraciones de honor hechas en vida a los reyes, sino que en muerte hacen con ellos estás y otras los espartanos. Lo primero, unos mensajeros a caballo van dando la noticia de la muerte por toda la Laconia, y por la ciudad van unas mujeres tocando por todas las calles su atabal. Al tiempo que esto pasa, es forzoso que de cada familia dos personas libres, un hombre y una mujer, se desaliñen y descompongan en señal de luto, so graves penas si dejan de hacerlo; de suerte que la moda de este luto entre los lacedemonios en la muerte de sus reyes, es muy parecida o idéntica a la que usan los pueblos bárbaros en el Asia, donde estilan hacer otro tanto cuando mueren sus reyes. Porque cuando muere el rey de los lacedemonios, no solo los espartanos mismos, sino los naturales o vecinos de toda Lacedemonia, es necesario que concurran en cierto número al entierro. Juntos, pues, en un mismo lugar y en determinado número, ya los dichos vecinos, ya los Ilotas, ya las mismos espartanos, todos en compañía de las mujeres, se dan golpes muy de veras en la frente, moviendo un gran llanto y diciendo siempre que el rey que acaban de perder era el mejor de los reyes. Si acontece que muera el rey en alguna campaña, acostumbran formar su imagen y llevarla en un féretro ricamente aseado. Por los diez días primeros consecutivos al entierro real, como en días de luto público, se cierran los tribunales y cesan asimismo los comicios.
LIX. En otra cosa se asemejan los espartanos a los persas: en que el nuevo rey y sucesor del difunto, al tomar posesión de la corona, perdona las deudas que todo espartano tuviese con su predecesor o con el estado mismo, cosa parecida a lo que pasa entre los persas, donde el rey nuevamente subido al trono hace gracia a todos sus vasallos de los tributos ya vencidos y no pagados.
LX. En otra costumbre se parecen a los egipcios los lacedemonios, que consiste en que los pregoneros de oficio, los trompeteros y los cocineros sucedan siempre en las artes a sus padres; de suerte que allí siempre es trompetero el hijo de trompetero, cocinero el hijo de cocinero y pregonero el hijo de pregonero, reteniendo siempre la herencia de las artes paternas, sin que otra de mejor calidad les saque de su oficio. Esto es, en suma, lo que pasa en Esparta.
LXI. Hallábase, pues, en Egina Cleomenes, como antes iba diciendo, empleado en procurar el bien común de la Grecia, y Demarato en tanto le estaba malamente calumniando en Esparta, no tanto por favorecer a los eginetas, como por el odio y envidia que le tenía. Pero vuelto de Egina Cleomenes, llevado de espíritu de venganza, maquinó el medio cómo privar del reino a Demarato, contra quien intentó la acción que voy a referir. Siendo Ariston rey de Esparta y viendo que de ninguna de dos mujeres que tenía le nacían hijos, se casó con una tercera de un modo muy singular. Un gran amigo de Ariston, de quien él se servía más que de ningún otro espartano, tenía a dicha por esposa una mujer la más hermosa de cuantas en Esparta se conocían, y era lo más notable que había venido a ser la más hermosa después de haber sido la más fea del mundo, mudanza que sucedió en estos términos: viendo el ama de la niña cuán deforme era su cara, y compadecida por una parte de que siendo hija de una casa tan rica y principal fuese desgraciada, y por otra de la pena que en ello recibían sus padres, empezó a cargar mucho la consideración sobre cada cosa de las referidas, y para remediarlas tomó la resolución de ir todos los días con la niña fea al templo de Helena en Esparta, situado en un lugar que llaman Terapua, más arriba de Febeo. Lo mismo era llegar el ama con su niña, que presentarse delante de aquella estatua y suplicar a la diosa Helena que tuviese a bien librar a la pobre niña de aquella fealdad. Es fama que al volverse un día del templo se apareció al ama cierta mujer y le preguntó qué era lo que en brazos tenía; dícele el ama que tenía en ellos una niña, y la mujer le pide que se la deje ver. Resistíase el ama, dando por razón que de orden de los padres de la niña a nadie podía enseñarla; pero como la mujer porfiase siempre en verla, vencida por fin el ama de la instancia que le hacía, se la enseñó. Ve la mujer a la niña, y pasándole la mano por la cara y cabeza, iba diciendo que sería la más bella de las mujeres de Esparta. ¡Cosa extraña! Desde aquel punto fue poniéndosele otro el semblante. A esta niña, pues, cuando hubo llegado a la flor de su edad, tomóla por mujer Aleto, hijo de Alcides, aquel amigo de Ariston a quien antes aludía.
LXII. Ariston, herido fuertemente y aun vencido de la pasión por aquella mujer, maquinó el siguiente artificio y engaño para salir con su antojo. Entra en un convenio con aquel amigo cuya era la hermosa mujer, de darle una prenda, la que más le gustase de cuanto poseía; pero con pacto y condición de que el amigo por su parte prometiera darle otra del mismo modo. Ageto, que veía casado a Ariston con otra mujer, no recelando remotamente que pudiera pedirle la suya, convino en el pacto y trueque de las prendas, que ambos confirmaron con juramento. Apresuróse luego Ariston a cumplir la palabra empeñada dando la presea que escogió Ageto de entre las de su tesoro, con la mira impaciente de recibir otra tal de parte de su amigo, declarándole al punto su pretensión y queriendo quitarlo la esposa. Protestábale Ageto que a todo menos a su mujer se extendía el pacto de la promesa; pero obligado al cabo con la fe del juramento y cogido en un escrupuloso lazo permitió que Ariston se fuese con su esposa.
LXIII. De esta manera Ariston, divorciándose con su segunda esposa, se casó con esta tercera mujer, la cual dentro de breve tiempo, aun antes del décimo mes, le parió aquel Demarato de que íbamos hablando. Puntualmente se hallaba Ariston en una junta con los Éforos, cuando uno de sus criados vino a darle la nueva de que acababa de nacerle un hijo. Al oír el aviso, pónese Ariston a recordar el tiempo que había desde que estaba casado con su tercera mujer, contando los meses por los dedos; y luego: —«¡Por Júpiter! exclama, que no puede ser mío el hijo de mi mujer;» juramento de que todos los Éforos fueron testigos, si bien nada contaron con él en aquella sazón. Fue después creciendo el niño, y persuadido Ariston de que, sin falta era hijo suyo, arrepentíase mucho de que antes se le hubiera deslizado la lengua en aquel dicho precipitado. Respecto al niño, la causa de ponerle por nombre Demarato (el deseado del pueblo) había sido los votos y rogativas públicas a Dios que antes habían hecho de común acuerdo los espartanos, pidiendo que naciera un hijo a Ariston, rey el más cumplido y estimado de cuantos jamás hubiese habido en Esparta, y por esta razón se dio al recién nacido el nombre de Demarato.
LXIV. Andando el tiempo, sucedió Demarato en el reino a su difunto padre Ariston, si bien parece ser disposición de los hados que aquel dicho de Ariston, sabido de todos, hubiese al cabo de ser ocasión para que se depusiese del trono a su hijo. De esta mala estrella, según creo, provendría que Demarato se declarase tan contrario a Cleomenes, así antes cuando se retiró desde Eleusina con sus tropas, como entonces cuando Cleomenes se dirigía contra los eginetas declarados partidarios del medo.
LXV. Formado, pues, por Cleomenes el proyecto de vengarse de Demarato, lo primero que hizo para lograrlo fue concertar con Leotiquides, hijo de Menares y nieto de Agis, príncipe de la misma familia que Demarato, que en casó de ser nombrado por rey en lugar de éste, le seguiría sin falta en el viaje que meditaba contra Egina. Quiso además la suerte cabalmente, que fuese Leotiquides por un motivo particular el enemigo mayor que tenía Demarato, porque habiendo aquél contraído esponsales con una señora principal llamada Pércalo, hija de Quilón y nieta de Demarmeno, robóle Demarato maliciosamente dicha esposa, adelantándosele en contraer con ella matrimonio y continuando en tenerla por su mujer, motivo que ocasionó grande odio y enemistad entre Leotiquides y Demarato. Por manejo, pues, de Cleomenes, depone Leotiquides en juicio, con juramento, que no siendo Demarato hijo de Ariston, como no lo era en efecto, no tenía derecho legítimo para reinar en Esparta. Jurada una vez la delación, llevaba adelante la causa, reproduciendo las mismas palabras que Ariston había proferido cuando, avisado por su criado de que le había nacido un hijo, sacada allí mismo la cuenta de los meses de matrimonio, juró que tal hijo no era suyo; de cuyas palabras asiéndose Leotiquides, porfiaba en que no era Demarato hijo de Ariston, y que no siéndolo, no reinaba en Esparta legítimamente; en prueba de todo lo cual citaba por testigos a los mismos Eforos, que hallándose entonces en una junta con Ariston, de boca de éste lo habían oído.
LXVI. Divididos, pues, los ánimos y pareceres en tan grave contienda, pareció a los espartanos que se consultase sobre el punto al oráculo en Delfos si era o no Demarato hijo de Ariston. Bien informada quedó la Pitia del asunto por la maña que se dio Cleomenes en prevenirla, pues en aquella sazón supo ganarse a un cierto Cobon, hijo de Aristofanto, el sujeto que más podía en Delfos, por cuyo medio logró sobornar a la Promantida, que se llamaba Periala, para hacer decir al oráculo lo que Cleomenes quería que dijese. En una palabra: la Pitia respondió a la consulta de los diputados religiosos que Demarato no era hijo de Ariston; si bien algún tiempo después, descubierta la trama y publicada la calumnia, ausentóse Cobon de Delfos, y la Promantida Periala fue privada de su empleo.
LXVII. He aquí lo sucedido en la causa de deposición del trono contra Demarato, quien después, por motivo de una nueva afrenta que se le hizo, huyendo de Esparta se refugió a la corte de los medos, porque depuesto ya de su dignidad, fue después nombrado para un empleo, que era la presidencia de una danza de niños. Sucedió que estando Demarato viendo y presidiendo aquella función en tiempo de las Gimnopedias (juegos públicos de niños desnudos), Leotiquides, que ocupaba ya su silla de rey, hizo que un criado le preguntase de su parte, por mofa y escarnio, qué tal le parecía presidir de corifeo después de haber mandado como rey. A cuya injuriosa pregunta respondió lleno de resentimiento Demarato, que bien sabía por experiencia lo que uno y otro venía a ser, al paso que Leotiquides aun lo ignoraba; pero que entendiese bien que aquella su insolente pregunta sería para los lacedemonios origen de gran dicha o de miseria suma. Dijo, y embozado, salióse luego del teatro para su casa, y sin dilación alguna prepara un sacrificio y ofrece al dios Júpiter un buey, concluido lo cual hace llamar a su madre.
LXVIII. Apenas llega ésta, cuando toma el hijo las asaduras de la víctima, póneselas en las manos y le habla en estos términos: —«Por los dioses todos del cielo, y en especial por este nuestro Júpiter Herceo, cuyas aras toco con mis propias manos, os suplico, madre mía, y os conjuro que, confesando ingenuamente la verdad, me digáis precisamente quién fue mi padre. Sabéis como Leotiquides depuso en juicio contra mi corona que, estando vos embarazada del primer marido, vinisteis a casa de Ariston. No faltan aún otros que hacen correr otra fábula más desatinada, diciendo de vos que, solíais tratar mucho con uno da vuestros criados, y por más señas dicen que con el arriero de casa, de manera que me hacen pasar por hijo de vuestro arriero. Por Dios, señora, que me digáis ahora la verdad sin empacho ni embozo, que al cabo, si algo hubo de esto, no habéis sido la primera, ni seréis la última en ello: ejemplos y compañeras se encuentran para todo. Por fin, lo que corre en Esparta por más válido es que Ariston era de su naturaleza infecundo, pues de otro modo hubiera tenido sucesión de sus primeras mujeres.» Así se explicó el hijo con la madre; la madre le replicó así:
LXIX. «Ya que con tus palabras me obligas, hijo mío, a que te hable claro, voy a decírtelo todo sin encubrirte cosa alguna. Has de saber que la tercera noche a punto después que me llevó a su casa Ariston, acercóseme un fantasma, en figura de él mismo, durmió conmigo y púsome, después en la cabeza una guirnalda que llevaba: hecho esto, me dejó y vino luego a mi lecho Ariston. Al verme con aquella, corona, pregúntame quién me la había dado, y respondiéndole yo que él mismo, díceme que no hay tal. Yo no hacía más que jurar una y mil veces que él había sido en efecto, y que muy mal hacía en querérmelo negar, sabiendo que muy poco antes había venido, estado conmigo y puéstome aquella misma corona. Como vio Ariston cuánto me afirmaba en ello y cuán de veras se lo juraba, cayó en la cuenta y persuadióse de que sería aquella cosa misteriosa y de orden sobrenatural, a lo cual hubo dos motivos que mucho le inclinaron: uno, porque se veía haber sido tomada la corona de aquel heroo que cerca de la puerta del patio de nuestra casa está levantado en honor de Astrabaco; otro, que consultados sobre el caso los adivinos, respondieron no haber sido otro el que vino a verme que el mismo héroe Astrabaco. He aquí, hijo, cuanto deseas saber; no hay medio: o eres hijo de un héroe, y entonces tu padre es Astrabaco, o cuando no lo seas, eres hijo do Ariston, pues de uno de los dos aquella noche te concebí. Y por lo que mira a la razón con que mayor guerra te hacen tus enemigos, alegando contra tu legitimidad que el mismo Ariston al recibir el aviso de tu nacimiento dijo delante de muchos que tú no podías ser suyo por no haber pagado diez meses, entiende, hijo, que se le deslizaron, aquellos palabras por no saber lo que suele pasar en tales asuntos, pues las mujeres paren unas a los nueve, otras a los siete meses, no esperando siempre a que se cumplan los diez, y yo cabalmente parí sietemesino; de suerte que no mucho después de su dicho conoció el mismo Ariston haber sido muy simple en lo que había hablado. Créeme a mí y déjales decir esas otras necedades acerca de tu generación, pues lo que has oído es la pura verdad. Esotro de arrieros, guárdelo para sí Leotiquides y para los que hacen correr tal patraña, y quiera Dios que sus mujeres no paran sino de sus arrieros.» Hasta aquí habló la madre.
LXX. Demarato, oído lo que quería saber, preparó lo necesario para el viaje que meditaba. Esparce la voz que va a Delfos para consultar al oráculo y encaminase en derechura hacia Hélida. Los lacedemonios, recelándose de que pretendía huírseles, le siguieron los alcances; pero llegados a Hélida, hallaron que se les había adelantado hacia Zacinto. Pasan luego allá y pretenden echarse sobre Demarato, y en efecto, le quitan todos sus criados; pero como los Zacintios se opusiesen a aquella prisión no queriendo entregar al fugitivo, pasó éste al Asia y se refugió a la corte del rey Darío, quien acogiéndole con real magnificencia, le señaló estados, dándole algunas ciudades para su dominio. Tal fue el motivo y la forma de la retirada que hizo al Asia Demarato y tal la buena acogida que la suerte le procuró: varón ilustre entre los lacedemonios, así por sus muchos hechos y dichos memorables, como en especial por haber alcanzado la palma en la carrera de las carrozas de Olimpia; gloria que entre todos los reyes de Esparta él solo había logrado.
LXXI. Volviendo a Leotiquides, hijo de Menares, que ocupó el trono de que había sido depuesto Demarato, tuvo un hijo por nombre Zeuxidemos, a quien algunos espartanos suelen llamar Cinisco, el cual por haber muerto primero que su padre no llegó a reinar en Esparta, dejando al morir un hijo llamado Aquidemo. Muerto Zeuxidemo, casó Leotiquides, su padre, en segundas nupcias con Euridama, hija de Diactorides y hermana de Menio. En ella no tuvo hijo alguno varón, pero sí una hija con el nombre de Lampito, la que el mismo Leotiquides dio por esposa a su nieto Arquidemo, el hijo de Zeuxidemo.
LXXII. Leotiquides, en castigo sin duda de la injuria cometida contra Demarato, no logró la fortuna de tener en Esparto una dichosa vejez. Su desventura procedió de que, capitaneando las tropas lacedemonias contra Tesalia, aunque tuvo en su mano subyugar todo el país, se dejó corromper con una gran suma de plata. Cogido, pues, en sus mismos reales con el hurto en las manos, pues lo habían hallado sentado encima de una gran valija llena de dinero, fue por ello acusado en Esparto, y citado a comparecer allí en juicio, huyóse a Tegea, donde acabó sus días, habiendo sido arruinada su casa en Esparta por sentencia del tribunal: sucesos que, por más que los note aquí, acaecieron algún tiempo después.
LXXIII. Pasemos a Cleomenes, quien al ver que le había salido bien su intriga contra Demarato, tomando consigo a Leotiquides, su nuevo colega y partidario, encaminóse luego contra Egina, poseído del enojo y del ardiente deseo de vengar el desacato que allí se le había hecho. No osaron los de Egina, viendo venir contra ellos a los dos reyes, hacerles resistencia, con lo cual los reyes entresacaron a su salvo diez sujetos de Egina, los de mayor consideración, ya por lo rico, ya por lo noble de sus familias, e incluidos en este número Crio, el hijo de Polícrito, y Casambo, hijo de Aristócrates, los dos sujetos de mayor crédito y poder en la isla, se llevaren presos a los diez, y pasando con ellos al Ática, los confiaron en depósito y custodia a los atenienses, los mayores enemigos que tuviesen los eginetas.
LXXIV. Pero Cleomenes, después de lo que llevo referido, temiendo mucho el resentimiento de los espartanos, entre quienes se había ya divulgado la calumnia y negra trama de que se había valido para la ruina de Demarato, se retiró a Tesalia. De allí pasando a la Arcadia y sublevados los arcades por su medio e influjo, empezó a maquinar novedades contra Esparta, a la cual queriendo hacer la guerra, no sólo obligaba a jurar a los arcades que lo seguirían donde quiera que les condujese como general, sino que además tenía resuelto llevar consigo los magistrados de Arcadia a la ciudad de Eonacris, donde quería tomarles el juramento de fidelidad por la laguna Estigia, a lo cual le movería la opinión de los mismos arcades de que en dicha ciudad se halla el agua de la Estigia. Es cierto en realidad que se ve allí cómo va goteando de una peña una poca agua que de allí se encamina hacia un valle circuido con una pared seca: Nonacris, donde se encuentra esta fuente, es una de las ciudades de Arcadia vecina a Feneo.
LXXV. Informados en tanto los lacedemonios del manejo de Cleomenes y temerosos de lo que de allí podría resultarles, llamáronle a Esparta con la promesa de mantenerle en la posesión de sus antiguos derechos a la corona. Apenas volvió allá Cleomenes, cuando se apoderó de él, algo propenso de antes a la demencia, una locura declarada, pues apenas encontraba entonces con algún espartano, dábale luego en la cara con el cetro; de suerte que sus mismos parientes, viendo que se propasaba a tales extremos de locura, le ataron a un cepo. Preso allí, cuando vio que un hombre solo le estaba guardando, pidióle que le diese su sable, y si bien el guardia se lo negó al principio, oídos con todo los castigos con que le amenazaba para algún día, dióselo al cabo de puro miedo; ni es de admirar que temiera siendo uno de los Ilotas. El furioso Cleomenes, al verse con la cuchilla en la mano, empezó por sus piernas una horrorosa carnicería, haciendo desde el tobillo hasta los muslos unas largas incisiones; continuólas después del mismo modo desde los muslos hasta las ijadas y lomos, ni paró hasta acabar consigo llevando su destrozo sobre el vientre. Así murió Cleomenes con fin tan desastrado, bien fuese aquel un castigo del soborno con que cohechó a la Pitia en la causa de Demarato, como dicen muchos griegos; bien fuese en pena de haber talado el bosque sacro de las diosas, cuando acometió contra Eleusina, como aseguran solos los atenienses; bien fuese aquella la paga de la violación del templo de Argos, de donde sacó a los argivos refugiados después de la rota del ejército y los hizo pedazos, incendiando al mismo tiempo el bosque sagrado sin el menor escrúpulo ni reparo, como pretenden los mismos argivos, cuyo hecho pasó en los términos siguientes:
LXXVI. Consultando Cleomenes en cierta ocasión al oráculo en Delfos, fuele respondido que lograría rendir a Argos; condujo, pues, contra Argos a sus espartanos, y llegando al frente de ellos al río Erasino, el cual, según se dice, tiene su origen en la laguna Estinfalia, pues sumiéndose ésta en una abertura oculta y subterránea, aparece otra vez en Argos, desde donde lleva ya aquella corriente el nombre de río Erasino que le dan los argivos; llegado, repito, Cleomenes a aquel río, hízole sacrificios como para pedirle paso. En ninguna de sus víctimas se presentaba al lacedemonio algún agüero propicio en prueba de que Erasino le diera paso por su corriente. Dijo Cleomenes que le parecía muy bien que no quisiera el Erasino ser traidor a sus vecinos, pero que no por eso se felicitarían mucho por tal fidelidad los argivos. En efecto, partióse de allí con sus tropas hacia Tirea, donde, hechos al mar sus sacrificios, pasó en naves con su gente a los confines de Tirinto y de Nauplia.
LXXVII. Sabido esto por los argivos, salieron armados hacia las costas a la defensa del país, y llegados cerca de Tirinto, plantaron sus trincheras enfrente de las de los lacedemonios, en un lugar llamado Sipia, dejando un corto espacio ente los dos reales. Los argivos, muy alentados y animosos para entrar en batalla campal, sólo se recelaban de alguna sorpresa insidiosa, pues a algunas asechanzas aludía un oráculo que, contra ellos y contra los Milesios juntamente había proferido antes la Pitia en estos términos: —«Cuando la mujer victoriosa repela en Argos al hombre y lleve la gloria de valiente, hará que corran las lágrimas a muchas Argivas, hará que alguno pasada tal época diga: horrible yace la triple serpiente, domada por la lanza». Como viesen, pues, los argivos que todo lo del oráculo se les había puntualmente cumplido, les ponía esto mismo en grandes temores; así que para su mayor seguridad les pareció seguir en su campo las órdenes que diese en el de los enemigos el pregonero de éstos, y lo practicaron tan puntualmente, que lo mismo era hacer la señal el pregonero espartano, que poner por obra los argivos lo mismo que intimaba aquél a los suyos.
LXXVIII. Cuando Cleomenes estuvo ya bien seguro de que los argivos iban ejecutando lo que su pregonero indicaba a sus tropas, dio orden a los suyos de que, cuando el pregonero les toque a comer, al punto tomando las armas embistan a los argivos. Con aquella orden los lacedemonios se dejaron caer de repente sobre los argivos en el momento que estaban comiendo según la voz del pregonero enemigo, y llevaron a cabo con tal éxito su artificio, que muchos de los contrarios quedaron tendidos en el campo, y muchos más se refugiaron al bosque sagrado de Argos, donde luego se los sitió cerrándoles el paso para la salida.
LXXIX. Entonces fue cuando Cleomenes echó mano del ardid más alevoso, pues informado por ciertos fugitivos que consigo tenía del nombre de los retraídos, mandó a su pregonero que se acercase al bosque y llamase afuera por su propio nombre a algunos de los refugiados, diciendo que les daba libertad como a prisioneros cuyo rescate ya tenía, pues sabido es que entre los peloponesios el rescate está tasado y convenido en dos minas por prisionero. Llamando, pues, Cleomenos a los argivos uno a uno, había ya hecho morir a 50 de ellos, sin que los refugiados del bosque hubiesen imaginado lo que pasaba por afuera con los que salían, pues por lo espeso de la arboleda no alcanzaban a verlo los de dentro. Pero al cabo, subiendo uno de ellos encima de un árbol, observó lo que allá sucedía a los llamados, y desde entonces llamaba Cleomenes y nadie más salía.
LXXX. Visto lo cual por Cleomenes, dio orden a los Ilotas que rodeasen el bosque de fagina, unos por una parta y otros por otra, y hecho esto, le mandó dar fuego. Ardía ya todo en llamas, cuando preguntando Cleomenes a uno de los desertores de qué dios era el bosque sagrado, y oyendo responder que era del dios de Argos, con un gran gemido: —«Cruelmente, dijo, me has burlado, adivino Apolo, al decirme que rendiría a Argos; concluido está todo, a lo que veo, y cumplido tu oráculo.»
LXXXI. Desde aquel punto da licencia Cleomenes al grueso del ejército para que se vuelva a Esparta, y tomando en su compañía mil soldados de la tropa más escogida, va a sacrificar con ellos en el Hereo. Luego que el sacerdote de Juno le ve ir a sacrificar en aquella ara, se le opone, alegando no ser lícito tal sacrificio a ningún forastero; mas Cleomenes, mandando a sus Ilotas que aparten del ara y azoten al sacerdote, lleva adelante su sacrificio, el cual concluido, da la vuelta hacia Esparta.
LXXXII. Vuelto allí de su expedición, citáronle sus enemigos a comparecer delante de los Eforos, acusándole de soborno por no haber tomado la ciudad de Argos, pudiendo con toda seguridad hacerlo; a quienes respondió así Cleomenes, no sé si mintiendo o si diciendo verdad: que una vez apoderado del templo de Argos, habíale parecido quedar ya verificado el oráculo de Apolo, y que por tanto había juzgado no deber hacer la tentativa de rendir la misma ciudad de Argos, hasta que de nuevo hiciera la prueba si el dios permitiría que la tomase, o si antes bien se opondría a ello; que como a este fin sacrificase en el Hereo con agüeros propicios, vio que del pecho del ídolo de Juno salía una llama, prodigio que le hizo pensar no estaba reservada para él la toma de la plaza de Argos, porque si la llama de fuego, en vez de salir del pecho de la estatua, le hubiera salido de la cabeza, hubiera creído en tal caso poder rendir a fuerza la ciudad; pero saliendo del pecho, entendió que estaba ya hecho allí cuanto Dios quería que se hiciera. Lo cierto es que esta apología pareció a los espartanos tan justa y razonable, que en fuerza de ella la mayor parte de votos dio por absuelto a Cleomenes.
LXXXIII. Quedó Argos de resultas de aquella guerra tan huérfana de ciudadanos, que los esclavos que en ella había, apoderados del estado, se mantuvieron en los empleos públicos hasta que los hijos de los argivos allí muertos llegaron a la edad varonil, pues entonces recobraron el dominio, quitando a los esclavos el mando y echándolos de la ciudad, si bien los expulsos lograron con las armas en la mano hacerse dueños de Tirinto. Por algún tiempo quedaron así los negocios en paz y sosiego, hasta tanto que quiso la desventura que cierto adivino Cleandro, natural de Figalia, pueblo de la Arcadia, juntándose con los esclavos dominantes en Tirinto, lograse alarmarles con sus razones contra los de Argos, sus señores. Encendióse con esto una guerra entre señores y esclavos que duró bastante tiempo, y de que a duras penas salieron al cabo vencedores los argivos.
LXXXIV. En pena de tan funestas violencias, pretenden los argivos, como decía, que acabó furioso Cleomenes, cuya desastrada muerte niegan los espartanos que haya sido castigo ni venganza de ningún dios, antes aseguran que por el trato que tuvo Cleomenes con los escitas se hizo un gran bebedor, y de bebedor y borracho vino a parar en loco furioso. Cuentan que los escitas nómadas, después que Darío invadió sus tierras, concibieron un vehemente deseo de tomar venganza del persa, y con esta mira por medio de sus embajadores formaron con los espartanos una liga concertada en estos términos: que los escitas, siguiendo el río Fasis, debiesen invadir la Media, y que los espartanos, acometiendo desde Éfeso al enemigo, hubiesen de subir tierra adentro hasta juntarse con los escitas. Con esto pretenden los lacedemonios que por el sobrado trato que tuvo Cleomenes con los embajadores venidos con el fin mencionado, aprendió a darse al vino y a la bebida, de manera que de allí le nació después su furiosa manía. Añaden aún más, en prueba de lo dicho: que de esta venida de los escitas tomó principio la frase que usan los espartanos al querer beber larga y copiosamente: Vaya a la Escítica. Pero, por mas que así piensen y hablen los espartanos, creo que el fin de Cleomenes no fue sino castigo del cielo por lo que hizo contra Demarato.
LXXXV. Apenas los de Egina supieron la muerte de Cleomenes, cuando por medio de sus diputados en Esparta resolvieron afear a Leotiquides la prisión de los suyos, detenidos como rehenes en Atenas. En la primera audiencia pública que delante del tribunal se dio a los diputados, decretaron los lacedemonios ser un atentado lo que Leotiquides había ejecutado con los eginetas, condenándole a que, en recompensa del agravio padecido por los que en Atenas quedaban prisioneros, fuese llevado preso a Egina. En efecto, estaban ya los eginetas a punto de llevarse preso a Leotiquides, cuando un personaje de mucho crédito en Esparta, por nombre Teásides, hijo de Leoprepes, les reconvino con estas palabras: —«¿Qué es lo que tratáis de hacer ahora, oh eginetas? ¿Al rey mismo de los espartanos, que ellos entregan a vuestro arbitrio, pretendéis llevar prisionero? Creedme, y pensadlo bien antes; pues aunque llevados del enojo y resentimiento presente así acabáis de resolverlo, si vosotros lo ejecutáis, corre mucho peligro de que, arrepentidos los espartanos y corridos de lo hecho, maquinen después vuestra total ruina en alguna expedición.» Palabras fueron estas que, haciendo desistir a los eginetas de la prisión ya resuelta de Leotiquides, les persuadieron a la reconciliación con tal que él les acompañase a Atenas y les hiciese restituir sus rehenes.
LXXXVI. Pasando, en efecto, Leotiquides a Atenas, pedía su antiguo depósito; pero los atenienses, obstinados en no restituirlo, no hacían sino buscar excusas y pretextos, saliéndose con decir que, puesto que los dos reyes de Esparta les habían a una confiado aquellos rehenes, no les parecía justo ni conveniente restituirlos a uno de ellos y no a los dos juntos. Oídas estas razones y viendo Leotiquides que no querían volverlos, les habló de este modo: «Ahora bien, atenienses, allá os avengáis; escoged el partido que mejor os parezca: sólo os diré que en volver ese depósito haréis una obra justa y buena, y en no volverlo no haréis sino todo lo contrario. A este propósito quiero contaros lo que acerca de un depósito sucedió en Esparta. Cuéntase, pues, entre nosotros los espartanos que vivía en Lacedemonia, hará tres generaciones, un varón llamado Glauco, hijo de Epicides, el cual es fama que, a más de ser en las demás prendas el sujeto más excelente de todos, muy particularmente en punto a justicia y entereza, era reputado por el más cabal y cumplido de cuantos tenía Lacedemonia. En cierta ocasión, pues, sucedió a éste, como solemos contar los espartanos, un caso muy singular, y fue que desde Mileto vino a Esparta un forastero Jonio, sólo con ánimo de tratarle y de hacer prueba de su entereza, y llegado, le habló en esta conformidad: —«Quiero que sepas, amigo Glauco, como yo, siendo un ciudadano de Mileto, vengo muy de propósito a valerme de tu equidad y hombría de bien; porque viendo yo que en toda la Grecia y mayormente en la Jonia tenias la fama de ser un hombre justo y concienzudo, empecé a pensar y ponderar dentro de mí cuán expuestas están a perderse allá en Jonia las riquezas y cuán seguras quedan aquí en el Peloponeso, pues jamás los bienes se mantienen allá largo tiempo en las manos y poder de unos mismos dueños. Hechos, pues, tales discursos y sacadas conmigo estas cuentas, me resolví a vender la mitad de todos mis haberes y a depositar en su poder la suma que de ellos sacase, bien persuadido de que en tus manos estaría todo salvo y seguro. Allí tienes, pues, ese dinero; tómalo juntamente con el símbolo que aquí ves; guárdalo, y al que te lo pida presentándote esa contraseña; harásme el gusto de entregárselo.» Estas razones pasaron con el forastero de Mileto, y Glauco, en consecuencia, se encargó del depósito bajo la palabra de volverlo. Pasado mucho tiempo, los hijos del Milesio que había hecho el depósito, venidos a Esparta y avistados con Glauco, pedían su dinero presentándole la consabida contraseña. Sobrecogido el hombre con aquella visita, les despacha brusca y descomedidamente. —Yo, les decía, ni me acuerdo de tal cosa, ni me queda la menor idea que haga venirme ahora en conocimiento de eso que decís. Con todo, os afirmo que si al cabo hago memoria de ello, estoy aquí pronto para hacer con vosotros cuanto fuere razón. Si lo recibí, quiero volvéroslo sin defraudaros en un óbolo; pero si hallo que nunca toqué tal dinero, tened entendido que con vosotros haré lo que hubiere lugar en justicia, según las leyes de Grecia. A este fin me tomo, pues, cuatro meses de tiempo para salir de duda.» Con tal respuesta, llenos de pesadumbre los Milesios, como quienes creían no ver más su dinero, dieron la vuelta a su casa. Entretanto, nuestro Glauco para consultar el punto hace a Delfos su peregrinación, y preguntando allí al oráculo si haría bien en apropiarse la presa jurando no haber recibido tal depósito, recibió la respuesta de la Pitia en estos versos: «Glauco, hijo de Epicides, por de pronto hará tu fortuna el perjurar y robar el oro pérfidamente: júralo; un hombre de fe llega al término en su muerte. Mas al juramento queda un hijo anónimo que, sin mover pies ni manos, llega velocísimo y acaba con el nombre y con la familia toda del perjuro, al paso que mejora la prole póstuma del hombre leal.» Por más que Glauco al oír tales documentos pidiese perdón al dios de sus intenciones, oyóse con todo de boca de la Pitia que lo mismo era ante Dios tentarle para que aprobase una ruindad, que cometerla realmente. La cosa paró en que Glauco, llamados los Milesios, les restituyó su dinero. Ahora voy a deciros, atenienses, a qué fin os he contado esta historia. Sabed, pues, que en el día no queda rastro de aquel Glauco; no hay descendiente ninguno, ni casa ni hogar que se sepa ser de Glauco, tan de raíz pereció en Esparta su raza; y tanto como veis importa el dejarse de supercherías en punto a depósitos, volviéndolos fiel y puntualmente a sus dueños cuando los exijan.» Habiendo hablado así Leotiquides, como viese que no le daban oídos los atenienses, regresó de nuevo.
LXXXVII. Era mucho el encono entre los de Atenas y los eginetas, quienes antes de satisfacer a las injurias que declarados a favor de los tebanos habían hecho a los primeros, les hicieron un nuevo insulto; pues llevados de cólera y furor contra los atenienses, de quienes se daban por ofendidos, preparándose a la venganza, tomaron la siguiente resolución: Tenían los atenienses en Sunio una nave capitana de cinco remos, que era la famosa Teorida, y estando llena de los personajes principales de la ciudad, apresáronla los eginetas apostados en una celada, y tomada la nave, retuvieron en prisión a todos aquellos ilustres pasajeros. Los atenienses, recibida tan insigne injuria, pensaron que no convenía dilatar la venganza de ella, procurándola tomar por todos los medios posibles.
LXXXVIII. En aquella sazón vivía en egineta un sujeto principal, por nombre Nicodromo, hijo de Eneto, el cual resentido de sus conciudadanos por haberle antes desterrado de su patria, al ver entonces a los atenienses deseosos de venganza y prontos a invadir su país, entendióse con ellos, ajustando el día en que él acometería la empresa y ellos vendrían a su socorro. Concertadas así las cosas, apoderóse ante todo Nicodromo, según antes se convino con los atenienses, de la ciudad vieja, que así la llamaban en Egina.
LXXXIX. Quiso la desgracia que los atenienses, por no haber tenido a punto una armada que pudieran oponer a la de los eginetas, no acudieron al plazo señalado; de suerte que entretanto que negociaban con los de Corinto para que les dieran sus buques, pasada la ocasión, se malogró la empresa. En efecto, aunque los corintios, que eran a la sazón los mayores amigos de Atenas, dieron a los atenienses veinte naves que les pedían so color de vendérselas a cinco dracmas por nave, y esto por no faltar a la ley que les prohibía dárselas regaladas, los atenienses con todo, formando con estas naves cedidas y con las suyas bien armadas una escuadra de setenta naves y navegando hacia Egina, no pudieron llegar a ella sino un día después del término convenido.
XC. Cuando vio, pues, Nicodromo que al tiempo prefijado no parecían los atenienses, tomó entonces un barco y escapóse de Egina en compañía de los paisanos que seguirle quisieron. A todos estos desertores dieron los atenienses casa y acogida en Sunio, lugar de donde solían ellos salir a talar y saquear la isla de Egina; bien que esto sucedió algún tiempo después.
XCI. Los aristócratas do Egina, vencido en ella el vulgo que en compañía de Nicodromo se les había levantado, tomaron la resolución de hacer morir a todos aquellos de quienes acababan de apoderarse, y entonces puntualmente fue cuando cometieron aquella acción tan impía y sacrílega, que jamás pudieron expiar por más recursos y medios que a este fin practicaron, en tanto grado, que antes se vieron arrojados de su isla, que no aplacado y propicio el numen de Céres profanado. He aquí el caso: llevaban de una vez al suplicio a 700 de sus paisanos cogidos prisioneros de guerra, cuando uno de ellos, rompiendo sus prisiones y refugiándose al atrio de Céres la Legisladora, asió con las dos manos las aldabas de la puerta. Procuran a viva fuerza arrancarle de las aldabas, y no pudiendo conseguirlo, cortan al infeliz los Puños, y quedando las dos manos asidas de la puerta de Céres, llévanle así arrastrando al matadero. Tan inhumana fue la impiedad que por su daño cometieron los eginetas.
XCII. Entran después en un combate naval con los atenienses, los cuales con 70 naves se habían acercado a la isla. Vencidos los de Egina, por más que llamaron después en su socorro a los argivos, antes sus aliados, nunca quisieron éstos venir en su ayuda; y el motivo de queja de su parte era porque la tripulación de las naves eginetas, a las que Cleomenes obligó a seguirle al ir a acometer las costas de Argólida, había allí desembarcado en compañía de los lacedemonios, ocasión en que asimismo saltó a tierra la gente que venía en las naves sicionias; y de aquí resultó después que los argivos impusieron a las dos naciones 1.000 talentos de multa, 500 a cada una. Los Sibilinos, confesando su culpa en el desembarco, ajustaron la enmienda en 100 talentos, pago con que redimieron la multa por su parte. Los eginetas, al contrario, altivos y presumidos, ni reconocieron la injuria, ni excusaron la culpa; motivo por el cual, cuando pedían ser socorridos, ninguno de orden del común de los argivos les dio asistencia ni favor; bien es verdad que mil sujetos particulares de su propia voluntad les socorrieron. Un luchador famoso en el pentatlo, por nombre Euribates, condujo a Egina estos aventureros en calidad de general; pero los más de ellos, muertos a manos de los atenienses, no vieron más a Argos, y aun el valiente Euribates, por más que en tres duelos mató a tres competidores, en el cuarto quedó vencido y muerto por Sófanes, hijo de Deceles.
XCIII. Durante la guerra, como lograsen los eginetas en un lance hallar la armada de Atenas desordenada, cogiendo cuatro naves con toda la tripulación, alcanzaron una victoria naval. De este modo los atenienses continuaban la guerra con los de Egina.
XCIV. Entre tanto el persa Darío, ya porque su criado le estuviese inculcando cada día que se acordase de los atenienses, ya porque los Pisistrátidas que tenía cerca de su persona nunca paraban de enconarle más y más contra Atenas, ya porque él mismo, echando mano de aquel pretexto ambiciosamente, aspirase de suyo a rendir con la fuerza a cuanto griego no se le sujetase de grado, entregándole al modo persiano la tierra y el agua; por todos estos motivos, repito, llevaba adelante sus designios primeros. Viendo, pues, cuán poco adelantaba Mardonio al frente de su armada, quitóle el cargo de general y nombró de nuevo dos jefes para ella, el uno Datis, de nación medo, el otro Artafernes, su sobrino, hijo del virrey Artafernes. Destinándolos contra Eretria y contra Atenas, dióles orden al partir de su presencia de que, arruinadas entrambas ciudades, le presentasen a su vista esclavos y presos a los ciudadanos de ellas.
XCV. Partidos los dos generales de la presencia del rey y llegados al campo Alcio en Cilicia, conduciendo un grueso ejército bien apercibido y abastecido de todo, asentaron allí sus reales en tanto que acababa de juntarse toda la armada naval, cuyo contingente se habla antes distribuido y exigido a cada ciudad marítima, como también el convoy de las naves destinadas al transporte de la caballería, las que un año antes había mandado Darío que lo tuviesen a punto sus vasallos tributarios. Luego que en las costas estuvieron aprontadas las naves, embarcando la caballería y tomando la infantería a bordo del convoy, hiciéronse a la vela navegando con seiscientas galeras hacia la Jonia. Desde allí no siguieron su rumbo costeando la tierra firme y tirando en derechura hacia el Helesponto y la Tracia, sino que salidos de Samos, tomaron la derrota por cerca del Icario, pasando entre aquellas islas circunvecinas. El miedo que les causaba el promontorio Atos, difícil de doblar, hizo, según creo, que siguieran aquel nuevo curso, por cuanto el año anterior, siguiendo por él su rumbo, habían allí experimentado un gran infortunio y naufragio; a lo cual les precisaba además la isla de Naxos, no domada todavía por los persas.
XCVI. Desde las aguas del mar Icario, intentando los persas en su expedición dar el primer golpe contra la citada Naxos, dejáronse caer sobre ella; pero los naxios, que bien presentes tenían las muchas hostilidades cometidas antes contra los persas, huyendo hacia los montes, ni aun quisieron esperar la primera descarga del enemigo: así que los persas, incendiados los templos con la ciudad toda de Naxos, se hicieron a la vela contra las demás islas, llevándose a cuantos prisioneros pudieron haber a las manos.
XCVII. Los Delios, en tanto que los persas se ocupaban en dichas hostilidades, desamparando por su parte a Delos, iban huyendo hacia Teno. Llevaban la proa de las naves con dirección a Delos, cuando el general Datis, adelantándose en su capitana a todas ellas, no les permitió echar ancla cerca de aquella isla, sino más allá, en Renea; aun hizo más, pues informado del lugar adonde los Delios se habían refugiado, quiso que de su parte les hablara, así un heraldo a quien hizo pasar allá: —«¿Por qué, oh Delios, siendo personas sagradas, movidos de una sospecha, para mi indecorosa, vais huyendo de Delos? Quiero que sepáis que así por mi modo mismo de pensar, como por las órdenes que tengo del rey, estoy totalmente convencido de que no debe ejecutarse la más mínima hostilidad ni contra el suelo en que nacieron los dos dioses vuestros, ni menos contra vosotros, vecinos de ese país. Abora, pues, volveos a vuestras casas y vivid quietos en vuestra isla.» Y no contento Datis con la embajada que por su heraldo envió a los Delios, mandando él mismo acumular sobre al ara de Delos hasta 300 talentos de incienso, los quemó en honor de los dioses.
XCVIII. Dadas estas pruebas de su religión, Eretria fue la primera ciudad contra quien partió Datis con toda la armada, en la que llevaba a los jonios y a los eolios. Apenas había levantado ancla, cuando en Delos se sintió un terremoto, el primero que se hubiera allí sentido, según dicen los Delios, y el último hasta mis días: singular prodigio con que significaba Dios a los mortales el trastorno y calamidades que iban a oprimirles. Así fue en realidad que bajo los reinados de Darío, hijo de Histaspes, de Jerjes, hijo de Darío, y de Artajerjes, hijo de Jerjes, tuvo la Grecia más daños que sufrir por el espacio de tres generaciones que no había sufrido antes en las veinte edades continuas que habían precedido a Darío; daños ya causados en ella por las armas de los persas, ya también sucedidos por la ambición de los jefes de partido y corifeos de la nación, que con las armas se disputaban entre sí el imperio de la patria común. Por donde no podrá parecer inverosímil que entonces Delos, no sujeta antes al terremoto, se pusiera por primera vez a temblar, mayormente estando ya escrito de ella en un oráculo: «A Delos la innoble a último la moveré.» Los nombres mismos de los dichos reyes parecían ominosos para los griegos, en cuyo idioma Darío equivale al que llamamos refrenador; Jerjes, el guerrero, y Artajerjes, el gran guerrero; de suerte que razón tendrían los griegos para llamar así en su lengua a aquellos tres reyes el Refrenador, el Guerrero y el Gran Guerrero.
XCIX. Los bárbaros partidos de Delos iban acometiendo las islas circunvecinas, a cuya gente de guerra obligaban a seguir su armada, tomando al mismo tiempo en rehenes a los hijos de aquellos isleños. Continuando su curso, aportaron los persas a la ciudad de Caristo, donde viendo que los caristios no querían dar rehenes y que se resistían a tomar las armas contra las ciudades sus vecinas, designando con este nombre a la de Eretria y la de Atenas, puesto sitio a la plaza y talando al mismo tiempo la campiña, obligáronles por fin a declararse por su partido.
C. Informados los moradores de Eretria de que venía contra ellos la armada de los persas, pidieron a los de Atenas les enviasen tropas auxiliares. No se resistieron los atenienses a enviarles socorro, antes bien les destinaron 4.000 colonos suyos que habían sorteado entre sí el país que antes había sido de los caballeros Calcidenses. Pero los de Eretria, aunque llamasen en su ayuda a los atenienses, no procedían con todo de muy buena fe en su resolución, vacilantes entre dos partidos y aun encontrados en sus pareceres, queriendo unos desamparar la ciudad y retirarse a los riscos y escollos de Eubea, y maquinando otros vender su patria con la mira de sacar del persa ventajas particulares. Viendo Esquines, hijo de Noton, uno de los principales de la ciudad, aquella disposición de ánimo en los de entrambos partidos, dio cuenta de lo que pasaba a los atenienses que ya se les habían juntado, pidiéndoles que tomasen la vuelta de sus casas si no querían acompañarles en la ruina. Por este medio lograron salvarse los atenienses, siguiendo el aviso y pasando de allí a Oropo.
CI. Llegando los persas con su armada, abordaron en las playas de Eretria contra su bosque sagrado, contra Quereas y contra Egilia. Aportados a estos lugares, desembarcaron desde luego sus caballos, formándose ellos mismos en escuadrones como dispuestos a entrar en acción con los enemigos. Habían resuelto los Eretrios no salirles al encuentro ni cerrar con el enemigo, antes ponían todo su cuidado en fortificar y guardar sus muros, pues había prevalecido el parecer de los que no querían desamparar la plaza. Hacíase con la mayor actividad el ataque de los persas y la defensa de los sitiados; de suerte que durante seis días cayeron muchos de una y otra parte. Pero llegado el séptimo, dos sujetos principales, Euforbo, hijo de Alcímaco, y Filargo, hijo de Cineas, entregaron alevosamente la ciudad a los persas, quienes, entrando en ella, primeramente pegaron fuego a los templos, vengando las llamas con que habían ardido los de Sardes, y después, conforme las órdenes de Darío, redujeron al estado de cautivos a sus moradores.
CII. Rendida ya Eretria, interpuestas unos pocos días de descanso, navegaron hacia el Ática, donde, talando toda la campiña, pensaban que los atenienses harían lo mismo que habían hecho los de Eretria; y habiendo en el Ática un campo muy a propósito para que en él obrase la caballería, al cual llamaban Maratón, lugar el más vecino a Eretria, allí los condujo Hipias, hijo de Pisístrato.
CIII. Sabido el desembarco por los atenienses, movieron las armas para o ponerse al persa, conducidos por diez generales. Tenía entro éstos el décimo lugar Milcíades, cuyo padre Cimon, hijo de Esteságoras, se había visto precisado a huir de Atenas en el gobierno de Pisístrato, hijo de Hipócrates. En el tiempo que Cimon se hallaba desterrado de Atenas tuvo la dicha de alcanzar la palma en Olimpia con su carroza, y quiso ceder la gloria de aquel primer premio a Milcíades, su hermano uterino; y habiendo salido él mismo vencedor con las mismas yeguas en los juegos olímpicos inmediatos, concedió a Pisístrato que fuese aclamado por vencedor a voz pública de pregonero, cuya victoria le reconcilió con él e hizo restituirlo a su patria. Pero habiendo tercera vez logrado el premio en Olimpia con el mismo tiro de yeguas, tuvo la desgracia de que los hijos de Pisístrato, que ya no vivía por entonces, le maquinasen la ruina; y en efecto, acabaron con él haciendo que de noche le acometiesen unos asesinos en el Pritaneo. Cimon fue sepultado en los arrabales de la ciudad, más allá del camino que llaman de Cela, y enfrente de su sepulcro fueron enterradas sus yeguas, tres veces vencedoras en los juegos olímpicos; proeza que si bien habían hecho ya las yeguas de Exágoras el Lacon, ningunas otras hallaron que en ello les igualasen. Siendo Esteságoras, de quien hablé, el hijo primogénito de CImon, a la sazón se hallaba en casa de su tío Milcíades, que le tenía consigo en el Quersoneso; el menor estaba en Atenas en casa de Cimon, y en atención a Milcíades el poblador de Quersoneso, se llamaba con el mismo nombre.
CIV. Era entonces general de los atenienses este mismo Milcíades llegado del Quersoneso y dos veces librado de la muerte; pues una vez los fenicios le dieron caza hasta Imbro, muy deseosos de haberle a las manos y poderle llevar prisionero a la corte del rey; y otra vez, escapado de ellas y llegado ya a su casa, cuando se tenía por salvo y seguro, tomándole sus émulos por su cuenta, le llamaron a juicio acusándole de haberse alzado con la tiranía o dominio del Quersoneso. Pero habiendo sido absuelto, fue nombrado entonces por elección del pueblo general de los atenienses.
CV. Lo primero que hicieron dichos generales, aun antes de salir de la ciudad, fue despachar a Esparta por heraldo a Fidípides, natural de Atenas, hemorodromo (o correo de profesión). Hallándose este, según el mismo decía y lo refirió a los atenienses cerca del monte Partenio, que cae cerca de Tegea, apareciósele el dios Pan, el cual habiéndole llamado con su propio nombre de Fidípides, le mandó dar quejas a los atenienses, pues en nada contaban con él, siéndoles al presente propicio, habiéndoles sido antes muchas veces favorable y estando en ánimo de serles amigo en el porvenir. Tuvieron los de Atenas por tan verdadero este aviso, que estando ya sus cosas en buen estado, levantaron en honor de Pan un templo debajo de la fortaleza, y continuaron todos los años en hacerle sacrificios desde que les envió aquella embajada, honrándole con lámparas y luminarias.
CVI. Despachado, pues, Fidípides por los generales, y haciendo el viaje en que dijo habérsele aparecido el dios Pan, llegó a Esparta el segundo día de su partida, y presentándose luego a los magistrados, hablóles de esta suerte: —«Sabed, lacedemonios, que los atenienses os piden que los socorráis, no permitiendo que su ciudad, la más antigua entre las griegas, sea por unos hombres bárbaros reducida a la esclavitud; tanto más, cuando Eretria ha sido tomada al presente y la Grecia cuenta ya de menos una de sus primeras ciudades.» Así dio Fidípides el recado que traía: los lacedemonios querían de veras enviar socorro a los de Atenas, pero les era por de pronto imposible si querían faltar a sus leyes; pues siendo aquel el día nono del mes, dijeron no poder salir de la empresa, por no estar todavía en el plenilunio, y con esto dilataron hasta él la salida.
CVII. El que conducía a los bárbaros a Maratón era aquel Hipias, hijo de Pisístrato, que la noche antes tuvo entre sueños una visión en que le parecía dormir con su misma madre, de cuyo sueño sacaba por conjetura, que vuelto a Atenas y recobrado el mando de ella, moriría después allí en edad avanzada: tal era la interpretación que daba al sueño. Este, pues, sirviendo de guía a los persas, hizo primeramente pasar luego los esclavos de Eretria a la isla de los Stirios, llamada Egilia; lo segundo señalar a las naves aportadas a Maratón el lugar donde anclasen; lo tercero colocar en tierra a los bárbaros salidos de sus naves. Al tiempo, pues, que andaba en estas providencias, vínole la gana de estornudar y toser con más fuerza de lo que tosía el anciano; y fue tal la tos, que los más de los dientes mal acondicionados se le movieron, y aun hubo uno que le saltó de la boca. Todo fue luego buscar el diente que le había caído en la arena, y como este no pareciese, dio un gran suspiro, diciendo a los que cerca de sí tenía: —«Adiós, amigos; ya rehusa ser nuestra esta tierra; no podremos, no, otra vez poseerla; lo poco que de ella para mí quedaba, de eso mi diente tomó ya posesión.»
CVIII. En esto, como Hipias infería, había venido a parar todo su sueño. Estaban los atenienses formados en escuadrones en el templo de Hércules, cuando vinieron a juntarse en su socorro todos los de Platea que podían tomar las armas, como hombres que se habían entregado los atenienses, y por quienes los atenienses, puestos a peligro repetidas veces, mucho habían sufrido. La ocasión de entregarse a Atenas fue la siguiente: hallábanse los plateenses acosados por los tebanos, y desde luego quisieron ponerse bajo el imperio de Cleomenes, hijo de Anaxandrides, dándose a los lacedemonios que casualmente se les habían presentado, pero no queriendo éstos admitirles, les dijeron: —«Nosotros vivimos muy lejos; sería nuestro socorro un triste consuelo para vosotros: muchas veces os veríais presos antes que nosotros pudiéramos saber lo que pasase. El consejo que os damos es que os entreguéis a los atenienses; son vuestros vecinos, y no desaventajados para protectores.» Este consejo de los lacedemonios no tanto nacía de afecto que tuviesen a los de Platea, cuanto del deseo de inquietar a los atenienses, enemistándoles con los beocios. No fue vano el aviso de los lacedemonios, porque gobernados por él los de Platea, esperando el día en que los atenienses sacrificaban a los doce dioses, presentáronseles en traje de suplicantes a las mismas aras, e hiciéronles donación de sus haciendas y personas. Habida esta noticia, movieron los tebanos sus armas contra los de Platea, y los atenienses acudieron a su defensa. Estando ya a punto de acometerse los ejércitos, impidiéronselo los corintios, quienes interponiéndose por medianeros, y comprometiéndose a su arbitrio los dos partidos, señalaron los límites de la región de manera que los de Tebas no pudieran obligar a ser alistados o incorporados en los dominios de Beocia a los beocios que no quisiesen serlo: así lo determinaron los corintios, y se volvieron. Al tiempo que los atenienses retiraban sus tropas, dejáronse caer sobre ellas los beocios, pero fueron vencidos en la refriega: de donde resultó que los atenienses, pasando más allá de los términos que los corintios habían señalado a los de Platea, quisieron que el mismo río Asopo sirviese de límites a los tebanos por la parte que mira a Hisias y a Platea. Tal fue la manera como los plateenses se alistaron entre los vasallos de los atenienses, a cuyo socorro vinieron entonces a Maratón.
CIX. No convenían en sus pareceres los generales atenienses: decían unos que no era apropósito entrar en batalla, siendo pocos para combatir con el ejército de los medos; los otros, con quienes asentía Milcíades, exhortaban el combate. Viendo los votos encontrados, y que iba a prevalecer el partido peor, entonces Milcíades tomó el expediente de hablar aparte al Polemarco. Era él Polemarco, (o general de armas) un magistrado que había sido nombrado en Atenas a pluralidad de votos para que diese su parecer en el undécimo lugar después de los diez generales, y al cual daban antiguamente los atenienses la misma voz en las decisiones que a los estrategos o generales: ocupaba entonces aquella dignidad Calímaco Afidneo, a quien habló así Milcíades: —«En tu mano está ahora, Calímaco, o el reducir a Atenas a servidumbre, o conservarla independiente y libre, dejando con esto a toda la posteridad un monumento igual al que dejaron Harmodio y Aristogitón. Bien ves que es este el mayor peligro en que nunca se vieron hasta aquí los atenienses: si caen bajo de los medos, conocido es lo que tendrán que sufrir entregados a Hipias; pero si la ciudad vence, llegará con esto a ser la primera y principal de las ciudades griegas. Voy a decirte cómo cabe muy bien que suceda lo que dije, y cómo la suma de todo ello viene a depender de tu arbitrio. Los votos de los generales, que aquí somos diez, están encontrados y empatados: quieren los unos que se dé la batalla; los otros lo resisten. Si no la damos, temo no se levante en Atenas alguna gran sedición que pervierta los ánimos y nos obligue a entregarnos al medo; pero si la damos antes que algunos atenienses se dejen corromper, espero en los dioses y en la justicia de la causa, que podremos salir del combate victoriosos. Dígole, pues, que todo al presente estriba en ti, y depende de tu voto: si votas a mi favor, por ti queda libre tu patria, y por ti vendrá a ser la ciudad primera y la capital de la Grecia; pero si sigues el parecer de los que no aprueban el choque, sin duda serás el autor de tanto mal cuanto es el bien contrario que acabo de expresarte.»
CX. Con este discurso Milcíades trajo a Calímaco a su partido, con la adición de cuyo voto quedó decretado el combate. Los generales cuyo parecer había sido que se diese la batalla, cada cual en el día en que les tocaba la Pritania (o mando del ejército) cedían sus veces a Milcíades, quien, aunque lo aceptaba, no quiso con todo cerrar con el enemigo hasta el día mismo en que por su turno la tocaba de derecho la Pritania.
CXI. Al tocarle empero su legítimo turno, formó para la batalla las tropas atenienses del siguiente modo: en el ala derecha mandaba Calímaco el Polemarco, pues es costumbre entre los atenienses que su Polemarco dirija esta ala; tras aquel jefe seguían las filas (o tribus), según el orden con que vienen numeradas; y los últimos de todos eran los platenses, colocados en el lado izquierdo. De esta batalla se originó que siempre que los atenienses ofrecen en sus panegires (o juntas generales) los sacrificios que se celebran en cada Pentetérida (o quinquenio), el pregonero ateniense pida a los dioses la prosperidad para los atenienses y juntamente para los de Platea. Ordenados así en Maratón los escuadrones de Atenas, resultaba que constando de pocas líneas, el centro de estos, a fin de igualar la frente de los medos con la de los atenienses, quedaba débil, mientras las dos alas tenían muchos de fondo.
CXII. Dispuestos en orden de batalla y con los agüeros favorables en las víctimas sacrificadas, luego que se dio la señal, salieron corriendo los atenienses contra los bárbaros, habiendo entre los dos ejércitos un espacio no menor que de ocho estadios. Los persas, que les veían embestir corriendo, se dispusieron a recibirles a pie firme, interpretando a demencia de los atenienses y a su total ruina, que siendo tan pocos viniesen hacia ellos tan de prisa, sin tener caballería ni ballesteros. Tales ilusiones se formaban los bárbaros; pero luego que de cerca cerraron con ellos los bravos atenienses, hicieron prodigios de valor dignos de inmortal memoria, siendo entre todos los griegos los primeros de quienes se tenga noticia que usaron embestir de carrera para acometer al enemigo, y los primeros que osaron fijar los ojos en los uniformes del medo y contemplar de cerca a los soldados que los vestían, pues hasta aquel tiempo sólo oír el nombre de medos espantaba a los griegos.
CXIII. Duró el ataque con vigor, por muchas horas en Maratón, y en el centro de las filas en que combatían los mismos persas y con ellos los sacas, llevaban los bárbaros la mejor parte, pues rompiendo vencedores por medio de ellas, seguían tierra adentro al enemigo. Pero en las dos alas del ejército vencieron los atenienses y los de Platea, quienes viendo que volvía las espaldas el enemigo no la siguieron los alcances, sino que uniéndose los dos extremos acometieron a los bárbaros del centro, obligáronles a la fuga, y siguiéndoles hicieron en los persas un gran destrozo, tanto que llegados al mar, gritando por fuego, iban apoderándose de las naves enemigas.
CXIV. En lo más vivo de la acción, uno de los que perecieron fue Calímaco el Polemarco, habiéndose portado en ella como bravo guerrero: otro de los que allí murieron fue Estesilao, uno de los generales, hijo de Trasilao. Allí fue cuando Cinegiro, hijo de Euforion, habiéndose asido de la proa de una galera, cayó en el agua, cortada la mano con un golpe de segur. A más de estos, quedaron allí muertos otros muchos atenienses de esclarecido nombre.
CXV. En efecto, los de Atenas con esta acometida se apoderaron de siete naves. Los bárbaros, haciéndoles retirar desde las otras, y habiendo otra tomado a bordo los esclavos de Eretria que habían dejado en una isla, siguieron su rumbo la vuelta de Sunio, con el intento de dejarse caer sobre la ciudad, primero que llegasen allá los atenienses. Corrió por válido entre los atenienses, que por artificio de los Alcmeónidas formaron los persas el designio de aquella sorpresa, fundándose en que estando ya los persas en las naves levantaron ellos el escudo, que era la señal que tenían concertada.
CXVI. Continuaban los persas doblando a Sunio, cuando los atenienses marchaban ya a todo correr al socorro de la plaza, y habiendo llegado antes que los bárbaros, atrincheráronse cerca del templo de Hércules en Cinosarges, abandonando los reales que cerca de otro templo de Hércules tenían en Maratón. Los bárbaros, pasando con su armada más allá de Falero, que era entonces el arsenal de los atenienses, y mantenidos sobra las áncoras, dieron después la vuelta hacia el Asia.
CXVII. Los bárbaros muertos en la batalla de Maratón subieron a 6.400; los atenienses no fueron sino 192; y este es el número exacto de los que murieron de una y otra parte. En aquel combate sucedió un raro prodigio: en lo más fuerte de la acción, Epicelo, ateniense, hijo de Cufágoras, peleando como buen soldado cegó de repente sin haber recibido ni golpe de cerca, ni tiro de lejos en todo su cuerpo; y desde aquel punto quedó ciego por todo el tiempo de su vida. Oí contar lo que él mismo decía acerca de su desgracia, que le pareció que se le ponía delante un infante elevado, cuya barba le asombró y le cubrió todo el escudo, y que pasando de largo aquel fantasma mató al soldado que a su lado tenía: tal era, según me contaban, la narración de Epicelo.
CXVIII. Volviéndose Datis al Asia con toda su armada, cuando estaba ya en Micono tuvo entre sueños una visión, la que no se dice cuál fuese, si bien el efecto de ella fue que apenas amaneció hiciese registrar todas sus naves, y habiendo hallado en una de los fenicios una estatua dorada de Apolo, preguntó de dónde había sido robado, y noticioso del templo de donde procedía, fuese a Delos en persona con su capitana. Ya entonces los Delos se habían, restituido a su isla. Depositó Datis dicha estatua en aquel templo, y encargó a los Delios que volviesen aquel ídolo a Delio, lugar de los tebanos que cae en la playa enfrente de Cálcide. Dada la orden, volvióse Datis en su nave; pero los Delios no restituyeron la estatua, la cual 20 años después fueron a recobrar los tebanos, avisados por un oráculo, y la volvieron a Delio.
CXIX. Después que aportaron al Asia Datis y Artafernes vueltos de su expedición, hicieron pasar a Susa los esclavos hechos en Eretria. El rey Darío, aunque gravemente enojado contra los Eretrios antes de tenerlos prisioneros, por haber sido los primeros en cometer las hostilidades, con todo, después que los tuvo en su presencia y los vio hechos sus esclavos, no tomó contra ellos resolución alguna violenta; antes bien les dio habitación en un albergue suyo, situado en la región Cicia, que tiene por nombre Arderica, distante de Susa 210 estadios y 40 solamente de aquel pozo que produce tres especies de cosas bien diferentes, pues de él se saca betún, sal, y también aceite, del modo que expresaré. Sírvense para sacar el agua de una pértiga, en cuya punta en vez de cubo atan la mitad de en odre partido por medio. Métenlo de golpe, y luego derraman lo que viene dentro en una pila, de la cual lo pasan a otra, en donde, derramado, se convierte en las tres especies dichas: el betún y la sal al punto quedan allí cuajados, el aceite lo van recogiendo en unas vasijas, y le dan los persas el nombre de radímica, siendo un licor negro que despide un olor ingrato. Allí fueron colocados los Eretrios por orden del rey Darío, cuya habitación, juntamente con su idioma antiguo, conservan hasta el presente, y a esto se reduce la historia de sus sucesos.
CXX. Los lacedemonios en número de 2.000 llegaron al Ática después del plenilunio, y tan grande era el deseo de hallarse con el enemigo, que al tercer día después de salidos de Esparta se pusieron en el Ática. Habiendo llegado después de la batalla, y no queriendo dejar de ver de cerca a los medos, fuéronse a Maratón para contemplarlos allí muertos. Colmaron de alabanzas a los atenienses por aquellas hazañas, y se despidieron para volverse a su patria.
CXXI. Volviendo a los Alcmeónidas, mucha admiración me causa, y no tengo por verdadero lo que de ellos se cuenta, que de concierto con los persas les mostrasen el escudo en señal de querer que Atenas fuese presa de los bárbaros y entregada al dominio de Hipias; pues ellos se mostraron más enemigos de los tiranos, o tanto por lo menos, como Calias, hijo de Fenipo y padre de Hipónico, quien fue el único entre todos los atenienses que después de echado Pisístrato de Atenas se atrevió a comprar sus bienes confiscados y vendidos a voz de pregonero, fuera de que en otras mil cosas más dio un público testimonio del odio que le tenía.
CXXII. De este Calias es mucha razón que todos a menudo se acuerden no sin elogio, ya por haber sido, como llevo dicho, un hombre señalado particularmente en libertar a su patria; ya por la gloria que adquirió en Olimpia, donde logró como vencedor el primer premio en la corrida de un caballo singular, y el segundo en la de la cuadriga, ya por que en los juegos Pythios, habiendo sido declarado vencedor, se mostró muy magnífico en el banquete que dio a los griegos; ya por lo bien que se portó con sus hijas, que fueron tres, con las cuales, luego que tuvieron edad proporcionada al matrimonio, usó la bizarría y generosidad de que cada cual escogiese entre los ciudadanos el marido que mejor le pareciese, y las casó, en efecto, con quien quiso cada cual.
CXXIII. Ahora pues, habiendo sido los Alcmeónidas igualmente o nada menos enemigos de los tiranos que Calias, paréceme un error monstruoso y una calumnia indigna de fe el que para llamar a los persas levantasen sus escudos unos hombres que vivieron desterrados por todo el tiempo del gobierno de los tiranos, y que no cesaron con sus intrigas hasta obligar a los hijos de Pisístrato a desamparar su dominio, con lo cual, a mi entender, lograron tener más parte en la libertad de Atenas que Harmodio y Aristogitón, pues estos con dar la muerte a Hiparco nada adelantaron contra los otros que tiranizaban a la patria, antes bien irritaron más contra ella a los demás hijos de Pisístrato. Pero, los Alcmeónidas sin la menor disputa fueron los libertadores de Atenas, si fueron ellos realmente los que ganaron a la Pitia para que diese a los lacedemonios el oráculo, que les decidió a libertarla, según tengo antes declarado.
CXXIV. Podrá decirse que quizá por algún disgusto y ofensa recibida del gobierno popular de Atenas quisieron entregar la patria; pero esto no lleva camino, porque no hubo en Atenas hombres más aplaudidos ni más honrados, por el pueblo. Así que contra toda buena crítica es el decir que levantasen el escudo con esta mira. Es cierto que hubo quien lo levantó, ni otra cosa puede decirse, porque así es la verdad; pero quién fuese el qué lo verificó lo ignoro, ni tengo más que añadir sobre ello de lo que llevo dicho.
CXXV. La familia de los Alcmeónidas, si bien desde mucho tiempo atrás era ya distinguida en Atenas, se hizo notablemente más ilustre en la persona de Alcmeon, no menos que en la de Megacles. El caso fue, que cuando los lidios de parte de Creso fueron enviados de Sardes a Delfos para consultar aquel oráculo, no sólo les sirvió en cuanto pudo Alcmeon, hijo de Megacles, sino que se esmeró particularmente en agasajarles. Informado Creso por los lidios que habían hecho aquella romería de cuán bien por su respeto había obrado con ellos Alcmeon, convidóle a que viniera a Sardes, y llegado, le ofreció de regalo tanto oro cuanto de una vez pudiese cargar y llevar encima. Para poderse aprovechar mejor de lo grandioso de la oferta, fue Alcmeon a disfrutarla en este traje: púsose una gran túnica, cuyo seno hizo que prestase mucho dejándolo bien ancho, calzóse unos coturnos los más holgados y capaces que hallar pudo, y así vestido fuese al tesoro real adonde se la conducía. Lo primero que hizo allí fue dejarse caer encima de un montón de oro en polvo, y henchir hasta las pantorrillas aquellos sus borceguíes de cuanto oro en ellos cupo. Llenó después de oro todo el seno; empolvóse con oro a maravilla todo el cabello de su cabeza; llenóse de oro asimismo toda la boca: cargado así de oro iba saliendo del erario, pudiendo apenas arrastrar los coturnos, pareciéndose a cualquier otra cosa menos a un hombre, hinchados extremadamente los mofletes y hecho todo él un cubo. Al verle así Creso no pudo contener la risa, y no sólo le dio todo el oro que consigo llevaba, sino que le hizo otros presentes de no menor cuantía, con lo cual quedó muy rica aquella casa, y el mismo Alcmeon, pudiendo criar sus tiros para las cuadrigas, fue vencedor con ellos en los juegos Olímpicos.
CXXVI. En la edad inmediata a esta, Clístenes, señor de Sición, subió hasta tal punto el nombre de la misma familia, que la hizo mucho más célebre todavía. Esto Clístenes, hijo de Aristonimo, nieto de Mirón, y biznieto de Andreo, tuvo una hija llamada Agarista, a quien quiso casar con el griego que hallase más sobresaliente de todos; y así, en el tiempo en que se celebraban las fiestas olímpicas en las cuales alcanzó la palma con su cuadriga el mismo Clístenes, hizo pregonar que cualquiera de los griegos que se tuviese por digno de ser yerno de Clístenes, pasados sesenta días o bien antes, se presentase al concurso en Sición; pues que él había determinado celebrar las bodas de su hija dentro del término de un año, que se empezaría a contar desde allí a sesenta días. Entonces todos los griegos que se picaban de notables, ya por sus prendas y linaje, ya por la nobleza de su patria, concurrieron allá como pretendientes, a quienes estuvo Clístenes entreteniendo para ver quién era el más digno pretendiente en la carrera y en la palestra.
CXXVII. De la Italia concurrió el sibarita Smindirides, hijo de Hipócrates, que había llegado a ser el hombre más sobresaliente de todos en las delicias del lujo, en un tiempo en que Sibaris florecía sobremanera; concurrió asimismo el sirita Damas, hijo de Samiris, el que llamaban el sabio: ambos vinieron de la Italia. Del golfo Adriático, es decir, del seno Jonio, se presentó Anfimnesto, hijo de Epistrofo, natural de Epidamno. Vino también un Etolo, por nombre Males, hermano del famoso Titormo, que superó en valentía a todos los griegos, y vivió retirado en un rincón de la Eolia huyendo del comercio de los hombres. Del Peloponeso llegó Leocedes, hijo de Fidon, tirano de los argivos, quien descendía de aquel Fidon ordenador de los pesos y medidas de los peloponesios, hombre el más violento e inicuo de todos los griegos, que habiendo quitado a los Eleos la presidencia en los juegos Olímpicos, se alzó con el empleo de Agonoteta (o prefecto de aquel certamen). vino de Trapezunte el árcade Amianto, hijo de Licurgo; vino asimismo Lafanes Azeno, natural de la ciudad de Peo, hijo de aquel Euforion de quien es fama en la Arcadia que recibió en su casa a los Dioscuros Castor y Pólux, y desde aquel tiempo solía hospedar a todo hombre que se le presentase: vino por fin el eleo Onomasto, hijo de Ageo; todos los cuales vinieron del mismo Peloponeso. De Atenas fueron a la pretensión Megacles, hijo de aquel Alcmeon que había hecho la visita a Creso, y otro llamado Hipóclides, hijo de Tisandro, el sujeto más rico y gallardo de todos los atenienses. De Eretria, ciudad entonces floreciente, concurrió Lisanias, el único que se presentó venido de Eubea. De Tesalia acudió Diactórides el Craconio, de la familia de los Scópadas; y de los Molosos, vino Alcon: estos fueron los aspirantes a la boda.
CXXVIII. Habiéndose, pues, presentado los amantes al día señalado, desde luego se iba Clístenes informando de qué patria y de qué familia era cada uno. Después, por espacio de un año, los fue entreteniendo a su lado, haciendo pruebas de la bizarría, del valor, de la educación y de las costumbres de todos, ya tratando con cada uno en particular, ya con todos ellos en común; y aun a los más jóvenes los conducía a los gimnasios, donde ejercitasen desnudos sus fuerzas y habilidades. Pero con especialidad procuraba observarles en la mesa, pues todo el tiempo que los tuvo cerca de su persona, era quien llevaba el coste y el que les daba un magnífico hospedaje. Hecha la prueba, los que más le satisfacían eran los pretendientes venidos de Atenas, y entre estos nadie le placía tanto como Hipóclides, el hijo de Tisandro, gobernándose en este aprecio tanto por el valor que en él veía, como por ser de una familia emparentada con la de los Cipsélidas que antiguamente hubo en Corinto.
CXXIX. Cuando llegó el día aplazado así para el festín de la boda, como para la publicación del yerno que Clístenes hubiese escogido entre todos, mató éste cien bueyes y dio un magnífico convite, no sólo a los pretendientes, sino también a los moradores de Sición. Allí sobre mesa, apostábanselas los pretendientes en la música, y a quién descifraría algún acertijo o enigma propuesto. Iban adelante los brindis después de la comida, cuando Hipóclides, que era el héroe y bufón de la fiesta, mandó al flautero que le tocase la emmelia, y empezada ésta, la bailó con mucha gracia y mayor satisfacción propia; si bien Clístenes, observando todas aquellas fruslerías, la miraba ya de mal ojo. No paró aquí Hipóclides: descansó un poco, e hizo que le trajesen una mesa, la cual puesta allí, bailó primero sobre ella a la Lacónica, después danzó a la Ática con gestos muy ajustados; finalmente dio sus tumbos encima de la mesa, la cabeza abajo y los pies en alto, haciendo manos de las piernas para los gestos. Clístenes, si bien viéndole bailar la primera y segunda danza se desdeñaba ya en su interior de tomar por yerno a Hipóclides, a un bailarín tal y sinvergüenza, reprimíase con todo no queriendo desconcertarse contra él; pero al cabo cuando le vio dar tumbos y vueltas y zapatetas en el aire, no pudiendo ya mas consigo, lanzóle estas palabras: —«Ahora sí, hijo de Tisandro, que como saltimbanquis acabas de escamotearte la novia.» Y replicóle el mozo: —«¿Qué se le da a Hipóclides de la novia? cuyo dicho quedó desde entonces en proverbio.
CXXX. Clístenes, haciendo que todos en silencio le oyesen, hablóles así: —«Pretendientes de mi hija, muy pagado estoy de las prendas de todos vosotros, y si posible me fuera, a cada uno de vosotros daría con gusto la novia sin elegir en particular a ninguno y sin desechar a los demás. Pero bien veis que tratándose de una doncella sola, no cabe contentaros a todos: mi ánimo es regalar a cada uno de los que no alcanzéis la novia un talento de plata en prueba de lo mucho que me honro con haberla todos pretendido, como también en atención a la ausencia que habéis hecho de vuestras casas. Por lo demás, doy por mujer mi hija Agarista a Megacles, hijo de Alcmeon, al uso de los atenienses.» Aceptóla por tal Megacles, y quedó contraído solemnemente el matrimonio.
CXXXI. Así se terminó la competencia de los pretendientes, y de ella dimanó la gran rama y celebridad de los Alcmeónidas por toda la Grecia. De este matrimonio nació aquel Clístenes que ordenó las filas y la democracia en Atenas, llamado así en memoria de su abuelo materno Clístenes el sicionio. Nacióles también Hipócrates, quien tuvo por hijos otro Megacles y otra Agarista, llevando ésta el nombre de la Agarista hija de Clístenes. La segunda Agarista habiendo casado con Jantipo, hijo de Arifon, tuvo un sueño estando en cinta, en que le pareció que había parido un león; y poco después parió a Pericles, hijo de Jantipo.
CXXXII. Volviendo a Milcíades, después de la derrota de los persas en Maratón creció mucho su crédito entre los atenienses, de quienes era antes ya muy estimado. Entonces, pues, pidió Milcíades a sus conciudadanos que le confiasen 70 naves con la tropa y estipendios correspondientes, sin declararles contra quiénes meditaba aquella expedición, asegurándoles solamente que si querían seguirle, iba a enriquecerles, pues pensaba conducirles a cierta provincia, de donde sin el menor daño ni peligro podrían volver cargados de oro. En estos términos pidió la armada, y los atenienses, confiados en lo que les prometía, se la cedieron.
CXXXIII. Teniendo aquella tropa embarcada ya a su mando, partió Milcíades contra Paros, dando por razón que iba a castigar a los parios por haber antes hecho la guerra con sus galeras asistiendo al persa en Maratón. Pero este era un mero pretexto, y lo que en realidad le movía era el encono contra los parios, nacido de que Liságoras, hijo de Tisias y natural de Paros, le había acusado y puesto mal con el persa Hidarmes. Llegado allá Milcíades con su armada, puso sitio a la ciudad en que se habían encerrado los parios, a quienes envió un pregonero pidiéndoles le diesen cien talentos, con la amenaza de que en caso de negarlos no levantaría el sitio antes de rendirla plaza. Los parios, lejos de discurrir cómo darían a Milcíades aquella suma, sólo pensaban en el modo de defender bien su ciudad, fortificándola más y más y alzando de noche otro tanto aquella parte de los muros por donde la plaza estaba más expuesta a ser combatida.
CXXXIV. Hasta aquí concuerdan en la narración del hecho todos los griegos: lo que después sucedió lo cuentan los parios del siguiente modo: Dicen que Milcíades, falto de consejo, consultó con una prisionera natural de la misma Paros, que se llamaba Timo y era la sacerdotisa de las diosas infernales Ceres y Proserpina. Habiéndose ésta presentado a Milcíades, aconsejóle que si tanto empeño tenía en tomar a Paros, hiciera lo que ella misma dijese; y en efecto, habiéndole confiado el expediente, subió Milcíades a un cerro que está enfrente de la ciudad, y no pudiendo abrir las puertas del templo de Céres Legisladora, quiso saltar la pared de aquel cercado; y saltada ya, íbase, ignoro con que mira, dentro del santuario de la diosa, ya fuese con ánimo de quitar algo de las cosas que no es lícito quitar, ya con algún otro designio. Al ir a pasar aquel umbral, sobrevínole un terror religioso que le obligó a volver atrás por el mismo camino; y al pasar otra vez la cerca, se dislocó un muslo, o, como quieren otros, hirió malamente en tierra con una rodilla.
CXXXV. Mal parado, pues, Milcíades por la caída, determinó volverse de allí sin haber conquistado a Paros, a la cual había tenido sitiada 26 días, talando durante ellos toda la isla. Llegó a noticia de los parios que Timo, la sacerdotisa de la diosa, había dado a Milcíades los medios para la toma de la plaza, y queriendo tomar venganza de ella por la traición, apenas se vieron libres del asedio enviaron a Delfos consultores encargados de preguntar si harían bien en castigar a la sacerdotisa de las diosas, así por haber ella declarado cómo podría ser tomada su patria, como también por haber mostrado a Milcíades aquellos sagrados misterios que a ningún varón era lícito ver ni saber. No se lo permitió la Pitia, diciendo que la culpa no era de Timo, sino que siendo el destino fatal de Milcíades que tuviese un mal éxito, ella le había servido de guía para la ruina: tal fue el oráculo que la Pitia dio en respuesta a los de Paros.
CXXXVI. Vuelto ya Milcíades de aquella isla, no hablaban de otra cosa los atenienses que de su infeliz expedición; pero quien sobre todos le acriminaba era Jantipo, el hijo de Arifrón, quien inventándole ante el pueblo causa capital, le acusaba por haber engañado a los atenienses. Milcíades no respondió en persona a la acusación, hallándole imposibilitado por causa de su muslo enconado con la herida; pero estando él en cama allí mismo, defendiéronle sus amigos con el mayor esfuerzo, haciendo valer mucho sus servicios en el combate de Maratón, como también en la toma de Lemnos, la cual rindió y cedió a los atenienses, habiéndose vengado de los pelasgos. Absolvióle el pueblo de la pena capital; mas por aquel perjuicio del estado le multó en 50 talentos. Después de este juicio, como se le encancerase y pudriese el muslo, falleció Milcíades, y su hijo Citrión pagó la multa de su padre.
CXXXVII. He aquí cómo pasé lo que insinué de la toma de Lemnos, de que se apoderó Milcíades el hijo de Cimon: habían sido los pelasgos expelidos del Ática por los atenienses, no sabré decidir si con razón o sin ella; podré referir tan sólo lo que sobre ello se dice, si bien noto que Hecateo, hijo de Egesandro, afirma en su historia que sin razón fueron aquellos arrojados, contando así los hechos: «Viendo los atenienses, dice, que una campiña suya situada al pie del monte Himeto, que habían cedido a los pelasgos para que la habitasen en pago y recompensa del muro que estos les habían edificado alrededor de la fortaleza, viendo, pues, bien cultivada aquella campiña, que antes era muy estéril y de ninguna estima, tuvieron envidia a los pelasgos, y codiciosos de aquel territorio, sin otro motivo ni razón arrojaron de él a los agricultores.» Pero si creemos lo que dicen los atenienses, razón les sobraba para echarlos de allí; porque situados los pelasgos bajo el Himeto, salían desde allí a cometer mil insolencias; pues como acostumbrasen las doncellas y los niños también de los atenienses ir por agua al Enea Crunon (a las nueve fuentes) por no tener esclavos en aquel tiempo ni los atenienses ni los demás griegos, sucedía que al ir ellas por agua, con desvergüenza y desprecio las violentaban los pelasgos; y no contentos aun con proceder tan indigno, determinaron al cabo apoderarse de Atenas y fueron cogidos con el delito en las manos. Añaden aún los atenienses, que ellos se portaron mucho mejor de lo que merecían los pelasgos, porque estando en su mano quitarles justamente la vida como a gente que maquinaba contra el estado, no quisieron hacerlo, contentos con intimarles la orden de que saliesen de sus dominios. En fuerza de esta orden, salidos de allí, una de las varias tierras que ocuparon fue la isla de Lemnos. En suma, lo primero es lo que dice Hecateo; lo segundo lo que cuentan los atenienses.
CXXXVIII. Después que habitaban ya en Lemnos los mismos pelasgos, llevados del deseo de venganza contra los de Atenas y bien prácticos e impuestos en qué días caían las fiestas de los atenienses, recogidas sus fallucas pasaren al continente y armaron una emboscada en Braunon, donde solían las mujeres atenienses celebrar una fiesta a Diana. Habiendo aprovechado el lance, y robadas muchas de ellas, embarcáronlas consigo para Lemnos y las tuvieron allí por concubinas. viéndose ya con muchos hijos estas mujeres, íbanles enseñando la lengua ática y les daban una educación propia de atenienses, de donde nacía que los niños se desdeñaban de juntarse con los hijos de los pelasgos, y si veían que uno de ellos era maltratado de alguno de los otros niños, acudían todos a su defensa y se socorrían mutuamente. Llegó la cosa a tal punto, que los niños de las Áticas pretendían dominar sobre los otros; y en efecto, su partido era el que más podía. Viendo los pelasgos lo que pasaba, entraron en cuenta consigo, y consultando entre sí, parecióles ser el caso de mucho peso y consideración. Si estos niños, decían, tienen ya la advertencia de ayudarse contra los hijos de las matronas de primer orden y aun pretenden ser ya los señores que manden, ¿qué no harán salidos de la menor edad? Parecióles con esto que convenía dar muerte a los hijos de las mujeres áticas; y no contentos con esta barbarie, añadieron después la de matar a sus madres. De este hecho inhumano, como también de aquel otro anterior cuando las mujeres quitaron la vida a sus maridos juntamente con Toante, se originó el llamar por toda la Grecia maldades lemnias a cualquiera maldad enorme.
CXXXIX. Después que los pelasgos dieron la muerte a sus hijos y mujeres, sucedió que ni la tierra les rendía los frutos de antes, ni sus mujeres ni sus rebaños eran fecundos, como solían primero. Fatigados, pues, del hambre y de aquella esterilidad, enviaron a Delfos para ver cómo librarse de las calamidades en que se hallaban. Mandóles la Pitia que se presentasen a los atenienses y les diesen la satisfacción que tuvieran éstos por justa. En efecto, fueron a Atenas los pelasgos y se ofrecieron de su voluntad a pagar la pena correspondiente a su injuria. Los atenienses, preparando en su pritáneo unas camas las más ricas que pudieron para recibir a los convidados, y poniendo una mesa llena de todo género de comidas, mandaron a los pelasgos que les entregasen su país tan ricamente abastecido como lo estaba aquella mesa; a lo que respondieron los pelasgos: —«Siempre que una nave de vuestro país con el viento Bóreas llegue al nuestro en un día, prontos estaremos para verificar la entrega que pretendéis.» Respuesta astuta y capciosa, sabiendo ser imposible la condición, por estar el Ática hacia el Mediodía más acá de Lemnos.
CXL. Por entonces quedó así el negocio; pero muchísimos años después, cuando el Quersoneso del Helesponto vino a ser de los atenienses, Milcíades, hijo de Cimon, salido de Eleunte, ciudad del Quersoneso, con los vientos etesios, púsose en Lemnos e intimó a los pelasgos que dejasen la isla, haciéndoles memoria del oráculo, que ellos estaban lejos de creer que pudiese jamás cumplírseles. Obedecieron entonces los de Efestia; pero los de Mirina, que no conocían en qué el Quersoneso fuese lo mismo que el Ática, hicieron resistencia, hasta tanto que, viéndose sitiados se entregaron. Este fue el artificio con que los atenienses por medio de Milcíades se apoderaron de Lemnos.
Libro VII. Polimnia
II Guerra Médica; batalla de las Termópilas
I. Cuando llegó al rey Darío, hijo de Histaspes, la nueva de la batalla dada en Maratón, hallándole ya altamente prevenido de antemano contra los atenienses a causa de la sorpresa con que habían entrado en Sardes, acabó entonces de irritarle contra aquellos pueblos, obstinándose más y más en invadir de nuevo la Grecia. Desde luego, despachando correos a las ciudades de sus dominios a fin de que le aprontasen tropas, exigió a cada una un número mayor del que antes le habían dado de galeras, caballos, provisiones y barcas de transporte. En la prevención de estos preparativos se vio agitada por tres años el Asia; y como de todas partes se hiciesen levas de la mejor tropa en atención a que la guerra había de ser contra los griegos, sucedió que al cuarto año de aquellos, los egipcios antes conquistados por Cambises se levantaron contra los persas, motivo que empeñó mucho más a Darío en hacer la guerra a entrambas naciones.
II. Estando ya Darío para partir a las expediciones de Egipto y Atenas, originóse entre sus hijos una gran contienda sobre quién había de ser nombrado sucesor o príncipe jurado del Imperio, fundándose en una ley de los persas que ordena que antes de salir el rey a campaña nombre al príncipe que ha de sucederle. Había tenido ya Darío antes de subir al trono tres hijos en la hija de Gobrias, su primera esposa, y después de coronado tuvo cuatro más en la princesa Atosa, hija de Ciro. El mayor de los tres primeros era Artobazanes, y el mayor de los cuatro últimos era Jerjes: no siendo hijos de la misma madre, tenían los dos pretensiones a la corona. Fundaba las suyas Artobazanes en el derecho de primogenitura recibido entre todas las naciones, que daba el imperio al que primero había nacido: Jerjes, por su parte, alegaba ser hijo de Atosa y nieto de Ciro, que habla sido el autor de la libertad e imperio de los persas.
III. Antes que Darío declarase su voluntad, hallándose en la corte por aquel tiempo Demarato, hijo de Ariston, quien depuesto del trono de Esparta y fugitivo de Lacedemonia se había refugiado a Susa para su seguridad, luego que entendió las desavenencias acerca de la sucesión entre los príncipes hijos de Darío, como hombre político fue a verse con Jerjes, y, según es fama, le dio el consejo de que a las razones de su pretensión añadiese la otra de haber nacido de Darío siendo ya éste soberano y teniendo el mando sobre los persas, mientras que al nacer Artobazanes Darío no era rey todavía, sino un mero particular; que por tanto, a ningún otro mejor que a él tocaba de derecho y razón el heredar la soberanía. Añadíale Demarato al aviso que alegase usarse así en Esparta, donde si un padre antes de subir al trono tenía algunos hijos y después de subido al trono le nacía otro príncipe, recaía la sucesión a la corona en el que después naciese. En efecto, valióse Jerjes de las razones que Demarato le suministró; y persuadido Darío de la justicia de lo que decía, declaróle por sucesor al imperio; bien es verdad, en mí concepto, que sin la insinuación de Demarato hubiera recaído la corona en las sienes de Jerjes, siendo Atosa la que todo lo podía en el estado.
IV. Nombrado ya Jerjes sucesor del imperio persiano, sólo pensaba Darío en la guerra; pero quiso la fortuna que un año después de la sublevación del Egipto, haciendo sus preparativos, le cogiese la muerte, habiendo reinado 36 años, sin que tuviese la satisfacción de vengarse ni de los egipcios rebeldes, ni de los atenienses enemigos.
V. Por la muerte de Darío pasó el cetro a las manos de su hijo Jerjes, quien no mostraba al principio de su reinado mucha propensión a llevar las armas contra la Grecia, preparando la expedición solamente contra el Egipto. Hallábase cerca de su persona, y era el que más cabida tenía con él entre todos los persas, Mardonio, el hijo de Gobrias, primo del mismo Jerjes por hijo de una hermana de Darío, quien le habló en estos términos: —«Señor, no parece bien que dejéis sin la correspondiente venganza a los atenienses, que tanto mal han hecho hasta aquí a los persas. Muy bien haréis ahora en llevar a cabo la expedición que tenéis entre manos; pero después de abatir el orgullo de Egipto que se nos levantó audazmente, sería yo de parecer que movieseis las armas contra Atenas, así para conservar en el mundo la reputación debida a vuestra corona, como para que en adelante se guarden todos de invadir vuestros dominios.» Este discurso de Mardonio se ordenaba a la venganza, si bien no dejó de concluirlo con la insinuante cláusula de que la Europa era una bellísima región, poblada de todo género de árboles frutales, sumamente buena para todo, digna, en una palabra, de no tener otro conquistador ni dueño que el rey.
VI. Así hablaba Mardonio, ya por ser amigo de nuevas empresas, ya por la ambición que tenía de llegar a ser virrey de la Grecia. Y en efecto, con el tiempo logró su intento, persuadiendo a Jerjes a entrar en la empresa; si bien concurrieron otros accidentes que sirvieron mucha para aquella resolución del persa. Uno de ellos fue el que algunos embajadores de Tesalia, venidos de parte de los Alévadas, convidaban al rey a que viniera contra la Grecia, ofreciéndose de su parte a ayudarle y servirle con todo celo y prontitud, lo que podrían ellos hacer siendo reyes de Tesalia. El otro era que los Pisistrátidas venidos a Susa no sólo confirmaban con mucho empeño las razones de los Alévadas, sino que aún añadían algo más de suyo, por tener consigo al célebre ateniense Onomácrito, que era adivino y al mismo tiempo intérprete de los oráculos de Museo, con quien antes de refugiarse a Susa habían ellos hecho las paces. Había sido antes Onomácrito echado de Atenas por Hiparco, el hijo de Pisístrato, a causa de que Laso Hermionense le había sorprendido en el acto de ingerir entre los oráculos de Museo uno de cuño propio, acerca de que con el tiempo desaparecerían sumidas en el mar las islas circunvecinas a Lemnos; delito por el cual Hiparco desterró a Onomácrito, habiendo sido antes gran privado suyo. Entonces, pues, habiendo subido con los Pisistrátidas a la corte, siempre que se presentaba a la vista del monarca, delante de quien lo elevaban ellos al cielo con sus elogios, recitaba varios oráculos, y si en alguno veía algo que pronosticase al bárbaro algún tropiezo, pasaba éste en silencio, mientras que, por el contrario, al oráculo que profetizaba felicidades lo escogía y entresacaba, diciendo ser preciso que el Helesponto llevase un puente hecho por un varón persa, y de un modo semejante iba declarando la expedición.
VII. Así, pues, él adivinando y los hijos de Pisístrato aconsejando, se ganaban al monarca. Persuadido ya Jerjes a la guerra contra Grecia, al segundo año de la muerte de Darío dio principio a la jornada contra los sublevados, a quienes, después que hubo rendido y puesto en mucha mayor sujeción el Egipto entero de la que tenía en tiempo de Darío, les dio por virrey a Aquemenes, hijo de aquél y hermano suyo; y éste es aquel Aquemenes que, hallándose con el mando del Egipto, fue muerto algún tiempo después por Inario, hijo de Psamético, natural de la Libia.
VIII. Después de la rendición del Egipto, cuando Jerjes estaba ya para mover el ejército contra Atenas, juntó una asamblea extraordinaria de los grandes de la Persia, a fin de oír sus pareceres y de hablar él mismo lo que tenía resuelto. Reunidos ya todos ellos, díjoles así Jerjes: —«Magnates de la Persia, no penséis que intente ahora introducir nuevos usos entre vosotros; sigo únicamente los ya introducidos; pues según oigo a los avanzados en edad, jamás, desde que el imperio de los medos vino a nuestras manos, habiendo Ciro despojado de él a Astiages, hemos tenido hasta aquí un día de sosiego. No parece sino que Dios así lo ordena echando la bendición a las empresas a que nos aplicamos con empeño y desvelo. No juzgo del caso referiros ahora ni las hazañas de Ciro, ni las de Cambises, ni las que hizo mi propio padre Darío, ni el fruto de ellas en las naciones que conquistaron. De mí puedo decir que, desde que subí al trono, todo mi desvelo ha sido no quedarme atrás a los que en él me precedieran con tanto honor del imperio; antes bien, adquirir a los persas un poder nada inferior al que ellos te alcanzaron. Y fijando la atención en lo presente, hallo que por una parte hemos añadido lustre a la corona conquistando una provincia ni menor ni inferior a las demás, sino mucho más fértil y rica, y por otra hemos vengado las injurias con una entera satisfacción de la majestad violada. En atención, pues, a esto, he tenido a bien convocaros para daros parte de mis designios actuales. Mi ánimo es, después de construir un puente sobre el Helesponto, conducir mis ejércitos por la Europa contra la Grecia, resuelto a vengar en los atenienses las injurias que tienen hechas a los persas y a nuestro padre. Testigos de vista sois vosotros, cómo Darío iba en derechura al frente de sus tropas contra esos hombres insolentes, si bien tuvo el dolor de morir antes de poder vengarse de sus agravios. Mas yo no dejaré las armas de la mano, si primero no veo tomada y entregada al fuego la ciudad de Atenas, que tuvo la osadía de anticipar sus hostilidades, las más inicuas, contra mi padre y contra mí. Bien sabéis que ellos, conducidos antes por Aristágoras el Milesio, aquel esclavo nuestro, llegaron hasta Sardes y pegaron fuego a los bosques sagrados y a los templos; y nadie ignora cómo nos recibieron al desembarcar en sus costas, cuando Datis y Artafernes iban al frente del ejército. Este es el motivo que me precisa a ir contra ellos con mis tropas: y además de esto, cuando me detengo en pensarlo, hallo sumas ventajas en su conquista, tales en realidad que si logramos sujetarles a ellos y a sus vecinos que habitan el país de Pélope el frigio, no serán ya otros los confines del imperio persiano que los que dividen en la región del aire el firmamento del suelo. Desde aquel punto no verá el mismo sol otro imperio confinante con el nuestro, porque yo al frente de mis persas, y en compañía vuestra, corriendo vencedor por toda la Europa, de todos los estados de ella haré uno sólo, y este mío; pues a lo que tengo entendido, una ves rotas y allanadas las provincias que llevo dichas, no queda ya estado, ni ciudad, ni gente alguna capaz de venir a las manos en campo abierto con nuestras tropas. Así lograremos, en fin, poner bajo nuestro dominio, tanto a los que nos tienen ofendidos, como a los que ningún agravio nos han ocasionado. Yo me prometo de vosotros que en la ejecución de estos mis designios haréis que me dé por bien servido, y que en el tiempo que aplazaré para la concurrencia y reseña del ejército, os esmerareis todos en la puntualidad cumpliendo con vuestro deber. Lo que añado es, que honraré con dones y premios, los más preciosos y honoríficos del estado, al que se presente de vosotros con la gente mejor ordenada y apercibida. Esto es lo que tengo resuelto que se haga; mas para que nadie diga que me gobierno por mis dictámenes particulares, os doy licencia de deliberar sobre la empresa, diciendo su parecer cualquiera de vosotros que quisiere decirlo.» Con esto dio fin a su discurso.
IX. Después del rey tomó Mardonio la palabra: —«Señor, dice, vos sois el mejor persa, no digo de cuantos hubo hasta aquí, sino de cuantos habrá jamás en lo porvenir. Buena prueba nos da de ello ese vuestro discurso en que campean por una parte la elocuencia y la verdad, y por otra triunfan el honor y la gloria del imperio, no pudiendo mirar vos con indiferencia que esos jonios europeos, gente vil y baja, se burlen de nosotros. Insufrible cosa fuera en verdad que los que hicimos con las armas vasallos nuestros a los sacas, a los indios, a los etíopes, a los asirios, a tantas otras y tan grandes naciones, no porque nos hubiesen ofendido en cosa alguna, sino por querer nosotros extender el imperio, dejásemos sin venganza a los griegos que han sido los primeros en injuriarnos. ¿Por qué motivo temerles? ¿Qué número de tropas pueden juntar? ¿Qué abundancia de dinero recoger? Bien sabemos su modo de combatir; bien sabemos cuán poco ninguno es su valor. Hijos suyos son esos que llevamos vencidos; esos que viven en nuestros dominios; esos, digo, que se llaman jonios, eolios y dorios. Yo mismo hice ya la prueba de ellos cuando por orden de vuestro padre conduje contra esos hombres un ejército; lo cierto es que internándome hasta la Macedonia y faltándome ya poco para llegar a la misma Atenas, nadie se me presentó en campo de batalla. Oigo decir de los griegos, que son en la guerra la gente del mundo más falta de consejo, así por la impericia, como por su cortedad. Decláranse la guerra unos a otros, salen a campaña, y para darse la batalla escogen la llanura más hermosa y despejada que pueden encontrar, de donde no salen sin gran pérdida los mismos vencedores, pues de los vencidos no es menester que hable yo palabra, siendo sabido que quedan aniquilados. ¿Cuánto mejor les fuera, hablando todos la misma lengua, componer sus diferencias por medio de heraldos y mensajeros y venir antes a cualquier convención, que no dar la batalla? Y en caso de llegar a declararse la guerra por precisión, les convendría ver por dónde unos y otros estarían más a cubierto de los tiros del enemigo y acometer por aquel lado. Repito que por este pésimo modo de guerrear, no hubo pueblo alguno griego, cuando penetré hasta la Macedonia, que se atreviese a entrar conmigo en batalla. Y contra vos, señor, ¿quién habrá de ellos que armado os salga al encuentro, cuando os vean venir con todas las fuerzas del Asia por tierra y con todas las naves por agua? No, señor; no ha de llegar a tanto, si no me engaño, el atrevimiento de los griegos. Pero demos que me engañe en mi opinión, y que faltos ellos de juicio y llenos de su loca presunción no rehusen la batalla: peleen en mal hora, y aprendan en su ruina que no hay sobre la tierra tropa mejor que la persiana. Menester es hacer prueba de todo, si todo queremos conseguirlo. Las conveniencias no entran por sí mismas en casa de los mortales: premio suelen ser de los que todo lo experimentan.» Calló Mardonio, habiendo adulado y hablado así al paladar de Jerjes.
X. Callaban después los demás persas, sin que nadie osase proferir un sentimiento contrario al parecer propuesto, cuando Artabano, hijo de Histaspes y tío paterno de Jerjes, fiado en este vínculo tan estrecho, habló en los siguientes términos: —«Señor, en una consulta en que no se propongan dictámenes varios y aun entre sí opuestos, no queda al arbitrio medio de elegir el mejor, sino que es preciso seguir el único que se dio; sólo queda lugar a la elección cuando son diversos los pareceres. Sucede en esto lo que en el oro: si una pieza se mira de por sí, no acertamos a decir si es oro puro; pero si la miramos al lado de otra del mismo metal, decidimos luego cuál es el más fino. Bien presente tengo lo que dije a Darío, vuestro padre y hermano mío, que no convenía hacer la guerra a los escitas, hombres que no tienen morada fija ni ciudad edificada. Mi buen hermano, muy confiado en que iba a domar a los escitas nómadas, no siguió mi consejo; y lo que sacó de la jornada fue volver atrás, después de perdida mucha y buena tropa de la que llevaba. Vos, señor, vais a emprender ahora la guerra contra unos hombres que en valor son muy otros que los escitas, y que por mar y por tierra se dice no tener otros que les igualen. Debo deciros, a fuerza de quien soy, lo que puede temerse de su bravura. Decís que, construido un puente sobre el Helesponto, queréis conducir el ejército por la Europa hacia la Grecia; pero reflexionad, señor, que pues los griegos tienen fama de valientes, pudiera suceder fuésemos por ellos derrotados, o bien por mar, o bien por tierra, o bien por entrambas partes. No lo digo de ligero, que bien nos lo da a conocer la experiencia; pues que solos los atenienses derrotaron un ejército tan numeroso como el que, conducido por Datis y Artafernes entró en el Ática. Peligra, pues, que no tengamos éxito ni por tierra ni por mar. Y ¿cuál no sería nuestra fatalidad, señor, si acometiéndonos, con sus galeras y victoriosos en una batalla naval se fuesen al Helesponto y allí nos cortasen el puente? Este peligro, ni yo lo imagino sin razón, ni lo finjo en mi fantasía, sino que este es el caso en que por poco no nos vimos perdidos cuando vuestro padre, hecho un puente sobre el Bósforo tracio y otro sobre el Danubio, pasó el ejército contra los escitas. Entonces fue cuando ellos no perdonaron diligencia alguna, empeñándose con los jonios, a cuya custodia se había confiado el puente del Danubio, para que se nos cortase el paso con deshacerlo. Y en efecto, si Histieo, señor de Mileto, siguiera el parecer de los otros, o no se opusiera a todos con el suyo, allí se acabara el imperio de los persas. Y ¿quién no se horroriza sólo de oírque la salud de toda la monarquía llegó a depender de la voluntad y arbitrio de un hombre sólo? No queráis, pues, ahora, ya que no os fuerza a ello necesidad alguna, poner en consulta si será del caso arriesgarnos a un peligro tan grande como este. Mejor haréis en seguir mi parecer, que es el de despachar ahora, sin tomar ningún acuerdo, este congreso; y después, cuando a vos os pareciere, echando bien, la cuenta a vuestras solas, podéis mandarnos aquello que mejor os cuadre. No hallo cosa más recomendable que una resolución bien deliberada, la cual, aun cuando experimente alguna contrariedad no por eso deja de ser sana y buena igualmente; síguese tan sólo que pudo más la fortuna que la razón. Pero si ayuda la fortuna al que tomó una resolución imprudente, lo que logra éste es dar con un buen hallazgo, sin que deje por ello de ser verdad que fue mala su resolución. ¿No echáis de ver, por otra parte, cómo fulmina Dios contra los brutos descomunales a quienes no deja ensoberbecer, y de los pequeños no pasa cuidado? ¿No echáis de ver tampoco, cómo lanza sus rayos contra las grandes fábricas y elevados árboles? Ello es que suele y se complace Dios en abatir lo encumbrado; y a este modo suele quedar deshecho un grande ejército por otro pequeño, siempre que ofendido Dios y mirándolo da mal ojo, le infunde miedo o truena sobre su cabeza; accidentes todos que vienen a dar con él miserablemente en el suelo. No permite Dios que nadie se encumbre en su competencia: él sólo es grande de suyo; él sólo quiere parecerlo. Vuelvo al punto y repito que una consulta precipitada lleva consigo el desacierto, del cual suelen nacer grandes males, y que al revés un consejo cuerdo y maduro contiene mil provechos, los cuales por más que desde luego no salten a los ojos, los toca después uno con las manos a su tiempo. Este es, señor, en resolución mi consejo. Pero tú, Mardonio mío, buen hijo de Gobrias, créeme y déjate ya de desatinar contra los griegos; que no merecen que los trates con tanto desprecio. Tú con esas calumnias y patrañas incitas al rey a la expedición, y todo tu empeño, a lo que parece, está en que se verifique. Esto no va bien; ningún medio más indigno que el de la calumnia en que dos son los injuriadores y uno el injuriado: injuriador es el que la trama, porque acusa al que no está presente; injuriador asimismo el que te da crédito antes de tenerla bien averiguada. El acusado en ausencia, ese es el injuriado, así por el que le delata reo, como por el que le cree convicto sobre la fe del enemigo. ¿Para qué más razones? Hagamos aquí una propuesta, si tan indispensable sé nos pinta la guerra contra esos hombres. Pidamos al rey que se quiera quedar en palacio entre los persas. Escoge tú las tropas persianas que quieras, y con un ejército cuan grande le escojas, haz la expedición que pretendes. Aquí están mis hijos, ofrece tú los tuyos, y hagamos la siguiente apuesta: si fuere el que pretendes el éxito de la jornada, convengo en que mates a mis hijos y a mí después de ellos; pero si fuere el que yo pronostico, oblígate tú a que los tuyos pasen por lo mismo, y con ellos tú también si vuelves vivo de la expedición. Si no quisieres aceptar el partido y de todas maneras salieres con tu pretensión de conducir las tropas contra la Grecia, desde ahora para entonces digo que alguno de los que por acá quedaren oirá contar de ti, oh Mardonio, que después de una gran derrota de los persas nacida de tu ambición, has sido arrastrado y comido de los perros y aves de rapiña, o en algún campo de los atenienses, o cuando no, de los lacedemonios, si no es que antes de llegar allá te salga la muerte al camino, para que aprendas por el hecho contra qué hombres aconsejas al rey que haga la guerra.»
XI. Irritado allí Jerjes y lleno de cólera: —«Artabano, le responde, válgate el ser hermano de mi padre; este respeto hará que no lleves tu merecido por ese tu parecer necio e injurioso; si bien desde ahora te hago la gracia ignominiosa de que por cobarde y fementido no me sigas en la jornada que voy a emprender yo contra la Grecia, antes te quedes acá de asiento en compañía de las mujeres, que yo sin la tuya daré fin a la empresa que llevo dicha. Renegara yo de mí mismo y me corriera de ser quien soy, hijo de Darío y descendiente de mis abuelos Histaspes, Arsamenes, Armnes, Telspis y Aquemenes, si no pudiera vengarme a ellos y a mí de los atenienses; y tanto más por ver bien claro que si los dejamos en paz nosotros los persas, no dejarán ellos vivir a los persas en paz, sino que bien pronto nos invadirán nuestros estados, según nos podemos prometer de sus primeros insultos, cuando moviendo sus armas contra el Asia nos incendiaron a Sardes. En suma, ni ellos ni nosotros podemos ya volver atrás del empeño que nos obliga o a la ofensa o a la defensa, hasta que o pase a los griegos nuestro imperio, o caigan bajo nuestro imperio los griegos: el odio mutuo no admito ya conciliación alguna. Pide, pues, nuestra reputación que nosotros, antes ofendidos, no dilatemos la venganza, sino que nos adelantemos a ver cuál es la bravura con que nos amenazan, acometiendo con nuestras tropas a unos hombres a quienes Pélope el frigio, vasallo de nuestros antepasados, de tal manera domó, que hasta hoy día, no sólo los moradores del país, sino aun el país domado, llevan el nombre del domador.» Así habló Jerjes.
XII. Vino después la noche y halló a Jerjes inquieto y desazonado por el parecer de Artabano, y consultando con ella sobre el asunto, absolutamente se persuadía de que en buena política no debía dirigirse contra la Grecia. En este pensamiento y contraria resolución le cogió el sueño, en que, según refieren los persas, tuvo aquella noche la siguiente visión: Parecíale a Jerjes que un varón alto y bien parecido se le acercaba y le decía: —«Conque, persa, ¿nada hay ya de lo concertado? ¿No harás ya la expedición contra la Grecia después de la orden dada a los persas de juntar un ejército? Sábete, pues, que ni obras bien en mudar de parecer, ni yo te lo apruebo. Déjate de eso y no vaciles en seguir rectamente el camino como de día lo habías resuelto.»
XIII. Luego que amaneció otro día, sin hacer caso ninguno de su sueño, llamó a junta a los mismos persas que antes había convocado, y les habló en estos términos: —«Os pido, persas míos, que disimuléis conmigo si tan presto me veis mudar de parecer. Confieso que no he llegado aún a lo sumo de la prudencia, y os hago saber que no me dejan un punto los que me aconsejan lo que ayer propuse. Lo mismo fue oír el parecer de Artabano que sentir en mis venas un ardor juvenil que me hizo prorrumpir en expresiones insolentes, que contra un varón anciano no debía yo proferir. Reconozco ahora mi falta, y en prueba de ello sigo su parecer. Así que estaos quietos, que yo revoco la orden de hacer la guerra a la Grecia.» Los persas, llenos de gozo al oír esto, le hicieron una profunda reverencia.
XIV. Otra vez en la noche próxima aconteció a Jerjes en cama aquel mismo sueño, hablándole en estos términos: —«Vos, hijo de Darío, parece que habéis retirado ya la orden dada para la jornada de los persas, no contando más con mis palabras que si nadie os las hubiera dicho. Pues ahora os aseguro, y de ello no dudéis, que si luego no emprendéis la expedición, os va a suceder en castigo que tan en breve como habéis llegado a ser un grande y poderoso soberano, vendréis a parar en hombre humilde y despreciable.»
XV. Confuso y aturdido Jerjes con la visión, salta el punto de la cama y envía un recado a Artabano llamándole a toda prisa, a quien luego de llegado habló en esta forma: —«Visto has, Artabano, cómo yo, aunque llevado de un ímpetu repentino hubiese correspondido a un buen consejo con un ultraje temerario y necio, no dejé pasar con todo mucho tiempo sin que arrepentido te diera la debida satisfacción, resuelto a seguir tu aviso y parecer. ¿Creerás ahora lo que voy a decirte? Quiero y no puedo darte gusto en ello. ¡Cosa singular! después de mudar de opinión, estando ya resuelto a todo lo contrario, vínome un sueño que de ningún modo aprobaba mi última resolución; y lo peor es que entre iras y amenazas acaba de desaparecer ahora mismo. Atiende a lo que he pensado: si Dios es realmente el que tal sueño envía poniendo todo su gusto y conato en que se haga la jornada contra la Grecia, te acometerá sin falta el mismo sueño ordenándote lo que a mí. Esto lo podremos probar del modo que he discurrido: toma tú todo mi aparato real, vístete de soberano, sube así y siéntate en mi trono, y después vete a dormir en mi lecho.»
XVI. A estas palabras que acababa Jerjes de decir, no se mostraba al principio obediente Artabano, teniéndose por indigno de ocupar el real solio; pero viéndose al fin obligado, hizo lo que se le mandaba, después de haber hablado así: —«El mismo aprecio, señor, se merece para mí el que por sí sabe pensar bien, y el que quiere gobernarse por un buen pensamiento ajeno, cuyas dos prendas de prudencia y docilidad las veo en vuestra persona; pero siento que la cabida y el valimiento de ciertos sujetos depravados os desvíen del acierto. Sucédeos lo que al mar, uno de los elementos más útiles al hombre, al cual suele agitar de modo la furia de los vientos, a lo que dicen, que no le dan lugar a que use de su bondad natural para con todos. Por lo que a mí toca, no tuve tanta pena de ver que me trataseis mal de palabra, como de entender vuestro modo de pensar, pues siendo dos los pareceres propuestos en la junta de los persas, uno que inflamaba la soberbia y violencia del imperio persiano, el otro que la reprimía con decir que era cosa perjudicial acostumbrar el ánimo a la codicia y ambición perpetua de nuevas conquistas, os declarábais a favor de aquel parecer que de los dos era el más expuesto y peligroso, tanto para vos, como para el estado de los persas. Sobre lo que añadís que después de haber mejorado de resolución no queriendo ya enviar las tropas contra la Grecia, os ha venido un sueño de parte de algún dios que no os permite desarmar a los persas enviándoles a sus casas, dadme licencia, hijo mío, para deciros la verdad, que esto de soñar no es cosa del otro mundo. ¿Queréis que yo, que en tantos años os aventajo, os diga en qué consisten esos sueños que van y vienen para la gente dormida? Sabed que las especies de lo que uno piensa entre día esas son las que de noche comúnmente nos van rodando por la cabeza. Y nosotros cabalmente el día antes no hicimos más que hablar y tratar de dicha expedición. Pero si no es ese sueño como digo, sino que anda en él la mano de alguno de los dioses, habéis dado vos en el blanco, y no hay más que decir; del mismo modo se me presentará a mí que a vos con esa su pretensión. Verdad es que no veo por qué deba venir a visitarme si me visto yo vuestro vestido, y no sí me estoy con el mío; que venga si me echo a dormir en vuestra cama, y no si en la mía,una vez que absolutamente quiera hacerme la visita; que al cabo no ha de ser tan lerdo y grosero ese tal, sea quien se fuere el que se os dejó ver entre sueños, que por verme a mí con vuestros paños se engañe y me tome por otro. Pero si de mí no hiciere caso, no se dignará venirme a visitar, ora vista yo vuestras ropas, ora las mías, sino que guardará para vos su visita. Mas bien presto lo sabremos todo; hasta yo mismo llegaré a creer que procede de arriba ese sueño si continuase a mentido sus apariciones. Al cabo estamos, si vos así lo tenéis resuelto y no hay lugar para otra cosa; aquí estoy, señor; voyme luego a dormir en vuestra misma cama; veamos si con esto soñaré a lo regio, que sola esta esperanza pudiera inducirme a daros gusto en ello.»
XVII. Pensando Artabano hacer ver a Jerjes que nada había en aquello de realidad, después de este discurso, hizo lo que se le decía. Vistióse, en efecto, con el aparato de Jerjes, sentóse en el trono real, de allí se fue a la cama, y he aquí que el mismo sueño que había acometido a Jerjes carga sobre Artabano, y plantado allí, le dice: —«¿Conque tú eres el que con capa de tutor detienes a Jerjes para que no mueva las armas contra la Grecia? ¡Infeliz de ti! que ni ahora ni después te alabarás de haber querido estorbar lo que es preciso que se haga. Bien sabe Jerjes lo que le espera si no quisiere obedecer.»
XVIII. Así le pareció a Artabano que te amenazaba el sueño y que en seguida con unos hierros encendidos iba a herirle en los ojos. Da luego un fuerte grito, salta de la cama, y vase corriendo a sentar al lado de Jerjes, le cuenta el sueño que acaba de ver, y añádele después: —«Yo, señor, como hombre experimentado, teniendo bien presente que muchas veces el que menos puede triunfa de un enemigo superior, no era de parecer que os dejaseis llevar del ardor impetuoso de la juventud, sabiendo cuan perniciosos son en un príncipe el espíritu y los pujos de conquistador, acordándome, por una parte, del infeliz éxito de la expedición de Ciro contra los masagetas; y también, por otra la que hizo Cambises contra los etíopes, y habiendo sido yo mismo testigo y compañero de la de Darío contra los escitas. Gobernado por estas máximas, estaba persuadido de que vos en un gobierno Pacífico ibais a ser de todos celebrado por el príncipe más feliz. Pero, viendo ahora que anda en ello la mano de Dios, que quiere hacer algún ejemplar castigo ya decretado contra los griegos, varío yo mismo de opinión y sigo vuestro modo de pensar. Bien haréis, pues, en dar cuenta a los persas de estos avisos que Dios os da, mandándoles que estén a las primeras órdenes tocantes al aparato de la guerra: procurad que nada falte por vuestra parte con el apoyo del cielo.» Pasados estos discursos y atónitos y suspensos los ánimos de entrambos con la visión, apenas amaneció dio Jerjes cuenta de todo a los persas, y Artabano que había sido antes el único que retardaba la empresa, entonces en presencia de todos la apresuraba.
XIX. Empeñado ya Jerjes en aquella jornada, tuvo entre sueños una tercera visión, de la cual informados los magos resolvieron que comprendía aquella a la tierra entera, de suerte que todas las naciones deberían caer bajo el dominio de Jerjes. Era esta la visión: soñábase Jerjes coronado con un tallo de olivo, del cual salían unas ramas que se extendían por toda la tierra, si bien después se le desaparecía la corona que le ceñía la cabeza. Después que los magos y los persas congregados aprobaron la interpretación del sueño, partió cada uno de los gobernadores a su respectiva provincia, donde se esmeró cada cual con todo conato en la ejecución de los preparativos, procurando alcanzar los dones y premios propuestos.
XX. Jerjes por su parte hizo tales levas y reclutas para dicha jornada, que no dejó rincón en todo su continente que no escudriñase; pues por espacio de cuatro años enteros, contando desde la toma del Egipto, se estuvo ocupando en prevenir la armada y todo lo necesario para las tropas. En el discurso del año quinto, emprendió sus marchas llevando un ejército numerosísimo, porque de cuantas armadas se tiene noticia, aquella fue sin comparación la que excedió a todas en número. De suerte que en su cotejo en nada debe tenerse la armada de Darío contra los escitas; en nada aquella de los escitas, cuando persiguiendo a los cimerios y dejándose caer sobre la región de la Media, subyugaron a casi toda el Asia superior dueños de su imperio, cuyas injurias fueron las que después pretendió vengar Darío; en nada la que tanto se celebra de los Atridas contra Ilión; en nada, finalmente, la de los misios y Teucros, anterior a la guerra troyana, quienes después de pasar por el Bósforo a la Europa, conquistados los tracios, todos bajaron victoriosos hasta el seno Jonio, y llevaron las armas hasta el río Peneo, que corre hacia el Mediodía.
XXI. Todas estas expediciones juntas, añadidas aun las que fuera de estas se hicieron en todo el mundo, no son dignas de compararse con aquella sola. Porque ¿qué nación del Asia no llevó Jerjes contra la Grecia? ¿Qué corriente no agotó aquel ejército, si se exceptúan los más famosos ríos? Unas naciones concurrían con sus galeras, otras venían alistadas en la infantería, otras añadían su caballería a los peones, a estas se les ordenaba que para el transporte de los caballos prestasen sus navíos a las que juntamente militaban, a aquellas que aprontasen barcas largas para la construcción de los puentes, a estas otras que dieron víveres y bastimentos para su conducción. Y por cuanto habían padecido los persas años atrás un gran naufragio al ir a doblar el cabo de Atos empezóse además, cosa de tres años antes de la presente expedición, a disponer el paso por dicho monte, practicándose del siguiente modo: tenían sus galeras en Eleunte, ciudad del Quersoneso, y desde allí hacían venir soldados de todas naciones, y les obligaban con el látigo en la mano a que abriesen un canal; los unos sucedían a los otros en los trabajos, y los pueblos vecinos al monte Atos entraban también a la parte de la fatiga. Los jefes de las obras eran dos persas principales, el uno Bubares, hijo de Megabazo, y el otro Artaquees, hijo de Arteo.
XXII. Es el Atos un gran monte y famoso promontorio que se avanza dentro del mar, todo bien poblado y formando una especie de península, cuyo istmo donde termina el monte unido con el continente viene a ser de 12 estadios. Este istmo es una llanura con algunos no muy altos cerros, que se extiende desde el mar de los acantios hasta el mar opuesto de Torona, y allí mismo donde termina el monte Atos se halla Sana, ciudad griega. Las ciudades mas acá de Sana que están situadas en lo interior del Atos, y que los persas pretendían hacer isleñas en vez de ciudades de tierra firme, son Dio, Olofizo, Acrotoon, Tiso, Cleonas, ciudades todas contenidas en el recinto del Atos.
XXIII. El orden y modo de la excavación era en esta forma: repartieron los bárbaros el terreno por naciones, habiéndole medido con un cordel tirado por cerca de la ciudad de Sana. Cuando la fosa abierta era ya profunda, unos en la parte inferior continuaban cavando, otros colocados en escaleras recibían la tierra que se iba sacando, pasándola de mano en mano hasta llegar a los que estaban más arriba de entrambos, quienes la iban derramando y extendiendo. Así que todas las naciones que turnaban con el trabajo, excepto sólo los fenicios, tenían doble fatiga, nacida de que la fosa en sus márgenes se cortaba a nivel; porque siendo igual la medida y anchura de ella en la parte de arriba a la de abajo, les era forzoso que el trabajo se duplicase. Pero los fenicios, así en otras obras, como principalmente en la de este canal, mostraron su ingenio y habilidad; pues habiéndoles cabido en suerte su porción, abrieron el canal en la parte superior, de una anchura dos veces mayor de la que debía tener la excavación; pero al paso que ahondaban en ella, íbanla estrechando, de suerte que al llegar al suelo era su obra igual a la de los otros. Allí cerca había un prado en donde tenían todos su plaza y mercado: les venía también del Asia abundancia de trigo molido.
XXIV. Cuando me paro a pensar en este canal, hallo que Jerjes lo mandó abrir para hacer alarde y ostentación de su grandeza, queriendo manifestar su poder y dejar de él un monumento; pues pudiendo sus gentes a costa de poco trabajo transportar sus naves por encima del istmo, mandó con todo abrir aquella fosa que comunicase con el mar, de anchura tal que por ella al par navegaban a remo dos galeras. A estos mismos que tenían a su cuenta el abrir el canal, se les mandó hacer un puente sobre el río Estrimón.
XXV. Al tiempo que se ejecutaban estas obras como mandaba, íbanse aprontando los materiales y cordajes de biblo y de lino blanco para la construcción de los puentes. De ello estaban encargados los fenicios y egipcios, como también de conducir bastimentos y víveres al ejército, para que las tropas y también los bagajes que iban a la Grecia no pereciesen de hambre. Informado, pues, Jerjes de aquellos países, mandó que se llevasen los víveres a los lugares más oportunos, haciendo que de toda el Asia saliesen urcas y naves de carga, cuáles en una, cuáles en otra dirección. Y si bien es verdad que el almacén principal se hacía en la Tracia en la que llaman Leuca Acta (blanca playa), con todo tenían otros orden de conducir los bastimentos a Tirodiza de los Perintios, otros a Dorisco, otros a Eyona sobre el Estrimón, otros a Macedonia.
XXVI. En tanto que estos se aplicaban a sus respectivas tareas, Jerjes, al frente de todo su ejército de tierra, habiendo salido de Crítalos, lugar de la Capadocia, donde se había dado la orden de que se juntasen todas las tropas del continente que habían de ir en compañía del rey, marchaba hacia Sardes. Allí en la reseña del ejército no puedo decir cuál de los generales mereció los dones del rey en premio de haber presentado la mejor y más bien arreglada milicia, ni aun sé si entraron en esta competencia los generales. Después de pasar el río Halis continuaba el ejército sus marchas por la Frigia, hasta llegar a Celenas, de donde brotan las fuentes del río Meandro y de otro río no inferior que lleva el nombre de Catarractas, el cual, nacido en la plaza misma de Celenas, va a unirse con el Meandro. En aquella plaza y ciudad se ve colgada en forma de odre, la piel de Marsias, quien, según cuentan los frigios, fue desollado por Apolo, que colgó después allí su pellejo.
XXVII. Hubo en esta ciudad un vecino llamado Pitio hijo de Atis, de nación lidio, quien dio un convite espléndido a toda la armada del rey y al mismo Jerjes en persona, ofreciéndose a más de esto a darle dinero para los gastos de la guerra. Oída esta oferta de Pitio, informóse Jerjes de los persas que estaban allí presentes sobre quién era Pitio, y cuántos eran sus haberes, que se atreviese a hacerle tal promesa. —«Señor, le respondieron, este es el que regaló a vuestro padre Darío un plátano y una vid de oro, hombre en efecto que sólo a vos cede en bienes y riqueza, ni conocemos otro que lo iguale.»
XXVIII. Admirado de esto último que acababa Jerjes de oír, preguntó él mismo a Pitio cuánto vendría a ser su caudal. —«Señor, le responde Pitio, os hablaré con toda ingenuidad sin ocultaros cosa alguna, y sin excusarme con decir que yo mismo no sé bien lo que tengo sabiéndolo con toda puntualidad. Y lo sé, porque al punto que llegó a mi noticia que os disponíais a bajar hacia las costas del mar de la Grecia, queriendo yo haceros un donativo para los gastos de la guerra, saqué mis cuentas, y hallé que tenía 2.000 talentos en plata, y en oro 4 millones, menos 7.000 de estateres dáricos, cuya suma está toda a vuestra disposición; que para mi subsistencia me sobra con lo que me reditúan mis posesiones y esclavos.»
XXIV. Así se explicó Pitio, y muy gustoso y complacido Jerjes con aquella respuesta, —«Amigo lidio, le dice, después que partí de la Persia, no he hallado hasta aquí ni quien diera el refrigerio que tú a todo mi ejército, ni quien se me presentara con esa bizarría, ofreciéndose a contribuir con sus donativos a los gastos de la guerra. Tú sólo has sido el vasallo generoso que después de ese magnífico obsequio que has hecho a mis tropas te me has ofrecido con tus copiosos haberes. Ahora, pues, en atención a esos tus beneficios, te hago la gracia de tenerte por amigo y huésped, y después quiero suplirte de mi erario lo que te falta para los 4 millones cabales de estateres, pues no quiero la mengua de 7.000 estateres en esa suma que por mi parte ha de quedar entera y completa. Mi gusto mayor es que goces de lo que has allegado, y procura portarte siempre como ahora, que esa tu conducta no te estará sino muy bien, ahora y después.»
XXX. Habiendo así hablado y cumplido su promesa, continuó su viaje. Pasado que hubo por una ciudad de los frigios llamada Anaya, y por cierta laguna de donde se extrae sal, llegó a Colosas, ciudad populosa de la Frigia, donde desaparece el río Lico metido por unos conductos subterráneos, y salido de allí a cosa de cinco estadios, corre también a confundirse con el Meandro. Moviendo el ejército desde Colosas hacia los confines de la Frigia y de la Lidia, llegó a la ciudad de Cidrara, en donde se ve clavada una columna mandada levantar por Creso, en que hay una inscripción que declara dichos confines.
XXXI. Luego que dejando la Frigia entró el ejército por la Lidia, dio con una encrucijada donde el camino se divide en dos, el uno a mano izquierda lleva hacia la Caria, el otro a mano derecha tira hacia Sardes, siguiendo el cual es forzoso pasar el río Meandro y tocar en la ciudad de Calatebo, donde hay unos hombres que tienen por oficio hacer miel artificial sacada del tamariz y del trigo. Llevando Jerjes este camino, halló un plátano tan lindo, que prendado de su belleza, le regaló un collar de oro, y lo señaló para cuidar de él a uno de los guardias que llamaban los Inmortales; y al día siguiente llegó a la capital de la Lidia.
XXXII. Lo primero que hizo Jerjes llegado a Sardes fue destinar embajadores a la Grecia, encargados de pedir que le reconociesen por soberano con la fórmula de pedirles la tierra y el agua y con la orden de que preparasen la cena al rey, cuyos embajadores envió Jerjes a todas las ciudades de la Grecia menos a Atenas y Lacedemonia. El motivo que tuvo para enviarles fue la esperanza de que atemorizados aquellos que no se habían antes entregado a Darío cuando les pidió la tierra y el agua, se le entregarían entonces; y para salir de esta duda volvió a repetir las embajadas.
XXXIII. Después de estas previas diligencias, disponíase Jerjes a mover sus tropas hacia Ábidos, mientras que los encargados del puente sobre el Helesponto lo estaban fabricando desde el Asia a la Europa. Corresponde enfrente de Ábidos, en el Quersoneso del Helesponto entre las ciudades de Sesto y Madito, una playa u orilla áspera y quebrada confinante con el mar. Allí fue donde no mucho tiempo después, siendo general de los atenienses Jantipo, hijo de Arisfrón, habiendo hecho prisionero al persa Artaictes, gobernador de Sesto, le hizo empalar vivo, así por varios delitos, como porque llevando algunas mujeres al templo de Protesilao, que está en Eleunte, profanaba con ellas aquel santuario.
XXXIV. Empezando, pues, desde Ábidos los ingenieros encargados del puente, íbanle formando con sus barcas, las que por una parte aseguraban los fenicios con cordaje de lino blanco, y por otra los egipcios con cordaje de biblo. La distancia de Ábidos a la ribera contraria es de siete estadios. Lo que sucedió fue que unidas ya las barcas se levantó una tempestad, que rompiendo todas las maromas deshizo el puente.
XXIXV. Llenó de enojo esta noticia el ánimo de Jerjes, quien irritado mandó dar al Helesponto trescientos azotes de buena mano, y arrojar al fondo de él, al mismo tiempo, un par de grillos. Aun tengo oído más sobre ello, que envió allá unos verdugos para que marcasen al Helesponto. Lo cierto es que ordenó que al tiempo de azotarle le cargasen de baldones y oprobios bárbaros e impíos, diciéndole: —«Agua amarga, este castigo te da el Señor porque te has atrevido contra él, sin haber antes recibido de su parte la menor injuria. Entiéndelo bien, y brama por ello; que el rey Jerjes, quieras o no quieras, pasará ahora sobre ti. Con razón veo que nadie te hace sacrificios, pues eres un río pérfido y salado.» Tal castigo mandó ejecutar contra el mar; mas lo peor fue que hizo cortar las cabezas a los oficiales encargados del puente sobre el Helesponto.
XXXVI. Y esta fue la paga que se dio a aquellos ingenieros a quienes se había confiado la negra honra de construir el puente: otros arquitectos fueron señalados, los que lo dispusieron en esta forma: iban ordenando sus penteconteros y también sus galeras vecinas entre sí, haciendo de ellas dos líneas: la que estaba del lado del Ponto Euxino se componía de 360 naves, la otra opuesta del lado Helesponto, de 314; aquella las tenía puestas de travesía, ésta las tenía según la corriente, para que las cuerdas que las ataban se apretasen con la agitación y fluctuación. Ordenados así los barcos, afirmábanlos con áncoras de un tamaño mayor, las unas del lado del Ponto Euxino para resistir a los vientos que soplaran de la parte interior del mismo, las otras del lado de Poniente y del mar Egeo para resistir al Euro y al Noto. Dejaron entre los penteconteros y galeras paso abierto en tres lugares para que por él pudiera navegar el que quisiera con barcas pequeñas hacia el Ponto, y del Ponto hacia fuera. Hecho esto, con unos cabrestantes desde la orilla iban tirando los cables que unían las naves, pero no como antes, cada especie de maromas por sí y por lados diferentes, sino que a cada línea de las naves aplicaban dos cuerdas de lino adobado y cuatro de biblo. Lo recio de ellas venía en todas a ser lo mismo a la vista, si bien por buena razón debían de ser más robustas las de lino, de las cuales pesaba cada codo un talento. Una vez cerrado el paso con las naves unidas, aserrando unos grandes tablones, hechos a la medida de la anchura del puente, íbanlos ajustando sobre las maromas tendidas y apretadas encima de las barcas: ordenados así los tablones, trabáronlos otra vez por encima, y hecho esto, los cubrieron de fagina y encima acarrearon tierra. Tiraron después un parapeto por uno y otro lado del puente, para que no se espantaran las acémilas y caballos viendo el mar debajo.
XXXVII. Después de haber dado fin a la maniobra de los puentes, y de llegar al rey el aviso de que estaban hechas todas las obras en el monte Atos, acabada ya la fosa y levantados unos diques a una y otra extremidad de ella, para que cerrado el paso a la avenida del mar, impidieran que se llenasen las bocas del canal, entonces, al empezar la primavera, bien provisto todo el ejército partió de Sardes, en donde había invernado, marchando para Ábidos. Al partir la hueste, el sol mismo, dejando en el cielo su asiento, desapareció de la vista de los mortales, sin que se viera nube alguna en la región del aire, por entonces serenísima, de suerte que el día se convirtió en noche. Jerjes que lo vio y reparó en ello, entró en gran cuidado y suspensión, y preguntó a sus magos qué significaba aquel portento. Respondieron que aquel dios anunciaba a los griegos la desolación de sus ciudades, dando por razón que el sol era el pronosticador de los griegos y la luna la Profetisa de los persas. Alegre sobremanera Jerjes con esta declaración, iba continuando sus marchas.
XXXVIII. En el momento de marchar las tropas, asombrado Pitio el lidio con aquel prodigio del cielo, y confiado en los dones recibidos del soberano, no dudó en presentarse a Jerjes y hablarle en esta forma: —«¡Si tuvierais, señor, la bondad de concederme una gracia que mucho deseara yo lograr!... El hacérmela os es de poca consideración y a mí de mucha cuenta el obtenerla.» Jerjes, que nada menos pensaba que hubiese de pedirle lo que Pitio pretendía, díjole estar ya concedida la gracia y que dijera su petición. Con tal respuesta animóse Pitio a decirle: —«Señor, cinco hijos tengo, y a los cinco les ha cabido la suerte de acompañaros en esa expedición contra la Grecia. Quisiera que, compadecido de la avanzada edad en que me veis, dieseis licencia al primogénito para que, exento de la milicia, se quedase en casa a fin de cuidar de mí y de mi hacienda. Vayan en buen hora los otros cuatro; llevadlos en vuestro ejército; así Dios, cumplidos vuestros deseos, os dé una vuelta gloriosa.»
XXXIX. Mucho fue lo que se irritó Jerjes con la súplica, y le respondió en estos términos: —«¿Cómo tú, hombre ruin, viendo que yo en persona hago esta jornada contra la Grecia, que conduzco a mis hermanos, a mis familiares y amigos, te has atrevido a hacer mención de ese tu hijo que, siendo mi esclavo, debería en ella acompañarme con toda su familia y aun su misma esposa? Quiero que sepas, si lo ignorabas todavía, que es menester mirar cómo se habla, pues en los oídos mismos reside el alma, la cual, cuando se habla bien, da parte de su gusto a todo el cuerpo, y cuando mal, se entumece e irrita. Al mostrarme tú liberal, hablando como debías, no te pudiste alabar de haber sido más bizarro de palabra de lo que tu soberano fue magnífico por obra. Mas ahora que te me presentas con una súplica desvergonzada, si bien no llevarás todo tu merecido, no dejarás con todo de pagar parte de tu castigo. Agradécelo a los servicios con que de huéspedes nos trataste, que ellos son los que a ti y a cuatro de tus hijos os libran de mis manos: sólo te condeno a perder ese solo por quien muestras tanto cariño y predilección.» Acabada de dar esta respuesta, dio orden a los ejecutores ordinarios de los suplicios que fuesen al punto a buscar al hijo primogénito de Pitio, y hallado le partiesen por medio en dos partes, y luego pusiesen una mitad del cuerpo en el camino público a mano derecha, y la otra a mano izquierda, y que entre ellas pasase el ejército.
XL. Ejecutada así la sentencia, iba desfilando por allí la armada. Marchaban delante los bagajeros con todas las recuas y bestias de carga; detrás de estos venían sin separación alguna las brigadas de todas las naciones, las que componían más de una mitad del ejército. A cierta distancia, puesto que no podían acercarse al rey dichas brigadas, venían delante del soberano mil soldados de a caballo, la flor de los persas: seguíanles mil alabarderos, gente asimismo la más gallarda del ejército, que llevaban las lanzas con la punta hacia tierra. Luego se veían diez caballos muy ricamente adornados, a los que llaman los sagrados Niseos; y la causa de ser así llamados es porque en la Media hay una llanura conocida por Nisa, de la cual toman el nombre los grandes caballos que en ella se crían. Inmediato a estos diez caballos se dejaba ver el sagrado carro de Júpiter, tirado de ocho blancos caballos, en pos de los cuales venía a pie el cochero con las riendas en la mano, pues ningún hombre mortal puede subir sobre aquel trono sacro. Venía en seguida el mismo Jerjes sentado en su carroza tirada de caballos Niseos, a cuyo lado iba a pié el cochero, el cual era un hijo de Otanes, persa principal, llamado Patirampes.
XLI. De este modo salió Jerjes de Sardes, pero en el camino, cuando le venía en voluntad, dejando su carro pasaba a su carroza o harmamaxa: a sus espaldas venían mil alabarderos, los más valientes y nobles de todos los persas, que traían sus lanzas, según suelen, levantadas. Seguíase luego otro escuadrón de caballería escogida compuesto de mil persas, y detrás de él marchaba un cuerpo de la mejor infantería, que constaba de diez mil. Mil de ellos iban cerrando alrededor todo aquel cuerpo, los cuales en vez de puntas de hierro llevaban en su lanza unas granadas de oro, los restantes nueve mil, que iban dentro de aquel cuadro llevaban en las lanzas granadas de plata. Granadas de oro traían asimismo los que dijimos que iban con las lanzas vueltas hacia tierra y los más inmediatos a Jerjes. Seguíase a este cuerpo de diez mil, otro cuerpo también de diez mil de caballería persiana; quedaba después un intervalo de dos estadios.
XLII. En esta forma marchó el ejército desde la Lidia hacia el río Caico, en la provincia de la Misia, desde el cual, llevando a mano derecha el monte Canes, se encaminó pasando por Atarnes a la ciudad Carina, y de allí haciendo su camino por la llanura de Teba, por la ciudad de Tramitio y por Antandro, ciudad de los pelasgos, y dejando a su mano izquierda al Ida, llegó a la región Ilíada. Lo primero que allí le sucedió fue que, haciendo noche a las raíces del monte Ida, sobrevinieron al ejército tantos truenos y rayos que dejaron allí mismo mucha gente muerta. Moviendo después el ejército hacia el Escamandro, que fue el primer río con quien dieron en el camino después de salidos de Sardes, secaron sus corrientes, no bastando el agua para la gente y bagaje.
XLIII. Habiendo llegado Jerjes a dicho río, movido de curiosidad quiso subir a ver a Pérgamo, la capital de Príamo. Registróla y se informó particularmente de todo, y después mandó sacrificar mil bueyes a Minerva Ilíada. No dejaron sus magos de hacer libaciones en honor de los héroes del lugar. Apoderóse del ejército aquella noche un gran terror. Al hacerse de día emprendió su camino dejando a la izquierda las ciudades de Retio y Dárdano, que está confinante con Ábidos; y a la derecha la de Gergitas, colonia de los Teucros.
XLIV. Estando ya Jerjes en Ábidos, quiso ver reunido a todo su ejército. Habían levantado los abidenos encima de un cerro, conforme a la orden que les había dado, un trono primorosamente hecho de mármol blanco, allí cerca de la ciudad. Sentado en él Jerjes, estaba contemplando todo su ejército de mar y tierra esparcido por aquella playa. Este espectáculo despertó en él la curiosidad de ver un remedo de una batalla naval, y se hizo allí una naumaquia en que vencieron los fenicios de Sidon. Quedó el rey tan complacido por el simulacro del combate como por la vista de la armada.
XLV. Sucedió, pues, que viendo Jerjes todo el Helesponto cubierto de naves, y llenas asimismo de hombres todas las playas y todas las campiñas de los abidenos, aunque primero se tuvo por el mortal más feliz y de tal se alabó, poco después prorrumpió él mismo en un gran llanto.
XLVI. Viendo aquello Artabano, su tío paterno, el mismo que antes con un parecer franco e ingenuo había desaconsejado al rey la expedición contra la Grecia; viendo, pues, aquel gran varón que lloraba Jerjes, —«Señor, le dijo, ¿qué novedad es esta? ¿cuánto va de lo que hacéis ahora a lo que poco antes hacíais? ¡Poco ha feliz en vuestra opinión, al presente lloráis!— No lo admires, replicóle Jerjes, pues al contemplar mi armada me ha sobrecogido un afecto de compasión, doliéndome de lo breve que es la vida de los mortales, y pensando que de tanta muchedumbre de gente ni uno sólo quedará al cabo de cien años.» A lo cual respondió Artabano: —«Aun no es ello lo peor y lo más digno de compasión en la vida humana; pues, siendo tan breve como es, nadie hubo hasta ahora tan afortunado, ni de los que ahí veis, ni de otros hombres algunos, que no haya deseado, no digo una sino muchas veces, la muerte antes que la vida; que las calamidades que a esta asaltan y las enfermedades que la perturban, por más breve que ella sea, nos la hacen parecer sobrado duradera; en tanto grado, señor, que la muerte misma llega a desearse como un puerto y refugio en que se dé fin a vida tan miserable y trabajosa. No sé si diga que por la aversión que Dios nos tiene nos da una píldora venenosa dorada con esa dulzura que nos pone en las cosas del mundo.»
XLVII. A todo esto replicóle Jerjes: —«Lo mejor será, Artabano, que pues nos vemos ahora en el mayor auge de la fortuna, nos dejemos de filosofar acerca de la condición y vida humana tal como la pintas, sin que hagamos otra mención de sus miserias. Lo que de ti quiero saber es, si a no haber tenido antes entre sueños aquella visión tan clara, te afirmarías aun en tu primer sentimiento, disuadiéndome la guerra contra la Grecia, o si mudaras de opinión: dímelo, te ruego, francamente. —Señor, le responde Artabano, ¡quiera Dios que la visión entre sueños tenga el éxito que ambos deseamos! De mí puedo deciros que me siento hasta aquí tan lleno de miedo, que me hallo fuera de mí mismo, no sólo por mil motivos que callo, sino principalmente porque veo que dos cosas de la mayor importancia nos son contrarias en esta guerra.»
XLVIII. «¡Hombre singular! interrumpióle Jerjes, ¿qué significas con esa salida? ¿No me dirías qué cosas son esas dos que tan contrarias me son? Dime: ¿acaso el ejército por corto te parece despreciable, creyendo que el de los griegos ha de ser sin comparación mucho más numeroso? ¿o acaso nuestra armada será inferior a la suya? ¿o en una y otra nos han de dar ellos ventaja? Si nuestras fuerzas que ahí ves te parecen escasas para la empresa, voy a dar orden al punto que se levante un ejército mayor.»
XLIX. A esto repuso Artabano: —«¿Quién, señor, sino un hombre insensato podrá tener en poco ni ese número sinnúmero de tropas, ni esa multitud infinita de naves? No es eso lo que pretendía; antes digo que si acrecentáis el número, añadiréis peso y valor a aquellas dos cosas que mayor guerra nos hacen: y ya que os empeñáis en saberlo, son estas: la tierra y el mar. No hay en todo el mar, a lo que imagino, un puerto que en caso de tempestad sea capaz de abrigar tan grande armada y de poner tanta nave fuera de peligro; y lo peor que de nada nos sirviera un puerto tal, si lo hubiera únicamente en alguna parte, pues nosotros lo necesitáramos en todas las playas de tierra firme donde nos encaminásemos. Ved, pues, señor, cómo por falta de puertos capaces están nuestras fuerzas al arbitrio de la fortuna enemiga y no la fortuna al arbitrio de nuestras fuerzas. Dicha la una de las cosas contrarias, voy a mostraros la otra. La misma tierra os hará una guerra tal, que aun cuando no os oponga fuerzas ningunas, se os mostrará tanto más enemiga, cuanto más os internareis en ella, conquistando siempre más y más países al modo de los hombres que nunca saben moderar su ambición poniendo limites a la próspera fortuna. Con esto significo que al paso que se aumente la tierra subyugada empleando más largo tiempo en las conquistas, a ese mismo paso se nos irá introduciendo el hambre. Esto bueno es tenerlo previsto; pues claro está que aquel debe pasar por mejor político, a quien en la consulta impone temor todo lo que prevé que podría salirle mal y a quien en la ejecución nada le acobarda.»
L. Respondió Jerjes por su parte: —«No puede negarse, Artabano, que hablas en todo con juicio, si bien no debe temerse todo lo que puede suceder, ni contar igualmente con ello, pues el que en la deliberación de todos los casos que se van ofreciendo quisiese siempre atenerse a cualquier razón en contrario, ese tal jamás haría cosa da provecho. Vale más que, lleno siempre de ánimo, se exponga uno a que no lo salgan bien la mitad de sus empresas, que no el que lleno siempre de miedo y sin emprender cosa jamás, no tenga mal éxito en nada. Aun hay más: que si uno porfía contra lo que otro dice y no da por su parte una razón convincente que asegure su parecer, éste no se expone menos a errar que su contrario, pues corren los dos parejos en aquello. Soy de opinión que ningún hombre mortal es capaz de dar un expediente que nos asegure de lo que ha de suceder. En suma, la fortuna por lo común se declara a favor de quien se expone a la empresa, y no de quien en todo pone reparos y a nada se atreve. ¿Ves a qué punto de poder ha llegado felizmente el imperio de los persas? Pues dígote que si los reyes mis predecesores hubieran pensado como tú, o al menos se hubieran dejado regir por unos consejeros de tu mismo, humor, jamás vieran el estado tan floreciente y poderoso. Pero ellos se arrojaron a los peligros, y su osadía engrandeció el imperio; que con grandes peligros se acaban las grandes empresas. Emulo yo, pues, de sus proezas, emprendo la expedición en la mejor estación del año; yo, conquistada toda la Europa, daré la vuelta sin haber experimentado en parte alguna los rigores del hambre, sin haber sentido desgracia ni disgusto alguno. Nosotros, por una parte, llevamos mucha provisión de bastimentos, y por otra tendremos a nuestra disposición el trigo de las provincias y naciones adonde entraremos; que por cierto no vamos a guerrear contra unos pueblos nómadas, sino contra pueblos labradores.»
LI. Después de este debate movió otro Artabano. «Señor, le dice, ya que no dais lugar al miedo, ni queréis que yo se lo dé, seguid siquiera mi consejo en lo que voy a añadir, pues como son tantos los negocios, es preciso que sea mucho lo que haya que decir. Ya sabéis que Ciro, hijo de Cambises, fue quien con las armas hizo tributario de los persas a toda la Jonia, menos a los atenienses. Soy de parecer que en ninguna manera conviene, que llevéis en vuestra armada a los jonios contra su madre patria, pues sin ellos bien podremos ser superiores a nuestros enemigos. Una de dos, soñar; o han de ser ellos una gente la más perversa si hacen esclavo a su madre patria, o la más justa si procuran su libertad. Poco vamos a ganar en que sean unos malvados; pero si quisieren obrar como hombres de bien, muy mucho serán capaces de incomodarnos y aun de perder vuestra armada. Bueno será, pues, que hagáis memoria de un proverbio antiguo y verdadero, que «hasta el fin no se canta victoria.»
LII. «Artabano, le responde Jerjes, de cuanto hasta aquí has filosofado en nada te alucinaste más que en ese tu temor de que los jonios puedan volverse contra nosotros. A favor de su fidelidad tenemos una prueba la mayor, de la cual eres tú mismo buen testigo, y pueden serlo juntamente los que siguieron a Darío contra los escitas; pues sabemos que en mano de ellos estuvo el perder o salvar todo aquel ejército, y que dieron entonces muestra de su hombría de bien y de su mucha lealtad no dándonos nada que sentir. Además, ¿qué novedades han de maquinar ellos dejando ahora en nuestro poder y dominio a sus hijos, a sus mujeres y a sus bienes? Déjate ya de temer tal cosa, guarda en todo buen ánimo; ve y procura cuidar bien de mi palacio y de mi reino, que a ti sólo fío yo la regencia de mis dominios.»
LIII. Así dijo, y enviando a Susa a Artabano, convoca segunda vez a los grandes de la Persia, a quienes reunidos habló de esta conformidad: —«El motivo que para juntaros aquí he tenido, nobles y magnates, ha sido el exhortaros a que continuéis en dar pruebas de vuestro valor, no degenerando de hijos de aquellos persas que tantas y tan heroicas proezas hicieron, sino mostrando cada uno de por sí y todos en común vuestros ánimos y bríos varoniles. La gloria y provecho de la victoria que vamos a lograr será común a todos: esto me mueve a encargaros que toméis con todo empeño esta guerra, pues vamos a hacerla contra unos enemigos, a lo que oigo decir, valientes, a quienes si venciéremos, no nos restará ya nación en el mundo que se atreva, a salir en campaña contra nosotros. Ahora, pues, con el favor de los dioses tutelares de la Persia e implorada su protección, pasemos hacia la Europa.»
LIV. Aquel día lo emplearon en disponerse para el tránsito: al día siguiente esperaban que saliera el sol, al cual querían ver salido antes de emprender el paso, ocupados entretanto en ofrecerle encima del puente toda especie de perfumes, cubriendo y adornando con arrayanes todo aquel camino. Empieza a dejarse ver el sol, y luego Jerjes, haciendo al mar con una copa de oro sus libaciones, pide y ruega al mismo tiempo a aquel su dios que no le acontezca ningún encuentro tal, que lo obligue a detener el curso de sus victorias antes de haber llegado a los últimos términos de la Europa. Acabada la súplica, arrojó dentro del Helesponto, juntamente con la copa, una pila de oro y un alfanje persiano llamado acinaces. No acabo de entender si estos dones echados al agua los consagró en honor del sol, o si arrepentido de haber mandado azotar al Helesponto, los ofreció al mar a fin de aplacarle.
LV. Acabada esta ceremonia religiosa, empezó a desfilar el ejército: la infantería y toda la caballería por el puente que miraba hacia el Ponto, y por el que estaba a la parte del Egeo los bagajes y gente de la comitiva. Iban en la vanguardia diez mil persas, todos ellos con sus coronas, y después les seguían los cuerpos de todas aquellas tan varias naciones sin separación alguna. Estos fueron los que pasaron aquel primer día: al siguiente fueron los primeros en verificarlo los caballeros y los que llevaban sus lanzas inclinadas hacia abajo, coronados también todos ellos: pasaban después los caballos sagrados y el carro sacro, al que seguía el mismo Jerjes y los alabarderos y los mil soldados de a caballo, después de los cuales venía lo restante del ejército. Al mismo tiempo fueron pasando las galeras de una a otra orilla; si bien a ninguno he oído que el rey pasó el último de todos.
LVI. Pasado Jerjes a la Europa, estuvo mirando desfilar a su ejército compelido de los oficiales con el azote en la mano, paso en que se emplearon siete días enteros con sus siete noches, sin parar un instante sólo. Dícese que después que acabó Jerjes de pasar el Helesponto, exclamó uno de los del país: «¡Oh Júpiter! ¿a qué fin tú ahora en forma de persa, tomado el nombre de Jerjes en lugar del de Jove, quieres asolar a la Grecia conduciendo contra ella todo el linaje humano, pudiendo por ti sólo dar en el suelo con toda ella?»
LVII. Pasado ya todo el ejército, al ir a emprender la marcha, sucedióles un portento considerable, si bien en nada lo estimó Jerjes, y eso siendo de suyo de muy interpretación. El caso fue que de una yegua le nació una liebre, se ve cuán natural era la conjetura de que en efecto conduciría Jerjes su armada contra la Grecia con gran magnificencia y jactancia, pero que volvería pavoroso al mismo sitio y huyendo más que de paso de su ruina. Y no fue sólo este prodigio, pues otro le había ya acontecido hallándose en Sardes, donde una mula parió otra, y ésta monstruo hermafrodita, con las naturas de ambos sexos, estando la de macho sobre la de hembra.
LVIII. Jerjes, sin atender a ninguno de los dos prodigios, continuaba su camino conduciendo consigo el ejército. La armada naval, fuera ya del Helesponto, navegaba costeando la tierra con dirección contraria a las marchas del ejército, dirigiendo el rumbo a Poniente hacia el promontorio Sarpedonio, donde tenía orden de hacer alto. El ejército marchaba por el Quersoneso hacia Levante, dejando a la derecha el sepulcro de Hele, hija de Atamante, y a la izquierda la ciudad de Cardia. Pero después de atravesar por medio de cierta ciudad llamada Agora, torció hacia el golfo Melas, como se llama, y al río llamado también Melas, cuyos raudales no fueron bastantes para satisfacer al ejército y quedaron agotados. Y habiendo vadeado dicho río, del cual toma su nombre aquel seno, dirigióse a Poniente, y pasada Eno, ciudad de los eolios, como también la laguna Estentórida, continuó su viaje hasta Dorisco.
LIX. Es Dorisco una gran playa de la Tracia, término de una vasta llanura por donde corre el gran río Hebro, sobre el cual está fabricada una fortaleza real, a la que llaman Dorisco, en donde había una guarnición de persas colocada allí por Darío desde cuando hizo allí su jornada contra los escitas. Pareciéndole, pues, a Jerjes que el lugar era a propósito para la revista y reseña de sus tropas, empezó a ordenarlas allí y a contarlas. Y habiendo llegado así mismo a Dorisco todas las naves por orden de Jerjes, arrimáronlas los capitanes a la playa inmediata a Dorisco, donde están Sala, ciudad de los Samotracios, y Zona, terminando en Perrio, promontorio bien conocido; lugar que pertenecía antiguamente a los cicones. En esta playa, pues, arrimadas las naves y sacadas después a la orilla, respiraron los marineros por todo aquel tiempo en que Jerjes pasaba revista a sus tropas en Dorisco.
LX. No puedo en verdad decir detalladamente el número de gente que cada nación presentó, no hallando hombre alguno que de él me informe. El grueso de todo el ejército en la reseña ascendió a un millón y setecientos mil hombres; el modo de contarlos fue singular: juntaron en un sitio determinado diez mil hombres apiñados entre sí lo más que fue posible y tiraron después una línea alrededor de dicho sitio, sobre la cual levantaron una pared alrededor, alta hasta el ombligo de un hombre. Salidos los primeros diez mil, fueron después metiendo otros dentro del cerco, hasta que así acabaron de contarlos a todos, y contados ya, fuéronlos separando y ordenando por naciones.
LXI. Los pueblos que militaban eran los siguientes: Venían los persas propios llevando en sus cabezas unas tiaras, como se llaman, hechas de lana no condensada a manera de fieltro; traían apegadas al cuerpo unas túnicas con mangas de varios colores, las que formaban un coselete con unas escamas de hierro parecidas a las de los pescados; cubrían sus piernas con largas bragas; en vez de escudos usaban de gerras; traían astas cortas, arcos grandes, saetas de caña y colgadas sus aljabas, y de la correa o cíngulo les pendían unos puñales hacia el muslo derecho. Llevaban al frente por general a Otanes, padre de Amestris, la esposa de Jerjes. Estos pueblos eran en lo antiguo llamados por los griegos los Cefenes, y se daban ellos mismos el nombre de Arteos. Pero después que Perseo, hijo de Dánae y de Júpiter, pasó a casa de Cefeo, hijo de Belo, y casó con la hija de éste, llamada Andrómeda, como tuviese en ella un hijo, le puso el nombre de persa y lo dejó allí en poder de Cefeo, quien no había tenido la suerte de tener prole masculina. De este persa tomaron, pues, el nombre aquellos pueblos.
LXII. Venían también los bledos armados del mismo modo, pues aquella armadura es propia en su origen de los bledos y no de los persas. El general que los conducía era Tigranes, príncipe de la familia de los Aqueménidas. Eran estos pueblos en lo antiguo llamados generalmente Arios, pero después que Medea desde Atenas pasó a los Arios, también éstos mudaron el nombre, según refieren los mismos medos. Los Cisios, excepto en las mitras que llevaban en lugar de tiara a manera de sombrero, en todo lo demás de la armadura imitaban a los persas: su general era Anafes, hijo de Otanes. Los Hircanios, armados del mismo modo que los persas, eran conducidos por Megapano, el mismo que fue después virrey de Babilonia.
LXIII. Los asirios armados de guerra llevaban cubiertas las cabezas con unos capacetes de bronce, entretejidos a lo bárbaro de una manera que no es fácil declarar, si bien traían los escudos, las astas y las dagas parecidas a las de los egipcios, y a más de esto unas porras cubiertas con una plancha de hierro y unos petos hechos de lino. A estos llaman Sirios los griegos, siendo por los bárbaros llamados asirios, en medio de los cuales habitan los Caldeos. Era el que venía a su frente por general Otanes, hijo de Artaqueo.
LXIV. Militaban los Batrianos armando sus cabezas de en modo muy semejante a los medos, con sus lanzas cortas y con unos arcos de caña según el uso de su tierra. Los sacas o escitas cubrían la cabeza con unos sombreros a manera de gorro recto y puntiagudo, iban con largos zaragüelles, y llevaban unas ballestas nacionales, unas dagas y unas segures o sagares. Siendo estos escitas Amirgios, llamábanlos sacas porque los persas dan este nombre a todos los escitas. El general de estas dos naciones de bactrianos y Sacas era Histaspes, hijo de Darío y de la princesa Atosa, hija de Ciro.
LXV. Los indios iban vestidos de una tela hecha del hilo de cierto árbol, llevando sus arcos y también las saetas de caña, pero con una punta de hierro: así armados venían a las órdenes de Farnazatres, hijo de Artabates. Llevaban ballestas los Arios al uso de la Media, y los demás aparatos al uso de los bactrianos, y tenían por comandante a Sisamnes, hijo de Hidarnes.
LXVI. Las mismas armas que las bactrianos llevan los Partos, los Corasmios, los Sogdianos, los Gandarios y los Dadicas. Eran sus respectivos generales: de los Partos y de los Corasmios, Artabanes, hijo de Farnaces; de los Sogdianos, Azanes, hijo de Artes; de los Gandarios y de los Dadicas, Artifio, de Artabano.
LXVII. Los Caspianos, vestidos con sus pellicos, venían armados de alfanjes y de unos arcos de caña propios de su país, y apercibidos así para la guerra, llevaban a su frente al jefe Arlomarlo, hermano de Artifio. Los Sarangas, vistosos con sus vestidos de varios colores, traían unos borceguíes que les llegaban a la rodilla, y unos arcos y lanzas al uso de los medos, y su general era Ferentes, hijo de Megabazo. Venían los Pactías con sus zamarras, armados de unos puñales y de unos arcos al uso de su tierra, conducidos por el jefe Arintas, hijo de Itamames.
LXVIII. Del mismo modo que los Pactías, se dejaban ver armados los Utios, los Micos y los Paricanios. Tenían éstos dos generales, porque de los Utios y Micos lo era Arsamenes, hijo de Darío, y de los Paricanias lo era Siromitras, hijo de Eobazo.
LXIX. Los Arabel, que traían ceñidas sus ziras o marlotas, llevaban unas arcos largos que de una y otra parte se doblaban, colgados del hombro derecho. Venían los etíopes, cubiertos con pieles de pardos y de leones con unos arcos largos por lo menos de cuatro codos, hechos del ramo de la palma. Llevaban unas pequeñas saetas de caña, las cuales en vez de hierro tenían unas piedras aguzadas con las que suelen abrir sus sellos: traían ciertas lanzas cuyas puntas en vez de hierro eran unos cuernos agudos de cabras monteses, y a más de esto unas porras con clavos alrededor. Al ir a pelear suelen cubrirse de yeso la mitad del cuerpo y la otra mitad de almagre. El general que mandaba a los árabes y a los etíopes situados sobre el Egipto era Arsames, hijo de Darío y de Aristona, hija de Ciro, a la cual como Darío amase más que a sus otras mujeres, hizo una estatua de oro trabajado a martillo.
LXX. De los etíopes que caen sobre el Egipto, como también de los árabes, era, repito, el jefe Arsames; pero los etíopes o negros del Oriente, pues dos eran las naciones de etíopes que en el ejército había, estaban agregados al cuerpo de los indios, en el color nada diferentes de los otros, pero mucho en la lengua y en el pelo, porque los etíopes del Oriente tienen el cabello lacio y tendido, y los de la Libia lo tienen más crespo y ensortijado que los demás hombres. Los etíopes asiáticos de que hablaba iban por lo demás armados como los indios, sólo que en lugar de visera traían el cuero de las cabezas de los caballos con sus orejas y crines, de suerte que la crin les servía de penacho, y llevaban las orejas levantadas. En vez de escudos con que cubrirse, usaban de las pieles de las grullas.
LXXI. Venían los libios defendidos con una armadura de cuero, y usaban de unos dardos tostados al fuego: era su general Masages, hijo de Oarizo.
LXXII. Concurrían los paflagonios a la guerra, armada la cabeza con unos morriones encajados, con unos pequeños escudos, con unas no muy largas astas, con sus dardos y puñales. Llevaban unos botines hasta media pierna al uso del país. Con las mismas armas que los de Paflagonia concurrían los ligies, los matienos, los mariandinos, y los siros, que son por los persas llamados capadoces. Conducía a los paflagones y matienos el general Doto, hijo de Megasirdo, y a los mariandinos, ligies y siros el general Brias, hijo de Darío y de Aristone.
LXXIII. Su armadura, muy parecida a la paflagónica, tenían con cortísima diferencia los frigios, quienes, según cuentan los macedonios, mientras que fueron europeos y vecinos de aquellos se llamaban Briges, pero pasados al Asia, juntamente con la región, mudaron de nombre. Los Armenios, colonos de los frigios, venían armados como ellos y el adalid de estas dos naciones era Artoemes, casado con una hija de Darío.
LXXIV. Los lidios tenían unas armas muy parecidas a las griegas: estos pueblos, llamados antiguamente Meones, mudaron de nombre, tomando el nuevo de Lido, hijo de Atis. Llevaban los misios en sus cabezas unos capacetes del país y unos pequeños escudos, usando de ciertos dardos tostados: son colonos de los lidios y se llaman olimpienos, tomando el nombre del monte Olimpo. El jefe de entrambos pueblos, lidios y misios, era Artafernes, hijo de aquel Artafernes que en compañía de Datis dio la batalla de Maratón.
LXXV. Armábanse los tracios con unas pieles de zorra en la cabeza y con túnicas alrededor del cuerpo, que cubrían con ziras o marlotas de varios colores: en los pies, y piernas llevaban borceguíes hechos de las pieles de los cervatillos: usaban de dardos, de peltas y de pequeñas dagas. Trasplantados estos al Asia menor, se llamaron bitinios, siendo antes, como dicen ellos mismos, llamados estrimonios, porque habitaban a las orillas del Estrimón, de donde pretenden que fueron arrojados por los Teucros y misios.
LXXVI. Era general de los tracios situados en el Asia, Basaces, hijo de Artabano. Tenían aquellos unos pequeños escudos de cuero crudo de buey, y venía cada uno con dos dardos, con que suelen cazar los lobos: llevaban en la cabeza un casco de bronce, al cual estaban pegadas unas orejas y cuernos de buey también de bronce, y sobre el casco su penacho: adornaban las piernas con listones de púrpura. Entre estos pueblos se halla un oráculo de Marte.
LXXVII. Los Cabeles Meones que llaman Lasonios imitaban a los Cilicios en la armadura, que describiré cuando llegue a hablar de los últimos en su lugar. Traían los Milias unas lanzas cortas, y apretaban sus vestidos con unas hebillas: llevaban algunos de ellos unos arcos licios y en la cabeza unos capacetes de cuero. A todos estos capitaneaba Bardes, hijo de Histaspes. Cubrían los moscos la cabeza con un casco de madera, y llevaban sus escudos y sus astas pequeñas, pero armadas con una gran punta.
LXXVIII. Armados como los moscos venían los tibarenos, los macrones y los mosinecos, y eran conducidos por los siguientes caudillos: los moscos y tibarenos por Ariomardo, que era hijo de Darío, habido en Parmis, hija de Esmerdis y nieta de Ciro; los macrones y mosinecos por Artaictes, hijo de Querasmis, el cual era gobernador de Sesto sobre el Helesponto.
LXXIX. Cubrían los Mares la cabeza con unas celadas propias del país que se podían plegar, y llevaban además unos escudos pequeños de cuero también con sus dardos. Traían los coleos puestas en la cabeza unas celadas hechas de madera, y en la mano unos escudos de cuero de buey no adobado; usaban astas cortas y también espadas. General de los Mares y de los coleos era un hijo de Teaspes, por nombre Farandates; pero el de los Alarodios y de los Saspires, armados a semejanza de los colcos, era Masistio, hijo de Siromitres.
LXXX. Vestidas y armadas casi como los medos seguían al ejército las naciones de las islas del mar Eritreo, en donde confina el rey a los que llaman deportados. De estos isleños era comandante Mardontes, hijo de Bageo, quien siendo general dos años después quedó muerto en la batalla de Micale.
LXXXI. Todas estas naciones que por tierra servían, eran las que venían alistadas en el ejército del continente. Nombrados llevo los generales mayores de ellas, a cuyo cargo estaba el ordenar y distribuir en cuerpos menores aquella tropa, nombrando a los oficiales subalternos, así los que mandaban a mil, como los que a diez mil hombres, si bien estos últimos eran los que señalaban a los capitanes para cien hombres, y a los cabos para diez. Verdad es que había otros prefectos que cuidaban de las brigadas y de las naciones, pero los generales mayores eran los mencionados.
LXXXII. Sobre estos y sobre todo el ejército de tierra, seis eran los generalísimos que tenían el mando universal: el uno era Mardonio, hijo de Gobrias; el otro Tritantecmes, hijo de aquel Artabano que fue de parecer no se hiciera la expedición contra la Grecia; el tercero Esmerdomenes, hijo de Otanes, el cual siendo como el anterior hijo de un hermano de Darío, eran ambos primos del mismo Jerjes; el cuarto era Masistes, hijo de Darío y de Atosa; el quinto Gergis, hijo de Arizo; el sexto Megabizo, hijo de Zópiro.
LXXXIII. Estos eran los generalísimos de todo el ejército de tierra, exceptuados empero los diez mil persas escogidos a quienes mandaba Hidarnes, hijo de Hidarnes. Llamábanse estos persas los Inmortales, porque si faltaba alguno de dicho cuerpo por muerte o por enfermedad, otro hombre entraba luego a suplir el lugar vacante, de suerte que nunca eran ni más ni menos de diez mil persas. Su uniforme era de todos el más vistoso, y ellos los mejores y más valientes. Su armadura era la que dejo antes descrita, y a más de ella se distinguían por la gran cantidad de oro de que iban adornados. Seguíales la comitiva de muchas carrozas y en ellas sus concubinas, y una gran compañía de criados con vistosas libreas. Sus bastimentos, separados de las vituallas del ejército, eran conducidos por camellos y otros bagajes.
LXXXIV. Todas las naciones dichas suelen servir en la caballería, pero no todas iban montadas, sino sólo las que voy a decir. Los persas militaban a caballo con las mismas armas que usaba su infantería; sólo que algunos llevaban unos yelmos hechos de bronce y de hierro.
LXXXV. Hay a más de estos, ciertos pastores llamados sagartios que, hablando la lengua de los persas, usan un traje medio entre el de éstos y el de los pactiyes. Componían, pues, aquellos un cuerpo de 8.000 caballeros, si bien, según su uso, no llevaban armas ni de bronce ni de hierro, salvo su puñal. Sus armas eran unos ramales hechos de correas, con los cuales entraban animosos en batalla, en la cual suelen pelear en esta forma: métense entre los enemigos y les echan sus ramales que en la extremidad tienen ciertos lazos; al infeliz que enlazan, sea hombre, sea caballo, le arrastran hacia ellos, y enredado de cerca le matan. Tal es el modo que tienen de pelear, y son contados entre la milicia de los persas.
LXXXVI. Iguales armas que la infantería usaban los medos y también los Cisios de a caballo. Los indios, armados asimismo como sus infantes, peleaban cada uno, o desde su montura, o desde sus carros tirados por caballos o por asnos silvestres. Los jinetes bactrianos iban armados como los peones, no menos que los Caspios e igualmente que los Libios, quienes venían todos montados en sus carros: los caballeros Caspios y Paricanios usaban también las armas de sus peones: los árabes, si bien eran semejantes en la armadura a los de a pie, venían sobre sus camellos que no ceden en ligereza a los caballos.
LXXXVII. Servían únicamente en la caballería estas naciones, cuyo número subía a 8.000, exceptuados los carros y los camellos. Todos los que a caballo servían, estaban distribuidos en sus respectivos escuadrones; pero los árabes ocupaban aparte el último lugar, por cuanto los caballos no pueden sufrir la compañía de los camellos, y así para que éstos no les espantasen venían los postreros.
LXXXVIII. Eran generales de la caballería los dos hijos de Datis, el uno Armamitres y el otro Titeo, habiendo quedado enfermo en Sardes el tercer general, Farnuques, quien al partir de aquella ciudad tuvo una sensible desgracia. Sucedió que al montar a caballo pasó un perro por debajo del vientre de éste; el caballo, que no lo había visto venir, se espantó, y empinándose de repente, arrojó a Farnuques. De la caída se le originó un vómito de sangre que al cabo vino a parar en una tisis. Sus criados en el acto hicieron con el caballo lo que su amo les mandó, llevándolo al mismo lugar en donde arrojó al señor y cortándole las piernas hasta las rodillas. Por este accidente perdió Farnuques su mando de general.
LXXXIX. El total de las galeras subía a 1.207, las que venían suministradas por las naciones siguientes: Con 300 concurrían los fenicios, juntamente con los Sirios de la Palestina, quienes armaban sus cabezas con unos yelmos muy semejantes a los de los griegos; cubrían su pecho con unos petos de Lino, llevaban unos dardos y escudos sin marco en su contorno. Tenían estos fenicios en lo antiguo, conforme dicen, su asiento en el mar Eritreo, de donde pasaron a vivir en las costas de la Siria, cuya región y todo lo que hasta el Egipto se extiende se llama Palestina. Con 200 galeras concurrían los egipcios, que llevaban en sus cabezas unos capacetes tejidos, unos escudos cóncavos con grandes cercos que los rodeaban, unas lanzas náuticas y unas enormes segures. Completaban su armadura unos grandes sables que llevaba el mayor número de ellos, cubiertos también con sus coseletes.
XC. Venían armados a su modo los Chipriotas con 130 naves: sus reyes llevaban atados a la cabeza unos turbantes o mitras; los otros traían túnicas, y en lo demás imitaban la armadura griega. Sus pueblos, parte son oriundos de Salamina y de Atenas, parte de la Arcadia, parte de Cidno, parte de la Fenicia y parte de la Etiopía, según los mismos Chipriotas nos refieren.
XCI. Los Cilicios daban por su parte 100 naves, y traían armadas las cabezas con celadas de su país; en vez de escudos usaban adargas hechas de cuero crudo de los bueyes; vestían túnicas de lana; llevaba cada uno dos dardos y una espada parecida a las de Egipto. Estos pueblos en los tiempos antiguos se llamaban hipaqueos, y después tomaron el nombre que tienen de un fenicio llamado Cilix, que era hijo de Agenor. Presentaban los panfilios 30 naves y usaban de armadura griega, siendo descendientes de ciertos griegos que, después de la guerra de Troya, se separaron de los demás en compañía de Anfíloco y Calcante.
XCII. Con 50 naves venían los licios, armados de petos y botines; tenían arcos de cuerno, saetas de caña sin alas, dardos, y además hoces y puñales; llevaban pendientes de los hombros, unas pieles de cabra, y en sus cabezas unos sombreros coronados con plumajes. Los licios, originarios de Creta, se llamaban antes termiles, y tomaron su nuevo nombre de Lico, hijo de Pandion, natural de Atenas.
XCIII. Los dorios del Asia, que iban armados a lo griego, siendo colonos del Peloponeso, venían con 30 galeras. Con 70 se presentaron los carios, armados en lo demás como los griegos, sólo que tenían sus hoces y dagas. Llevo ya dicho en lo que antes escribí cómo se llamaban anteriormente tales pueblos.
XCIV. Contribuían con 100 galeras a la amada los jonios, apercibidos y armados como los griegos. Estos pueblos, todo el tiempo que habitaron el Peloponeso en la región que al presente se llama Acaya, lo que sucedió antes que Dánao y Juto viniesen a dicho Peloponeso, se llamaban pelasgos Eqialees (de la plaga), si estamos a lo que dicen los griegos; pero después, del nombre de Jon, hijo de Juto, se llamaron jonios.
XCV. Los isleños, armados al modo griego, presentaron 47 galeras; eran estos asimismo de nación pelásgisca, y se llamaron jonios por la misma razón que las doce ciudades, pero jonios venidos de Atenas. Concurrían los eolios con 60 galeras y con las armas a la griega; los cuales, según es tradición de los griegos, llevaban también en lo antiguo el nombre de pelasgos. Los helesponcios, excepto los de Ábidos, a quienes había el rey mandado que sin dejar su país tomasen a su cargo la guardia del puente; los restantes pueblos, digo, de las costas del Helesponto, armados al par de los griegos como colonos de los dorios y jonios, se presentaron con 100 naves.
XCVI. En todas las galeras dichas iba tropa de persas, de medos y de Sacas para los combates. Las naves más listas y ligeras eran las de los fenicios, y entre estas con especialidad la de los sidionios. Así para estas naves, como, para las tropas de tierra, cada nación había enviado sus respectivos jefes, de los cuales no haré particular mención, por no pedirlo necesariamente el designio de mi historia. Ellos eran tantos, en efecto, cuantas eran las ciudades que enviaban su contingente; pero no todos tenían mérito particular que los haga dignos de memoria, mayormente no concurriendo en calidad de comandantes sino de meros vasallos, pues tengo ya dicho quiénes eran los persas que tenían toda la autoridad como generales de cada la nación.
XCVII. Los caudillos de la armada naval eran Ariabignes, hijo de Darío; Prejaspes, hijo de Aspitines; Megabazo, hijo de Megabates; y Aquemedes, hijo de Darío. De la armada jónica y cariana era jefe Artabignes, a quien tuvo Darío en una hija de Gobrias; de la egipcia lo era Aquemenes, por parte de padre y madre hermano de Jerjes; del resto de la armada lo eran los otros dos. El número de los trieconteros (naves de 30 remos), de penteconteros (de 50 remos), de cercuros (naves de carga) y de barcas largas para el transporte de la caballería, parece que era de tres mil bastimentos.
XCVIII. Los sujetos de mayor nombre después de los generales que venían embarcados eran el sidonio Tetramnesto, hijo de Amiso; el tirio Mapen, hijo de Siromo; el aradio Mérbalo, hijo de Agabalo; el cilicio Sienesis, hijo de Oromedonte; el licio Cibernisco, hijo de Sica; los dos Chipriotas Gorgo, hijo de Quersis, y Timonax, hijo de Timágoras, y tres carios, Histieo hijo de Timnes, Pigres hijo de Seldomo, y Damasitimo hijo de Candaules.
XCIX. Y si bien no me miro obligado a hacer mención de los otros jefes, la haré con todo de Artemisa, mujer que siguió la expedición contra la Grecia, cuyo valor me tiene lleno de admiración. Muerto su marido, siendo ella la soberana de su ciudad, y viendo que su hijo era niño todavía, por más que no la llamase obligación precisa, no le sufrió con todo su honor y ánimo varonil el no concurrir a la guerra. Llamábase Artemisa, hija de Ligdamis, por parte de padre, natural de Halicarnaso, y de Creta por parte de madre: era señora de los Halicarnasios, de los Coos, de los nisirios y de los calidnios; y concurrió con cinco galeras que eran las más famosas de la armada después de las sidonias: ella fue la que dio al rey los acertados pareceres entre los de todos los aliados. La gente de las ciudades que ella, según dije, gobernaba, noto aquí que era toda Dórica, pues los halicarnasios son oriundos de Trecena, y los restantes de Epidauro. Y baste ya lo referido acerca de la armada naval.
C. Hecho el cómputo de las tropas y distribuidas éstas en escuadrones, tuvo Jerjes la curiosidad de contemplarlas pasando revista a todas ellas, lo cual así ejecutó. En su carro iba recorriendo cada nación, y plantado delante de ella hacía sus preguntas, las cuales iban notando sus escribanos: hízolo de este modo empezando por un cabo, y acabando por el otro, tanto de la caballería como, de la infantería. Después de verificada esta diligencia, como las galeras de nuevo hubiesen sido echadas al agua, dejando Jerjes su carro, se embarcó en una nave sidonia, y sentado en ella bajo un pabellón de oro, iba corriendo por delante de las proas de las galeras informándose de cada una y tomando las respuestas por escrito, del mismo modo que en el ejército de tierra. A este fin habían apartado sus galeras los capitanes cosa de cuatro pletros (400 pasos) de la orilla, y vueltas las proas a tierra habían formado una línea de frente, armados en ellas todos los combatientes en orden de batalla; de suerte que por entre las naves y la playa iba Jerjes haciendo la revista.
CI. Acabada ya la reseña de las galeras, saltó Jerjes, de su nave e hizo comparecer a Demarato, hijo de Ariston, que le acompañaba en la expedición contra la Grecia, y puesto en su presencia, hablóle en estos términos: —«Mucho gusto tendría ahora, Demarato, en que me respondieras a una pregunta que hacerte quiero. A lo que tú mismo dices y a lo que me aseguran los griegos que se han presentado en mi corte, tú eres griego y natural de una ciudad que ni es la menor, ni la menos poderosa de la Grecia. Quiero, pues, que me digas si tendrán valor los griegos para venir a las manos conmigo. Dígolo porque estoy persuadido de que ni todos los griegos, ni todos los demás hombres del Occidente, por más que se juntaran en un ejército, serían capaces de hacerme frente en campo de batalla, no yendo acordes entre ellos mismos. Mucha complacencia tendré, pues, en oír sobre esto tu parecer.» Esta fue la pregunta de Jerjes, y tal la respuesta de Demarato: —«Señor, le dice: ¿queréis que os diga la verdad desnuda, o que la disfrace con la lisonja?» A lo que respondió Jerjes mandándole decir la verdad asegurándole que por ella nada perdería de su gracia.
CII. Con esta seguridad en la fe de Jerjes, continuó Demarato: Pues que mandáis, señor, que hable francamente y os diga la verdad, yo os la diré de manera que no daré lugar a que después de esto me cojáis en mentira. La Grecia, señor, es una nación criada siempre sin lujo y con pobreza, pero hecha a la virtud, fruto de la sabiduría, y de la severa disciplina. Con la misma virtud que practica remedia su pobreza y se defiende de la servidumbre. Tal elogio debo darlo a todos los griegos que moran cerca de la región y países dóricos; pero no hablaré ahora de todos ellos, sino solamente de los lacedemonios. Y en primer lugar digo que de ningún modo cabe que den oídos a nuestras pretensiones, encaminadas a quitar la libertad a la Grecia, de suerte que aunque todos los demás griegos os presten vasallaje, ellos solos saldrán a recibiros con las armas en la mano. Ni os toméis el trabajo de preguntarme acerca del número de ellos para saliros al encuentro, porque, tened por sabido que si constare su ejército de mil hombres, con mil os darán la batalla; si menos fueren, con menos os la darán, y si fueren más, serán más los que la presenten.»
CIII. Al oírle púsose Jerjes a reír: —«Demarato, le replica, ¿qué absurdo es eso que dices? Vamos al caso: ¿no aseguras haber sido rey de esos valientes? Pregúntote ahora: ¿quisieras tú solo apostártelas aquí mano a mano contra diez hombres juntos? Y en verdad que si la disciplina civil y el buen orden entre vosotros es en todo como me lo pintas, pide el honor y decoro de la corona, que tú, rey de esos héroes, puedas habértelas con doblado número de enemigos. De suerte que si cada uno de ellos es capaz de hacer frente a diez hombres de los míos, debo a ti solo suponerte bastante para resistir a veinte, pues así y no de otro modo puedes salvar la verdad de tu respuesta. Pero si esos hombres son tales en el valor y en el talle de su cuerpo cual eres tú y cuales son los griegos que vienen a mi presencia, mira no sean esos elogios que les das una mera baladronada y vana exageración. Porque, por Dios, ¿qué camino lleva que 1.000 hombres, o sean 10.000, o sean 50.000, iguales todos ellos e igualmente libres, y no sujetos al imperio de un soberano, puedan hacer frente a un ejército tan grande como el mío, especialmente siendo nosotros más de 1.000 por uno de ellos, si es que subieren a 50.000? Bien pudiera ser que sujetos a las órdenes de un soberano, como entre nosotros se usa, por miedo de él sacasen esfuerzo de necesidad, y obligados con el látigo, embistiesen pocos contra muchos más; pero sueltos como están y dejada su elección a su arbitrio, no es posible que hagan uno ni otro: antes bien soy de sentir; que cuando fuese igual el número de entrambos, no se atreverían los griegos a entrar con los persas solos en batalla. Lo que dices de tanta bravura y valentía se hallará entre los nuestros, no a cada paso ciertamente, sino en tal cual soldado, pues alguno habrá de mis alabarderos persas, que se atreverá a desafiar a tres de los griegos a un tiempo mismo. Tú empero no lo sabes ni lo conoces; por eso exageras y encomias a tu salvo.»
CIV. A este discurso respondió Demarato: —«Bien veía señor, desde el principio que hablando verdad iba a perder vuestra gracia; pero como me obligabais a que os hablase con toda franqueza y sin lisonja, manifesté lo que según su deber harían los espartanos. Nadie sabe mejor que vos cuán apasionado podré estar a favor de unos hombres que me degradaron del honor y de los derechos a la corona heredados de mis abuelos; que me desnaturalizaron y me obligaron al destierro: y nadie sabe mejor que yo cuán obligado estoy a vuestro padre que me amparó, me dio alimentos con que vivir y casa en que morar. Me haréis la justicia de no pensar que un hombre de bien como yo, quiera olvidarse de tantos beneficios, sino que más bien quiere corresponder a ellos. Por lo que mira empero al valor, ni blasonaré de poder salir solo contra diez, ni solo contra dos, ni aun por mi gusto quisiera entrar en singular desafío con uno solo, si bien en caso de necesidad, o si algún empeño mayor a ello me estimulase, vendría gustosísimo en medir mi espada con la de alguno de esos persas que le dicen capaces de habérselas cada uno con tres griegos. Porque los lacedemonios cuerpo a cuerpo no son por cierto los más flojos del mundo, y en las filas son los más bravos de los hombres. Libres sí lo son, pero no libres sin freno, pues soberano tienen en la ley de la patria, a la cual temen mucho más que no a vos vuestros vasallos. Hacen sin falta lo que ella les manda, y ella les manda siempre lo mismo: no volver las espaldas estando en acción a ninguna muchedumbre de armados, sino vencer o morir sin dejar su puesto. Pero ya que os parecen absurdas mis razones, hago ánimo en adelante de no hablaros más sobre ello; lo que ahora dije lo dije precisado. Deseo, señor, que todo os salga a medida de vuestros deseos.»
CV. De la respuesta de Demarato hizo burla Jerjes, y tomándola a risa no dio muestra ninguna de enojo, sino que le envió enhorabuena y con mucha paz. Después de este coloquio, habiendo nombrado gobernador de Dorisco a Mascames, hijo de Megadostes, y depuesto el antecesor que Darío habla allí dejado, marchando por la Tracia, movió las armas hacia Grecia.
CVI. Era Mascames el nuevo gobernador un sujeto mérito, que a él sólo, como al persa más sobresaliente entre todos los gobernadores nombrados por Jerjes o por Darío, solía el rey hacer todos los años sus presentes, y aun Artajerjes, su hijo, continuó en hacer la misma demostración con los descendientes del mismo Mascames: porque habiendo, antes de la presente expedición, sido nombrados en todas partes gobernadores persas, así en la Tracia como en el Helesponto, por más que todos ellos, pasado el tiempo de la expedición, fueron echados por los griegos del Helesponto y de la Tracia, no lo fue él de Dorisco, no habiendo podido nadie arrojar a Mascames de aquella plaza, a pesar de las tentativas que muchos hicieron con este intento. Por tal motivo, pues, enviaba siempre regalos a aquel gobernador el rey actual de la Persia.
CVII. De todos los gobernadores que fueron echados, de aquellas plazas por los griegos, a ninguno tuvo Jerjes por oficial de mérito sino solamente a Boges el de Eona. A éste jamás acababa de celebrarle, y en atención a sus méritos honró muy particularmente a los hijos que de él quedaron entre los persas. Y en efecto, bien mereció Boges tan grandes elogios, porque viéndose cercado por los atenienses y por Cimon, hijo de Milcíades, aunque tuvo en su mano el salir capitulando de la plaza y restituirse salvo al Asia, no quiso hacerlo, porque al rey no le pareciese que con villanía había comprado su libertad y vida, sino que aguantó el sitio hasta la extremidad. Y cuando vio que no tenía ya más víveres en la plaza, lo que hizo fue degollar a sus hijos, a su mujer, a sus concubinas y a toda la demás familia, y muertos les pegó fuego: después cuanto oro y cuanta plata había en la ciudad fue esparciéndolo todo desde el muro en las corrientes del Estrimón, y concluido esto, arrojóse al cabo a sí mismo en una hoguera. Por tales hazañas es aun hoy día muy celebrado entre los persas.
CVIII. Desde Dorisco continuaba Jerjes sus marchas camino de la Grecia, obligando a todos los pueblos que en el viaje hallaba a que le siguiesen armados, y se lo mandaba como soberano de ellos, habiendo sido conquistada toda aquella tierra, como tengo ya declarado, hasta la Tesalia, y hecha tributaria del rey, primero por Megabazo y después por Mardonio. En el viaje desde Dorisco fue luego pasando Jerjes por las plazas de los Samotracios, la última de las cuales hacia Poniente es una ciudad que lleva el nombre de Mesambria: vecina a esta se halla Estrima, que es otra ciudad de los Tasios; entre las dos corre el río Liso, cuya agua no bastó para satisfacer al ejército de Jerjes, quedando agotada. Este país se llamaba antiguamente la tierra Galaica, y ahora la Briantica, y con toda propiedad debe ser tenida por la región de los cicones.
CIX. Habiendo atravesado a pie enjuto la madre del Liso, fue siguiendo Jerjes las ciudades griegas de Maronea, Dicea y Abdera, y al transitar por ellas pasó igualmente por cerca de unas célebres lagunas vecinas a dichas ciudades, cual es la laguna Ismarida que cae entre Maronea y Estrima, y cual es la Bistonida, vecina a Diceas, en la que van a desaguar dos ríos, el Trayo y el Compsato. Cerca de Abdera no pasó Jerjes por ningún lago notable, pero sí por el río Néstor, que por allí corre al mar. Continuando las marchas más allá de estos parajes, recorrió las ciudades mediterráneas, en una de las cuales hay una gran laguna que tendrá unos 30 estadios de circunferencia, abundante en pesca y de agua muy salobre, y con todo quedó seca sólo con haber abrevado allí las bestias de carga del ejército: la ciudad dicha se llama Pistiro. Dejando las ciudades marítimas y griegas a mano izquierda, pasó Jerjes adelante.
CX. Los pueblos de los tracios por donde llevó el rey sus marchas son los petos, los cicones, los bistones, los sapeos, los derseos, los edonos y los satras. De estos, los que están situados en la costa del mar seguían la armada en sus naves, y los que viven tierra adentro de quienes acabo de hacer mención, todos, excepto los satras, eran precisados a acompañar el ejército de tierra.
CXI. No ha llegado a nuestra noticia que hayan sido hasta aquí los satras vasallos de ningún señor, habiendo sido los únicos tracios que hasta mis días han conservado siempre su libertad. El motivo ha sido, parte por habitar unos altos montes llenos de todo género de arboleda y maleza y coronados de nieve, parte por ser sumamente guerreros. Tienen un oráculo de Baco situado en altísimas montañas; los besos son entre los satras los encargados del santuario, y la Promantida o sacerdotisa es la que responde, como en Delfos, a las consultas y no con más ambigüedad.
CXII. Adelantándose Jerjes más allá de la región, pasó por otras fortalezas que son de los pieres, llamada la una Fagra, y la otra Pérgamo. Llevando sus marchas por cerca de dichas plazas, dejaba a mano derecha el Pangeo, monte grande y elevado, en el cual hay minas de oro y plata que disfrutan los Pieres y Odomantos, y más que todos los Satras.
CXIII. Habiendo ya dejado a los que habitan, por la parte de Bóreas a las faldas del Pangeo, que son los peones, los Deberas y los Peoplas, torció hacia Poniente hasta llegar al Estrimón y a la ciudad de Eiona, en donde estaba todavía de gobernador aquel Boges de quien poco antes hice mención. Llámase la Filis esta comarca de las cercanías del Pangeo, la cual hacia Poniente se extiende hasta el río Angiteo que entra en el Estrimón, y hacia mediodía hasta el mismo Estrimón. A este río hicieron los magos un próspero sacrificio, degollando en honra suya unos caballos blancos.
CXIV. Después de estos sacrificios y otros muchos hechizos con que pretendían encantar al río, pasando por el lugar llamado Enea Odi (los Nueve Caminos) de los Edonos, marcharon hacia los puentes que hallaron ya construidos sobre el Estrimón. Oyendo qué aquél lugar se llamaba los Nueve Caminos, enterraron vivos allí mismo nueve mancebos y nueve doncellas del país. Costumbre de los persas es enterrar a los vivos, pues oigo decir que Amestris, esposa de Jerjes, siendo ya de edad, sepultó vivos catorce hijos de los persas más ilustres, víctimas que sustituía en su lugar para aplacar a la divinidad que dicen existir debajo de tierra.
CXV. Después que vadeado el Estrimón se puso el ejército en camino, marchó por una playa qué cae hacia Poniente y pasó cerca de una ciudad griega allí situada, que se llama Argilo. Aquella región y la que sobre ella está se llama la Bisaltia. Desde allí, dejando a la izquierda el golfo que está vecino al templo de Neptuno y marchando por la llanura llamada Sileo, pasó más allá de Estagiro, ciudad griega, y llegó a Acanto, habiendo incorporado en el ejército estas naciones y las que antes dije, y todas las que moran alrededor del monte Pangeo, obligando a las marítimas a seguir con sus naves la armada, y a las internadas a seguir el ejército. El camino por donde Jerjes condujo sus tropas tiénenlo los tracios hasta mis días en gran veneración, no confundiéndolo ni sembrándolo jamás.
CXVI. Llegado el ejército a Acanto, declaró el persa por amigos y huéspedes a los acantios y les concedió el uniforme o vestido de los medos, honrándolos mucho de palabra, así por verlos prontos a la guerra, como por oír que estaba ya el foso terminado.
CXVII. Estaba Jerjes en Acanto cuando de resultas de una enfermedad acabó allí sus días Artaqueo, oficial prefecto del canal, muy valido en la corte de Jerjes y en la casa de los Aqueménidas. Era en su estatura el mayor de los persas, teniendo cinco codos regios de alto menos cuatro dedos: nadie le ganaba en lo sonoro y robusto de la voz. Mostró Jerjes gran sentimiento de su muerte, y le honró con suntuosas exequias, haciendo que todo el ejército le ofreciese dones sobre el sepulcro. Hácenle los Acantios los sacrificios debidos a un héroe conforme cierto oráculo, y en ellos le invocan por su mismo nombre. En una palabra, reputaba Jerjes por gran pérdida aquella muerte.
CXVIII. Los griegos que daban acogida en sus ciudades al ejército y recibían con cena a Jerjes, quedaban oprimidos con el excesivo gasto, y se veían precisados a desamparar sus propias casas. Lo cierto es que obligados los Tasios, a causa de las poblaciones que poseían en tierra firme, a dar los utensilios al ejército y la mesa a Jerjes, encargado de la comisión Antipatro, hijo de Orges, hombre de tanto crédito como el que más entre sus paisanos, dio al público la cuenta de haber gastado 400 talentos de plata en aquella cena.
CXIX. Y cuentas muy parecidas a esta dieron los comisarios de las otras ciudades a este fin escogidos. Hacíase el convite con tanto aparato, que muy de antemano se daba la orden y señalábase la suntuosidad con que debía celebrarse. Luego que llegaban los pregoneros a las ciudades de aquel distrito, intimándoles el hospedaje, los moradores de ellas, contribuyendo a proporción con el trigo que tenían, molíanlo ante todo y hacían pan para algunos meses. Buscando a más de esto las más preciosas reses, íbanlas cebando para regalo del ejército, como también las aves, así de tierra como de las lagunas, cerradas en sus caponeras y vivares. En segundo lugar, labraban vasos de oro y plata, y copas y demás vajilla para la mesa. Esta singularidad se hacía para el rey y los cortesanos sus comensales; para lo restante del ejército sólo se prevenían los bastimentos ordenados. Cuando acababa de llegar el ejército de su marcha, estaba ya preparado en su campo el pabellón real donde iba a descansar el mismo Jerjes, mientras se quedaba la tropa al cielo descubierto. Llegada la hora de la cena, entonces era cuando los huéspedes se hacían todo manos para el servicio; pero bien comidos y bebidos los hospedados, descansaban allí aquella noche, y venida la mañana, quitaban a sus huéspedes la fatiga cargando con la tienda y con todos los muebles y alhajas con que se iban, sin dejar cosa que no llevasen consigo.
CXX. De aquí nació aquel dicho que a este propósito dijo agudamente Megacreonte, natural de Abdera, quien aconsejó a sus abderitas que todos, hombres y mujeres, se fueran a los templos en procesión, y allí postrados a los pies de sus dioses les suplicasen por una parte con mucho ardor tuviesen a bien librarles de la otra mitad de sus males que con la vuelta de Jerjes les amenazaban, y por otra les dieran gracias muy de veras por lo pasado de que el rey Jerjes no acostumbrase comer dos veces al día, porque preciso les fuera a los abderitas, si se les ordenase darle una comida semejante a la cena, o en caso de esperarlo, caer en una quiebra la mayor del mundo.
CXXI. Así que las ciudades, por más gravadas que quedasen, ejecutaban del mismo modo lo que se les ordenaba. Allí Jerjes, después de dar orden a los almirantes que le esperasen con su armada en Terma, ciudad situada en el seno Termeo, que de ella toma su nombre, licenciólos a fin de que partieran solos con sus galeras. El Motivo que lo movió a que allí le esperasen, fue por ser el más corto el camino que iba a tomar lejos de las costas. Desde Dorisco hasta Acanto había marchado el ejército en el orden siguiente. Habiendo Jerjes dividido sus tropas en tres cuerpos, ordenó que marchase uno por la playa, siguiendo la armada naval y llevando a su frente a los generales Mardonio y Masistes; que el otro cuerpo, ordenado también y conducido por los jefes Tritantecmes y Gergis, hiciese su camino marchando tierra adentro; y que el tercero, en el cual iba el mismo Jerjes, pasase por el camino de en medio, guiado por los caudillos Esmerdomenes y Megabizo.
CXXII. La armada naval, separada ya de Jerjes, navegó por el canal abierto en Atos, canal que llega hasta el golfo en que se hallan las ciudades de Asa, Piloro, Singo y Santa. Habiendo tomado a bordo la gente de armas, continuó desde allí su derrota hacia el seno Termeo. Dobló, pues, el Ampelo, promontorio de Torona, y fue recogiendo las galeras y tropas de las ciudades griegas por donde pasaba, que eran Torona, Galepso, Sermila, Meciberna y Olinto, las que caen en la provincia llamada ahora Sitonia.
CXXIII. Torciendo la misma armada desde Ampelo hasta el Canastreo, que es el cabo que más se entra en el mar en la región Palena, iba en todas partes recibiendo naves y milicia, a saber; de Potidea, de Afitir, de Nápoli, de Egea, de Terambo, de Scione, de Menda y de Sano, ciudades de la región que al presente se dice Palena y antes se llamaba Flegra. Costeada esta tierra, continuaba su rumbo al lugar destinado, incorporando consigo las tropas de las ciudades que confinan con Palena y están vecinas al golfo Termeo, cuyos nombres son: Lipax, Combria, Lisas, Gigono, Campsa, Smila y Enea: la región en que están, aun ahora se llama Crosea. Desde Enea, que es la última de las referidas, tomó el rumbo la armada hacia el golfo mismo Termeo y al país Migdonio, y navegando por él, llegó a la misma ciudad de Terma y a las de Sindo y de Calestra, situada sobre el río Axio, que separa la Migdonia de la tierra Bateida. En ésta ocupan las ciudades de Yenas y de Pella aquel pequeño distrito que corre hacia la playa.
CXXIV. Aquí, cerca del río Axio, no lejos de la ciudad de Terma y de las otras ciudades intermedias, plantó sus reales la armada naval, esperando la llegada del rey. Entretanto, Jerjes, con el objeto de llegar a Terma, habiendo salido de Acanto con el ejército, venía marchando por lo interior del continente. Llevaba su camino por la región peónica y por la crestónica, siguiendo el río Equidoro, el cual nacido en tierra de los Crestoneos, corre por la Migdonia, y pasando cerca de una laguna que está sobre el río Axio, desagua en el mar.
CXXV. Caminando el ejército por aquellos parajes, sucedía que los leones acometían a los camellos del bagaje, con la particularidad que, dejando de noche sus moradas y escondrijos, solamente en ellos hacían presa, sin tocar a ninguna otra bestia de carga, ni embestir a hombre alguno. Confieso que de esto me maravillo, por no saber cuál pudo ser entonces la fuerza que obligase a los leones a embestir solamente contra los camellos, animales que nunca antes habían visto, ni sentido, ni experimentado.
CXXVI. Hállanse por aquellas partes muchos leones y también muchos búfalos, cuyas astas, de extraordinaria magnitud, suelen llevarse a la Grecia. Los términos hasta donde llegan dichos leones son, uno el río Nesto, que pasa por Abdera, y el otro el río Aqueloo, que corre por Acarnania; pues ni más allá del Nesto, por la parte de Levante, ni por la de Poniente más allá del Aqueloo, nadie verá león alguno en lo demás de la Europa ni en lo que resta de tierra firme, de suerte que sólo se crían en el distrito que cae entre dichos ríos.
CXXVII. Llegado Jerjes a la ciudad de Terma, hizo alto allí con todo su ejército, el cual, acampado por las orillas del mar, ocupaba toda la tierra que, empezando de la dicha ciudad de Terma y de la de Migdonia, se extiende hasta los ríos Lidias y Hahacmon, que sirviendo de límite a la región botieida y macedónica, van a juntarse en una misma madre. Acampados, pues, los bárbaros en estas llanuras, se vio que el Equidoro, uno de los ríos mencionados que baja de la tierra de Crestona, no bastó él sólo para satisfacer el ejército, sino que se quedó sin agua.
CXXVIII. Como viese Jerjes desde Terma aquellos dos montes altísimos de la Tesalia, el Olimpo y el Osa, informado de que por un estrecho valle que media entre ellos corría el río Peneo, y oyendo al mismo tiempo que por allí había camino para Tesalia, vínole deseo de ir en una nave a contemplar la desembocadura del Penco. Movióse a ello por haberse ya resuelto a seguir el otro camino de arriba, que por medio de la alta Macedonia guía a los Perrebos pasando por la ciudad de Gono, asegurado de que este viaje sería el más seguro. Lo mismo fue presentársele tal idea que ponerla por obra. Embárcase en una nave sidonia, de la que hacía su capitana siempre que le venía en voluntad alguna de estas excursiones, y levanta bandera para que lo sigan las otras, dejando allí sus tropas. Llegado a su destino y contemplada la boca del río, quedó muy maravillado con aquella perspectiva. Llamó después a los que de guía le servían para el camino, y les preguntó si podría el río ir por otra parte a desaguar en el mar.
CXXIX. Corre en efecto una tradición que en lo antiguo era la Tesalia toda una gran laguna cerrada por todas partes con unos muy elevados montes, porque por la parte que mira a Levante la ciñen dos montes, el Pelión y el Osa, cuyas raíces están entre sí pegadas; por la parte del Bóreas la rodea el Olimpo; por la de Poniente el Pindo, y por la de Mediodía y del Noto el Otris: lo que en medio resta circuido por dichos montes, era la Tesalia, comarca, de tierra baja. Concurren, pues, hacia ella, dejando aparte otros ríos, estos cinco muy célebres: el Penco, el Apidaño, el Onocono, el Enipeo y el Pamiso, los cuales bajando de los mencionados montes que rodean de todas partes la Tesalia, y juntándose en aquella llanura, dirigen todos al cabo su curso hacia el mismo valle, y éste bien angosto confundiendo sus aguas en una corriente. Desde el lugar en que se juntan álzase el Penco con el nombre de los demás, haciendo anónimos a los otros. Es fama, pues, que ya en los tiempos antiguos, no existiendo todavía aquel barranco, ni teniendo el agua salida por él, concurrían allá con sus aguas los mismos ríos que ahora, y a más de ellos la laguna Bebeida; de suerte que no teniendo dichos ríos los mismos nombres que al presente tienen, llevaban la misma agua y hacían con ella de la Tesalia toda una gran llanura de mar. Los tésalos mismos dicen que Neptuno fue quien abrió el canal por donde corre el Penco; y razón tienen en lo que dicen, pues cualquiera que crea a Neptuno el dios de los terremotos, cuyas obras sean las aberturas que estos producen, no ha menester más que ver aquella quebrada, para decir que es cosa hecha por Neptuno, siendo a mi parecer efecto de algún terremoto, la separación de aquellos montes.
CXXX. Volviendo ya a los conductores de Jerjes, preguntados estos por él si tenía el Peneo alguna otra salida para el mar, bien seguros de lo que le decían le respondieron: —«No, señor, no tiene este río ninguna otra salida que llegue al mar, ésta es la única, estando toda la Tesalia coronada alrededor de montañas.» A lo cual se dice que replicó Jerjes: —«Son sin duda los tésalos hombres hábiles y prudentes, pues muy de antemano han puesto a cubierto sus estados, retirándose del partido de la Grecia, así por varios motivos, como por ver que su país era fácil de ser sorprendido y en breve subyugado. Para esto no había más que hacer sino cerrar con un terraplén este barranco, y cegado el canal elevar el río sacado de madre, echándolo sobre las campiñas, con que se lograría anegar todo el llano de la Tesalia, quedando solamente libres los montes. Con esto aludía Jerjes a los hijos de Alevas, los primeros entre los griegos que habían entregado la Tesalia al rey, quien estaba persuadido de que se le entregaban en nombre de toda la nación. Dicho esto, y observado bien el país, hízose Jerjes a la vela para volver a Terma.
CXXXI. Cerca de Pieria detúvose Jerjes algunos días: el motivo fue el aguardar que la tercera parte de sus tropas desmontase la maleza en las montañas de Macedonia, abriendo por ellas camino al ejército hacia los Perrebos. En este intermedio iban volviendo los mensajeros que habían sido destinados a la Grecia a pedir la entrega del país; unos volvían frustrado su intento; otros con el ofrecimiento de la tierra y el agua.
CXXXII. Los pueblos que le prestaron vasallaje fueros los tésalos, los dólopes, los enienes, los perrebos, los maquesianos, los melienses, los aqueos de Pitia, los tebanos con los demás beocios, exceptuando los tespienses y los platenses. Los otros griegos, empeñados en hacer la guerra al bárbaro, hicieron un tratado, solemnemente juramentados contra los que se entregaron, que la décima parte de los bienes de todo pueblo griego que, sin verse a ello precisado de su voluntad se hubiese entregado al persa, sería confiscada después de verse la Grecia fuera ya de aquel apremio, y sería consagrada en Delfos al dios Apolo. En estos términos estaba concebido el juramento de los griegos.
CXXXIII. No había Jerjes hecho partir heraldos ni para Atenas ni para Esparta, escarmentado en los que antes envió allá Darío. Sucedió, pues, entonces, que habiendo Darío pedido la obediencia de aquellas ciudades, parte de los enviados a pedirla fueron arrojados en el báratro, abertura profunda destinada en Atenas a los malhechores, parte en un pozo, con la insolente zumba de mandarles que ellos mismos del báratro y del pozo tomaran el agua y la tierra para su Darío. Esto fue lo que movió a Jerjes a no enviar después otros con la misma demanda. No sabré decir qué mal les viniese a los atenienses en pena de haber violado así a los tales heraldos, a no ser que por ello digamos que su ciudad fue pasada a sangre y fuego, si bien creo que otra fue la causa.
CXXXIV. Dejóse sentir entre los lacedemonios la ira de Taltibio, que habla sido el pregonero de Agamenón. Hay en Esparta un templo de Taltibio, y los descendientes de éste, llamados los Taltibiadas, tienen el privilegio de ejecutar todas las embajadas que por medio de heraldos suele hacer Esparta. Sucedió, pues, a los espartanos, que después del insulto contra los heraldos de Darío no podían en sus sacrificios lograr una víctima de buen agüero: Llevando los lacedemonios muy de mala gana aquella desventura, juntáronse muchas veces públicamente a deliberar sobre ella, y mandaron pregonar un bando en esta forma: «Quién era aquel lacedemonio que quisiera ofrecerse a la muerte por Esparta.» No faltaron dos varones en prendas personales y en riquezas distinguidos, llamado el uno Spertias, hijo de Aheristo, y el otro Bulis, hijo de Nicolao, quienes de su voluntad se ofrecieron a pagar la pena a Darío en venganza de la muerte dada a sus heraldos en Esparta: con esto los espartanos enviaron a los medos estas dos víctimas destinadas al suplicio.
CXXXV. Ni fue más digno de admiración el ánimo de estos héroes que el denuedo con que acompañaron su discurso; porque emprendido el viaje para Susa, presentáronse a Hidarnes, señor persa, que se hallaba de general en las costas y fuertes del Asia menor, el cual, convidándoles con su casa y tratándoles tomo a huéspedes y amigos, hablóles así: —«¿Por qué, oh amigos lacedemonios, mostráis tanta aversión a la amistad con que el rey os convida? En mi persona y en mi fortuna tenéis a vista de ojos una prueba, evidente de cómo sabe el rey honrar a los sujetos de mérito y a los hombres de valor. En vosotros mismos experimentaríais otro tanto si quisierais declararos por vasallos del rey, quien, como está de vuestras prendas bien informado, haría sin falta que fuese cada uno de vosotros gobernador de alguna provincia de la Grecia.» A lo cual respondieron: —«Este tu aviso, Hidarnes, por lo que a nosotros mira no tiene igual fuerza y razón que por lo que mira a ti, tú que nos lo das; sí sabes por experiencia el bien que hay en ser vasallo del rey, pero no el que hay en ser libre e independiente. Hecho a servir como criado, no has probado jamás hasta ahora si es o no dulce la independencia de un hombre libre; si la hubieses alguna vez probado, seguros estamos que no sólo nos aconsejaríais que la mantuviéramos a punta de lanza, sino a golpe de segur ofreciendo el cuello al acero.» Así contestaron a Hidarnes.
CXXXVI. Llegados ya a Susa y puestos en presencia del rey, lo primero en que mostraron su libertad fue en responder a los alabarderos, que pretendían obligarles a que postrados adorasen al rey, que nunca harían tal, por más que diesen con ellos de cabeza en el suelo, pues ni ellos tenían la costumbre de adorar a hombre ninguno, ni a tal cosa habían venido; lo segundo, después de haber porfiado en no quererse postrar, encarándose con el rey lo hablaron en esta sustancia: —«Monarca de los medos, venimos acá enviados de parte de los lacedemonios para pagarte la pena que te deben por haber hecho morir en Esparta a tus heraldos.» A esta declaración y oferta respondió Jerjes, con gran bizarría de ánimo, que no imitaría en aquello a los lacedemonios; que ellos en haber puesto las manos en sus heraldos habían violado el derecho de gentes, pero él, muy ajeno de practicar lo que en ellos reprendiera, no declararía a los lacedemonios, dándoles la muerte, por libres y absueltos de su culpa y suplicio merecido.
CXXXVII. Lo que con esto lograron los espartanos fue que se aplacó por entonces la ira vengativa de Taltibio, no obstante de haberse restituido a Esparta los dos enviados Spertias y Bulis, si bien dicen los lacedemonios que se irritó mucho después su furor en la guerra de los peloponesios y atenienses. Soy de opinión que lo que después contra ellos sucedió, fue cosa del todo divina; pues así lo pedía la justicia y disposición de Dios, que una vez declarada contra los enviados la ira de Taltibio, no cesase hasta salir con su intento. Poro lo que más hace ver que anduvo en este negocio la mano de Dios, es el haberse descargado el golpe en los hijos de aquellos dos hombres, que se habían presentado al rey para aplacar el enojo de Taltibio, esto es, en Nicolao, hijo de Bulis, y en Aneristo, hijo de Spertias, el último de los cuales, navegando en una urca bien armada de gente, apresó a los pescadores de Tirinto. Lo que sucedió respecto de Nicolao y Aneristo fue que, habiendo sido enviados por mensajeros al Asia de parte de los lacedemonios, fueron cogidos cerca de Bisante, lugar del Helesponto, descubiertos a traición por el rey de los tracios Sitalces, hijo de Tereo, y por cierto Pites, de nación abderita. Conducidos después al Ática, fueron condenados a muerte por los atenienses, en compañía de Aristeas, hijo de Adimanto y natural de Corinto: todo lo cual sucedió muchos años después de la expedición del rey.
CXXXVIII. Mas para volver a tomar el hilo de la historia, el pretexto de aquella armada del rey era hacer la guerra contra Atenas, y el fin y motivo verdadero el embestir a toda la Grecia. Informados los griegos mucho tiempo antes de lo que les aguardaba, no todos miraban con unos mismos ojos aquel nublado. Los que habían prometido al persa el homenaje, entregándole la tierra y el agua, vivían muy satisfechos de que nada tendrían que sufrir de parte del bárbaro; pero los que no le habían prestado vasallaje, hallábanse llenos de miedo, nacido de ver que la Grecia carecía de armada naval capaz de contrastar a la que contra ella venía, y que muchos griegos, prontos a la obediencia de los medos, no querían tomar parte con ellos en aquella guerra.
CXXXIX. Véome aquí obligado a decir lo que siento, pues aunque bien veo que en ello he de ofender o disgustar a muchísima gente, con todo, el amor de la verdad no me da lugar a que la calle y disimule. Afirmo, pues, que si asombrados los atenienses de ver sobre si el peligro hubieran desamparado su región, o si quedándose en casa se hubieran entregado a Jerjes, no se hallara sin duda nación alguna que por mar se hubiese atrevido a oponerse al rey. Y en caso de que nadie por mar hubiera podido resistir a Jerjes, creo que por tierra no hubiera podido menos de suceder que, por más baluartes y rebellines con que cubrieran y ciñeran el Istmo los peloponesios, con todo, desamparados al cabo los lacedemonios de sus aliados, que lo habrían hecho, obligados a despecho suyo al ver sus ciudades tomadas por la armada del bárbaro; viéndose solos, repito, hubieran sí recibido al enemigo con las armas en la mano, pero haciendo prodigios de valor quedaran todos en el palenque. De suerte que por necesaria consecuencia, o hubieran acabado así los lacedemonios, o viendo antes de este lance que se echaban todos los demás griegos al partido del medo, hubieran ellos también capitulado con Jerjes, y así en uno y otro lance quedara la Grecia en poder de los persas, pues no alcanzo por cierto de qué hubieran podido servir las fortificaciones construidas sobre el Istmo, si el rey hubiera logrado la superioridad en el mar. Lo cierto es que, atendido lo que pasó, quien diga que los atenienses fueron los salvadores de la Grecia, razón tendrá para decirlo, pues su situación era tal, que debía la fortuna seguir cualquiera de los dos partidos a que ellos se inclinaran. De donde habiendo elegido el partido de conservar libre a la Grecia, fueron sin duda los que impidieron la esclavitud de los que en ella no se habían entregado al medo, y los que naturalmente hablando arrojaron de ella a aquel soberano; en lo que mostraron su valor, no pudiendo recabar de ellos los oráculos espantosos y llenos de terror que de Delfos les venían, que dejasen los intereses de la Grecia, resueltos a hacer cara al enemigo que les embestía y quedarse firmes en su patria.
CXL. Enviando, pues, a Delfos sus diputados religiosos, querían saber lo que el oráculo les prevendría. Practicadas allí todas las ceremonias legítimas cerca del templo, lo mismo fue entrar con la súplica en el santuario que vaticinarles lo siguiente la Pitia, por nombre Aristónica: —«¡Infeliz! ¿qué es lo que pides con tus súplicas? Deja tu paterna casa, deja la cumbre suma de tu redondo alcázar. No quedará segura tu cabeza, no tu cuerpo, no la mano, no la ultima planta, nada resta del medio del pecho: todo caído lo abrasa voraz la asiria llama, todo lo tala ligero el sirio carro de Marte; mucha almena cae, y no sola la tuya propia; devora ya la furia de la llama mucho templo, que miro bañado al presente de sudor líquido y trémulo de miedo; corre de la cúpula la negra sangre de forzosos azares vaticinadora. Ea, fuera, digo, de mi cámara; salid en mal hora».
CXLI. Al oír tales cosas, los enviados de Atenas a la consulta quedaron sorprendidos de tristeza y congoja. Viéndoles en aquella consternación y abatimiento de ánimo por lo terrible del oráculo, Timón, hijo de Aristóbulo, uno de los sujetos de primera reputación en Delfos, dióles el consejo de que en traje de suplicantes, y con un ramo de olivo en las manos, entrasen de nuevo a consultar el oráculo. Vinieron en ello los atenienses, y se explicaron en estos términos: —«No nos negareis, señor y dueño un oráculo mejor a favor de la patria, en atención siquiera a nuestro dolor, que declara este olivo que llevamos, insignia de unos infelices refugiados. El caso negativo, no pensamos en partirnos de este mismo asilo en donde inmobles nos cogerá antes la muerte.» Habiendo así hablado, respóndeles segunda vez la Promántida: —«Ni con halago ni con estudio sabe Palas aplacar al Olimpo Júpiter en tal enojo: firme como un diamante es otro oráculo que pronunció. Cuanto cierra dentro el muro de Cécrope, cuanto cubre el sacro retiro del divino Citerón, todo será cogido: ni cede próvido Júpiter a Tritónida más que un muro de madera nunca tomado, que sirva de asilo para ti y para la descendencia. No quiero que sufras el ímpetu del caballo, ni de tanto infante que pasa desde el Asia: cede vuelta la cara, aunque delante le tengas. ¡Oh Salamina la fausta! ¡oh cuánto hijo de madre perderás tú, o bien Céres se una o se separe!»
CXLII. Habiendo los enviados tomado por escrito esta segunda respuesta, que parecía ser y era realmente más blanda y suave que la primera, dieron la vuelta para Atenas. Luego que regresaron, como en un congreso del pueblo diesen razón del un oráculo, entre otras varias interpretaciones de los que lo examinaban, dos había que se miraban por más fundadas y graves. Era una la de algunos ancianos, diciendo que lo que aquel dios les significaba a su parecer en el oráculo, era que el alcázar les quedaría salvo y libre; dando por razón que la fortaleza de Atenas estaba en lo antiguo defendida con una estacada, y conjeturando que esta valla debería ser la muralla de que hablaba el oráculo. Otros decían, por otra parte, que aludía el dios a las naves, y eran de sentir que dejando lo demás se alistase la armada, si bien estos que entendían las naves por aquel muro de madera no veían claro el sentido de los dos últimos versos que decía la Pitia: «¡Oh Salamina la fausta! ¡oh cuánto hijo de madre perderás tú, o bien Céres se una o se separe!» Estos versos, repito, ponían en confusión a los que tomaban las naves por aquel muro de leño, por cuarto los intérpretes de esta opinión los entendían de modo como si fuera necesario que los atenienses dispuestos a una batalla naval quedasen vencidos cerca de Salamina.
CXLIII. Había entre los atenienses un sujeto que poco Antes había empezado a ser tenida por uno de los políticos de más alta reputación, por nombre Temístocles, hijo de Neocles. Decía este insigne varón, que los intérpretes no daban de lleno en el blanco del oráculo, y alegaba que si aquel verso recayera de algún modo contra los atenienses, no se explicara el oráculo con tanta blandura, antes bien dijera, ¡oh fatal Salamina! en vez de decir ¡oh Salamina la fausta! puesto que los moradores debiesen perecer cerca de ella, y que tomando el vaticinio por el verso que les convenía, la verdad era que aquel oráculo lo había dado Dios contra los enemigos y no contra los de Atenas. Con estas razones aconsejaba Temístocles a sus conciudadanos que se dispusiesen para una batalla naval, creyendo que esto significaba el muro de madera. Este parecer de Temístocles hizo que los atenienses tuvieran por mejor lo que él les decía, que no lo que juzgaban los demás consultores, quienes no convenían en que se preparasen para dar la batalla de mar, antes pretendían que dependiese toda su salud de no levantar ni un dedo contra el persa, sino de abandonar el Ática o irse a vivir a otra región.
CXLIV. Antes de este parecer, había dado ya Temístocles otro que en las circunstancias actuales fue un arbitrio muy oportuno. Había sucedido que teniendo los atenienses mucho dinero público, producto sacado de las minas de Laurion, y estando ya para repartirlo a razón de diez minas por cada uno, supo persuadirles Temístocles que, dejado aquel reparto, prefiriesen hacer con aquel dinero 200 naves para la guerra que traían con los de Egina. Y en efecto, emprendida ya dicha guerra, fue la salud de la Grecia, por haberse visto obligados en ella los atenienses a hacerse una potencia marítima, habiendo sucedido la cosa de manera que aquellas naves, sin servir al fin para que se habían fabricado, pudieron ser muy del caso a la Grecia en la ocasión presente. Ni se contentaban los atenienses con las naves ya hechas, sino que al mismo tiempo iban fabricando otras en sus astilleros, puesto que habían determinado, después de recibido aquel oráculo, salir al encuentro al bárbaro que contra ellos venía, embarcados todos juntos con los demás griegos que quisiesen seguirles, persuadidos de que en aquello obedecían al dios Apolo. He aquí lo tocante a los oráculos dados a los de Atenas.
CXLV. En un congreso general de los griegos en que se juntaron los diputados de los pueblos que seguían el partido más sano, después de haber conferenciado entre sí y asegurándose mutuamente con la fe pública, en las sesiones que luego tuvieron, parecióles que lo que más convenía ante todas cosas era reconciliar los ánimos de todos aquellos que entonces estaban haciéndose entre sí la guerra; porque a más de la que se hacían los atenienses y los de Egina, no faltaban algunos otros pueblos que ya habían empezado sus hostilidades, si bien eran las de los atenienses las que más sobresalían. Después de este acuerdo, oyendo decir que Jerjes con su ejército se hallaba ya en Sardes, resolvieron enviar al Asia menor exploradores que revelasen de cerca las cosas de aquel soberano; despachar embajadores a Argos para ajustar una alianza contra el persa; otros a Sicilia para negociar con Gelón, hijo de Dinomenes; otros a Corcira para animar aquellos isleños al socorro de la Grecia, y otros finalmente a Creta; todo con la mira de ver si sería posible hacer una liga de la nación griega en que todos los pueblos quisiesen ir a una contra aquel enemigo común, que a todos venía a embestirles. Y por lo que mira a Gelón, la fama hacía tan grandes sus fuerzas, que de mucho las anteponía a todas las demás de los griegos.
CXLVI. Tomadas dichas resoluciones y ajustadas entre ellos las desavenencias, lo primero que por obra pusieron fue enviar al Asia tres exploradores, quienes llegados a Sardes y bien enterados de lo que al ejército del rey concernía, como hubiesen sido sentidos y descubiertos, fueron puestos a cuestión de tormento y encarcelados por los generales de la infantería, que les condenaron a muerte. Llegado el asunto a oídos de Jerjes, mereció tal sentencia la indignación del soberano, quien al punto, enviando allá algunos de sus alabarderos, dio la orden que si hallaban vivos aquellos espías, los condujeran a su presencia. Quiso la suerte que no se hubiera aun ejecutado la sentencia, y fueron con esto conducidos delante del rey; y como él les preguntase a qué fin habían venido, oída la respuesta, mandó a sus alabarderos que los guiasen y mostrasen todas sus tropas así de a pie como de a caballo, y que habiéndolas contemplado a todo su placer y gusto, les dejasen ir libres y salvos a donde quiera que intentasen partir.
CXLVII. Y la razón que dio Jerjes de ordenarlo así fue, que si perecían aquellos exploradores, sucedería que ni supieran los griegos de antemano que él viniese con un ejército mayor de lo que creerse podía, ni sería grande el perjuicio que recibieran sus enemigos con la muerte de tres hombres solos; pero que si volvían éstos a la Grecia, añadía, tenía por cierto que los griegos, sabedores antes de su llegada de cuán grandes eran sus fuerzas, cederían a las pretensiones de su misma libertad y lograría con esto sujetarles sin la fatiga de pasar allá con sus tropas. Este modo de pensar es conforme a lo que en otra ocasión resolvió Jerjes, cuando hallándose en Ábidos vio que bajaban por el Helesponto unos bastimentos cargados de trigo que desde el Ponto llevaban a Egina y al Peloponeso. Apenas oyeron los oficiales de su comitiva que aquellas eran naves enemigas, disponíanse para salir a la presa clavando en el rey los ojos a ver si luego se lo mandaba. Preguntóles entonces Jerjes a dónde iban aquellos bastimentos; y los oficiales: —«Van, señor, le respondieron, a nuestros enemigos con esa provisión de trigo. —Pues ¿no vamos nosotros, replicó Jerjes, al mismo lugar que ellos, abastecidos de víveres y mayormente de trigo? ¿Qué injuria nos hacen con transportar esos bastimentos?» Volviendo, pues, a los exploradores, después que todo lo registraron, puestos en libertad, regresaron a Europa.
CXLVIII. Los griegos confederados contra el persa, después de vueltos ya los exploradores, enviaron segunda vez embajadores a Argos. Cuentan los argivos, que supieron desde el principio los Preparativos del bárbaro contra la Grecia, y como entendiesen y tuviesen por seguro que los griegos les convidarían a la alianza contra el persa, enviaron a Delfos diputados para saber del oráculo qué era lo que mejor les estaría en aquellas circunstancias; que el motivo que a ello les impulsó fue ver que acababan de perder seis mil ciudadanos que habían perecido a manos de los lacedemonios capitaneados por Cleomenes, hijo de Anaxandrides; y que la Pitia dio esta respuesta a sus consultores: —«¡Oh! tú, odiado de tus vecinos, querido del alto cielo, quédate cauto dentro tu recinto; guarda bien tu cabeza que ha de salvar tu cuerpo.» Tal fue la respuesta que les dio la Pitia, según después los diputados a su regreso entrados en el Senado les dieron cuenta de las órdenes que de allá traían; y con todo respondieron los de Argos a la propuesta hecha por los griegos, que entrarían en la liga con dos condiciones: una la de hacer la paz por treinta años con los lacedemonios; otra que se les diera por mitad el imperio de todo el ejército aliado, pues por más que en todo rigor de justicia les tocase el imperio total de las tropas, con todo se contentaban con solo la mitad del mando.
CXLIX. Esta respuesta, dicen los de Argos, dio su Senado, no obstante que el oráculo les prohibiera entrar en liga contra los griegos; de suerte que en medio del temor que les causaba el oráculo, querían hacer seriamente un tratado de paz por treinta años, con la mira de que creciera entretanto hasta la edad varonil su juventud. Dan por razón de estas pretensiones que no querían exponerse a quedar en lo porvenir por vasallos de los lacedemonios, como era de temer que sucediese, si antes de concertar aquella suspensión de armas con ellos, se les añadiera a las desgracias anteriores algún nuevo tropiezo en la guerra contra el persa. Añaden que los embajadores de Esparta respondieron en su Senado, que por lo tocante al tratado de paz darían parte a su república; pero que acerca del mando del ejército, venían ya con el encargo de responder en nombre de los espartanos, que estos tenían sus dos reyes, no teniendo sino uno los de Argos; que no era posible despojar del imperio a ninguno de los dos, y que ellos no se opondrían a que el rey de Argos tuviese un poder y mando igual al de los suyos. Por estas razones, añaden los argivos que, no pudiendo sufrir la insolencia y soberbia de los espartanos, antes quisieron ser gobernados de los bárbaros, que ceder en nada a los lacedemonios, y que en fuerza de esta resolución, intimaron a los embajadores que antes de ponerse el sol saliesen de los dominios de Argos, pues de otra manera les mirarían como enemigos.
CL. He aquí cuanto refieren los argivos sobre este caso; pero corre por la Grecia otra historia, a saber, que Jerjes, antes de emprender la expedición contra ellos, envió un heraldo a la ciudad de Argos, quien llegado allá les habló en estos términos: —«Caballeros argivos, mándame el rey Jerjes que os diga de su parte lo siguiente: Nosotros los persas vivimos en la inteligencia de que Perses, de quien somos descendientes, era hijo de Perseo, el hijo de Dánae, y que Perses tuvo por madre a Andrómeda, la hija de Cefeo; de donde venimos nosotros a ser descendientes vuestros. Siendo pues así, no será razón ni que hagamos nosotros la guerra contra nuestros primogenitores, ni que vosotros, confederados con los demás, seáis contrarios nuestros. Vuestro deber será manteneros quietos y neutrales, pues si el negocio me saliese como deseo y espero, sabed que a nadie pienso hacer mayores mercedes que a vosotros.» Dícese, pues, que tal propuesta ni la oyeron los argivos de mala gana, ni les pareció digna de desprecio; si bien nada ajustaron en el momento con el persa, ni entraron en pretensión alguna; pero cuando los griegos los solicitaron para la liga, bien persuadidos de que los lacedemonios no vendrían en concederles el mando de las tropas, pretendieron entonces parte del mismo pretexto de que se valieron para mantenerse quietos y neutrales.
CLI. No faltan griegos que en confirmación de lo referido cuentan otra historia, que pasó muchos años después, de esta manera: Dicen que sucedió hallarse en Susa la Memnonia los embajadores de Atenas, Calias, el hijo de Hipomonico, y los que en su compañía habían subido a aquella corte encargados de un negocio diferente del que traían otros embajadores enviados allí por los de Argos; que éstos preguntaron a Artajerjes, hijo y sucesor de Jerjes, si subsistía aun en su vigor la paz y amistad que tenían ellos concertada con Jerjes, o si les miraba ya como enemigos, y que les respondió el rey Artajerjes que en verdad quedaba el tratado en su vigor, y tanto que a ninguna ciudad miraba él por más amiga de la corona que a la de Argos.
CLII. Pero no me atrevo a asegurar si Jerjes envió o no a Argos al tal heraldo con aquella embajada, ni si hicieron dicha pregunta a Artajerjes los embajadores de los argivos subidos a Susa, ni diré sobre ello otra cosa diferente de la que refieren los mismos argivos. Sé decir únicamente que si salieran a plaza todos los hombres cargados con sus males acuestas, con la mira de trocar su hatillo con el de otro, echando cada cual los ojos y mirando los males de su vecino, tornarían a toda prisa a cargar con sus mismas alforjas, y se volverían con ellas de mil amores a su propia casa. De donde digo que no hay por qué notar con particular infamia a los argivos. Por lo que a mí toca, miro como un deber de referir lo que se dice, pero no de creerlo todo; y quiero que esta mi prevención valga en toda mi historia, ya que corre también otra voz que los argivos fueron los que llamaron al persa contra la Grecia, por haberles salido muy mal la guerra contra los lacedemonios, queriendo vengarse por cualquier vía de sus enemigos, antes que sufrir la pena de verse sujetados y vencidos.
CLIII. Y con esto llevo ya dicho lo que a los argivos, pertenece. Por lo que mira a Sicilia, a más de los embajadores enviados a negociar con Gelón de parte de los confederados, fue destinado al mismo fin Siagro en nombre de los lacedemonios. Para decir algo de Gelón, es de saber que uno de sus abuelos, colono y morador en Gela, fue natural de la isla de Telo, situada cerca de Triopio; a éste quisieron tener consigo los Lindios oriundos de Rodas, cuando fundaron a Gela juntamente con Antifemo. Andando después el tiempo, sucedió que sus descendientes vinieron a perpetuar en aquella familia el sacerdocio de las diosas infernales, cuyos hierofantes eran, desde que uno de ellos, por nombre Telines, se posesionó de aquel ministerio del modo siguiente: Avino que unos ciudadanos de Gela vencidos en cierta discordia y sedición, huyendo de su patria, pasaron a Mactorio, ciudad situada sobre Gela. Telines, sin el socorro de tropas, armado solamente con el aparato y monumentos sagrados de aquellas diosas, logró restituir a Gela aquellos fugitivos. No sabré decir en verdad quién fue el que le dio aquellos misterios y ceremonias, o de qué manera llegaron a sus manos: sé tan sólo que lleno de confianza en ellas obtuvo la vuelta de los desterrados, con el pacto y condición de que en el porvenir debiesen ser sus descendientes hierofantes o sacerdotes de dichas diosas. Lo que de cierto no deja de causarme mucha admiración, es oír que saliese con tal empresa un hombre como Telines, pues fue una de aquellas hazañas que no son para cualquiera, sino propias de un político de talento y soldado de valor; siendo así que Telines, según es fama entre los vecinos de Sicilia, lejos de tener ninguna de estas dos prendas, era naturalmente hombre afeminado y cobarde y dado a las delicias. En resolución, este fue el modo con que obtuvo aquella dignidad.
CLIV. Muerto ya Cleandro, hijo de Pantareo, al cual, después de siete años de dominio o tiranía en Gela, quitó la vida Sabilo, de patria Geloo, se apoderó del mando de la ciudad Hipócrates, hermano del difunto Cleandro. En el reinado de Hipócrates, como Gelón, descendiente del hierofante Telines, hubiese sido uno de los que mucho se distinguieron en valor y prendas, en las que otros particularmente lucían, y en especial Enesidano, hijo de Patacio y alabardero de Hipócrates, no pasó mucho tiempo sin que por su virtud y mérito fuera aquél nombrado general de caballería. Bien merecido tenía Gelón el empleo, porque sitiando Hipócrates a los calipolitas, a los naxios, a los zancleos, a los leontinos, a los siracusanos, y además de estos a muchos de los bárbaros, en todas éstas guerras había hecho brillar muy particularmente su valor y habilidad. Y en efecto, ninguna de las ciudades que acabo de citar pudo librarse de caer en manos de Hipócrates, sino es la de los Siracusanos, y aun éstos, derrotados y vencidos por él cerca del río Eloro, necesitaron de los ciudadanos de Corinto y de Corcira para librarse de su dominio, y se libraron por medio de un ajustamiento, en fuerza del cual obligáronse los Siracusanos a entregar a Hipócrates la ciudad Camarina, plaza ya que de tiempos antiguos les pertenecía.
CLV. Después de la muerte de Hipócrates, cuyo reinado duró los mismos años que el de su hermano Cleandro, habiéndole sobrevenido el fin de sus días cerca de la ciudad de Hibla en la expedición que hacía contra los sicelos o antiguos sicilianos, Gelón, so color de volver por Euclides y Cleandro, hijos del difunto Hipócrates, a quienes sus ciudadanos no querían reconocer por señores, dio una batalla y venció en ella a los Geloos. Esta victoria le dio lugar a salir con sus verdaderos intentos, apoderándose del señorío y despojando de él a los hijos de Hipócrates. Después de logrado este lance, sucedióle otro igual: los Geomoros siracusanos, que eran los poseedores de los campos, habiendo sido arrojados de la ciudad por la violencia de la plebe y de sus mismos esclavos nombrados los Cilirios, llamaron en su ayuda a Gelón, quien queriéndolos restituir desde la ciudad de Casmena a la de Siracusa, logró apoderarse de esta plaza, pues la plebe de los Siracusanos al venir Gelón se la entregó, entregándose igualmente a sí misma.
CLVI. Viéndose ya Gelón dueño de Siracusa, empezó a contar menos con Gela, que tenía bajo su dominio, el que encargó a su hermano Hieron, quedándose con el mando de aquella, poniendo en ella toda su afición, sin haber para él otra cosa que Siracusa. Con este favor del soberano, se vio desde luego crecer la ciudad y subir como la espuma, y así pasando a ella todos los vecinos de Camarina, a los que arruinó, dándoles la naturaleza y derechos de Siracusanos, como por haber practicado otro tanto con más de la mitad de los moradores de Gela. Hizo más aun, pues habiéndosele entregado los megarenses, colonos en Sicilia a quienes tenían sitiados, entresacó los más ricos, que por haber sido los motores de la guerra contra él mismo temían de él su ruina y muerte, y lejos de castigarles, trasladándolos a Siracusa, los alistó por sus ciudadanos. No lo hizo empero así con el bajo pueblo de los megarenses, al cual, trasportado a Siracusa, por más que no tuviese culpa alguna en aquella guerra, ni temiese en nada del vencedor, vendió Gelón por esclavo, con la expresa condición de que hubiese de ser sacado de Sicilia, tomando entrambas resoluciones la máxima en que estaba de que el pueblo bajo era malo para vecino.
CLVII. Con estas artes y mañas vino Gelón a ser un gran señor o tirano. Entonces, pues, llegados a Siracusa los embajadores de la Grecia y admitidos a la audiencia de Gelón, le hablaron así: —«Aquí venimos, oh Gelón, enviados de los lacedemonios, de los atenienses y de sus aliados, para convidarte a entrar en la liga contra el bárbaro. Sin duda tendrás entendido cómo el persa viene a invadir la Grecia, habiendo construido un puente sobre el Helesponto, y conduciendo desde el Asia todas las fuerzas de Levanle para hacer la guerra a los griegos. El pretexto de la expedición es la venganza contra Atenas; sus miras son la conquista de la Grecia toda, que pretendo avasallar. De tí quisiéramos, oh Gelón, puesto que es mucho el poder que tienes, poseyendo no pequeña porción de la Grecia, como príncipe y gobernador que eres de Sicilia, que te unieras para el socorro con los libertadores de la patria, y por tu parte la libraras de la opresión. Bien ves que coligada toda la Grecia vendrá a componer un grande ejército capaz de hacer frente en campo de batalla a sus invasores; pero si una parte de los griegos se dan a partido; si otra no quiere salir a la defensa con sus socorros; si en fuerza de esto fuera muy corta la porción sana de los que sienten bien, corre toda la Grecia el mayor peligro de venir a caer de su estado y libertad. Ni debes lisonjearte de que si uno por uno nos avasallare en la batalla el persa victorioso, no vendrá en derechura contra tu persona. Lo mejor es que de antemano te pongas a cubierto de sus tiros: unido a nuestra causa, defenderás la tuya. Basta ya, pues no ignoras que por la ley ordinaria el buen éxito de un negocio depende del buen consejo previo.»
CLVIII. Así se explicaron: tomó la mano Gelón, y hablóles así con mucha fuerza y libertad: —«Maravíllome, señores griegos, de que con esa proposición atrevida e insolente tengáis ahora la osadía de exhortarme a entrar en liga contra el bárbaro. ¿No os acordáis acaso de lo que conmigo hicisteis, cuando antes os pedí socorro contra un ejército de bárbaros, hallándome empeñado en la guerra con los cartagineses? ¿cuando os insté otra vez con muchas veras a tomar venganza de los Egestanos por la muerte dada a Dorieo, el hijo de Anaxandrides? ¿cuando os ofrecí concurrir con mis tropas a libertar y hacer francos aquellos puertos y emporios de donde sacáis vosotros grandes provechos y ventajas? ¿No os acordáis, repito, que ni os dignasteis de venir en mi socorro, ni de vengar la muerte de Dorieo? Todo esto de Sicilia, por lo que a vosotros toca, señores míos, pudieran ya poseerlo los bárbaros a su salvo: gracias a la buena suerte y a mi desvelo, que no nos salió mal el negocio, antes bien mejoramos de suerte. Ahora que la rueda de la fortuna os amenaza en casa con la guerra, al cabo os acordáis de Gelón. Yo por más que me ví antes desatendido y despreciado de vosotros, no imitaré vuestra conducta volviéndoos la vez: no haré tal, antes por el contrario estoy pronto a socorreros, ofreciendo daros 200 galeras armadas, 200.000 infantes de tropa reglada, 2.000 soldados de a caballo, 2.000 ballesteros, 2.000 honderos y 2.000 batidores jinetes a la ligera: aun más, oblígome a dar a todo el ejército griego el trigo que durante la guerra necesitare. Pero bien entendido que todo ello ha de ser con la condición de que sea yo el general y conductor de los griegos contra el bárbaro; que de otra suerte, protesto que ni concurriré yo mismo, ni enviaré allá tropa alguna.»
CLIX. Siagro que esto oía, no pudo sufrirlo con paciencia, sin que le respondiera en esta conformidad: —«¡Pardiez! si tal oyera el generalísimo Agamenon, aquel hijo de Pélope, ¿no daría un gran gemido, bañado en lágrimas su rostro, viendo a sus espartanos despojados de su imperio por Gelón y por los Siracusanos? Gelón, no vuelvas a tomar en boca esa demanda pretendiendo que te demos el mando del ejército. Si quieres socorrer a la Grecia, puedes hacerlo, bien entendido que deberás estar a las órdenes de los lacedemonios; y si te desdeñas de obedecernos, está muy bien; no vengas en socorro nuestro.» Como oyese Gelón tal respuesta, y viese tan mal recibida su demanda, replicó por fin en estos términos:
CLX. «Amigo espartano, eso de echar en cara a un hombre honrado tantas desvergüenzas suele despertar y encender en todos la cólera, aunque tú con esa insolencia que conmigo usas no has de poder tanto que me fuerces a perderte el respeto que tú no has sabido guardarme. Sólo te diré que si estáis tan hechos y asidos vosotros con el imperio, por buena razón puedo yo estarlo más, pues soy general de un ejército mayor y de una escuadra más numerosa. Con todo, ya que se os hace tan ardua y tan cuesta arriba mi primera propuesta, voy a bajar algo y ceder de mi pretensión: pido para mí el mando por mar si vosotros lo tuviereis por tierra; yo me contento de mandar por tierra si mejor os viniese mandar en los mares. Esta es mi última resolución; escoged, o contentaros con lo que os digo, o despediros sin esperar tener tales y tan poderosos aliados.»
CLXI. Tal fue el partido que Gelón les propuso: previniendo el enviado de Atenas la respuesta del de Lacedemonia, replicóle en esta forma: —«A vos, señor rey de los Siracusanos, nos envió la Grecia, no para pediros un general, sino un ejército. Cerrándoos con decir que no lo enviareis a menos de no capitanear en persona a la Grecia, mostráis bien claro lo mucho que deseáis veros con el mando de ella y con el bastón de general. Al oírnosotros los enviados de Atenas vuestra demanda primera tocante al imperio total de los griegos, tuvimos por bien de no hablar palabra, bien creídos de que el Lacon sólo sería bastante para volver por su causa y por la nuestra igualmente. Mas ahora que vos, rechazado de la pretensión del mando universal, entráis en la demanda de ser el jefe de la escuadra, queremos sepáis bien que ni aun en el caso de que el Lacon os lo conceda, convendremos nosotros en ello, pues nuestro es el imperio del mar si los lacedemonios no se lo toman, pues a ellos solos lo cederemos si gustaren de tenerlo; fuera de ellos, a nadie del mundo sufriremos por nuestro almirante. Porque ¿de qué nos sirviera poseer una marina superior a la de los demás griegos, si cediéramos el mando de las escuadras a los Siracusanos, siendo nosotros los atenienses la nación más antigua de la Grecia, siendo a más de esto los únicos griegos nunca vagabundos en busca de nuevas colonias, siendo un pueblo de quien hace el poeta Homero un insigne elogio, diciendo que de Atenas fue al Ilión el hombre más hábil de todos en formar las filas y gobernar un ejército, para que se vea que no nace de arrogancia lo que a nuestro favor decimos?»
CLXII. «¿Sabes lo que puedo decirte, amigo ateniense? respondió Gelón: que según parece, teniendo vosotros muchos que manden, no tendréis a quien mandar. Ahora, pues, ya que sin ceder nada lo queréis todo para vosotros, tomad al punto la vuelta a casa, y acordaos de decir a la Grecia que ella quiere pasar el año sin gozar de la primavera.» Y lo que Gelón quiso con aquella expresión significar bien se deja entender haber sido, que como el tiempo mejor del año es el de la primavera, así la flor de los griegos era su propio ejército; por donde privándose la Grecia de las tropas auxiliares de Gelón, acudía éste a la comparación de que era aquello como querer quitar al año la florida primavera.
CLXIII. Sucedió, pues, que embarcados ya los embajadores griegos para la Grecia, después de estas conferencias, Gelón, receloso por una parte de que no tendrían los griegos fuerzas bastantes para vencer al bárbaro, y no pudiendo por otra sufrir la mengua y desdoro de obedecer a los lacedemonios, siendo soberano de Sicilia, en caso de pasar con sus tropas al Peloponeso, dejando este medio, echó mano de otro más seguro. Apenas oyó decir que el persa ya había pasado el HelesPonto, despachó luego con tres galeotas o penteconteros para Delfos a Cadmo, hijo de Escites, y natural de Coos, bien provisto de dinero y encargado de una embajada muy atenta. Mandóle que esperase el éxito de la batalla, y si el bárbaro salía con la victoria, que le regalase en su nombre aquel dinero y le entregase el reino de Gelón, dándole la tierra y el agua; pero si salían victoriosos los griegos, que diese la vuelta Sicilia.
CLXIV. Era este Cadmo un hombre tal, que habiendo heredado de su padre el principado de Coos, quieto a la Sazón y pacífico sin peligro de mal alguno, él, con todo, de su voluntad y por amor únicamente de la justicia, renunció en manos de los Coos el gobierno, y pasó a Sicilia, donde en compañía de los samios fundó la ciudad de Zancle, que mudó después este nombre en el de Mesana, en la cual él mismo habitaba. A este Cadmo, repito, venido a Sicilia del modo referido, envió allá Gelón, movido de su entereza, que en otras ocasiones tenía bien conocida. Y en efecto, a más de otras muchas pruebas que de su hombría de bien había dado, dio entonces una de nuevo que no fue de menor consideración, pues teniendo en su poder tan grandes sumas de dinero como le había fiado Gelón, no quiso alzarse con ellas pudiendo hacerlo impunemente, sino que al ver que habían salido victoriosos los griegos en la batalla naval, de cuyas resultas huía Jerjes con su armada, púsose luego en viaje para Sicilia, volviendo allá con todos aquellos tesoros.
CLXV. No obstante lo dicho, es fama entre los vecinos de Sicilia, que se hubiera Gelón vencido a sí mismo, a pesar de la repugnancia que sentía en tener que obedecer a los lacedemonios, dando socorro a los griegos, si por aquel mismo tiempo no hubiera querido la fortuna que el tirano de Himera Terilo, hijo de Crinipo, arrojado antes de ella por el señor de los Agrigentinos, Teron, el hijo de Enesidemo, condujese a Sicilia un ejército de trescientos mil combatientes, compuesto de fenicios, Libios, Españoles, Genoveses, Helísicos, Sardos y Corsos, a cuya frente venía Amílcar, hijo de Hanon, rey o general de los cartagineses. Había Terilo logrado el juntar tan poderoso ejército, valiéndose así de la alianza y amistad que con Amílcar tenía, como principalmente del favor y empeño de Anaxilao, hijo de Cretines y señor de Regio, quien no había dudado en dar sus mismos hijos en rehenes a Amílcar, con la mira de vengar la injuria hecha a Terilo su suegro, con cuya hija, llamada Cidipe, había casado Anaxilao. Con esto, pues, quieren decir que no pudiendo Gelón socorrer a los griegos, resolvióse enviar a Delfos aquel dinero.
CLXVI. A lo dicho también añaden que en un mismo día sucedió que vencieran en Sicilia Gelón y Teron al cartaginés Amílcar, y los griegos al persa en Salamina; y aún oigo decir que Amílcar, hijo de padre cartaginés y de madre siciliana, a quien su valor y prendas habían merecido la dignidad de rey de los cartagineses, después de dada la batalla en que fue vencido, desapareció de todo punto, no habiendo parecido ni vivo ni muerto en parte alguna, a pesar de las diligencias de Gelón, que por donde quiera hizo buscarle.
CLXVII. Los cartagineses por su parte, guiados quizá por una conjetura razonable, cuentan el caso diciendo que aquella batalla de los bárbaros contra los griegos que en Sicilia se dio, empezó desde la madrugada, y duró hasta el cerrar de la noche; tan largo quieren que fuese el combate: que Amílcar, entretanto, estábase en sus reales ofreciendo de continuo sacrificios, todos de buen agüero, y quemando en holocausto sobre una gran pira las víctimas enteras; pero que al ver la derrota de los suyos, así como se hallaba haciendo libaciones sobre los sacrificios se arrojó de golpe en aquel fuego, y así abrasado y consumido desapareció. Lo cierto es que ora desapareciese Amílcar del modo que dicen los fenicios, ora del otro que cuentan los Siracusanos, es tenido por héroe, a quien hacen sacrificios y a cuya memoria no sólo en las colonias cartaginesas se han erigido monumentos, pero aun en Cartago misma se le edificó uno grandísimo. Y baste ya lo dicho de Sicilia.
CLXVIII. Pero los corcireos, contentos con dar buenas palabras a los enviados, no pensaban en hacerles obra buena; porque encarados con ellos los mismos embajadores que fueron a Sicilia y proponiéndoles las razones mismas que a Gelón propusieron los de Corcira, desde luego se les ofrecieron a todo, prometiendo enviarles las tropas en su socorro, añadiendo que bien veían ellos que no les convenía desamparar la Grecia y dejarla perecer, que perdida ésta cargaría sin la menor dilación sobre sus cervices el yugo de la esclavitud persiana, que sus mismos intereses les obligaban a hacer todo esfuerzo posible para defenderla: tan especiosa fue la respuesta que les dieron. Pero cuando vino el tiempo critico del socorro, con miras bien contrarias armaron sesenta naves, y hechos a la vela, floja y pesadamente llegaron al cabo al Peloponeso. Allí, cerca de Pilos y de Ténaro echaron ancla en las costas de los lacedemonios, estándose también a la mira a ver en que pararía la guerra, desconfiados de que pudiesen vencer los griegos, y persuadidos de que el persa, tan superior en fuerzas, se apoderaría de toda la Grecia. Así que ellos obraban de modo que llevaban estudiada ya la arenga pala el persa en estos términos: —«Nosotros, señor, por más que fuimos solicitados de los griegos para entrar en la liga y haceros la guerra, no quisimos ir contra vos ni daros que sentir en cosa alguna, y esto no siendo las más cortas nuestras fuerzas, ni el número de nuestras naves el menor, antes bien el más crecido después de los de Atenas.» Con estas razones esperaban sacar del persa un partido ventajoso y superior al de los otros, ni les saliera vana su esperanza a mi modo de entender; y para con los griegos llevaban prevenida también su excusa, de que después en efecto se valieron; porque como les culpasen los griegos, por no haberles socorrido, respondieron que de su parte habían hecho su deber armando sesenta galeras; que el mal había estado en no poder doblar el promontorio de Malea impedidos de los vientos etesios, y que con esto no habían arribado a Salamina, donde sin culpa ni engaño alguno habían llegado algo después de la batalla naval. Con este pretexto procuraron engañar a los griegos.
CLXIX. Por lo que mira a los de Creta, después que les convidaron los enviados de la Grecia para la confederación, destinaron ellos de común acuerdo sus remeros a Delfos, encargados de saber de aquel oráculo si les sería de provecho socorrerá la Grecia, a quienes respondió la Pitia: —«¡Simples de vosotros! quejosos de los desastres que os envió furioso Minos, en pago de la defensa y socorro dado a Menelao, no acabáis de enjugar vuestras lágrimas. Vengóse Minos porque no habiendo los griegos concurrido a vengar la muerte que en Camico se le dio, vosotros con todo salisteis en compañía de ellos a vengar a una mujer que robó de Esparta un hombre bárbaro» Lo mismo fue oír los Cretenses el tenor del oráculo traído, que suspender el socorro a favor de los griegos.
CLXX. Aludía el oráculo a lo que se dice de Minos, quien habiendo llegado en busca de Dédalo a Sicania, que ahora llamamos Sicilia, acabó allí sus días con una muerte violenta; que pasado algún tiempo, los Cretenses, a quienes Dios incitaba a la venganza, todos de común acuerdo, excepto solamente los Policnitanos y los Presios, pasando a Sicilia con una poderosa armada, sitiaron por cinco años a la ciudad de Camico que poseen al presente los de Agrigento; pero como al cabo ni la pudiesen rendir ni prolongar más el sitio por falta de víveres, la dejaron libre y se volvieron. Que cuando en su navegación estuvieron en las costas de la Yapigia, les cogió una tempestad que los arrojó a la playa, y que perdidas en el naufragio o fracasadas las naves, como les pareciese imposible el regreso a Creta, se vieron precisados a quedarse allí en la ciudad de Hiria, que fundaron ellos mismos, en donde, mudándose el nombre, en vez de Cretas se llamaron Yapiges Mesarios, y dejando de ser isleños, se hicieron moradores de tierra firme. Que desde Hiria salieron a fundar otras ciudades, de donde como mucho tiempo después quisiesen desalojarlos los Tarentinos, fueron rotos y deshechos totalmente, de suerte que la matanza así de los de Regio como de los de Tarento allí sucedida, fue la mayor de cuantas sepa yo haber padecido los griegos; pues entonces fue cuando 3.000 ciudadanos de Regio a quienes Micito, hijo de Quero, obligó a tomar las armas en socorro de los Tarentinos, perecieron del mismo modo que sus aliados; si bien no pudo hacerse el cómputo de los Tarentinos que allí murieron. Y este Micito de que hablo fue aquel que, siendo criado de la familia de Anaxilao, se quedó por gobernador de Regio, de donde arrojado después pasó a Tegea la de los arcades, y erigió en Olimpo muchas estatuas.
CLXXI. Pero dejada ya esta digresión que hice de mi historia para decir algo de las cosas de Regio y de Tarento, volvamos a Creta, adonde, según cuentan los Presios, pasaron a vivir como en una tierra despoblada muchos hombres, especialmente de los griegos. En la tercera edad, después de muerto Minos, sucedió la expedición contra Troya, en la cual no se mostraron los Cretenses los peores defensores de Menelao, en pena de cuya defensa y del descuido de vengar a Minos, vueltos ya de Troya, viéronse asaltados del hambre y de la peste, así hombres como ganados; de suerte que habiendo sido segunda vez despoblada Creta, son los Cretenses que ahora la habitan los terceros colonos de ella mezclados con los pocos que allí habían quedado. La Pitia, al fin, recordando a los Cretenses estas memorias, les hizo desistir del socorro que deseaban dar a los griegos.
CLXXII. Los tésalos, aunque siguieron por fuerza al principio el partido de los medos, mostraron después que no les placían las artes y designios de los Alévadas; porque luego que entendieron estar ya el persa para pasar a Europa, enviaron sus embajadores al Istmo, sabiendo que allí se había juntado un congreso de los diputados de la Grecia, varones escogidos de todos los pueblos que seguían el partido mejor a favor de la independencia de la misma. Llegados allá los embajadores de los tésalos, hablaron en esta conformidad: —«Nosotros, oh varones griegos, sabemos bien que para que la Tesalia, y con ella toda la Grecia, quede a cubierto de la guerra, es menester guardar bien la entrada del monte Olimpo, la cual nosotros estamos prontos a custodiar en compañía vuestra; si bien os prevenimos que a este fin es preciso enviar allá mucha tropa. Pero una cosa queremos que entendáis: que si no queréis enviarnos guarnición, nosotros nos compondremos con el persa; pues no es razón que nosotros solos, apostados en tanta distancia para la guardia y defensa del resto de la Grecia, seamos las víctimas de toda ella, mayormente no teniendo vosotros derecho que nos pueda obligar a tanto, si no queremos nosotros; pues el no poder más, puede más que el deber. Veremos nosotros, en suma, cómo poder quedar salvos.»
CLXXIII. Tal fue el discurso de los tésalos, en fuerza de cuya representación acordaron los griegos enviar a Tesalia por mar un ejército de infantes que guardase aquellas entradas, el cual, luego de levantado y junto, navegó allá por el Euripo. Así que la gente hubo llegado a Alo, ciudad de Acaya, saltó en tierra, y dejadas las naves, marchaba hacia Tesalia, hasta que en Tempe se apostó en aquella entrada que desde Macedonia la baja lleva a Tesalia por las riberas del Peneo entre los dos montes Olimpo y Osa. En aquel puesto atrincheraron los hoplitas o infantes griegos, que venían a ser 10.000, con quienes se juntó la caballería de los tésalos. Eran dos sus comandantes: uno el de los lacedemonios, por nombre Eveneto, hijo de Careno, quien a pesar de no ser de familia real, había sido nombrado para este mando como uno de los polemarcos u oficiales mayores; otro el de los atenienses, llamado Temístocles, hijo de Neocles. Detuviéronse allí las tropas unos pocos días: el motivo de ello fue que unos enviados allá de parte de Alejandro, soberano de la Macedonia e hijo de Amintas, les aconsejaron que se retirasen si no querían ser atropellados y aun pisados en aquel estrecho paso por el ejército enemigo, significándoles cuán innumerable era el ejército de tierra y la copia de naves. Al oír el aviso y consejo que les daba el Macedon, teniéndolo por acertado y mirándolo nacido de un ánimo amigo y de buen corazón, resolviéronse a seguirlo; aun cuando lo que en efecto les impelió más a ello, a mi juicio, fue el miedo o desconfianza de lograr su intento, oyendo decir que a más de aquella entrada había otra para la Tesalia yendo por los Perrebos en la alta Macedonia y por la ciudad de Gono, que fue el camino por donde entró cabalmente el ejército de Jerjes. Con esto, embarcadas de nuevo las tropas griegas, se volvieron al Istmo.
CLXXIV. En esto vino a parar el subsidio destinado a guarnecer la Tesalia, cuando el rey, que se hallaba ya en Ábidos, estaba para pasar desde el Asia a la Europa. Viéndose, pues, los tésalos destituidos de aliados, se entregaron con tanta resolución y empeño al partido de los bledos, que a juicio del mismo rey fueron los que mejor y con más utilidad le sirvieron en aquella ocasión.
CLXXV. Vueltos al Istmo los griegos, movidos del aviso que les había dado Alejandro, entraron de nuevo en consulta dónde sería mejor oponerse al enemigo y qué región fuese más oportuna para teatro de aquella guerra. La opinión más seguida fue que convenía ocupar la entrada en las Termópilas, así por parecerles que era más angosta que la que da paso a la Tesalia, como también por estar más cercana y vecina de la Grecia propia. Ayudóles a ello no tener por entonces noticia de cierta senda de que ni los mismos griegos que después perecieron cogidos en Termópilas la tuvieron antes que de ella les informasen los traquinios, hallándose ya en aquellas angosturas. Acordaron, pues, guardar aquel paso para impedir que el bárbaro entrase en la Grecia, y despachar al mismo tiempo las escuadras hacia Artemisio y la costa histieótida. Y así lo resolvieron, por estar tan vecinos aquellos dos puestos que en cada uno se podía saber lo que en el otro sucediese.
CLXXVI. Explicaré la situación de tales lugares: desde el mar ancho de la Tracia empieza a encerrarse el dicho Artemisio en un canal estrecho que corre entre la isla de Esciato y el continente de Magnesia. Desde el estrecho de Eubea comienza la playa después del promontorio de Artermisio, en la cual está el templo de Diana. Por lo que mira a la entrada en Grecia por Traquina, viene a tener un medio pletro (yugada) donde más se estrecha; si bien esta estrechez suma no es la misma en todo aquel paso, sino solamente un poco antes de acercarse y después de dejar las Termópilas; y aun el camino cerca de los Alpenos que deja a las espaldas, sólo da lugar a un carro; y pasando adelante al lado del río Fénix, y cerca de la ciudad de Antela, otra vez sólo hay paso para un carro. Al Poniente de las Termópilas se levanta un monte alto, inaccesible y escarpado que va hasta el Eta, y por el Levante de las mismas el mar estrecha aquel camino juntamente con unas lagunas y cenagales. Hay en aquella entrada unos baños de agua caliente, que los naturales llaman ollas, y en ellos se deja ver un altar erigido en honra de Hércules. Antiguamente se había levantado una muralla en aquel paso y en ella había puertas: sus constructores fueron los focenses por miedo de los tésalos, viendo que éstos desde la Tesprocia habían pasado a vivir en la región eólida, que es la que al presente poseen; porque como los tésalos procurasen sujetar a los focenses, opusiéronle éstos aquel reparo para su defensa, y entonces fue cuando discurriendo todos los medios para impedir que pudiesen invadirles su tierra, dieron curso por aquella entrada a las fuentes de agua caliente. Verdad es que aquel muro viejo desde tan antiguo edificado, se hallaba ya con el tiempo por la mayor parte desmoronado y caído; y con todo, resolvieron los griegos que convenía repararle y cerrar al bárbaro con aquel reparo el paso para la Grecia. Muy cerca de aquel camino hay una aldea llamada los Alpenos, en donde pensaron los griegos que podrían proveerse da víveres.
CLXXVII. Estos parajes parecieron a los griegos los más aptos para su defensa; pues miradas atentamente y pesadas todas las circunstancias, convinieron en que debían esperar al bárbaro invasor de la Grecia en un puesto tal, en que no pudiera servirse de la muchedumbre de sus tropas y mucho menos de su caballería; y luego que supieron que el persa se hallaba ya en Pieria, partiéndose del Istmo, unos se fueron por tierra a Termópilas con sus tropas, los otros por mar a Artemisio con sus galeras.
CLXVIII. Los griegos destinados al socorro de la patria iban a prestársele con toda puntualidad. Los delfios entretanto, solícitos por su salvación y por la de la Grecia, consultaron acerca de ella a aquel su dios. La respuesta del oráculo fue, que se encomendasen muy de veras a los vientos, que ellos serían los mejores aliados y compañeros de armas de la Grecia. Recibido este oráculo, diéronse luego prisa los de Delfos a comunicar con aquellos griegos que querían conservar su libertad lo que se les había respondido; medio con que se ganaron sumamente el favor y gracia de los pueblos a quienes el bárbaro tenía amedrentados. Hecho esto, alzaron los delfios en honor de los vientos una ara en Tyia, allí donde Tyia, la hija de Cefiso, tiene su recinto sagrado, tomando de ella nombre aquel lugar, y les hicieron sacrificios; en fuerza de cuyo oráculo aun hoy día los delfios con sacrificios aplacan a los vientos.
CLXXIX. Para volver a la armada de Jerjes, habiendo salido de la ciudad de Terma, envió delante diez naves las más ligeras de todas en derechura hacia Selato, en donde los griegos tenían adelantadas tres galeras de observación, una de Trecena, otra de Egina, y otra de Atenas, y al descubrir éstas las naves de los bárbaros entregáronse luego a la fuga.
CLXXX. Los bárbaros, dando caza a la galera Trecenia en que iba por capitán Práxino, muy presto la rindieron; y luego, cogiendo al soldado que hallaron el más gallardo de la tripulación, le degollaron encima de la proa de la nave, interpretando a buen agüero el que fuera tan bello y gentil el primero de los griegos que prendieron. Llamábase León el degollado, nombre que tal vez contribuyó a que fuese la primera víctima de los persas.
CLXXXI. La galera de Egina, en que iba por capitán Asónides, no dejó de dar mucho que hacer a los persas, obrando aquel día en su defensa prodigios de valor un soldado que en ella servía, por nombre Pites, hijo de Isquenoo. Este, al tiempo de la refriega, al ser apresada su nave, resistió con las armas en la mano, hasta que todo él quedó acribado de heridas. Pero como al cabo cayese, los persas que en las naves servían, viéndole respirar todavía, prendados del valor del enemigo, procuraron con sumo empeño conservarle la vida, curándole con mirra las heridas, y atándoselas después con unas vendas cortadas de un lienzo de biso (holanda muy fina). Cuando volvieron a sus reales iban mostrándolo a toda la gente, pasmados de su valor y con mucha estima y humanidad, siendo así que trataban como a viles esclavos a los otros que en la misma nave habían cogido.
CLXXXII. Así fueron apresadas las dos mencionadas naves; pero la tercera, cuyo capitán era Formo, ciudadano de Atenas, varó al huir en la embocadura del Peneo, con lo cual lograron los bárbaros apoderarse del buque, pero de la gente no; pues lo mismo fue ver encallada la nave que saltar a tierra los atenienses, y volverse a Atenas a pié, caminando por la Tesalia. Los griegos apostados con sus naves en Artemisio, después de entender lo que pasaba por medio de los fuegos, que para señal y aviso se encendieron en Esciato, llenos de miedo, desamparada aquella posición, hiciéronse a la vela para Calcide, con ánimo de cubrir y guardar el Euripo, si bien dejaron en las alturas de Eubea sus atalayas que de día observasen al enemigo.
CLXXXIII. De las diez naves mencionadas de los bárbaros, tres se fueron arrimando a aquel escollo que está entre Esciato y Magnesia y se llama Mirmex (hormiga). Después que los bárbaros levantaron encima del escollo una columna de piedra que consigo traían, salió de Terma el grueso de su armada, once días después que de allá había partido con sus tropas el monarca, y viendo que en aquellas aguas no parecía enemigo que les disputase el paso, iban navegando con toda la escuadra. El piloto principal que la conducía, a fin de no dar en aquel escollo notado con la columna, que se hallaba en la derrota que seguían, era Pammon el escirio. Habiendo los bárbaros navegado todo aquel día, pasaron parte de la costa de Magnesia hasta llegar a Sepiada y a la playa que está entre aquella costa y la ciudad de Castanea.
CLXXXIV. Hasta llegar al dicho lugar y a Termópilas no tuvo contratiempo alguno aquella armada, cuyo número subiría entonces, según hallo por mis cuentas, a la suma de 1.207 naves venidas del Asia. La suma de la gente que en las naves venía, tomada desde el principio de todas aquellas naciones, sería de 241.400 personas, y esto a razón de 200 hombres por nave; pues a más de esta guarnición nacional de las naves iban en cada una de ellas 30 soldados de tropa, ya persas, ya medos, ya Sacas, cuya suma de tropa, subía por su parte a 36.210 soldados. A este último número y al otro anterior voy a añadir la suma de gente que en las galeotas o penteconteros venía a razón de 80 hombres por galeota, pues tantos vendrían a ser poco más o menos. Llevo de antes dicho ya que eran 3.000 esos buques, de donde se saca que la suma de su tripulación era de 240.000 hombres. Así que todo el número del ejército de mar asiático hacía la suma de 517.000 hombres con el pico de más de 610. El número de la infantería en el ejército de tierra fue de 1.700.000 y el de la caballería de 80.000: a estos quiero añadir los árabes que venían en sus camellos, los Libios que acudían en sus carros, y solamente calculará que fuesen todos 20.000 hombres: ahora, pues, la suma total que resulta de los dos ejércitos de mar y de tierra juntamente computadas sube a 2.317.910 hombres; y en este número de tropas sacadas del Asia no incluyo el número de criados y vivanderos, como tampoco el de los que venían con las embarcaciones cargadas de bastimentos.
CLXXXV. Al número ya sumado es preciso añadir ahora las tropas que le acompañaban tomadas de la Europa, si bien deberemos en esto seguir un cómputo prudente. Digo pues, que los griegos situados en Tracia y en las islas a ella adyacentes concurrían con 120 naves, por donde los hombres que en ellas venían subirían a 24.000. Añado que los que al ejército juntaban sus tropas por tierra eran los tracios, los peones, los eordos, los botieos, los colonos oriundos de Cálcide, los brigos, los pierios, los macedonios, los perrebos, los enienes, los dólopes, los magnesios, los aqueos, y en un palabra todos los pueblos las castas de la Tracia, de cuyas naciones pongamos que fuera de 300.000 el número de soldados. De suerte, que añadidas estas cifras a la suma de tropa que del Asia venía, el grueso de la gente de guerra se componía de 264 miríadas con el pico de 1.610 hombres, que hacen 2.641.610.
CLXXXVI. Y siendo tan excesivo el número de esta gente de guerra, para mí tengo que no sería menor, sino mayor aún, la chusma en la comitiva de criados y de marineros en las embarcaciones de transporte, en especial en otras naves del convoy que al ejército seguían. Pero demos que el número de la gente del séquito fuese el mismo ni más ni menos que el de la guerra, y que compusiese aquella otras tantas miríadas como esta componía. Así, con este cómputo, la suma total que Jerjes, el hijo de Darío, condujo hasta Sepiada y Termópilas, subiría a 528 miríadas y 3.220 hombres, que son 5.283.220 hombres.
CLXXXVII. Esta era, pues, la suma mayor del ejército de Jerjes, que el número cabal de las mujeres panaderas, de las concubinas y de los eunucos, no será fácil que nadie lo defina, como ni lo será tampoco el que se nos diga el número de tiros en los carros, bestias de carga y el de los perros indianos que allí iban. De suerte, que nada me maravilló que el agua de algunos ríos no bastase a satisfacer la sed de tanta turba; pero sí me admiro mucho de que hubiese víveres a mano para abastecer la necesidad de tantos millares de bocas, porque por mis cuentas hallo que llevando al día cada soldado la ración de un quénice (o celemín) de trigo, se gastarían diariamente once miríadas, o bien 410.340 medimnos o cargas del mismo grano, sin contar en este número los víveres para las mujeres, para los eunucos, para los bagajes y para los perros. Y entre tanta muchedumbre de gente no se hallaba nadie que en lo gentil de la persona y alto del talle, pareciera más digno y acreedor al mando soberano que el mismo rey Jerjes.
CLXXXVIII. Esta gran armada, después que emprendido el curso hubo ya llegado a cierta playa de la costa de Magnesia que está entre la ciudad de Castanea y la costa Sepiada, sacó a la orilla las primeras naves que allí arribaron; pero las que después llegaban, dejábanlas ancladas por su turno, de suerte que por no ser muy grande la playa, anclaron allí formando una escuadra de ocho naves de fondo, todas con la proa al agua. En este orden pasaron aquella noche; pero un poco antes del día, estando el cielo sereno y el mar tranquilo, levantóseles de repente una gran tempestad, hinchándoseles el agua con la furia del viento subsolano, al cual suelen los del país llamar helespontias. Sucedió, pues, que todos los que observaron que el viento crecía y que por el puesto y orden que anclaban pudieron prevenir la tempestad sacando a tierra sus naves, todos quedaron salvos con ellas. Pero a todas las demás naves que el viento halló ancladas, se las fue llevando con furia, y arrojó las unas a un lugar que está en Pelio llamado Ipnos (hornos), y las otras hacia las playas, de suerte que éstas se estrellaban en Sepiada, aquéllas en la ciudad de Melibea, otras naufragaron en Castanea. Tan deshecha y formidable era la tormenta.
CLXXXIX. Es fama común que los atenienses, avisados por un nuevo oráculo que acababa de venirles, en que les decía que llamasen en su asistencia y socorro al yerno, invocaron con ruegos al Bóreas; pues que, según la tradición de los griegos, el viento o dios Bóreas estaba casado con una dama ática por nombre Oritia, hija de Erecteo. Movidos, pues, de tal parentesco, que la fama pública dio por valedero, conjeturaban los atenienses que seria el Bóreas aquel yerno del oráculo, y hallándose con la armada apostados en Calcida, ciudad de Eubea, luego que vieron iba arreciando la tormenta, o quizá antes que la tormenta naciese, invocaban en sus sacrificios al Bóreas y a Oritia que soplasen en su favor, y que hicieran fracasar las naves de los bárbaros, como antes lo habían hecho cerca de Atos. Si fue por estos ruegos y motivos que cargase el Bóreas sobre los bárbaros anclados, no puedo decirlo; sólo digo que pretenden los atenienses que así como antes les había socorrido el Bóreas, él mismo fue entonces el que tales estragos a favor suyo ejecutó. Lo cierto es, que después de partidos de allí edificaron un templo a Bóreas cerca del río Iliso.
CXC. En aquel contratiempo acaecido a los bárbaros, los que más cortos andan no bajan de 400 las naves que dicen haberse perdido allí, y con ellas un número infinito de gente, y una inmensidad de dinero y de cosas de valor. Aquel naufragio, en efecto, fue una mina de oro para un ciudadano de Magnesia llamado Aminocles, hijo de Cretino, que tenía en Sepiada una posesión, pues en algún tiempo recogió allí mucho vaso de oro y mucho asimismo de plata; allí encontró tesoros de los persas, allí logró infinitas preciosidades y alhajas de oro, de suerte que no siendo por otra parte hombre afortunado, vino a ser muy rico con tanto hallazgo; pero con el dolor y pena de ver muertos desastradamente a sus hijos.
CXCI. Fueron sinnúmero las arcas cargadas de víveres y los otros buques que entonces perecieron. El destrozo en suma fue tal y tan grande, que los jefes de la armada, recelosos de que los tésalos, viéndolos tan abatidos y mal parados, no se dejasen caer sobre ellos, hicieron de las mismas tablas y reliquias del naufragio unas altas trincheras alrededor de su campo. Duró la borrasca por el espacio de tres días: al cuarto los magos, con víctimas humanas con encantamientos del viento, acompañados de aullidos, con sacrificios hechos a Tetis y a la Nereidas, lograron que calmase, si no es que calmó de suyo sin la mediación de los magos. Y la causa que les movió a sacrificar a Tetis fue haber entendido de los jonios cómo aquella diosa había sido arrebatada por Peleo de aquel lugar, y que toda la costa Sepiada estaba bajo la protección y tutela de Tetis y de las demás Nereidas.
CXCII. Las centinelas diurnas de Eubea, bajando de sus eminencias, fueron corriendo a dar a los griegos la noticia de los estragos del naufragio el segundo día de la tempestad. Ellos, con este aviso, hechas sus súplicas y ofrecidas sus libaciones a Neptuno el Salvador, volviéronse con toda prisa a Artemisio, esperando hallar corto número de naves enemigas; y llegados segunda vez, anclaron cerca de aquel promontorio. Esta fue la primera que dieron a Neptuno el nombre de Salvador.
CXCIII. Luego que cesó el viento y calmaron las olas, los bárbaros, echando al agua sus naves, iban navegando por la costa del continente, y doblado el cabo de Magnesia, encaminaron las proas hacia el seno que lleva a Pagasas. Hay allí en aquel golfo de Magnesia cierto lugar en donde dicen que Hércules, habiendo sido enviado a hacer aguada, fue abandonado de Jasón y de sus compañeros, los de la nave Argos, cuando viajaban hacia Ea de Cólquide, en busca del vellocino de oro; pues desde aquel lugar, hecha la provisión de agua, habían resuelto hacerse a la vela; y este fue el motivo por el que se le dio al lugar el nombre de Afetas, o abandono. Aquí fue donde dio fondo la escuadra de Jerjes.
CXCIV. Pero sucedió que quince naves de la misma que se habían quedado muy atrás en la retaguardia, como viesen las de los griegos que estaban en Artemisio, y creyesen aquellos bárbaros que serían de las suyas, fuéronse hacia ellas y dieron en manos de los enemigos. Era el comandante Sandoces, hijo de Tamasio y gobernador de Cima la Eólida, a quien siendo uno de los jueces regios, había el rey Darío condenado antes a muerte de cruz, convencido del grave delito de haberse dejado cohechar con dinero en una causa que sentenció. Pendiente ya en la cruz el reo juez, mirando en ello Darío, halló que eran mayores los servicios hechos a la casa real por aquel ministro que los delitos cometidos; y parte por esto, parte por conocer que él mismo había obrado en aquello con más precipitación que acuerdo, le soltó y dio por libre. Así escapó con la vida de las manos del rey; pero, entonces, dando por mar en las de los griegos, no había de tener la dicha de escapar segunda vez, porque viéndoles navegar los griegos hacia ellos, entendido luego el error y equivocación en que estaban, saliéndoles al encuentro, fácilmente los apresaron.
CXCV. En una de dichas naves fue preso Aridolis, señor de los Alabadenses que moran en Caria, y en otra lo fue asimismo Pentilo, hijo de Demonoo, jefe de los pafos, de donde, como hubiese conducido doce naves, perdidas después las once en la tempestad sufrida en la costa Sepiada, navegando hacia Artemisio en la única que le quedaba, fue hecho prisionero. A todos estos cautivos, después de tomar lengua de ellos, de cuanto querían saber tocante al ejército de Jerjes, enviaron los griegos atados al istmo de los corintios.
CXCVI. Así arribó a Afetas la armada naval de los bárbaros, exceptuadas las quince naves que, como decía, eran mandadas por el general Sandoces. Jerjes, con el ejército de tierra, marchando por la Tesalia y por la Acaya, llegó al tercer día a la ciudad de los melienses, habiendo hecho en Tesalia la prueba de la caballería tésala, de la que oía decir que era la mejor de toda la Grecia, ordenando un certamen ecuestre en que la hizo escaramuzar con la suya propia, y en el cual aquella caballería griega llevó de mucho la peor parte. Entre los ríos de Tesalia, el Onocono no dio por sí solo bastante agua al ejército con toda su corriente; ni entre los de la Acaya pudo el Apidano, siendo el mayor de todos, satisfacer, sino escasamente, a las necesidades de aquellas tropas.
CXCVII. Al marchar Jerjes hacia Alo, ciudad de la Acaya, queriéndole dar cuenta y razón de todo los guías del camino, íbanle refiriendo cierta historia y tradición nacional acerca del templo de Júpiter el Lafistio. Decíanle cómo un hijo de Eolo, por nombre Atamante, de acuerdo y consentimiento con Ino, había maquinado dar la muerte a Frixo; cómo después los aqueos, en fuerza de un oráculo, establecieron contra los descendientes de Frixo, cierta ley gravosa, que fue prohibir a todo mayorazgo de aquella familia la entrada en su pritaneo, que llaman leita los de Argos, colocando allí guardias para no dejarles entrar, y esto so pena que el que entrase allí no pudiese salir de modo alguno antes de ser destinado al sacrificio. Añadían también que muchos de aquella familia, estando ya condenados al sacrificio, por miedo de la muerte se habían huido a otras tierras, las cuales, si volvían después de pasado algún tiempo y podían ser cogidos, eran otra vez remitidos al pritaneo. Decían que la tal víctima, cubierta toda de lazos y guirnaldas y llevada en procesión, era al cabo inmolada, y que el motivo de ser así maltratados aquellos descendientes de Citisoro, que era hijo del mencionado Frixo, fue el siguiente: habían resuelto los aqueos, conforme cierto oráculo, que Atamante, hijo de Eolo, muriese como víctima propiciatoria por su país, y cuando estaban ya para sacrificarle, volviendo dicho Citisoro de Ea, ciudad de la Cólquide, libróle de sus manos, y en pena de este atentado descargó Júpiter el Lefistio la ira y furor contra sus descendientes. Jerjes, que tal había oído, cuando llegó cerca del templo y sagrado recinto, no sólo se abstuvo de profanarlo, sino que prohibió a todo el ejército que nadie le violase, y aun a la casa de los descendientes de Atamante tuvo el mismo respeto con que había venerado aquel santuario.
CXCVIII. Esto es lo que sucedió en Tesalia y en Acaya, de donde continuó Jerjes sus marchas hacia Málida por la costa de aquel golfo, en el cual no cesa en todo el día el flujo y reflujo del mar. Hay allí vecino al golfo un terreno llano, en unas partes espacioso y en otras muy angosto; alrededor de la llanura se levantan unos altos e inaccesibles montes, que cierran en torno toda la comarca Málida y se llaman los peñascos traquinios. La primera ciudad que en aquel golfo se encuentra al venir de Acaya es Anticira, bañada por el río Esperquio, que corre desde los enienes y desagua en el mar. Después de este río, a distancia de 20 estadios, hay otro que se llama el Diras, del cual es fama que apareció allí de repente para socorrer a Hércules mientras se estaba abrasando; pasado éste, cosa de otros 20 estadios, se da con otro río llamado el Melas.
CXCIX. Distante del Metas por espacio cinco estadios está una ciudad llamada Traquina, y por aquella parte donde se halla situado es por donde se extiende más a lo ancho todo el país desde los montes hacia el mar, pues se cuentan allí 22.000 pletros o yugadas de llanura. En el monte que ciñe la comarca traquinia se descubre una quebrada que cae al Mediodía de Traquina, y pasando por ella el río Asopo va corriendo al pie de la montaña.
CC. Al Mediodía del Asopo corre otro río no grande, llamado el Fénix, que bajando de aquellos montes va a desaguar en el Asopo. El paso más estrecho que hay allí es él que está cerca del río Fénix, en donde no queda más espacio que el de un solo camino de ruedas, abierto allí por el arte. Desde el río Fénix hasta llegar a Termópilas se cuentan 15 estadios, y a la mitad de este camino, entre el río Fénix y Termópilas, se halla una aldea llamada Antela, por donde pasando el Asopo desemboca en el mar. Ancho es el sitio que hay cerca de dicha aldea y en donde está edificado el templo de Céres la Anfictiónida, los asientos de los anfictiones y el templo también del mismo Anfiction.
CCI. Volviendo a Jerjes, tenía éste su campo en la comarca Traquinia de Málida, y los griegos el suyo en aquel paso estrecho que es el lugar al que la mayor parte de los griegos llaman Termópilas, si bien los del país y los comarcanos le dan el nombre de Pilas. Estaban, pues, como digo, acampados unos y otros en aquellos lugares: ocupaba el rey todo el distrito que mira al Bóreas hasta la misma Traquina; los griegos el que tira al Mediodía en aquel continente.
CCII. Era el número de los griegos apostados para esperar al rey en aquel lugar: de los espartanos 300 hoplitas; de los tegeos y mantineos 1.000, 500 de cada uno de estos pueblos; de Orcómeno, ciudad de la Arcadia, 120; de lo restante de la misma Arcadia, 1.000, y este era a punto fijo el número de los arcades; de Corinto 400; de Fliunte 200, y de los miceneos 80, siendo estos todos los que se hallaban presentes venidos del Peloponeso; de los beocios y tespienses 700, y 400 los tebanos.
CCIII. A más de los dichos, habían sido convocados los Locros opuncios con toda su gente de armas y mil soldados más de los focenses. Habíanlos llamado los griegos enviándoles unos mensajeros que les dijesen cómo ellos se adelantaban ya, precursores de los demás, a ocupar aquel paso, y que de día en día esperaban allí a los otros aliados que estaban en camino; que por lo tocante al mar estaba cubierto y guardado con las escuadras de los de Atenas, de los de Egina y de los restantes pueblos que tenían fuerzas navales; que no tenían por qué temer ni desmayar, pues no era ningún dios venido del cielo, sino un hombre mortal, el enemigo común de la Grecia invadida; que bien sabían ellos que ni había existido mortal alguno, ni había de haberlo jamás, que desde el día de su nacimiento no estuviese expuesto a los reveses de la fortuna, tanto más grandes, cuanto más lo fuese su estado y condición; en suma, que siendo un hombre de carne y hueso el que venía a acometerles, no podía menos de tener algún tropiezo en que, humillado, conociese que lo era. Así les hablaron, y con estas razones se resolvieron aquellos a enviar sus socorros a Traquina.
CCIV. Tenían dichas tropas, a más del comandante respectivo de cada una de las ciudades, por general de todo, aquel cuerpo, a quien todos sobremanera respetaban, al lacedemonio Leonidas, hijo de Anaxandrides y descendiente de varón en varón de los principales personajes siguientes: Leon, Euricratides, Anaxandro, Euricrates, Polidoro, Alcamenes, Teleclo, Arquelao, Egesilao, Doriso, Leobotas, Equestrato, Agis, Euristenes, Aristodemo, Aristomaco, Clodeo, Hilo y Hércules. Había el citado general Leonidas sido hecho rey en Esparta del siguiente modo, fuera de lo que se esperaba:
CCV. Como tuviese dos hermanos mayores, el uno Cleomenes y el otro Dorieo, bien lejos estaba de pensar que pudiese recaer el cetro en sus manos. Pero habiendo muerto Cleomenes sin hijo varón y no sobreviviéndole ya Dorieo, que había acabado sus días en Sicilia, vino la corona por estos accidentes a sentarse rodando en las sienes de Leonidas, siendo mayor que su hermano Cleombroto, el menor de los hijos de Anaxandrides, y estando mayormente casado con una hija que había dejado el rey Cleomenes. Entonces, pues, se fue a Termópilas el rey Leonidas, habiendo escogido en Esparta 300 hombres de edad varonil y militar que ya tenían hijos. Con ellos había juntado el número de tebanos que llevo dicho, a cuyo frente iba por comandante nacional Leonciades, hijo de Eurimaco. El motivo que había determinado a Leonidas a que procurase llevar consigo a los tebanos con tanta particularidad, fue la mala fama que de ellos, como de partidarios del medo corría muy válida. Bajo este supuesto les convidó a la guerra, para ver si concurrían a ella con los demás, o si manifiestamente se apartaban de la alianza de los otros griegos. Enviaron los tebanos sus soldados, si bien seguían aquel partido con ánimo discordante.
CCVI. Enviaron delante los espartanos esta tropa capitaneada por Leonidas con la mira de que los otros aliados quisiesen con aquel ejemplo salir a campaña y de impedir que se entregasen al medo, oyendo decir que dilataban en tardanzas aquella empresa. Por su parte estaban ya resueltos a salir con todas sus fuerzas, dejando en Esparta la guarnición necesaria, luego de celebradas las Carnias, que eran unas fiestas ánuas que les obligaban a la detención. Lo mismo que ellos pensaban hacer los otros griegos sus aliados por razón de concurrir en aquella misma sazón de tiempo a los juegos olímpicos, y con esto, pareciéndoles que no se vendría tan presto a las manos en Termópilas, enviaron allá adelantadas sus tropas como precursores suyos.
CCVII. Esto era lo que pensaban hacer aquellos griegos; pero los que estaban ya en Termópilas, cuando supieron que se hallaba el persa cerca de la entrada, deliberan llenos de pavor si sería bien dejar el puesto. Los otros peloponesios, en efecto, eran de parecer que convenía volverse al Peloponeso y guardar el Istmo con sus fuerzas; pero Leonidas, viendo a los Locros y focenses irritados contra aquel modo de pensar, votaba que era preciso mantener el mismo puesto, enviando al mismo tiempo mensajeros a las ciudades, que las exhortasen al socorro, por no ser ellos bastantes para rebatir el ejército de los medos.
CCVIII. Entretanto que esto deliberaban, envió allá Jerjes un espía de a caballo, para que viese cuántos eran los griegos y lo que allí hacían, pues había ya oído decir, estando aún en Tesalia, que se había juntado en aquel sitio un pequeño cuerpo de tropas, cuyos jefes eran los lacedemonios, teniendo al frente a Leonidas, príncipe de la familia de los Heráclidas. Después que estuvo el jinete cerca del campo, si bien no pudo observar todo el campamento, no siéndole posible alcanzar con los ojos a los acampaban detrás de la muralla, que reedificada guardaban con su guarnición, pudo muy bien observar con todo los que estaban delante de ella en la parte exterior, cuyas armas yacían allí tendidas por orden. Quiso la fortuna que fuesen los lacedemonios a quienes tocase entonces por turno estar allí apostados. Vio, pues, que unos se entretenían en los ejercicios gimnásticos y que otros se ocupaban en peinar y componer el pelo: mirando aquello el espía, quedó maravillado haciéndose cargo de cuántos eran: certificóse bien de todo y dio la vuelta con mucha paz y quietud, no habiendo nadie que le siguiese, ni que hiciese caso ninguno de él. A su vuelta dio cuenta a Jerjes de cuanto había observado.
CCIX. Al oír Jerjes aquella relación, no podía dar en lo que era realmente la cosa, sino prepararse los lacedemonios a vender la vida lo más caro que pudiesen al enemigo. Y como tuviese lo que hacían por sandez y singularidad, envió a llamar a Demarato, el hijo de Ariston, que se hallaba en el campo; y cuando lo tuvo en su presencia, le fue preguntando cada cosa en particular, deseando Jerjes entender qué venia a ser lo que hacían los lacedemonios. Díjole Demarato: —«Señor, acerca de estos hombres os informé antes la verdad cuando partimos contra la Grecia. Vos hicisteis burla de mí al oírme decir lo que yo preveía había de suceder. No tengo mayor empeño que hablar verdad tratando con vos: oídla ahora también de mi boca: Sabéis que han venido esos hombres a disputarnos la entrada con las armas en la mano, y que a esto se disponen; pues este es uso suyo, y así lo practican, peinarse muy bien y engalanarse, cuando están para ponerse a peligro de perecer. Tened por seguro que si vencéis a estas tropas y a las que han quedado en Esparta, no habrá, señor, ninguna otra nación que se atreva a levantar las manos contra vos; pero reparad bien ahora que vais contra la capital misma, contra la ciudad más brava de toda la Grecia, contra los más esforzados campeones de todos los griegos.» Tal respuesta pareció a Jerjes del todo inverosímil, y preguntóle segunda vez que le dijese cómo era posible que siendo ellos un puñado de gente y nada más, se hubiesen de atrever a pelear con su ejército; a lo cual respondió Demarato: —«Convengo, señor, en que me tengáis por embustero, si no sucede todo puntualmente como os lo digo.»
CCX. No por esto logró que le diese crédito Jerjes, quien se estuvo quieto cuatro días esperando que los griegos se entregasen por instantes a la fuga. Llegado el quinto, como ellos no se retirasen de su puesto, parecióle a Jerjes que nacía aquella pertinacia de mera desfachatez y falta de juicio, y lleno de cólera envió contra ellos a los medos y Cisios, con la orden formal de que prendiesen a aquellos locos y se los presentasen vivos. Acometen con ímpetu gallardo los medos a los griegos, caen muchos en la embestida, vanles otros sucediendo de refresco, y por más que se ven violentamente repelidos, no vuelven pie atrás. Lo que sin duda logran con aquello es hacer a todos patente, y mayormente al mismo rey, que tenía allí muchos hombres, pero pocos varones esforzados. La refriega empezada duró todo aquel día.
CCXI. Como los medos se retirasen del choque, después de muy mal parados en él, y fuesen a relevarles los persas entrando en la acción, hizo venir el rey a los Inmortales, cuyo general era Hidarnes, muy confiado en que éstos se llevarían de calle a los griegos sin dificultad alguna. Entran, pues, los Inmortales a medir sus fuerzas con los griegos, y no con mejor fortuna que la tropa de los medos, antes con la misma pérdida que ellos, porque se veían precisados a pelear en un paso angosto, y con unas lanzas más cortas que las que usaban los griegos, no sirviéndoles de nada su misma muchedumbre. Hacían allí los lacedemonios prodigios de valor, mostrándose en todo guerreros peritos y veteranos en medio de unos enemigos mal disciplinados y bisoños, y muy particularmente cuando al volver las espaldas lo hacían bien formados y con mucha ligereza. Al verlos huir los bárbaros en sus retiradas, daban tras ellos con mucho alboroto y gritería; pero al irles ya a los alcances, volvíanse los griegos de repente y haciéndoles frente bien ordenados, es increíble cuánto enemigo persa derribaban, si bien en aquellos encuentros no dejaban de caer algunos pocos espartanos. Viendo los persas que no podían apoderarse de aquel paso, por más que lo intentaron con sus brigadas divididas, y con sus fuerzas juntas, desistieron al cabo de la empresa.
CCXII. Dícese que el rey, que estuvo mirando todas aquellas embestidas del combate, por tres veces distintas saltó del trono con mucha precipitación receloso de perder allí su ejército. Tal fue por entonces el tenor de la contienda: el día después nada mejor les salió a los bárbaros el combate, al cual volvieron muy confiados de que, siendo tan pocos los enemigos, estarían tan llenos de heridas que ni fuerza tendrían para tomar las armas ni levantar los brazos. Pero los griegos, ordenados en diferentes cuerpos y repartidos por naciones, iban entrando por orden en la refriega, faltando sólo los focenses, que habían sido destacados en la montaña para guardar una senda que allí había. Así que, viendo los persas que tan mal les iba el segundo día come les había ido el primero, se fueron otra vez retirando.
CCXIII. Hallábase el rey confuso no sabiendo qué resolución tomar en aquel negocio, cuando Epialtes, hijo de Euridemo, de patria meliense, pidió audiencia para el rey, esperando salir de ella muy bien premiado y favorecido. Declaróle, en efecto, haber en los montes cierta senda que iba hasta Termópilas, y con esta delación abrió camino a la ruina de los griegos que estaban allí apostados. Este traidor, temiendo después la venganza de los lacedemonios, huyóse a Tesalia, y en aquella ausencia fue proscrito por los pilágoras, habiéndose juntado en Pilea el congreso general de los Anfictiones, y puesta a precio de dinero su cabeza. Pasado tiempo, habiéndose restituido a Anticira, murió a manos de Atenades, natural de Traquina; y si bien es verdad que Atenades le quitó la vida por cierto motivo, como yo en otro lugar explicaré, con todo, no se lo premiaron menos los lacedemonios: Epialtes, en suma, pereció después.
CCXIV. Cuéntase también la cosa de otro modo: dícese que los que dieron aviso al rey y condujeron a los persas por el rodeo de los montes, fueron Onetes, hijo de Fanágoras ciudadano Ristio, y Coridalo, natural de Anticira. Pero de ningún modo doy crédito a esta fábula, por dos razones: la una, porque debemos atenernos al juicio de los Pilágoras, quienes, bien informados sin duda del hecho como diputados públicos de los griegos, no ofrecieron premio con su bando de proscripción por la cabeza de Onetes ni por la de Coridalo, sino solamente por la de Epialtes el Traquinio; la otra, porque sabemos que Epialtes se ausentó por causa de este delito pudo muy bien Onetes, por más que no fuese meliense, tener noticia de aquella senda excusada, si por mucho tiempo había vivido en el país, no lo niego: solo afirmo que Epialtes fue el guía que les llevó por aquel rodeo del monte, y en el descubrimiento de la senda le cargo toda la culpa.
CCXV. Alegre Jerjes sobremanera, luego que tuvo por bien seguir el aviso y proyecto que Epialtes le proponía, despachó al punto para que lo pusiese por obra a Hidarnes con el cuerpo de tropas que mandaba. Salió del campo Hidarnes entre dos luces antes de cerrar la noche. Por lo que mira a dicha senda, los naturales de Mélida habían sido los primeros que la hallaron, y hallada, guiaron por ella a los primeros tesalos contra los focenses, en el tiempo que éstos, cabalmente por haber cerrado la entrada con aquel muro, se miraban ya puestos a cubierto de aquella guerra. Y desde que fue descubierta, habiendo pasado largo tiempo, nunca había ocurrido a los melienses hacer uso ninguno de aquella senda.
CCXVI. La dirección de ella comienza desde el río Asopo, que pasa por la quebrada de un monte, el cual lleva el mismo nombre que la senda, el de Anopea. Va siguiendo, la Anopea por la espalda a la montaña y termina cerca de Alpeno, que es la primera de las ciudades de Lócride, por el lado de los melienses, cerca de la piedra que llaman del Melámpigo, y cerca asimismo de los asientos de los Cercopes, donde se halla el paso más estrecho.
CCXVII. Habiendo, pues, los persas pasado el Asopo, iban marchando por la mencionada senda tal cual la describimos, teniendo a la derecha los montes de los eteos, y a la siniestra los de los traquinios. Al rayar del alba se hallaron en la cumbre del monte, lugar en que estaba apostado un destacamento de mil infantes focenses, como tengo antes declarado, con el objeto de defender su tierra y de impedir el paso de la senda, pues la entrada por la parte inferior estaba confiada a la custodia de los que llevo dicho; pero la senda del monte la guardaban los focenses, que de su voluntad se habían ofrecido a Leonidas para su defensa.
CCXVIII. Al tiempo de subir los persas a la cima del monte no fueron vistos, por estar todo cubierto de encinas, pero no por eso dejaron de ser sentidos de los focenses por el medio siguiente. Era serena la noche y mucho el estrépito que por necesidad hacían los persas, pisando tanta hojarasca como allí estaba tendida. Con este indicio vanse corriendo los focenses a tomar las armas, y no bien acaban de acomodárselas, cuando se presentan ya los bárbaros a sus ojos. Al ver estos allí tanta gente armada, quedan suspensos de pasmo y admiración, como hombres que, sin el menor recelo de dar con ningún enemigo, se encuentran con un ejército formado, temiendo mucho Hidarnes no fuesen los focenses un cuerpo de lacedemonios, preguntó a Epialtes de qué nación era aquella tropa, y averiguada bien la cosa, formó sus persas en orden de batalla. Los focenses, viéndose herir con una espesa lluvia de saetas, retiráronse huyendo al picacho más alto del monte, creídos de que el enemigo venía solo contra ellos sin otro destino, y con este pensamiento se disponían a morir peleando. Pero los persas conducidos por Epialtes, a las órdenes de Hidarnes, sin cuidarse más de los focenses, fueron bajando del monte con suma presteza.
CCXIX. El primer aviso que tuvieron los griegos que se hallaban en Termópilas, fue el que les dio el adivino Megistias, quien, observando las víctimas sacrificadas, les dijo que al asomar la aurora les esperaba la muerte. Llegáronles después unos desertores, que les dieron cuenta del giro que hacían los persas, aviso que tuvieron aun durante la noche. En tercer lugar, cuando iba ya apuntando el día, corrieron hacia ellos con la misma nueva sus centinelas diurnas, bajando de las atalayas. Entrando entonces los griegos en consejo sobre el caso, dividiéronse en varios pareceres: los unos juzgaban no convenía dejar el puesto, y los otros porfiaban en que se dejase; de donde resultó que, discordes entre sí, retiráronse, los unos y separados se volvieron a sus respectivas ciudades, y los otros se dispusieron para quedarse a pié firme en compañía de Leonidas.
CCXX. Corre, no obstante, por muy válido, que quien les hizo marchar de allí fue Leonidas mismo, deseoso de impedir la pérdida común de todos; añadiendo que ni él ni sus espartanos allí presentes podían sin faltar a su honor dejar el puesto para cuya defensa y guarda habían una vez venido. Esta es la opinión a que mucho más me inclino, que como viese Leonidas que no se quedaban los aliados de muy buena gana, ni querían en compañía suya acometer aquel peligro, él mismo les aconsejaría que partiesen de allí, diciendo que su honor no le permitía la retirada, y haciendo la cuenta de que con quedarse en su puesto moriría cubierto de una gloria inmortal, y que nunca se borraría la feliz memoria y dicha de Esparta; y así lo pienso por lo que voy a notar. Consultando los espartanos el oráculo sobre aquella guerra en el momento que la vieron emprendida por el persa, respondióles la Pitia, que una de dos cosas debía suceder: o que fuese la Lacedemonia arruinada por los bárbaros, o que pereciese el rey de los lacedemonios; cuyo oráculo les fue dado en versos hexámetros con el sentido siguiente: —«Sabed, vosotros, colonos de la opulenta Esparta, que o bien la patria ciudad grande, colmada de gloria, será presa de manos persas, o bien si dejare de serlo verá no sin llanto la muerte de su rey el país lacedemonio. Ínclita prole de Hércules, no sufrirá este rey de toros ni de leones el ímpetu duro, sino ímpetu todo del mismo Jove: ni creo que alce Júpiter la mano fatal, hasta que lleve a su término una de dos ruinas.» Contando Leonidas, repito, con este oráculo, y queriendo que recayese la gloria toda sobre los espartanos únicamente, creo más bien que licenciaría a los aliados, que no que le desamparasen tan feamente por ser de contrario parecer los que de él se separaron.
CCXXI. No es para mí la menor prueba de lo dicho la que voy a referir. Es cierto y probado que Leonidas no solo despidió a los otros, sino también al adivino Megistias, que en aquella jornada le seguía, siendo natural da Acarnania y uno de los descendientes de Melampo, a lo que se decía, quien por las señales de las víctimas les predijo lo que les había de acontecer; y le despidió para que no pereciese en su compañía. Verdad es que el adivino despedido no quiso desampararle, y se contentó con despedir a un hijo suyo, único que tenía, el cual militaba en aquella jornada.
CCXXII. Despedidos, pues, los aliados obedientes a Leonidas, fuéronse retirando, quedando sólo con los lacedemonios, los tespienses y tebanos. Contra su voluntad y a despecho suyo quedaban los tebanos, por cuanto Leonidas quiso retenérselos como en rehenes; pero con muchísimo gusto los tespienses, diciendo que nunca se irían de allí dejando a Leonidas y a los que con él estaban, sino que a pie firme morirían con ellos juntamente. El comandante particular de esta tropa era Domófilo, hijo de Diadromas.
CCXXIII. Entretanto, Jerjes al salir el sol hizo sus libaciones, y dejando pasar algún tiempo a la hora que suele la plaza estar llena ya de gente, mandó avanzar, pues así se lo había avisado Epialtes, puesto que la bajada del monte era más breve y el trecho mucho más corto que no el rodeo y la subida. Íbanse acercando los bárbaros salidos del campo de Jerjes, y los griegos conducidos por Leonidas, como hombres que salían a encontrar con la muerte misma, se adelantaron mucho más de lo que antes hacían, hasta el sitio más dilatado de aquel estrecho, no teniendo ya como antes guardadas las espaldas con la fortificación de la muralla. Entonces, pues, viniendo a las manos con el enemigo fuera de aquellas angosturas los que peleaban en los días anteriores contenidos dentro de ellas, era mayor la riza y caían en más crecido número los bárbaros. A esto contribuía no poco el que los oficiales de aquellas compañías, puestos a las espaldas de la tropa con el látigo en la mano, obligaban a golpes a que avanzase cada soldado, naciendo de aquí que muchos caídos en la mar se ahogasen, y que muchos más, estrujados y hollados los unos a los pies de los otros, quedasen allí tendidos, sin curarse en nada del infeliz que perecía. Y los griegos, como los que sabían haber de morir a manos de las tropas que bajaban por aquel rodeo de los montes, hacían el último esfuerzo de su brazo contra los bárbaros, despreciando la vida y peleando desesperados.
CCXXIV. En el calor del choque, rotas las lanzas de la mayor parte de los combatientes espartanos, iban con la espada desnuda haciendo carnicería en los persas. En esta refriega cae Leonidas peleando como varón esforzado, y con él juntamente muchos otros famosos espartanos, y muchos que no eran tan celebrados, de cuyos nombres como de valientes campeones procuré informarme, y asimismo del nombre particular de todos los trescientos. Mueren allí también muchos persas distinguidos e insignes, y entre ellos dos hijos de Darío, el uno Abrocomas y el otro Hiperantes, a quienes tuvo en su esposa Fragatuna, hija de Artanes, el cual, siendo hermano del rey Darío, hijo de Histaspes y nieto de Arsames, cuando dio aquella esposa a Darío, le dio con ella, pues era hija única y heredera, su casa y hacienda.
CCXXV. Allí murieron peleando estos dos hermanos de Jerjes. Pero muerto ya Leonidas, encendióse cerca de su cadáver la mayor pelea entre persas y lacedemonios, sobre quiénes le llevarían, el cual duró hasta que los griegos, haciendo retirar por cuatro veces a los enemigos, le sacaron de allí a viva fuerza. Perseveró el furor de la acción hasta el punto que se acercaron los que venían con Epialtes, pues apenas oyeron los griegos que ya llegaban, desde luego se hizo muy otro el combate. Volviéndose atrás al paso estrecho del camino y pasada otra vez la muralla, llegaron a un cerro, y juntos allí todos menos los tebanos, sentáronse apiñados. Está dicho cerro en aquella entrada donde se ve al presente un león de piedra sobre el túmulo de Leonidas. Peleando allí con la espada los que todavía la conservaban, y todos con las manos y a bocados defendiéndose de los enemigos, fueron cubiertos de tiros y sepultados bajo los dardos de los bárbaros, de quienes unos les acometían de frente echando por tierra el parapeto de la muralla, y otros, dando la vuelta, cerrábanles en derredor.
CCXXVI. Y siendo así que todos aquellos lacedemonios y tespienses se portaron como héroes, es fama con todo que el más bravo fue el espartano Dieneces, de quien cuentan que como oyese decir a uno de los traquinios, antes de venir a las manos con los medos, que al disparar los bárbaros sus arcos cubrirían el sol con una espesa nube de saetas, tanta era su muchedumbre, dióle por respuesta un chiste gracioso sin turbarse por ello; antes haciendo burla de la turba de los medos, díjole: —que no podía el amigo Traquinio darle mejor nueva, pues cubriendo los medos el sol se podría pelear con ellos a la sombra sin que les molestase el calor. Este dicho agudo, y otros como éste, dícese que dejó a la posteridad en memoria suya el lacedemonio Dieneces.
CCXXVII. Después de éste señaláronse mucho en valor dos hermanos lacedemonios, Alfeo y Maron, hijos de Orisanto. Entre los tespienses el que más se distinguió aquel día fue cierto Detirambo, que así se llamaba, hijo de Amártidas.
CCXXVIII. En honor de estos héroes enterrados allí mismo donde cayeron, no menos que de los otros que murieran antes que partiesen de allí los despachados por Leonidas, pusiéronse estas inscripciones: «Contra tres millones pelearon solos aquí, en este sitio, cuatro mil peloponesios.» Cuyo epígrama se puso a todos los combatientes en común, pero a los espartanos se dedicó éste en particular: «Habla a los lacedemonios, amigo, y diles que yacemos aquí obedientes a sus mandatos.» Este a los lacedemonios al adivino se puso el siguiente: «He aquí el túmulo de Megistias, a quien dio esclarecida muerte al pasar el Esperquio el alfanje medo: es túmulo de un adivino que supo su hado cercano sin saber dejar las banderas del jefe.» Los que honraron a los muertos con dichas inscripciones y con sus lápidas, excepto la del agorero Megistias, fueron los Anfictiones, pues la del buen Megistias quien la mandó grabar fue su huésped y amigo Simónides, hijo de Leoprepes.
CCXXIX. Entre los 300 espartanos de que hablo, dícese que hubo dos, Eurito y Aristodemo, quienes pudiendo entrambos de común acuerdo o volverse salvos a Esparta, puesto que con licencia de Leonidas se hallaban ausentes del campo, y por enfermos gravemente de los ojos estaban en cama en Alpenos, o si no querían volverse a ella, ir juntos a morir con sus compañeros, teniendo con todo en su mano elegir uno u otro partido de estos, dícese que no pudieron convenir en una misma resolución. Corre la fama de que, encontrados en su modo de pensar, llegando a noticia de Eurito la sorpresa de los persas por aquel rodeo, mandó que le trajesen sus armas, y vestido, ordenó al ilota su criado que le condujese al campo de los que peleaban, y que el hilota después de conducirle allí se escapó huyendo; pero que Eurito, metido en lo recio del combate, murió peleando: el otro, empero, Aristodemo, se quedó de puro cobarde. Opino acerca de esto, a decir lo que me parece, que si sólo Aristodemo hubiera podido por enfermo restituirse salvo a Esparta, o que si enfermos entrambos hubieran dado la vuelta, no habrían mostrado los espartanos contra ellos el menor disgusto. Pero entonces, pereciendo el uno y no queriendo el otro morir con él en un lance igual, no pudieron menos los espartanos de irritarse contra dicho Aristodemo.
CCXXX. Algunos hay que así lo cuentan, y que por este medio Aristodemo se restituyó salvo a Esparta; pero otros dicen que, destinado desde el campo a Esparta por mensajero, estando aun a tiempo de intervenir en el combate que se dio, no quiso concurrir a él, sino que esperando en el camino la resulta de la acción, logró salvarse; pero que su compañero de viaje, retrocediendo para hallarse en la batalla, quedó allí muerto.
CCXXXI. Vuelto Aristodemo a Lacedemonia, incurrió para con todos en una común nota de infamia, siendo tratado como maldito, de modo que ninguno de los espartanos le daba luz ni fuego, ni le hablaba palabra, y era generalmente apodado llamándole Aristodemo el desertor. Pero él supo pelear de modo en la batalla de Platea, que borrase del todo la pasada ignominia.
CCXXXII. Cuéntase asimismo que otro de los 300, cuyo nombre era Pantites, que había sido enviado por nuncio a la Tesalia, quedó vivo; pero como de vuelta a Esparta se viese públicamente notar por infame, él mismo de pena se ahorcó.
CCXXXIII. Los tebanos a quienes mandaba Leontiades, todo el tiempo que estuvieron en el cuerpo de los griegos peleaban contra las tropas del rey obligados de la necesidad; pero cuando vieron que se declaraba la victoria por los persas, separándose de los griegos que con Leonidas se retiraban aprisa hacia el collado, empezaron a tender las manos y acercarse más a los bárbaros, diciendo que ellos seguían el partido de los medos (y nunca más que entonces dijeron la pura verdad), que habían sido los primeros en entregar todas sus vidas y haciendas, la tierra y el agua al arbitrio del rey, que precisados de la violencia habían venido a Termópilas, ni tenían culpa en el daño y destrozo que había sufrido el soberano. Por estas razones que en su favor alegaban y de que tenían allí por testigos a los tesalos, dióseles cuartel, aunque no por eso lograron muy buen éxito, porque los bárbaros mataron a algunos al tiempo que los prendían conforme llegaban, y a los más, empezando por su general Leontiades, se les marcó por orden de Jerjes con las armas o sello real como viles esclavos. Hijo fue del dicho Leontiades aquel Eurimaco a quien algún tiempo después, siendo caudillo de 400 soldados tebanos, mataron los platenses, de cuya plaza se habían apoderado.
CCXXXIV. Así se portaron los griegos en aquel hecho de armas de Termópilas. Jerjes, haciendo llamar a Demarato, empezó a informarse de él en esta forma: —«Dígote, Demarato, que eres muy hombre de bien, verdad que deduzco de la experiencia misma, viendo que cuanto me has dicho se ha cumplido todo puntualmente. Dime, pues, ahora: ¿cuántos serán los lacedemonios restantes y cuántos de los restantes serán tan bravos soldados como éstos? ¿o todos serán lo mismo?» Respondió a esto Dermarato: —«Grande es, señor, el número de los lacedemonios, y muchas son sus ciudades. Voy a deciros puntualmente lo que de mí queréis saber. Hay en Lacedemonia la ciudad de Esparta, que vendrá a tener cosa de 8.000 hombres, y todos ellos guerreros tan valientes, como los que acaban de pelear aquí. Los demás lacedemonios, si bien son todos gente de valor, no tienen empero que ver con ellos.» A esto replicó Jerjes: —«Ahora, pues, Demarato, quiero saber de ti por qué medio con menos fatiga lograremos sujetar a esos varones. Dímelo tú que, como rey que fuiste, debes de tener su carácter bien conocido.»
CCXXXV. «Señor, respondió Demarato: miro como un deber en todo rigor de justicia el descubriros el medio más oportuno, ya que me honráis con vuestra consulta: este medio sería el que sacaseis vos de la armada 300 naves y las enviaseis contra las costas de Lacedemonia. hay cerca de ellas una isla que se llama Citera, de la cual solía decir Quilón, el hombre más político y sabio que allí se vio jamás, que mejor sería a los espartanos que el mar se la tragase, que no el que sobresaliese del agua, receloso siempre aquel varón de que por allí había de venirnos algún caso semejante al que ahora os propongo; no porque él ya previese entonces la venida de vuestra armada, sino por el recelo que de una armada, cualquiera que fuese, recibía. Digo, en una palabra, que apoderados los vuestros de aquella isla, amaguen desde ella contra los lacedemonios y les infundan miedo. Viéndose ellos de cerca amenazados con una guerra en casa, no haya temor que intenten esfuerzo alguno para salir al socorro de lo restante de la Grecia. Domado ya con esto lo demás de la región, quedará únicamente el estado de la Laconia, flaco ya por sí solo para la resistencia. Pero si vos no lo hacéis así, ved aquí lo que sucederá: hay en el Peloponeso un istmo estrecho, en cuyo puerto, coligados y conjurados contra vos todos los peloponesios, bien podéis suponer que pelearán con más esfuerzo y valor que no hasta aquí han peleado. Al revés si seguís mi consejo; sin disparar un tiro de ballesta, el istmo y todas las plazas por sí mismas se entregarán.»
CCXXXVI. Hallábase presente a este discurso Aquemenes, hermano que era de Jerjes, y general de las tropas de mar, quien, temeroso de que se dejase llevar el rey de tal consejo, le habló en estos términos: —«Veo, señor, que dais oído, y no sé si crédito también, a las palabras y razones de ese hombre, que mira de mal ojo vuestras ventajas o que os urde aun algún tropiezo; pues tales son las artes que practican con más gusto los griegos: envidiar la dicha ajena, y aborrecer a los que pueden más. Pues si en el estado en que se halla nuestra armada con la desgracia de haber naufragado 400 naves, sacáis de ella otras 300 para que vayan a recorrer las costas del Peloponeso, sin duda los enemigos se hallarán por mar con fuerzas iguales a las nuestras. Unida, al contrario, la armada entera, a más de que no da lugar a ser fácilmente acometida, es tan superior, que la enemiga, de todo punto no es capaz de pelear con ella. A más de que junta así la armada escoltará al ejército, y el ejército a la armada, marchando al tiempo mismo; al paso que si hacéis esta separación de escuadras, ni vos podréis ayudarlas ni ellas a vos. Lo mejor es que deis buen orden en vuestras cosas, sin entrar en la mira de penetrar los intentos del enemigo, no cuidando del sitio donde os esperarán armados, de lo que harán, del número de tropas que puedan juntar. Allá se avengan ellos con sus negocios, que harto en malhora sabrán cuidarse de ellos; nosotros por nuestra parte cuidemos de los propios. Y si nos salen al encuentro los lacedemonios y cierran con el persa, mala se la pronostico; no saldrán sino con la cabeza rota.»
CCXXXVII. «Bien me parece que hablas, Aquemenes, replicó luego Jerjes, y como tú lo dices lo haré. No deja Demarato de hablar de buena fe, diciendo lo que cree que más nos conviene, sólo que no sabe pensar tan bien como tú; pues esotro de sospechar mal de su amistad y de que no favorezca mis cosas, no lo haré yo, movido así de lo que él mismo me previno, como de lo que entraña en sí el asunto. Verdades que un ciudadano envidia por lo común a otro su vecino, a quien ve ir prósperos sus negocios, y que con no decirle verdad se le muestra enemigo. Entra esta clase de gente vengo en concederte que un vecino consultado fuese un prodigio de rectitud, y esos prodigios son a fe bien raros. Pero no cabe lo mismo entre huéspedes, ni hay quien quiera más bien a otro que un extraño a su huésped, a quien ve en buen estado, del cual si consultado fuere, le responderá siempre lo que tenga por mejor. Lo que mando y ordeno, en suma, es que nadie en adelante hable mal de mi buen amigo y huésped Demarato.»
CCXXXVIII. Después de haber pasado este discurso, fuese Jerjes a pasar por el campo entre los muertos, y allí dio orden que cortada la cabeza de Leonidas, de quien sabía ser rey y general de los lacedemonios, fuera levantada sobre un palo. Y entre otras pruebas, no fue para mí la menor esta que dio el rey Jerjes de que a nadie del mundo había aborrecido tanto como a Leonidas vivo, pues de otra manera no se hubiera mostrado tan cruel e inhumano contra su cadáver, puesto que no sé que haya en todo el mundo gente ninguna que haga tanto aprecio de los soldados de mérito y valor, como los persas. En efecto, los encargados de aquella orden la ejecutaron puntualmente.
CCXXXIX. Volveré ahora a tomar el hilo de la historia que dejé algo atrás. Los lacedemonios fueron los primeros que tuvieron aviso de que el rey disponía una expedición contra la Grecia, lo que les movió a enviar su consulta al oráculo de Delfos, de donde les vino la respuesta poco antes mencionada. Bien creído tengo, y me parece que no sin mucha razón, no sería muy amigo ni apasionado de los lacedemonios Demarato, hijo de Ariston, que fugitivo de los suyos se había refugiado entre los medos, aunque de lo que él hizo, según voy a decir, podrán todos conjeturar si obraba por el bien que les quisiese o por el deseo que de insultarles tenía. Lo que en efecto hizo Demarato, presente en Susa, cuando resolvió Jerjes la jornada contra la Grecia, fue procurar que llegase la cosa a noticia de los lacedemonios; y por cuanto corría el peligro de ser interceptado el aviso, ni tenía otro medio para comunicárselo, valióse del siguiente artificio: Tomó un cuadernillo de dos hojas o tablillas; rayó bien la cera que las cubría, y en la madera misma grabó con letras la resolución del rey. Hecho esto, volvió a cubrir con cera regular las letras grabadas, para que el portador de un cuadernillo en blanco no fuera molestado de los guardas de los caminos. Llegado ya el correo a Lacedemonia, no podían dar en el misterio los mismos de la ciudad, hasta tanto que Gorgo, hija que era de Cleomenes y esposa de Leonidas, fue la que les sugirió, según oigo decir, que rayesen la cera, habiendo ella maliciado que hallarían escrita la carta en la misma madera. Creyéronla ellos, y hallada la carta y leída, enviáronla los demás griegos.
Libro VIII. Urania
II Guerra Médica; batallas de Artemisio y de Salamina
I. De este modo, pues, dicen que pasaron los acontecimientos; por lo que mira a la armada de los griegos, iban en ella los siguientes: los atenienses suministraban 127 naves, a cuyo armamento concurrían con ellos los de Platea, quienes, bien que rudos e ignorantes en la náutica, por su valor y brío se mostraban prontos a embarcarse. Los corintios daban 40 naves; los megarenses 20, y los de Cálcide armaban otras 20, que los atenienses les habían prestado; contribuían con 48 los eginetas; con 12 los sicionios; con 10 los lacedemonios; con ocho los epidaurios; los de Eretria con siete; con dos los de Estira, y los de Ceo con dos naves y dos penteconteros; los Locros Opuncios habían venido con otros siete penteconteros o galeotas de socorro.
II. Estos eran los que militaban en la armada que se hallaba en Artemisio. Dije ya con cuántas naves habla allí concurrido cada una de las ciudades en particular; añado ahora que el número total de galeras recogidas en Artemisio, sin contar las galeotas, subía a 271. El almirante general, a quien todos obedecían, era Euribiades, hijo de Euriclides, nombrado por los espartanos; y la causa de nombrarle había sido porque los confederados habían protestado que si un Lacon no les mandaba, antes que militar a las órdenes de los generales atenienses, se desharía la armada que estaba a punto de reunirse.
III. Nació dicha protesta del rumor que corría ya al principio, aun antes de que pasasen a Sicilia los embajadores encargados de atraerla a la común alianza, de que sería menester confiar el mando de la marina a los atenienses. Viendo éstos la oposición declarada de los confederados, cedieron de su pretensión, por el gran deseo que tenían de que quedase salva la Grecia, persuadidos de que iba sin duda a perecer si se dividía en bandos sobre el mando: justa reflexión, siendo una sedición doméstica tanto peor que una guerra concorde, cuanto es peor la guerra que la paz. Gobernados, pues, por este principio, no quisieron porfiar por el mando, antes prefirieron cederlo por sí mismos hasta tanto que viesen que los aliados necesitaban mucho de sus fuerzas; designio de que dieron buenas muestras más adelante, porque echado y rebatido el persa, cuando se trataba ya de volverle la guerra allá en su misma casa, valiéndose de las violentas insolencias, de Pausanias como de pretexto, despojaron del imperio a los lacedemonios, cosa que Pasó después de las que aquí referimos.
IV. Sucedió entonces a los griegos de la armada que se habían apostado en Artemisio, que como viesen tantas naves juntas en Afetas, y que todo hervía en tropas, cosa que les sorprendió por parecerles que las fuerzas de los bárbaros subían de punto mucho más de lo que se habían imaginado, poseídos de miedo trataban de huir del cabo, o irse a refugiar en lo más interior de la Grecia. Penetrado este designio por los naturales de Eubea, suplicaron a Euribiades tuviese a bien de quedarse allí un poco, hasta que ellos tuviesen tiempo para poner en salvo a sus hijos y domésticos; y como no viniese en ello Euribiades, pasaron a negociar con el comandante de Atenas Temístocles, con quien pactaron darle treinta talentos, con tal que apostados los griegos delante de Eubea diesen allí la batalla naval.
V. He aquí el artificio de que se valió Temístocles para retener allí a los griegos. De los treinta talentos mencionados dio cinco a Euribiades, como que se los regalaba de su bolsillo. Ganado ya y persuadido el general con estas dádivas, quedaba aun por conquistar Adimanto, hijo de Ocito y jefe de los corintios, que era el único que le resistía, empeñado en querer hacerse a la vela y desamparar a Artemisio. Encaróse Temístocles con él, y echando un juramento, hablóle así: —«Por los dioses, que tú no has de dejarnos; yo te prometo darte tanto dinero y aun más del que te diera el mismo rey de los medos a fin de que desamparases a tus aliados.» Y no bien acabó de decir esto, cuando envió a la nave de Adimanto tres talentos de plata. Quebrantados, pues, éstos con aquellas dádivas, mudaron de resolución, y él satisfizo el deseo de los de Eubea, granjeando para sí, sin que nadie lo notase, lo restante del dinero, con tal disimulo, que los mismos con quienes había repartido aquella cantidad estaban creídos de que le había venido de Atenas, destinada para aquel efecto.
VI. Logróse por este medio que se quedasen en Eubea y entrasen en combate las naves griegas, lo que se verificó del siguiente modo: Después que los bárbaros llegados a Afetas vieron por sus mismos ojos al hacerse de día lo que ya antes habían oído, que unas pocas naves griegas estaban apostadas cerca de Artemisio, tenían mucho deseo de dar sobre ellas a ver si podrían apresarlas. Pero con todo no les pareció embestirlas de frente, por el recelo de que los griegos, si los veían ir contra ellos, no echasen a huir y la noche les librase después de sus manos, como sin duda hubiera sucedido, y también porque, según ellos decían, el golpe debía ser tal, que ni uno solo se les escapase para dar noticia a los enemigos.
VII. Bajo este supuesto, tomaron así las medidas. Escogieron 200 naves de la armada, y las enviaron, a fin de que no fuesen vistas de los enemigos, por detrás de Esciato a dar la vuelta de Eubea, queriendo que por delante de Cafarea y por cerca de Geresto navegasen hacia el Euripo. El designio que tenían era el coger en medio y cerrar a los griegos, llegando por aquella parte las 200 naves que les cortasen el paso para la retirada, y embistiendo las demás de la armada por la parte contraria. Tomada esta resolución, hicieron partir a las naves más ligeras destinadas ha hacer aquel rodeo: las demás no tenían ánimo de acometer aquel día a los griegos, ni de hacerlo absolutamente hasta que las que daban la vuelta les hiciesen señal de que ya se acercaban. Entretanto, pues, que iban a hacer su giro las 200 naves, pasaban revista los bárbaros, y contaban las que restaban en Afetas.
VIII. Mientras que se hacía aquella reseña de la armada, hallándose en el campo cierto Escilias, escioneo, el mejor buzo que entonces se conocía (como lo mostró bien en el naufragio sucedido en las costas de Pelio, en que sacando salvas del profundo grandes riquezas para los persas, supo para sí acumular también muchas); hallándose, repito, resuelto de muchos días atrás a pasarse a los griegos sin haber podido hallar modo de hacerlo aprovechóse, entonces de la ocasión de la reseña. De qué manera desde allí se pasase a los griegos, confieso que no acabo de entenderlo, y mucho me maravillara de lo que se dice sobre la habilidad del buen buzo, si lo tuviera por verdadero; pues corre la voz de que echándose al mar, y partiéndose de Efetas, no paró hasta llegar a Artemisio, pasando bajo del agua, como si nada fuera, 80 estadios de mar. Mil maravillas más son las que se cuentan de aquel hombre, que parte son muy parecidas a la fábula, parte quizá serán verdaderas. Mi voto acerca de este punto no es otro sino que llegaría en algún barco a Artemisio. Lo cierto es que, llegado allá, dio cuenta a los generales griegos del naufragio padecido y de las naves destinadas a dar la vuelta a Eubea.
IX. Habida la noticia, entraron en consejo los griegos sobre el caso, y entre muchos pareceres que allí se dieron, túvose por el mejor el de quedarse firmes en el puesto todo aquel día, pero que después de la media noche alzasen ancla y se fuesen a encontrar con las naves dichas que venían por aquel rodeo. Tomada esta determinación, viendo que nadie salía por entonces a acometerles, esperando la tarde de aquel mismo día, fuéronse hacia la escuadra de los bárbaros de Efetas, queriendo hacer una prueba de cómo peleaban los griegos y cómo con las naves acometían.
X. Cuando los soldados de Jerjes, así como los generales, les vieron venir contra sí con tan pocas galeras, tomándoles por unos insensatos, dispusieron por su parte las naves, confiados de que con mucha facilidad les apresarían, y confiados no sin mucho fundamento, viendo cuán pocas eran las galeras de los griegos, y que las suyas propias, siendo en número superiores, les hacían también ventaja en la velocidad. Por esto, pues, y por el desprecio que de los griegos hacían, cerráronles en medio de su escuadra. Entonces aquellos jonios, que en su interior favorecían a los griegos, y que a despecho suyo militaban contra ellos, tuviéronles mucha compasión viéndoles rodeados de naves enemigas, y dando por cierto que ni uno podría escapárseles: tan flacas les parecían las fuerzas de la armada griega. Pero todos los que se alegraban de verles metidos en aquel trance, iban a porfía a ver quién sería el primero que apresase una galera ática, esperando ser por ello del rey galardonados, pues entre las tropas del enemigo era mucha la fama y reputación de los atenienses.
XI. Luego que se dio a los griegos la primera señal para cerrar, dirigidas las proas contra los bárbaros, volvieron las popas hacia el medio del circulo que formaron, y a la segunda señal que se les hizo, emprendieron el ataque, bien que reducidos dentro de un espacio muy corto, y embistieron de frente al enemigo. Apresaron allí treinta naves de los bárbaros, e hicieron prisionero a Fileon, hijo de Querbis y hermano de Gorgo, rey de los Salaminios, sujeto de cuenta y reputación en la armada enemiga. El primero entre los griegos que apresó una galera a los contrarios y que se llevó la palma de aquella refriega fue el ateniense Licomedes, hijo de Escreas. La noche, que sobrevino, dividió a los que combatían en aquella batalla marítima con fortuna varia y victoria indecisa. Los griegos dieron la vuelta a su Artemisio, y los bárbaros a su Efetas, habiéndoles salido el choque muy al revés de lo que se prometían. Durante este combate no hubo otro griego de los que servían al rey que se pasase a los griegos sino sólo el lemnio Antidoro, a quien en recompensa de este beneficio dieron los atenienses su porción y heredad en Salamina.
XII. Venida la noche, aunque se hallaban en medio de la estación misma del verano, levantóse un temporal deshecho de lluvia que duró toda ella, acompañado de espantosos truenos de la parte del monte Pelio. Los cadáveres y fragmentos de las galeras que habían naufragado, echados por las olas hacia Efetas, y revueltos alrededor de las proas de las naves, impedían el juego a las palmas de los remos. Las tropas navales que esto allí oían, entraron en la mayor consternación, recelosas de que iban sin falta a perecer, según era su presente desventura, pues no habiendo todavía respirado bien del susto y ruina del naufragio y tormenta padecida cerca de Pelio, acababa de asaltarles aquella fuerte refriega naval; y después de la refriega sobreveníales entonces un recio temporal, con una tan grande avenida de los torrentes hacia el mar y con tan furiosa tronada. Con tales sustos pasaron aquella noche.
XIII. Pero durante ella dejóse sentir tanto más terrible a los persas que navegaban alrededor de Eubea, cuanto les cogió en medio del mar, dando al cabo con todos ellos a pique, pues cogiéndoles aquella tormenta y lluvia cuando se hallaban delante de Cela, lugar de Etiben, llevados del viento sin saber hacia dónde, iban a naufragar en las peñas de la costa. No parece sino que Dios procuraba por todos los medios igualar las fuerzas de la armada persiana con las de la griega, no queriendo que le fuese muy superior. De esta manera se perdieron aquellos persas en Cela de la Eubea.
XIV. Los bárbaros que se hallaban en Efetas, cuando les amaneció la luz muy deseada del otro día, estuviéronse bien quietos en sus naves, teniendo a mucha dicha poder descansar entonces después de tanta fatiga y trabajo. A los griegos viniéronles de refresco 53 galeras más de Atenas, las cuales les animaron mucho con su socorro: ni les alentó menos la nueva que al mismo tiempo les vino de cómo todos los bárbaros que daban la vuelta a Eubea habían naufragado en aquella pasada tormenta. Con esto, esperando la misma hora que el día anterior, salieron de su alojamiento, y se dejaron caer sobre las naves de la Cilicia, y después de haberlas maltratado, llegada ya la noche dieron vuelta hacia Artemisio.
XV. Venido el día tercero, los jefes de los bárbaros, así por parecerles una indignidad que les parase tan mal una armada tan corta, como por miedo de lo que diría y haría Jerjes contra ellos, no esperaron ya que los griegos vinieran a acometerles, antes habiendo exhortado a su gente salieron ellos con su armada cerca del medio día. Hizo la suerte que por aquellos mismos días en que se dieron aquellas batallas marítimas se dieran puntualmente en Termópilas los combates por tierra. Todo el empeño de la armada naval de los griegos se encaminaba a guardar el Euripo, no menos que el de Leonidas con su gente a impedir la entrada por aquel paso. Así que animábanse los griegos unos a otros para no dejar que penetrasen los bárbaros dentro de la Grecia, y los bárbaros, por el contrario, se esforzaban a abrirse aquel paso por encima del destrozo del ejército griego.
XVI. Entretanto que formada en batalla la escuadra de Jerjes se dirigía hacia los griegos, estábanse quietos éstos en Artemisio. Habían los bárbaros dispuesto la escuadra en forma de media luna con ánimo de cerrar en medio a los griegos, quienes al aproximarse ya el enemigo, sin esperar más tiempo salieron a recibirlo y a cerrar con él, y pelearon de modo que la victoria quedó indecisa; porque si bien la armada de Jerjes, impedida por su misma enormidad y muchedumbre, no hacía sino dar contra si misma, perturbado el curso de sus galeras, que por necesidad embestían unas con otras, tenían con todo por suma mengua el retirarse de la batalla siendo tan pocas las naves enemigas. Ni por esto perecieron pocas naves y poca gente de los griegos, si bien mucho mayor fue la pérdida en naves y en gente de los bárbaros. Salieron al cabo unos y otros de la refriega con el resultado que acabo de expresar.
XVII. En esta batalla naval los que entre todos los soldados de Jerjes mejor se portaron fueron los egipcios, quienes entre otras proezas que hicieron lograron apresar cinco naves griegas con toda la tripulación. De todos los griegos los que mejor hicieron aquel día su deber fueron los atenienses, y entre éstos hízolo con mucha especialidad Clinias,hijo de Alcibíades, quien con una galera propia y armada a costa suya con 200 hombres servía en la armada.
XVIII. Después que las dos armadas se separaron con gusto de entrambas, fuese cada cual con mucha prisa a su respectivo puesto. Separados los griegos del choque, lo primero que procuraron fue recoger los muertos y los fragmentos del naufragio. Pero viéndose todos muy mal parados, y no menos que los otros los atenienses, cuyas galeras se hallaban por mitad destrozadas, sólo pensaban en irse retirando hacia lo interior de la Grecia.
XIX. Haciendo allí Temístoctes reflexión de que si podía lograr que desamparase la armada del bárbaro la gente de la Jonia y de la Caria, sería factible que alcanzasen los griegos la victoria sobra lo restante de ella, al tiempo que los naturales de Eubea conducían sus ganados hacia la playa, juntó a los generales y les dijo que le parecía haber discurrido un medio con el cual esperaba poder alcanzar que las mejores tropas del bárbaro se le separasen de la armada. Por entonces no descubrió más de lo que meditaba; sólo les añadió que en las circunstancias presentes juzgaba que lo que debía hacer cada uno era matar cuanto ganado quisiese de los rebaños de Eubea, pues valía más que el ejército se aprovechara de él, que no los enemigos. Con esto les avisó que cada jefe mandase a su gente encender sus fuegos para cocer las reses; que acerca del tiempo de la retirada, a su cuenta corría el que todos regresasen salvos a la Grecia. A todos pareció bien el aviso, y encendidos los fuegos, se echaron sobre el ganado.
XX. Es de saber que los de Eubea, no contando con un oráculo de Bacis, como si nada dijese, ni habían cuidado de sacar nada de su casa ni de introducirlo, considerando que estaban en vísperas de una guerra, y con esto habían dejado sus cosas expuestas a una total perdición y ruina. Y decía en este punto el oráculo de Bacis: Cuando el bárbaro imponga al mar yugo de biblo, harás que balen tus cabras lejos de Eubea. Como los de Eubea, pues, en nada se hubiesen aprovechado de tales versos, ni en medio de las calamidades que ya padecían, ni con el miedo de las que les amenazaban, aguardábales sin duda la última miseria y desastre.
XXI. Mientras que en esto se ocupaban, llegósele la atalaya que tenían en Traquina, pues que los griegos no sólo en Artemisio habían puesto por atalaya a Polias, natural de Anticira, con un barco pronto y prevenido para dar aviso a los de Termópilas, en caso de que tuviese su armada algún encuentro y fracaso con la enemiga, sino que se hallaba del mismo modo cerca de Leonidas con una galeota de 30 remos a punta el ateniense Abrónico, hijo de Lisicles, para informar luego a los que estaban en Artemillo de cualquiera novedad que sucediese a las tropas de tierra. Fue, pues, dicho Abrónico la atalaya que viniendo dio cuenta de lo sucedido a Leonidas y a su gente. Al oír los griegos aquella nueva, no pensaron en dilatar un punto la retirada, sino que por el orden en que se hallaban anclados, empezaron a partirse los primeros los de Corinto, los últimos los de Atenas.
XXII. Escogiendo Temístocles entonces de la escuadra de Atenas las naves más ligeras, fue siguiendo con ellas los lugares de la aguada, dejando grabadas en las piedras vecinas a la misma unas letras, que llegados el día después a Artemisio pudieran leer los jonios. Decían así las letras: «Varones jonios, no obráis bien en hacer guerra a vuestros padres y mayores, ni en reducir la Grecia a servidumbre. La razón quiere que os pongáis de parte nuestra. Y si no tenéis ya en vuestra mano hacerlo así, por lo menos podéis aun ahora retiraros vosotros mismos de la armada que nos persigue, y pedir a los carios que hagan lo que os vieren hacer; y si ni lo uno ni lo otro pudiereis ejecutar por hallaros tan agobiados con ese yugo, y tan estrechamente atados que no podáis levantaros contra el persa, lo que sin falta podréis hacer es, que entrando en algún combate, os lo estéis mirando con vigilante descuido, teniendo presente que sois nuestros descendientes y sois aún la causa del odio que desde el principio nos cobró ese bárbaro.» A decir lo que sospecho, esto lo escribía Temístocles con estilo doble y con un rasgo de política finísima, o para lograr que los jonios, desertando del persa, se pasasen a su armada, si no llegaban las letras a oídos del rey, o para que éste tuviese por sospechosos a los jonios y les impidiese entrar en batalla naval, si le contaban lo acaecido y ponían mal a sus ojos la fe de los jonios.
XXIII. Apenas acababa Temístocles de escribir esto en la aguada, guando un hombre natural de Histiea llegó en un barco a dar la noticia a los bárbaros de que los griegos huían de Artemisio. Ellos, por no fiarse del espía, aseguráronse de su persona, poniéndole preso entretanto que despachaban unas naves ligeras que fuesen a ver lo que había. Vueltas éstas con la noticia de lo que realmente pasaba, al salir el sol, toda la armada junta púsose en viaje en dirección de Artemisio, en donde, haciendo alto hasta el medio día, encaminóse después para Histiea. Llegados allá los bárbaros, apoderáronse de la ciudad de los histieos y de una parte de la Helopia, y fueron corriendo y talando todas las aldeas marítimas de la Histieótida.
XXIV. Estando así las cosas, despachó Jerjes un pregonero a su armada, después de dar sus providencias acerca de los muertos de los suyos, y mandando recoger todos los demás cadáveres que de su ejército habían perecido (y no bajaban de 20.000 los que en Termópilas murieron) hizo enterrarles en unas fosas abiertas a este fin y cubiertas otra vez con tierra, y disimuladas con hojarasca allí tendida para que no lo echase de ver la gente de su marina. Luego que vino a Histiea el pregonero, mandando juntar toda la gente de la armada, publicóles este bando: «Gente de guerra, el rey Jerjes da licencia al que de vosotros la quiera, para que dejando este puesto, y viniendo al campo, vea cómo peleó el monarca con estos griegos insensatos y temerarios, que esperaban poder más que su ejército.»
XXV. Publicado el bando, de nada hubo luego en la escuadra tanta falta como de barcos en que pasar a Termópilas: tantos eran los que querían concurrir al espectáculo. Pasados allá, miraban los cadáveres discurriendo por medio de ellos, bien asegurados todos de que eran dichos muertos lacedemonios y tespienses, pues veían en otro traje a los ilotas, tendidos allí mismo. Pero a nadie se le pasó por alto el artificio y disimulo que usó Jerjes con sus muertos; parecióles antes a todos una cosa ridícula que se dejasen ver 1.000 de sus soldados tendidos, y que los enemigos, en número de 4.000, estuviesen allí juntos y recogidos en un mismo sitio. Este día entero lo gastaron en aquel espectáculo, pero el día después dieron unos la vuelta para sus naves a Histiea, y los del ejército de Jerjes se dispusieron para la marcha.
XXVI. Entretanto, ciertos aventureros naturales de Arcadia, pocos en número, faltos de medios y deseosos de tener a quien servir para ganarse la vida, se pasaron a los persas. Conducidos a la presencia del rey, preguntáronles los persas, llevando uno la voz en nombre de todos, qué era lo que entonces estaban haciendo los griegos. Respondieron ellos que celebraban los juegos olímpicos, habiendo concurrido a los certámenes gímnicos y corridas de caballos. Preguntó el persa cuál era el premio propuesto por cuyo goce contendían, a lo que respondieron que la presea consistía en una corona de olivo que allí se daba. Entonces fue cuando oyendo esto Tritantegmes, hijo de Artabano, prorrumpió en un dicho finísimo, si bien le costó ser tenido del rey por traidor y cobarde; pues informado de que el premio, en vez de dinero, era una guirnalda, no pudo contenerse sin decir delante de todos: —«Bravo, Mardonio, ¿contra qué especie de hombres nos sacas a campaña, que no se las apuestan sobre quién será más rico, sino más virtuoso?»
XXVII. En el intermedio del tiempo que pasó después del choque y estrago de Termópilas, los tesalos, sin esperar más, enviaron un mensajero a los focenses, movidos de la aversión y odio que siempre les tenían, y mucho más después de su último destrozo, de manos de ellos recibido; pues en una expedición que los tesalos con sus aliados habían hecho no muchos años antes que el rey se dirigiese contra la Grecia, juntando todas sus fuerzas habían sido vencidos de los focenses y pésimamente tratados. He aquí cómo pasó: obligados los focenses a refugiarse en el Parnaso, tenían en su compañía al adivino Telias, natural de Elida, quien halló una estratagema oportuna para la venganza. Embarnizó con yeso a los focenses los más valientes del ejército, cubriéndolos de pies a cabeza con aquella capa, no menos que sus armas todas: dándoles después la orden de que matasen a cualquiera que no viesen blanquear, acometió de noche a los de Tesalia. Los centinelas avanzados de los tesalos, los primeros que los vieron, quedaron cogidos de pasmo, pensando que eran fantasmas blancas o apariciones. Tras este terror de los guardias, espantóse de modo todo el ejército, que los focenses lograron dar muerte a 4.000 tesalos, y apoderarse de sus escudos, de los cuales consagraron una mitad en Abas y la otra segunda en Delfos. El diezmo del botín que en aquella recogieron, parte se empleó en hacer unas grandes estatuas que están colocadas delante del camarín de Delfos alrededor de la Trípode, parte en alzar en Abas otras tantas como las de Delfos.
XXVIII. Así maltrataron los focenses la infantería de los tesalos que les tenía bloqueados, y dieron un golpe mortal a la caballería, que iba a hacer sus correrías por la tierra; porque allá cerca de Hiampolis, en la entrada misma del país, abriendo una gran zanja, metieron dentro unos cántaros vacíos y echando tierra por encima hasta igualar la superficie de ella con lo demás del terreno, recibieron allí a los jinetes tesalos que les acometían, los cuales, llevados a rienda suelta como quienes iban ya a coger a los focenses, dieron en los cántaros, con que su caballería quedó manca y estropeada.
XXIX. Ahora, pues, movidos los tesalos del rencor que mantenían contra los focenses, nacido de estas dos pérdidas, por medio de su mensajero les hablaron en estos términos: —«Al cabo, oh focenses, vueltos ya de vuestro error, confesareis que no sois tan grandes como nosotros. Ya antes entre los griegos, cuando nos placía seguir su partido, éramos siempre tenidos en más que vosotros, y al presente podemos tanto con el bárbaro, que en nuestra mano está no sólo el privaros de vuestras posesiones, pero aun el haceros a todos esclavos. Pero no quiera Dios que, pudiendo tanto, empleemos todo nuestro poder en vengarnos de vosotros. Contentámonos con que en recompensa de vuestras injurias nos deis 50 talentos de plata, y salimos garantes de que no se os hará el daño que amenaza a vuestra tierra.»
XXX. Esto fue lo que los tesalos enviaron a decirles. En aquellos contornos los focenses eran los únicos que no seguían el partido de los medos; y esto, a lo que por buenas razones alcanzo, no por otro motivo sino por la enemistad con los tesalos, tanto que si los tesalos estuvieran por los griegos, hubieran los focenses estado por los medos, a lo que conceptúo. A la propuesta hecha por los de Tesalia respondieron los focenses: que no tenían ni un óbolo que esperar de ellos; que si ellos propios quisieran, en su mano tenían el ser tan medos como los tesalos mismos; pero que no pensaban en ser, sin más ni más, sólo por su gusto, traidores a la Grecia.
XXXI. Recibida tal respuesta e irritados por ella los tesalos contra los focenses, resolviéronse a servir de guía al bárbaro en su camino. Desde la comarca Traquinia entráronse por la Dórida, pasando por aquella punta estrecha de la misma que de ancho no tiene más de 30 estadios, y viene a caer entre los límites de la Mélida y do la Fócida. Llamábase antiguamente la Driopida, cuya región es madre patria de los dorieos que habitan el Peloponeso. Los bárbaros, pasando por ella, no hicieron allí hostilidad ninguna, así por ser amiga de los medos, como por no parecerles bien a los tesalos el que la hicieran.
XXXII. Pero dejada ya la Dórida y entrados en la Fócida, no pudieron haber a las manos a los focenses; pues una parte de éstos se habían subido a las eminencias del Parnaso, cuya cima, puesta enfrente de la ciudad de Neona, es tan capaz que parece hecha de propósito para dar acogida a mucha gente. A esta cima, llamada Titorca, donde antes ya habían puesto en seguridad sus cosas, habíase, como digo, subido y refugiado una parte de los focenses; pero otra más crecida de los mismos, habiendo pasado hacia los Locros Ozolas, se acogió a la ciudad de Anfisa, que está situada sobre la llanura Crisea. No pudiendo, pues, los bárbaros dar con los focenses, hicieron correrías por toda la tierra de Fócida, guiando los tesalos el ejército, y cuanto a las manos les venía todo lo incendiaban y talaban, pegando fuego a las ciudades y a los templos.
XXXIII. Y en efecto, marchando por las orillas del río Cefiso, todo lo arruinaban, abrasando las ciudades de Drimo, de Caradra, de Eroco, de Tetronio, de Anficea, de Neona, la de los Pedieses, la de los Triteses juntamente con la de Elatia, la de Hiampolis, la de Parapotamios y la de Abas. En esta última había un rico templo de Apolo adornado de muchos tesoros y donativos, y en él también había ya entonces su oráculo como lo hay al presente, todo lo cual no impidió que después de saqueado el santuario no fuese entregado a las llamas. Prendieron a algunos focenses persiguiéndolos por los montes, y de algunas prisioneras abusaron tanto los bárbaros, tantos en número, que acabaron con la vida de las infelices.
XXXIV. Dejados atrás los Parapotemios, llegaron los bárbaros a Panopees. Desde allí, dividido el ejército, separóse en varios trozos: el mayor y más poderoso cuerpo de tropas, que llevando al frente a Jerjes marchaba hacia Atenas, se entró por la región de los beocios, la vuelta de la ciudad de los Orcómenos. La nación toda de los beocios era de la devoción de los medos: en todas las ciudades de la Beocia presidían ciertos hombres de Macedonia que había distribuido en ellas Alejandro para su resguardo, queriendo dar a Jerjes una prueba palpable de que todos los beocios seguían su parcialidad. Por dicho camino marchaban, pues, los bárbaros del mencionado cuerpo.
XXXV. Otro cuerpo de ellos, llevando sus guías, marchaba hacia el templo de Delfos, costeando el Parnaso, que tenían a la derecha; y estos asimismo entregaban a sangre y fuego cuanto delante se les ponía; tanto, que incendiaron tres ciudades, la de los penopees, la de los daulios y la de los eólidas. El motivo por que dicha división de tropa hacía esta jornada, era el intento de saquear el templo de Delfos y presentar al rey Jerjes aquellos ricos despojos. En efecto, Jerjes, a lo que tengo entendido, sabía mejor los tesoros que había allí dignos de estima y consideración, que no los que dejaba él mismo en su palacio, siendo muchos los que de ellos le avisaban, y en especial de las ofrendas que hizo allí Creso, el hijo de Alistes.
XXXVI. Los naturales de Delfos, informados de lo que pasaba, se llenaron de pasmo y horror, y poseídos de la pasión, consultaban a su oráculo lo que debían hacer de aquellos bienes y muebles sagrados, si sería acaso mejor esconderlos bajo tierra, o pasarlos a otra región. Pero aquel su dios no permitió que los tocasen de su lugar, diciendo que él por sí sólo era bastante a cubrir y defender sus cosas sin auxilio ajeno. Con tal respuesta aplicáronse los de Delfos a mirar por sus vidas y personas; y habiendo hecho pasar a sus hijos y mujeres a la Acaya, subiéronse casi todos a las cumbres del Parnaso y se refugiaron en la cueva Coricia, si bien algunos se escaparon a Anfisa, la de los Locros. Todos los de Delfos, en suma, desampararon su ciudad, fuera de 60 varones que con el adivino allí se quedaron.
XXXVII. Al estar tan cerca los bárbaros invasores que ya alcanzaban a ver el templo, entonces el adivino Acerato, que así se llamaba, observa y ve delante del templo mismo unas armas sagradas, que de lo interior del santuario habían sido allí transferidas, armas que sin horrendo sacrilegio de mano de ningún hombre podían ser tocadas. Vase el adivino a dar noticia del prodigio a los delfios que allí quedaban, cuando en este intermedio de tiempo, acercándose los bárbaros a toda prisa y estando ya delante del santuario de Minerva la Pronea, sobrecógenles nuevos portentos mucho mayores que el que llevo notado. No digo que no fuese un prodigio estupendo el que se dejasen ver allí delante del templo unas armas de guerra salidas fuera de él por sí mismas; repito, sí, que los portentos que a este primero se siguieron son los más maravillosos que jamás en el mundo hayan sucedido; porque al ir a acometer ya a la capilla los bárbaros vecinos de Minerva Pronea, caen sobre ellos unos rayos vibrados del cielo, dos riscos desgajados con furia de la cumbre del Parnaso bajan precipitados hacia ellos con un ruido y fracaso espantosos, cogen y aplastan a no pocos, y dentro del templo mismo de la Pronea se levanta grande algazara y gritería.
XXXVIII. Con tanto prodigio junto en un mismo tiempo y lugar, apoderóse de los bárbaros el asombro y pavor, y avisados los delfios de que tomaban la fuga, bajaron del monte e hicieron en ellos gran destrozo y matanza. Los que de ella se libraron íbanse en derechura escapando a la Beocia, diciendo, ya restituidos a ella, según he oído referir, que otros prodigios habían visto todavía, pues dos hoplitas o infantes, cuyo talle y gallardía eran cosa menos humana que divina, les iban persiguiendo en la fuga.
XXXIX. Pretenden los delfios que eran estos infantes los dos héroes paisanos suyos, Filaco y Antonoo, cuyas capillas están cerca del templo; la de Filaco, al lado mismo del camino sobre el santuario de Pronea; la de Antonoo, cerca de Castalia, bajo la cumbre Hiampia. Los peñascos caídos del Parnaso se conservan aun en mis días echados en la capilla de Minerva Pronea, a la cual fueron a parar pasando por medio de los bárbaros. Tal fue la retirada del destacamento enviado al templo.
XL. La armada naval de los griegos, salida de Artemisio, fuese a ruego de los atenienses a dar fondo en Salamina. La mira que obligó a los atenienses a pedirles que se apostasen cerca de Salamina con sus naves, fue para ganar tiempo en que sacar del Ática a sus hijos y mujeres, y asimismo para deliberar lo que mejor les convendría en aquellas circunstancias, viéndose precisados a tomar una nueva resolución, puesto que no les había salido la cosa como pensaban, porque estando creídos de que hallarían las tropas del Peloponeso atrincheradas en la Beocia para recibir allí al enemigo, hallaron que nada de esto se hacía, antes bien entendieron que se estaban aquellas fortificando en el istmo por la parte del Peloponeso, y que puesto todo su cuidado en salvarse a sí mismas, tenían empleadas sus guarniciones en la guarda de su país, dejando correr lo demás al arbitrio del enemigo. Con estas noticias resolviéronse a suplicar a los griegos que mantuviesen la armada cerca de Salamina.
XLI. Así que, retiradas las otras escuadras a Salamina y vueltos a su patria los atenienses, luego de llegados mandaron publicar un bando, para que «cada ciudadano salvase como pudiese a sus hijos y familia,» en fuerza del cual los más enviaron los suyos a Trecena, otros a Egina y algunos a Salamina: y en esto de pasar y poner en seguridad a sus gentes, dábanse mucha prisa por dos motivos: el uno por deseo de obedecer al oráculo recibido, y el otro, nada inferior, por lo que voy a decir. Cuéntase entre los atenienses que una gran serpiente tiene su morada en el templo de Minerva como guarda de su ciudadela; y no solamente se cuenta así, sino que mensualmente le ponen allí su comida, como si en realidad existiera, y consiste su ración mensual en una torta con miel. Sucedió, pues, que dicha torta, que siempre en los tiempos atrás se hallaba comida, entonces apareció intacta; y como la sacerdotisa de Minerva diese de ello aviso, éste fue un motivo más para que los atenienses con mayor empeño y prontitud dejasen su ciudad, como si la diosa tutelar la hubiese ya desamparado. Transportadas, pues, todas sus cosas, hiciéronse a la vela para ir a juntarse con la otra armada en sus reales.
XLII. Habiéndose tenido la nueva de que la armada de Artemisio había pasado a Salamina, todas las demás escuadras de los griegos, saliendo de Trecena, en cuyo puerto, llamado el Pogon, se les había dado la orden de juntarse, fuéronse a incorporar con ella. Con esto el número de naves que allí recogieron fue muy superior al de las que habían combatido en Artemisio, siendo más ahora las ciudades que con ellas concurrían. El almirante, con todo, era Euribiades, el hijo de Euriclides, natural de Esparta, pero no de familia real, el mismo que lo había sido en Artemisio. Los atenienses eran los que daban el mayor número de naves y las más ligeras.
XLIII. He aquí el catálogo de los que militaban: del Peloponeso concurrían los lacedemonios con dieciséis galeras; los corintios llenaban el número mismo de naves que tenían en Artemisio; los sicionios venían con quince; los epidaurios con diez; los trecenios con cinco, y los hermionenses con tres. Todos estos pueblos, excepto los últimos, son dóricos y macedonios por su origen, venidos de Erineo y de Pindo, y últimamente de la Driopida; pero los hermionenses son aquellos driopes a quienes echaron de la región llamada Dórida Hércules y los melienses. Estas eran, repito, las tropas navales de los peloponesios.
XLIV. Los que concurrían del continente, que está fuera del Peloponeso, eran atenienses, que por sí solos daban 480 naves, número superior al de todos los demás. En Salamina ya no concurrían en la escuadra de Atenas los platenses, porque al retirarse las naves de Artemisio, luego que llegaron delante de Cálcida, desembarcados en la parte frontera de Beocia, fuéronse a poner los suyos en seguridad; con tan honesto motivo como era el de salvar sus domésticos, habíanse separado de sus atenienses. Para decir algo de los atenienses, cuando los pelasgos dominaban en la que ahora se llama Grecia, eran aquellos también pelasgos con el nombre de Craneos; los mismos en el reinado de Cécrope se llamaban Cecrópidas; y después que Erecteo lo sucedió en el mando mudaron su nombre en el de atenienses, y cuando Ion, el hijo de Juto, fue hecho general de los atenienses, éstos se llamaron jonios.
XLV. Los megarenses daban en Salamina tantas naves como en Artemisio. Los ampraciotas asistían con siete a la armada, y los leucadios con tres, siendo estas gentes de origen dórico y colonias de Corinto.
XLVI. Entre los isleños venían con treinta galeras los eginetas, quienes si bien tenían armadas algunas otras, habiendo de defender con ellos a su isla, halláronse solo, en la batalla de Salamina con las treinta dichas, que eran muy fuertes y veleras. Son los eginetas un pueblo dórico pasado de Epidauro a aquella isla, que primero llevaba el nombre de Enona. Después de éstos presentáronse con las veinte naves que ya tenían en Artemisio los Calcidenses y con sus siete los de Eretria, pueblos entrambos jonios. Los ceos, que asimismo son gente jonia venida de Atenas, asistieron con los mismos buques que antes. Vinieron los de Naxos con cuatro galeras: habíanles enviado sus ciudadanos a juntarse con los medos, como habían hecho los otros isleños; pero ellos, sin atenerse a tales órdenes por el cuidado y solicitud de Demócrito, hombre muy principal entre los suyos y capitán entonces de una de las naves, viniéronse a juntar con los griegos. Los de Estira daban las mismas naves que en Artemisio, y los de Citno daban también la suya con su galeota, cuyos dos pueblos son driopes en su origen. Seguían asimismo en la armada los serífios, los sifnios, los melios, siendo éstos los únicos isleños que no habían reconocido al bárbaro por soberano con la entrega de la tierra y del agua.
XLVII. Había sido levantada toda la referida tropa en las naciones que moran más acá de los confines de los tesprotos y del río Aqueronte; siendo los que confinan con los ampraciotas y con los leucadios, que fueron los guerreros venidos de las regiones más remotas. De los pueblos situados más allá de los dichos términos sólo asistían a la Grecia puesta en tanto peligro los crotoniatas, y éstos con una sola nave, cuyo comandante era Failo, el cual había tres veces obtenido el primer premio de los juegos pitios: son los crotoniatas oriundos de Acaya.
XLVIII. Generalmente las ciudades dichas servían en la armada con sus galeras; solo los melios, sifnios y serifios venían en sus galeotas o pentoconteros: dos daban los melios oriundos de Lacedemonia; los sifnios y serifios, ambos de origen jonios, colonos de Atenas, daban la suya respectiva. El número total de las naves sin contar las galeotas subía a 378.
XLIX. Juntos ya en Salamina todos los generales de las ciudades mencionadas, entraron en consejo, donde les propuso Euribiades que cada cual con entera libertad dijese qué lugar, entre todos los que estaban bajo del poder y dominio griego, le parecía ser el más oportuno para la batalla naval. No contaba con Atenas, desamparada ya, y solamente les consultaba acerca de las demás ciudades. El mayor número de los votos concordaba en que pasasen al istmo y diesen la batalla en el Peloponeso. La razón que daban era que en caso de ser vencidos por mar cerca de Salamina, se verían después sitiados en aquella isla, donde ningún socorro les podría llegar; pero que si se hallaban cerca del istmo, podrían, en caso de ser vencidos, irse a juntar con los suyos.
L. Defendiendo así su parecer los generales del Peloponeso, llegó un ateniense con la nueva de que el bárbaro se entraba ya por el Ática, y que en ella lo pasaba todo a sangre y fuego. En efecto, el ejército en que venía Jerjes marchando por la Beocia, después de haber puesto fuego la ciudad de los tespienses, a la cual habían todos desamparado retirándose al Peloponeso, como también a la de los platenses; había llegado a Atenas, donde todo lo destruía y talaba; y la razón que le indujo a abrasar las ciudades de Tespia y de Platea era por haber oído de los tebanos que no eran de su devoción.
LI. Al cabo de tres meses, contando desde el tránsito del Helesponto de donde emprendieron los bárbaros sus marchas hacia Europa, en cuyo tránsito emplearon otro mes, halláronse por fin en el Ática el año en que fue Caliades arconta en Atenas. Apoderáronse de la ciudad desierta, encontrando con todo unos pocos atenienses en el templo de Minerva, y con ellos a los encargados de las rentas y bienes del mismo, y otros desvalidos. Eran estos o tan pobres que por faltarles los medios no habían podido retirarse a Salamina, o del número de los que pensaban haber penetrado mejor el oráculo de la Pitia, en que les anunciaba que la muralla de madera sería inexpugnable, persuadidos de que, conforme al oráculo, la ciudadela y no las naves era un asilo seguro. Los tales, pues, cerrada la puerta del alcázar y atrancada con unos gruesos palos, resistían a los que procuraban acometerles.
LII. Los persas, fortificándose en un collado que está enfrente de la fortaleza, al cual llaman los de Atenas el cerro de Marte, les pusieron sitio, y desde allí disparaban contra las estacadas de la ciudadela unas saetas incendiarias, alrededor de las cuales ataban estopa inflamada. Los atenienses sitiados, por más que viesen faltarles ya la estacada, se defendían tan obstinadamente que ni aun quisieron oírlas capitulaciones que los Pisistratidas les proponían. Entre otros medios de que se valían para su defensa, uno era el impeler hacia los bárbaros que acometían contra la puerta peñascos del tamaño de unas ruedas de molino. Llegó la cosa a punto que Jerjes, no pudiéndoles rendir, estuvo harto tiempo sin saber qué partido podría tomar.
LIII. Al cabo, como era cosa fatal y decretada ya, según el oráculo, que toda la tierra firme del Ática fuese domada por los persas, a los bárbaros apurados se les descubrió cierto paso por donde entrasen en la ciudadela, porque por aquella fachada de la fortaleza que cae a las espaldas de su puerta y de la subida, lienzo de muralla tal que no parecía que hombre nacido pudiese subir por él, y dejado por eso sin guarda ninguna; por allá, digo, subieron algunos enemigos, pasando por cerca del templo de Aglauro, hija do Cécrope, a pesar de lo escarpado de aquel precipicio. Cuando vieron los atenienses a los bárbaros subidos a la plaza, echándose los unos cabeza abajo desde los muros, perecieron despeñados, y los otros se refugiaron al templo de Minerva. La primera diligencia de los persas al acabar de subir, fue encaminarse hacia la puerta del templo, y abierta pasar a cuchillo a todos aquellos refugiados. Degollados todos y tendidos, saquearon el templo y entregaron a las llamas la ciudadela entera.
LIV. Luego que se vio Jerjes dueño de toda la ciudad de Atenas, despachó un correo a caballo que fuese a Susa para dar parte a Artabano del feliz suceso de sus armas. El día después de despachado el nuncio, convocó a los desterrados de Atenas que traía en su comitiva, y les ordenó que subiesen al alcázar, hiciesen en él sus sacrificios conforme el rito patrio y ceremonias del país, ora lo mandase así por alguna visión que entre sueños hubiese tenido, o bien por escrúpulo o remordimiento de haber quemado el templo. Los desterrados de Atenas cumplieron por su parte con las órdenes dadas.
LV. Ahora quiero yo decir lo que me ha movido a referir esta particularidad. Hay en la ciudadela un templo de Erecteo, de cuyo héroe se dice que fue hijo de la tierra30, y en el templo hay un olivo y un mar o pozo de agua marina, los que son monumentos de la contienda que entre sí tuvieron Neptuno y Minerva sobre la tutela del país, según lo cuentan los atenienses. Sucedió, pues, que dicho olivo quedó abrasado juntamente con los demás del templo en el incendio de los bárbaros. ¡Cosa singular! un día después del incendio, cuando los atenienses por orden del rey subieron al templo para hacer los sacrificios, vieron que del tronco del olivo había ya retoñado un vástago largo de un codo. Así al menos lo dijeron.
LVI. Lo mismo fue oír los griegos que se hallaban en Salamina juntos en consejo lo que pasaba en la ciudadela de Atenas, que moverse entre los mismos un gran alboroto y confusión, tal que algunos de los jefes principales, sin esperar que se viniese a la votación y último acuerdo de lo que se deliberaba, saltaron de repente a sus galeras e iban desplegando las velas para partir luego, y los demás que se quedaron en la junta acordaron que se diese la batalla delante del istmo. Vino en fin la noche, y disuelto el congreso, retiráronse a las naves.
LVII. Al volver entonces Temístocles a la suya, preguntóle cierto paisano de él, llamado Mnesifilo, qué era lo que se había acordado; y oyendo de él que la resolución última había sido que pasadas las naves al istmo, se diese la batalla naval delante del Peloponeso: —«Si así es, le dijo, que esos una vez se partan de Salamina con sus naves, adiós, amigo, no habrá más patria por cuya defensa podrás tú pelear. ¿Sabes lo que harán? volveráse cada cual a su ciudad; ni Euribiades ni otro alguno podrá tanto que llegue a estorbar que no se disuelva y disipe la armada; y con esto irá pereciendo la Grecia por falta de consejo y acierto. No, amigo; mira si tiene remedio el asunto; ve allá y procura desconcertar lo acordado, si es que puedes hallar el modo de hacer que Euribiades mudo de parecer y quiera no Moverse de este puesto.»
LVIII. Penetróse mucho Temístocles del aviso, y cuadróle la idea de suerte, que sin contestarle ni una sola palabra, váse a la nave de Euribiades, y dícele desde su esquife que tenia un negocio público que tratar con él. Euribiades, mandándole subir a bordo, convídale a que diga lo que quiera comunicar. Temístocles, sentándose a su lado, le propone cuanto había oído de boca de Mnesifilo, apropiándose la idea y añadiendo muchas otras cosas y razones, ni paró hasta tanto que, haciéndolo mudar de parecer, le redujo con sus ruegos a que saltase a tierra y llamase a los generales a congreso.
LIX. Júntanse, pues, éstos, y antes que les propusiera Euribiades el asunto para cuya deliberación les había convocado, el hábil Temístocles, como hombre muy empeñado en salir con su intento, hacíase lenguas pidiendo a todos que no dejasen el puesto. Oyéndole el general de los corintios, Adimanto, hijo de Ocito: —«Temístocles, le dijo, en los juegos públicos lleva azotes el que se mueve antes de la señal.» Rebatióle Temístocles con decirle: —«Los que en ellos se quedan atrás no se llevan la palma.»
LX. Devuelta con gracia la réplica al corintio, volvióse Temístocles para hablar con Euribiades, y sin hacer mención de lo que antes a solas le había dicho, a saber, que si una vez alzaban ancla los generales en Salamina apretarían a huir, pues bien veía él que no era cortesía acusar a nadie de cobarde en presencia de los confederados, echó mano de esotro discurso diciendo: —«En tu mano, Euribiades, tienes ahora la salud pública de la Grecia; con tal que te conformes con mi parecer, que es el de dar en estas aguas la batalla, y no con el de los que quieren que leves ancla y vuelvas a las del istmo con la armada. Óyeme, pues, y pesa luego las razones de entrambos pareceres. Dando la batalla cerca del istmo, pelearás lo primero en alta mar, en mar abierta y patente, cosa que de ningún modo nos conviene, siendo nuestras galeras más pesadas y menores en número que las del enemigo. Además de esto, perderás a Salamina, Megara y Egina, aun cuando lo demás nos salga felizmente. Con esto, finalmente, harás que el ejército de tierra siga y acompañe las escuadras del enemigo, y con ese motivo tú mismo la conducirás al Poloponeso y pondrás en peligro a la Grecia toda. Si por el contrario, siguieses mi parecer, mira cuántas son las ventajas que a lograr vamos. En primerlugar, siendo estrecho ese paso, con pocas naves podremos cerrar con muchas; y si fuere tal la fortuna de la guerra cual es verosímil que sea, saldremos de la refriega muy superiores, puesto que a nosotros, para vencer, nos conviene lo angosto del lugar, al pase que la anchura al enemigo. A más de esto, nos quedará salva Salamina, donde habemos dado asilo y guarida a nuestros hijos y mujeres. Añado aunque de hacerlo así depende lo que tanto desean estos guerreros, pues quedándote aquí cubrirás y defenderás con la armada al Peloponeso del mismo modo que si dieras la batalla cerca del istmo, y no cometerás el error de conducir los enemigos al Peloponeso. Y si el éxito nos favorece, como lo espero, quedando ya victoriosos en el mar, lograremos sin duda que no se adelanten los bárbaros hacia el istmo, ni pasen aun más allá del Ática, antes bien los veremos huir sin orden ninguno y con la ventaja de que nos queden libres e intactas las ciudades de Megara, de Egina y de Salamina, en donde los atenienses, según la promesa de los oráculos, debemos ser superiores a nuestros enemigos. No digo más, sino que por lo común el buen éxito es fruto de un buen consejo, mientras que ni Dios mismo quiere prosperar las humanas empresas que no nacen de una prudente deliberación.»
LXI. Al tiempo que esto decía Temístocles, interrumpióle otra vez Adimanto el corintio, mandando que callase el fanfarrón expatriado y aun sin patria, y volviéndose a Euribiades le dijo no permitiese a nadie votar sobre el dictamen de quien ni casa ni hogar tenía ya; que primero les dijese Temístocles cuál era su ciudad, y que se votase después sobre su parecer; desvergüenza con que daba a Temístocles en rostro por hallarse ya su patria, Atenas, en poder del persa. Entonces Temístocles cubrióle de oprobio a él y a sus corintios, diciéndole de ellos mil infamias, añadiendo que los atenienses con las 200 naves armadas que conservaban, tenían mejor ciudad y mayor estado que ellos; no habiendo ninguno entre los griegos que pudiese resistir si los atenienses le acometían.
LXII. Después que de paso hubo soltado estas razones, encaróse con Euribiades, y con mayor ahínco y resolución le dijo: —«Atiende bien a ello: si esperares aquí al enemigo y esperándole te portares como corresponde según eres de valiente y honrado, serás la salud de la Grecia; de otro, modo, su ruina. Nuestras fuerzas en esta guerra no son otras que las de esta armada unida: no te dejes deslumbrar, sino créeme a mí. Voy a echar el resto: si no haces lo que te digo, sin aguardar más nosotros los atenienses vamos en derechura a cargar con nuestras familias y partimos con ellas para Siris de Italia, pues ella es nuestra ya de tiempo inmemorial, y nos predicen los oráculos que debemos poblarla nosotros. Cuando os viereis desamparados de una alianza como la nuestra, os acordareis de lo que ahora os digo.»
LXIII. Con estas razones de Temístocles iba desimpresionándose Euribiades; y lo que a mi juicio le hacía mudar de dictamen, era particularmente el miedo de que les dejarían los atenienses si retiraba la armada hacia el istmo; tanto más, cuanto dejándoles ellos, no tendrían los demás fuerzas bastantes para entrar en batalla con el enemigo. Su dictamen, en suma, fue que se diese allí la batalla.
LXIV. Después que se hubieron encontrado de pareceres en esta reyerta sobre quedarse o no en Salamina, cuando vieron la resolución de Euribiades, empezaron a prepararse para entrar allí mismo en combate. Vino el día, y en el punto de salir el sol sintióse un terremoto de mar y tierra. Parecióles a los griegos que no sólo sería bien acudir a los dioses con sus oraciones y votos, sino también llamar a los Eácidas en asistencia y compañía suya, y así lo ejecutaron; porque habiendo hecho sus ruegos a todos los dioses, tomaron de Salamina misma a Eante y a Telamon, y enviaron a Egina una nave para traer a Eaco y a los demás Eácidas.
LXV. Más es todavía lo que contaba Diceo, hijo de Teocides, natural de Atenas o ilustre desterrado entre los persas: que en el tiempo en que la infantería de Jerjes iba talando el Ática, desierta de ciudadanos, hallábase él casualmente en el campo Triasio en compañía del lacedemonio Demarato; que vieron allí una polvareda que salía de Eleusina, cual suele levantar un cuerpo de treinta mil hombres; y como ellos, maravillados, no entendiesen qué gente podría ser la que tanto polvo levantaba, oyeron de repente una voz que a él le pareció ser aquella oda solemne y mística llamada Iacco. Preguntóle Demarato, que no tenía experiencia de las ceremonias que se usan en Eleusina, qué venía a ser aquella vocería; a lo que Diceo respondió: —«No es posible, Demarato, sino que una gran maldición del cielo o del abismo va a descargar sobre el ejército del rey, pues bien claro está que hallándose el Ática desamparada y vacía, son esas voces de algún dios que de Eleusina va al socorro de los atenienses y de sus aliados. Si se echa sobre el Peloponeso ese socorro divino, en mucho peligro se verá el rey con el ejército de tierra firme, y si va hacia las naves que están en Salamina, peligra mucho que el rey pierda su armada naval. Esa es una fiesta que celebran todos los años los atenienses en honra de la Madre (Céres) y de la Niña (Proserpina), en la cual cualquiera de ellos, y aun de los otros griegos, puede alistarse por cofrade, y esta algazara que aquí oyes es la misma que mueven en la fiesta con su cantar de Iacco.» Díjole a esto Demarato: —«Calla, amigo; te ruego que no digas a nadie palabra de esto; que si cuanto aquí manifiestas llega a oídos del rey, perderás tú la cabeza, sin que yo ni otro alguno podamos librarte. Silencio, y no mover ruido; que de nuestro ejército cuidarán los dioses.» Esto fue lo que previno a Diceo su compañero; pero después de vista la polvareda y oída la gritería, formóse allí una nube que, llevada por el aire, se encaminó hacia Salamina al ejército de los griegos, con lo cual acabaron de entender que había de perderse la armada naval de Jerjes. He aquí lo que contaba Diceo, hijo de Teocides, citando por testigos a Demarato y a otros muchos.
LXVI. Volviendo a las tropas que servían en la armada de Jerjes, después que desde Traquina, donde habían contemplado el destrozo y carniceríahecha en los lacedemonios, pasaron a Histiea, detuviéronse en ella tres días después de los cuales navegaron por el Euripo, y al cabo de otros tres se hallaron en Falero, puerto que era de Atenas: y a lo que creo, no fue menor el número de las tropas que vino contra Atenas, así de las de tierra como de las de mar, de lo que había sido aquel con que habían antes llegado a Sepiada y a Termópilas; porque debo aquí sustituir al número de las que en la tormenta se perdieron, de las que perecieron en Termópilas y de las que murieron en los combates navales cerca de Artemisio, los Melienses, los dorios, los Locros y los beocios, pueblos que con todas sus milicias venían incorporados en el grueso del ejército, sacados solamente los de Tespia y los de Platea. Debo añadir también los caristios, los Andrios, los Tenios y todos los demás isleños, fuera de aquellas cinco ciudades de quienes hice antes mención, llamándolas por su nombre. Y lo cierto es que cuanto más iba internándose el persa dentro de la Grecia, tantas más eran las naciones que le iban acompañando.
LXVII. Llegados, pues, a Atenas todos los que llevo referidos, sacando solamente a los parios, pues éstos, habiéndose quedado en Cidno, se mantuvieron neutrales esperando a ver en qué pararía la empresa; llegados, repito, todos los demás a Falero, bajó el mismo Jerjes en persona hacia las naves con el intento de conferenciar con su marina y a fin de explorar de qué sentir eran los de sus escuadras. Acercado a la playa, y sentado en un lugar eminente, íbansele presentando los señores de sus respectivas naciones y los oficiales llamados de sus naves, y tomaban asiento según el lugar y preferencia que el rey a cada uno de ellos había señalado, siendo entre todos el primero el rey de Sidonia, el segundo el de Tiro y así de los demás. Sentados ya todos por su orden, Mardonio, pasando por medio de ellos de orden de Jerjes, iba tomando los pareceres de cada uno en particular sobre si sería del caso dar la batalla naval.
LXVIII. Iba, pues, Mardonio preguntando a todos, empezando su giro desde el rey de Sidonia, y recogiendo de cada uno de ellos un mismo voto y sentimiento, a saber, que sin duda debía darse labatalla, cuando Artemisia se explicó en tales términos: —«Harásme, oh Mardonio, la merced de decir al rey de mi parte, que yo, que no me porté enteramente mal en las refriegas pasadas, aquí cerca de Eubea, ni dejé de dar pruebas bastantes de mi valor, hablóle ahora por tu boca en estos términos: Señor, mi fidelidad en todo rigor de justicia me obliga a que os descubra ingenuamente lo que juzgue por más conveniente a vuestro servicio: hágolo, pues, diciéndoos que guardéis vuestras naves y no entréis con ellas en batalla, pues esos enemigos son una tropa tan superior en el mar a la vuestra, cuanto lo son los hombres en valor a las mujeres. Y ¿qué necesidad tenéis vos, ni poca ni mucha, de exponeros a una batalla naval? ¿No os veis dueño de Atenas, cuya venganza y conquista os movió a esta expedición? ¿No sois señor de la Grecia toda, no habiendo ya quien salga a detener el curso de la victoria? Los que hasta aquí se os han puesto delante, han llevado, y llevado bien, su merecido. Aun más, señor: quiero representaros el paradero que a mi juicio tendrán los asuntos del enemigo. Si no os apresuráis a dar la batalla por mar, antes bien continuáis en tener la armada en estas costas o la mandáis avanzar hacia el Peloponeso, no dudéis, señor, que veréiscumplidos, los designios que os han traído a la Grecia; porque no se hallarán los griegos en estado de resistiros largo tiempo, sino que les obligareis en breve a dividir sus fuerzas partiéndose hacia sus respectivas ciudades. Hablo así, porque, según llevo dicho, ni tienen ellos víveres provenidos en esa isla, ni es de creer que dirigiéndoos vos con el ejército de tierra hacia el Peloponeso, se estén aquí inmóviles los que allá han concurrido. No se cuidarán ellos sin duda de pelear en defensa o venganza de los atenienses. Al contrario, tengo mucho que temer que si con tanta precipitación dais la batalla naval, vuestras tropas de mar, rotas y deshechas, han de desconcertar a las de tierra. A más de esto, quisiera yo, señor, que hicieseis la siguiente reflexión: que un buen amo, por lo común, se ve servido de un criado malo, y un mal amo de un criado bueno. De esta desgracia os toca también a vos una buena parte, que siendo el mejor soberano del mundo tenéis unos pésimos criados; pues esos que pasan por aliados vuestros, quiero decir, los egipcios, los chipriotas, los cilicios, los panfilios, no son hombres para nada.»
LXIX. Al oír a Artemisia diciendo esto a Mardonio, cuantos la querían bien recibían mucha pena deque así se explicase, persuadidos de que había de costarle caro su libertad de parte del soberano, como que se oponía a que se diese la batalla. Pero los que la miraban con malos ojos y le envidiaban la honra con que el rey la distinguía entre los demás confederados, recibían gran placer en su voto particular, como si por él se fabricase ella misma su ruina. Pero no fue así, antes bien, cuando se hizo relación a Jerjes de aquellos pareceres, mostró mucho gusto y satisfacción con el de Artemisia; de suerte que, si antes la tenía por mujer de prendas, la celebró entonces mucho más de ingeniosa y prudente. Ordenó, no obstante, que se estuviese a la pluralidad de los votos, dándose a entender que sus tropas antes no habían hecho su deber en los encuentros cerca de Eubea, llevando blanda la mano por no hallarse él presente, pero que no sucedería lo mismo entonces, cuando estaba resuello a ver las batallas por sus mismos ojos.
LXX. Dada la orden de hacerse a la vela, partieron hacia las aguas de Salamina, y se formaron en batalla a su gusto y placer, tan despacio, que no les quedó tiempo para darla aquel día. Sobrevino la noche y la pasaron ordenándose para pelear al día siguiente. Pero los griegos, y muy particularmente losvenidos del Peloponeso, estaban sobrecargados de pasmo y horror, viendo estos últimos que confinados allí en Salamina iban a dar a favor de los atenienses una batalla, de la cual, si salían vencidos, veríanse cogidos y bloqueados en una isla, dejando a su patria indefensa.
LXXI. Aquella misma noche empezó a marchar por tierra hacia el Peloponeso el ejército de los persas, por más que se hubiesen tomado todas las medidas y precauciones posibles a fin de impedir a los bárbaros el paso de tierra firme; porque apenas supieron los peloponesios la muerte de las tropas de Leonidas en Termópilas, concurriendo a toda prisa los guerreros de las ciudades, sentaron sus reales en el istmo, teniendo, al frente por general a Cleombroto, hijo de Anaxandrides y hermano de Leonidas. Plantados en el Istmo sus reales, cortaron ante todo con trincheras y terraplenaron la vía Scironida, y después tomado entre ellos acuerdo, determinaron levantar una muralla en las fauces del istmo, y como eran muchos millares de hombres los que allí estaban, y no había ni uno solo que no pusiese mano al trabajo, estaba ya entonces acabada la obra, mayormente cuando sin cesar ni de día ni de noche, iban afanándose aquellas tropas, acarreando unos ladrillo, otros fagina y otros cargas de arena.
LXXII. Los pueblos que a la guarnición y defensa del istmo concurrían con toda su gente eran los griegos siguientes: los lacedemonios, los arcades todos, los Eleos, los corintios, los sicionios, los epidaurios, los Fliasios, los trecenios y los Hermionenses; y estos se desvelaban tanto en acudir con sus tropas al istmo, porque no podían ver sin horror reducida la Grecia al último trance y peligro de perder la libertad, mientras que los otros peloponesios lo miraban todo con mucha indiferencia, sin cuidarse nada de lo que pasaba.
LXXIII. Hablase ya dado fin a los juegos Olímpicos y Carneos. Para hablar con más particularidad, es de saber que son siete las naciones que moran en el Peloponeso, dos de las cuales, los arcades y los Cinurios; no sólo son originarios de aquella provincia, sino que al presente ocupan la misma región que desde el principio la ocupaban. Una nación de las siete, es decir, la Acaica, si bien nunca desamparó el Peloponeso, salida con todo de su misma tierrahabita en otra extraña: las otras cuatro que restan, la de los dorios, de los Etolos, de los Driopes y de los Lenios, son advenedizas. Tienen allá los dorios muchas y muy buenas ciudades; los Etolos solamente una, que es Elida; los Driopes tienen a Hermiona y Asina, que está confinante con Cardamila, ciudad de la Laconia; a los lacedemonios pertenecen todos los Perorestas. Los Cinurios, siendo originarios del país (o auctotonas), han parecido a algunos los únicos jonios del país, solo que se han vuelto Dóricos al parecer, así por haber sido vasallos de los argivos, como por haberse hecho Omeatas con el tiempo por razón de su vecindario. Digo, pues, que las demás ciudades de estas siete naciones, exceptuando las que llevo expresadas, saliéronse fuera de la liga, o si ha de hablarse con libertad, saliéndose de la liga, se declararon por los medos.
LXXIV. Los que se hallaban en el istmo no perdonaban trabajo ni fatiga alguna, como hombres que veían que en aquello se libraba su suerte, mayormente no esperando que sus naves les acudiesen mucho en la batalla; y los que estaban en Salamina, por más que supiesen los preparativos del istmo, estaban amedrentados, no tanto por su causa propia como respecto al Peloponeso. Por algún corto tiempo, hablando los unos al oído de quien a su lado tenían, admirábanse de la imprudencia y falta de acierto en Euribíades, pero al fin reventó y salió al público la murmuración. Juntóse la gente a consejo, y todo era altercar sobre el asunto. Porfiaban los unos ser preciso hacerse a la vela para el Peloponeso, exponerse allí a una batalla para su defensa; pero no quedarse en donde estaban para pelear a favor de una región tomada ya por el enemigo. Empeñábanse, por el contrario, los atenienses, los eginetas y los megarenses en que era menester rebatir al adversario en aquel puesto mismo.
LXXV. Entónces, como viese Temístocles que perdía la causa por los votos de los jefes del Peloponeso, salióse ocultamente del congreso, y luego de salido despacha un hombre que vaya en un barco a la armada de los medos, bien instruido de lo quedebía decirles. Llamábase Sicino este enviado, y era siervo y ayo de los, hijos de Temístocles, quien, después de sosegadas ya las cosas, hízolo inscribir entre los ciudadanos de Tespias, en la ocasión en que éstos admitían nuevos vecinos, colmándole de bienes y de riquezas. Llegado allá Sicino en su barco, habló en esta conformidad a los jefes de los bárbaros: —«Aquí vengo a hurto de los demás griegos, enviado por el general de los atenienses, quien, apasionado por los intereses del rey y deseoso de que sea superior vuestro partido al de los griegos, me manda deciros que ellos han determinado huir de puro miedo. Ahora se os presenta oportunidad para una acción la más gallarda del mundo si no les dais lugar ni permitís que se os escapen huyendo. Discordes ellos entro sí mismos, no acertarán a resistiros, antes les veréis trabados entre sí los unos contra los otros, peleando los de vuestro partido contra los que no lo son.»
LXXVI. Decir esto Sicino y volverles las espaldas, marchándose, fue uno mismo. Los bárbaros, dando luego crédito a lo que acababa de avisarles, tornaron dos medidas: la una hacer pasar muchos persas a la isleta Psitalea, situada entre Salamina y el continente; la otra dar orden, luego de llegada la media noche, que el ala de su armada por el lado de Poniente se alargase hasta rodear a Salamina, y que las naves apostadas cerca de Ceo y de Cinosura avanzasen tanto, que ocupasen todo el estrecho hasta la misma Muniquia. Con esta disposición de la armada pretendían que no pudiesen huírseles los griegos, sino que cogidos en Salamina pagasen la pena de los males y daños que les habían causado en las refriegas de Artemisio. Pero la razón que tuvieron en poner la guarnición de persas en la pequeña isla de Psitalea, fue porque, hallándose ésta en medio de aquel estrecho en que había de darse la batalla naval, era preciso que de sus resultas fueran a dar en aquella islita los náufragos y los destrozos de las naves. Querían, pues, tener allí tropa apostada, que salvase a los suyos y perdiese a los enemigos arrojados. Hacían con gran silencio estas prevenciones para no ser sentidos de sus contrarios, y en ellas trabajaron toda la noche sin tomar algún reposo.
LXXVII. Aquí no puedo ahora, viendo y pesando atentamente el negocio, declararme contra los oráculos, y decir de ellos que no son predicciones verídicas, sin incurrir en la nota de ir contra la evidencia conocida: «Cuando junte la playa consagrada a Diana de dorada cabellera, a la marina Cinosura, con su puente de barcas, el que taló a Atenas con furiosa lisonja, allí se verá extinguido de mano de la santa Temis, tanto arrojo hijo de tanta soberbia, insultante, rapaz como el de todo poder supremo. Cosido el acero con el acero cubrirá Marte el mar de roja sangre, entonces Júpiter y la diosa Victoria felicitarán a la Grecia libre.» Siendo, pues, tales y dichas con tanta claridad, por Bacis estas profecías, ni me atrevo yo a oponerme a la verdad de los oráculos, ni puedo sufrir que otro ninguno la contradiga.
LXXVIII. Por lo que mira a los jefes griegos en Salamina, llevaban adelante sus porfías y altercados, pues no sabían aun que se hallasen ya cercados de las naves de los bárbaros, antes creían que se mantenían éstos en los puestos mismos en donde aquel día los habían visto formados.
LXXIX. Estando dichos jefes en su junta, vino desde Egina el ateniense Arístides, hijo de Lisimaco, a quien con su ostracismo había el pueblo desterrado de la patria, hombre, según oigo hablar de su porte y conducta, el mejor y el más justo de cuantos hubo jamás en Atenas. Este, pues, llegándose al congreso, llamó a Temístocles, quien, lejos de ser amigo suyo, se le había profesado siempre su mayor enemigo. Pero en aquel estado fatal de Cosas, procurando él olvidarse de todo y con la mira de conferenciar sobre ellas, llamále fuera, por cuanto había ya oído decir que la gente del Peloponeso quería a toda prisa irse con sus naves hacia el istmo. Sale llamado Temístocles, y le habla Arístides de esta suerte: —«Sabes muy bien, oh Temístocles, que nuestras contiendas y porfías en toda ocasión, y mayormente en esta del día, crítica y perentoria, deben reducirse a cuál de los dos servirá mejor al bien de la patria. Hágote saber, pues, que tanto servirá a los peloponesios el altercar, mucho como no altercar acerca de retirar sus naves de este puesto; pues yo te aseguro, como testigo de vista de lo que digo, que por más que lo quieran los corintios, y aun diré más, por más que lo ordene el mismo Euribiades, no podrán apartarse ya, porque nos hallamos cerrados por las escuadras enemigas. Entra, pues, tú y dales esta noticia.»
LXXX. Respondió a esto Temístocles: —«Importante es ese aviso, y haces bien en darme parte de lo que pasa. Gracias a los dioses que lo que yo tanto deseaba, tú, como testigo ocular, me aseguras haberlo visto ya ejecutado. Sábete que de mí procedió lo que han hecho los persas, pues veía yo ser preciso que los griegos, los cuales de su buena voluntad no querían entrar en combate, entrasen en él, mal que les pesara. Tú mismo ahora, que con tan buena noticia vienes, bien puedes entrar a dársela; que si yo lo hago dirán que me la finjo, y no les persuadiré de que así lo estén efectuando los bárbaros. Ve tú mismo en persona, y diles claro lo que pasa. Si ellos dan crédito a tu aviso, estamos bien; y si no lo toman por digno de fe, lo mismo que antes nos tenemos, pues no hay que temer se nos vayan de aquí huyendo, si es cierto, como dices, que nos hallamos cogidos por todas partes.»
LXXXI. En efecto, fue a darles Arístides la noticia, diciendo cómo acababa de llegar de Egina, y que apenas había podido pasar sin ser visto de las naves del enemigo, que iban apostándose de manera que ya toda la armada griega se hallaba circuida por la de Jerjes; que lo que él les aconsejaba era que se preparasen a una vigorosa resistencia. Acabado de decir esto, salióse Arístides, y ellos volvieron de nuevo a embravecerse en sus disputas, siendo creído el aviso de la mayor parte de aquellos jefes supremos.
LXXXII. En tanto que no acababan de dar fe a Arístides, llegan con su galera unos desertores naturales de Leno, cuyo capitán era Panetio, hijo de Sosimenes, quienes los sacaron totalmente de duda, contándoles puntualmente lo que pasaba. Diré aquí de paso, que en atención a la deserción de dicha galera lograron después los Tenios que fuese grabado su nombre entre el de los pueblos que derrotaron al bárbaro, en la Trípode que en memoria de tanta hazaña fue consagrada en Delfos. Con esta galera que vino desertando a Salamina y con la otra de los Lemnios que antes se les había pasado en Artemisio, llenaron los griegos el número de su armada, hasta completar el de 180 naves, para el cual eran dos las que antes les faltaban.
LXXXIII. Luego que los griegos tuvieron por verdad lo que los Tenios les decían, aprestáronse al punto para la función. Al rayar del alba llamaron a junta a las tropas de la escuadra: entre todos, el que mejor arengó la suya fue Temístocles, cuyo discurso se redujo a un paralelo entre los bienes y conveniencias de primer orden que caben en la naturaleza y condición humana, y las de segunda clase inferiores a las primeras; discurso que concluyó exhortándoles a escoger para ellos las mejores. Acabada la arenga, les mandó pasar a bordo. Embarcados ya, vino de Egina aquella galera que había ido por los Eacidas, y sin más esperar, adelantóse toda la armada griega.
LXXXIV. Al verlos mover los bárbaros, encaminaron al punto la proa hacia ellos; pero los griegos, suspendiendo los remos o remando hacia atrás, huían el abordaje e iban retirándose de popa hacia la playa, cuando Aminias Paleneo, uno de los capitanes atenienses, esforzando los remos embistió contra una nave enemiga, y clavando en ella el espolón, como no pudiese desprenderlo, acudieron a socorrerle los otros griegos y cerraron con los enemigos. Tal quieren los atenienses que fuese el principio del combate, si bien pretenden los de Egina que la galera que cerró ante todas con otra enemiga fue la que había ido a Egina en busca de los Eacidas. Corre aún otra voz; que se les apareció una fantasma en forma de mujer, la cual les animó de modo, que la vio toda la armada griega, dándoles primero en cara con esta reprensión: «¿Qué es lo que hacéis retirándoos así de popa sin cerrar con el enemigo?»
LXXXV. Ahora, pues, enfrente de los atenienses estaban los fenicios, colocados en el lado de Poniente por la parte que miraba a Eleusina; y enfrente de los lacedemonios correspondían los jonios, en el lado de la armada que estaba hacia Levante, vecina al Pireo. De estos no faltaron unos pocos que, conforme a la insinuación de Temístocles, adrede lo hicieron mal; pero los más de ellos peleaban muy de veras. Y bien pudiera yo hacer aquí un catálogo de los capitanes de galera dichos que rindieron entonces algunas naves griegas, pero los pasaré a todos en silencio, nombrando solamente a dos de ellos, entrambos samios, el uno Teomestor, hijo de Andromanto, y el otro Filaco. De estos únicamente hago aquí mención, porque en premio de esta hazaña llegó Teomestor a ser señor de Samos, nombrado por los persas, y Filaco fue puesto en la clase de los bienhechores de la corona,y como a tal se le dieron en premio muchas tierras: llámanse estos bienhechores del rey, en idioma persa, los Orosanbas. De este modo se premió a los dos.
LXXXVI. Muchas fueron las naves que en Salamina quedaron destrozadas, unas por los atenienses y otras por los de Egina. Ni podía suceder otra cosa peleando con orden los griegos cada uno en su puesto y lugar, y habiendo al contrario entrado en el choque los bárbaros, no bien formados todavía, y sin hacer después cosa con arreglo ni concierto. Menester es, con todo, confesar que sacaron éstos en la función de aquel día toda su fuerza y habilidad, y se mostraron de mucho superiores a sí mismos y más valientes que en las batallas dadas cerca de Eubea, queriendo cada uno distinguirse particularmente, temiendo lo que diría Jerjes, o imaginándose que tenían allí presente al rey que les estaba mirando.
LXXXVII. No estoy en realidad tan informado de los acontecimientos que pueda decir puntualmente de algunos particulares capitanes, ya sean de los bárbaros, ya de los griegos, cuánto se esforzó cada uno en la contienda. Sé tan sólo que Artemisia ejecutó una acción que la hizo aún más recomendable de lo que era ya para con el soberano, pues cuando la armada de éste se hallaba en mucho desorden y confusión, hallóse la galera de Artemisia muy perseguida por otra ateniense que le iba a los alcances. Viéndose ella en una apretura tal que no podía ya salvarse con la fuga, por cuanto su galera, hallándose puntualmente delante de los enemigos y la más próxima a ellos, encontraba a su frente con otras galeras amigas, determinóse a aventurar una acción que le salió oportuna y ventajosamente. Sucedió que al huir de la galera ática que le daba caza, topó con otra amiga de los Calcidenses, en que iba embarcado su rey Damasatimo, con quien, estando aun en el Helesponto, había tenido no sé qué pendencia. No me atrevo a definir si por esto la embistió entonces de propósito, o si fue una mera casualidad que se pusiese delante la dicha nave de los Calcidenses. Lo cierto es que con haberla acometido y echado a fondo, fueron dos las ventajas que para sí felizmente obtuvo: la una que como el capitán de la galera ática la viese arremeter contra otra nave de los bárbaros, persuadido de que o era una de las griegas la nave de Artemisia, o que desertando de la escuadra bárbara peleaba a favor de los griegos, volviendo la proa se echó sobre las otras galeras enemigas.
LXXXVIII. Logró Artemisia con esto una doble ventaja, escaparse del enemigo y no perecer en aquel encuentro; y la otra, que aun su mismo indigno proceder con la nave amiga le acarrease para con el propio Jerjes mucha crédito y estima, porque, según se dice, quiso la fortuna, que mirando el rey aquel combate, advirtiese que aquella, nave embestía contra otra, y que al mismo tiempo uno de los que tenía presentes le dijese: —«¿No veis, señor, cómo Artemisia combate y echa a fondo una galera enemiga?» Preguntó entonces el rey si era en efecto Artemisia la que acababa de hacer aquella proeza, y respondiéronle que no había duda en ello, pues conocían muy bien la insignia de su nave, y estaban por otra parte en la inteligencia que la que fue a pique era una de las enemigas. Y entre otras cosas que le procuró su buena suerte, como tengo ya dicho, no fue la menor el que de la nave calcidense ni un hombre sólo se salvara que pudiese acusarla ante el rey. Añaden que además de lo dicho, exclamó Jerjes: —«A mí los hombres se me vuelven mujeres, y las mujeres hoy se me hacen hombres.» Así cuentan por lo menos que habló el monarca.
LXXXIX. En aquella tan reñida función murió el general Ariabignes, hijo de Darío y hermano de Jerjes: murieron igualmente otros muchos oficiales de nombradía, así de los persas como de los medos y demás aliados; pero en ella perecieron muy pocos de los griegos, porque como estos sabían nadar, si alguna nave se les iba a fondo, los que no habían perecido en la misma acción aportaban a Salamina nadando, al paso que muchos bárbaros por no saber nadar morían anegados. A más de esto, después que empezaban a huir las naves más avanzadas, entonces era cuando perecían muchísimas de la escuadra, porque los que se hallaban en la retaguardia procuraban entonces adelantarse con sus galeras, queriendo también que los viese el rey maniobrar, y por lo mismo sucedía que topaban con las otras de su armada que ya se retiraban huyendo. XG. Otra cosa singular sucedió en aquel desorden de la derrota; que algunos fenicios, cuyas naves habían sido destrozadas, venidos a la presencia del rey acusaban de traidores a los jonios, pues por su perfidia iban perdiéndose las galeras; y no obstante la acusación, quiso la suerte, por un raro accidente, que no fuesen condenados a muerte los jefes jonios, y que en pago de su acusación muriesen los fenicios. Porque al tiempo mismo de dicha acriminación, una galera de Samotracia embistió a otra de Atenas y ésta quedó allí sumergida; pero ved ahí otra nave de Egina que haciendo fuerza de remos dio contra la de Samotracia y la echó a pique. ¡Extraño suceso! los Samotracios, como bravos tiradores, a fuerza de dardos lograron exterminar y limpiar de tropa la galera que les había echado a fondo, y subidos a bordo apoderáronse de ella. Esta hazaña libró de peligro a los jonios, pues viéndoles obrar Jerjes aquella acción gloriosa, volvióse a los fenicios lleno de pesadumbre y reprendióles a todos; mandó que a los presentes se les cortase la cabeza, para que aprendiesen a no calumniar, siendo unos cobardes, a hombres demás valor que ellos. En efecto, Jerjes, estando sentado al pie de un monteque cae enfrente de Salamina y se llama Egaleo, todas las veces que veía hacer a uno de los suyos algún hecho famoso en la batalla naval, informábase de quién era su autor, y sus secretarios iban notando el nombre del Trierarco o capitán de la galera, apuntando asimismo el nombre de su ciudad. Añadióse a lo dicho que el persa Ariaramnes, que se hallaba allí presente y era amigo de los jonios, ayudó por su parte a la desgracia de aquellos fenicios.
XCI. De esta suerte, el rey volvía contra los fenicios su enojo. Entretanto, los eginetas, viendo que los bárbaros se iban huyendo vueltas las proas hacia el Falero, hacían prodigios de valor apostados en aquel estrecho, pues en tanto que los atenienses en lo más fuerte del choque y derrota destrozaban así las naves que se resistían como las que procuraban huir, hacían los eginetas lo mismo con las que, escapándose de los Ateniensas, iban huyendo a dar en sus manos.
XCII. Entonces fue cuando vinieron a hallarse casualmente dos naves griegas, la una de Temístocles, que daba caza a una Persiana, y la otra la del egineta Policrito, hijo de Crio, que había aferrado con otra galera sidonia. Era ésta cabalmente la misma que había tomado la nave de Egina antes apostada de guardia en Siciato, en la que iba aquel Piteas, hijo de Isqueno, a quien estando hecho una criba de heridas mantenían todavía los persas, pasmados de su valor, a bordo de su galera; pero ésta fue tomada con toda su tripulación cuando llevaba a Piteas, con lo cual recobró éste la libertad vuelto a Egina. Como decía, pues, luego que vio Policrito la nave ática y conoció por su insignia que era la capitana, llamando en voz alta a Temístocles le zumbó con la sospecha que de los eginetas había corrido, como si ellos siguieran el partido de los medos. Hizo Policrito esta zumba de Temístocles en el momento mismo de embestir con la galera sidonia.
XCIII. Los bárbaros que pudieron escapar huyendo, aportaron a Falero para ampararse del ejército de tierra. En esta batalla naval fueron tenidos los eginetas por los que mejor pelearon de todos los griegos, y después de ellos los atenienses. De los comandantes, los que se llevaron la palma fueron Policrito el de Egina y los dos atenienses Eumeces el Anagirasio, y Aminias el Palenco, quien fue el que dio caza a Artemisia, y si él hubiera caído en la cuenta de que iba en aquella nave Artemisia, a fe mía que no la dejara antes de apresarla o de ser por ella apresado, según la orden que se había dado a los capitanes de. Atenas, a quienes aun se les prometía el premio de diez mil dracmas si alguno la cogía viva, no pudiendo sufrir que una mujer militase contra Atenas. Pero ella se les escapó del modo dicho, como otros que también hubo cuyas naves se salvaron en Falero.
XCIV. Por lo que mira al general de los corintios, Adimanto, dicen de él los atenienses, que al empezar las naves griegas a cerrar con las enemigas, sobresaltado de miedo y de terror se hizo a la vela y se entregó a la huída, y que viendo los otros corintios huir a su capitán, todos del mismo modo se partieron; que habiendo huido tanto hasta hallarse ya delante del templo de Minerva la Scirada, se les hizo encontradiza una chalupa por maravillosa providencia, sin dejarse ver quién la guiaba, la cual se fue acercando a los corintios, que nada sabían de lo que pasaba en la armada naval; circunstancias por donde conjeturan que fue portentoso el suceso. Dicen, pues, que llegándose a las naves les habló así: —«Bien haces, Adimanto; tú virando de bordo aprietas a huir, escapando con tu escuadra y vendiendo a los demás griegos. Sábete, pues, que ellos están ganando de sus enemigos una completa victoria, tal cual no pudieran acertarla a desear.» Y como Adimanto no diese crédito a lo que decían, añadieron de nuevo los de la chalupa «estar allí prontos a ser tomados en rehenes, no rehusando morir, si no era del todo cierto que venciesen los griegos:» que con esto, vuelta atrás la proa de la nave, llegó con los de su escuadra a la armada de los griegos, después de concluida la acción. Esta historia corre entre los de Atenas acerca de los corintios; pero éstos no lo cuentan así por cierto, antes pretenden haberse hallado los primeros en la batalla naval, y a favor de ellos lo atestigua lo demás de la Grecia.
XCV. En medio de la confusión y trastorno que pasaba en Salamina, no dejó de obrar como quien era el ateniense Arístides, hijo de Lisimaco, aquel ilustre varón cuyo elogio poco antes hice como del mejor hombre del mundo; porque tomando consigo mucha parte de la infantería ateniense que estaba apostada en las costas de la isla de Salamina, y desembarcándola en la de Psitalea pasó a cuchillo cuanto persa había en dicha islita.
XCVI. Desocupados ya los griegos de la batalla y retirados los destrozos y fragmentos todos de las naves, cuantos iban compareciendo hacia Salamina preparábanse para un segundo combate, persuadidos de que el rey se valdría de las naves que le quedaban para entrar otra vez en batalla. Por lo que mira a los restos del naufragio, impelió y sacó el viento céfiro una gran parte de ellos a la orilla del Ática, llamada Colíada. No parece sino que todo conspiraba a que se cumpliesen los oráculos, así los de Bacis y de Museo acerca de esta batalla naval, como muy particularmente el que había proferido Lisístrato, grande adivino y natural de Atenas, acerca de que serían llevados los fragmentos de las naves adonde lo fueron tantos años después de su predicción, cuyo oráculo de ninguno de los griegos había sido entendido, y decía: «El remo aturdirá a la Hembra Coliada.» Suceso que debía acaecer después de la expedición del rey.
XCVII. Al ver Jerjes aquella pérdida y destrozo padecido, entró en mucho recelo de que alguno de los jonios no sugiriese a los griegos, o que estos mismos no diesen de suyo en el pensamiento de pasar al Helesponto y cortarle allí su puente. De miedo, pues, que tuvo de no verse a peligro de perecer cogido así en Europa, resolvió la huida. Pero no queriendo que nadie ni de los griegos ni de sus mismos vasallos penetrase su designio, empezó a formar un terraplen hacia Salamina, y junto a él mandó unir puestas en fila unas urcas fenicias, que le sirviesen de puente y de baluarte como si se dispusiera a llevar adelante la guerra y dar otra vez batalla naval. Viéndole los otros ocupado en estas obras, creían todos que muy de veras se preparaba para guerrear a pie firme. Mardonio fue el único que, teniendo muy conocido su modo de pensar, entendió de lleno sus designios. Al mismo tiempo que esto hacía Jerjes, envió a los persas un correo con la noticia de la desgracia y derrota padecida.
XCVIII. Yo no sé que pueda hallarse de nubes abajo cosa más expedita ni más veloz que esta especie de correos que han inventado los persas, pues se dice que cuantas son en todo el viaje las jornadas, tantos son los caballos y hombres apostados a trechos para correr cada cual una jornada, así hombre como caballo, a cuyas postas de caballería ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor del sol, ni la noche las detiene, para que dejen de hacer con toda brevedad el camino que les está señalado. El primero de dichos correos pasa las órdenes o recados al segundo, el segundo al tercero, y así por su orden de correo en correo, de un modo semejante al que en las fiestas de Vulcano usan los griegos en la corrida de sus lámparas. El nombre que dan los persas a esta corrida de postas de a caballo es el de Angareyo.
XCIX. Llegado a Susa aquel primer aviso de que Jerjes había ya tomado a Atenas, causó tanta alegría en los persas que se habían allí quedado, que en señal de ella no sólo enramaron de arrayán todas las calles y las perfumaron con preciosos aromas, sino que la celebraron con sacrificios y regocijos particulares. Pero cuando les llegó el segundo aviso, fue tanta la perturbación, que rasgando todos sus vestidos, reventaban en un grito y llanto deshecho, echando la culpa de todo a Mardonio, no tanto por la pena que les causase la pérdida de la armada naval, cuanto por el miedo que tenían de perder a Jerjes; ni paró entre los persas este temor y público desconsuelo en todo el tiempo que corrió desde la mala noticia hasta el día mismo en que, vuelto Jerjes a su corte, los consoló con su presencia.
C. Viendo entonces Mardonio lo mucho que a Jerjes le dolía la pérdida sufrida en la batalla naval, sospechó que el rey meditaba huir de Atenas, y pensando dentro de sí mismo que siendo él quien lo había inducido a la jornada contra la Grecia, no dejaría por ello de llevar su merecido, halló convenirle mejor el arriesgarse a todo con la mira o bien de llevar a cabo la conquista, o si no de perder gloriosamente la vida en aquella empresa, especialmente cuando, llevado de sus altos pensamientos, tenía por más probable poder salir con la victoria sujetando a la Grecia. Sacadas así sus cuentas, habló en estos términos: —«No tenéis, señor, por qué apesadumbraros por la desgracia que acaba de sucedernos, ni darlo todo ya por perdido, como si fuera esta una derrota decisiva; que no depende todo del fracaso de cuatro maderos, sino del valor de los infantes y caballos. Es esto en tanto grado verdad, que de todos esos que se lisonjean de haberos dado un golpe mortal, ni uno solo habrá que saltando de sus buques se atreva a haceros frente, ni os la hará nadie de todo ese continente ya que los que tal nos intentaron, pagaron bien su temeridad. Digo, pues, que si a bien lo tenéis, nos echemos desde luego contra el Peloponeso; y si tenéis por mejor el dejarlo de hacer, en vuestra mano está dejarlo. Lo que importa es el no caer de ánimo; pues claro está que no les queda a los griegos escape alguno para no venir a ser esclavos vuestros, pagándoos con eso el castigo de lo que acaban de hacer ahora y de lo que antes hicieron: soy, pues, de opinión que así lo verifiquéis. Si estáis con todo resuelto a retiraros con el ejército, otra idea se me ofrece en este caso. Soy de parecer que no lo hagáis con nosotros de manera que esos griegos se burlen y rían de los persas. Nada se ha malogrado, señor, por parte de los persas, ni podéis decir en qué acción no hayan cumplido todo su deber, pues en verdad no tienen ellos la culpa de tal desventura. Esos fenicios, esos egipcios, esos Chipriotas, esos Cilicios, son y han mostrado ser unos cobardes. Supuesto, pues, que no son culpables los persas, si no queréis quedaros aquí, volveos en hora buena a vuestra casa y corte, llevando en vuestra compañía el grueso del ejército; que a mi cuenta quedará el sujetar la Grecia entera a vuestro dominio, escogiendo para ello 300.000 hombres de vuestro ejército.»
CI. Oído este discurso, que no dejó de sentarle muy bien a Jerjes, alegróse del expediente, atendido el mal estado de sus cosas, y dijo a Mardonio quedespués de consultado el asunto le respondería cuál de los dos partidos quería escoger. Habiendo, pues, entrado en consulta con los persas sus ordinarios asesores, parecióle llamar a la junta a Artemisia, por cuanto ella había sido la única que antes acertó en lo que debía hacerse tocante al combate naval. Apenas Artemisia vino, mandando Jerjes retirar a los otros consejeros persas, lo mismo que a sus alabarderos, hablóle en esta forma: —«Quiero que sepas cómo me exhorta Mardonio a que yo me quede aquí y embista el Peloponeso, dándome por razón que mi ejército de tierra no ha tenido parte alguna en esta pérdida, y que desea todo más bien con ansia que haga yo prueba de su valor. Exhórtame, pues, a que, o lo haga yo así por mi mismo, o en el caso contrario él por sí se ofrece a poner la Grecia entera debajo de mi dominio, escogiendo para la empresa 300.000 combatientes, aconsejándome que yo con lo demás de mis tropas me retire a mi corte y palacio. Ahora quiero, pues, que me aconsejes en cuál de estos dos partidos acertaré mas en caso de elegirlo, ya que tú sola me diste un buen consejo acerca de la batalla naval no conviniendo en que se verificara.»
CII. Respondióle Artemisia en estos términos: —«Bien difícil es, oh rey, que acierte yo con lo mejor, respondiendo a vuestra consulta; pero, con todo, mi parecer sería que en la presente situación de los negocios os volvieseis a vuestros estados, y que dejaseis aquí a Mardonio, ya que él así lo desea, ofreciéndose a salir con la empresa juntamente con las tropas que pide; porque si logra por una parte la conquista que promete y le sale bien la empresa que piensa acometer, vos, señor, vais a ganar mucho en añadir a vuestros dominios esos vasallos; por otra parte, si el negocio sale a Mardonio al contrario de lo que piensa, en ello no será la pérdida considerable para el estado quedando vos salvo, y bien constituidos los demás intereses de vuestra casa e imperio; pues como quedéis vos vivo y salvo, y vuestra casa y familia se mantengan en su primer estado, mala suerte les auguro a esos griegos; que no les faltarán por cierto ocasiones en que salir armados a la defensa de sus casas. Y si Mardonio sufriere alguna derrota, los griegos victoriosos no tendrán con toda victoria motivo de quedar muy ufanos por la muerte de uno de vuestros vasallos. Por lo demás, vos habéis logrado el fin de la jornada, habiendo entregado a las llamas la ciudad de Atenas.»
CIII. Cayó en gracia a Jerjes el consejo, pues acertó Artemisia con lo mismo que él pensaba ejecutar, tan resuelto a ello, que no se quedara allí, según imagino, por más que todos los del mundo, hombre y mujeres, se lo aconsejaran. Así que alabó mucho a Artemisia y la envió a Éfeso, encargada de conducir allá unos hijos suyos naturales, pues algunos de éstos le habían seguido en su jornada.
CIV. Envió con ella por ayo de sus hijos a Hermotimo, natural de Pedaso, quien podía tanto como el que más entre los eunucos de palacio. Y ya que hablé de él, no dejaré de mentar un fenómeno que dicen suele acontecer entre los Pedáseos situados más arriba de Halicarnaso; es a saber: que siempre que amenaza en breve a los vecinos que moran en la comarca de la ciudad mencionada algún desastre general, en tal caso nácele una grandísima barba a la sacerdotisa que allí tienen de Minerva, lo que ya por dos veces les ha sucedido.
CV. De Pedaso, como decía, era, pues, natural Hermotimo, al cual, para vengarse de la injuria que con hacerle eunuco había padecido, presentásele una ocasión que no sé que se haya dado nunca otra igual: He aquí cómo sucedió: Hiciéronle esclavo los enemigos, y como a tal le compró un hombre natural de Quío, llamado Panionio, el cual daba en una granjería la más infame y malvada del mundo, pues logrando algún gallardo mancebo, lo que hacía era castrarle y llevarle después a Sardes o a Éfeso y venderle bien caro; pues sabido es que entre los bárbaros se aprecian en más los eunucos que los que no lo son, por la total confianza que puede haber en ellos. Entre otros muchos que castró Panionio, como quien vivía de la ganancia hecha en esa industria, uno fue nuestro Hermotimo. Pero no queriendo la fortuna que nuestro eunuco fuese en todo lo demás desgraciado, hizo que entre otros regalos que de Sardes se enviaban al rey, le fuese presentado Hermotimo, quien vino a ser con el tiempo el eunuco más honrado y favorecido de Jerjes.
CVI. En la ocasión en que el rey conducía contra Atenas sus tropas persianas, vino Hermotimo a Sardes, de donde habiendo bajado por algún encargo onegocio a la comarca de la Misia llamada Atarneo, en que habitan los Quíos, topó en ella con Panionio. Conocióle, y le habló largamente y con mucha expresión de cariño, dándole primero cuenta de cómo por medio de él había llegado a poseer tanto que no sabía los tesoros que tenía, y ofreciéndole al mismo tiempo que le daría en recompensa montes de oro, con tal que con toda su casa y familia pasase a vivir donde él estaba. Súpole dorar la respuesta de modo que aceptando Panionio el partido con mucho gusto, pasó allá con sus hijos y mujer. Una vez que Hermotimo le tuvo en la red con toda su familia, hablóle de esta suerte: —«Ahora quiero, oh negociante, el más ruin y abominable de cuantos vio el sol hasta aquí, que me digas qué mal yo mismo o alguno de los míos, a tí o alguno de los tuyos habíamos hecho, para que me parases tal, que de hombre que era, viniese a ser menos que nada. ¿Creías tú, infame, que no llegarían tus malas trazas a noticia de los dioses? Mucho te engañabas, pues ellos han sido los que por su justa providencia te han traído a mis manos, para que haga en tí un ejemplar, y no tengas tú razón de quejarte ni de ellos ni de mí tampoco.» Apenas acabó de darle en cara con su sórdida crueldad, cuando hizo comparecer en su presencia a los hijos de Panionio, y primero obligó allí mismo al padre a castrar a sus hijos, que eran cuatro, y después que forzado acabó de ejecutar aquel ministerio, fueron constreñidos los hijos castrados a practicar lo mismo con su padre. Tal fue la venganza que así rodando se le vino a las manos a Hermotimo contra Panionio.
CVII. Pero volviendo a Jerjes, después de entregar sus hijos a Artemisia para que los condujese a Éfeso, mandó llamar a Mardonio, y le ordenó que escogiese las tropas de su ejército que prefiriera, encargándole al mismo tiempo que procurase muy de veras que los efectos correspondiesen a las promesas. Empleóse en esto aquel día; pero venida la noche, los generales de mar, salidos con sus escuadras de Falero por orden del rey, hiciéronse a la vela en dirección al Helesponto, poniendo cada uno la más viva diligencia para llegar cuanto antes allá, y guardar el puente de barcas para el paso del soberano. Sucedió que como hubiesen llegado los bárbaros cerca de Zostero, en cuya costa se dejan ver entrados hacia el mar unos delgados picos, creyendo serían unas naves diéronse a la fuga un buen trecho, ni volvieron otra vez a unirse para continuar su rumbo, basta que supieron que eran unos picos de roca y no galeras enemigas.
CVIII. Al llegar el día, viendo los griegos en el mismo campo el ejército de tierra, daban por supuesto que la armada debía hallarse en el puerto de Falero. Con esto, pues, persuadidos a que el enemigo volvería a combatir por mar, se preparaban, por su parte, a rechazarle. Pero informados después de que se habían hecho las naves a la vela, parecióles ir en seguimiento de ellas sin más dilación. Siguieron, en efecto, su rumbo hasta llegar a Andros; pero sin poder descubrir la armada de Jerjes. En Andros, consultando sobre el asunto, fue de parecer Temístocles, que echando por en medio de aquellas islas y persiguiendo a las naves, se encaminasen en derechura al Helesponto con ánimo de cortarles el puente. Dio Euribiades un parecer totalmente contrario, diciendo que no podían los griegos irrogar a la Grecia mayor daño que cortar el puente al enemigo; porque si el persa, sorprendido, se veía precisado a quedarse en la Europa, no querría, sin duda, estarse tranquilo y ocioso, viendo que con la acción le sería imposible llevar adelante sus intereses, pues, así no se le abriría camino alguno para la retirada y perecería de hambre su ejército; que por el contrario, el se animaba y ponía manos a la obra, todo le podría salir muy bien en las ciudades y naciones de la Europa, o bien tomándolas a viva fuerza, o capitulando con ellas antes de apelar a las armas; que tampoco les faltarían víveres echando mano de la cosecha anual de los griegos; que él discurría que vencido el persa en la batalla naval, no pensaría en quedarse en Europa; que lo mejor era dejarle huir cuanto quisiese hasta parar en sus dominios; pero que una vez vuelto a ellos, entonces sí les exhortaba a que allí le hiciesen guerra.
CIX. A este parecer se atenían también los otros jefes del Peloponeso. Cuando vio Temístocles que no lograría persuadir a los más a navegar hacia el Helesponto, mudando de dictamen, y volviéndose a los atenienses, quienes se daban a las furias al ver que así se les huía la presa de entre las uñas, tan empeñados en navegar al Helesponto, que en caso de rehusarlo los demás, querían por sí solos encargarse de aquella empresa, hablóles en esta conformidad: —«Yo mismo, amigos, llevo ya en muchos lances observado, y tengo oído que en muchos otros distintos pasó lo mismo, que los hombres reducidos al último trance y apuro, por más que hayan sido vencidos, vuelven a pelear, desesperados, y procuran borrar la primera nota de cobardes en que habían incurrido. De parecer sería que nosotros, que apenas sin saber cómo nos hallamos con nuestra salvación y con el bien de la Grecia en las manos, nos contentáramos por ahora con haber ojeado esa bandada espesa de enemigos, sin darles caza en su huida, pues no tanto hemos sido nosotros los que a tal hazaña hemos dado cabo, como los dioses y los héroes, quienes no han podido ver que un hombre solo, impío por demás y desalmado, viniese a ser señor del Asia y de Europa. Hablo de ese sacrílego, que todo, sagrado y profano, lo llevaba por igual; de ese ateo que quemaba y echaba por el suelo las estatuas de los dioses; de ese insensato que al mar mismo mandó azotar y le arrojó unos grillos. Demos gracias a los dioses por el bien que acaban de hacernos; quedemos por ahora en la Grecia, cuidemos de nuestros intereses y del bien de nuestras familias, vuelva cada cual a levantar su casa y cuidede hacer su sementera, ya que hemos logrado arrojar al bárbaro del todo. Al apuntar la primavera, entonces sí que será oportuno, ir con una buena armada a volverle la visita en el Helesponto y en la Jonia.» Así se explicaba a fin de prepararse albergue en los dominios del persa, donde pudiera recogerse en caso de caer en la desgracia de sus atenienses, como quien adivinaba lo que había de sucederle.
CX. Por más que en esto obrase Temístocles con doble intención, dejáronse con todo llevar de su discurso los atenienses, prontos a deferir en todo a su dictamen, habiéndole tenido desde el principio por hombre entendido, y experimentádole después por político hábil y cuerdo en sus consejos. Disuadidos ya los suyos, sin pérdida de tiempo envió en un batel a ciertos hombres, de quienes se prometía que sabrían callar en medio de los mayores tormentos, para que de su parte fuesen a decir al rey lo que les encargaba, uno de los cuales era por la segunda vez aquel su doméstico Sicino. Llegados al Ática, quedáronse los otros en su barco, y saltando a tierra Sicino, dijo así hablando con el rey: —«Vengo enviado de Temístocles, hijo de Neocles, general de los atenienses, y sujeto el más cumplido y cuerdo que se halla entre los de aquella liga, para daros una embajada en estos términos: «El ateniense Temístocles, con la mira de haceros un buen servicio, ha logrado detener a los griegos para que no persigan a vuestras escuadras como intentaban hacerlo, ni os corten el puente de barcas en el Helesponto. Ahora vos podréis ya retiraos sin precipitación alguna.» Dado este recado, volviéronse por el mismo camino.
CXI. Los griegos de la armada naval, después de resolverse a no pasar más adelante en seguimiento de la de los bárbaros, ni a avanzar con sus naves hasta el Helesponto para cortar a Jerjes la retirada, quedáronse sitiando la ciudad de Andros con ánimo de arruinarla. El motivo era por haber los Andrios sido los primeros de todos los isleños que se habían negado a la contribución que Temístocles les pedía; mas como éste les previniese que los atenienses les harían una visita llevando consigo dos grandes divinidades, la una Pitos y la otra Anauhea, por cuyo medio se verían en la precisión de desembolsar su dinero, diéronle los Andrios por respuesta: que conrazón era Atenas una ciudad grande, rica y dichosa, teniendo de su parte la protección de aquellas buenas diosas, al paso que los pobres Andrios eran hombres de tan cortos alcances y tan desgraciados que no podían echar de su isla a dos diosas que les irrogaban mucho daño, la Penia y la Amecania, las cuales obstinadamente se empeñaban en vivir en su país; que habiendo cabido a los Andrios por su mala suerte aquellas dos harto menguadas diosas, no pagarían contribución alguna, pues no llegaría a ser tan grande el poder de los atenienses que no fuese mayor su misma imposibilidad.» Por esta respuesta que dieron, no queriendo pagar ni un dinero, veíanse sitiados.
CXII. Entretanto, Temístocles, no cesando de buscar arbitrios cómo hacer dinero, despachaba a las otras islas sus órdenes y amenazas pidiéndoles se lo enviasen, valiéndose de los mismos mensajeros y de las mismas razones de que se había valido antes con los de Andros, y añadiendo que si no le daban lo que pedía, conduciría contra ellas la armada de los griegos. Por este medio logró sacar grandes cantidades de los caristios y de los parios, quienes informados así del asedio en que Andros se hallaba por haber seguido el partido medo, como de la
ILustrísima fama y reputación que entre los generales tenía Temístocles, le contribuían con grandes sumas. Si hubo algunos otros más que también se las diesen, no puedo decirlo de positivo, si bien me inclino a creer que otros más habría, y que no serían los únicos los referidos. Diré, si, que no por eso lograron los caristios que no les alcanzase el rayo, si bien los parios, aplacando a Temístocies con dádivas y dineros, se libraron del sitio en que el ejército les tenía. Con esto, Temístocles, salido de Andros, iba recogiendo dinero de los isleños a hurto de los demás generales.
CXIII. Las tropas que cerca de sí tenía Jerjes, dejando pasar unos pocos días después de la batalla naval, dirigiéronse la vuelta de Beocia por el mismo camino por donde habían venido. Así se hizo la marcha, por parecerle a Mardonio que además de deber con ellas escoltar al rey, no era ya por otra parte tiempo de continuar la campaña, sino que lo mejor sería invernar en la Tesalia, y a la primavera siguiente invadir el Peloponeso. Llegados a la Tesalia, las primeras tropas que para sí escogió Mardonio fueron todos aquellos persas que llamaban los Inmortales, a excepción de su general Hidarnes, que se negó a dejar al rey. De entre los otros persas escogió asimismo a los coraceros y aquel regimiento de los mil caballos. Tomó asimismo para si a los medos, los sacas, los bactrios y los indios, tanto los de a pie como los de a caballo. Habiéndose quedado con todas estas naciones, iba entresacando de entre los demás aliados unos pocos, los mejor plantados que veía, y aquellos también de quienes sabía haberse portado bien en alguna función. En esta gente escogida, el cuerpo más considerable era el de aquellos persas que llevaban su collar y brazalete de oro; después el de los medos, no porque fuesen menos que los persas, sino porque no les igualaban en el valor. En fin, la suma de las tropas subía a 300.000 entre peones y jinetes.
CXIV. Durante el tiempo en que iba Mardonio escogiendo la tropa más gallarda del ejército, manteniéndose todavía Jerjes en la Tesalia, llególes a los lacedemonios un oráculo de Delfos, que les mandaba pidiesen a Jerjes satisfacción por la muerte de Leonidas, y recibiesen la que él les diera. Los espartanos, sin más dilación, destinaron un rey de armas, quien habiendo hallado todo el ejército parado todavía en Tesalia, se presentó al rey, y le dio la embajada: —«A vos, rey de los medos, piden los lacedemonios en común, y los Heráclidas de Esparta en particular, que les deis la satisfacción correspondiente por haberles vos muerto a su rey que defendía a la Grecia.» Dio Jerjes una gran carcajada, y después de un buen rato, apuntando con el dedo a Mardonio, que estaba allí a su lado: —«Mardonio, le dijo, les dará sin duda alguna la satisfacción que les corresponda.» Encargóse el enviado de dar aquella respuesta, y se volvió luego.
CXV. Marchó después Jerjes con mucha prisa la vuelta del Helesponto, habiendo dejado a Mardonio en la Tesalia, y llegó al paso de las barcas al cabo de cuarenta y cinco días, llevando consigo de su ejército un puñado de gente tan sólo por decirlo así. Durante el viaje entero, manteníase la tropa de los frutos que robaba a los moradores del país sin distinción de naciones, y cuando no hallaban víveres algunos, contentábanse con la hierba que la tierra naturalmente les daba, con las cortezas quitadas a los árboles, y con las hojas que iban cogiendo, ya fuesen ellos frutales, ya silvestres; que a todo les obligaba el hambre, sin que dejasen de comer cosa que comerse pudiera. De resultas de esto, iban acabando con el ejército la peste y la disentería que le sobrevino. A los que caían enfermos dejábanlos en las ciudades por donde pasaban, mandándolas que tuviesen cuidado de curarlos y alimentarlos, habiendo asimismo dejado algunos en Tesalia, otros en Siris de la Peonía, y otros en Macedonia finalmente. Antes en su paso hacia la Grecia había dejado el rey en Macedonia la carroza sagrada de Júpiter, y entonces de vuelta no la recobró: habíanla los Peonios dado a los de Tracia, y respondieron a Jerjes que por ella pedía, que aquellos tiros, estando paciendo, habían sido robados por los tracios, que moran vecinos a las fuentes del río Estrimón.
CXVI. Con esta ocasión diré en breve un hecho inhumano que el rey de los Bisaltas, de nación tracio, ejecutó en la comarca crestónica. No sólo éste se había negado a prestar a Jerjes la obediencia, retirándose por esta razón a lo más fragoso del monte Ródope, sino que había prohibido a sus hijos que le sirvieran en aquella jornada contra la Grecia. Pero ellos, o teniendo en poco la prohibición, o quizá por curiosidad y deseo de hacer alguna campaña, fuéronse siguiendo las banderas del persa. Vueltos después buenos y salvos, a todos ellos, que eran hasta seis, hízoles el padre sacar los ojos por este motivo: tal paga sacaron los infelices de su expedición.
CXVII. Después que los persas, dejada la Tracia, llegaron al paso del Helesponto, embarcados a toda prisa lo atravesaron hacia Ábidos, no pudiendo pasar por el puente de barcas, que ya no hallaron unidas y firmes, sino sueltas y separadas por algún contratiempo. En los días de descanso que allí tuvieron, como la copia de víveres que lograban fuese mayor que la que en el camino habían tenido, comieron sin regla ni moderación alguna, de cuyo desorden, y de la mudanza de aguas, resultó que moría mucha gente del ejército que había quedado. Los pocos que restaron, en compañía de Jerjes al cabo llegaron a Sardes.
CXVIII. Cuéntase también de otro modo esta retirada, a saber: que después que Jerjes, salido de Atenas, llegó a la ciudad de Eyona, situada sobre el Estrimón, no continuó desde allí por tierra su marcha, sino que encargando a Hidarnes la conducción del ejército al Helesponto, partió para el Asia embarcado en una nave fenicia. Estando, pues, en medio de su viaje, levantósele vehemente y tempestuoso el viento llamado Estrimonias, y fue tanto mayor el peligro de la tormenta, cuanto más cargada y llena iba la nave, sobre cuya cubierta venían muchos persas acompañando a Jerjes. Entonces, entrando el rey en gran miedo, llamando en alta voz al piloto, preguntóle si les quedaba alguna esperanza de vida. —«Una sola queda, señor, díjole el piloto; el ver cómo podremos deshacernos de tanto pasajero como aquí viene.» Oído esto, pretenden que dijese Jerjes: —«persas míos, esta es la ocasión en que alguno de vosotros muestre si se interesa o no por su rey; que en vuestra mano, según parece, está mi salud y vida.» Apenas hubo hablado, cuando los persas, hecha al soberano una profunda inclinación, saltaron por sí mismos al agua, con lo que aligerada la nave, pudo llegar al Asia a salvamento. Allí, saltando Jerjes en tierra, dicen que ejecutó al punto una de sus justicias, pues premió con una corona de oro al piloto por haber salvado la vida del rey, y le mandó cortar la cabeza por haber perdido a tanto persa.
CXIX. Pero a mí por lo menos no se me hace digna de fe esta otra narración de la vuelta de Jerjes, prescindiendo de otros motivos, por lo que se dice en ella acerca de la desventura de los persas; porque dado caso que el Piloto hubiera dicho aquello a Jerjes, me atrevo a apostar que entre diez mil hombres no habrá uno solo que conmigo no convenga en que el rey en tal caso hubiera dicho que aquellos pasajeros que estaban sobre la cubierta, mayormente siendo persas, y primeros personajes entre los persas, se bajasen a la parte cóncava del buque, y que los remeros fenicios, tantos en número cuantos eran los persas, fuesen arrojados al mar. Lo cierto es que el rey volvió al Asia, marchando por tierra con lo demás del ejército, como llevo referido.
CXX. Otra prueba vehemente hay de lo que digo; pues consta que en su retirada pasó Jerjes por Abdera, y asentó con los de aquella ciudad un concierto de hospedaje, y les hizo el regalo de un alfanje de oro y de una tiara bordada en oro. Algo más añaden los abderitas, aunque yo no les crea en ello de ningún modo, que allí fue donde la vez primera se desciñó Jerjes la espada después de la huida de Atenas, como quien no tenía ya que temer. Lo cierto es que Abdera está situada más cerca del Helesponto que el Estrimón y Eyona, de donde pretenden los autores de la otra narración que saliese el rey de su galera.
CXXI. Los griegos de la armada, viendo que no podían rendir a Andro, pasaron a Caristo, y talada la campiña, partiéronse para Salamina. Lo primero que aquí hicieron fue entresacar del botín así varias ofrendas que como primicias destinaban a los dioses, como particularmente tres galeras fenicias, una para dedicarla en el istmo, la que hasta mis días se mantenía en el mismo punto, otra para Sunio, y la tercera para Eante en la misma Salamina. En segundo lugar, repartiéronse el botín, enviando a Delfos las primicias de los despojos, de cuyo precio se hizo una gran estatua de doce codos, que tiene en la mano un espolón de galera, y está levantada cerca del lugar donde se halla la de Alejandro el macedonio, que es de oro.
CXXII. Al tiempo mismo que enviaron los griegos aquellas primicias a Delfos, hicieron preguntar a Apolo en nombre de todos si le parecían bien cumplidas aquellas primicias y si eran de su agrado, a lo cual el dios respondió que lo eran en verdad por lo que miraba a los demás griegos, mas no así respecto de los eginetas, de quienes él pedía y echaba menos un don en acción de gracias por haberse llevado la palma en Salamina. Con dicha respuesta, ofreciéronle los eginetas unas estrellas de oro, que son aquéllas tres que sobre un mástil de bronce se ven cerca de la copa de Creso.
CXXIII. Hecha la repartición de la presa, tomaron los griegos su rumbo hacia el istmo para dar la palma de la victoria al griego que más se hubiese señalado en aquella guerra. Llegados allá los generales de la armada naval, fueron dejando sus votos por escrito encima del ara de Neptuno, en los cuales declaraban su parecer sobre quién merecía el primero y quién el segundo premio. Cada uno de los generales dábase allí el voto a sí mismo, como al que mejor se había portado en la batalla; pero muchos concordaban en que a Temístocles se le debía en segundo lugar aquella victoria; de suerte que no llevando nadie sino un solo voto, y este el propio suyo, para el primer premio, Temístocles para el segundo era en la votación superior en mucho a los demás.
CXXIV. De aquí nació que no queriendo los griegos, por espíritu de partido y de envidia, definir aquella contienda, antes marchando todos a sus respectivas ciudades sin decidir la causa, el nombre de Temístocles, sin embargo, iba en boca de todos, glorioso y celebrado en toda la nación por el varón más sabio de los griegos. Mas viendo que no había sido declarado vencedor por los generales que dieron la batalla en Salamina, fuese sin perder tiempo a Lacedemonia, pretendiendo aquel honor. Hiciéronle los lacedemonios muy buen recibimiento, y le honraron con mucha particularidad. Dieron a Euribiades la prerrogativa en el valor con una corona de olivo, y a Temístocles asimismo con otra corona igual la prerrogativa y destreza política. Regaláronle una carroza la más bella de Esparta, colmándole de elogios, e hicieron que al irse le acompañasen hasta los confines de Tegea 300 espartanos escogidos, que son los llamados allí caballeros; habiendo sido Temístocles el único, al menos que yo sepa, a quien en señal de estima hayan acompañado hasta ahora los espartanos con escolta.
CXXV. Vuelto Temístocles de Lacedemonia a Atenas, un tal Timodemo Afidneo, uno de sus enemigos, hombre por otra parte de ninguna fama y lustre, muerto de envidia, dábale allí en rostro con el viaje a Lacedemonia, achacándole que en atención a Atenas y no a su persona había llevado aquella honra y premio. Viendo Temístocles que siempre Timodemo le acosaba con aquella injuria, díjole al cabo: —«Oye, detractor, ni yo siendo Belbinita como tú hubiera sido honrado así por los espartanos, ni tú, amigo, lo serías, por más que fueras como yo ateniense. Pero, basta ya de ello.»
CXXVI. Iba escoltando al rey hasta el paso del Helesponto el hijo de Farnaces, Artabazo, quien siendo antes ya entre los persas un general de fama, vino a tenerla mayor después de la batalla de Platea al frente de un cuerpo de 60.000 hombres tomados del ejército que Mardonio había escogido. Mas como el rey estuviese ya en el Asia, y Artabazo de vuelta se hallase en Palena, no corriendo prisa alguna el ir a incorporarse con el grueso del ejército, por invernar las tropas de Mardonio en Tesalia y en Macedonia, parecióle que no era razón dejar de rendir y esclavizar a los de Potidea, a quienes halló que se habían rebelado contra el rey. Y en efecto, los potideos se habían alzado declaradamente contra los bárbaros, luego que el rey, huyendo de Salamina, acabó de pasar por su ciudad, y a su ejemplo muchos otros pueblos de Patena habían hecho lo mismo. Con esto Artabazo puso sitio a Potidea.
CXXVII. Y sospechando al mismo tiempo, que también los olintios se apartaban de la obediencia del persa, vino sobre aquella ciudad, cuyos moradores eran entonces los Botieos, quienes habían sido echados por los macedonios del golfo Termeo. A estos olintios, después que apretando el sitio logró rendir la plaza, Farnabazo, sacándolos fuera de ella, los degolló sobre una laguna. Entregó la ciudad a Cristóbulo Toroneo para que la gobernase, y a los de Cálcida para que la poblasen, y con esto vino a ser Olinto una colonia de Calcidenses.
CXXVIII. Artabazo, dueño ya de Olinto, pensó en apretar con más ahínco a Potidea, y andando el sitio con más viveza, Timoxeno, comandante de los Scioneos, concertó entregársela a traición. De qué medios se valiese al principio de esta inteligencia no puedo decirlo, porque nadie veo que lo diga: el éxito de ella fue el siguiente: Siempre que querían darse por escrito algún aviso, o Timoxeno a Artabazo, o bien éste a Timoxeno, lo que hacían era envolver la carta en la cola de la saeta junto a su muesca, pero de manera que viniese a formar como las alas de la misma, y así la disparaban al puesto entre ellos convenido. Pero por este medio mismo se descubrió que andaba Timoxeno en la traición de Potidea; porque como disparase Artabazo su saeta hacia el sitio consabido, y no acertase a ponerla en él, hirió en el hombro a un ciudadano de Potidea. Apenas estuvo herido, cuando corrieron muchos hacia él y le rodearon, como suele suceder en la guerra, los cuales, cogida la saeta, como reparasen en la carta envuelta, fueron luego a presentarla a los comandantes. Hallábanse en la plaza las tropas auxiliares de los demás paleneos, y cuando aquellos jefes, leída la carta, vieron quién era el autor de la traición, parecióles, en atención a la ciudad de los escioneos, que no convenía públicamente complicar a Timoxeno en aquella perfidia, para que en lo yo venidero no quedase a los escioneos la mancha perpetua de traidores. Tal fue el extraño modo de averiguar al traidor.
CXXIX. Al cabo de tres meses del sitio puesto por Artabazo, hizo el mar una retirada extraordinaria, que duró bastante tiempo. Entonces los bárbaros, viendo que lo que antes era mar se les había hecho un lugar pantanoso, marcharon por él hacia Palena; pero apenas hubieron andado dos partes de trecho, de las cinco que pasar debían para meterse dentro de dicha ciudad, sobrecogióles una avenida tan grande de mar, cual nunca antes, a lo que decían los naturales, había allí sucedido, por más frecuentes que suelan ser tales mareas. Sucedió en ella que se anegaron los persas que no sabían nadar, y los que sabían perecieron a manos de los de Potidea, que en sus barcas les acometieron. Pretenden los potideos haber sido la causa de la retirada y avenida del mar y de la desventura de los persas la impiedad de todos los que en él perecieron, quienes habían profanado el templo y la estatua de Neptuno, que estaba en los arrabales de su ciudad. Paréceme que tienen aquellos mucha razón en decir que ésta fue la culpa para un tal castigo. Partió Artabazo a la Tesalia con los persas que le quedaron para unirse con Mardonio. Tal fue en compendio la suerte de los persas que escoltaron a su rey.
CXXX. La armada naval, que salva había quedado al rey después de haber pasado desde el Quersoneso hacia Ábidos a Jerjes, recién llegado al Asia y fugitivo de Salamina, y juntamente con él a lo demás del ejército, fuese a invernar en Cima. En los principios mismos de la próxima primavera reunirse de nuevo en Samos, donde algunas naves de ella habían pasado aquel invierno. La tropa de mar que en dicha armada servía era por lo común compuesta de persas y de medos, de cuyo mando fueron de nuevo encargados los generales Mardontes, hijo de Bages, y Atraintes, hijo de Artaqueo, en cuya compañía mandaba también Amitres, a quien Atraintes, siendo su primo, se había asociado en el empleo. Hallándose muy amedrentada la armada dicha, no se pensó en que se alargase más hacia Poniente, mayormente no habiendo cosa que a ello le obligase, sino que por entonces los bárbaros apostados en Samos se contentaban con cubrir a la Jonia, impidiendo con las 300 naves que allí tenían, incluidas en este número las jonias, que se les rebelase aquella provincia; ni pensaban, por otra parte, que hubiesen los griegos de pretender venir hasta la Jonia misma, sino que contentos y satisfechos con poderse quedar en sus aguas, se mantendrían en ellas para la defensa y resguardo de su patria. Confirmábales en esta opinión el reflexionar que, al huir de Salamina, no les habían seguido los alcances, antes bien, de su propia voluntad se habían vuelto atrás desde su camino. En realidad, caídos de ánimo sobremanera los bárbaros, dábanse por vencidos en la mar, pero tenían por seguro que su Mardonio por tierra sería muy superior a los griegos. Con esto a los persas en Samos todo se les iba, parte en meditar cómo podrían hacer algún daño al enemigo, parte en procurar noticias sobre el éxito de las empresas de Mardonio.
CXXXI. Mas los griegos, a quienes tenía muy agitados, así el ver que se acercaba ya la primavera, como el saber que Mardonio se hallaba en Tesalia, antes de congregar su ejército de tierra tenían reunida ya en Egina la armada naval, compuesta de 110 galeras. Iba en esta por almirante y general de las tropas Leotiquides, hijo de Menares, cuyos ascendientes eran Hegesilao, Hipocrátides, Leotiquides, Anaxilao, Arquidemo, Anaxandrides, Teopompo, Nicandro, Carilo, Eunomo, Polidectes, Pritanis, Eurifonte, Procles, Aristodemo, Aristomaco, Cicodeo, Hilo, Hércules. Era, pues, dicho almirante de una de las dos casas reales cuyos antepasados, a excepción de los dos nombrados inmediatamente después de Leotiquides, habían sido reyes en Esparta. De los atenienses iba por general Janipo, hijo de Arifrón.
CXXXII. Juntas ya en Egina las naves todas, llegaron a dicha armada griega unos mensajeros de la Jonia, los mismos que poco antes, dos a Esparta, habían suplicado a los lacedemonios que pusiesen a los jonios en libertad: entre estos embajadores venía uno llamado Herodoto, que era hijo de Basileides. Eran estas unos hombres que, conjurados en número de siete contra Estratis, señor de Quío, lo habían antes maquinado la muerte; pero como uno de los siete cómplices hubiese dado parte al tirano de sus intentos, los seis, ya descubiertos, escapándose secretamente de Quío, habían pasado en derechura a Esparta y de allí a Egina, con la mira de pedir a los griegos que con sus naves desembarcasen en la Jonia, bien que con mucha dificultad pudieron lograr de ellos que avanzasen hasta Delos. En efecto, de Delos adelante todo se les hacía un caos de dificultades, así por no ser los griegos prácticos en aquellos parajes, como por parecerles que hervían todos ellos en gentes de armas, y lo que es más, por estar en la inteligencia de que tan lejos se hallaban de Samos como de las columnas de Hércules: de suerte que concurrían en ello dos Obstáculos; el uno de parte de los bárbaros; quienes por el horror que a los griegos habían cobrado no se atrevían a navegar hacia Poniente; el otro de parte de los griegos, que ni a instancias de los de Quío osaban de miedo bajar de Delos hacia Levante. Así que puesto de por medio el mutuo temor, a entrambos servía de pertrecho.
CXXXIII. Habían ya los griegos, como decía, pasado hasta Delos, cuando todavía Mardonio se mantenía en Tesalia en sus cuarteles de invierno. Durante el tiempo que en ellos estuvo éste, hizo que un hombre natural de Europo, por nombre Mis, partiese a visitar los oráculos, dándole orden de que no dejase lugar donde pudiese consultarles y que observase lo que le respondieran. Qué secreto fuese el que Mardonio con tales diligencias pretendía penetrar, yo ciertamente no hallando quien me lo declare, no sabré decirlo; únicamente formo el concepto de que no tendría otra mira sino el buen éxito de su empresa, sin cuidarse de averiguar otras curiosidades.
CXXXIV. De este Mis se tiene por cosa sabida que, habiendo ido a Lebadia y sobornado a uno del país, logró bajar al oráculo de Trofonio, como también que llegó a Abas, santuario de los focenses, para hacer allí su consulta. El mismo, habiendo pasado a Tebas en su primera romería, practicó dos diligencias, pues por una parte había consultado a Apolo Ismenio, el cual por medio de las víctimas suele ser consultado del mismo modo que se usa en Olimpia, y por otra con sus dádivas había obtenido, no de algún tebano, pero sí de un extranjero, el que quisiera dormir en el templo de Anfiarao, pues sabido es que generalmente a ninguno de los tebanos le es lícito el pedir oráculo alguno en dicho templo. La causa procede de haberles hecho saber Anilarao por medio de sus oráculos, que daba opción a los tebanos para que escogieran, o valerse de él como de adivino, o de aliado y protector solamente: prefirieron ellos, pues, tenerle por aliado que por profeta, de donde está prohibido a todo tebano el irse a dormir en aquel santuario para recibir entre sueños algún oráculo de Anfiarao.
CXXXV. Pero lo que mayor maravilla en mí despierta es lo que de este Mis Europense añaden los de Tebas, de quien dicen que, andando todos estos santuarios de los oráculos, fue también al templo de Apolo el Ptoo. Este templo con el nombre de Ptoo está en el dominio de los tebanos, situado sobre la laguna Copaida, en un monte muy vecino a la ciudad de Acrefia. Cuentan, pues, los tebanos que llegado al templo nuestro peregrino Mis en compañía de tres de sus ciudadanos, a quienes había nombrado el público a fin de que tomasen por escrito la respuesta que el oráculo les diera, la persona que allí vaticinaba púsose de repente a profetizar en una lengua bárbara. Al oír los tebanos compañeros de Mis un dialecto bárbaro en vez del griego, no sabían qué hacerse llenos de pasmo y de confusión, cuando el Europense Mis, arrebatándoles de las manos el libro de memoria que consigo traían, fue en él escribiendo las palabras que en la lengua bárbara iba profiriendo el profeta, la cual, según ellos dicen, era Cariana; y que apenas las hubo escrito cuando a toda prisa partió hacia Mardonio.
CXXXVI. Leyó este, pues, lo que los oráculos le decían, y de resultas envió por embajador a Atenas al rey de Macedonia Alejandro, hijo de Amintas. Dos eran los motivos que a este nombramiento le inducían: uno el parentesco que tenían los persas con Alejandro, con cuya hermana Gigea, hija asimismo de Amintas, había casado un señor persa llamado Bubares, y tenía en ella un hijo llamado Amintas, con el nombre de su abuelo materno, quien habiendo recibido del rey el feudo de Alabanda, ciudad grande de la Frigia, poseía en Asia sus estados: otro motivo de aquella elección había sido el saber Mardonio que por tener Alejandro contraído con los atenienses un tratado de amistad y hospedaje, era su buen amigo y favorecedor. Por este medio pensó Mardonio que le sería más hacedero el atraer a su partido a los atenienses, cosa que mucho deseaba, oyendo decir por una parte cuán populosa era Atenas y cuán valiente en la guerra, y constándole muy bien por otra que los atenienses habían sido los que por mar habían muy particularmente destrozado la armada persiana. Esperaba, pues, que bien fácil lo sería, como ellos se le unieran, el ser por mar superior a la Grecia, cual sin duda en tal caso lo fuera, y no dudando, por otro lado, de que sus fuerzas por tierra eran ya por sí solas mucho mayores; de donde concluía Mardonio que su ejército con los nuevos aliados vendría a superar las fuerzas de los griegos: ni me parece fuera temerario el sospechar que esta era la prevención de los oráculos, quienes debían de aconsejarle que procurase aliarse con Atenas, y que por este motivo enviaba a esta ciudad su embajador.
CXXXVII. Para dar a conocer quién era Alejandro, voy a decir en este lugar cómo llegó por un singular camino a obtener el dominio de Macedonia un cierto Perdicas, el sétimo entre sus ascendientes. Hubo tres hermanos, así llamados, Gavanes, Aeropo y Perdicas, naturales de Argos y de la familia de Temeno; los cuales, fugitivos de su patria, pasaron primero a los ilirios, desde donde internándose en la alta Macedonia llegaron a una ciudad por nombra Lebea. Concertando allí su salario, acomodáronse con el rey, el uno para apacentar sus yeguas, el otro los bueyes, y el tercero el ganado menor: y como es cosa muy sabida que en aquellos antiguos tiempos muy poco o nada reinaba el lujo y la opulencia en las casas de los reyes, cuanto menos en las particulares, nadie deberá extrañar que la reina misma fuese la que allí cocía el pan en la casa del rey. Estando, pues, en su faena la real panadera, cuantas veces cocía el pan para su criado y mozuelo Perdicas, levantábasele tanto el horno que venía a salir doblemente mayor de lo que correspondía. Como observase, pues, atendiendo a ello con más cuidado, siempre cabalmente lo mismo, fuese a dar aviso a su marido, a quien luego pareció que se descubría en aquello algún agüero que algo significaba de prodigioso y grande, y sin más tardanza hace venir a sus criados y les intima que salgan de sus dominios. Que estaban prontos, responden ellos; pero querían, como era justo, llevar antes su salario. Al oír el rey lo del salario, fuera de sí, por disposición particular de los dioses, y tomando ocasión del sol que se le entraba entonces en la casa por la misma chimenea, respondióles así: —«El salario que se os debe y que pienso daros no será sino el que ahí veis:» lo cual dijo señalando con la mano al sol de la chimenea. Oída tal respuesta, quedaron atónitos los dos hermanos mayores Gavanes y Aeropo, pero el menor: —«Sí, le dice, aceptamos, señor, ese salario que nos ofrecéis.» Dicho esto, hizo con un cuchillo que tenía allí casualmente una raya en el pavimento de la casa alrededor del sol, y haciendo el ademán de coger tres puñados de aquella luz encerrada en la raya, se los iba metiendo en el seno como quien mete el dinero en su bolsillo, hecho lo cual se fue de allí en compañía de sus hermanos.
CXXXVIII. Uno de los presentes que estaban allí sentados con el rey lo dio cuenta de lo que acababa de hacer aquel muchacho, diciéndole cómo el menor de los hermanos, no sin misterio y quizá con dañada intención, había aceptado la paga que él les había prometido. Apenas lo oyó el rey, que no lo habría antes advertido, despachó lleno de cólera unos hombres a caballo con orden de dar la muerte a uno de sus criados. Pero en tanto quiso Dios que cierto río que por allí corre, río al cual, como a su dios salvador, suelen hacer sacrificios los descendientes de los tres citados argivos, al acabar de pasarle los Teménidas comenzase a venir tan crecido, que no pudieran vadearle los que venían a caballo. Yéndose, pues, los Teménidas a otro país de la Macedonia, fijaron su habitación cerca de aquella huerta que se dice haber sido la de Midas, hijo de Gordias, en la que se crían ciertas rosas de sesenta hojas cada una, de un color y fragancia superior a todas las demás, y añaden aún los macedonios, que en dicha huerta fue donde quedó cogido y preso Sileno: sobre ella está el monte que llaman Bermion, el cual de puro frío es inaccesible. En suma, apoderados de esta región los tres hermanos y haciéndose fuertes en ella, desde allí lograron ir conquistando después lo restante de la Macedonia.
CXXXIX. Del referido Perdicas descendía, pues, nuestro embajador Alejandro, por la siguiente sucesión de genealogía: Alejandro era hijo de Amintas; Amintas lo fue Alcetes, quien tuvo por padre a Aeropo; éste a Filipo, Filipo a Argeo, y Argeo a Pericles, fundador de la monarquía. He aquí toda la ascendencia de Alejandro, el hijo de Amintas.
CXL. Llegado ya a Atenas el enviado de Mardonio, hízoles este discurso: —«Amigos atenienses, mandóme Mardonio daros de su parte esta embajada formal: a mí, dice, me vino una orden de mi soberano concebida en estos términos: «Vengo en perdonar a los atenienses todas las injurias que de ellos he recibido. Lo que vos, oh Mardonio, haréis ahora es lo siguiente: os mando lo primero que les restituyáis todas sus propiedades; lo segundo, quiero que les acrecentéis sus dominios dándoles las provincias que quieran ellos escoger, quedándose, sin embargo, independientes con todos sus fueros y libertad; lo tercero os ordeno que a costa de mi erario les reedifiquéis todos los templos que les mandé abrasar: todo ello con la sola condición de que quieran ser mis confederados. Recibidas estas órdenes, continúa Mardonio, me es del todo necesario procurarlas ejecutar al pie de la letra, como vosotros no me lo estorbéis; y para conformarme con ellas, pregúntoos ahora: ¿qué tenacidad es la vuestra, atenienses, en querer ir contra mi soberano? ¿No veis que ni en la presente guerra podéis serle superiores, ni en el porvenir seréis capaces de mantenérsela siempre? ¿No sabéis el número, el valor y hazañas de las tropas de Jerjes? ¿No oís decir cuántas son las fuerzas que conmigo tengo? ¿Es posible que no deis en la cuenta que aun cuando en la actual contienda me fuerais superiores, de lo que no veo cómo podáis lisonjearos a no haber renunciado al sentido común, ha de venir con todo a acometeros otro nuevo ejército más numeroso todavía? ¿Por qué, pues, querer hombrear tanto en competencia del rey, que os halléis sin poder dejar un instante las armas de las manos y con la muerte siempre delante de los ojos, expuestos de continuo a perderos por vuestro capricho y a perder, juntamente vuestra república? Haced la paz, ya que podéis hacerla muy ventajosa, cuando os convida con ella el rey mismo, y quedaos libres e independientes, unidos con nosotros sin doblez ni engaño en una liga defensiva y ofensiva. Esto es formalmente, oh atenienses, prosiguió, diciendo Alejandro, lo que de su parte mandóme deciros Mardonio: yo de la mía ni una sola palabra quiero deciros por lo tocante al amor y buena ley que os he profesado siempre; pues no es esta la primera ocasión en que habréis podido conocerlo. Quiero sí únicamente añadiros de mío una súplica, y es que viendo vosotros no ser tantas vuestras fuerzas que podáis sostener contra Jerjes una perpetua guerra, condescendáis ahora con las proposiciones de Mardonio. Esto os lo suplico, protestando al mismo tiempo que si viera yo en mis atenienses tanto poderío como indicaba necesario, nunca me encargara de embajada semejante. Pero, amigos, el poder del rey parece más que humano, tanto que no veo a donde no alcance su brazo. Si vosotros, por otra parte, mayormente ahora cuando se os presentan partidos tan ventajosos, no hacéis las paces con quien tan de veras os las propone, me lleno de horror, atenienses, sólo con imaginar el desastre que os aguarda, viendo que vosotros sois los que entre todos los confederados estáis más al alcance del enemigo, y más a tiro de su furor, expuestos siempre a sufrir solos sus primeras descargas para ser las primeras víctimas de su venganza, viviendo en un país que parece criado para ser el teatro de Marte. No más guerra, atenienses; creedme a mí, ciertos de que no es sino un honor muy particular el que el rey os hace, no sólo en querer perdonaros los agravios, mas aun en escogeros a vosotros entre los demás griegos para ser sus amigos y aliados.» Así habló Alejandro.
CXLI. Apenas supieron los lacedemonios que iba Atenas el rey Alejandro encargado de atraer a los atenienses a la paz y alianza con el bárbaro, acordáronse con esta ocasión de lo que ciertos oráculos les habían avisado ser cosa decretada por los hados, que ellos con los demás Dóricos fuesen arrojados algún día del Peloponeso por los medos y los atenienses; recuerdo que les hizo entrar luego en grandísimo recelo acerca de la unión de los de Atenas con el persa, y enviar allá con toda diligencia sus embajadores para que viesen de estorbar la liga. Llegaron éstos, en efecto, tan a tiempo y sazón, que una misma fue la asamblea que se les dio públicamente, y la que se dio a Alejandro para la declaración de la embajada. Verdad es que muy de propósito diferían los atenienses la audiencia pública de Alejandro, creídos y seguros de que llegaría a oídos de los lacedemonios la venida de un embajador a solicitarles de parte del bárbaro para la alianza, y que oída tal nueva habían de enviarlos a toda prisa mensajeros que procurasen impedirlo. Dispusiéronlo adrede los atenienses, queriendo hacer alarde en presencia de los enviados de su manera de obrar en el asunto.
CXLII. Luego, pues, que Alejandro dio fin a su discurso, tomando la palabra los embajadores de Esparta dieron principio al suyo. —«También venimos nosotros, oh atenienses, a haceros nuestra petición de parte de los lacedemonios: redúcese a suplicaros que ni deis oídos a las proposiciones del bárbaro, ni queráis hacer la menor novedad en el sistema de la Grecia. Esto de ningún modo lo sufre la justicia misma; esto el honor de los griegos no os lo permite; esto con mucha particularidad vuestro mismo decoro os lo prohibe. Muchos son los motivos que para no hacerlo tenéis: el haber vosotros mismos, sin nuestro consentimiento ocasionado la presente guerra; el haber sido desde el principio vuestra ciudad el blanco de toda ella; el serlo ahora ya por vuestra causa la Grecia toda y dejados aparte todos estos motivos, fuera sin duda cosa insufrible que vosotros, atenienses, habiéndoos preciado siempre de ser los mayores defensores de la ajena independencia y libertad, fuerais al presente los principales autores de la dependencia y esclavitud de los griegos. A nosotros, amigos atenienses, nos tiene penetrados de compasión esa vuestra desventura, cuando os vemos ya por la segunda vez privados de vuestra cosechas y por tanto tiempo fuera de vuestras casas despojadas, abrasadas y arruinadas por el bárbaro que os halaga. Pero os hacemos saber ahora que para alivio de tanta calamidad los lacedemonios con los otros griegos aliados suyos se ofrecen gustosos a la manutención, así de vuestras mujeres, como de la demás familia que no sirva para la guerra, y esto os lo prometen por todo el tiempo que continuara la actual. Por los cielos, atenienses, no os dejéis engañar de las buenas palabras de Alejandro, que tanto os lisonjea de parte de Mardonio, en lo cual obra como quien es: un tirano patrocina a otro tirano amigo suyo. Pero vosotros no obraríais como quienes sois, si hiciereis lo que pretenden de vosotros, pues bien claro podéis ver, si no queréis de propósito cegaros, que nadie debe dar fe a la palabra, ni menos fiarse de la promesa de un bárbaro.» Así, fue como dichos embajadores se explicaron.
CXLIII. La respuesta que luego dieron a Alejandro los atenienses fue concebida en estas palabras. —«En verdad, Alejandro, que no se nos caía en olvido cuáles sean, según decíais, las fuerzas del medo, y cuánto doblemente superiores a las nuestras; ¿por qué a nuestra faz hacernos ese alarde? ¿por qué echarnos en cara nuestra mengua y falta de poder? Nosotros os repetimos que defendiendo la libertad sacaremos esfuerzo de la debilidad nuestra, hasta tanto que más no podamos. En suma, no os canséis en balde procurando que nos unamos con el bárbaro, cosa que otra vez no os la sufriremos. La respuesta, por tanto, que deberéis dar a Mardonio será que le hacemos saber, nosotros los atenienses, que en tanto que girare el sol por donde al presente gira, nunca jamás hemos de confederarnos con Jerjes, a quien eternamente perseguiremos, confiados en la protección de los dioses y en la asistencia de los héroes nuestros patronos, cuyos templos y estatuas religiosas tuvo el bárbaro, como ateo que es, la insolente impiedad de profanar con el incendio. A vos os prevenimos que nunca más os presentéis ante los atenienses con semejantes discursos, ni so color de mirar por nuestros intereses, volváis segunda vez a exhortarnos a la mayor de todas las maldades. Vos sois nuestro buen amigo, sois huésped público de los atenienses; mucho nos pesaría el vernos precisados a daros el menor disgusto.»
CXLIV. Tal fue la respuesta dada a Alejandro: después de ella dióse estotra a los enviados de Esparta: —«El que allá temieran los lacedemonios no nos coligáramos con el bárbaro, puede perdonárseles esta flaqueza natural entre hombres; el que vosotros sus embajadores, testigos de nuestro brío y denuedo, temáis lo mismo, no es sino una infamia y vergüenza de Esparta. Entended, pues, espartanos, que ni encierra tanto oro en todas sus minas el globo entero de la tierra, ni cuenta entre todas sus regiones alguna ni tan bella, ni tan feraz, ni tan preciosa, a trueque de cuyo tesoro y de cuya provincia quisiéramos los atenienses pasarnos al medo con la infame esclavitud de la Grecia; que muy muchos son y muy poderosos los motivos que nos lo impidieran, aun cuando a ello nos sintiéramos tentados. El Primero y principal es la vista de los mismos dioses aquí presentes, cuyos simulacros aquí mismo vemos abrasados, cuyos templos con dolor extremo miramos tendidos por el suelo, y hechos no más unos montones de tierra y piedra. ¡Ah! que nuestra piedad y religión en vez de dar lugar a la reconciliación y alianza con el mismo ejecutor de tanto sacrilegio y profanación, nos pone en una total necesidad de vengar con todas nuestras fuerzas el numen de tanto dios ultrajado. El segundo motivo nos lo da el nombre mismo de griegos, inspirando en nosotros el más tierno amor y piedad hacia los que son de nuestra sangre, hacia los que hablan la misma lengua, hacia los que tienen la misma religión, la comunidad de templos y de edificios, la uniformidad en las costumbres y la semejanza en el modo de pensar y de vivir. En fuerza de tales vínculos y de nuestro honor, miramos por cosa tan indigna de los atenienses el ser traidores a nuestra patria y nación, que os aseguramos de nuevo ahora, si no lo teníais antes bien creído, que mientras quede vivo un solo ateniense, nadie tiene que temer que se una Atenas con Jerjes en confederación. Ese vuestro cuidado y empeño que mostráis para con nosotros que nos vemos sin casa en que morar, tomando tan a pecho nuestro alivio, hasta el punto de ofreceros a la manutención de nuestras familias, con toda el alma os lo agradecemos, amigos lacedemonios, viendo que no puede subir de punto vuestra bondad para con nosotros. Con todo, en medio de la estrechez y miseria en que nos hallamos, procuraremos, armados de sufrimiento, ingeniarnos de tal manera, que, sin seros molestos en cosa alguna, pasemos como mejor podamos nuestras cuitas. Ahora, sí, lo que os pedimos es, que nos enviéis cuanto antes vuestras ropas, pues a lo que imaginamos no ha de pasar mucho tiempo sin dejársenos ver el bárbaro en nuestros confines, pues claro está que lo mismo será oír que nada le otorgamos de cuanto en su embajada pedía, que dirigirse contra nosotros. De suyo os pide, pues, la ocasión presente que salgáis con nosotros armados hasta la Beocia para recibir allí al enemigo, antes de que se nos entre por el Ática.»
Libro IX. Calíope
Batallas de Platea y Micala
I. Recibida, pues, dicha respuesta, dieron la vuelta hacia Esparta los enviados; pero Mardonio, luego que vuelto de su embajada Alejandro le dio razón de lo que traía de parte de los atenienses, saliendo al punto de Tesalia dábase mucha prisa en conducir sus tropas contra Atenas, haciendo al mismo tiempo que se le agregasen con sus respectivas milicias los pueblos por donde iba pasando. Los príncipes de la Tesalia, bien lejos de arrepentirse de su pasada conducta, entonces con mayor empeño y diligencia servían al persa de guías y adalides: de suerte que Tórax el lariseo, que escoltó a Jerjes en la huida, iba entonces abiertamente introduciendo en la Grecia al general Mardonio.
II. Apenas el ejército, siguiendo sus marchas, entró en los confines de la Beocia, salieron con presteza los tebanos a recibir y detener a Mardonio. Representáronle desde luego que no había de hallar paraje más a propósito para sentar sus reales que aquel mismo donde actualmente se encontraba; aconsejábanle, pues, con mucho ahínco, sin dejarle pasar de allí, que atrincherado en aquel campo tomara sus medidas para sujetar a la Grecia toda sin disparar un solo dardo, pues harto había visto ya por experiencia cuán arduo era rendir por fuerza a los griegos unidos, aunque todo el mundo les acometiera de consuno. —«Pero si vos, iban continuando, queréis seguir nuestro consejo, uno os daremos tan acertado, que sin el menor riesgo daréis al suelo con todas sus máquinas y prevenciones. No habéis de hacer para esto sino echar mano del dinero, y con tal que lo derraméis, sobornaréis fácilmente a los sujetos principales que en sus respectivas ciudades tengan mucho influjo y poderío. Por este medio lograréis introducir en la Grecia tanta discordia y división, que os sea bien fácil, ayudado de vuestros asalariados, sujetar a cuantos no sigan vuestro partido. »
III. Tal era el consejo que a Mardonio sugerían los tebanos: el daño estuvo en que no le dio entrada, por habérsele metido muy dentro del corazón el deseo de tomar otra vez a Atenas, parte por mero capricho y antojo, parte por jactancia, queriendo hacer alarde con su soberano, quien se hallaba a la sazón en Sardes, de que era ya dueño otra vez de Atenas, y pensando darle el aviso por medio de los fuegos que de isla en isla pasaran como correos. Llegado en efecto a Atenas, tomó a su salvo la plaza, donde no encontró ya a los atenienses, de los cuales parte supo haber pasado a Salamina, parte hallarse en sus galeras. Sucedió esta segunda toma de Mardonio diez meses después de la de Jerjes.
IV. Al verse Mardonio en Atenas, llama a un tal Muriquides, natural de las riberas del Helesponto y le despacha a Salamina; encargado de la misma embajada que a los de Atenas había pasado Alejandro el macedonio. Determinose Mardonio a repetirles lo mismo no porque no diera por supuesto que le era contrario y enemigo el ánimo de los atenienses, sino porque se lisonjeaba de que, viendo ellos conquistada entonces el Ática a viva fuerza, y puesta su patria en manos del enemigo, cediendo de su tenacidad primera, volverían quizá en su acuerdo. Con tal mira, pues, envió a Muriquides a Salamina.
V. Presentado éste delante del Senado de los atenienses, expuso la embajada que de parte de Mardonio les traía. Entre aquellos senadores hubo cierto Lícidas, cuyo parecer fue que lo mejor sería admitir el partido que Muriquides les hacía y proponerlo a la junta del pueblo, ora fuera que él de suyo así opinase, ora bien se hubiese dejado sobornar con las dádivas de Mardonio. Pero los atenienses, así senadores como ciudadanos, al oírtal proposición, miráronla con tanto horror, que rodeando a Lícidas en aquel punto le hicieron morir a pedradas, sin hacer por otra parte mal alguno a Muriquides, mandándole solamente que se fuera luego de su presencia. El grande alboroto y ruido que sobre el hecho de Lícidas corría en Salamina llegó veloz a los oídos curiosos de las mujeres, quienes iban informándose de lo que pasaba; entonces, pues, de impulso propio, exhortando unas a las otras a que las siguieran, y corriendo todas juntas hacia la casa de Lícidas, hicieron morir a pedradas a la mujer de éste, juntamente con sus hijos, sin que nadie les hubiese movido a ello.
VI. El motivo que para pasar a Salamina tuvieron entonces los de Atenas fue el siguiente: Todo el tiempo que vivían con la esperanza de que en su asistencia y socorro había de venirles un cuerpo de tropas del Peloponeso, estuviéronse firmes y constantes en no desamparar el Ática. Mas después que vieron que los peloponesios, dando treguas al tiempo, dilataban sobrado su venida, y oyendo ya decir que se hallaba el bárbaro marchando por la Beocia, les obligó su misma posición a que, llevando primero a Salamina cuanto tenían, pasasen ellos mismos a dicha isla. Desde allí enviaron a Lacedemonia unos embajadores con tres encargos; el primero de dar quejas a los Lacedomonios por la indiferencia con que miraban la invasión del Ática por el bárbaro, no habiendo querido en compañía suya salirle al encuentro hasta la Beocia; el segundo de recordarles cuán ventajoso partido les había a ellos ofrecido el persa a trueque de atraerles a su liga y amistad; el tercero de prevenirles que los atenienses al fin, si no se les socorría; hallarían algún modo como salir del ahogo en que se veían.
VII. He aquí cuál era entretanto la situación de los lacedemonios: hallábanse por una parte muy ocupados a la sazón en celebrar sus Hiacintias, así llamaban sus fiestas en honor del niño Hiacinto, empleándoles toda la atención y cuidado el célebre culto de su dios; y por otra andaban muy afanados en llevar adelante la muralla que sobre el istmo iban levantando y que tenían en estado ya de recibir las almenas. Apenas entrados, pues, en Lacedemonia los embajadores de Atenas, en cuya compañía venían los enviados de Megara y los de Platea, presentáronse a los Etoros, y les hablaron en estos términos: —«Venimos aquí de parte de los atenienses, quienes nos mandan declararos los siguientes partidos que el rey de los medos nos propone: primero, se ofrece a restituirnos nuestros dominios; segundo, nos convida a una alianza ofensiva y defensiva con una perfecta igualdad e independencia, sin doblez ni engaño; tercero, nos promete, y sale de ello garante, añadir a nuestra república el estado y provincia que nosotros queramos escoger. Pero los atenienses, tanto por el respeto con que veneramos a Júpiter Helenio, patrono de la Grecia, cuanto por el horror innato que en nosotros sentimos de ser traidores a la patria común, no le dimos oídos, rechazando su proposición, por más que nos viéramos antes, no como quiera agraviados, sino lo que es más, desamparados y vendidos por los griegos; y esto sabiendo muy bien cuánta mayor utilidad nos traería la avenencia que no la guerra con el persa. Ni esto lo decimos porque nos arrepintamos de lo hecho, protestando de nuevo que jamás nos coligaremos con el bárbaro, sino solamente para que se vea adónde llega nuestra fe y lealtad para con los griegos. Vosotros, si bien estábais temblando entonces de miedo, y por extremo recelosos de que no conviniéramos en pactos con el persa, viendo después claramente, por una parte, que de ninguna manera éramos capaces por nuestras opiniones de ser traidores a la Grecia, y teniendo ya, por otra, concluída en el istmo vuestra muralla, no contáis al presente ni mucho ni poco con los atenienses, pues no obstante de habernos antes prometido que con las armas en la mano saldríais hasta la Beocia a recibir al persa, nos habéis vendido, faltando a vuestra palabra, y nada os importa ahora que el bárbaro tenga el Ática invadida. Los atenienses, pues, se declaran altamente resentidos de vuestra conducta, la que no conviene con vuestras obligaciones: lo que al presente desean, y con razón pretenden de vosotros, es, que con la mayor brevedad posible les enviéis un ejército que venga en nuestra compañía, a fin de poder salir unidos a oponernos al bárbaro en el Ática, pues una vez perdida por vuestra culpa la mayor oportunidad de recibirlo en la Beocia, la llanura Triasia es en el Ática el campo más a propósito para la batalla. »
VIII. Oída por los Eforos la embajada, difirieron para el otro día la respuesta, y al otro día la dilataron para el siguiente, y así de día en día, dándoles más y más prórrogas, fueron entreteniéndoles hasta el décimo. En tanto, no se daban manos los peloponesios en fortificar al istmo, siendo ya muy poco lo que faltaba para dar fin y remate a las obras. No sabría yo, en verdad, dar otra razón de la conducta de los lacedemonios en haber tomado antes con tanto ahínco el impedir la confederación de los atenienses con los medos, cuando vino a la ciudad de Atenas Alejandro el macedonio, y en no dar luego a todo ello importancia alguna, sino el decir que teniendo últimamente del todo fortificado el istmo, parecíales ya que para nada necesitaban de Atenas, al paso que antes, al tiempo en que llegó Alejandro a aquella ciudad, no habiendo murado todavía y hallándose puntualmente en la mitad de aquellas obras, temían mucho en ser acometidos por el persa, si no lo impedían los atenienses.
IX. Con todo, acordaron al cabo los lacedemonios responder a los embajadores y mandar salir a campaña sus espartanos con el siguiente motivo: Un día antes del último plazo para la decisión del negocio, un ciudadano de Tegea, llamado Quileo, que era el extranjero de mayor influjo en Lacedemonia, habiendo oído de boca de los Eforos todo lo que antes les habían expuesto los embajadores de Atenas, bien informado del negocio, respondióles en esta forma: —«Ahora, pues, ilustres Eforos, viene todo a reducirse a un punto solo, y es el siguiente: si por acaso coligados los atenienses con el bárbaro no obran de acuerdo con nosotros, por más cerrado que tengamos el istmo con cien murallas, tendrán los persas abiertas por cien partes las puertas del Peloponeso. No, magistrados, eso no conviene de ningún modo; es preciso dar audiencia y respuesta a los atenienses, antes que no tomen algún partido pernicioso a la Grecia. »
X. Este consejo que dio a los Eforos el buen Quileo, y la reflexión tan exacta que les presentó, penetróles de manera que, prescindiendo de dar parte del negocio pendiente a los diputados que habían allí concurrido de diferentes ciudades, al momento, sin esperar a que amaneciera, mandaron salir de la ciudad 5.000 espartanos, ordenando al mismo tiempo que siete ilotas acompañasen a cada uno de ellos, y encargándolos a Pausanias, hijo de Cleombroto, padre de Pausanias e hijo de Anaxandrides, pues habiendo poco antes regresado del istmo con la gente que trabajaba allí en dicha muralla, acabó la carrera de su vida inmediatamente después de su vuelta: el motivo que le obligó a retirarse del istmo con su gente, había sido el haber visto que al tiempo de celebrar allí sacrificios contra el persa, se les había cubierto el sol y oscurecido el cielo. Pausanias, pues, destinado a la empresa, se asoció por teniente general a Eurianactes, el cual, como hijo de Dorieo, era de su misma familia. Esta fue, repito, la gente de armas que salió de Esparta, conducida por Pausanias.
XI. Apenas amaneció, cuando los embajadores, que nada habían sabido todavía de la salida de tropas, se presentaron ante los Eforos con el ánimo resuelto a despedirse para volverse a su patria. Admitidos, pues, a la audiencia pública, hablaron en estos términos: —«Bien podéis, lacedemonios, por nuestra parte, quedaros de asiento en casa sin sacar un pie fuera de Esparta, celebrando muy despacio, a todo placer, esas fiestas en honor de vuestro Jacinto, y faltando muy de propósito a la correspondencia que debéis a vuestros aliados. Obligados nosotros, los atenienses, así por esa nueva injuria que con vuestra estudiada tardanza y desprecio nos estáis haciendo, como también por vernos faltos de socorro, nos entenderemos con el persa del mejor modo que podamos. Manifiesto es que, una vez amistados con el rey, seguiremos como aliados sus banderas donde quiera que nos conduzcan. Vosotros, sin duda, desde aquel punto comenzareis a sentir los efectos que de una tal alianza se os podrán originar.» La respuesta que dieron los Eforos a este breve discurso de los enviados, fue afirmar con juramento, que creían en verdad hallarse ya sus tropas en Orestio, marchando contra los extranjeros, pues extranjeros llamaban a los bárbaros según su frase. Pero como los embajadores, que no la entendían, preguntasen lo que pretendían significar con aquello, informados luego de todo lo que pasaba, quedáronse admirados y suspensos, y sin perder más tiempo, salieron en seguimiento de los soldados, llevando en su compañía 5.000 infantes que se habían escogido entre los periecos (o vecinos libres) de toda la Lacedemonia.
XII. Entretanto que dicha tropa se apresuraba a llegar al istmo, los argivos, apenas oyeron la noticia de que ya Pausanias había salido de Esparta con la gente de armas, echando mano luego del mejor posta que pudieron hallar, lo envían al Ática por expreso, en consecuencia de haber antes ofrecido a Mardonio que procurarían impedir a espartanos la salida. Llegado, pues, a Atenas este correo Hemerodromo, dio así a Mardonio la embajada: —«Señor, me envían los argivos para haceros saber que la gente moza salió armada ya de Lacedemonia, sin que a ellos les haya sido posible estorbarles la salida: con este aviso podréis tomar mejor vuestras medidas.» Dado así el recado, volvióse el expreso por el mismo camino.
XIII. Mardonio que tal oyó, no se halló seguro en el Ática, ni se determinó a esperar en ella por más tiempo, siendo así que antes que tal nueva le llegara, se detenía allí muy despacio para ver en qué paraba la negociación de parte de los atenienses, pues como siempre esperase que vendrían al cabo a su partido, ni talaba entretanto su país, ni hacía daño alguno en el Ática. Mas luego que informado de cuanto pasaba vio que nada a su favor tenía que esperar de los atenienses, pensó desde entonces en emprender su retirada antes que con su gente llegara Pausanias al istmo. Al salir de Atenas dio orden de abrasar la ciudad, y dar en el suelo con todo lo restante, ora fuese algún lienzo de muralla que hubiera quedado antes en pie, ora pared desmoronada de alguna casa, ora fragmento o ruina de algún templo. Dos motivos en particular le persuadían la retirada: uno por ver que el Ática no era a propósito para que maniobrara allí la caballería; otro el entender que, vencido una vez en campo de batalla, no le quedaría otro escape que por unos pasos tan estrechos, que un puñado de gente pudiera impedírselo. Parecióle, pues, ser lo más acertado retirarse hacia Tebas, y dar allí la batalla, ya cerca de una ciudad amiga, ya también en una llanura a propósito para maniobrar la caballería.
XIV. Ejecutando ya la retirada, llególe a Mardonio otro correo al tiempo mismo de la marcha, dándole de antemano aviso de que hacia Megara se dirigía otro cuerpo de 1.000 lacedemonios. Vínole con esto el deseo de probar fortuna para ver si le sería dable apoderarse de aquel destacamento: mandó, pues, que retrocediera su gente, a la cual indujo él mismo hacia Megara, y adelantada entretanto su caballería, hizo correrías por toda aquella comarca. Este fue el término y avance hacia Poniente donde llegó en Europa el ejército persa.
XV. En el intermedio llególe a Mardonio otro aviso de que ya los griegos se hallaban en gran número reunidos en el istmo; aviso que de nuevo le hizo retroceder hacia Decelea. A este efecto los Beotarcas o jefes de la Beocia habían hecho presentarse a los beocios fronterizos de los asopios, quienes iban guiando la gente hacia las Esfendaleas y de allí hacia Tanagra, donde habiendo hecho alto una noche, y marchado al día siguiente la vuelta de Seolon, hallóse ya el ejército en el territorio de los tebanos. Por más que éstos se hubiesen unido a los medos, les taló entonces Mardonio las campiñas, no por odio que les tuviera, sino obligado a ello por una extrema necesidad, queriendo absolutamente fortificar su campo con empalizadas y trincheras para prevenirse un seguro asilo donde guarecer el ejército, caso de no tener el encuentro el éxito deseado. Empezó, pues, a formar sus reales desde Eritras, continuándolos por Hisias y extendiéndolos hasta el territorio de Platea a lo largo de las riberas del río Asopo: verdad es que las trincheras con que los fortificó no ocupaban todo el espacio arriba dicho, sino solamente unos diez estadios por cada uno de sus lados. En tanto que los bárbaros andaban en aquellas obras muy afanados, cierto tebano muy rico y acaudalado, Atagino, hijo de Frigon, preparó un excelente convite a aquellos huéspedes, llamando a Mardonio con cincuenta persas más, jefes todos de la primera consideración. Admitieron éstos el agasajo y celebróse en Tebas el banquete.
XVI. Voy a referir aquí con esta ocasión lo que supe de boca de Tersandro, sujeto de la mayor consideración en Orcómeno, de donde era natural, y que había sido uno de los convidados de Atagino en compañía de otros cincuenta tebanos. Decíame, pues, que no comiendo los huéspedes en mesa separada de la de los del país, sino que estando juntos en cada lecho un persa y un tebano, al fin del convite, cuando se habían sacado ya los vinos, el persa compañero suyo de lecho, que hablaba el griego, preguntóle de donde era, y respondiéndole él que de Orcómeno, hablóle en estos términos: «Caro orcomenio, ya que tengo la fortuna de ser tu camarada en una mesa, cama y copa misma, quiero participarte en prueba de mi estima mis previsiones y sentimientos, para que informado de antemano mires por tu bien. ¿Ves, amigo, tanto persa aquí convidado, y tanto ejército que dejamos atrincherado allá cerca del río? Dígote, pues, ahora, que dentro de poco bien escasos serán entre todos los que veas vivos y salvos.» Al decir esto el persa, añadíame Tersandro, púsose a llorar muy de veras, y él le respondió confuso y admirado: «¿Pues eso no sería menester que lo dijeras a Mardonio y a los que más pueden después de él?» «Amigo, replicóle el persa a la sazón, como no hay medio en el suelo para estorbar lo que en el cielo está decretado, si alguno se esfuerza a persuadir algo en contra, no se da crédito a sus buenas razones. Muchos somos entre los persas que eso mismo que te digo lo tenemos bien creído y seguro; y sin embargo, como arrastrados por la fuerza del hado, vamos al precipicio: y te aseguro que no cabe entre hombres dolor igual al que sienten los que piensan bien sin poder nada, para impedir el mal.» Esto oía yo de boca del orcomenio Tersandro, quien añadía que desde que lo oyó, antes de darse la batalla en Platea, él mismo lo fue refiriendo a varios.
XVII. Después de invadir a Atenas, habían unido sus tropas con Mardonio, que tenía entonces el campo en Beocia, todos los griegos de aquellos contornos, excepto los focenses, quienes, si bien seguían al medo con empeño, no procedía del corazón este empeño a que la fuerza solamente les obligaba. Reuniéronse éstos al campo genera, no mucho después de haber llegado a Tebas el ejército de los persas, con 1.000 infantes mandados por Armocides, sujeto de la mayor autoridad y aceptación entre sus paisanos. En el momento de llegar a Tebas, mandóles decir Mardonio, por medio de unos soldados de caballería, que plantasen aparte sus tiendas en los reales, separados de los demás: apenas acabaron de hacer lo que se les mandaba, cuando se vieron circuir por toda la caballería persiana. Esta novedad fue seguida de un rumor esparcido luego entre los griegos aliados del medo, y comunicado en breve a los focenses mismos, de que venía aquella a exterminarlos a fuerza de dardos: en consecuencia de ello, el general Armocides les animó con este discurso: —«Visto está, paisanos, que esos hombres que nos rodean quieren que todos perezcamos, presentando a nuestros ojos la muerte en castigo de las calumnias con que sin duda nos han abrumado los tésalos. Esta es, pues, oh compatricios, la hora de que, mostrando el valor de nuestro brazo, venda cada cual cara su vida. Si morir debemos, muramos antes vengando nuestra muerte, que no vilmente rendidos dejándonos asesinar como cobardes: sepan esos bárbaros que los griegos a quienes maquinan la muerte no se dejan degollar impunemente como corderos.»
XVIII. Así les exhortaba su general a una muerte gloriosa, cuando ya la caballería Persiana, cerrándoles en medio, embestía apuntadas las armas en ademán de quien iba a disparar y dudase aun si alguien, en efecto, había ya disparado algún tiro. De repente, formando un círculo los focenses, y apiñándose por todas partes cuanto les fue posible, se disponen para hacer frente a la caballería; ni fue menester más para que ésta se retirase viendo aquella cerrada falange. En verdad que no me atrevo a asegurar lo que hubo en el caso: ignoro si los persas,venidos a instancia de los tésalos con ánimo de acabar con los focenses, al ver que éstos se disponían como valientes a una vigorosa defensa, volvieron luego las espaldas, por habérsele prevenido así Mardonio en aquel caso, o si éste con tal aparato no pretendía más que hacer prueba del valor y ánimo de los focenses. Este último fue por cierto lo que significó Mardonio cuando, después de retirada su caballería, les mandó decir por un pregonero: —«¡Bien, muy bien, focenses! Mucho me alegro de que seáis, no los cobardes que se me decía, sino los bravos soldados que os mostráis ¡Animo, pues! servid con valor y esfuerzo en esta campaña, seguros de que no serán mayores vuestros servicios que las mercedes que de mí y de mi soberano reportaréis.»
XIX. Tal fue el caso de los focenses; pero volviendo a los lacedemonios, luego de llegados al istmo, plantaron allí su campo. Los demás peloponesios, que seguían el sano partido a favor de la patria, parte sabiendo de oídas, parte viendo por sus mismos ojos que se hallaban acampados ya los espartanos, no creyeron bueno quedárseles atrás en aquella jornada, antes bien fueron a juntárseles luego. Reunidos en el istmo, viendo que les lisonjeaban con los mejores agüeros las víctimas del sacrificio,pasaron a Eleusina, donde repetidos los sacrificios con faustas señales, iban desde allí continuando sus jornadas. Marchaban ya con las demás tropas atenienses las que pasando desde Salamina a tierra firme se les habían agregado en Eleusina. Llegados todos a Eritras, lugar de la Beocia, como supiesen allí que los bárbaros se hallaban acampados cerca del Asopo, tomando acuerdo sobre ello, plantaron sus reales enfrente del enemigo, en las raíces mismas de Citerón.
XX. Como los griegos no presentasen la batalla bajando a la llanura, envió Mardonio contra ellos toda la caballería, con su jefe Masistio, a quien suelen llamar Macisio los griegos, guerrero de mucho crédito entre los persas, que venía montado sobre su caballo Niseo, a cuyo freno y brida de oro correspondía en belleza y valor todo lo demás de las guarniciones. Formados, pues, los persas en sus respectivos escuadrones, embistiendo con su caballería a los griegos, a más de incomodarles mucho con sus tiros, les afrentaban de palabra llamándoles mujeres.
XXI. Casualmente en la colocación de las brigadas había cabido a los megarenses el puesto más próximo al enemigo, y tal que siendo de fácil acceso daba más lugar al ímpetu de la caballería. Viéndose, pues, acometidos del enemigo que les cargaba y oprimía con bizarro continente despacharon a los generales griegos un mensajero, que llegando a su presencia, les habló en esta forma: —«Los megarenses me envían con orden de deciros: Amigos, no podemos con sola nuestra gente sostener por más tiempo el ataque de la caballería persa, y guardar el puesto mismo que desde el principio nos ha cabido; y si bien basta ahora hemos rebatido al enemigo con mucho vigor y brío por más que nos agobiase, rendidos ya al cabo, vamos a desamparar el puesto si no enviáis otro cuerpo de refresco que nos releve y lo ocupe: y mirad que muy de veras lo decimos.» Recibido este aviso, iba luego Pausanias brindando a los griegos que si algún cuerpo, entrando en lugar de los megarenses, querría de su voluntad cubrir aquel puesto peligroso: y viendo los atenienses que ninguna de las demás brigadas se ofrecía espontáneamente a arrostrar tal riesgo, ellos se brindaron al reemplazo de los megarenses, y fueron allá con un cuerpo de 300 guerreros escogidos, a cuyo frente iba por comandante Olimpiodoro, hijo de Lampson.
XXII. Esto cuerpo, al que se agregó una partida de ballesteros, fue entre todos los griegos que se hallaban presentes el que quiso, apostado en Eritras, relevar a los megarenses. Emprendida de nuevo la acción, duró por algún tiempo, terminando al cabo del siguiente modo: Acaeció que peleando sucesivamente por escuadrones la caballería persiana, habiéndose adelantado a los demás el caballo en que montaba Masistio, fue herido en un lado con una saeta. El dolor de la herida hízole empinar y dar con Masistio en el suelo. Corren allá los atenienses, y apoderados del caballo logran matar al general derribado, por más que procuraba defenderse, y por más que al principio se esforzaban en vano en quitarle la vida. La dificultad provenía de la armadura del general, quien vestido por encima con una túnica de grana, traía debajo una loriga de oro de escamas, de donde nacía que los golpes dados contra ella no surtiesen efecto alguno. Pero notado esto por uno do sus enemigos, metióle por un ojo la punta de la espada, con lo cual, caído luego Masistio, al punto mismo espiró. En tanto, la caballería, que ni había visto caer del caballo a su general, ni morir luego de caído a manos de los atenienses, nada sabía de su desgracia, habiendo sido fácil el no reparar en lo que pasaba, por cuanto en aquella refriega iban alternando las acometidas con las retiradas. Pero como salidos ya de la acción viesen que nadie les mandaba lo que debían ejecutar, conociendo luego la pérdida, y echando menos a su general, se animaron mutuamente a embestir todos a una con sus caballos, con ánimo de recobrar al muerto.
XXIII. Al ver los atenienses que no ya por escuadrones, sino que todos a una venían contra ellos los caballos, empezaron a gritar llamando el ejército en su ayuda: y en tanto que éste acudía ya reunido, encendióse alrededor del cadáver una contienda muy fuerte y porfiada. En el intermedio que la sostenían solos los 300 campeones, llevando notoriamente la peor parte en el choque, veíanse obligados a ir desamparando al general difunto; pero luego que llegó la demás tropa de socorro, no pudieron resistirla los persas de a caballo, ni menos llevar consigo el cadáver, antes bien alrededor de éste quedaron algunos más tendidos y muertos. Retirados, pues, de allí, y parados como a dos estadios de distancia, pusiéronse los persas a deliberar sobre el caso, y parecióles ser lo mejor volverse hacia Mardonio, por no tener quien les mandase.
XXIV Vuelta al campo la caballería sin Masistio y con la nueva de su desgraciada muerte, fue excesivo en Mardonio y en todo el ejército el dolor y sentimiento por aquella pérdida. Los persas acampados, cercenándose los cabellos en señal de luto y cortando las crines a sus caballos y a las demás bestias de carga, en atención a que el difunto era después de Mardonio el personaje de mayor autoridad entre los persas y de mayor estimación ante el soberano, levantaban el más alto y ruidoso plañido, cuyo eco resonaba difundido por toda la Beocia. Tales eran las honras fúnebres que los bárbaros, según su usanza, hacían a Masistio.
XXV. Los griegos por su parte, viendo que no sólo habían podido sostener el ímpetu de la caballería, sino que aun habían logrado rechazarla de modo que la obligaron a la retirada, llenos de coraje, cobraron nuevos espíritus para la guerra. Puesto desde luego el cadáver encima de un carro, pensaron en pasearlo por delante de las filas del ejército. La alta estatura del muerto y su gallardo talle, lleno de majestad y digno de ser visto, circunstancias que les movían a aquella demostración, obligaban también a los demás griegos a que, dejados sus respectivos puestos, concurriesen a ver a Masistio. Después de esta hazaña, pensaron ya en bajar de sus cerros hacia Platea, lugar que así por la mayor abundancia de agua como por otras razones, les pareció mucho más cómodo que el territorio Eritreo para fijar allí sus reales. Resueltos, pues, a pasar hacia la fuente Gargafia, que se halla en aquellas cercanías, y marchando con las armas en las manos por las faldas del Citerón y por delante de Hisias, se encaminaron a la comarca de Platea, donde por cuerpos iban atrincherándose cerca de la fuente mencionada y del templo del héroe Androcrates, en aquellas colinas poco elevadas y en la llanura vecina.
XXVI. Movióse aquí entre tegeatas y atenienses un porfiadísimo altercado, sobre qué puesto debían ocupar en el campo, pretendiendo cada cual de los pueblos que le tocaba de justicia el mando de una de las dos alas del ejército, y produciendo a favor de su derecho varias pruebas en hechos antiguos y recientes. Los de Tegea hablaban así por su parte: —«En todas las expediciones, así antiguas como modernas, que de consuno han hecho los peloponesios, contando ya desde el tiempo en que por muerte de Euristenes procuraban volver al Peloponeso los Heráclidas, nos han reputado siempre nuestros aliados por acreedores a lograr el puesto que ahora pretendemos, cuya prerrogativa merecimos nosotros por cierta hazaña de que vamos a dar razón cuando plantamos en el istmo nuestras tiendas, saliendo a la defensa del Peloponeso, en compañía de los aqueos y de los jonios, que tenían allí todavía su asiento y morada. Porque entonces Hilo, según es fama común, propuso en una conferencia a los del Peloponeso que no había razón para que los dos ejércitos se pusieran a peligro de perderse en una acción general, sino que lo mejor para entrambos era que un solo campeón del ejército peloponesio, cualquiera que escogiesen por el más valiente de todos, entrase con él en batalla cuerpo a cuerpo, bajo ciertas condiciones. Pareció bien la propuesta del retador, y bajo juramento fue otorgado un pacto y condición de que si Hilo vencía al campeón y jefe del Peloponeso, volvieran los Heráclidas a apoderarse del estado de sus mayores; pero que si Hilo fuese vencido, partiesen de allí los Heráclidas con su ejército, sin pretender la vuelta al Peloponeso dentro del término de cien años. Sucedió, pues, que Equemo, hijo de Heropo y nieto de Foes, el cual era a un tiempo nuestro rey y general, habiendo sido muy a su gusto elegido de entre todos los aliados para el pactado duelo, venció en él y quitó la vida a Hilo. Decimos, pues, que en premio de tal proeza y servicio, entre otros privilegios con que nos distinguieron aquellos antigües peloponesios, en cuya posesión aun ahora nos mantenemos, nos honraron con la preferencia del mando en una de las dos alas siempre que se saliera a una común expedición. No significamos con esto que pretendamos apostárnoslas con vosotros, oh lacedemonios, a quienes damos de muy buena gana la opción de escoger el mando de una de las dos alas del ejército: sólo sí decimos que de razón y de derecho nos toca el mandar en una de las dos, según siempre se ha usado. Y aun dejando aparte la mencionada hazaña, somos, sin duda alguna, mucho más acreedores a ocupar el pretendido puesto que esos atenienses, pues que nosotros con próspero suceso hemos entrado en batalla, muchas veces contra vosotros mismos, oh espartanos, muchas otras contra otros muchos. De donde concluimos que mejor es nuestro derecho a mandar en una de las alas que el de los ateniense, quienes en su favor no pueden producir hechos iguales a los nuestros ni en lo antiguo ni en lo moderno.»
XXVII. Eso decían los tegeatas, a quienes respondieron así los atenienses: —«Nosotros, a la verdad, bien comprendemos que no nos hemos juntado aquí para disputar entre nosotros, sino para pelear contra los bárbaros. Mas ya que esos tegeatas han querido apelar a las proezas que ellos y nosotros en todo tiempo en servicio de la Grecia llevamos hechas, nos vemos, oh griegos, obligados ahora a publicar los motivos de pretender que a nosotros pertenece, en fuerza de los servicios prestados a la nación, el derecho antiguo y heredado de nuestros mayores, de ser preferidos siempre a los de Arcadia. Decimos, en primer lugar, que fuimos nosotros los que amparamos a los Heráclidas, a cuyo caudillo ellos se jactan aquí de haber dado la muerte; y les amparamos de modo que, cuando al huir de la servidumbre de los de Micenas se veían arrojados de todas las ciudades griegas, no sólo les dimos acogida en nuestras casas, sino que, venciendo en su compañía en campo de batalla a los peloponesios, hicimos que dejase Euristenes de perseguirlos. En segundo lugar, habiendo perecido los argivos que Polinices había conducido contra Tebas, y quedándose en el campo sin la debida sepultura, nosotros, hecha una expedición contra los cadmeos, y recogidos aquellos cadáveres, los pasamos a Eleusina, donde les dimos sepultura en nuestro suelo. En tercer lugar, nuestra fue la famosa hazaña contra las Amazonas, las que venidas desde el río Terdomonte, infestaban nuestros dominios allá en los antiguos tiempos. Por fin, en la empresa y jornada penosa de Troya, no fuimos los que peor nos portamos. Pero bastante y sobrado dijimos sobre lo que nada sirve para el asunto, pues cabe muy bien que los que fueron en lo antiguo gente esforzada, sean al presente unos cobardes, y os que fueron entonces cobardes sean ahora hombres de valía. Así, que no se hable ya más de hechos vetustos y anticuados: solo decimos que, aun cuando no pudiéramos alabarnos de otra hazaña (que muchas y muy gloriosas podemos ostentarlas, si es que hacerlo pueda alguna ciudad griega), por sola la que hicimos en Maratón somos acreedores a esta preferencia de honor y a otras muchas más, pues peleando nosotros allí solos sin el socorro de los demás griegos, y metidos en una acción de sumo empeño contra el persa, salimos de ella con victoria, derrotando de una vez a 46 naciones unidas contra Atenas. ¿Y habrá quien diga que por solo este hecho de armas no merecimos el presidir a una ala siquiera del ejército? Pero nosotros repetimos que no viene al caso reñir ahora por estas etiquetas de puesto: lacedemonios, aquí nos tenéis a vuestras órdenes; apostadnos donde mejor os parezca; mandad que vayamos a ocupar cualquier sitio que nos destinéis, y en él os aseguramos que no faltaremos a nuestro deber.»
XXVIII. Así respondieron, por su parte, los de Atenas, y todo el campo de los lacedemonios votó a voz en grito que los atenienses eran más dignos que los arcades del mando de una de las alas del ejército, la cual, sin atender a los tegeatas, se les confió en efecto. El orden que se siguió luego en la colocación de las brigadas griegas, así las que de nuevo iban llegando, como las que desde el principio habían ya concurrido, fue el siguiente: apostóse en el ala derecha un cuerpo de 10.000 lacedemonios, de los cuales los 5.000 eran espartanos, a quienes asistían 35.000 ilotas armados a la ligera, siete ilotas por cada espartano. Habían querido también los espartanos que a su lado se apostaran los de Tegea, quienes componían un regimiento de 1.500 Oplitas (infantes de armadura pesada), haciendo con ellos esta distinción en atención a su mérito y valor. A éstos seguía la brigada de los corintios, en número de 5.000, quienes habían obtenido de Pausanias que a su lado se apostasen los 300 Potideatas que de Palena habían concurrido. Venían después por su orden 600 arcades de Orcómeno; luego 3.00 sicionios; en seguida 800 epidaurios, y después un cuerpo de 1.000 trecenios. Al lado de éstos estaban 200 Lepreatas, seguidos de 400 soldados, parte Micenos, parte Tirintios; tras éstos venían 1.000 Fliasios; luego 300 de Hermionia, y en seguida 600 más, parte de Eretria y parte de Estira, cuyo lado ocupaban 400 calcidenses. Inmediatos a ellos, dejábanse ver por su orden consecutivo: los de Ampracia, en número de 500; los leucadios y anactorios, que eran 800; los palenses de Cefalenia, no más de 200, y los 500 de Egina. Junto a éstos ocupaban las filas 3.000 megarenses, a quienes seguían 600 de Platea. Los últimos en este orden, y los primeros en el ala izquierda, eran los atenienses, que subían a 8.000 hombres, capitaneados por Arístides el hijo de Lisímaco.
XXIX. Los hasta aquí mencionados, sin incluir en este número a los siete ilotas que rodeaban a cada espartano, subían a 38.700 infantes; tantos y no más eran los Oplitas armados de pies a cabeza. Los soldados de tropa ligera componían el número siguiente: en las filas de los espartanos, siendo siete los armados a la ligera por cada uno de ellos, se contaban 35.000, todos bien apercibidos para el combate. En las filas de los demás, así los lacedemonios como griegos, contando por cada infante un armado a la ligera, ascendía el número a 34.000. De suerte que el número total de la tropa ligera dispuesta en el orden de batalla, era de 69.500.
XXX. Así que el grueso del ejército que concurrió a Platea, compuesto de hombres de armas y tropa ligera, constaba de 110.000 combatientes: porque si bien faltaba para esta suma la partida de 1.800 hombres, la suplían con todo los tespienses, quienes, bien que armados a ligera, concurrían a las filas en número de 1.800. Tal era el ejército que tenía formados sus reales cerca del Asopo.
XXXI. Los bárbaros en el campo de Mardonio, acabado el luto por las exequias de Masistio, informados de que ya los griegos se hallaban en Platea, fueron acercándose hacia el Asopo, que por allí corre; y llegados a dicho lugar, formábalos Mardonio de este modo: contra los Lacedernonios iba ordenando a los persas verdaderos, y como el número de éstos era muy superior al de aquellos, no sólo disponía en sus filas muchos soldados de fondo, sino que las dilataba aún hasta hacer frente a los tegeatas, pero dispuestas de modo que lo más robusto de ellas correspondiese a los lacedemonios, y lo más débil a los de Tegea, gobernándose en esto por las sugestiones de los tebanos. Seguíanse los medos a los persas, con lo cual venían a hallarse de frente a los corintios, a los potideatas, a los orcomenios y a los sicionios. Los bactrianos, inmediatos a los medos, caían en sus filas fronteros a las filas de los epidaurios, de los trecenios, de los lepreatas, de los tirintios, de los micenos y de los de Fliunte. Los indios, apostados al lado de los bactrianos, correspondían cara a cara a las tropas de Hermione, de Eretria, de Estira y de Cálcide. Los sacas, que eran los que después de los indios venían, tenían delante de sí a los ampracianos, a los anactorios, a los paleenses y a los eginetas. En seguida de los sacas colocó Mardonio, contra los cuerpos de Atenas, de Platea y de Megara, las tropas de los beocios, de los Locros, de los melienses, de los tésalos, y un regimiento también de 4.000 focenses, de quienes no colocó allí más por cuanto no seguían al medo todos ellos, siendo algunos del partido griego, los cuales desde el Parnaso, donde se habían hecho fuertes, salían a infestar y robar al ejército de Mardonio y de los griegos adheridos al persa. Contra los atenienses ordenó, por fin, Mardonio a los Macedones y a los habitantes de la Tesalia.
XXXII. Estas fueron las naciones más nombradas, más sobresalientes y de mayor consideración que ordenó en sus filas Mardonio, sin que dejase de haber entre ellas otra tropa mezclada de frigios, de tracios, de misios, de peones y de otras gentes, entre quienes se contaban algunos etíopes, y también algunos egipcios que llamaban los herimotibies y los calisirios, armados con su espada, siendo éstos los únicos guerreros y soldados de profesión en el Egipto. A éstos, el mismo Mardonio, allá en el Falero, habíales antes sacado de las naves en que venían por tropa naval, pues los egipcios no habían seguido a Jerjes entre las tropas de tierra en la jornada de Atenas. En suma, los bárbaros, como ya llevo antes declarado, ascendían a 30 miríadas, o sean 300.000 combatientes; pero el número de los griegos aliados de Mardonio nadie hay que lo sepa, por no haberse tenido cuenta en notarlo, bien que por conjetura puede colegirse que subiría a 50.000. Esta era la infantería allí ordenada, estando apostada separadamente la caballería.
XXXIII. Ordenados, pues, los dos ejércitos así por naciones como por brigadas, unos y otros al día siguiente iban haciendo sus sacrificios para el buen éxito de la acción. En el campo de los griegos el sacrificador adivino que seguía a la armada era un tal Tisameno, hijo de Antíoco y de patria eleo, quien siendo de la familia agorera de los Iamidas, había logrado naturaleza entre los lacedemonios. En cierta ocasión, consultando Tisameno al oráculo sobre si tendría o no sucesión, respondióle la Pitia que saldría superior en cinco contiendas de sumo empeño; mas como él no diese en el blanco de aquel misterio, aplicóse a los ejercicios de la gimnástica, persuadido de que lograría salir vencedor en las justas o juegos gímnicos de la Grecia. Y con efecto, hubiera él obtenido en los juegos olímpicos en que había salido a la contienda la palma en el Pnetazo o ejercicio de aquellos cinco juegos, si Hierónimo Andrio, su antagonista, no le hubiera vencido, bien que en uno sólo de ellos, que fue el de la lucha. Sabedores los lacedemonios del oráculo, y al mismo tiempo persuadidos de que las contiendas en que vencería Tisameno no deberían de ser de fiestas gímnicas sino marciales justas, procuraban atraerlo con dinero para que fuese conductor de sus tropas contra los enemigos en compañía de sus reyes los Heráclidas. Viendo el hábil adivino lo mucho que se interesaban en ganársele por amigo, mucho más se hacía de rogar, protestando que ni con dinero ni con ninguna otra propuesta convendría en lo que de él pretendían, a menos que no le dieran el derecho de ciudadanía con todos los privilegios de los espartanos. Desde luego pareció muy mal a los lacedemonios la pretensión del adivino, y se olvidaron de agüeros y de victorias prometidas; pero viéndose al cabo amenazados y atemorizados con la guerra inminente del persa, volvieron a instarle de nuevo. Entonces, aprovechándose de la ocasión, y viendo Tisameno cambiados a los lacedemonios y de nuevo muy empeñados en su pretensión, no se detuvo ya en las primeras propuestas, añadiéndoles ser preciso que a su hermano Egias se le hiciera espartano no menos que a él mismo.
XXXIV. Paréceme que en este empeño quería Tisameno imitar a Melampo, quien antes se había atrevido en un lance semejante a pretender en otra ciudad la soberanía, no ya la naturaleza, pues como los argivos, cuyas mujeres se veían generalmente asaltadas de furor y manía, convidasen con dinero a Melampo para que, viniendo de Pilo a Argos, viese de librarlas de aquel accidente de locura, este astuto médico no pidió menor recompensa que la mitad del reino o dominio. No convinieron en ello los argivos; pero viendo al regresar a la ciudad que sus mujeres de día en día se les volvían más furiosas, cediendo al cabo a lo que pretendía Melampo, presentáronse a él y le dieron cuanto pedía. Cuando Melampo los vio cambiados, subiendo de punto en sus pretensiones, les dijo que no les daría gusto sino con la condición de que diesen a Biante, su hermano, la tercera parte del reino; y puestos los argivos en aquel tranco tan estrecho, vinieron en concedérselo todo.
XXXV. De un modo semejante los espartanos, como necesitaban tanto del agorero Tisameno, le otorgaron todo cuanto les pedía. Emprendió, pues, este adivino, Eleo de nacimiento y espartano por concesión, en compañía de sus lacedemonios, cinco aventuras y contiendas de gravísima consideración. Ello es así que estos dos extranjeros fueron los únicos que lograron el beneficio de volverse espartanos con todos los privilegios y prerrogativas de aquella clase. Por lo que mira a las cinco contiendas del oráculo, fueron las siguientes: una, y la primera de todas, fue la batalla de Platea, de que vamos hablando, la segunda la que en Tegea se dio después contra los tegeanos y argivos, la tercera la que en Dipees se trabó con los arcades todos, a excepción de los de Mantinea; la cuarta en el Istmo, cuando se peleó contra los Mesenios; la quinta fue la acción tenida en Tanagra contra los atenienses y argivos, que fue la última de aquellas cinco bien reñidas aventuras.
XXXVI. Era, pues, entonces el mismo Tisameno el adivino que en Platea servía a los griegos conducidos por los espartanos. Y en efecto, las víctimas sacrificadas eran de buen agüero para los griegos, en caso de que invadidos se mantuvieran a la defensiva; pero en caso de querer pasar el Asopo y embestir los primeros, eran las señales ominosas.
XXXVII. Otro tanto sucedió a Mardonio en sus sacrificios: éranle propicias sus víctimas mientras que se mantuviese a la defensiva para rebatir al enemigo; mas no le eran favorables si le acometía siendo el primero en venir a las manos, como él deseaba. Es de saber que Mardonio sacrificaba también al uso griego, teniendo consigo al adivino Hegesístrato, natural de Elea, uno de los teliadas y el de más fama y reputación entre todos ellos. A este en cierta ocasión tenían preso y condenado a muerte los espartanos, por haber recibido de él mil agravios y desacatos insufribles. Puesto en aquel apuro, viéndose en peligro de muerte y de pasar antes por muchos tormentos, ejecutó una acción que nadie pudiera imaginar; pues hallándose en el cepo con prisiones y argollas de hierro, como por casualidad hubiera logrado adquirir un cuchillo, hizo con él una acción la más animosa y atrevida de cuantas jamás he oído. Tomó primero la medida de su pie para ver cuánta parte de él podría salir por el ojo del cepo, y luego según ella se cortó por el empeine la parte anterior del pié. Hecha ya la operación, agujereando la pared, pues que le guardaban centinelas en la cárcel, se escapó en dirección a Tegea. Iba de noche caminando, y de día deteníase escondido en los bosques, diligencia con la cual, pesar de los lacedemonios, que esparciendo la alarma habían corrido todos a buscarle, al cabo de tres noches logró hallarse en Tegea; de suerte que admirados ellos del valor y arrojo del hombre de cuyo pie veían la mitad tendida en la cárcel, no pudieron dar con el cojo y fugitivo reo de este modo, pues, Hegesístrato, escapándose de las manos de los lacedemonios, se refugió en Tegea, ciudad que a la sazón corría con ellos en buena armonía. Curado allí de la herida y suplida la falta con un pie de madera, se declaró por enemigo jurado y mortal de los lacedemonios verdad es que al cabo tuvo mal éxito el odio que por aquel caso les profesaba, pues cogido en Zacinto, donde proseguía vaticinando contra ellos, le dieron allí la muerte.
XXXVIII. Pero este fin desgraciado sucedió a Hegesístrato mucho después de la jornada y batalla de Platea. Entonces, pues, como decía, asalariado por Mardonio con una paga no pequeña, sacrificaba Hegesístrato con mucho empeño y desvelo, nacido en parte del odio a los lacedemonios, en parte del amor propio de su interés. En esta sazón, como por un lado ni a los persas se les declarasen de buen agüero sus sacrificios, ni a los griegos con ellos acampados fuesen tampoco favorables los suyos (pues también éstos tenían aparte su adivino, natural de Leucadia y por nombre Hipómaco), y como por otro lado, concurriendo de cada día al campo más y más griegos, se engrosase mucho su ejército, un tal Timegénides, hijo de Herpis, de patria tebano, previno a Mardonio que convenía ocupar con algunos destacamentos los desfiladeros del Citerón, diciéndole, que puesto que venían por ellos diariamente nuevas tropas de griegos, le sería fácil así interceptar muchos de ellos.
XXXIX. Cuando el tebano dio a Mardonio este aviso, ocho días hacía ya que los dos campos se hallaban allí fijos uno enfrente de otro. Pareció el consejo tan oportuno, que aquella misma noche destacó Mardonio su caballería hacia las quebradas del Citerón por la parte de Platea, a las que dan los beocios el nombre de los Tres Cabos, y los atenienses llaman los Cabos de la Encina. No hicieron en vano su viaje, pues topó allí la caballería al salir a la llanura con una recua de 500 bagajes, los cuales venían desde Peloponeso cargados de trigo para el ejército, cogiendo con ella a los arrieros y conductores de las cargas. Dueños ya los persas de la recua, llevábanlo todo a sangre y fuego, sin perdonar ni a las bestias ni a los hombres que las conducían, hasta tanto que cansados ya de matar a todo su placer, cargando con lo que allí quedaba, volviéronse con el botín hacia los reales de Mardonio.
XL. Después de este lance, pasáronse dos días más sin que ninguno de los dos ejércitos quisiera ser el primero en presentar la batalla o en atacar al otro, pues aunque los bárbaros se habían avanzado hasta el Asopo a ver si los griegos les saldrían al encuentro; con todo, ni bárbaros ni griegos quisieron pasar el río: únicamente, si la caballería de Mardonio solía acercarse más e incomodar mucho al enemigo. En estas escaramuzas sucedía que los tebanos, más medos de corazón que los medos mismos, provocando con mucho ahínco a los griegos avanzados, principiaban la riña, y sucediéndoles en ella los persas y los medos, éstos eran los que hacían prodigios de valor.
XLI. Nada más se hizo allí en estos diez días de lo que llevo referido. Llegado el día undécimo, después que quietos en sus trincheras, cerca de Platea, estaban mirándose cara a cara los dos ejércitos, en cuyo espacio de tiempo habían ido aumentándose mucho las tropas de los griegos, al cabo, el general Mardonio, hijo de Gobrias, llevando muy a mal tan larga demora en su campamento, entró en consejo, en compañía de Artabazo, hijo de Farnaces, uno de los sujetos de mayor estima y valimiento para con Jerjes, para ver el partido que tomarse debía. Estuvieron en la consulta encontrados los pareceres. El de Artabazo fue que convenía retirarse de allí cuanto antes, y trasplantar el campo bajo las murallas de Tebas, donde tenían hechos sus grandes almacenes de trigo para la tropa, y de forraje para las bestias, pues allí quietos y sosegados saldrían al cabo con sus intentos; que ya que tenían a mano mucho acuñado y mucho sin acuñar, y abundancia también de plata, de vasos y vajilla, importaba ante todo no perdonar a oro ni a plata, enviando desde allí regalos a los griegos, mayormente a los magistrados y vecinos poderosos en sus respectivas ciudades, pues en breve, comprados ellos a este precio, les venderían por él la libertad, sin que fuera menester aventurarlo todo en una batalla. Este mismo era también el sentir de los tebanos, quienes seguían el voto de Artabazo por parecerles hombre más prudente y previsor en su manera de discurrir. Mardonio se mostró en su voto muy fiero y obstinado sin la menor condescendencia, pareciéndole que, Por ser su ejército más poderoso y fuerte que el de los griegos, era menester cerrar cuanto antes con el enemigo, sin permitir que se le agregase mayor número de tropas de las que ya lo habían hecho; que desechasen en mal hora a Hegesístrato con sus víctimas, sin aguardar a que por fuerza se les declarasen de buen agüero, peleando al uso y manera de los persas.
XLII. Nadie se oponía a Mardonio, que así creía deberse hacer, y su voto venció al de Artabazo, pues él y no éste era a quien el rey había entregado el bastón y mando supremo del ejército. En consecuencia de su resolución, mandó convocar los oficiales mayores de sus respectivos cuerpos, y juntamente los comandantes de los griegos y su partido; y reunidos, les preguntó si sabían de algún oráculo tocante a los persas que les predijera que perecerían en la Grecia. Los llamados no se atrevían a hablar; los unos, por no saber nada de semejante oráculo; los otros, que algo de él sabían, por no creer que pudiesen hablar impunemente; pero el mismo Mardonio, continuó después explicándose así: —«Ya que vosotros, pues, o nada sabéis de semejante oráculo, o no osáis decir lo que sabéis, voy a decíroslo yo, que estoy bien informado de lo que en esto hay. Sí, repito, hay un oráculo en esta conformidad: que los persas, venidos a la Grecia, primero saquearán el templo de Delfos, y perecerán después que lo hubieren saqueado. Prevenidos nosotros con este aviso, ni meteremos los pies en Delfos, ni mis manos en aquel templo, ni daremos motivo a nuestra ruina con semejante sacrilegio. No queda más que hacer, sino que todos vosotros los que sois amigos de la Persia, estéis alegres y seguros de que vamos a vencer a los griegos.» Así habló Mardonio, y luego les dio orden que lo dispusiesen todo y lo tuviesen a punto para dar la batalla el día siguiente al salir el sol.
XLIII. Por lo que mira al oráculo que Mardonio refería a los persas, no sé, en verdad, que existiera contra los persas tal oráculo, sino sólo para los hirios y para la armada de los enqueleas. Sé no más que Bacis dijo lo siguiente de la presente batalla: «La verde ribera del Tormodente y del Asopo debe verte, oh griega batalla debe oírte, oh bárbara gritería, donde la Parca hará trofeo tanto de cadáver cuando inste al flechero medo su último trance.» De este formal oráculo de Bacis y de otro semejante de Museo, bien se que harían directamente a los persas, puesto que se dice del Terimodente debe entenderse de aquel río así llamado que corre entre Tanagra y Glisante.
XLIV. Después de la pregunta de Mardonio acerca de los oráculos, y de la breve exhortación hecha a sus oficiales, venida ya la noche, dispusiéronse en el campo los centinelas y cuerpos de guardia. Luego que siendo la noche más avanzada, y se dejó notar en él algo más de silencio y de quietud, en especial de parte de los hombres entregados al sueño y reposo, aprovechándose de ella Alejandro, hijo de Amintas, rey y general de los Macedones, fuese corriendo en su caballo hasta las centinelas avanzadas de los atenienses, a quienes dijo que tenía que hablar con sus generales. La mayor parte del destacamento avanzado se mantuvo allí en su puesto, y unos pocos de aquellos guardias fuéronse a toda prisa para avisar a sus jefes, diciendo que allí estaba un jinete que, venido del campo de los medos, tenía que hablarles.
XLV. Los generales, oído apenas esto, siguen a sus guardias hacia el cuerpo avanzado, y llegados allá háblales de esta suerte Alejandro: —«atenienses míos, a descubriros voy un secreto cuya noticia como en depósito os la fío para que la deis únicamente a Pausanias, si no queréis perderme a mí, que por mostrarme buen amigo vuestro os la comunico. Yo no os la diera si no me interesara mucho por la común salud de la Grecia, que yo como griego de origen en pasados tiempos no quisiera ver a mi antigua patria reducida a la esclavitud. Dígoos, pues, que no alcanza Mardonio el medio cómo ni a él ni a su ejército se le declaren propicias las víctimas sacrificadas; que a no ser así, tiempo ha estuviera ya dada la batalla. Mas ahora está ya resuelto a dejarse de agüeros y sacrificios, y mañana así que la luz amanezca quiere sin falta principiar el combate. Todo esto sin duda nace en él, según conjeturo, del miedo y recelo grande que tiene de que vuestras fuerzas no vayan creciendo más con el concurso de nuevas tropas. Estad, pues, vosotros prevenidos para lo que os advierto, y en caso de que no os embista mañana mismo, sino que lo difiera algún tanto, manteneos firmes sin moveros de aquí; que él no tiene víveres sino para pocos días. Si saliereis de este lance y de esta guerra como deseáis, paréceme será razón que contéis con procurarme la independencia y libertad a mí, que con tanto ahínco y tan buena voluntad me expongo ahora a un tan gran peligro solo a fin de informaros de los intentos y resolución de Mardonio, y de impedir que los bárbaros os cojan desprevenidos. Adiós, amigos; amigo soy y Alejandro, rey de Macedonia.» Dijo y dio la vuelta a su campo hacia el puesto destinado.
XLVI. Los generales de Atenas, pasando inmediatamente al ala derecha del campo, dan parte a Pausanias de lo que acababan de saber de boca de Alejandro. Conmovido con la nueva Pausanias, y atemorizado del valor de los persas propiamente tales, háblales así: —«Puesto que al rayar el alba ha de entrarse en acción, menester es que vosotros, oh atenienses, os vengáis a esta ala para apostaros enfrente de los persas mismos, y que pasemos los lacedemonios a la otra contra los beocios y demás griegos que allí teníais fronteros. Dígolo por lo siguiente: vosotros, por haberos antes medido en Maratón con esos persas, tenéis conocida su manera de pelear. Nosotros hasta aquí no hemos hecho la prueba ni experimentado en campo de batalla a esos hombres, pues ya sabéis que ningún espartano jamás midió ni quebró lanzas con medo alguno: con los beocios y tésalos sí que tenemos trabado conocimiento. Así que será preciso que toméis las armas y os vengáis a esta ala, pues nosotros vamos a pasar a la izquierda.» A lo cual contestaron los atenienses en estos términos: «Es verdad que nosotros desde el principio ya, cuando vimos a los persas apostados enfrente de vosotros, teníamos ánimo de indicaros lo mismo que os adelantáis ahora a prevenirnos; pero no osábamos, ignorando si la cosa sería de vuestro agrado. Ahora que vosotros nos lo ofrecéis los primeros, sabed que nos dais una agradable nueva, y que pronto vamos a hacer lo que de nosotros queréis.»
XLVII. Ajustado, pues, el asunto con gusto de entrambas partes, no bien apuntó el alba, cuando se empezó el cambio de los puestos. Observáronlo los beocios, y avisaron al punto a Mardonio. Luego que éste lo supo empezó asimismo a trasladar sus brigadas trasplantando sus persas al puesto frontero al de los lacedemonios. Repara en la novedad Pausanias, y manda que los espartanos vuelvan de nuevo al ala derecha, viendo que su ardid había sido descubierto por el enemigo, y Mardonio por su parte hace que vuelvan otra vez los persas a la siniestra de su campo.
XLVIII. Vueltos ya entrambos a ocupar sus primeros puestos, despacha Mardonio un heraldo a los espartanos con orden de retarles en estos términos: —«Entre esas gentes pasmadas de vuestro valor, corre la voz que vosotros los lacedemonios sois la flor de la tropa griega, pues en la guerra no sabéis qué cosa sea huir ni desamparar el puesto, sino que a pie firme escogéis a todo trance o vencer o morir. Acabo ahora de ver que no es así verdad, pues antes que cerremos con vosotros, viniendo a las manos, os vemos huir ya de miedo y dejar vuestro sitio; os vemos ceder a los atenienses el honor de abrir el combate con nuestras filas para ir a apostaros enfrente de nuestros siervos; lo que en verdad no es cosa que diga bien con gente brava y honrada. Ni es fácil deciros cuán burlados nos hallamos, pues estábamos sin duda muy persuadidos de que, según la fama que vosotros gozáis de valientes y osados, habíais de enviarnos un rey de armas que en particular desafiara, cuerpo a cuerpo a los persas a que peleásemos solos con los lacedemonios. Prontos, en efecto, nos hallamos a admitir el duelo, cuando lejos de veros de tal talante y brío, os vemos llenos de susto y miedo. Ya que vosotros, pues, no tenéis valor para retarnos los primeros, seremos nosotros los primeros en provocaros al desafío, como os provocaremos. Siendo vosotros reputados entre los griegos por los hombres más valientes de la nación, como por tales nos preciamos nosotros de ser tenidos entre los bárbaros, ¿por qué no entramos luego en igual número en campo de batalla? Entremos, digo, los primeros en el palenque, y si pretendéis que los otros cuerpos entren también en acción, entren en hora buena, pero después de nuestro duelo; mas si no pretendéis tanto, juzgando que nosotros únicamente somos bastantes para la decisión de la victoria, vengamos luego a las manos, con pacto y condición de que se mire como vencedor aquel ejército cuyos campeones hayan salido con la victoria en el desafío.»
XLIX. Dicho esto, esperó algún tiempo el heraldo retador; y viendo que nadie se tomaba el trabajo de responderle palabra, vuelto atrás dio cuenta de todo a Mardonio. Sobre manera alegre e insolente éste con una victoria pueril, fría e insustancial, echa al punto su caballería contra los griegos. Arremete ella al enemigo, y con la descarga de sus dardos y saetas perturba e incomoda no poco todas las filas del ejército griego: lo que no podía menos de suceder siendo aquellos jinetes unos ballesteros montados, con quienes de cerca no era fácil venir a las manos. Lograron por fin llegar a la fuente Gargafia, que proveía de agua a todo el ejército griego, y no sólo la enturbiaron, sino que cegaron sus raudales; porque si bien los únicos acampados cerca de dicha fuente eran los lacedemonios, distando de ella los demás griegos a medida de los puestos que por su orden ocupaban, con todo, no pudiendo valerse los otros del agua del Asopo, por más que lo tenían allí vecino, a causa de que no se lo permitía la caballería con sus fechas, todo el campo se surtía de aquella aguada.
L. En este estado se encontraban, cuando los jefes griegos, viendo a su gente falta de agua, y al mismo tiempo perturbada con los tiros de la caballería, juntáronse así por lo que acabo de indicar, como también por otros motivos, y en gran número se encaminaron hacia el ala derecha para verse con Pausanias. Si bien éste sentía mucho la mala situación del ejército, mayor pena recibía de ver que iban ya faltándole los víveres, sin que los criados a quienes había enviado por trigo al Peloponeso pudiesen volver al campo, estando interceptados los pasos por la caballería enemiga.
LI. Acordaron, pues, en la consulta aquellos comandantes que lo mejor sería, en caso de que Mardonio difiriera para otro día la acción, pasar a una isla distante del Asopo y de la fuente Gargafia donde entonces acampaban, la cual isla viene a caer delante de la ciudad misma de Platea. Esta isla forma en tierra firme aquel río que al bajar del Citerón hacia la llanura se divide en dos brazos, distantes entre sí cosa de tres estadios, volviendo después a unirlos en un cauce y en una corriente sola: pretenden los del país que dicha Oeroe, pues así llaman a la isla, sea hija del Asopo. A este lugar resolvieron, pues, los caudillos trasplantar su campo, así con la mira de tener agua en abundancia, como de no verse infestados de la caballería enemiga del modo que se veían cuando la tenían enfrente. Determinaron asimismo que sería preciso partir del campo en la segunda vigilia, para impedir que viéndoles salir la caballería no les picase la retaguardia. Parecióles, por último, que aquella misma noche, llegados apenas al paraje que con su doble corriente encierra y ciñe la Oeroe Asópida bajando del Citerón, destacasen al punto hacia este monte la mitad de la tropa, para recibir y escoltar a los criados que habían ido por víveres y se hallaban cortados en aquellas eminencias sin paso para el ejército.
LII. Tomada esta resolución, infinito fue lo que dio que padecer y sufrir todo aquel día la caballería con sus descargas continuadas. Pasó al fin la terrible jornada; cesó el disparo de los de a caballo, fuéseles entrando la noche, y llegó al cabo la hora que se había aplazado para la retirada. Muchas de las brigadas emprendieron la marcha; pero no con ánimo de ir al lugar que de común acuerdo se había destinado, antes alzado una vez el campo, muy complacidas de ver que se ausentaban de los insultos de la caballería, huyeron hasta la misma ciudad de Platea, no parando hasta verse Cerca del Hereo, que situado delante de dicha ciudad dista 20 estadios de la fuente Gargafia.
LIII. Llegados allá los mencionados cuerpos, hicieron alto, plantando sus reales alrededor de aquel mismo templo. Pausanias que les vio moverse y levantar el campo dio orden a sus lacedemonios de tomar las armas e ir en seguimiento de las tropas quo les precedían, persuadidos de que sin falta se encaminaban al lugar antes concertado. Mostrándose entonces prontos a las órdenes de Pausanias los demás jefes de los regimientos, hubo cierto Amonfareto, hijo de Poliades, que lo era del de Pitanatas, quien se obstinó diciendo que nunca haría tal, no queriendo cubrir gratuitamente de infamia a Esparta con huir del enemigo. Esto decía, y al mismo tiempo se pasmaba mucho de aquella resolución, como quien no se había hallado antes en consejo con los demás oficiales. Mucho era lo que sentían Pausanias y Eurianacte el verse desobedecidos; pero mayor pena les causaba el tener que desamparar el regimiento de Pitana por la manía y pertinacia de aquel caudillo, recelosos de que dejándolo allí solo, y ejecutando lo que tenían convenido con los demás griegos, iba a perderse Amonfareto con todos los suyos. Estas reflexiones les obligaban a tener parado todo el cuerpo de los Lacones, esforzándose entretanto en persuadir a Amonfareto que aquello era lo que convenía ejecutar, y haciendo todo el esfuerzo posible para mover a aquel oficial, el único de los lacedemonios y tegeanos que iba a quedarse abandonado.
LIV. Entretanto, los atenienses, como conocían bien el humor político de los lacedemonios, hechos a pensar una cosa y a decir otra, manteníanse firmes en el sitio donde se hallaban apostados. Lo que hicieron, pues, al levantarse los demás del ejército, fue enviar uno de sus jinetes encargado de observar si los espartanos empezaban a partir, o si era su ánimo no desamparar el puesto, y también con la mira de saber de Pausanias lo que les mandaba ejecutar.
LV. Llega el enviado y halla a los lacedemonios tranquilos y ordenados en el mismo puesto, y a sus principales jefes metidos en una pendencia muy reñida. Pues como a los principios hubiesen procurado Pausanias y Eurianacte dar a entender con buenas razones a Amonfareto que de ningún modo convenía que se expusiesen los lacedemonios a tan manifiesto peligro, quedándose solos en el campo, viendo al cabo que no podían persuadírselo, paró la disputa en una porfiada contienda, en que al llegar el mensajero de los atenienses los halló ya enredados, pues cabalmente entonces había agarrado Amonfareto un gran guijarro con las dos manos, y dejándole caer a los pies de Pausanias, gritaba que allí tenía aquella chinita con que él votaba no querer huir de los huéspedes, llamando huéspedes a los bárbaros al uso lacónico. Pausanias, tratándole entonces de mentecato y de furioso, volvióse al mensajero de los atenienses que le pedía sus órdenes, y le mandó dar cuenta a los suyos del enredo en que veía se hallaban sus asuntos, y al mismo tiempo suplicarles de su parte que se acerasen a él, y que en lo tocante a la partida hicieran lo que a él le vieran hacer.
LVI. Fuese luego el enviado a dar cuenta de todo a los suyos. Vino entretanto la aurora, y halló a los lacedemonios todavía riñendo y altercando. Detenido Pausanias hasta aquella hora, pero creído al cabo de que Amonfareto al ver partir a los lacedemonios no querría quedarse en su campo, lo que en efecto sucedió después, dio la señal de partir, dirigiendo la marcha de toda su gente por entre los collados vecinos, y siguiéndole los de Tegea. Formados entonces los atenienses en orden de batalla, emprendieron la marcha en dirección contraria a la que llevaba Pausanias, pues los lacedemonios, por temor de la caballería, seguían el camino entre los cerros y por las faldas del Citerón, y los atenienses marchaban hacia abajo por la misma llanura.
LVII. Amonfareto, que tenía al principio por seguro que jamás se atrevería Pausanias a dejarle solo allí con su regimiento, instaba obstinadamente a los suyos a que, tranquilos todos en el campo, nadie dejase el puesto señalado; mas cuando vio al cabo que Pausanias iba camino adelante con su gente, persuadióse de que su general debía gobernarse con mucha razón en dejarle allí solo, reflexión que le movió a dar orden a su regimiento de que, tomadas las armas, fuera siguiendo a marcha lenta la demás tropa adelantada. Habiendo avanzado ésta cosa de 10 estadios, y esperando a que viniese Amonfareto con su gente, habíase parado en un lugar llamado Argiopio, cerca del río Moloente, donde hay un templo de Céres Eleusina: había hecho alto en aquel sitio con la mira de volverse atrás al socorro de Amonfareto, en caso de que no quisiera al fin dejar con su regimiento el campo donde había sido apostado. Sucedió que al tiempo mismo que iba llegando la tropa de Amonfareto, venía cargándoles ya de cerca con sus tiros toda la caballería de los bárbaros, la cual, salida entonces a hacer lo que siempre, viendo ya desocupado el campo donde habían estado los griegos atrincherados por aquellos días, siguió adelante, hasta que, dando al cabo con ellos, tornó a molestarles con sus descargas.
LVIII. Al oír Mardonio que de noche los griegos se habían escapado, y al ver por sus ojos abandonado el campo, llama ante sí a Tórax el lariseo, juntamente con sus dos hermanos, Eurípilo y Trasideio, y venidos les habla en estos términos: —«¿Qué me decís ahora, hijos de Alevas, viendo como veis ese campo desamparado? ¿No ibais diciendo vosotros, moradores de estas vecindades, que los lacedemonios en campo de batalla nunca vuelven las espaldas, y que son los primeros hombres del mundo en el arte de la guerra? Pues vosotros les visteis poco ha empeñados en querer trocar su puesto por el de los atenienses, y todos ahora vemos cómo esta noche pasada se han escapado huyendo. He aquí que con esto acaban de darnos una prueba evidente de que cuando se trata de venir a las manos con tropa como la nuestra, la mejor realmente del universo, nada son aun entre los griegos, soldados de perspectiva tanto unos como otros. Bien veo ser razón que yo con vosotros disimule y os perdone los elogios que hacíais de esa gente, de cuyo valor teníais alguna prueba, no sabiendo por experiencia lo que era el cuerpo de mis persas. Lo que me causaba mucha admiración era ver que Artabazo temiese tanto a esos lacedemonios, que lleno de terror diese un voto de tanto abatimiento y cobardía, como fue el de levantar los reales y retirarnos a Tebas, donde en breve nos hubiéramos visto sitiados. De este voto daré yo cuenta al rey a su tiempo y lugar. Lo que ahora nos importa es el que esos griegos no se nos escapen a su salvo; es menester seguirles el alcance, hasta que cogidos venguemos en ellos todos los insultos y daños que a los persas tienen hechos.»
LIX. Acabó Mardonio su discurso, y puesto al frente de sus persas, pasa con ellos a toda prisa el Asopo, corriendo en pos de los griegos como de otros tantos fugitivos. Mas no pudiendo descubrir en su marcha entre aquellas lomas a los atenienses, que caminaban por la llanura, cae sobre el cuerpo de los lacedemonios, que estaban allí con los tegeanos únicamente. Los demás caudillos de los bárbaros, al ver a los persas correr tras de los griegos, levantando luego a una voz sus banderas, metiéronse todos a seguirles, quien más podía, sin ir formados en sus respectivos cuerpos, y sin orden ni disciplina, como hombres que con suma algazara y confusión, iban de tropel no a pelear con los enemigos, sino a despojar a los griegos.
LX. Al verse Pausanias tan acosado de la caballería enemiga, por medio de un jinete que despachó a los atenienses hizo decirles: —«Sabed, amigos atenienses, que tanto nosotros los lacedemonios como vosotros los de Atenas, en vísperas de la mayor contienda en que va a decidirse si la Grecia quedará libre o pasará a ser esclava de los bárbaros, hemos sido vendidos por los demás griegos nuestros buenos aliados, habiéndosenos escapado esta noche. Nosotros, pues, en el lance crítico en que nos vemos, creemos de nuestro deber el socorrernos mutuamente, cerrando con el bárbaro con todas nuestras fuerzas de poder a poder. Si la caballería enemiga hubiera cargado antes sobre vosotros, debiéramos de justicia ir en vuestro socorro, acompañados de los de Tegea, que unidos a nuestra gente no han hecho traición a la Grecia. Ahora, pues, que toda ella ha caído sobre nosotros, razón será que véngalo a socorrer esta ala, que se ve al presente muy agobiada y oprimida. Y si vosotros os halláis acaso en tal estado que no os sea posible concurrir todos a nuestra defensa, haréisnos siquiera la gracia de enviarnos vuestros ballesteros. A vosotros acudimos, ya que sabemos que estáis en esta guerra sumamente prontos a darnos gusto en lo que pedimos.»
LXI. Oída apenas esta embajada, pónense en movimiento los atenienses para acudir al socorro de sus aliados y protegerlos con todo su esfuerzo. El daño estuvo en que al pasar allá los atenienses, se dejaron caer de repente sobre ellos los griegos que seguían el partido del rey, de manera que por lo mucho que los apretaban sus enemigos presentes no fue posible auxiliar a los lacedemonios sus aliados. De donde resultó que quedaron aislados los lacedemonios únicamente con los tegeatas, que nunca les dejaban, siendo aquellos 50.000 combatientes, inclusa en ellos su tropa ligera, éstos solamente en número de 3.000. Mas no se mostraban las víctimas faustas y propicias a los lacedemonios, y en el ínterin muchos de ellos eran los que caían muertos, y muchos más los que allí quedaban heridos, pues que defendidos los persas con cierta empalizada hecha con sus escudos, no cesaban de arrojar sobre ellos tal tempestad de saetas, que por una parte viendo Pausanias a los suyos muy maltratados con tanta descarga, y no pudiendo por otra cerrar ellos con el enemigo, por no serles todavía favorables los sacrificios, volvió los ojos y las manos al Hereo de Platea, suplicando a la diosa Juno que no le abandonara en tan apretado trance, ni permitiera se malograsen sus mejores esperanzas.
LXII. Entretanto que invocaba Pausanias el auxilio de la diosa, los primeros de todos en dirigirse contra los bárbaros son los soldados de Tegea, y acabada la súplica de Pausanias, empiezan luego a ser de buen agüero las víctimas de los lacedemonios. Un momento después embisten éstos corriendo contra los persas, que les aguardan a pie firme dejando sus ballestas. Peleábase al principio cerca del parapeto de los escudos atrincherados; pero rota luego, y pisada esta barrera, ármase luego en las cercanías del templo de Céres el más vivo y porfiado combate del mundo, en que no sólo se llegó al arma corta, sino también al ímpetu inmediato y choque de los escudos. Los bárbaros, con un coraje y valor igual al de los lacedemonios, agarrando las lanzas del enemigo las rompían con las manos; pero tenían la desventaja de combatir a cuerpo descubierto, de que les faltaba la disciplina, de no tener experiencia de aquella pelea, y de no ser semejantes a sus enemigos en la destreza y manejo de las armas: así que, por mas que acometían animosos, ora cada cuál por sí, ora unidos en pelotones de diez y de más hombres, como iban mal armados, quedaban maltrechos y traspasados con las picas, y caían a los pies de los espartanos.
LXIII. Mas por el lado en que andaba Mardonio montado en un caballo blanco, y rodeado de un cuerpo de mil persas, tropa la más brillante y escogida de todo su ejército, por allí realmente era por donde con más viveza y brío se cargaba al enemigo. Y en efecto, todo el tiempo en que, vivo Mardonio, animaba a los suyos, no sólo hacían rostro los persas, sino que rebatían de tal modo al enemigo, que daban en tierra con muchos de los lacedemonios. Pero muerto una vez Mardonio, muerta también la gente más brava que a su lado tenía, empezaron los otros persas luego a volver el pie atrás, a dar las espaldas al enemigo, y ceder el campo a los lacedemonios. Lo que más incomodaba a los persas y les obligaba casi a retirarse, era su mismo vestido, sin ninguna armadura defensiva, habiendo de contribuir a pecho descubierto, con unos hoplitas o coraceros armados de punta en blanco.
LXIV. Allí fue, pues, donde los espartanos, conforme a la predicción del oráculo, vengaron en Mardonio la muerte de su Leonidas; entonces asimismo fue cuando alcanzó la mayor y más gloriosa victoria de cuantas tengo noticia el general Pausanias, hijo de Cleombroto y nieto de Anaxandrides, de cuyos antepasados, los mismos que los de Leonidas, hice antes mención, expresándolos por su mismo nombre. El que en el choque acabó con Mardonio fue el guerrero Aimnesto, varón célebre y de mucho crédito en Esparta, el mismo que algún tiempo después de la guerra con los medos, capitaneando a 300 soldados, entró en batalla con todos los Mesenios, a quienes Esparta había declarado por enemigos, en la cual quedó muerto en el campo con toda su gente cerca de Esteniclero.
LXV. Deshechos ya los persas en Platea y obligados a la fuga por los lacedemonios, iban escapándose sin orden alguno hacia sus reales, y al fuerte que en la comarca de Tebas habían levantado con sus empalizadas y muros de madera. No acabo de admirar una particularidad extraña: de que habiéndose dado la batalla cerca del bosque sagrado de Céres, no se vio entrar persa alguno en aquel religioso recinto, ni menos morir cerca del templo, sino que todos se veían muertos en lugar profano. Estoy por decir, si es que algo se me permite acerca de los secretos juicios de los dioses, que la diosa misma no quiso dar acogida a unos impíos que habían reducido a cenizas aquel su Anactoro y templo principal de Eleusina.
LXVI. Tal fue, en suma, el resultado de aquella acción y batalla: respecto de Artabazo, hijo de Farnaces, no habiendo aprobado ya desde el principio la resolución tomada por el rey de dejar en la Grecia al general Mardonio, y habiendo últimamente disuadido el combate con muchas razones, bien que sin fruto alguno, quiso en este lance tomar aparte por sí sus medidas. Mal satisfecho de la actual conducta de Mardonio, en el momento en que iba a darse la batalla, de cuyo fatal éxito no dudaba, ordenó el trozo de ejército por él mandado (y mandaba una división nada pequeña, de 40.000 soldados), y luego de ordenado, se disponía sin duda con él al combate, habiendo mandado a su gente que todos a una le siguieran, adonde viesen que les condujera, con la misma diligencia y presteza que en él observaran. Así que hubo dado estas órdenes, marchó al frente de los suyos, como quien iba a entrar en batalla, y habiéndose adelantado un poco vio que rotos ya los persas se escapaban huyendo del combate. Y entonces Artabazo, sin conservar por más tiempo el orden en que conducía formada su gente, emprendió la fuga a carrera abierta, no hacia el castillo y fuerte de madera, no hacia los muros de Tebas, sino que en derechura tornó la vereda por la Fócide, queriendo llegar con la mayor brevedad que posible lo fuera al Helesponto: así marchaba con los suyos Artabazo.
LXVII. Volviendo a los griegos del partido del bárbaro, aunque los más sólo peleaban por mera ficción, los beocios por bastante tiempo se empeñaron muy de veras en la acción emprendida con los de Atenas, y los tebanos especialmente, siendo medos de corazón, tomábanlo muy a pechos, no peleando descuidada y flojamente, sino con tanto brío y ardor, que 300 de los más principales y esforzados quedaron allí muertos por los atenienses. Pero los demás, rotos al cabo y destrozados, entregáronse a la fuga, no hacia donde huían tanto los persas como las otras brigadas de su ejército que ni habían tomado parte en la batalla ni hecho en ella acción de importancia, sino en derechura hacia la plaza de Tebas.
LXVIII. Cuando reflexiono en lo acaecido, es cosa para mí evidente que la fuerza toda de los bárbaros dependía únicamente del cuerpo de los persas, pues advierto que las demás brigadas, aun antes de cerrar con el enemigo, apenas vieron a los persas rotos y fugitivos, también ellas al momento se entregaron a la fuga. Huían todos a un tiempo como decía, menos la caballería enemiga y en especial la beocia, pues ésta entretanto servía mucho a los bárbaros, a quienes en la fuga amparaba y cubría, apartando de ellos al enemigo, de quien nunca se alejaba. Vencedores ya los griegos, iban con brío siguiendo y matando a la gente de Jerjes.
LXIX. En medio de esta derrota y terror de los vencidos, llega a las tropas griegas, que atrincheradas cerca del Hereo no se habían hallado en la acción, la feliz nueva de que acababa de darse una batalla decisiva, con una entera victoria obtenida por la gente de Pausanias. Habida esta noticia, salen los cuerpos de su campo, pero todos en tropel y sin orden de batalla. Los corintios tomaron la marcha por las raíces del Citerón, siguiendo entre los cerros por el camino de arriba, que va derecho al templo de Céres; pero los megarenses y los de Fliunte echaron por el campo abierto, por donde era más llano el camino. Lo que sucedió fue, que viendo la caballería de los tebanos cerca ya de los enemigos a entrambos cuerpos de megarenses y fliasios, que caminaban aprisa y de tropel, el general de ella, Asopodoro, hijo de Timandro, cargó de repente contra ellos, y dejó en su primer ímpetu tendidos a 600, obligando a todos los demás a refugiarse en el Citerón, acosados del enemigo. De esta suerte acabaron sin gloria, portándose cobardemente.
LXX. Los persas, con la demás turba del ejército, refugiados ya en el fuerte de madera, se dieron mucha prisa en subirse a las torres y almenas antes de que llegasen allá los lacedemonios, y subidos procuraron fortificar y guarnecer lo mejor que pudieron sus trincheras y baluartes. Llegan después los lacedemonios, y emprenden con todo empeño el ataque del fuerte; pero hasta que llegaron los atenienses en su ayuda, los persas rebatían el asalto, de modo que los lacedemonios, no acostumbrados a sitios ni toma de plazas, llevaban la peor parte en la acción. Venidos ya los atenienses, dióse el asalto con mayor empeño y ardor, y si bien no duró poco tiempo la resistencia del enemigo, por fin ellos con su valor y constancia asaltaron el fuerte, y subidos en él y arruinando las trincheras abrieron paso a los griegos. Los primeros que por la brecha penetraron en los reales fueron los de Tegea, los que acudieron luego a saquear el pabellón de Mardonio, de donde entre otros muchos despojos sacaron aquel pesebre todo de bronce que allí tenía para sus caballos, pieza realmente digna de verse. Este pesebre fue posteriormente dedicado por los tegeanos en el templo de Minerva Atea, si bien todo lo demás que en dicha tienda había lo reservaron para el botín común de los griegos. Abierta una vez la brecha y derribado el fuerte, no volvieron ya a rehacerse ni formarse en escuadrón los bárbaros, entre quienes nadie se acordó de vender cara su vida. Aturdidos allí todos y como fuera de sí, viéndose tantos millares de hombres encerrados como en un corral de madera o en un estrecho matadero, no pensaban en defenderse, y se dejaban matar por los griegos con tanta impunidad, que de 300.000 hombres, a excepción de los 40.000 con quienes huía Artabazo, no llegaron a 3.000 los que escaparon con vida. Los muertos en el ejército griego fueron: entre los lacedemonios 91 espartanos, 16 entre los tegeanos y 52 entre los atenienses.
LXXI. Por lo que mira a los bárbaros, los que mejor se portaron aquel día fueron: en la infantería los persas, los sacas en la caballería, y Mardonio entre todos los combatientes. Entre los griegos, por más prodigios de valor que hicieron los atenienses y los tegeanos, con todo, se llevaron la merecida palma los lacedemonios. No tengo de ello ni quiero más prueba que la que voy a dar: bien veo que todos los griegos mencionados vencieron a los enemigos que delante se les pusieron; pero noto que haciendo frente a los lacedemonios lo más robusto y florido del ejército enemigo, ellos sin embargo lo postraron en el suelo. De todos los lacedemonios, el que en mi concepto hizo mayores prodigios de valor fue Aristodemo, aquel, digo, que por haber vuelto vivo de Termópilas incurrió en la censura y nota pública de infamia; después del cual merecieron el segundo lugar en bravura y esfuerzo Posidonio y Filoción y el espartano Amonfareto. Verdad es que hablando en un corrillo ciertos espartanos sobre cuál de éstos que acabo de mencionar se había portado mejor en la batalla, fueron de sentir que Aristodemo, arrastrado a la muerte para borrar la infamia de cobarde con que se veía notado; al hacer allí proezas y prodigios de valor, no obró en ello sino como un valentón temerario que ni podía ni quería contenerse en su puesto, mientras que Posidonio, sin estar reñido con su misma vida, se había portado como un héroe; motivo por el cual debía ser éste tenido por mejor y más valiente guerrero que Aristodemo. Pero mucho temo que el voto del corrillo no iba libre de envidia. Lo cierto es que todos los que mencioné que habían muerto en la batalla fueron honrados públicamente por el estado, no habiéndolo sido Aristodemo a causa de haber combatido por desesperación, queriendo borrar la infamia con su misma sangre.
LXXII. Estos fueron los campeones más nombrados de Platea. No encuentro entre ellos a Calícrates, el más valiente y robusto sujeto de cuantos, no digo lacedemonios, sino también griegos, concurrieron a la jornada de Platea; y la razón de no contarlo es por haber muerto fuera del combate, pues al tiempo que Pausanias se disponía con los sacrificios a la pelea, Calícrates sentado sobre sus armas fue herido en el costado con una saeta. Retirado, pues, de las filas, durante la acción de los lacedemonios, mostraba con cuánto pesar moría de aquella herida; y hablando con Arimnesto, natural de Platea, decía que no sentía morir por la libertad de la Grecia, que sí sentía morir sin haber dado antes a la Grecia prueba alguna de lo mucho que en tan apretado lance deseaba servirla.
LXXIII. Entre los atenienses, el más bravo, según se dice, fue Sófanes, hijo de Eutíquides, natural de Decelea. Mencionaré aquí de paso un suceso que los atenienses cuentan haber acaecido en cierta ocasión a los deceleenses, y que les fue de gran provecho, pues como en tiempos muy anteriores hubieran los Tindaridas invadido el Ática con mucha gente, con la pretensión de recobrar a Helena, obligaban a los pueblos con esta ocasión a desamparar de miedo sus casas y moradas por no saber ellos de fijo el lugar donde había sido depositada. Viendo, pues, entonces los deceleenses, o como dicen otros, el mismo Deceleo, lo acaecido, irritados contra Teseo, autor de aquel inicuo rapto, y compadecidos del daño que resultaba a todo el país de los atenienses, dieron cuenta a los Tindaridas de todo el suceso, conduciéndolos hasta Afidnas, lugar que les entregó cierto natural de aquella aldea llamado Títaco. En premio y recompensa de este servicio, concedióse entonces a los naturales de Decelea, y al presente aun se les conserva, la inmunidad de tributo en Esparta y la presidencia en el asiento; de manera, que en la guerra sucedida muchos años después entre los de Atenas y los del Peloponeso, a pesar de que los lacedemonios talaban toda el Ática, nunca tocaron a Decelea.
LXXIV. De este Sófanes, natural del referido pueblo de Decelea, el más sobresaliente en la batalla entre los atenienses, se cuenta, bien que de dos maneras, una singular particularidad. Dicen de él los unos, que, con una cadena de bronce llevaba una áncora de hierro pendiente de su tahalí puesto sobre el peto, la cual solía echar al suelo al tiempo de ir a cerrar con su contrario, para que afianzado con ella, no pudieran moverle ni sacarle de su puesto los enemigos, por más que lo apretaran de recio, pero que una vez desordenados y rotos sus adversarios, volviendo a levantar y recobrar su ancla, les seguía los alcances. Cuéntanlo otros de un modo diferente, diciendo que llevaba sí una áncora, pero no de hierro, ni colgada de su peto con una cadena de bronce, sino remedada en el escudo, como una insignia, y que nunca cesaba de voltear y revolver el escudo.
LXXV. Del mismo Sófanes se refiere otro hecho famoso: que en el sitio puesto por los atenienses a Egina mató en un desafío al argivo Euribato, atleta célebre, que había sido declarado vencedor en el Pentatlo, o en los cinco juegos olímpicos. Pero algún tiempo después, hallándose nuestro Sófanes como general entre los atenienses en compañía de Leargo, hijo de Glaucon, tuvo la desgracia de morir en Dato a manos de los Edonos, habiéndose portado como buen militar en la guerra que a estos pueblos se hacía por razón de las minas de oro que poseían.
LXXVI. Rotos ya y postrados los bárbaros en Platea, se pasó y presentó a los griegos una célebre desertora. Era la concubina de un persa principal llamado Farandates, hijo de Teaspis, la que viendo vencidos a los persas y victoriosos a los griegos, ataviada así ella como sus doncellas con muchos adornos de oro, y vestida de la más bella gala que allí tenía, bajó de su harmamaxa, y se dirigió a los lacedemonios, todavía ocupados en el degüello de los bárbaros. Al llegar a los griegos, viendo a uno de ellos que entendía en todo y daba órdenes para lo que se hacía, conoció luego que aquel sería Pausanias, de cuyo nombre y patria por haberlo oído muchas veces venía bien instruida. Echóse luego a sus pies, y teniéndole cogido de las rodillas, hablóle en estos términos. —«Señor y rey de Esparta, tened la bondad de sacar por los dioses a esta infeliz suplicante del cautiverio y esclavitud en que me veo, gracia con que acabaréis de coronar en mí ese otro grande beneficio de que me confieso ya deudora a vuestro imperio, viendo que habéis acabado con unos impíos que ni respetan a los dioses ni temen a los héroes. Yo, señor, soy una mujer natural de Coo, hija de Hegetórides y nieta de Antágoras; por fuerza me sacó de casa un persa, y por fuerza me ha retenido por su concubina. —Concedida tienes, mujer, la gracia que me pides, respondióle Pausanias, especialmente siendo verdad, como tú dices, que eres hija del Coo Hegetórides, uno de mis huéspedes, y el que yo más estimo de cuantos tengo por aquellos países.» Nada más le dijo por entonces, encargándola al cuidado de los Eforos que allí estaban; pero la envió después a Egina, donde ella misma dijo que gustaría ir.
LXXVII. No bien se separó de aquel lugar la desertora, cuando las tropas de Mantinea, concluida ya la acción, se presentaron en el campo; y en prueba de lo mucho que sentían su negligencia, confesábanse ellos mismos merecedores de un buen castigo, que no dejarían de imponerse. Informados, pues, de que los medos a quienes capitaneaba Artabazo se habían librado entregándose a la fuga, a pesar de los lacedemonios, que no convenían en que se les diese caza, fueron con todo persiguiéndoles hasta la Tesalia; y vueltos a su patria los mismos mantineos, echaron de ella a sus caudillos, condenándolos al destierro. Después de ellos, llegaron al mismo campo los soldados de Elea, quienes, muy apesadumbrados por su descuido, enviaron asimismo desterrados a sus comandantes, una vez regresados de la expedición a su patria: y esto es cuanto sucedió con los de Mantinea y con los Eleos.
LXXVIII. Había en Platea entre los soldados de Egina un tal Lampón, hijo de Pites, uno de los principales de su ciudad; el cual, concebido un designio singularmente impío, se dirigió a Pausanias, y llegando a su presencia como para tratar un muy grave negocio, hablóle así: —«Alégrome mucho de que vos, oh hijo de Cleombroto, hayáis llevado a cabo la más excelente hazaña del orbe, así por lo grande, como por lo glorioso de ella. Gracias a los dioses que habiéndoos escogido por libertador de la Grecia, han querido que fuerais el general más ilustre de cuantos hasta aquí se vieron. Me tomaré con todo la licencia de preveniros que falta algo todavía a vuestra empresa. Haciendo lo que os propondré, elevaréis al más alto punto vuestra gloria, y serviréis tanto a la Grecia, que con ello lograréis que en el porvenir no se atreva a ella bárbaro alguno con semejante insolencia y desvergüenza. Bien sabéis cómo allá en Termópilas, ese Mardonio y aquel otro Jerjes pusieron en un palo a Leonidas, cortando la cabeza a su cadáver. Si vos ahora volviereis, pues, el pago al difunto Mardonio, lograréis sin duda que todos vuestros espartanos y aun los demás griegos todos os colmen de los mayores elogios; pues empalado por vos Mardonio, quedará bien vengado vuestro tío Leonidas.» De esta suerte pensaba Lampón con lo que decía lisonjear y dar gusto a Pausanias; pero éste le respondió en la siguiente forma:
LXXIX. «Mucho estimo, caro egineta, tu buena voluntad y ese cuidado que te tomas de mis asuntos, si bien debo decirte que tu consejo no es el más cuerdo ni atinado. Por la acción que acabo de cumplir, a mí y a mi patria nos ensalzas hasta las nubes, y con tu aviso nos abates tú mismo a la mayor ruindad, queriendo nos ensangrentemos contra los muertos, pretextando que así lograría yo mayor aplauso entre los griegos con una determinación que más conviene con la ferocidad de los bárbaros que con la humanidad de los propios griegos, que abominarían en ellos semejantes desafueros. Yo te protesto que a tal precio ni quiero los aplausos de tus eginetas ni de los que como tú y como ellos piensan, contento y satisfecho con agradar a mis espartanos, haciendo lo que la razón me dicta y hablando en todo según ella me sugiere. Por lo que a Leonidas mira, ¿te parece, hombre, que así él como los que con él murieron gloriosamente en Termópilas, están ya poco vengados y satisfechos con tanta víctima como acabo yo de sacrificarles en esta matanza de tales y tan numerosos enemigos? Ahora te advierto que tú con semejantes avisos y sugestiones ni jamás te acerques a mí, ni me hables palabra en todos los días de tu vida; y puedes al presente dar gracias al cielo de que este tu aviso no te cueste bien caro.» Dijo, y el egineta que tal oyó no veía la hora de alejarse de Pausanias.
LXXX. Mandó Pausanias pregonar en el campo que nadie tomase nada del rico botín, dando orden a sus ilotas de que fueran recogiendo en un lugar toda la presa. Distribuidos ellos por los reales del persa, hallaban las tiendas ricamente adornadas con oro y con plata, y en las tiendas sus camas, las unas doradas y plateadas las otras; hallaban las tazas, las botellas, los vasos, todo ello de oro; hallaban asimismo en los carros unos sacos en que se veían vasijas de oro y de plata. Iban los mismos ilotas despojando a los muertos allí tendidos, quitándoles los brazaletes, los collares y los alfanjes, piezas todas de oro, sin hacer caso alguno de los vestidos de varios colores; y valiéndose entretanto de la ocasión, si bien presentaban todo lo que no les era posible ocultar, ocultaban sin embargo cuanto podían, vendiéndolo furtivamente a los eginetas, para quienes esta fue la fuente de sus grandes riquezas, logrando comprar de los ilotas el oro mismo a peso de bronce.
LXXXI. Recogido en un montón todo el inmenso botín, desde luego sacaron aparte la décima, consagrándola a los dioses. De una parte de ella, ofrecida al dios de Delfos, hicieron aquella trípode de oro montada sobre un dragón de bronca de tres cabezas, que está allí cerca del ara; de otra parte, dedicada al dios de Olimpia, levantaron a Júpiter un coloso de bronce, de diez codos de altura; de otra tercera parte, reservada al dios del Istmo, se hizo un Neptuno de bronce, de siete codos. Lo restante de la presa, después de sacada dicha décima, se repartió entre los combatientes, según el mérito y dignidad de las personas, entrando en tal repartimiento las concubinas de los persas, el oro, la plata, las alhajas, los muebles y los bagajes. Por más que no hallo quien exprese con qué premio extraordinario se galardonó a los campeones que más se señalaron en Platea, persuádome con todo de que se les daría su parte privilegiada. Lo cierto es, que para el general Pausanias se escogieron y se le dieron aparte diez porciones de cada ramo del despojo, así en las esclavas como en los caballos, en los talentos de moneda, en los camellos, y del mismo modo en todos los demás géneros del botín.
LXXXII. Entonces corre la fama de que pasó un caso notable: dícese que al huir Jerjes de la Grecia, había dejado su propia recámara para el servicio de Mardonio. Viendo Pausanias aquel magnífico aparato, aquella tan rica repostería de vajilla de oro y plata, aquel pabellón adornado con tantos tapices y colgaduras de diferentes colores, dio orden a los panaderos, reposteros y cocineros persas de prepararle una cena al modo que solían prepararla para Mardonio. Habiendo ellos hecho lo que se les mandaba, dicen que Pasmado entonces Pausanias de ver allí aquellos lechos de oro y plata de tal suerte cubiertos, aquellas mesas de oro y plata asimismo, aquella vajilla y aparato de la cena tan espléndido y brillante, mandó a sus criados que le dispusiesen una cena a la Lacónica, para hacer mofa y escarnio de la prodigalidad persiana. Y como la diferencia de cena a cena fuese infinita, Pausanias con la risa en los labios iba mostrando a los generales griegos llamados al espectáculo una y otra mesa, hablándoles así al mismo tiempo: «Llamaros he querido, ilustres griegos, para que vieseis por vuestros ojos la locura de ese general de los medos, que hecho a vivir con esa profusión y lujo, ha querido venir a despojar a los Lacones, que tan parca y miserablemente nos tratamos.» Así se dice que habló Pausanias a los jefes griegos.
LXXXIII. No obstante de haberse recogido entonces tan grandioso botín, algunos de los de Platea hallaron después en dichos reales bolsas y talegos llenos de oro y plata y de otros objetos preciosos. Cuando aquellos cadáveres estuvieron ya secos y descarnados, al tiempo que los platenses acarreaban sus huesos a un mismo sitio, observóse una cosa bien extraña, cual fue, ver una calavera toda sólida, de un solo hueso y sin costura alguna: ni lo fue menos una quijada allí aparecida, la que en la parte de arriba y la de abajo, aunque presentaba como distintos los dientes y las muelas, eran todos, no obstante, de un solo hueso. También apareció allí un esqueleto de cinco codos.
LXXXIV. El día inmediato después de la batalla es cierto que desapareció el cadáver de Mardonio; pero no puedo señalar individualmente quién lo hizo desaparecer de allí. De varios sujetos, y aun de sujetos de varias naciones, oigo decir que le dieron sepultura, y bien se que fueron diferentes los que recibieron muchos regalos de Artontes, hijo de Mardonio, por haber enterrado a su padre. Pero repito que no he podido con certeza averiguar quién fue puntualmente el que retiró y sepultó aquel cadáver; bien que se dice mucho que ese tal fue Dionisofanes, natural de Éfeso. De este modo fue enterrado Mardonio.
LXXXV. Repartida ya la presa cogida en Platea, acudieron los griegos a dar sepultura a los muertos, cada pueblo de por sí a sus compatricios. Los lacedemonios, abiertas tres tumbas, enterraron en una a los sacerdotes separados de los que no lo habían sido, y en el número de ellos entraron los sacerdotes Posidonio, Filocion, Amonfareto y Calícrates; en la otra sepultaron a todos los demás espartanos; y en la tercera a los ilotas, siendo este mismo el orden de sus sepulturas. Los de Tegea juntaron en un sepulcro a todos sus muertos; los de Atenas en otro aparto cubrieron asimismo a los suyos; y los de Egina y Flimito tomaron igual providencia con sus difuntos, que la caballería beocia había degollado. Así que los sepulcros de dichas ciudades eran en realidad sepulcros llenos de cadáveres, al paso que todos los demás monumentos que en Platea al presente se dejan ver, no son más que unos túmulos vacíos, que erigieron allí, según oigo decir, las otras ciudades griegas, corriéndose de que se dijera no haberse hallado sus respectivas tropas en aquella batalla. Cierto túmulo se muestra allí sin duda que llaman el de los eginetas, del cual oí contar que diez años después de la acción, a instancia de los de Egina, fue levantado por un agente suyo llamado Gleades, hijo de Autodico y natural de Platea.
LXXXVI. Dada a los muertos sepultura, tomaron los griegos en Platea, de común acuerdo, la resolución de llevar las armas contra Tebas para pedir a los tebanos les entregasen los partidarios de los medos, mayormente los caudillos principales de la facción, que eran Limegenides y Atagino; y en caso de que se negasen ellos a la entrega, de no marcharse de allí sin haber tomado dicha plaza a viva fuerza. Once días después de la famosa batalla, presentándose los griegos delante de Tebas, la pusieron sitio y pidieron se les entregasen dichos hombres. Pero viendo que no accedían a ello los tebanos, empezaron a devastarles el país, y apretando más el sitio, asaltaban la plaza con más empeño.
LXXXVII. Desde entonces no cesaban los sitiadores de pasarlo todo a sangre y fuego; de lo cual, movido Limegenides, hizo a sus tebanos este discurso: —«En vista de que esos griegos que ahí nos cercan, caros compatricios, se muestran empeñados en continuar el asedio hasta que tomen por fuerza la ciudad, o que vosotros de grado nos entreguéis y pongáis en sus manos; sabed, que respecto a nosotros, accedemos a librar de tanto daño a la Beocia, e impedir que su territorio sufra más tiempo tantas hostilidades. No más resistencia, paisanos; si ellos para sacar alguna contribución se valen del pretexto de pedir nuestras personas, démosles la suma que pidan tomándola del erario común, puesto que no fuimos nosotros en particular, sino el común de Tebas quien siguió a los medos. Pero si nos sitian queriendo en realidad apoderarse de nuestras personas, gustosos convenimos nosotros en presentarnos a los griegos para debatir con ellos nuestra causa.» Pareció a los tebanos que decía muy bien Limegenides y que hablaba muy al caso, y luego despacharon a Pausanias un heraldo, para participar lo que ellos convenían en entregar los sujetos que les pedía.
LXXXVIII. Ajustado así el negocio por entrambas partes, huyó Atagino secretamente de la ciudad, y sus hijos fueron entregados a Pausanias, quien los puso en libertad, diciendo que aquellos niños ninguna culpa habían tenido en el medismo y parcialidad de su padre. Los otros presos entregados por los tebanos estaban en la persuasión de que lograrían se tratara su causa en consejo de guerra, y que podrían en el juicio de los griegos comprar a fuerza de dinero su absolución y redimir el castigo. Pausanias, que penetraba sus intentos y sospechaba de los griegos que se dejarían sobornar, licenció desde luego las tropas aliadas, y llevando consigo a Corinto los tebanos prisioneros, los mandó allí ajusticiar.
LXXXIX. Lo que hasta aquí llevo dicho, es lo que hubo en Platea y en Tebas. Volviendo ahora a Artabazo, hijo de Farnaces, al llegar a los tesalos huyendo a largas jornadas, recibiéndole éstos con demostraciones y obras de amigo y huésped, preguntábanle acerca de lo restante del ejército, ajenos totalmente de lo que en Platea había sucedido. Artabazo, viendo claramente que si decía la verdad sobre lo ocurrido en la batalla corría manifiesto peligro de perecer allí mismo con toda su división, pues sabida la desgracia y ruina del ejército, claro estaba que todos se levantarían contra él; Artabazo, pues, con esta consideración, no había ya dado antes noticia del caso a los focenses, y entonces habló a los tesalos de esta suerte: «Lo que tan sólo puedo comunicaros, oh ciudadanos, es que paso ahora con esta tropa hacia la Tracia, comisionado para un negocio importante, y por lo urgente de él, marcho con la mayor diligencia y prisa que cabe. El mismo Mardonio, con todo su ejército, siguiendo mis pisadas, está en víspera ya de llegar a vuestros dominios: bien podéis prepararle el alojamiento, esmerándoos para con él en todos los obsequios de la hospitalidad, bien seguros de que en el porvenir no tendréis que arrepentiros de vuestros leales servicios.» Después de hablarles así, continuó con la mayor celeridad sus marchas forzadas por la Tesalia y por la Macedonia, encaminándose directamente hacia la Tracia; y como quien llevaba realmente muchísima prisa, tomó el camino recto atravesando por en medio la región. Llegó al cabo a Bizancio, perdida mucha así a manos de los tracios, quienes al paso iban destrozándola, como al rigor del hambre y la miseria.
XC. El día mismo en que con derrota completa de los persas se peleó en Platea, acaeció a los mismos otro destrozo en Micale, lugar de la Jonia: porque como los griegos, que iban en la armada naval al mando del lacedemonio Leotiquides, estuvieran de fijo apostados en Delos, vinieron a ellos desde Samos unos embajadores, enviados por los de aquella isla, pero a hurto así de los persas como del señor de ella, Teomestor, hijo de Androdamanto, a quien éstos habían dado el señorío de Samos. Los enviados, que eran Lampón, hijo de Trasicles, Atenágoras, de Arquestrátides, y Hegesístrato, de Aristágoras, se presentaron a la junta de los comandantes griegos, a quienes en nombre de todos hizo Hegesístrato un largo y muy limado razonamiento en esta sustancia: —Que los jonios sólo con acercárseles allí los griegos se sublevarían contra los persas, sin que los bárbaros se atrevieran a hacerles frente, y tanto mejor si lo intentaban, pues con esto les pondrían por sí mismos en las manos una presa tan grande, que no sería fácil hallar otra igual. Después de estas razones, acudiendo a las súplicas, rogábales que por los dioses comunes quisieran los griegos librarles de la esclavitud a ellos, también griegos, lo cual les sería facilísimo de lograr, porque las naves de los bárbaros, de suyo muy pesadas, no eran capaces de sostener el combate. Concluían, por fin, que si temían engaño o mala fe en quererles conducir contra el enemigo, prontos estaban allí en acompañarles como rehenes en sus naves.
XCI. Estando en el mayor calor de la súplica el enviado samio, le salió Leotiquides con una pregunta no esperada, y le interrumpió la arenga, ora fuese para procurarse un buen agüero con la respuesta, ora porque así lo ordenase el cielo sin pretenderlo Leotiquides. —«Hombre, le pregunta, ¿cómo te llamas y cuál es tu gracia, amigo samio? Llámome, respondió él, Hegesístrato. —Y yo, replicó luego el lacedemonio, admito ese buen agüero, con que el cielo me convidó, oh caro samio, en ese tu nombre de conductor del ejército. Oblígate tú desde luego a navegar con nosotros y a estipular juntamente con tus compañeros, bajo la fe del juramento, que los samios están prontos a ser nuestros aliados.»
XCII. Concluir estas palabras Leotiquides y empezar aquella empresa, todo fue uno: porque los embajadores samios, interponiendo al instante la solemnidad del juramento, aseguraron que los de Samos entraban en la liga con los griegos, y Leotiquides por su parte se dispuso a la expedición sin pérdida de tiempo, mandando a los demás enviados que diesen la vuelta a su patria, y que se quedase en la armada Hegesístrato, cuyo nombre le había parecido de feliz agüero. Así que los griegos, no detenidos allí más que aquel día, al siguiente se hicieron a la vela, viendo que los sacrificios salían en extremo favorables a su buen harúspice y adivino Deifono, hijo de Evenio y natural de Apolonia, la que está en el seno Jonio.
XCIII. Aconteció a dicho Evenio una rara aventura que voy a referir. En la ciudad de Apolonia hay rebaños consagrados al sol, los cuales de día van paciendo a las orillas de un río que, bajando del monte Lacmon, corre por la comarca de Apolonia y desagua en el mar cerca del puerto Orico: en cuanto a la noche, escógense ciertos hombres, y éstos los más distinguidos de los vecinos por sus haberes y nobleza, para que un año cada uno, guarden aquel ganado, en lo cual se esmeran particularmente por lo mucho que, conforme a cierto oráculo, cuentan con los mencionados rebaños del sol, cuyo aprisco viene a ser una cueva apartada y distante de la ciudad. Sucedió, pues, que Evenio, encargado por su turno de la guarda de aquel ganado, como en tiempo de la vela se quedase dormido, acometiendo unos lobos al hato divino, le mataron unas 60 cabezas. Echólo de ver Evenio; pero selló los labios sin decir palabra a nadie, con ánimo de comprar y reponer otras tantas cabezas de ganado. El dado estuvo en que no pudo ocultarse la cosa de manera que no llegase a oídos de los de Apolonia, quienes llamándole a juicio le condenaron a perder los ojos, por haberse dormido durante su guardia en vez de velar. Apenas le sacaron los ojos, cuando vieron que ni sus ganados les daban nuevas crías, ni las tierras les rendían los mismos frutos que antes; desastres predichos contra ellos en Dodona y en Delfos. En esta calamidad, quisieron saber de aquellos profetas cuál era la culpa que causaba la presente desventura, y se les respondió de parte de los dioses, que por haber privado inicuamente de la vista al guardián del sacro rebaño, Evenio; pues los dioses mismos habían sido quienes echaron contra él aquellos lobos; y que tuvieran bien entendido que no alzarían la mano del castigo vengando a Evenio, si primero no le daban la satisfacción que él mismo quisiera aceptar por la injusticia que con él se había ejecutado; que practicada por los apolonios esta diligencia, iban los dioses a hacer una merced tal y tan grande a Evenio, que por ella muchos serían los hombres que le tuvieran por feliz.
XCIV. Los de Apolonia, en vista de los oráculos, que guardaban muy secretamente, encargaron a ciertos vecinos el negocio de la recompensa debida a Evenio, y los comisionados se valieron del siguiente medio. Estando Evenio sentado en su silla, van a visitarle aquellos hombres; siéntanse a su lado, comienzan a discurrir sobre otros asuntos, y poca a poco hacen recaer la conversación sobre la compasión que aquella su desgracia les causaba. Con este artificio continúan su discurso, y le preguntan qué recompensa aceptaría de los apolonios en caso de que quisieran éstos satisfacerle la injuria. Evenio, que nada había penetrado tocante a la respuesta de los oráculos, respondió: que si le dieran en primer lugar las tierras de unos vecinos, nombrándoles por su propio nombre, que poseían las dos mejores heredades que había en Apolonia, y a más de ellas le hiciesen dueño de una casa que sabía ser la más hermosa de la ciudad, con esto se daría por satisfecho de la injuria recibida, y depondría totalmente el odio e ira contra los autores de su desventura. Habiéndose explicado así Evenio, tomándole la palabra aquellos interlocutores: —«Ahora bien, Evenio, le replicaron, esa misma satisfacción que pides es la que convienen en darte los apolonios por haberte sacado los ojos, conforme se lo ordena el oráculo.» Evenio, informado después por ellos de todo lo sucedido, llevaba muy a despecho la trampa legal con que se le había sorprendido; mas sus paisanos, comprando de sus dueños dichas heredades, le dieron la satisfacción con que antes mostró que estaría contento y satisfecho. Y para mayor dicha, desde aquel punto penetrado Evenio con el don de profecía, por el cual llegó a ser muy celebrado.
XCV. Volviendo, pues, a nuestro propósito, hijo del mencionado Evenio fue Deifono, el que, conducido por los corintios, era adivino en la armada. Acuérdome de haber oído decir a alguno, que habiéndose alzado Deifono con el nombre de hijo de Evenio, de quien no lo era en realidad, se alquiló para vaticinar contra la Grecia.
XCVI. Por lo que mira a los griegos de Delos, al ver que les eran favorables los sacrificios, alzando el ancla se hicieron a la vela para Samos; y llegados a vista de Calamina, lugar de dicha villa, dieron allí fondo cerca del Hereo y se disponían a una batalla naval. Mas los persas, al saber que llegaban los griegos, salieron para el continente con el resto de la armada que les quedaba, dando al mismo tiempo permiso a la escuadra fenicia para restituirse a su patria. Nacía esto de que en sus asambleas habían resuelto dos cosas: una el no entrar en combate con las naves griegas, por parecerles que no eran proporcionadas sus fuerzas navales; la otra el refugiarse al continente con la mira de estar allí cubiertos y sostenidos por el ejército de tierra, que se hallaba en Micale; porque es de saber que por orden de Jerjes habían sido dejados allí 60.000 hombres, que sirvieran de guarnición en la Jonia, bajo el mando del general Tigranes, el más sobresaliente de todos los persas en el talle y gallardía de su persona. Hacia dicho ejército, pues, habían determinado retirarse los jefes de la armada naval, sacadas a tierra sus naves, defendidas allí con buenas trincheras, que les sirvieran a ellas de baluarte y a ellos de refugio y retirada contra el enemigo.
XCVII. Hechos, pues, a la vela con esta resolución, llegaron los persas cerca del templo de las Potnias, entre Geson y Scolopoente, lugares de Micale, en cuyas vecindades erigió aquel templo, en honor de Céres Eleusina, Filistio, hijo de Pasicles, cuando pasó a la fundación de Mileto en compañía de Niles, hijo de Codro. Habiendo, pues, aportado a este sitio, sacaron a tierra sus naves y las encerraron dentro de un vallado que formaron con piedra y fagina, y con los troncos de los árboles frutales cortados en aquellas cercanías, alzando a más de esto alrededor de la valla una fuerte estacada. Tales eran los pertrechos con que se disponían, así para resistir sitiados, como para vencer salidos de sus trincheras, pues así pensaban poder pelear con distintas posiciones.
XCVIII. Al saber los griegos que los bárbaros habían pasado el continente, fue mucha la pena que sintieron de que le les hubiesen escapado, ni acababan de resolver consigo si volverían atrás o se adelantarían hasta el Helesponto; pero al fin parecióles bien no hacer uno ni otro, sino darse a la vela para el continente. Con esto, prevenidos de escalas y de los demás pertrechos para una batalla naval, salen para Micale. Cuando estuvieron cerca ya del campamento de las naves enemigas, viendo que nadie las botaba al agua para salirles al encuentro, y antes bien todas se quedaban encerradas dentro del vallado, observando al mismo tiempo que mucha tropa de tierra estaba apostada por toda aquella playa, lo primero que hizo entonces Leotiquides fue ir pasando por delante del enemigo, costeando en su nave la tierra lo más cerca posible, y hacer que su pregonero hablase en estos términos a los jonios: —«Amigos jonios, cuantos estáis al alcance de mi voz, estad todos atentos a lo que voy a deciros, pues bien veis que nada penetrarán los persas de lo que preveniros quiero. Encárgoos, pues, que al cerrar nosotros con el enemigo tengáis presente vuestra libertad y la de todos los griegos; esto sea lo primero: lo segundo, os prevengo que no os olvidéis del nombre y seña de Hebe. Vosotros los que me oís, haced que sepan esto los que no me oyen.» Este artificio de Leotiquides entrañaba la misma malicia que aquel hecho de Temístocles en Artemisio, porque una de dos cosas debía resultar de allí: o bien atraer a los jonios a su partido, en caso que el aviso se ocultara a los persas; o si no, poner a éstos de mala fe para con aquellos, si llegaba el trato a noticia de los bárbaros.
XCIX. Después de esta prevención de Leotiquides, lo segundo que hicieron allí los griegos fue arribar a la playa, saltar a tierra y formarse luego en orden de batalla. Cuando los persas vieron en tierra a los griegos dispuestos al combate, informados al mismo tiempo del soborno intentado con los jonios, tomaron desde luego sus medidas y precauciones. La primera de ellas fue desarmar a los samios, de quienes se recelaban como de partidarios de los griegos. Procedía el motivo de tal sospecha de ver que los samios habían rescatado a todos los atenienses que, dejados antes en el Ática y cogidos allí por la gente de Jerjes, habían sido traídos a Samos, y que no contentos con esto los samios, los habían remitido a Atenas bien provistos de víveres; motivo por el cual habían dado no poco que sospechar a los persas, redimiendo hasta quinientas personas enemigas de Jerjes. La segunda precaución tomáronla los persas mandando a los Milesios que ocupasen aquellos desfiladeros que llevan hasta la cumbre de Micale, con el pretexto de ser la gente más perita en aquellos pasos; pero con la verdadera mira de hacer que no se hallasen mezclados en su ejército. Por estos medios procuraron prevenirse los persas contra aquellos jonios de quienes recelaban que no dejarían pasar la ocasión, si alguna se les ofrecía, de intentar una novedad. Hecho esto, fueron atrincherándose detrás de sus gerras o parapeto de mimbres para entrar en acción.
C. Una vez formados los griegos en sus filas, parten sin dilación hacia el enemigo, al tiempo mismo de ir al choque, y vuela por todo el campo ligera la fama con una fausta nueva, y deja verse de repente en la orilla del mar una vara levantada a manera de caduceo. La buena noticia volaba diciendo que los griegos en Beocia habían vencido al ejército de Mardonio. Ello es así, que los dioses con varios indicios suelen hacer patentes los prodigios de que son autores, como se vio entonces, pues queriendo ellos que el destrozo de los bárbaros en Micale coincidiese en un mismo día con el ya padecido en Platea, hicieron que la fama de éste llegase en tal coyuntura, que animase mucho más y llenara de valor a los griegos para el nuevo peligro, como en efecto sucedió.
CI. Otra particularidad observo en este caso, y es que las dos batallas de que hablo, se dieron en las vecindades de los templos de Céres Eleusina, pues según llevo ya notado, la batalla en Platea se trabó junto a aquel templo, y la que en Micale iba a emprenderse había de darse cerca de otro que allí había. Y en efecto, concordaba con la verdad del hecho la fama que allí corrió acerca de la victoria de Pausanias y de sus griegos, habiendo sucedido bien de mañana la batalla de Platea, y la de Micale por la tarde de aquel mismo día. Ni tardó de cierto a saberse la nueva, pues dentro de pocos días se vio clara y evidentemente que las dos acciones sucedieron en un mismo mes y día. Lo cierto es que los griegos de Micale, antes de que volando les viniese la fama como para ganar las albricias, estaban muy temerosos y solícitos, no tanto por su propia causa como por la común de los demás griegos, siempre con el temor de que cayese al cabo la Grecia toda en las manos de Mardonio; pero llegada la fausta nueva, iban al combate con nuevos ánimos y mayor brío. Ni es de extrañar que así los griegos como los bárbaros mostraran prisa e interés en una contienda cuyo galardón había de ser en breve el dominio de las islas y del Helesponto.
CII. Iban, pues, los atenienses avanzando por la playa y por la llanura vecina, con los aliados que se habían formado a su lado, componiendo como la mitad de la tropa; y los lacedemonios con las demás tropas ordenadas en el suyo caminaban por unos pasos ásperos y montañosos. En tanto que venían éstos dando la vuelta, ya el cuerpo de los atenienses en su ala había cerrado con el enemigo. Los persas, defendiéndose con ardor mientras duró en pie el parapeto de sus gerras, en nada llevaban la peor parte del combate; pero después que el ala de los atenienses y de los aliados unidos, exhortándose unos a otros para hacer suya la victoria sin dejarla a los lacedemonios, redobló el ataque con nuevo brío y esfuerzo, empezó luego a mudar de semblante la acción, rompiendo con ímpetu el parapeto, y dejándose caer escuadronados y unidos sobre los persas, quienes recibiéndolos a pie firme y haciendo por bastante tiempo una vigorosa resistencia, se refugiaron al cabo a sus trincheras. Viéndolos huir, los atenienses, los corintios, los sicionios y los trecenios, pues estas eran las tropas reunidas en aquella ala, cada cual por su orden, cargándoles de cerca en la huida, lograron entrar con ellos dentro de sus reales. Al ver los bárbaros forzado su campo, no se acordaron ya de hacer más resistencia, y se entregaron a la fuga, exceptuados los persas propios, quienes, bien que reducidos a un pequeño número, resistían valerosamente a los griegos, por más que no cesasen éstos de subir por las trincheras. Dos generales persas hubieron de salvar la vida huyendo, y dos la perdieron allí peleando: huyeron los comandantes de las tropas marinas Artaintes e Itamitres; murieron con las armas en la mano Mardontes y Tigranes, que era general del ejército de tierra.
CIII. Duraba todavía la resistencia que hacían los persas, cuando llegó un cuerpo de los lacedemonios y demás aliados, que ayudó a acabar con todos los enemigos. No fueron pocos los griegos que murieron en la acción, entre quienes se contaron muchos sicionios; con su jefe Perilao. Por lo que mira a los samios alistados en aquel ejército medo y desarmados en el campo, apenas vieron al principiar el combate varia y fluctuante la victoria, hicieron cuanto les fue posible por su parte para ayudar a los griegos, y siguiendo los demás jonios el ejemplo que empezaban a darles los samios, sublevados también, volvieron sus armas contra los bárbaros.
CIV. Habían los persas, como dije antes, apostado en los desfiladeros y sendas del monte a los Milesios, con orden de guardarles aquellos pasos con el objeto de que en caso de tener mal éxito la acción, como en efecto tuvo, sirviéndoles de guías los Milesios, les condujesen salvos a las eminencias de Micale, pues a este fin, no menos que con el de precaver que no intentasen novedad alguna incorporados en el ejército, les habían destacado allí los persas. Pero los Milesios obraban en todo al revés de lo que se había ordenado, pues no sólo guiaban por las sendas que iban a dar con el enemigo a los que pretendían huir por la parte opuesta, sino que al fin fueron ellos mismos los que mayor carnicería hicieron en los bárbaros. De este modo se levantó de nuevo la Jonia contra el persa.
CV. En esta batalla, los griegos que mejor se portaron fueron los atenienses, y entre éstos se distinguió más que otro alguno un atleta célebre en el pancracio, llamado Hermolico, hijo de Eulino. Este mismo campeón, en la guerra que después se hicieron entre sí atenienses y caristios, tuvo la desgracia de morir peleando en Cirno, lugar del territorio Caristio, y fue sepultado en Genesto. Después de los atenienses merecieron mucho aplauso los corintios, los trecenios y los sicionios.
CVI. Luego que los griegos hubieron acabado con casi todos aquellos bárbaros, muertos unos en la batalla y otros en la fuga, trasladaron a la playa los despojos, entre los cuales no dejaron de hallar bastantes tesoros, y luego pegaron fuego a las naves, juntamente trincheras, y reducidas a ceniza trincheras y naves, hiciéronse a la vela. Vueltos ya a Samos, entraron en consejo los griegos acerca de la trasplantación de las ciudades jonias, deliberando si sería oportuno dejar despoblada la Jonia al arbitrio de los bárbaros, y en tal caso en qué regiones de la Grecia, que fuesen de su dominio, sería conveniente dar asiento a los jonios. Movíales a esto el ver por una parte que era imposible a los griegos el proteger de continuo a los jonios con una guarnición fija, y por otra el considerar que los jonios, no estando protegidos continuamente por un destacamento, no podrían lisonjearse de no pagar bien cara la sublevación contra los persas. Eran, pues, de parecer en la consulta los principales entre los peloponesios, que convenía desocupar los emporios de aquellos griegos que habían seguido al medo, y darlos con sus territorios a los jonios para su habitación. Mas parecíales a los atenienses que de ningún modo convenía desamparar la Jonia con semejante deserción, y que no tocaba a los del Peloponeso disponer de los colonos propios de Atenas; ni los Peloponosios mostraron dificultad en ceder a este voto contrario. Dejado este punto, entraron a concluir un tratado de alianza con los samios, con los de Quío, con los lesbios y con los demás isleños que seguían las banderas griegas, obligándose con la fe mutua de un solemne juramento a que firmes en la confederación mantendrían lo prometido. Concluido ya el tratado, y creídos de que hallarían todavía formado el puente de barcas, hiciéronse a la vela para romperlo.
CVII. Seguían, pues, los griegos el rumbo del Helesponto; pero los bárbaros que habían podido refugiarse en las alturas de Micale, bien que pocos fueron los que en ellas se salvaron, daban entretanto la vuelta hacia Sardes. Sucedió en el camino, que el príncipe Masistes, hijo de Darío, que se había hallado presente a la completa derrota del ejército, empezó a cargar de oprobios al general Atraintes, y entre otras injurias le echó en rostro que era más ruin y cobarde que una mujer, no obstante sus insignias y supremo mando; que no había para él castigo bastante digno del daño que a la real casa acababa de hacer. Y es de notar que entre los persas, tratarlo a uno de mujer, se tiene por la mayor de las infamias. Atraintes, que tal nube de baldones y oprobios se vio encima, no pudiendo sufrirlo en paciencia, echa mano al alfanje medo en ademán de descargar un golpe mortal contra Masistes. En el acto de acometer, velo Xenágoras, hijo de Proxilao, natural de Alicarnaso, y ganándole la acción por las espaldas, le agarra de la cintura y lo tira de cabeza en el suelo, dando lugar a que acudieran entretanto los alabarderos de Masistes. En recompensa de esta acción, con la cual ganó Xenágoras la gracia de Masistes, juntamente con la de Jerjes, a cuyo hermano salvó la vida, le dio el rey el mando de toda la Cilicia. Fuera de este hecho, nada de consideración sucedió en todo aquel viaje hasta Sardes. Hallábase entonces el rey en Sardes, donde se había mantenido desde que llegó allí huyendo de Atenas, perdida la batalla naval de Salamina.
CVIII. Manteniéndose allí Jerjes, hallábase sumamente prendado del amor que había concebido hacia la esposa de Masistes, la cual en aquella sazón se hallaba asimismo en Sardes. Viendo, pues, el rey que no podía buenamente atraerla a sus deseos, por más que la requebrase, y no queriendo rendirla a su pasión por medios violentos en atención y respeto a su hermano Masistes, cuya consideración alentaba la resistencia de la mujer, bien persuadida de que no usaría con ella de la fuerza, entonces fue cuando no hallando camino alguno para lograr su intento, se valió de este artificio: Manda casarse a un hijo suyo, llamado Darío, con una princesa hija de Masistes y de la dama de quien estaba Jerjes enamorado, creyendo que así le sería fácil llevar a cabo sus designios. hecho el ajuste y celebradas con solemne pompa las bodas, pasa Jerjes a Susa, en donde llama a su palacio a la princesa novia, para que en él viva con su hijo Darío. Mudó entonces de objeto el amor, y en vez de la madre empezó Jerjes a requebrar a la hija, dejando de querer a la esposa de Masistes su hermano, por querer sobrado a la de Darío su hijo, a la princesa Artainta, que tal era su nombre.
CIX. Andando el tiempo, vino por fin a descubrirse el incesto. Amestris, la reina o esposa principal de Jerjes, quiso regalarle un manto real que había ella misma tejido de varios colores, pieza magnífica y digna de verse. Ufano Jerjes con su nuevo manto, se presenta vestido con él a su Artainta, y contento de la buena acogida que ella le hizo, dícele que le pida la merced que quisiere, cierta de que en atención a sus obsequios nada le negará de cuanto le pida. Dispone la suerte adversa, que preparaba una gran catástrofe a toda aquella familia, que Artainta le replique con esta pregunta: —«¿De veras, señor? ¿puedo contar absolutamente con vuestra promesa?» Jerjes, que nada preveía menos, como objeto de esta petición, que lo que ella pensaba pedirle, confirmó su promesa con un juramento. Con esto Artainta se abalanza atrevida y le pide aquel manto, entonces Jerjes no hacía sino buscar excusas, no por otro fin sino porque Amestris, recelosa ya anteriormente de aquel trato, no averiguase claramente lo que pasaba. Entonces era el darle ciudades, el darle montes de oro, el entregar a su único mando un ejército, siendo entre los persas muy singular favor el ceder a uno dicho mando. Pero todo en vano; ella instaba por su manto, y Jerjes se lo dio al cabo; y sumamente alegre y engreída con aquella gala, púsosela luego, haciendo ostentación de ella.
CX. Llega a oídos de Amestris que su manto paraba en, poder de la otra; infórmase de lo que había pasado, y convierte su odio y encono no contra la joven Artainta, sino contra su madre, persuadiéndose de que la culpa estaba en la madre encubridora y autora de lo que hacía la hija; y deseosa de vengarse, comienza a maquinar la muerte a la esposa de Masistes. A este fin espera a que llegue el solemne día en que el rey, su marido, debía dar un convite regio, que una vez al año acostumbraba a celebrarse en el día de cumpleaños del monarca, día en que éste se adorna y corona la cabeza y hace regalos a los persas. En idioma persa llámase este convite Ticta, y en griego la corresponde Teleya, convite perfecto o grande. Llegado, pues, el día de cumpleaños, pidió Amestris a Jerjes una gracia, y fue que le entregase la mujer de Masistes a toda su voluntad y discreción. Llevó Jerjes a mal una petición tan malvada e indecorosa, parte por ver que se le pedía la mujer de su mismo hermano, parte por saber cuán inocente estaba ella en aquel asunto, comprendiendo muy bien el motivo del resentimiento por el cual Amestris se la pedía.
CXI. No obstante todo esto, vencido al fin de las instancias de la reina y como forzado por la costumbre, que no permitía negar gracia alguna que al rey se pidiera en aquel regio aniversario, concédele la merced, bien que muy a pesar suyo, y entregándole la citada mujer, le dice que obre con ella como gustare. Llama después a su hermano Masistes y le habla en estos términos: —«Masistes, a mas de ser tú hijo de Darío y con esto mi buen hermano, bien sé que eres un hombre de mucho mérito y valor, lo que me mueve a ordenarte que despidas de tu compañía a esa mujer que ahora tienes, y tomes por mujer a una hija mía con quien adelante vivas, pues por tal te la doy desde ahora. En suma, no me parece bien que cohabites más con esa tu mujer.» Sorprendido Masistes con una orden tan no esperada, replicóle así: —«Pero, señor, ¿qué significa esa pretensión vuestra tan fuera de razón? ¿Cómo así, señor, que me mandáis dejar a mi esposa, de quien he tenido tres hijos y otras hijas más, de quienes una es la princesa que vos mismo dísteis por esposa al príncipe, vuestro hijo, y esto cuando yo la quiero y amo muy de corazón? ¿Queréis que echada ella de mi lecho me case yo con una hija vuestra? En esto, bien que me hagáis un particular honor teniéndome por digno marido de vuestra hija, me permitiréis con todo que os hable con franqueza que ni una ni otra cosa me conviene. No queráis vos precisarme a ello con vuestras instancias; marido se presentará para vuestra hija mejor o tan bueno como yo; dejadme a mí continuar en ser esposo de mi actual consorte.» Irritado Jerjes de oíruna respuesta libre y honrada: —«¿Sabes, lo replica, lo que lograrás con tu resistencia, desconocido Masistes? Ni yo te daré por esposa a mi hija, ni tú serás por más tiempo marido de esa tu mujer, para que aprendas a agradecer los favores que hacerte quiera tu soberano.» Al oír Masistes la amenaza, salióse luego no diciendo más palabras que estas: —«Señor, ¡vivo yo todavía, y vos no me mandáis morir!»
CXII. Amestris, en el intervalo en que hablaba Jerjes con su hermano, habiendo llamado a los alabarderos del rey, hace en la mujer de Masistes la más horrorosa carnicería. Córtale a la infeliz los pechos, y manda arrojarlos a los perros; córtale después la nariz, luego las orejas y los labios; la lengua también se la saca y corta; y así desfigurada y perdida la envía a su casa.
CXIII. Masistes, que nada sabía de esto todavía y que por momentos temía algún desastre fatal en su misma persona, iba a su casa corriendo. Al entrar en ella, hállase con el espectáculo de su esposa destrozada; llama al punto a sus hijos, y de común acuerdo parte luego con ellos y con alguna gente para Bactras, con ánimo resuelto de sublevar aquella provincia y de hacer al rey cuanto daño pudiera; lo que, según me persuado, hubiera sin falta sucedido, si hubiese llegado a juntarse con los bactrianos y con los sacas antes de que se lo impidiera el mismo rey, siendo gobernador de aquellas naciones que le amaban muy de veras. Pero prevenido Jerjes de los designios de Masistes, despachó un cuerpo de sus soldados, los cuales alcanzándole en el camino, acabaron con él, con sus hijos y con las tropas que consigo llevaba. Basta lo dicho sobre los amores de Jerjes y la muerte desastrosa de Masistes.
CXIV. Volviendo a los griegos, emprendieron, luego de concluida la jornada de Micale, la navegación al Helesponto, en la que a causa de los vientos contrarios les fue preciso dar fondo en las cercanías de Lecto. De aquí pasaron a Ábidos, donde hallaron sueltas ya las barcas que todavía flotaban trabadas en forma de puente, razón por la cual habían dirigido su rumbo al Helesponto. Allí en sus consejos de guerra Leotiquides con sus peloponesios opinaba por su vuelta hacia la Grecia; pero el comandante Jantipo con los atenienses era de parecer que, permaneciendo allí, invadieran el Quersoneso. Paró la disidencia en que los del Peloponeso se hicieran a la vela para su tierra, y los atenienses, pasando de Ábidos al Quersoneso, pusieron sitio a la plaza de Sesto.
CXV. Apenas corrió la voz de que los griegos querían acometer al Quersoneso, refugiáronse los persas en las ciudades vecinas a la plaza de Sesto, como a la más fuerte de cuantas había alrededor, y entre ellos pasó allá un personaje principal llamado Oebazo, quien desde la ciudad de Cardia había hecho acarrear a la misma fortaleza toda la armazón y aparejo del ya deshecho puente. Defendían dicha plaza los naturales del país, que eran unos colonos eolios, juntamente con los persas y con otros muchos aliados.
CXVI. El gobernador por Jerjes en esta provincia era el persa Artaictes, hombre audaz, malvado y ruin, quien con dolo y artificio había quitado al rey, al tiempo que iba contra Atenas, los tesoros y riquezas del héroe Protesilao, hijo de Ificlo, y se los había apropiado sacándolos de Eleunte en esta forma: Existe en Eleunte, ciudad del Quersoneso, el sepulcro de Protesilao, y alrededor de este monumento un bosque y recinto sagrado, en cuyo santuario había mucha riqueza, mucha urna de oro y de plata, mucha pieza de bronce, mucho vestido precioso y muchos otros donativos. Todos los saqueó, pues, Artaictes con su astucia, haciéndole merced al mismo rey, a quien él engañó maliciosamente con cierta súplica que en estos términos le hizo: —«Señor, le dice, aquí está la casa de cierto griego, el cual en una expedición que contra vuestros dominios hacía pagó con la vida la pena de su maldad. Os suplico por tanto, que me hagáis la gracia de darme su casa para el que escarmienten todos y nadie se atreva en adelante a infestar vuestros estados.» Con tal artificio concebía la demanda, viendo que así obtendría fácilmente la gracia del rey, el cual estaba lejos de maliciar nada de lo que él pretendía conseguir; y en cuanto a la imputación de haber hecho la guerra Protesilao en los dominios del rey, aludía con malicia a la pretensión de los persas, que quieren sea toda el Asia suya y del soberano que en todo tiempo entre ellos reinase. Una vez concedida la gracia, lo primero que hizo Artaictes fue pasar de Eleunte a Sesto todos aquellos tesoros, desmontar el bosque, sembrar y cultivar el recinto sagrado: y no se contentó con esto, sino que de allí en adelante, cuantas veces tocaba en Eleunte, otras tantas en el mismo santuario de Protesilao abusaba de alguna mujer. Artaictes era, pues, el que se hallaba a la sazón sitiado por los atenienses, sin provisiones para sufrir el asedio, y sin que antes hubiese esperado allí a los griegos, los cuales se habían echado de improviso sobre aquella provincia.
CXVII. Viendo los atenienses ocupados en el sitio que iba acercándose ya el otoño, pesarosos de hallarse lejos de sus casas y descontentos de no poder tomar la fortaleza, instaban a sus jefes por la vuelta y retirada a su patria. Pero como éstos les desengañasen diciendo no tenían que pensar en volver si no rendían primero la plaza, o no eran llamados por la república, aquietáronse al cabo con la respuesta, determinados a pasar por todo.
CXVIII. Hallábanse entretanto los sitiados tan acosados del hambre, que habían llegado ya al extremo de cocer para su alimento las correas de sus camillas y lechos; pero como poco después aun este sustento les faltase, los persas, aprovechándose de las tinieblas de la noche, salieron ocultamente de la ciudad con Artaictes y Eobazo, descolgándose por las espaldas de la fortaleza, que era el puesto menos guardado y cubierto por los enemigos. Apenas amaneció cuando los naturales del Quersoneso, dando desde las torres aviso a los atenienses de lo sucedido, les abrieron las puertas de la ciudad, con lo cual la mayor parte de los sitiadores siguió los alcances de los que huían, y los demás se apoderaron de la plaza.
CXIX. Los tracios que llaman Apsintios, habiendo cogido a Eobazo que huía por la Tracia, la sacrificaron conforme a su rito particular a Plistoro, su dios nacional, dando a los demás de la comitiva otro género de muerte: Artaictes con los suyos, que no eran muchos, habiendo tardado algo más en salir de la plaza, fue alcanzado poco más allá de las corrientes de un río que llaman de la Cabra, donde después de un buen rato de resistencia, en que algunos de sus compañeros murieron, fue con los otros hecho prisionero, y con él un hijo suyo, que fueron reducidos a prisión en Sesto por los griegos.
CXX. Sucedió entonces, según refieren los vecinos del Quersoneso, un raro prodigio a uno de los que guardaban dichos prisioneros, pues al tiempo que sobre las brasas estaba asando no sé qué pez salado, saltó éste de repente en el fuego, y se puso a palpitar como suelen hacerlo los peces recién sacados del agua. Los demás guardias que cerca de él estaban, se quedaron admirados al verlo; pero Artaictes apenas reparó en el prodigio, encarándose con el soldado que asaba aquellos peces, le habló en estos términos: —«Nada tienes que extrañar, amigo ateniense, ese portento, que por cierto no habla contigo; «con él quiere significarme el dios de Elounte Protesilao, que aun después de muerto y disecado tiene virtud y poder conferido por los dioses para vengarse de quien le agraviare. Confieso que le tengo ofendido; pero pronto estoy para la enmienda: me ofrezco a pagar a este buen dios cien talentos en recompensa de las riquezas que le quité, y prometo a los atenienses por el rescate mío y el de mi hijo doscientos más si nos ponen en libertad. Así habló Artaictes, pero con tantas promesas no pudo aplacar al general Jantipo, ya porque le instaban los vecinos de Eleunte que vengase a su Protesilao con el suplicio del sacrílego prisionero, ya porque juzgaba por sí mismo que así debía ejecutarlo con aquel malvado. Llevándole, pues, desde la cárcel a la misma orilla del mar, donde Jerjes había construido el famoso puente, o como dicen otros, subiéndole a un cerro que cae sobre la ciudad de Madito, le empaló allí en un madero clavado en el suelo, habiendo hecho morir a pedradas al hijo a la vista del mismo Artaictes.
CXXI. Hecho esto y cargadas las naves con el rico botín, y también con la armazón y pertrechos del puente de Jerjes, que destinaban por ofrendas a los templos de la patria, hiciéronse los atenienses a la vela para Grecia. Y con esto concluyeron las hazañas de aquel año.
CXXII. Y ya que hablé del empalado Artaictes, quiero mencionar un arbitrio que propuso a los persas su abuelo paterno Artembares, de cuyo arbitrio dieron cuenta a Ciro, referido en estos términos: —«Ya que el dios Júpiter da a los persas el imperio y a ti, oh Ciro, arruinado el poderío de Astiages, te concede particularmente el mando con preferencia a todos los hombres, ¿qué hacemos nosotros que no salimos de nuestro corto y áspero país para trasladarnos a otra tierra preferible? A nuestra disposición tenemos muchas provincias vecinas, y muchas otras distantes, mejores todas que nuestro suelo, y está puesto en razón que las mejores sean para los que tienen el dominio. ¿Y qué ocasión lograremos más oportuna para hacerlo que la que tenemos al presente, cuando nos hallamos mandando a tantas naciones y al Asia toda?» Ciro, habiendo escuchado el discurso, sin mostrar que extrañaba el proyecto, aconsejó a los persas que lo hicieran muy en hora buena; pero les avisó al mismo tiempo que se dispusiesen, desde el punto que tal hicieran, a no mandar más, sino a ser por otros mandados; que efecto natural de un clima delicioso era el criar a los hombres delicados, no hallándose en el mundo tierra alguna que produzca al mismo tiempo frutos regalados y valientes guerreros. Adoptaron luego los persas la opinión de Ciro, y corrigiendo la suya propia, desistieron de sus intentos, prefiriendo vivir mandando en un país áspero, que ser mandados disfrutando del más delicioso paraíso.