Descargar ePub «El Cura de Tours», de Honoré de Balzac

Novela corta


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Este texto, publicado en 1832, está etiquetado como Novela corta.


  Novela corta.
77 págs. / 2 horas, 15 minutos / 194 KB.
12 de septiembre de 2016.


Fragmento de El Cura de Tours

La vivienda, a la cual daba acceso una escalera de piedra, estaba en un cuerpo del edificio orientado al Mediodía. El abate Troubert ocupaba el piso bajo, y la señorita Gamard el primer piso del cuerpo principal, que daba a la calle. Cuando Chapeloud entró en su alojamiento, las habitaciones estaban desnudas y los techos ennegrecidos por el humo. Las jambas de la chimenea, de piedra bastante mal esculpida, no habían sido pintadas nunca. Por todo mobiliario, el pobre canónigo puso allí, de primeras, una cama, una mesa, algunas sillas y los pocos libros que poseía. La vivienda parecía una hermosa mujer vestida de harapos. Pero dos o tres años más tarde, como una señora anciana le legase dos mil francos, el abate Chapeloud empleó esta suma en la compra de una biblioteca de encina, procedente de la demolición de un castillo destruido por la banda negra, y notable por sus esculturas, dignas de la admiración de los artistas. El abate hizo esta adquisición seducido, más que por la baratura de la biblioteca, por la perfecta concordancia que existía entre sus dimensiones y las de la galería. Sus economías le permitieron entonces restaurar la galería, muy pobre y abandonada. Se lustró cuidadosamente el suelo, se blanqueó el techo y se pintaron los zócalos fingiendo los colores y los nudos de la madera de encina. Una chimenea de mármol reemplazó a la antigua. Tuvo el canónigo bastante gusto para buscar y encontrar antiguas butacas de madera de nogal esculpidas. Luego, una mesa de ébano y dos muebles estilo Boulle acabaron de dar a la galería una fisonomía llena de carácter. En el espacio de dos años, la liberalidad de algunas personas devotas y los legados de sus piadosos penitentes, aunque modestos, llenaron de libros los estantes de la biblioteca, entonces vacía. Por último, un tío de Chapeloud, antiguo congregante del oratorio, le legó su colección infolio de los Padres de la Iglesia y algunas otras grandes obras, preciosas para un eclesiástico. Birotteau, cada vez más sorprendido por las transformaciones de aquella galería, antes desnuda, llegó gradualmente a codiciarla. Deseó poseer aquel gabinete, tan en relación con la gravedad de las costumbres eclesiásticas. Su pasión creció de día en día. Como trabajaba durante jornadas enteras en aquel asilo, pudo apreciar su silencio y su paz, después de haber admirado al principio su afortunada distribución. Durante los siguientes años, el abate Chapeloud hizo de la celda un oratorio, que sus devotos amigos se complacieron en embellecer. Más tarde aún, una señora ofreció al canónigo para su dormitorio un mueble de tapicería, tapicería que ella misma había estado fabricando durante mucho tiempo bajo las miradas del buen señor, sin que él sospechase que le estaba destinada. Entonces ocurrió con el dormitorio como con la galería: el vicario se deslumbró. En fin, tres años antes de su muerte, el abate Chapeloud había completado las comodidades de su vivienda decorando el salón. Aunque sencillamente adornado de terciopelo de Utrecht, el mueble había seducido a Birotteau. Desde el día en que el camarada del canónigo vio los cortinajes de seda roja de China, los muebles de caoba, la alfombra de Aubusson, que ornaban aquella vasta estancia pintada de nuevo, la vivienda de Chapeloud se convirtió para él en objeto de una secreta monomanía. Vivir allí, acostarse en el lecho de las grandes cortinas de seda en que se acostaba el canónigo, encontrar todas las comodidades en derredor de sí, como las encontraba Chapeloud, fue para Birotteau la dicha completa: no veía nada más allá. Todas las cosas del mundo que hacen nacer la envidia y la ambición en el corazón de los demás hombres se concentraron para él en el secreto y profundo sentimiento con que deseaba una habitación parecida a la que se había creado el abate Chapeloud. Cuando su amigo caía enfermo, iba a verle, llevado, sí, por un sincero afecto; pero al saber la indisposición del canónigo o cuando estaba haciéndole compañía, en el fondo de su alma se alzaban, a pesar suyo, mil pensamientos cuya fórmula más simple era siempre:


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