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Novela.
206 págs. / 6 horas, 1 minuto / 400 KB.
9 de junio de 2016.
—¿El padre Grandet? ¡el padre Grandet debe tener cinco o seis millones!
—Es usted más listo que yo, que no he podido nunca saber el total, respondía el señor Cruchot o el señor de Grassins, si oían este dicho.
Cuando algún parisiense hablaba de los Rothschild o del señor Laffitte, la gente de Saumur le preguntaban si eran tan ricos como el señor Grandet, y si el parisiense les respondía haciéndoles una desdeñosa afirmación, aquellos se miraban moviendo la cabeza con aire de incredulidad. Tan gran fortuna cubría con un manto de oro todos los actos de aquel hombre. Si algunas particularidades de su vida dieron al principio pie para el ridículo y la burla, ésta y aquél se habían gastado, y en sus menores actos, el señor Grandet gozaba de gran autoridad. Su palabra, su ropa, sus gestos y el guiño de sus ojos hacían ley en el país, donde todo el mundo había podido reconocer en el millonario, después de haberle estudiado como un naturalista estudia los efectos del instinto en los animales, una profunda y muda sabiduría en sus más ligeros movimientos. «Cuando el padre Grandet se ha puesto guantes forrados, es que el invierno será rudo, se decía: es preciso vendimiar. Cuando el padre Grandet compra tantas duelas, es que habrá gran cosecha de vino este año». El señor Grandet no compraba nunca pan ni carne. Sus inquilinos llevaban todas las semanas una provisión suficiente de capones, pollos, huevos, manteca y trigo. Poseía un molino cuyo arrendatario estaba obligado a molerle una cantidad de grano y llevarle la harina a casa. La gran Nanón, su única criada, aunque no fuese ya joven, amasaba y cocía todos los sábados el pan necesario para la casa. El señor Grandet se había arreglado con los hortelanos que eran inquilinos suyos para que le proveyesen de legumbres. Respecto a la fruta, el propietario recogía una cantidad tan grande de ella, que la mayor parte la llevaba a vender al mercado. La leña para el fuego la cogía de los setos y de los árboles secos, y sus cortijeros la llevaban a su casa de balde en carros; se la colocaban por complacencia en la leñera, y recibían, en cambio, las gracias. Sus únicos gastos consistían en el vestir de su mujer, de su hija y el suyo, en el pago de las sillas en la iglesia, en la luz, en la soldada de la gran Nanón, en la recompostura de las cacerolas, en el pago de los impuestos, en la reparación de los edificios y en los gastos de las explotaciones. El millonario tenía seiscientas fanegas de bosque compradas recientemente y que él hacía vigilar al guarda de un vecino, prometiéndole una indemnización. No comió nunca caza hasta después de haber hecho esta adquisición. Las maneras de este hombre eran muy sencillas: hablaba poco y, generalmente, expresaba sus ideas con frases cortas y sentenciosas dichas en voz muy baja.