Cacería de la Víbora de Cascabel

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

¿Se acuerdan ustedes de la extraña cartera de bosillo que tenía aquel amigo ciego que vino una noche de tormenta a visitarme, acompañado de un agente de polícia? Era de víbora de cascabel. ¿Y saben por qué el hombre estaba ciego? Por haber sido mordido por esa misma víbora.

Así es, chiquitos. La víboras todas causan baño, y llegan a matar al hombre que muerden. Tienen dos glándulas de veneno que comunican con sus dos colmillos. Estos dientes son huecos, o, mejor dicho, poseen un fino canal por dentro, exactamente como las agujas para dar inyecciones. Y como esas mismas agujas, los dientes de la víbora de cascabel están cortados en chanfle o bisel, como los pitos de vigilante y los escoplos de carpintero.

Cuando las víboras hincan los dientes, aprietan al mismo tiempo las glándulas, y el veneno corre entonces por los canales y penetra en la carne. En dos palabras: dan una inyección de veneno. Por esto, cuando las víboras son grandes y sus colmillos, por lo tanto, larguísimos, inyectan tan profundamente que llegan a matar a cuanto ser muerden.

La víbora más venenosa que nosotros tenemos en la Argentina es la de cascabel. Es aún más venenosa que la yarará o víbora de la cruz. Cuando no alcanza a matar, ocasiona enfermedades muy largas, a veces parálisis por toda la vida. A veces deja ciego. Y esto le pasó a mi amigo de la cartera, quien no tuvo otro consuelo que transformar la piel de su enemiga en un lindo forro.

(Las serpientes no venenosas, hijitos míos, y que cazan a viva fuerza estrangulando a sus víctimas, tienen la piel gruesa y fuerte, que se utiliza en diversos artículos. Las serpientes venenosas o víboras son más bien débiles, y cazan sin moverse casi, utilizando su aparato de inyecciones. Tienen la piel tan fina y poco elástica que no se le puede utilizar sino como forro. Y les cuento todo esto, chiquitos, para que un día no se equivoquen cuando pretendan venderles carteras o petacas fabricadas con cueros de víboras de cascabel o de la cruz.)

Las víboras, culebras y serpientes se cazan...como Dios quiere. No hay para ello reglas, ni fechas, ni procedimientos fijos. Se cazan en verano o en invierno, de día o de noche, con un palo, un machete, un lazo o una escopeta. Cuando yo era muchacho las cazaba a cascote limpio. Es uno de los mejores procedimientos. No se les puede cazar con trama, porque no tiene senderos fijos, ni sufren de gran hambre. Las víboras pasan fácilmente meses enteros sin comer.

La profesión del cazador de serpientes es la más pobre de todas, pues sólo por casualidad se las puede hallar. Se cuenta, sin embargo, que en ciertas regiones de Estados Unidos existen cazadores de serpientes de cascabel que obtienen bastante dinero de sus cacerías; pero no ha de ser mucho lo que ganen.

Ahora, chiquitos míos, enterados ya de la vida y milagros de las víboras, prosigo mi relato.

Recordarán que poco tiempo antes de que el gran yacaré partiera por el medio a mi pobre perro, yo había perdido al otro, muerto por una víbora de cascabel. Estábamos en ese momento en un pajonal, era de noche y no llevaba conmigo la linterna eléctrica. Hice cuanto pude por hallar a la víbora con un fósforo, en vano. El perro mordido no se quejaba, no parecía sufrir, ni dejó de saltar a mi lado cuando me dirigí corriendo con él al campamento para curarlo.

Pero apenas habíamos andado 30 metros, el perro comenzó a tambalearse y cayó. Me agaché angustiado, y lo enderecé. Quedó erguido sobre las patas delanteras; más las otras dos patas estaban ya paralizadas.

¡Pobre mi perro, compañero mío! No había perdido su alegría: me lamía las manos y respiraba muy ligero, con la lengua de fuera. Hacía en vano esfuerzos para recoger las patas traseras. Un momento después comenzó a caerse de costado, y su respiración era tan veloz que no se la podía seguir. Al fin quedó inmóvil, muerto, con toda la lengua de fuera, muerto en cinco minutos por la inyección de veneno de la serpierte de cascabel.

¡Dios nos libre, chiquitos míos, de una fatalidad semejante! Las mordeduras de víbora no son siempre mortales, y cuando se muere es generalmente después del tercer día. Para matar en cinco minutos, la víbora debe tener la horrible suerte de clavar los dientes en una vena. Entonces la sangre se coagula casi en masa, y el pájaro, el hombre y el elefante mismo, mordidos así, mueren en seguida sin sufrir, asfixiados. Es el caso de mi pobre perro.

La cacería del gigantesco yacaré me distrajo luego. Pero yo no había olvidado a la víbora asesina, y me disponía a dar una batida por el mismo pajonal, cuando la casualidad me puso en contacto con ella, mucho más íntimamente de lo que yo hubiera querido.

Volvía una tarde del campamento, cuando fui sorprendido por una tormenta de viento y agua, a más no pedir. Durante cuatro horas caminé empapado de lluvia, al punto que no quedó nada sobre mí que no chorreara agua: ropa, cuerpo, fósforos, libreta, encendedor. Hasta la misma linterna eléctrica inutilizada.

A la luz de los rélampagos pude felizmente llegar hasta la carpa. Caí rendido en la manta, y me dormí con un sueño agitado de pesadilla. A altas horas de la noche desperté de golpe con terrible angustia. Soñaba que en el suelo, echado de vientre a mi lado, un monstruo me estaba espiando para arrojarse sobre mí al menor movimiento mío. En el profundo silencio y oscuridad (la lluvia y el viento habían cesado), hice un movimiento para levantarme. Y en ese instante, a mi lado mismo, sonó el cascabel de una víbora. ¡Ah, chiquitos! No pueden tener idea ustedes de lo que es hallarse en la oscuridad acostado en el suelo, sin un solo fósforo, y amenazado de ser mordido en el cuello por una víbora venenosísima, al menor movimiento.

Ustedes deben saber que las serpientes de cascabel sólo hacen sonar sus crótalos cuando, al sentirse en peligro, se hallan prontas para atacar. Cuando se oye en el monte el cascabel de una víbora hay que detenerse instantáneamente y no mover un solo dedo. Entonces se mira con gran lentitud a los pies y alrededor de los pies, hasta que se ve al animal. Una vez conseguido esto, se puede saltar a uno u otro lado. ¡Pero cuidado con hacer, antes de verla, un solo movimiento!

¡Y ahora figúrense, chiquitos, lo que es hallarse en las tinieblas tendido de espaldas, con una víbora irritadísma al lado, a quien había enfurecido con algún brusco movimiento mientras dormía, y que estaba esperando otro movimiento para saltarme al cuello!.

Para mayor angustia, si yo no la veía, ella me veía a mí perfectamente, pues las víboras de cascabel ven de noche muchísimo mejor que de día ¿Dónde precisamente estaba? ¿Arrollada, junto a mi cabeza, junto al hombro, junto a la garganta? Imposible precisarlo, porque la estridente vibración del cascabel, a semejanza del chirrido de ciertas langostitas verdes del verano, parece salir de todas partes.

Conforme pasaban los instantes, la víbora disminuía su agitación; pero apenas insinuaba yo el menor movimiento para incorporarme y ponerme a salvo, la víbora se enfurecía, creyéndose atacada, pronta a hundirme los colmillos.

¿Cuánto tiempo pasó así? Minutos, minutos enteros... Tal vez horas. Y no sé qué hubiera sido de mí, pues comenzaba a enloquecerme, cuando hacia afuera de la carpa sonó otro cascabel.

¡Otra! ¡Dos serpientes de cascabel! ¡Como si una sola no fuera bastante! Ya iba a lanzar un grito de fatal desesperación... ¡Una súbita luz iluminó como un rayo mis ideas! ¡Salvado! ¡Estaba salvado! Me encontraba salvado, chiquitos, porque estábamos en primavera; y aquel segundo cascabeleo no indicaba otra cosa que un canto o reclamo de amor, o un grito de guerra. La víbora que cantaba afuera era hembra o macho, y la que cantaba su canto de muerte sobre mi oído era macho o hembra. Yo no lo sabía, ni nada me importaba. Y si cantaban con la cola, eso era también asunto de ellas. Pero lo cierto es que, de un momento a otro, el monstruo que me sitiaba iba a abandonarme para ir al encuentro de su compañero. Se harían el amor o se despedazarían. Para mí tanto daba una cosa como la otra, con tal que me dejaran libre.

Y así pasó, chiquitos míos. Justo cuando la alborada rompía por fin, sentí el frufrú de las escamas de la víbora de cascabel que me abandonaba. De un salto estuve en pie. Permanecí un rato sin moverme, sin ver nada aún. Pero 10 minutos más tarde, la luz de la lívida aurora de lluvia me permitió ver, a la puerta misma de la carpa, dos enormes víboras de cascabel que se pasaban y repasaban una por encima de la otra, como si eso les diera gran placer.

Fue lo último que hicieron en este mundo, pues un instante después ambas volaban deshechas de un tiro de escopeta. Con éstas van los dos cascabeles, chiquitos. Pero si sus propietarios se hacían el amor o luchaban cuando las vi contra la lona, no lo sabré nunca.


Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.
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