Cacería del Zorrino

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

Uno de los animales salvajes más bonitos de la Argentina y Uruguay es un pequeño zorro de color negro sedoso, con una ancha franja plateada que le corre a lo largo del lomo. Tiene una magnífica cola de largos y nudosos pelos, que enarbola como un plumero.

Este zorrito, en vez de caminar, se traslada de un lado a otro con un galopito corto lleno de gracia. Es mansísimo y a la vista de una persona ni piensa siquiera en huir. Posee una gracia de movimientos que le envidiarían las mismas ardillas, y pocos animalitos del mundo dan más ganas de acariciarlos.

Pero el que pone la mano encima de esta bellísima criatura, chiquitos míos, no vuelve a hacerlo en su vida.

Una vez, en el departamento de Paysandú, en la República Oriental del Uruguay, fui testigo del mal rato que dio este lindo zorrito a un joven inglés recién llegado a América.

Ustedes saben, chiquitos, que nosotros, en la región del Plata, atribuimos siempre a los ingleses las anécdotas o cuentos basados sobre un error de lengua. Los ingleses en general no tienen la tonta vergüenza nuestra de no querer hablar un idioma porque lo pronunciamos mal. Ellos, de lo que sienten vergüenza, es de no hacer lo posible por aprender en seguida la lengua del país donde viven. De aquí que cometan al principio muchos errores de pronunciación, que a nosotros nos hacen reír y que fomentamos muchas veces por malicia.

A un joven inglés, pues, y a propósito del Iindo bichito que nos ocupa, le vi cometer el más tremendo error que sea posible cometer.

Yo había llegado hacía diez 10 a una estancia solitaria poblada por una vieja familia criolla, y amiga, como todos los criollos viejos, de embromar a los extranjeros recién venidos.

El décimo día de mi estadía llegó el inglesito con ánimo de aprender las costumbres del campo. No sabía casi nada de español, pero ponía todo su entusiasmo en aprenderlo. Hacía preguntas sobre todo lo que veía y repetía tan mal las palabras que todos, y él incluso, nos reíamos en grande de sus disparates.

Los viejos criollos de la estancia le enseñaron cambiadas muchas palabras. Se le dijo que "caliente" se decía frío, y que "rico", quería decir "feo". Y aquí venía la historia.

El inglesito llevaba consigo un perro foxterrier que, como ustedes lo saben bien, son grandes cazadores de ratas, zorros, comadrejas; de todo bicho, en fin, que vive en cueva. Ese perrito blanco era el único que le quedaba de cuatro que el año anterior había llevado a la India. Los otros tres habían muerto por querer jugar con terribles víboras de la India, llamadas cobras capelo. Los perros foxterrier que van por primera vez a la India creen que las cobras capello son gusanos, y las muerden de la cola. Las víboras se vuelven entonces, y a la media hora los perritos no vuelven a perseguir nunca más gusanos, porque han muerto.

Una noche, pues, que había magnífica luna, el perrito del inglés se fue a pasear por el campo, en busca de caza, mientras nosotros quedábamos en el comedor, tomando mate. El inglesito, tan empeñoso en adaptarse a las costumbres del país como en aprender su idioma, tomaba mate a todas horas quemándose la lengua y chupando como un rabioso la bombilla, como si quisiera absorberla.

Concluida nuestra charla, nos retiramos todos a nuestras habitaciones. Y ya hacía tiempo que dormíamos con la frescura de la noche, cuando fuimos despertados por los desgarradores aullidos del foxterrier. Los perros de la estancia luchaban también, pero de un modo distinto: toreaban, como se dice. Pero el perrito inglés aullaba como un condenado.

Apenas habíamos tenido tiempo de asomarnos a la ventana, cuando vimos al inglesito correr en piyama a la luz de la luna, y bajarse luego a recoger algo del suelo. Pero con la rapidez con que lo vimos salir a proteger a su cuzco, lo vimos regresar, y a todo escape, agarrándose la cabeza entre las manos.

—¿Qué tiene, mister Dougald? —le preguntamos todos ansiosos—. ¿Qué le ha pasado?

—¡Perrito mío! —contestó tan sólo gimiendo.

—¿Y qué tiene su perrito?—proseguimos nosotros, suponiendo que le habría pasado un gran desgracia.

—¡Rico olor! ¡Oh, olor muy rico!

—¡Olor rico! —dijimos entonces extrañados—.

¿Y de qué puede tener tan rico olor? ¿No estará equivocado, mister Dougald?

—¡No, no! —respondió haciendo horribles visajes— ¡Rico, riquísimo olor! ¡Pobre perrito mío!

Nosotros no nos acordábamos más de las palabras cambiadas que le enseñábamos y estábamos ya dispuestos a creer que el joven inglés se había vuelto loco con el sereno, cuando llegó revolcándose y aullando a la par del perrito tan perfumado.

Al verlo llegar su dueño corrió también a encerrarse en su cuarto, como si su perro fuera el mismo demonio; mientra el cuzco, al pasar, nos infestaba a nosotros de su insoportable olor; el olor sofocante, amoniacal y nauseabundo que despide el zorrino.

—¡Por fin! —dijimos nosotros, tapándonos las narices—, ¡En vez de decir olor feo, feísimo, el inglés dice rico, riquísimo!

Nosotros se lo habíamos enseñado así, y nuestra era la culpa. Tal era el perfume que casi había quemado los ojos del inglesito, al querer levantar del suelo a su oloroso pichicho.

Sí chiquitos. Era un zorrino, ni más ni menos, el que había perfumado al inglés, y a su perro. Ustedes recuerdan el fuerte tufo de las comadrejas, zorros y leones que pueblan nuestro zoo. Al cruzar por delante de una de esas jaulas, se conoce enseguida por el tufo que el animal que las habita es una fiera carnívora. Los animales carnívoros despiden todos un olor amoniacal muy fuerte.

Pero ninguno de estos tufos es comparable con el olor que despide el zorrino. Es, como decimos nosotros, un olor que "voltea". Nada más expresivo se puede decir que esto. Un hombre que recibe la fea descarga en el rostro cae con seguridad desmayado. Hasta puede morir por asfixia, si el líquido ha penetrado en la nariz. Se conocen casos de ceguez, por haber tocado los ojos el cáustico líquido. Y el zorrino este lindísimo animalito que tiene la potencia de una descarga de artillería, era la linda cosa que el inglés había querido levantar tras el corral.

Cuando el zorrino se siente perseguido, detiene su galopito y se apronta para la lucha. Él no posee otra arma que su descarga nauseabunda. ¡Pero qué arma, hijos míos! Si quien se acerca al zorrino es un hombre o un animal que nunca lo han visto, el zorrino los deja acercarse, hasta que aquéllos se hallan a dos o tres metros. Gira entonces sobre sí mismo, vuelve el anca a su enemigo, levanta la cola como un plumero... y hace su descarga.

La hace hacia atrás, como los leones.Y esto solo, basta. Los hombres que reciben el líquido gritan enloquecidos, los perros se revuelcan aullando. Y el zorrinito, contento y satisfecho de la vida, reanuda a la luz de la luna su paseo al galopito corto.

Pero no siempre es día de fiesta para el zorrino. Hay hombres que lo reconocen desde lejos y perros que, habiendo sido una vez rociados ligeramente, aprenden a cazarlos. Y digo rociados ligeramente, chiquitos, porque si un perro, por bravo que sea, llega a recibir una de estas descargas en la cara, no vuelve jamás por nada del mundo a perseguir zorrinos.

Los perros de la estancia conocían muy bien a su enemigo. Y desde aquí la toreada de esa noche, mientras el perrito blanco se precipitaba sobre aquel manso animalito

Así pues, salimos todos de las casas, menos el inglesito, a presenciar la lucha de los perros con el zorrino.

A la luz de la luna veíamos bien al zorrino con su franja de pelo plateado en medio del lomo y su gran cola al aire. Los perros giraban a su rededor, ladrando como desesperados, mientras el zorrino volvía el anca a los más avanzados, pronto a lanzar su descarga cuando alguno se pusiera a distancia.

Pero la táctica de los perros consiste precisamente en marear a su enemigo girando sin cesar y haciendo falsas acometidas para que el zorrino se equivoque y descargue su chorrito al aire.

Eso fue lo que pasó anoche. A fuerza de girar y girar estrechando cada vez más el círculo, un perro hizo presa del cuello del zorrino, lanzándolo al aire.

Y cuando cayó, los cinco perros estaban sobre él, destrozándolo.

Por el inglesito, que se ausentó un mes después de la estancia, tuvimos por largo tiempo noticias del zorrino.

"Hace ya un año —nos decía en una carta— que lavo el pañuelo con que me limpié las manos aquella noche. Y por más soda y lavandina que le pongo, no consigo que pierda del todo el olor a zorrino. Conservo el pañuelo como recuerdo del feliz mes pasado con ustedes, y del 'riquísimo' olor a zorrino que me enseñaron ustedes a decir, con tanta amabilidad".


Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.
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