La disciplina usual quiere que el profesor tenga siempre razón, a despecho de cuanto de inmoral cabe en esto. Las excepciones fracasan casi siempre porque en ellas la cátedra reconoce su equivocación o ignorancia por concepto pedagógico —lo que no engaña nunca al alumno— y no por franca honradez. Es de todos modos dura tarea sostener un error con vergonzosos sofismas que el escolar va siguiendo tangente a tangente, y gracias a esta infalibilidad dogmática ha cabido a la Facultad de Ciencias Exactas la inmensa suerte de que el que estas líneas escribe no sea hoy un pésimo ingeniero.
El caso es edificante. Yo tenía, en verdad, cuando muchacho, muy pocas disposiciones para las matemáticas. Pero el profesor de la materia dio un día en un feliz sistema de aplicación, cuyo objeto sería emularnos mutuamente a base de heridas en el amor propio. Dividió la clase en dos bandos: cartagineses y romanos, en cada uno de los cuales los combatientes ocuparían las jerarquías correspondientes a su capacidad. Hubo libre elección de patria; y yo —a fuer de glorioso anibalista— convertime de uruguayo en cartaginés. Éste fue mi único triunfo, y aun triunfo de mi particular entusiasmo; pues cuando se distribuyeron los puestos me vi delegado al duodécimo. Éramos catorce por bando. Luego, en un total de veintiocho matemáticos, sólo había cuatro más malos que yo: mis dos cartagineses del último banco, y los dos legionarios correlativos.
Como se ve, esta imperial clasificación de nuestros méritos, y que me coronaba con tal diadema de inutilidad, debía hacerme muy poca gracia. En consecuencia decidí tranquilamente llegar al mando supremo en mi partido.
Para esto se había establecido que los sábados hubiera desafíos de puestos, como los llamábamos, por los cuales un inferior estaba facultado para llevar a un jefe cualquiera de su propio ejército ante el pizarrón, y allí someterlo al examen de la lección del día; cada error del desafiado valía un punto al insurgente, el que a su vez pagaba al otro en igual forma sus propios yerros. Al final se computaban las faltas, y había —o no— trueque de puestos.
En los demás días los duelos eran de bando a bando, pero sin que fuera lícito desafiar a un miembro del partido contrario que ocupara un grado inferior al del atacante en el suyo propio.
Había una excepción al sistema: permitíase desafiar a todo el partido contrario. Y recuerdo (esto fue más tarde, cuando llegué a ser general en jefe) a un malhadado decurión o velite, o menos todavía, que retó a duelo a todo el ejército cartaginés. Yo no sabía ese día una palabra de nada, y mis hombres se empaparon en silencioso terror ante ese ataque que suponía terrible preparación, dado el coraje del mísero. Pero como la dignidad del puesto que ocupaba me forzaba al heroísmo, me sacrifiqué. Yo le hice dos puntos, y él me hizo veintiocho.
Pero esto vino luego. Antes, como he dicho, había decidido apoderarme del primer puesto. Lo que debí estudiar para ello no tiene casi medida, en un muchacho de tan mezquina paciencia como era yo. Mas el amor propio, el desprecio ajeno y la sombra de Aníbal hicieron de modo que a la primera semana había trepado al octavo puesto, y en los cinco sábados posteriores ataqué sucesivamente al cuarto, segundo, segundo, segundo y primero. Como se ve, fracasé dos veces seguidas ante el segundo puesto. Era aquél un obstinado individuo.
Una vez en la cumbre me sostuve, resistiendo la saña sin tregua de mis Maharbales que no perdonaban a un advenedizo como yo. Concluyeron por dejarme en paz, y me aceptaron luego de corazón. A tal punto había llegado de aplicación con esa constante guardia, que cuando se suscitaba en clase algún equívoco, las miradas de mis compañeros —incluso la del profesor— se dirigían a mí. Yo resolvía entonces, para mayor gloria de la institución. Se comprenderá ahora cuán prodigiosa debe haber sido la facultad de estudiar que adquirí entonces.
El desastre llegó así: quiso la desgracia que cierto domingo falleciera un alto personaje, y cuando a la mañana siguiente nos enteramos de que ese día no había clase, nuestra alegría fue grande —poco recomendable tal vez— pero realmente muy grande. Y tuvo esta consecuencia, mucho menos divertida para nosotros: el tema de álgebra que debíamos estudiar esa tarde del lunes, pasó a un profundo olvido, tan hondo y oscuro que al día siguiente las siete octavas partes de la clase no habían encontrado ni aun siquiera el asunto de la lección. Más: el profesor tenía un endiablado malhumor que le había infiltrado con idiota terquedad la idea de que nosotros debíamos saber siempre la lección, muriera quien muriere, el zar, el sultán o el papa de todas las religiones. Supóngase ahora el silencio que reinaría en clase.
El asunto a tratar era uno de los tantos lúgubres problemas que Guilmin incluye en su álgebra, y para mayor desventura del día, uno de los más difíciles. Esto se vio después, por lo menos para la clase entera, pues yo particularmente había logrado la tarde anterior acordarme del problema. ¡Ojalá no lo hubiera hecho nunca! Logré resolverlo, y descartado así el peligro de que el campo enemigo repitiera a mis expensas su ruidoso triunfo de un mes atrás, reanudé en el resto del día, el duelo que hacía yo a mi manera al personaje muerto.
La clase comenzó. Todos teníamos buenas caras hipócritas de indiferencia, porque ya desde el primer año habíamos aprendido a no disimularnos torpemente tras la espalda del compañero, como es deber en los grados. De nada nos valió. El profesor recorrió la lista dos veces con miserable lentitud, y levantó la cabeza:
—¡Sequeira!
El aludido respondió con un esbozo de levantamiento:
—No sé.
El profesor lo miró un momento, y bajó de nuevo la cabeza:
—¡Bilbao!
Bilbao contestó:
—No sé.
El profesor lo miró también un instante, y durante un largo rato, en pleno silencio, se repitió el cuadro:
—¡Flores!
—No sé.
—¡Dondo!
—No sé.
—¡Otaegui!
—No sé.
—¡Narbondo!
—No sé.
Jamás he vuelto a ver un ensañamiento como el de aquel hombre fatal. No hacía un solo gesto de disgusto, ni su voz subía un décimo de tono. Uno tras otro, los nombres salían fríos de su boca, y las respuestas eran tan uniformes, que el pleno silencio del aula, entre el pizarrón vacío y la luz tamizada de las celosías, parecía deber quedar sonoro para siempre de: «Maury»… «no sé»; «Frades»… «no sé»; «Gutiérrez»… «no sé».
Por fin se detuvo. Habían pasado ya veintidós nombres, y por rabioso que fuera su malhumor, concluyó por tener vergüenza de su propia clase.
—Perfectamente —dijo deshaciendo la pluma contra el pupitre—: ninguno sabe una palabra después de dos días de haraganear… Si ustedes tuvieran vergüenza, un solo miligramo de vergüenza, no habrían puesto los pies en clase. ¡Y tienen el tupé de venir aquí!
Su vista recorrió las filas, segando a su paso las cabezas anonadadas, y su rostro cambió totalmente de expresión al detenerse en mí.
—A ver, Ávila —dijo con voz tranquila.
La clase se removió por fin, hubo cambios de posturas, como si el peso aplastador hubiera cesado de golpe.
Me levanté. Yo era la salvación, y en ese momento me adoraron casi. Ninguno recordaba más que yo era jefe de un partido; en la miseria común, no había ya cartagineses ni romanos, sino pobres muchachos, o asnos de edad aún felizmente temprana, como había tenido el bien de advertírnoslo el profesor.
Ante el desahogo de mis compañeros y la mirada de confiado orgullo de aquél, que me siguió durante todo el desarrollo del problema, planteé éste, lo razoné, lo analicé, y lo concluí en diez largos minutos con este resultado:
x = √ ab = √ 225 = 15
que era lo justo.
Dejé la tiza y me sacudí los dedos, mientras el profesor se volvía a la clase con un tonillo de vivísimo desprecio.
—¡Ahí tienen ustedes, caballerines! Si en vez de pasar el tiempo en cosas que más vale no saber —¡sí, mocitos, tal como digo!—, si en vez de eso tuvieran ustedes más dignidad de hombres, no darían el vergonzoso espectáculo que acaban de dar. Aprendan de éste —continuó señalándome—, ¡así se trabaja, así se resuelve un problema! ¡Bien, Ávila, bien!
Me senté de nuevo. La clase había dejado de mirar el problema, para murmurar alegremente la salvación general, todos, con excepción de Gómez, un muchacho de cara roja y gruesos granos, que tenía aún la vista fija en el pizarrón. De repente se levantó, y señalándolo con la cabeza:
—Señor —dijo—, ese problema está mal.
Júzguese del asombro. La vista del profesor se volvió vivamente al pizarrón, enseguida a Gómez y de nuevo al pizarrón.
—¿Que está mal ese problema? ¿Eso es lo que dice, señor Hilario Gómez?
—Sí, señor, eso digo —repuso el muchacho—. Ese problema está mal resuelto.
—Pues bien, dígnese pasar al pizarrón a probarlo. Pero un momento: ¿qué merece que le hagamos por hacernos perder estúpidamente el tiempo?
—Yo no sé —respondió Gómez, siempre empecinado—, pero ese problema está mal.
—¡Muy bien, pase, pase, veamos eso! —concluyó el profesor, paseando una mirada de fiera en acecho sobre los compañeros de aquel pobre mártir.
Ahora bien, yo no sé en qué diablos había pensado, ni cómo pude equivocarme así; pero lo cierto es que en cierta ecuación cambié los signos, y aunque la resolución había quedado momentáneamente pervertida, siguiendo las cosas los signos tornaron a invertirse de nuevo, llegando por fin al magnífico resultado que
x = √² ab = √² 225 = 15
Letra por letra, y signo por signo, Gómez probó todo esto con perfecta lógica. No había otra cosa: yo me había equivocado, mi resolución era viciosa, y el PRO-FE-SOR se había hecho solidario, ante toda la clase insultada, de un disparate formidable.
Pero muy por encima de la sonrisita sarcástica que ya comenzaba a blanquear en el rabillo de los ojos de mis compañeros, muy por encima estaba la infalibilidad de la cátedra. De modo que midiéndome de abajo arriba, con expresión de viejo zorro encanecido en artimañas, el profesor me dijo:
—¡Bravo, Ávila, bravo! Cuadra esto perfectamente en su carácter hipócrita y simulador. ¡Pero si usted creyó un momento que yo me iba a dejar coger en la trampa, se engaña, amiguito! Desde el principio lo he dejado seguir a ver hasta qué punto llegaba su cobardía, pretendiendo engañar a sus compañeros, etcétera.
Desde ese día no volví a abrir un texto de álgebra. Hoy no sé ya más qué es una ecuación, y de mi antigua y fugaz gloria de matemático y general cartaginés, no me queda sino el recuerdo de la figura final.
x = √² ab = √² 225 = 15