El Mono Ahorcado

Horacio Quiroga


Cuento


Estilicón, un mono mío de antes, tuvo un hijo, cuya vida amargué. Éste murió en 1904, y como escribí su historia —por lo menos la de la catástrofe— el mismo día de haberlo enterrado, la fecha de estas impresiones es, pues, anterior a diciembre de 1904.

Acabo de enterrar a Titán. He hecho abrir un agujero en el fondo del jardín, y allí lo hemos puesto con su soga. Confieso que ese desenlace me ha impresionado fuertemente. Después de una corta vida en paz, mis experiencias extravagantes lo han precipitado en un ensayo del que ya no saldrá.

En resumen, quise hacer hablar a mi mono. He aquí lo que yo pensaba entonces:

La facultad de hablar, en el solo hecho de la pérdida de tiempo, ha nacido de lo superfluo: esto es elemental. Las necesidades absolutas, comer, dormir, no han menester de lenguaje alguno para su justo ejercicio. El buen animal que se adhiere enérgicamente a la vida asienta su razón de ser sobre la tierra, como un grueso y sano árbol, la descomposición de un agua muerta. Una necesidad, exactamente cumplida, es grande ante la madre tierra que no habla nunca. El lenguaje (el pensamiento) no es sino la falla de la acción, o, si se quiere, su perfume. Porque es falla no puede repetirse con honor, estableciendo así la diferencia capital entre acción y pensamiento. Una acción puede copiarse, y si la primera fue grande, lo será también la segunda. En cambio, todos sabemos que decir lo que otros han dicho, denigra en un todo. La acción es siempre propia, cada una tiene valor intrínseco, sin que su igualdad a un millón de acciones idénticas alcance a disminuirla. La intención puede estar detrás de ellas con diversos grados de heroísmo; pero como todas las cosas que se harán, al fin y al cabo han de ser hechas, no vale más en sí una obra fuertemente discutida que la que se hizo de golpe y sin pensar. El hecho, una vez de pie, tiene la sinceridad incontrastable de las cosas, aun de las que conservan por todos los siglos la contextura finamente quebradiza de las que fueron hechas a fuerza de meditación.

En cuanto al lenguaje, los loros, cuervos, estorninos, hablan. Los monos, no. ¿Por qué? Si se admite que la animalidad del mono es superior a la del loro, podemos admitir también que la facultad de hablar no es precisamente superior. En el pájaro se corta para reaparecer en el hombre. ¿Por qué en el mono —organización casi perfecta— no existe? Esta bizarría me parecía demasiado sutil.

Mucho de esto se me ocurrió una noche en que Titán rompió entre sus manos un bastón que halló debajo del ropero. Me quedé comentando con Luis la fuerza del animal. Luis creía en una falla de la madera; yo, no. Al fin de larga charla, Luis, para convencerse, cogió un palo semejante, y después de gran esfuerzo logró astillarlo. Titán, apelotonado en un rincón, había seguido con ojos inquietos el incidente. Cuando éste concluyó, nos miró profundamente asombrado. ¿Para qué haber perdido tanto tiempo hablando, si al fin y al cabo habíamos de hacer lo mismo que él?

En este terreno puesto, lo preciso para que hablara era sugerirle la idea de lo superfluo. ¿Pero cómo?

La primera experiencia tuvo lugar en el campo, al sur. La llanura rasa y monótona se extendía hasta el fin. Sólo en medio del pasto amarillo se levantaba un árbol absoluto. Durante un mes fui allá con Titán todas las tardes, haciéndole subir a la copa de aquél. Tan bien aprendió, que corría a treparse sin indicación mía. Una noche hice cortar el árbol al ras del suelo y llevarle lejos: no quedó rastro alguno. A la tarde siguiente fuimos de nuevo e insté a Titán a que subiera al árbol. El animal buscó inquieto por el aire, me miró, volvió los ojos a todos lados, me miró de nuevo y gimió. Insistí veinte veces, instándolo con toda la persuasión que pude a que subiera. Me miraba aturdido, pero no se movía. De vuelta, al llegar a casa, corrió de alegría a treparse al paraíso del patio.

Medité otras cosas más, pero todas las pruebas posibles variaban alrededor de la primera. Inútil debía ser lo que no le servía, y la concepción de esto era justamente lo difícil. Un día rompió un globo de vidrio pendiente de un hilo. Con el mismo palo le dio un segundo golpe, y ahí se detuvo su idea de lo superfluo. La conciencia del globo era absolutamente de ese globo: otro era un mundo aparte. Una hormiga, perfectamente consciente de la existencia íntima de una hoja, ignora en absoluto la piedra con que tropieza, no existe para ella, aunque exista su impedimento. ¿Cómo llegar a la idea abstracta? Le di haschich a mi hombre, por fin, no ciertamente para que hablara, sino para observar un lado por el que pudiera ser cogido. El resultado fue grotesco.

Después de cinco meses de pruebas —algunas tan sutiles, lo confieso, que me daban miedo por mí mismo— hice un ensayo postrero. Sujeté al parral dos fuertes sogas con sendos nudos corredizos; uno era falso. Pasé éste por mi cuello y me dejé caer, los brazos pendientes. Titán hizo lo mismo en el otro lazo, pero presto llevó las manos al cuello y descorrió el nudo. Me miró pensativo desde el suelo, muerto de envidia. Repitió toda la tarde la hazaña, con igual resultado. No se cansaba, como no se cansó en los días sucesivos, afanándose por soportar el dolor. Aunque en los últimos tiempos le noté extraños titubeos en su prodigiosa precisión de bestia, todo pasó. Hace de esto un mes, un mes largo. Y esta mañana amaneció ahorcado. Probé el nudo; como corría sin el menor entorpecimiento, tuve la plena convicción de que esa muerte no era casual.

Ignoro si las anteriores experiencias han influido decididamente. Puede tratarse de un esfuerzo de curiosidad —¡a qué grado morboso!— o de una simple ruptura de equilibrio animal torturado seis meses seguidos: la menor angustia humana de vacío en la cabeza lo ha llevado fatalmente a ese desenlace.

Si es así, una vez abandonados los brazos —él conocía el peligro de esa situación— su decisión ha ido derecho a la muerte, cosa que él ha visto y no querido evitar. De cualquier modo, ha debido sufrir mucho; pero la cara no se ha convulsionado, firme y seria por el gran esfuerzo de voluntad para morir. Los ojos se han vuelto completamente para arriba. Su blanca ceguera, bajo el ceño contraído, da al rostro sombrío una expresión estatuaria de concentración, y dominado por una serie de ideas confusas, he seguido a su lado y lo he hecho enterrar en el patio, con los brazos tendidos a lo largo del cuerpo.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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