Cuando los asuntos se pusieron decididamente mal, Borderán y Cía., capitalistas de la empresa de Quebracho y Tanino del Chaco, quitaron a Braccamonte la gerencia. A los dos meses la empresa, falta de la vivacidad del italiano, que era en todo caso el único capaz de haberla salvado, iba a la liquidación. Borderán acusó furiosamente a Braccamonte por no haber visto que el quebracho era pobre; que la distancia a puerto era mucha; que el tanino iba a bajar; que no se hacen contratos de soga al cuello en el Chaco —léase chasco—; que, según informes, los bueyes eran viejos y las alzaprimas más, etcétera, etcétera. En una palabra, que no entendía de negocios. Braccamonte, por su parte, gritaba que los famosos 100.000 pesos invertidos en la empresa, lo fueron con una parsimonia tal, que cuando él pedía 4000 pesos, enviábanle 3500; cuando 2000, 1800. Y así todo. Nunca consiguió la cantidad exacta. Aun a la semana de un telegrama recibió 800 pesos en vez de 1000 que había pedido.
Total: lluvias inacabables, acreedores urgentes, la liquidación, y Braccamonte en la calle, con 10.000 pesos de deuda.
Este solo detalle debería haber bastado para justificar la buena fe de Braccamonte, dejando a su completo cargo la deficiencia de dirección. Pero la condena pública fue absoluta: mal gerente, pésimo administrador, y aun cosas más graves.
En cuanto a su deuda, los mayoristas de la localidad perdieron desde el primer momento toda esperanza de satisfacción. Hízose broma de esto en Resistencia.
«¿Y usted no tiene cuentas con Braccamonte?», era lo primero que se decían dos personas al encontrarse. Y las carcajadas crecían si, en efecto, acertaban. Concedían a Braccamonte ojo perspicaz para adivinar un negocio, pero sólo eso. Hubieran deseado menos cálculos brillantes y más actividad reposada. Negábanle, sobre todo, experiencia del terreno. No era posible llegar así a un país y triunfar de golpe en lo más difícil que hay en él. No era capaz de una tarea ruda y juiciosa, y mucho menos visto el cuidado que el advenedizo tenía de su figura: no era hombre de trabajo.
Ahora bien, aunque a Braccamonte le dolía la falta de fe en su honradez, ésta le exasperaba menos, a fuer de italiano ardiente, que la creencia de que él no fuera capaz de ganar dinero. Con su hambre de triunfo, rabiaba tras ese primer fracaso.
Pasó un mes nervioso, hostigando su imaginación. Hizo dos o tres viajes a Rosario, donde tenía amigos, y por fin dio con su negocio: comprar por menos de nada una legua de campo en el suroeste de Resistencia y abrirle salida al Paraná, aprovechando el alza del quebracho.
En esa región de esteros y zanjones la empresa era fuerte, sobre todo debiendo efectuarla a todo vapor; pero Braccamonte ardía como un tizón. Asociose con Banker, sujeto inglés, viejo contrabandista de obraje, y a los tres meses de su bancarrota emprendía marcha al Salado, con bueyes, carretas, mulas y útiles. Como obra preparatoria tuvieron que construir sobre el Salado una balsa de cuarenta bordelesas. Braccamonte, con su ojo preciso de ingeniero nato, dirigía los trabajos.
Pasaron. Marcharon luego dos días, arrastrando penosamente las carretas y alzaprimas hundidas en el estero, y llegaron al fin al Monte Negro. Sobre la única loma del país hallaron agua a tres metros, y el pozo se afianzó con cuatro bordelesas desfondadas. Al lado levantaron el rancho campal, y enseguida comenzó la tarea de los puentes. Las cinco leguas desde el campo al Paraná estaban cortadas por zanjones y riachos, en que los puentes eran indispensables. Se cortaban palmas en la barranca y se las echaba en sentido longitudinal a la corriente, hasta llenar la zanja. Se cubría todo con tierra, y una vez pasados bagajes y carretas avanzaban todos hacia el Paraná.
Poco a poco se alejaban del rancho, y a partir del quinto puente tuvieron que acampar sobre el terreno de operaciones. El undécimo fue la obra más seria de la campaña. El riacho tenía 60 metros de ancho, y allí no era utilizable el desbarrancamiento en montón de palmas. Fue preciso construir en forma pilares de palmeras, que se comenzaron arrojando las palmas, hasta lograr con ellas un piso firme. Sobre este piso colocaban una línea de palmeras nivelada, encima otra transversal, luego una longitudinal, y así hasta conseguir el nivel de la barranca. Sobre el plano superior tendían una línea definitiva de palmas, afirmadas con clavos de urunday a estaciones verticales, que afianzaban el primer pilar del puente. Desde esta base repetían el procedimiento, avanzando otros cuatro metros hacia la barranca opuesta. En cuanto al agua, filtraba sin ruido por entre los troncos.
Pero esa tarea fue lenta, pesadísima, en un terrible verano, y duró dos meses. Como agua, artículo principal, tenían la límpida, si bien oscura, del riacho. Un día, sin embargo, después de una noche de tormenta, aquél amaneció plateado de peces muertos. Cubrían el riacho y derivaban sin cesar. Recién al anochecer, disminuyeron. Días después pasaba aún uno que otro. A todo evento, los hombres se abstuvieron por una semana de tomar esa agua, teniendo que enviar un peón a buscar la del pozo, que llegaba tibia.
No era sólo esto. Los bueyes y mulas se perdían de noche en el campo abierto, y los peones, que salían al aclarar, volvían con ellos ya alto el sol, cuando el calor agotaba a los bueyes en tres horas. Luego pasaban toda la mañana en el riacho luchando, sin un momento de descanso, contra la falta de iniciativa de los peones, teniendo que estar en todo, escogiendo las palmas, dirigiendo el derrumbe, afirmando, con los brazos arremangados, los catres de los pilares, bajo el sol de fuego y el vaho asfixiante del pajonal, hinchados por tábanos y barigüís. La greda amarilla y reverberante del palmar les irritaba los ojos y quemaba los pies. De vez en cuando sentíanse detenidos por la vibración crepitante de una serpiente de cascabel, que sólo se hacía oír cuando estaban a punto de pisarla.
Concluida la mañana, almorzaban. Comían, mañana y noche, un plato de locro, que mantenían alejado sobre las rodillas, para que el sudor no cayera dentro. Esto, bajo su único albergue, un cobertizo hecho con cuatro chapas de cinc, que enceguecían entre moarés de aire caldeado. Era tal allí el calor, que no se sentía entrar el aire en los pulmones. Las barretas de fierro quemaban en la sombra.
Dormían la siesta, defendidos de los polvorines por mosquiteros de gasa que, permitiendo apenas pasar el aire, levantaban aún la temperatura. Con todo, ese martirio era preferible al de los polvorines.
A las dos volvían a los puentes, pues debían a cada momento reemplazar a un peón que no comprendía bien, hundidos hasta las rodillas en el fondo podrido y fofo del riacho, que burbujeaba a la menor remoción, exhalando un olor nauseabundo. Como en estos casos no podían separar las manos del tronco, que sostenían en alto a fuerza de riñones, los tábanos los aguijoneaban a mansalva.
Pero, no obstante esto, el momento verdaderamente duro era el de la cena. A esa hora el estero comenzaba a zumbar, y enviaba sobre ellos nubes de mosquitos, tan densas, que tenían que comer el plato de locro caminando de un lado para otro. Aun así no lograban paz; o devoraban mosquitos o eran devorados por ellos. Dos minutos de esta tensión acababa con los nervios más templados.
En estas circunstancias, cuando acarreaban tierra al puente grande, llovió cinco días seguidos, y el charque se concluyó. Los zanjones, desbordados, imposibilitaron nueva provista, y tuvieron que pasar quince días a locro guacho, maíz cocido en agua únicamente. Como el tiempo continuó pesado, los mosquitos recrudecieron en forma tal que ya ni caminando era posible librar el locro de ellos. En una de esas tarde, Banker, que se paseaba entre un oscuro nimbo de mosquitos, sin hablar una palabra, tiró de pronto el plato contra el suelo, y dijo que no era posible vivir más así; que eso no era vida; que él se iba. Fue menester todo el calor elocuente de Braccamonte, y en especial la evocación del muy serio contrato entre ellos para que Banker se calmara. Pero Braccamonte, en su interior, había pasado tres días maldiciéndose a sí mismo por esa estúpida empresa.
El tiempo se afirmó por fin, y aunque el calor creció y el viento norte sopló su fuego sobre las caras, sentíase aire en el pecho por lo menos. La vida suavizose algo —más carne y menos mosquitos de comida—, y concluyeron por fin el puente grande, tras dos meses de penurias. Había devorado 2700 palmas. La mañana en que echaron la última palada de tierra, mientras las carretas lo cruzaban entre la gritería de triunfo de los peones, Braccamonte y Banker, parados uno al lado de otro, miraron largo rato su obra común, cambiando cortas observaciones a su respecto, que ambos comprendían sin oírlas casi.
Los demás puentes, pequeños todos, fueron un juego, además de que al verano había sucedido un seco y frío otoño. Hasta que por fin llegaron al río.
Así, en seis meses de trabajo rudo y tenaz, quebrantos y cosas amargas, mucho más para contadas que pasadas, los dos socios construyeron catorce puentes, con la sola ingeniería de su experiencia y de su decisión incontrastable. Habían abierto puerto a la madera sobre el Paraná, y la especulación estaba hecha. Pero salieron de ella con las mejillas excavadas, las duras manos jaspeadas por blancas cicatrices de granos, con rabiosas ganas de sentarse en paz a una mesa con mantel.
Un mes después —el quebracho siempre en suba—, Braccamonte había vendido su campo, comprado en 8000 pesos, en 22.000. Los comerciantes de Resistencia no cupieron de satisfacción al verse pagados, cuando ya no lo esperaban, aunque creyeron siempre que en la cabeza del italiano había más fantasía que otra cosa.