El Puritano

Horacio Quiroga


Cuento


Los talleres del cinematógrafo, esos estudios a cuyo rededor millones de rostros giran en una órbita de curiosidad nunca saciada y de ensueño jamás satisfecho, han heredado del muerto taller de pintura su leyenda de fastuosas orgías sobre el altar del arte.

La libertad de espíritu habitual a los grandes actores, por una parte, y sus riquísimos sueldos de que hacen gala, por la otra, explican estos festivales que no pocas veces tienen por único objeto mantener vibrante el pasmo del público, ante las fantásticas, lejanas estrellas de Hollywood.

Concluida la tarea del día, el estudio queda desierto. Tal vez los talleres técnicos prosigan por toda la noche su labor, y acaso a uno o diez kilómetros el tumulto diario se prolongue todavía en una fiesta oriental. Pero en los sets, en el estudio propiamente dicho, reina ahora el más grande silencio.

Este silencio y esta impresión de abandono desde semanas atrás se exhalan más particularmente del guardarropa central, vasto hall cuya portada, tan ancha que daría paso a tres autos, se abre al patio interior, a la gran plaza enarenada de todos los talleres.

Para anular los riesgos de incendios, el guardarropa se halla aislado en el fondo de la plaza, y su gran portón no se cierra nunca. Por entre sus hojas replegadas, en las noches claras la luna invade gran parte del oscuro hall. En ese recinto en calma, adonde no llega siquiera el chirrido de las máquinas reveladoras, tenemos en la alta noche nuestra tertulia los actores muertos del film.

La impresión fotográfica en la cinta, sacudida por la velocidad de las máquinas, excitada por la ardiente luz de los focos, galvanizada por la incesante proyección, ha privado a nuestros tristes huesos de la paz que debía reinar sobre ellos. Estamos muertos, sin duda; pero nuestro anonadamiento no es total. Una sobrevida intangible, apenas cálida para no ser de hielo, rige y anima nuestros espectros. Por el guardarropa en paz deambulamos a la luz de la luna, sin ansias, sin pasiones, ni recuerdos. Algo como un vago estupor se cierne sobre nuestros movimientos. Pareceríamos sonámbulos, indiferentes los unos a los otros, si la penumbra inmediata del recinto no fingiera un vago hall de mansión, donde los fantasmas de lo que hemos sido prosiguen un sutil remedo de vida.

No hemos agitado en vano el alma de las estrellas que nos sobreviven; no hemos dejado cien veces dormir en sus brazos nuestro corazón, para que sus films presentes no sean el comento nocturno de nuestros conciliábulos. Nuestro propio pasado —vida, luchas y amores— nos está cerrado. Nuestra existencia arranca de un golpe de obturador. Somos un instante: tal vez imperecedero, pero un solo instante espectral. El film y la proyección que nos han privado del sueño eterno nos cierran el mundo, fuera de la pantalla, a cualquier otro interés.

Nuestra tertulia no siempre reúne, sin embargo, a todos los visitantes del guardarropa. Cuando uno falta a aquélla, ya sabemos que algún film en que actuó se pasa en Hollywood.

—Está enfermo —decimos nosotros—. Se ha quedado en casa.

A la noche siguiente, o tres o cuatro después, el fantasma vuelve a ocupar su sitio habitual en la compañía que prefiere. Y aunque su semblante expresa fatiga y en su silueta se perciben los finos estragos de una nueva proyección, no hay en ellos rastros de verdadero sufrimiento.

Diríase que durante el tiempo invertido en el pasaje de su film, el actor estuvo sometido a un sueño de semiinconsciencia.

Cosa muy distinta sucedía con Ella (no quiero nombrarla), la hermosa y vívida estrella, que una noche hizo en el guardarropa su entrada entre nosotros —muerta.

No es para nadie una novedad el éxito que alcanzó en vida esta actriz en su brillante y fugaz carrera de meteoro. De la mujer, poseyó las más ricas calidades. La extrema belleza del rostro, del cuerpo, del sentimiento —cualquiera de estos supremos dones puede por sí solo derribar un alma femenina con su excesivo encanto. Ella, casi como un castigo, poseyó y soportó los tres.

Todo le fue acordado en su breve paso por el mundo. Conoció las locuras del éxito, de la fortuna, de la vanidad, de la adulación, del peligro. Sólo las locuras del amor le fueron negadas.

Entre todos los hombres que se le rendían, a su lado mismo o a través de dos mil leguas de clamor y deseo, Ella se ofreció toda entera al único ser capaz de desecharla: un puritano de principios morales inviolables, que antes de conocer a la actriz había puesto su honor en su esposa y su tierno hijo de diez meses.

No era fácil adivinar, en un cuáquero de rancia cepa como Dougald Mac Namara, el estado de sus sentimientos; pero a nadie hubiera sido grato soportar el choque que en su corazón libraban sus principios austeros con su culpable amor.

Ella lo había conocido en el estudio, pues el afortunado mortal poseía intereses en el cine. Y aunque Ella no había llegado a tenderle nunca los labios, sabía bien que, de haberlo hecho, él le habría apartado los brazos de su cuello, rígido y duro como el mismo deber. Las razas rubias suelen dar de vez en cuando al mundo uno de estos admirables seres, eternamente incomprensibles para los que tenemos la conciencia y los ojos más oscuros.

Ella sabía bien que él la amaba; pero no como un hombre, sino como un héroe. Y cuando un amante usurpa para sí todo el heroísmo del amor, al otro no le queda sino morir.

En suma: el padre de familia devolvió, amargo hasta las heces, el cáliz de amor que Ella le tendía con su cuerpo. Y Ella, sin fuerzas para resistirlo, se mató.

Suicida, en efecto, no podía Ella disfrutar de nuestra mansa paz, ni le habían sido vedados el amor y el dolor. Su corazón latía siempre; y en sus ojos, profundamente excavados, no podíamos adivinar qué dosis de arsénico o de mortal amor los dilataba aún con angustia.

Porque al revés de lo que pasaba con nosotros, Ella vivía a medias, sufría con fidelidad la pasión de sus personajes. Cuando nuestros films se exhibían, nosotros, como ya lo he advertido, desaparecíamos de la tertulia. Ella, no. Permanecía recostada allí mismo, arropada de frío, con la expresión ansiosa y jadeante. Simulábamos no notar su presencia en tales casos; pero cuando apenas concluida la proyección se incorporaba en el diván, ella misma nos expresaba entonces su quebranto.

—¡Oh, qué angustia! —nos decía descubriéndose la frente—. Siento todo lo que hago, como si no hubiera fingido en el estudio… Antes, yo sabía que al concluir una escena, por fuerte que hubiera sido, podía pensar en otra cosa, y reírme… Ahora, no… ¡Es como si yo misma fuera el personaje…!

Bien. Nosotros habíamos llegado legalmente al término de nuestros días y nada les debíamos. Ella había tronchado los suyos. Su vida inconclusa sufría un fuerte déficit, que su fantasma cinematográfico se iba cobrando, escena tras escena, de lo que Ella había supuesto fingidos dolores…

Debía pagar. De su amor, nada nos había dicho, hasta la noche en que al concluir su tarea murmuró amargamente:

—¡Si al menos… si al menos pudiera no verlo…!

¡Oh! No nos era tampoco necesario recordar, para que comprendiéramos el sufrimiento de la pobre criatura: noche tras noche, después de un mes de completa desaparición de Hollywood, Mac Namara asistía desde la platea del Monopole, y sin faltar a una, a las cintas de Ella.

Nunca hasta hoy la literatura ha sacado todo el partido posible de la tremenda situación entablada cuando un esposo, un hijo, una madre, tornan a ver en la pantalla, palpitante de vida, al ser querido que perdieron. Pero jamás tampoco fue supuesta una tortura igual a la de una enamorada que ve por fin entregarse al hombre por quien ella se mató, y que no puede correr delirante a sus brazos, no puede mirarlo, ni volverse siquiera a él, porque toda ella y su amor no son ya más que un espectro fotográfico.

Tampoco debía ser risueño lo que pasaba por el corazón del puritano, cuya mujer e hijo dormían en sosiego, pero cuyos ojos abiertos contemplaban viva a la actriz. Hay sentimientos a los que no se puede dar cuerpo verbal, mas que es posible seguir perfectamente con los ojos cerrados. Los de Dougald Mac Namara pertenecían a este género.

Para nosotros, sin embargo, únicamente la situación de Ella ofrecía vivo interés. Es muy triste cosa haber muerto en vano, cuando la vida exige todavía lo que ya no se le puede dar.

—¡No es posible —dejaba Ella escapar a veces después de su trance— sufrir más de lo que sufro! ¡Tres cuartos de hora viéndolo en la platea…! ¡Y yo, aquí…!

Insensiblemente, todos habíamos olvidado nuestros paseos a la luz de la luna y nuestros cuchicheos sin calor, para no contemplar sino aquel tormento. Presentíamos de un modo oscuro que Ella no podría resistir las torturas que con una crueldad sin ejemplo proseguía infligiéndole su vida trunca.

¡Morir de nuevo! ¿Pero nunca, nunca debía hallar descanso quien lo buscó rendida más allá de la existencia, comprando con puñados de arsénico la parálisis de su amor?

—¡Oh, morir! —decía ella misma, oprimiéndose la cara entre las manos—. ¡Y no verlo, no verlo más!

Pero del otro lado de la pantalla, Dougald Mac Namara no apartaba sus ojos de Ella.

Una noche, a la hora triste, mientras Ella yacía inmóvil en el diván, semioculta por cuantos plaids habíamos podido echar sobre su cuerpo, la joven apartó de pronto las manos de sus ojos.

—No está… —dijo lentamente—. Hoy no ha venido…

La proyección de la cinta continuaba, pero la actriz no parecía ya sufrir la pasión de sus personajes. Todo se había desvanecido en la nada inerte, dejando en compensación un sendero de lívida y tremenda angustia, que iba desde una butaca vacía hasta un diván espectral.

Ni a la noche siguiente, ni a la otra, ni a las que le sucedieron por un mes, Dougald Mac Namara volvió.

¿Debo advertir que desde media hora antes de la exhibición en todas esas noches, nuestros labios permanecieron mudos, y que desde el primer chirrido del film, nuestros ojos no abandonaban a la enferma?

También Ella esperaba —¡y de qué modo!— el comienzo de la proyección. Durante un largo rato —el tiempo de buscarlo en la sala—, su rostro adelgazado por el suicidio lucía hasta lo fantástico de ansiosa esperanza. Y cuando sus ojos se cerraban por fin —¡Mac Namara no había ido!—, el aplastamiento agónico de sus rasgos sólo era comparable al delirio anterior.

Nuevas noches se sucedieron, en vano. La butaca del Monopole proseguía desierta.

En un austero hogar de cualquier alameda, un hombre de principios rígidos debía de velar el sueño de su casta esposa y su puro infante. Cuando se ha resistido a una cálida boca que implora ser besada, se resiste muy bien a una danzante ilusión de celuloide. Después de un instante de flaqueza, Mac Namara no retornaría más al Monopole.

Tal lo creíamos. Ella no expresaba ya sus deseos de morir; se moría.

Una noche, por fin, al breve rato de iniciarse la proyección, y mientras nosotros no perdíamos de vista su semblante, sus manos de muerta se arrancaron bruscamente de los ojos.

Súbitamente su rostro se iluminó de felicidad hasta ese radiante esplendor de que sólo la vida posee el secreto, y tendiendo los brazos adelante lanzó un grito. ¡Pero qué grito, oh, Dios!

—Lo ha visto… —nos dijimos nosotros—. ¡Ha vuelto al Monopole!

Era más. Allá, en un lugar cualquiera del mundo, el puritano de rígidos principios acababa de pegarse un tiro.

Hay algo, pues, superior a la Muerte y al Deber. A dos pasos de nosotros, ahora, los amantes están estrechados. Nunca se separarán. Él sofocó su amor impuro, fue vencido temporalmente cuando iba a esconderse en una butaca, y regresó por fin triunfal a su hogar austero. Ahora está a su lado, en el diván.

Ella sonríe de dicha casi carnal, pura como su muerte. Nada debe ya al destino y descansa feliz. Su vida está cumplida.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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