La noche estaba oscura y sofocante. A pesar de los ventiladores el salón del París abrasaba y, dejando que la señorita del piano prosiguiera sus valses, salimos con Kelvin a la toldilla de popa. No había viento, pero la marcha del buque traía de proa bocanadas de aire. Muy lejos, al Oeste, el destello de Buenos Aires aclaraba el cielo, y de vez en cuando los arcos de la dársena fosforescían aún a flor de agua.
Nos recostamos en la borda. Sin quitar el mentón de la mano, veíamos ahogarse uno a uno los puntos eléctricos. El resplandor lechoso del horizonte se iba hundiendo lentamente, y a la izquierda, en semicírculo, el cielo iluminado de Quilmes y de La Plata se apagaba también.
Había en ese paisaje nocturno vasto teatro de ausencia, fuera de la melancolía inherente al abandono de un lugar cualquiera, que por ese solo hecho, nos parece ha interesado mucho nuestra vida. Pero cuando se ha charlado dos horas sobre disociación de la materia, y se ha pensado un rato en el actual concepto del éter: un sólido sin densidad ni peso alguno; después de ese desvarío mental, los paisajes poéticos adquieren rara fisonomía.
En efecto, yo leía entonces el curioso libro de Le Bon La evolución de la materia. Había visto en él cosas tan peregrinas como la antedicha definición del éter, y el constante aniquilamiento de la materia que se desmenuza sin cesar con tan espantosa violencia, que sus partículas se proyectan en el espacio con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo. Y muchas cosas más.
Le Bon prueba allí, o pretende probar, que la incesante desmaterialización del radio es general a todos los cuerpos. De donde, millón de siglos más o menos, la materia volverá a la nada de que ha salido.
Se comprende así que la negra noche, y el último destello sobre el horizonte de las ciudades muertas, nos provocaran ideas concomitantes de inutilidad, aniquilamiento irreparable y tumba en el éter.
Tanto más fácil nos era eso cuanto que Kelvin conocía el libro de Le Bon. Su apellido, desde luego, me había llamado la atención, a mí que salía de Buenos Aires muy intrigado con La evolución de la materia. Lord Kelvin, uno de los más ilustres físicos contemporáneos, es quien en efecto ha dado la extraordinaria definición del éter sideral e interatómico: «es un sólido elástico, sin densidad ni peso, que llena todo el espacio».
—¡Rudyard Kelvin! —había exclamado yo al oír su nombre en la mesa (la casualidad nos había sentado uno al lado del otro)—. Permítame la indiscreción: sería usted pariente de Kelvin, el célebre…
—No, señor —me respondió—. Mi familia es inglesa, y aun de la misma ciudad que mi sabio homónimo; pero no tengo parentesco alguno con él.
Supe así que mi nuevo conocido, educado en Inglaterra, vivía en Buenos Aires desde diez meses atrás. Pero en el transcurso de nuestra charla científica me cupo saber otras cosas.
Entre los más curiosos experimentos de Le Bon, me había interesado —acaso en mi condición de antiguo aficionado a fotografías— el hecho de que un cuerpo expuesto un momento al sol, y colocado en plena oscuridad sobre una placa sensible, la impresiona. Aún más: si se interpone un grueso papel negro entre el objeto y la placa, la reproducción fotográfica es igualmente nítida.
Recordé el fenómeno, agregando que sentía no trabajar más en eso, pues me hubiera agradado constatarlo.
—Y lo hubiera constatado —respondió Kelvin—; es perfectamente fácil.
—Sin embargo…
—Sí, ya sé lo que va usted a decir: no es regular el fenómeno, no siempre se produce. A mí…
Y se calló.
—¿Qué? —pregunté.
—Nada —repuso brevemente cambiando de postura—. Tengo recuerdos no alegres de esas cosas.
Lo miré entonces con curiosa indiscreción. Seguramente Kelvin dominaba el asunto.
—Pero usted ha investigado mucho en eso —insistí.
—Mucho. Hasta hace seis meses… Realmente hace mucho calor; tal vez se levante temporal.
Era muy posible que el temporal se levantara: pero era también evidente que mi interlocutor había sido tocado en lo vivo por esos asuntos. ¿Qué relación podía haber entre tal gran pena y un mísero cuerpo asoleado? No me era ciertamente sencilla la solución, y aun mi curiosidad no fue grande. De modo que en el transcurso del viaje, y durante la charla posterior, no me acordé más de Le Bon, materia disociada y lord Kelvin. Nos separamos al día siguiente al desembarcar en Montevideo.
Pero a pesar de todo, la impresión de aquel incidente debe de haber sido duradera en mí, porque un mes más tarde, y de nuevo en Buenos Aires, me mostré muy curioso al hallar a una persona que conocía un poco a Rudyard Kelvin. Supe que mi amigo de una noche había investigado hondamente lo que llamaríamos magia negra de la luz: rayos catódicos, rayos X, rayos ultravioleta y demás. Por otra parte, Kelvin había perdido a su novia dos años antes.
Como en otra ocasión, no pude hilvanar lógicamente la muerte de su prometida con la radioactividad de una piedra asoleada. Hasta que cuatro meses después la casualidad nos reunía de nuevo a bordo del París, esta vez de regreso de Montevideo.
Lo vi cuando concluíamos de comer, e iguales circunstancias de depresión y calor sofocante nos reunieron otra vez en la toldilla. Igual negra calma silenciosa, e igual vasto panorama de ausencia en esa nocturna huida en vapor. Montevideo aclaraba también el cielo sobre el horizonte, y la melancolía de otro momento tornaba a recostarme en la borda.
Y supe la historia. No sé si inspiré a Kelvin esa confianza ciega que suele arrancarnos de golpe un individuo al que apenas conocemos, por un detalle cualquiera, el modo de mirar, la manera de cerrar los labios, la brevedad de una respuesta. Acaso haya influido también el té o whisky que en la raza inglesa remedia a tan alto grado la depresión atmosférica. Su tensión sentimental puede haberlo justificado. De todos modos Rudyard Kelvin me hizo el honor de contarme esta extraña historia:
—¿Usted quedó intrigado la primera vez, con los fenómenos de fotografía de que hablamos, no es cierto? Y sobre todo porque le había hecho entrever un drama en todo eso, ¿no es verdad también? ¡Sí, sí! Usted quiere saber por qué y cómo la placa sensible… Óigame: yo habitaba entonces en Epsom, y desde que había llegado de Londres vivía huroneando sombríamente entre bobinas, pantallas de sulfuro y espectroscopios. Creo haber sido de los primeros en observar el fenómeno de emisión de rayos especiales en los cuerpos asoleados. Pasé días enteros en la oscuridad impresionando placas, sin otro resultado que constatar la irregularidad del fenómeno, como le dije la otra vez. Le Bon abandonó por igual motivo.
»No era eso sólo. Vea, aquí entre los dedos… ¿ve? Sí, tuve tres meses los dedos ulcerados… Son los rayos X. Después, una tarde… ¿No le he dicho nada aún? Yo tenía una novia… Edith. En fin… Usted sabe cómo se quiere a la novia, ¿no es eso?
»Una tarde el automóvil volcó. Se rompió las dos piernas, justamente las dos piernas, los dos muslos por el medio… Pasé tres días como un loco, llorando rabiosamente sobre mis puños. Al principio hubo esperanza: después sobrevinieron las cosas de siempre, falta de reacción, arterias, ¡qué sé yo! Lo que le puedo asegurar es que me enloquecía verla… Y fíjese: ¡los dos muslos rotos! Muriéndose y mirándome sin cesar… la novia de uno, ¿no es verdad?
»Luego… No me separaba casi un momento de su lado… Y no me miraba sino a mí… No podía hablar. Pero esa mirada dilatada, fija en mí, sin ver a sus padres, ni a sus hermanos, ni a nadie… ¿Usted comprende?
»Al morir habló.
»—¡Rudyard! —me dijo—, quiero morir sola contigo…
»Los padres estaban allí, y los hermanos… Y no apartaba sus ojos de mí…
»—¡Rudyard! —repitió—, que nos dejen solos… quiero morir contigo…
»¡Su voz, ronca!… Usted ha oído esa ronquera de la voz cuando se muere, y nos llaman pesadamente, insistentemente con esa voz…
»—¡Rudyard!, morir contigo…
»¡Ah! Y nadie más existía fuera de mí… Se fueron todos, y quedé con ella, en mis brazos…
»Bueno; ya le he dicho cómo murió. Entonces lisa, cabal y llanamente decidí matarme. Pero esto se ve, ¿no es cierto? Se ve enseguida en la cara de uno. El padre me recordó que yo, antes que todo, era hombre. ¡Sí, lo sé! ¿Pero qué haría sin ella?
»—Júreme que resistirá siete días —me dijo.
»Se lo prometí. Pasados los siete días había hallado fuerzas para continuar. Me encerré en el laboratorio, y trabajé —¡no sé cómo al principio!— y fue entonces cuando obtuve su retrato.
»Había vuelto a la impresión de placas a través de un obstáculo, por medio de cuerpos asoleados. Una mañana caí en la cuenta de que el ojo humano podría perfectamente, como un cuerpo cualquiera, impresionar la gelatina. Pero como su interior ha sido herido por la luz, y hay allí una lente biconvexa… ¿Usted comprende? Enseguida abrí la ventana, miré largo rato fijamente la pared del corredor, y encerrado de nuevo en la oscuridad, me puse de codos sobre una placa sensible. No me moví durante cinco minutos. Revelé, y muy lentamente apareció la pared blanca del corredor y la mancha oscura del cuadro en el medio, un paisaje de caza…
»Pero completamente fuera de foco… Ni el iris ni el cristalino podían ajustarse en la oscuridad. Recurrí a la luz roja, y entonces el resultado fue preciso… Pero en esos días leí que en Estados Unidos el experimento se había hecho ya.
»¡Y qué días esos, sin embargo! Cuando volvía bruscamente en mí… Usted sabe, esa sensación de súbita pesadilla… ¡Ya no vivía más! ¡Nunca, nunca más la vería!…
»Bueno; no sé ni le podría decir por qué se me ocurrió ese absurdo… Fíjese: dispuse una placa sensible, y durante media hora tuve mis ojos en ella, pensando en Edith con cuanto desesperado amor me desbordaba del alma. La veía allí, me miraba, la mirada de amor que se recuerda sobre todas las cosas, ¿verdad? Fíjese en esto: al revelar la placa apareció su imagen. Usted ve, me temblaban las manos… ¡La veía! ¡A ella! Me miraba sonriendo apenas, como siempre que nos mirábamos de cerca…
»Era un perfecto retrato. Fijé e imprimí volando. ¡Era ella misma! ¡Qué locura de dolor!… La besé… ¿no es cierto? No sé cómo no me maté esa vez.
»En fin, durante un mes, dos meses, obtuve todos los días su retrato. Luego, cada tres o cuatro. Una tarde entré en el laboratorio, después de quince días de abandono, y repetí el experimento.
»La vi, era ella siempre, siempre mirándome… pero sobre el rostro había un velo blanquecino que en vano traté de corregir. Los ojos, sobre todo; un velo pálido que nublaba su mirada. Un mes después —¡solamente un mes después!— me acordé de nuevo de verla… Dispuse la placa, la miré más largamente que antes, y la vi muerta. Estaba muerta, ¿usted comprende? ¡Los ojos cerrados, hundidos, la boca entreabierta, muerta completamente!
»Y entonces, sólo entonces comprendí que ya había dejado de quererla.
Kelvin calló. Y recostándose en la borda, fijó los ojos en el cielo de Montevideo que un lechoso destello aclaraba aún.
Por mi parte, confieso que había olvidado el aspecto científico del fenómeno.
—A pesar de todo —le dije al rato— me parece que usted ha vuelto a quererla.
No me respondió.
—Yo, en su lugar, repetiría el experimento —continué.
Esta vez se volvió, sentándose de nuevo con una sacudida de hombros.
—¿Para qué? —repuso—. Hace seis meses lo repetí. Estaba a mi lado un muchacho de casa que me arreglaba el laboratorio. El chico me preguntó qué iba a hacer; le dije que miraría fijamente… Revelé y su imagen, la de Edith, apareció nítida, sonriente, radiante de vida… Pero con los ojos dirigidos al muchacho… Éste la había visto dos o tres veces apenas, y seguramente había mirado como yo… Y bastaba a revivirla… El ínfimo cariño que pudiera haberle tenido a ella la revivía…
»¿Qué quiere usted que yo haga después de eso?