El Salvaje

Horacio Quiroga


Cuento



El sueño

Después de traspasar el Guayra, y por un trecho de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la navegación. Constituye allí, entre altísimas barrancas negras, una canal de doscientos metros de ancho y de profundidad insondable. El agua corre a tal velocidad que los vapores, a toda máquina, marcan el paso horas y horas en el mismo sitio. El plano del agua está constantemente desnivelado por el borbollón de los remolinos que en su choque forman conos de absorción, tan hondos a veces que pueden aspirar de punta a una lancha a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto, puede hacer las delicias de un botánico, en razón de la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas, que excitan en la flora guayreña una lujuria fantástica.

En esa región fui huésped, una tarde y una noche, de un hombre extraordinario que había ido a vivir a Guayra, solo como un hongo, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización, que todo se lo daba hecho; por lo que se aburría. Pero como quería ser útil a los que vivían sentados allá abajo aprendiendo en los libros, instaló una pequeña estación meteorológica, que el gobierno argentino tomó bajo su protección.

Nada hubo que observar durante un tiempo a los registros que se recibían de vez en cuando; hasta que un día comenzaron a llegar observaciones de tal magnitud, con tales decímetros de lluvia y tales índices de humedad, que nuestra Central creyó necesario controlar aquellas enormidades. Yo partía entonces para una inspección a las estaciones argentinas en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un poco la mano, podía alcanzar hasta allá.

Fue lo que hice. Pero el hombre no tenía nada de divertido. Era un individuo alto, de pelo y barba muy negros, muy pálido a pesar del sol, y con grandes ojos que se clavaban inmóviles en los de uno sin desviarse un milímetro. Con las manos metidas en los bolsillos, me veía llegar sin dar un paso hacia mí. Por fin me tendió la mano, pero cuando ya hacía rato que yo le ofrecía la mía con una sostenida sonrisa.

En el resto de la tarde, que pasamos sentados bajo la veranda de su rancho-chalet, hablamos de generalidades. O mejor dicho, hablé yo, porque el hombre se mostraba muy parco de palabras. Y aunque yo ponía particular empeño en sostener la charla, algo había en la reserva de mi hombre que ahogaba el hábito civilizado de cambiar ideas.

Cayó la noche sumamente pesada. Al concluir de cenar volvimos de nuevo a la veranda, pero nos corrió presto de ella el viento huracanado salpicado de gotas ralas, que barría hasta las sillas. Calmó aquél bruscamente, y el agua comenzó entonces a caer, la lluvia desplomada y maciza de que no tiene idea quien no la haya sentido tronar horas y horas sobre el monte, sin la más ligera tregua ni el menor soplo de aire en las hojas.

—Creo que tendremos para rato —dije a mi hombre.

—Quién sabe —respondió—. A esta altura del mes no es probable.

Aproveché entonces la ruptura del hielo para recordar la misión particular que me había llevado allá.

—Hace varios meses —comencé—, los registros de su pluviómetro que llegaron a Buenos Aires…

Y mientras exponía el caso, puse de relieve la sorpresa de la Central por el inesperado volumen de aquellas observaciones.

—¿No hubo error? —concluí—. ¿Los índices eran tales como usted los envió?

—Sí —respondió, mirándome de pleno con sus ojos muy abiertos e inmóviles.

Me callé entonces, y durante un tiempo que no pude medir, pero que pudo ser muy largo, no cambiamos una palabra. Yo fumaba; él levantaba de rato en rato los ojos a la pared, al exterior, a la lluvia, como si esperara oír algo tras aquel sordo tronar que inundaba la selva. Y para mí, ganado por el vaho de excesiva humedad que llegaba de afuera, persistía el enigma de aquella mirada y de aquella nariz abiertas al olor de los árboles mojados.

—¿Usted ha visto un dinosaurio?

Esto acababa de preguntármelo él, sin más ni más.

En la época actual, en compañía de un hombre culto que se ha vuelto loco, y que tiene un resplandor prehistórico en los ojos, la pregunta aquella era bastante perturbadora. Lo miré fijamente; él hacía lo mismo conmigo.

—¿Qué? —dije por fin.

—Un dinosaurio… un nothosaurio carnívoro.

—Jamás. ¿Usted lo ha visto?

—Sí.

No se le movía una pestaña mientras me miraba.

—¿Aquí?

—Aquí. Ya ha muerto… Anduvimos juntos tres meses.

¡Anduvimos juntos! Me explicaba ahora bien la luz prehistórica de sus ojos, y las observaciones meteorológicas de un hombre que había hecho vida de selva en pleno periodo secundario.

—Y las lluvias y la humedad que usted anotó y envió a Buenos Aires —le dije—, ¿datan de ese tiempo?

—Sí —afirmó tranquilo. Alzó las orejas y los ojos al tronar de la selva inundada, y agregó lentamente—: Era un nothosaurio… Pero yo no fui hasta su horizonte; él bajó hasta nuestra edad… Hace seis meses. Ahora… ahora tengo más dudas que usted sobre todo esto. Pero cuando lo hallé sobre el peñón en el Paraná, al crepúsculo, no tuve duda alguna de que yo desde ese instante quedaba fuera de las leyes biológicas. Era un dinosaurio, tal cual; volvía el pescuezo en alto a todos lados, y abría la boca como si quisiera gritar, y no pudiera. Yo, por mi parte, tranquilo. Durante meses y meses había deseado ardientemente olvidar todo lo que yo era y sabía, y lo que eran y sabían los hombres… Regresión total a una vida real y precisa, como un árbol que siempre está donde debe, porque tiene razón de ser. Desde miles de años la especie humana va al desastre. Ha vuelto al mono, guardando la inteligencia del hombre. No hay en la civilización un solo hombre que tenga un valor real si se le aparta. Y ni uno solo podría gritar a la Naturaleza: «yo soy».

»Día tras día iba rastreando en mí la profunda fruición de la reconquista, de la regresión que me hacía dueño absoluto del lugar que ocupaban mis pies. Comenzaba a sentirme, nebuloso aún, el representante verdadero de una especie. La vida que me animaba era mía exclusivamente. Y trepando como en un árbol por encima de millones de años, sintiéndome cada vez más dueño del rincón del bosque que dominaban mis ojos a los cuatro lados, llegué a ver brotar en mi cerebro vacío, la lucecilla débil, fija, obstinada e inmortal del hombre terciario.

»¿Por qué asustarme, pues? Si el removido fondo de la biología lanzaba a plena época actual tal espectro, permitiéndole vivir, él, como yo, estaba fuera de las leyes normales de la vida.

»Nada que temer, por lo tanto. Me acerqué al monstruo y sentí una agria pestilencia de vegetación descompuesta. Como continuaba haciendo bailar el cuello allá arriba, le tiré una piedra. De un salto la bestia se lanzó al agua, y la ola que inundó la playa me arrastró con el reflujo. El dinosaurio me había visto, y se balanceaba sobre 200 brazas de agua. Pero entonces gritaba. ¿El grito?… No sé… Muy desafinado. Agudo y profundo… Cosa de agonía. Y abría desmesuradamente la boca para gritar. No me miraba ni me miró jamás. Es decir, una vez lo hizo… Pero esto pasó al final.

»Salió por fin a tierra, cuando ya estaba oscuro, y caminamos juntos.

»Éste fue el principio. Durante tres meses fue mi compañero nocturno, pues a la primera frescura del día me abandonaba. Se iba, entraba en el monte como si no viera, rompiéndolo, o se hundía en el Paraná con hondos remolinos hasta el medio del río.

»Al bajar aquí habrá visto usted una picada maestra; se conserva limpia, aunque hace tiempo que no se trabaja yerba mate. El dinosaurio y yo la recorríamos paso a paso. Jamás lo hallé de día. La formidable vida creada por el Querer del hombre y el Consentimiento de las edades muertas, no me era accesible sino de noche. Sin un signo exterior de mutuo reconocimiento, caminábamos horas y horas uno al lado del otro, como sombríos hermanos que se buscaban sin comprenderse.

»De sus desmesurados hábitos de vida, enterrados bajo millones de años, no le quedaba más que ciega orientación a las profundidades más húmedas de la selva, a las charcas pestilentes donde las negras columnas de los helechos se partían y perdían el vello al paso de la bestia.

»Por mi parte, mi vida de día proseguía su curso normal aquí mismo, en esta casa, aunque con la mirada perdida a cada momento. Vivía maquinalmente, adherido al horizonte contemporáneo como un sonámbulo, y sólo despertaba al primer olor salvaje que la frescura del crepúsculo me enviaba rastreando desde la selva.

»No sé qué tiempo duró esto. Sólo sé que una noche grité, y no conocí el grito que salía de mi garganta. Y que no tenía ropa, y sí pelo en todo el cuerpo. En una palabra, había regresado a las eras pasadas por obra y gracia de mi propio deseo.

»Dentro de aquella silueta negra y cargada de espaldas que trotaba a la sombra del dinosaurio, iba mi alma actual, pero dormida, sofocada dentro del espeso cráneo primitivo. Vivíamos unidos por el mismo destierro ultramilenario. Su horizonte era mi horizonte; su ruta era la mía. En las noches de gran luna solíamos ir hasta la barranca del río, y allí quedábamos largo tiempo inmóviles, él con la cabeza caída al olor del agua allá abajo, yo acurrucado en la horqueta de un árbol. La soledad y el silencio eran completos. Pero en la niebla con olor a pescado que subía del Paraná, la bestia husmeaba la inmensidad líquida de su horizonte secundario, y abriendo la boca al cielo, lanzaba un breve grito. De tiempo en tiempo tornaba a alzar el cuello y a lanzar su lamento. Y yo, acurrucado en la horqueta, con los ojos entrecerrados de sueño e informe nostalgia, respondía a mi vez con un aullido.

»Pero cuando nuestra fraternidad era más honda, era en las noches de lluvia. Esta de ahora que está sintiendo es una simple garúa comparada con las lluvias de abril y mayo. Desde una hora antes de llover oíamos el tronar profundo de las gotas sobre el monte lejano. Desembocábamos entonces en una picada —no había aire, no había ruido, no había nada, sino un cielo fulgurante que cegaba—, y el dinosaurio tendía el cuello en el suelo y aplastaba la lengua sobre la tierra estremecida. Y cuando la lluvia llegaba por fin y se desplomaba, nos levantábamos y caminábamos horas y horas sin parar, respirando profundamente el diluvio que roncaba sobre la selva y crepitaba sobre el lomo del dinosaurio.

»A fines de noviembre, el sordo temblor de la tierra que llegaba desde el Guayra nos anunció que el río crecía. Y aquí, cuando el Paraná llega cargado de grandes lluvias, sube catorce metros en una noche.

»Y el agua subía y subía. Desde la costa oímos claro el retumbo del Guayra, y en las restingas veíamos pasar a nuestro lado, sobre el agua vertiginosa, todo lo que pasa ahogado o podrido en una inundación de primavera.

»Las noches, negras. El dinosaurio, excitado, bebía a cada instante un sorbo de agua, y sus ojos remontaban la tiniebla del río, hacia las inmensas lluvias que llegaban aún calientes. Y paso a paso costeábamos el Paraná remontando la inundación.

»Así un mes más. Cuanto quedaba en mí del hombre que le está hablando ahora, crujió, se aplastó, desapareció. Hasta que una noche…

El hombre se detuvo.

—¿Qué pasó? —le dije.

—Nada… Lo maté.

—¿Al… dinosaurio?

—Sí, a él. ¿No comprende? Él era un dinosaurio… un nothosaurio carnívoro. Y yo era un hombre terciario… una bestezuela de carne y ojos demasiado vivos… Y él tenía un olor pestilente de fiera. ¿Comprende ahora?

—Sí; continúe.

—Mientras quedó en mí un rastro de hombre actual, el monstruo surgido de las entrañas muertas de la Tierra por el deseo de ese mismo hombre, se contuvo. Después…

»Allá en el Norte, el Guayra retumbaba siempre por las aguas hinchadas, y el río subía y subía con una corriente de infierno. Y el dinosaurio, aplastado en la orilla, bebía a cortos sorbos, devorado de sed.

»Una noche, mientras el monstruo entraba y salía sin cesar del agua, y el remanso agitado por el oleaje parecía un mar, me hallé a mí mismo asomado tras un peñasco, espiando con el pelo erizado a la bestia enloquecida de hambre. Esto lo vi claro en ese momento. Y vi que a la par explotaba en mí la carga de terror almacenada millones de años, y que en esos tres meses de fraternidad hipnótica no había podido definir.

»Retrocedí, espiando siempre al monstruo, di vuelta al peñasco, y emprendí la carrera hacia un cantil de basalto que se levantaba a pique sobre veinte brazas de agua. La fiera me vio seguramente correr al fulgor de un relámpago, porque oí su alarido agudo, tal como nunca se lo había oído, y sentí la persecución. Pero yo llegaba ya y trepaba por una ancha rajadura de la mole.

»Cuando estuve en la cúspide me afirmé en cuatro pies, asomé la cabeza y vi al monstruo que me buscaba, rayado de reflejos porque llovía a torrentes. Y cuando me vio allá arriba comenzó a trotar alrededor del cantil en procura de un plano menos perpendicular, para alcanzarme. Al llegar a la orilla se lanzaba a nado, examinaba el peñón desde el agua, cobraba tierra y tornaba a hundirse en el Paraná. Y cuando un relámpago más sostenido lo destacaba sobre el río cribado de lluvia, nadando casi erguido para no perderme de vista, yo respondía a su alarido asesino con un rugido, abalanzándome sobre los puños.

»La lluvia me cegaba, al extremo que estuve a punto de perder pie en una grieta que no había sentido. Con un nuevo relámpago eché una ojeada atrás, y vi que la grieta circundaba completamente el bloque de basalto herido.

»De allí surgió mi plan de defensa. En guardia siempre, siguiendo al dinosaurio en su girar, tuve tiempo de descender diez metros y desprender una gran esquirla de la rajadura central, con la que volví a la cumbre. Y hundiéndola como una cuña en la grieta, hice palanca y sentí contra mi pecho la conmoción del peñasco a punto de precipitarse.

»No tuve entonces más que esperar el momento. En la playa, bajo el cielo abierto en fisuras fulgurantes, el dinosaurio trotaba y hacía bailar el cuello buscándome. Y al verme de nuevo corría a lanzarse al agua.

»En un instante cargué sobre la palanca mi peso y el odio de diez millones de años de vida aterrorizada, y el inmenso peñasco cayó, cayó sobre la cabeza del monstruo, y ambos se hundieron en veinte brazos de agua.

»Lo que salió después fue el dinosaurio; pero la cabeza estaba achatada, y abría la boca para gritar, como la primera vez que lo vi, pero ahora gritaba… Algo horrible. Nadaba al azar porque estaba ciego, sacudiendo a todos lados el cuello, sobre el río blanco de lluvia. Dos o tres veces desapareció, alzando desesperado su cabeza ciega. Y se hundió al fin para siempre, y la lluvia alisó enseguida el agua.

»Pero allá arriba yo rondaba aún en cuatro patas. Poco a poco me convencí de que no tenía ya nada que temer, y descendí cabeza abajo por la rajadura central.

El hombre se detuvo otra vez.

—¿Y después? —dije.

—¿Después? Nada más. Un día me hallé de nuevo en esta casa, como ahora… El agua ha parado —concluyó—. En esta época no se sostiene.

Cuando al día siguiente subí en la canoa que el tesón de tres peones de obraje había llevado hasta allá conmigo, comenzó a llover de nuevo. Sobre la costa, a quinientos metros aguas arriba, una mole aguda se elevaba sobre el río.

—El cantil… ¿es ése? —pregunté a mi hombre.

Él volvió la cabeza y miró largo rato el peñón que iba blanqueando tras la lluvia.

—Sí —repuso al fin con la vista fija en él.

Y mientras la canoa descendía por la costa, sintiéndome bajo el capote saturado de humedad, de selva y de diluvio, comprendí que aquel mismo hombre había vivido realmente, hacía millones de años, lo que ahora sólo había sido un sueño.

La realidad

I

Llovía desde la noche anterior. La alta selva goteaba sin tregua sobre los helechos tibios y lucientes, y una espesa y caliente bruma envolvía el paisaje fantástico.

En lo alto de un nogal, acurrucado en una horqueta, el hombre terciario esperaba pacientemente que el agua cesara. No era cómoda su espera, sin embargo. El cobertizo que lo cubría goteaba por todas partes, sobre todo a lo largo de la rama en que se recostaba. Tenía, tras catorce horas de lluvia, la espalda completamente mojada.

El hombre consideró largo rato los agujeros del cielo, pestañeó rápidamente, y cambió de postura.

El agua cesó al fin, y con los primeros rayos de sol el arborícola abandonó su cubil. Tenía hambre, y las nueces del contorno habían concluido. Lanzose por entre las ramas, evitando la vegetación inferior, demasiado rica de pestilente humedad y de reptiles, De allá abajo, en efecto, subía un deletéreo vaho de cieno y plantas podridas. Toda una vida deslizante pululaba en el fondo, y aunque el hombre iba por lo alto de rama en rama, deteníalo a veces el potente chapoteo de un monstruo que pasaba bajo él, dejando el rastro abierto entre los helechos.

Dos horas después el cenagal concluía, y el hombre descendió al suelo. Su busto, fatigado por la larga erección de la marcha arborícola, doblábase ahora a tierra. Caminaba en cuatro patas, con la honda fruición ancestral que surge de repente hoy mismo en un simple gesto, en la trituración de un hueso.

Hacía ya mucho, sin duda, que el hombre terciario había comenzado a caminar en dos pies; pero el hábito natal y obstinado de la bestia, hecho deleite, proporcionábale en cuatro patas una confianza de especie desde largo tiempo fijada, que le hacía runrunear de satisfacción.

Alzábase a veces contra un tronco y observaba. Áspero pelo le cubría todo el cuerpo. Los brazos colgantes le llegaban a la rodilla. La mandíbula prominente, y casi siempre entreabierta cuando se incorporaba por el ansia de la angustiosa observación, dejaba ver una terrible dentadura cuyos dientes, en vez de encajar, enrasaban unos contra otros. El gorila concluía allí. La cabeza tenía ya más volumen; había más cráneo dilatado por el esfuerzo de las cuatro o cinco ideas —no más— de un celebro animal aún, para cuya torturante elaboración la bestia del momento prestaba toda su potencia sanguínea y muscular.

El hombre prolongó aún su marcha por el suelo, hasta que un agudo alarido de guerra y hambre lo lanzó de nuevo a los árboles. La selva había crujido a lo lejos, el ruido de gajos rotos avanzaba en restallidos cada vez más secos, y un instante después el monstruo terciario llegaba, con el largo cuello tendido a todas partes, los ojos fosforescentes y desvariados por doce horas de entrañas roídas. Lanzó aún su alarido angustioso, trotó delirante de un lado a otro, y hundió de nuevo en la selva su urgente galope de vida o muerte.

El hombre, con la cabeza hundida entre los hombros, lo había seguido con los ojos. No había surgido seguramente, en todo el periodo terciario, ser más desamparado que él. Los animales sobre la tierra, los que nadaban en las aguas, los que volaban por los aires, todos le eran infinitamente superiores como tipos de especie que ha de perdurar por su potencia de medios vitales. Durante millares de siglos el hombre luchó atrozmente por la estricta conservación del individuo, exterminado sin tregua gracias a su miseria de defensa, acechado en la marisma cuando iba a beber, sitiado en el árbol, y sobre todo, lo más terrible, asaltado durante el sueño en su propia guarida. El futuro dominador de la bestia pululante no tuvo una hora de tranquilidad en la tierra que lo echaba por su ineptitud. El cubil aéreo que lo preservó de las fieras terrestres creó su primera pobre esperanza de continuar la especie. Pero lo más necesario era la conquista del sueño. No conoció jamás el miserable lo que es el descanso pleno. Acurrucado contra una rama, sin atreverse a extender las piernas para tener el salto a mano, angustiado por el menor deslizamiento al pie de su árbol, por el más furtivo arañazo a lo largo del tronco, sus noches fueron, durante millares de siglos, un constante martirio. Y el desvalido y misérrimo ser nacido fuera de tiempo en una edad en que la vida se devoraba a sí misma de exuberancia hostil, debió tener una energía de vida verdaderamente heroica para haber sobrevivido a aquella lucha desigual.

II

El hombre terciario prosiguió su avance. Tras un elástico brinco iba ya a coger la fruta entrevista por fin tras las colgantes lianas, cuando de pronto quedó inmóvil, con el brazo prendido aún de un gajo. Enfrente de él, a quince metros, se hallaba, quieto también, otro hombre. Durante diez segundos ninguno de los dos se movió, hasta que del pecho de nuestro conocido brotó un bramido que se fue extinguiendo en honda rotundidez, como si aún continuara en el pecho después de haber cesado en la garganta. Al oírlo, el otro se replegó, mientras su pelo, como el de un felino, se abatía completamente sobre el cráneo chato.

Era una hembra, una mujer terciaria. El hombre, sin apartar un instante la vista, desprendió lentamente el brazo sujeto aún en alto. Súbitamente la hembra se lanzó al suelo, y el hombre hizo lo mismo. Ambos cayeron y permanecieron un instante en cuatro patas, como aturdidos por la congestión de bestialidad que los inundaba aún. La hembra fue la primera en incorporarse ante el segundo bramido del macho erizado de celo, y dio un prodigioso salto hacia arriba, en el preciso instante en que el hombre se lanzaba sobre ella. Pero el violento manotón se perdió en el aire, y entonces comenzó la persecución terciaria, jadeante, sin cuartel, de rama en rama, sobre el suelo, de lianas, llenando la selva con el violento resoplar de su fatiga.

Al fin la hembra, exhausta, se deslizó a tierra, e irguiéndose recostada a un árbol, lanzó un agudo bramido. Pero el hombre caía ya sobre ella, y durante un minuto la lucha se desenvolvió entre feroces rugidos de pasión y rabia. La hembra, defendiéndose, mordía cuanto le era posible. El hombre, que estrujaba y domeñaba solamente, mordió al fin. El chillido de la hembra, herida, puso fin al combate, y momentos después los amantes, amansados, se incorporaron con un mutuo gruñido de goce.

La sombría soledad del hombre terciario iba tocando a su fin. Las luchas de amor eran cada vez menos rudas, y si el macho continuaba siempre asaltando a la hembra cuando la entreveía en el bosque, sentía ya por lo menos la fraternidad de la especie en el mutuo desamparo ante el ataque de las fieras. Y algo más, seguramente: la mirada del hombre que respondía a la mirada del otro hombre con un sentimiento de idéntica angustia que no era precisamente sólo miedo animal; con un abatimiento que no era justamente modorra de bestia.

La pareja volvió en paz al cubil.

III

Era tarde ya, y el húmedo calor inundaba la selva de agobiante pereza. La guarida, con su paja mojada, no tentaba a descansar en ella, de modo que la pareja se instaló en otra horqueta al amparo del sol. Allí, sentados en cuclillas uno al lado del otro, concluyeron de comer los cocos de que se habían provisto al regreso.

La fronda entera mugía ahora en un lloro de reptiles. El hombre sintió que el sueño lo invadía, y rodeando precaucionalmente con su brazo una rama, cerró los ojos confiado, pues ahora no estaba solo.

La mujer, entretanto, miraba a su compañero. Había cogido un pelo del pecho del hombre y lo estiraba pensativa. Tornó a quedar inmóvil, observando el cubil mojado. Sí, allí llovía como en el suyo, como en todas las guaridas de los árboles. Agua… agua… agua… La sorda aspiración de la especie proseguía delineándose cada vez más: adquirir otra guarida más seca, más cómoda, más segura.

Entretanto, la hembra se aburría. Miró a todos lados, con sueño a su vez. Descendió del árbol sin hacer el más leve ruido, y cuando se hubo alejado sigilosamente un tanto, trepó de nuevo a la tupida fronda, emprendiendo un galope aéreo hasta su cubil.

Cuando el arborícola, al despertar, se halló solo, gruñó un largo rato. Posiblemente la aventura tenía ya precedente; pero de todos modos el mal humor lo había invadido. Gruñendo aún se dirigió a abastecerse de nuevas frutas, y fue de este modo cómo, habiendo llegado a la vera sur del bosque, vio una familia terciaria que avanzaba por la llanura. Eran padre, madre y tres hijos. El hombre iba delante, detrás los tres cachorros, y luego, bastante lejos, la mujer. Caminaban con la precaución de quien, esperando el peligro de costado, de delante y de atrás, avanza con los nervios tendidos en un solo resorte de inquietud. La noche caía ya. Una hora más en la llanura, suponía la muerte en las garras de las fieras nocturnas. Urgía, pues, ganar el bosque.

A trescientos metros del observatorio aéreo en que el arborícola acechaba, una anfractuosidad del terreno ocultó de repente a los viajeros. El cazador de frutas, inquieto y curioso, hubiera deseado salir a la descubierta; pero una preocupación más fuerte —el temor de hallar su propia guarida ocupada— lo lanzó hacia su cubil.

IV

Entretanto, al doblar el promontorio de rocas, el viajero terciario había visto un negro hueco entre las peñas. Su actitud advirtió instantáneamente a los que le seguían el peligro de la caverna. Los cachorros, como pequeñas fieras, corrieron a erizarse junto a su madre, mientras el hombre, con inmensa cautela, avanzaba hacia la caverna husmeando profundamente el aire. El suelo estaba rastrillado; pero las huellas no eran frescas. Llegó al fin a la roca, y su oreja peluda no percibió el más leve ronquido, ni a sus narices llegó el tufo amoniacal del felino inminente.

La caverna estaba desierta, desocupada por lo menos, lo que equivalía, para el hombre desamparado en la noche, a la salvación. A pesar de todo no entró en ella, absorbiendo sin cesar el flavo hedor del cubil. La mujer y los cachorros, recogidos, esperaban.

Por fin, la familia entera avanzó. La caverna, vaciada en roca viva y honda de veinte metros, estaba clara aún por la luz que penetraba por una estrecha hendidura en lo alto. El piso blanqueaba los huesos partidos, y de los rincones sin ventilar, de entre las anfractuosidades de las paredes, el olor a bestia subía con crudeza. Esa caverna era, no obstante, algo infinitamente más confortable que la vieja guarida sobre un árbol. Al hombre solo le eran más fáciles la vida y la defensa en lo alto de la selva; pero a la familia, a los cachorros, no. Y el hambre misma iba cambiando de apetito; las nueces y los cocos no la satisfacían más, las raíces eran ya un ingrato alimento, y el primer hombre que a imitación de lo que viera hacer a las fieras, devoró vivo al animal que había logrado vencer, afiló su primer naciente canino para la nueva senda de nutrición.

La familia de la caverna había entrado ya en la era carnívora, pero esa noche su pobreza era completa. Nada, sin embargo, suponía no comer un día o dos. Dentro de media hora comenzaría el descanso —recostados en cuclillas contra la pared, porque la seguridad del sueño era aún demasiado vaga para echarse en el suelo—, el oído estremecido y alerta, y despertando cada dos minutos.

A pesar de esta martirizante vigilia, las masacres no se evitaban; el habitante de la guarida volvía esa misma noche, o días después. En uno u otro caso, el hombre, impotente casi siempre para resistir a una fiera terciaria, vivía en los segundos subsiguientes al ronquido de la bestia que acababa de husmearlo, toda la angustia que ha devuelto y sigue devolviendo a la fiera maullante, con la mira inmóvil en su fusil.

V

La familia terciaria se cobijó en el fondo de la caverna, y la noche cayó afuera, una noche sin luna y caliente. De vez en cuando el viento traía de las tinieblas el ululato de hambre de una fiera, y el cuádruple ronquido de los durmientes se cortaba de golpe: los músculos se recogían, el pelo se levantaba, y la carne de los cuatro míseros presentía ya en su erizada angustia, la dentellada que tarde o temprano debía desgarrarla.

Mas la noche pasó, y al amanecer la familia se dirigió a la selva. Arrancaron algunas raíces, hasta que el hombre lanzó de pronto un grito gutural. Los cachorros, que masticaban en cuclillas, se lanzaron a un árbol, a las ramas altas, mientras la madre se guarecía en la primera horqueta.

Entretanto, el leve ruido de hojarasca indicaba un avance cauteloso.

El hombre de las cavernas, oculto tras el tronco, asomaba apenas la cabeza. De la maleza desembocó un animal, algo como ciervo con cola rígida; y husmeaba inquieto, adelantando. El hombre giró silenciosamente alrededor del tronco, y cuando el cervato hubo pasado, cayó de atrás sobre sus cuernos con un áspero ronquido. Durante un momento el animal pudo mantener rígido su pescuezo contra los terribles brazos que lo doblaban hacia atrás. Pero cedió, y al sordo mugido y al «crac» de las vértebras rotas, que cantaban la carne palpitante, la familia lanzó gritos salvajes. Volvieron a la caverna, aunque el padre debió gruñir incesantemente para contener a los cachorros que, saltando, querían clavar los dientes en la presa.

VI

El arborícola, el hombre aún frugívoro que había atisbado a la familia el día anterior, volvió a la mañana siguiente a rondar el paraje sospechoso. Ojeó largo rato los contornos con las orejas alerta, sin mayor resultado, hasta que al fin oyó un largo grito, al que respondían dos más débiles. El merodeador conoció por el timbre que los que él había entrevisto doce horas antes estaban allí. Descendió del árbol, y con gran sigilo fuese acercando al lugar de donde habían partido las voces. Al llegar al límite de la selva tornó a sentir otro grito humano que salía de un hueco en la piedra.

A pesar de esta evidencia, el secular temor a la caverna y a la voz de muerte que surgía de ella, le encogió súbitamente los músculos en un solo haz de defensa. Pero el grito que había salido de allí, no era de fiera; por lo cual reculó sigilosamente y bordeó la caverna, cuya parte superior tenía el nivel del bosque. El hombre avanzó sobre la roca viva, y, como en todos los momentos de peligro, doblado adelante y sosteniendo el cuerpo con el dorso de las manos. Se detenía a cada instante a mirar fijamente la roca, colocándole la mano abierta encima. Volvía la cabeza atrás y proseguía avanzando. De pronto se detuvo y echó la cabeza de costado casi a ras de piedra: delante de él estaba la grieta cuya luz penetraba en la caverna. El arborícola volvió a mirar atrás, y tendiéndose de bruces aplicó el ojo a la hendidura. En el primer momento no vio sino cuatro manchas negras sobre el suelo blanco de huesos; pero al rato distinguió las espaldas peludas de la familia de la caverna, y un instante después llegaba a sus oídos el ruido claro de los huesos del ciervo triturados entre las mandíbulas. Como su crispación de una hora antes, su primer movimiento ahora había sido también de instintiva guardia contra el ataque de la fiera que presentía allá abajo, en aquellas bocas que devoraban carne. Eran hombres como él, sin duda, y los enemigos suyos eran los de aquellos que partían huesos; pero el ancestral terror de la especie, el ineludible fin de la carne viva del hombre que tarde o temprano ha de ser devorada, prestaba a sus semejantes de la caverna un carácter claro y neto de fieras, que se sobreponía a sus figuras humanas. Así, el arborícola, menos que fraternidad, había sentido en el naciente dominador del felino echado ya de su guarida, su inmediato parentesco con el león, cuya ansia de carne y médula adquiría.

Algo, sin embargo, como respiración o arañamiento llamó la atención del hombre de la caverna y le hizo suspender un momento su tarea. Miró inquieto a todos lados, mientras los cachorros se apoderaban de su hueso partido y grasiento.

Con rampante sigilo, el arborícola se dirigió hacia atrás, reculando para evitar un brusco movimiento.

VII

A la mañana siguiente, no obstante, el hombre frugívoro estaba de nuevo en su apostadero, atisbando la entrada de la caverna. Vio así salir a los comedores de carne, que se encaminaban al bosque precisamente en su dirección. El arborícola evitó el encuentro saltando de rama en rama; y acurrucado en una alta horqueta, miró pasar a la familia sedienta, en procura de agua. Cuando hubo transcurrido un largo rato, bajó del árbol y se dirigió a la caverna.

Dentro de la gruta, el olor flavo imperaba aún sobre el de las entrañas descompuestas del cervato, y las anchas narices del hombre terciario aspiraron con porfiada plenitud el tufo del enemigo. Huesos con carne adherida yacían desparramados. El arborícola revolvió curioso y titubeante los despojos sangrientos. Súbitamente se apoderó de un hueso y huyó al galope en tres patas.

Fue en la horqueta del primer árbol del bosque donde el arborícola acurrucado, probó y gustó la carne, fraternal eslabón tendido desde entonces entre el hombre y la bestia. En toda la larga lucha de aquél para salir de la bestialidad propia y circundante, acaso sea ésta la única vez que descendió. Hasta ese momento, el más leve impulso a enderezar el busto; el oscuro y pertinaz anhelo de una habitación segura; cada grito menos áspero que los anteriores, eran un nuevo jalón en la marcha ascendente que dejaba atrás y para siempre a las bestias, sus ex compañeros. No hubo siquiera en esa caída explosión de atavismo, pues ni su digestión ni su dentadura lo llamaban a desgarrar carne. Probó carne por imitación simiesca; y entre el hombre más altamente espiritual, y los animales a que se llama, por última significación bestial, fieras, ha quedado ese lazo fraternal de persecución, asesinato y dentellada desgarrante, que une al tigre de la jungla con el degollador de gallinas.

VIII

Quince veces seguidas el merodeador se apoderó de la comida ajena, sin que el hombre de la caverna notara el robo. El arborícola había abandonado del todo el cobertizo, y pasaba ahora la noche en un árbol cualquiera de las inmediaciones de la caverna. Comía siempre frutas pero deseaba la carne. No se apartaba casi del lugar; caminaba horas enteras a lo largo de la selva, asomándose a la linde de vez en cuando para mirar la entrada de la caverna.

En una de estas ocasiones, y mientras el arborícola, con el cuerpo oculto tras un tronco, miraba desde lejos la guarida del otro, sintió detrás de sí un crujido de rama y se volvió: a diez metros, encogido aún por el furtivo avance entre la maleza, estaba el hombre de la caverna. Ambos quedaron inmóviles, mirándose de hito en hito.

El sentimiento de la especie miserable, asaltada y exterminada constantemente, quitó en el primer instante a ese encuentro la aspereza de la circunstancia. Seguramente el hombre de la caverna no vio en su semejante sino a un merodeador que atisbaba su cueva; pero el otro había acogido con un ronquido de defensa al despojado por sus robos. El hombre de la caverna rugió a su vez, y en los ojos de uno y otro brilló la misma lúgubre luz de lucha.

Un alarido lejano, de animal cogido de un salto en el bosque y desangrado vivo, ahogó instantáneamente su agresividad. Volvieron a ser las pobres bestias corridas, y el pelo de ambos se abatió en la misma fraternal angustia.

Gruñendo aún por propio respeto se alejaron el uno del otro, el arborícola hacia el fondo tupido del bosque, el otro hacia su cueva.

Al día siguiente, el arborícola volvió a rondar la caverna, pero sin atreverse a entrar más. Aunque sufría el ansia de la carne probada, no había matado aún. Pernoctaba por allí en una rama cualquiera. En los primeros días se había construido una ramada, al pie de un árbol, para abandonarla a la noche siguiente: el cobertizo no le satisfacía más. Encontráronse otra vez el arborícola y el de las cavernas, pero a la distancia que media desde la copa de un árbol al suelo. El de abajo, que pasaba revolviendo raíces, vio al otro al levantar la cabeza. El arborícola acogió la mirada de descubierta con sordos gruñidos que el otro devolvió, alejándose con simulada indiferencia.

IX

Así pasó un tiempo más. La inmensa humedad de la estación precipitaba lluvia tras lluvia sobre la tierra. La selva caliente humeaba sin cesar, y en el vaho sofocante de los pantanos, las culebras recién nacidas en el mundo se henchían de sapos. Las guaridas estaban infestadas de hongos, y los cobertizos se caían desechos de podredumbre. Las fieras, mordidas por la artritis, buscaban fuera de la selva un cubil seco y amplio; y de este modo las noches del hombre terciario llegaron a ser más duras aún, sin ramada ni seguridad de ninguna especie, reumático, perseguido y torturado por la falta de descanso.

La tiniebla animal, sin embargo, que anegaba el cerebro terciario comenzaba a romperse, y del primer rasgón había salido el golpe de luz que lanzó al hombre hacia la caverna. El peligro no disminuía en la nueva guarida, y antes bien aumentaba: o el hombre tropezaba con la fiera al entrar en ella, y era devorado, o la fiera devoraba al hombre cuando al volver hallaba al intruso.

Sin más arma que un palo, una maza, que por su peso cohibía forzosamente la rapidez de movimientos, el hombre terciario debió conocer todas las angustias del cuerpo a cuerpo fatal para él de antemano. Su mísera arma pudo haberle servido para detener un zarpazo, pero casi nunca para matar; o bien la maza saltaba en astillas, y en medio minuto del hombre no quedaba nada, a excepción de su heroísmo. Éste era el triunfo de la inteligencia humana que nacía ya: la tenacidad en luchar, todo el valor y la fe en la especie que suponía esa incesante disputa de la casa a monstruos cien veces más poderosos que él. Y al hombre que vivía aún en los árboles íbale a tocar participar en la lucha.

X

Fue a altas horas de la noche cuando el arborícola, acurrucado en una rama, sintió el bramido. La fiera estaba cerca, tan cerca que a un segundo grito la sintió a trescientos metros de allí. Y al tercer bramido, más agudo y rotundo, porque la fiera estaba ya fuera del bosque, tuvo la seguridad de que se dirigía a la caverna. Luego el león o spelea internado en el bosque durante días y días, regresaba a su guarida, y ello suponía la pérdida irremisible del otro hombre, el usurpador.

Las narices abiertas del arborícola pregustaron el olor a carne masacrada, y sus muelas trituraron anticipadamente los sangrientos despojos de la lucha. En su ansia del fruto prohibido durante meses, su hambre no distinguía entre hombre o bestia; iba a probar carne veteada de nervios, y médula profunda.

Lanzose del árbol y se deslizó hasta la vera del bosque. Un espantoso rugido a cien metros lo estremeció violentamente: la fiera estaba ya sobre la caverna, y dos segundos después un alarido humano resonaba en las tinieblas. El arborícola, que hasta entonces había respondido al clamor de la bestia con el sacudimiento defensivo de sus nervios, sintió vivo esta vez, al oír el desamparado grito humano, el recuerdo de la caverna que frecuentara y del hombre cuya comida había sido la suya. No remordimiento, pero sí solidaridad de establo, el acercamiento de dos perros que cuando chicos han comido en el mismo plato, y todo lo que cabe suponer: fraternidad de chacales ante el león, anhelo cada vez más preciso de la caverna, agresividad de aguilucho que, aunque implume, se apoya ya en la realeza que ha de venir, lanzó al arborícola a la lucha.

XI

Cuando la primera advertencia despertó a los durmientes, el padre no sufrió mayor inquietud, pues noche a noche los bramidos cargaban las tinieblas. El segundo rugido, mucho más cerca, le hizo poner de pie, y al tercero se convenció de que estaba perdido. Como la caverna era demasiado grande para resistir ventajosamente a un león, el hombre se lanzó afuera, y ocultándose tras un peñasco, con la maza en ambas manos y los músculos tensos en la mayor concentración posible de fuerzas, esperó. Oyó en el choque de dos guijarros el paso furtivo del león que se acercaba, y cuando estuvo a cinco metros sintió el roce de su crin contra la roca. En ese instante la fiera, olfateando el peligro, saltaba de costado, mientras el formidable mazazo del hombre partía el palo contra las piedras.

El hombre vio de frente las dos luces verdes, y empuñando desesperadamente lo que le quedaba de maza, esperó. La fiera saltó, y esta vez un golpe claro, astillante, seguido de un agudo rugido, probó que la maza había tocado; pero al mismo tiempo el arma se escapaba de las manos del hombre. Ambos, león y hombre, rodaron juntos; y no se había apagado aún el grito de la fiera victoriosa, cuando el arborícola caía sobre ella, y un nuevo mazazo le partía el cráneo, y enseguida otro, y otro más. Tendido de costado, el cuello extenso y las patas estiradas, el león de las cavernas, con abiertos ronquidos de agonía, fue muriendo. El vencedor, recostado contra el peñasco, jadeaba violentamente por la carrera, mientras a sus pies un nuevo hombre pagaba con cinco ríos de sangre el interminable tributo a la conquista de la habitación.

La mujer y los cachorros llegaban a un galope repleto de alaridos. Cayeron sobre el león, y mientras la mujer, con una piedra, masacraba el cráneo del monstruo, los cachorros, roncando confundidos, mordían la carne de la fiera.

XII

Media hora después, el arborícola y su nueva familia, saciadas su hambre y su rabia, entraban en la caverna.

A medianoche, rugidos continuos y cada vez más próximos les indicaron que la hembra del león volvía a su vez a la guarida. El terror a la bestia, mitigado por el efímero triunfo anterior, relajó sus nervios. Ya nada podían hacer; la distancia a los árboles era insalvable. Los cachorros se apelotonaron contra el dorso de su madre en un solo erizo de ojillos crueles y espantados. Dentro de un instante la leona, que ya bramaba sin cesar al olor de la sangre, caería sobre su macho muerto.

El hombre, desesperado, corrió al lugar de la lucha, sacó la cabeza desmelenada tras el peñasco en que se había emboscado el otro, y devoró las tinieblas. De su angustia mortal, de toda su carne horripilada por el zarpazo inminente, surgía esta terrible impresión; la fiera entraría. ¡Sí, entraría! Y en esos dos minutos de agonía, en que sus ojos mordieron enloquecidos la angostura de la entrada, todos los terrores de la raza humana corrida siglos y siglos de su guarida por las bestias, encendieron en el espeso cerebro del hombre el primer rayo de verdadero genio: con un gruñido jadeante a que hacía eco el formidable bramar de la leona ya sobre él, se lanzó a los peñascos, y con un esfuerzo titánico hizo rodar un bloque hasta la entrada de la caverna, en cuyo alvéolo cayó pesadamente. Tuvo apenas tiempo de deslizarse bajo él: la leona se estrelló contra la piedra con un rugido que retumbó en los corazones aterrados, y se obstinó allí horas y horas. Pero cuando los hombres terciarios se convencieron de que la bestia no entraría, y la caverna era, por consiguiente, inexpugnable, los rugidos de la fiera fueron respondidos de adentro con pedradas y grandes alaridos.

La casa y el sueño estaban conquistados para siempre.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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