El Siete y Medio

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando el año pasado debí ir a Córdoba, Alberto Patronímico, muchacho médico, me dijo:

—Anda a ver a Funes, Novillo y Rodríguez del Busto. Se les ha ocurrido instalar un sanatorio; debe de ser maravilloso eso. Entre todos juntos no reunieron, cuando los dejé el año pasado, mucho más de 15 ó 20 pesos. No me explico cómo han hecho.

—Pero siendo médicos… —argüí.

—Es que no son médicos —me respondió—, apenas estudiantes de quinto o sexto año. Se hicieron, sí, de cierta reputación como enfermeros. Habían fundado una como especie de sociedad, que ponían a disposición de la gente de fortuna. Claro es que entre pagar diez pesos por noche a un gallego de hospital que recorre el termómetro tres veces de abajo arriba para leer la temperatura, y pagar cincuenta a un estudiante de medicina, no es difícil la adopción. Cobraban cincuenta pesos por noche. Además, su apellido, de linaje allá en Córdoba, daba cierto matiz de aristocrático sacrificio a esta jugarreta de la enfermería. Lo que no me hubiera pasado a mí.

En efecto, llamarse Patronímico y tener el valor de dar el nombre en voz alta, son cosas que comprometen bastante una vida tranquila. Cuantos tienen un apellido perturbador del reposo psíquico, conocen esto. Patronímico, siendo ya hombre, perdió muchas ocasiones de adquirir buenas cosas en remate, por no dar el nombre. Sus vecinos de los costados, de delante, se volvían enseguida y lo miraban. Y ser mirado así, sin tener derecho de considerarse insultado, fatiga mucho.

Mas los muchachos de Córdoba no tenían por cierto impertinencia semejante, y mucho menos en el país de los Funes, Bustos y Novillos. Fui pues allí, y al segundo día me encaminé al Sanatorio Normal, nombre serio y cargado de promesas. Ocupaba un perfecto edificio para el caso, claro, abierto y sobre una alta colina que dominaba la ciudad. Quedaba en Nueva Córdoba, lindante con la Escuela de Agricultura, y, como ésta, tenía hacia el oeste el mejor panorama que existe en los contornos. Nada debía de ser más agradable que convalecer allí, sentado a la caída de una tarde dorada, teniendo a los pies, allá abajo, el valle oscuro y húmedo por la hora, y en el horizonte, la sierra maciza y azul que el sol acababa de trasponer.

Llegué a esa hora. Subía del valle sombrío, de las huertas y canales de riego, una vivificante frescura de tierra húmeda y brotes de álamo. Estaba seguro de encontrar a mis tres hombres sentados por allí, en mudo arrobo de calma crepuscular.

Pero no fue así. La meseta y el jardín estaban desiertos. Di a un enfermero la tarjeta de Patronímico en que éste me recomendaba a los muchachos, y al rato salió, haciéndome pasar. Atravesamos no pocos corredores, descendiendo al fin por una muy oscura, angosta y retorcida escalera.

«¿Qué demonios harán estos jóvenes sabios en un sótano?», pensaba. «¿Tendrán allí un laboratorio?»

Pero no se trataba de laboratorio sino de su morada particular. Era un sótano pequeño, muy bajo, todo blanqueado, que trascendía fuertemente a humedad. Había allí tres catres de hierro en el más espantoso desorden de ropa. Por lo pronto, en cada cama, un ovillo de sábanas, corbatas, cobijas, cuellos, almohadas, sacos y zapatos sin cinta. Un catre estaba ocupado por una guitarra en equilibrio sobre el ovillo. Otro servía de silla a un muchacho rubio, de larga barba, y sobre el tercero estaban echados sus dos compañeros. No había en todo el sótano otro mueble que una cómoda de caoba: ni una sola percha, ni una sola silla. A guisa de velador usaban los jóvenes sabios, al lado de cada catre, una valija de pie, con el cuero fuertemente accidentado de esterina. Los tres directores del Sanatorio Normal jugaban al siete y medio.

—¡Hola, adelante! —me gritaron alegremente sin dejar las barajas—. Disculpará que lo recibamos así; pero Patronímico nos dice que con usted…

—Sí; yo entiendo un poco de estas cosas —respondí, sentándome en todo lo que me permitían del catre las piernas de uno de ellos—. Pero les ruego que no suspendan por mí.

—¡No, no! —contestaron decidiéndose a dejar las cartas—. Como no teníamos nada que hacer.

—Sobre todo —agregó Funes—, porque no hacemos otra cosa; de mañana, al siete y medio; de tarde al siete y medio. Ya ve.

—¿Y los enfermos? —me atreví.

—¡Oh! Ésos en un momento están prontos. Tenemos excelentes enfermeros.

—¿Muchos clientes?

—No, desgraciadamente; por ahora no. Casi todos del campo. Y como no es sino sanatorio quirúrgico… A veces tenemos operaciones buenas.

Con todo no podía menos de ojear aquel sótano húmedo, con su extravagante mobiliario.

—¿Cómo diablos viven aquí? —les dije—. ¡Deben de tener arriba otras piezas!

—Sí, pero no podríamos estar así —respondieron, señalando sus fachas. El mejor vestido de ellos tenía una blusa de operaciones sobre camiseta y calzoncillos, y chinelas sin medias.

—¡Y sus clientes los ven así!

—A veces; pero casi siempre subimos vestidos. A algunos les gusta, sin embargo. Tenemos un paisano viejo, por ejemplo, al que le operamos un quiste. Es gran amigo de las barajas, aunque no logra entender el siete y medio, y baja a veces a vernos jugar.

—¡Y no se asusta de esto! —y señalé el desorden.

—No; ha llegado a persuadirse, no sé cómo, de nuestra capacidad científica, y le encanta ver jugar a los niños que le sacaron el quiste. Si viene mañana tal vez lo vea. Usted se queda por varios días en Córdoba, ¿no?

—Dos o tres, nada más.

—Venga mañana; le enseñaremos el sanatorio. Ahora vamos con usted a la ciudad.

Los muchachos comenzaron a vestirse, sin que hasta este momento sepa yo cómo hicieron para desenredar aquellos ovillos. Lo cierto es que media hora después marchábamos a la ciudad donde no pasamos mala noche, según es lícito.

A la mañana siguiente, aunque con un atroz dolor de cabeza, fui al sanatorio a despedirme, pues había apresurado mi regreso que efectuaría ese mismo día. Eran ya las once, pero Novillo y Rodríguez estaban acostados aún, si bien con el busto hacia afuera e inclinados sobre la valija que cabalgaba Funes. Jugaban al siete y medio.

Alguno de ellos debía de perder mucho, dando así al partido fuerte interés, porque les pareció maravillosa mi proposición de visitar el sanatorio acompañado por una enfermera; ellos continuarían doblando las puestas.

Cuando volví, mis hombres proseguían jugando, mas ahora en público. El viejo aficionado de que me hablaran estaba sentado en la cama, siguiendo las cartas con arrobada expresión.

Me miró un poco desconcertado, pero los muchachos lo tranquilizaron:

—Es un compañero nuestro de Buenos Aires… Gran jugador de siete y medio, también.

El viejo se sonrió, tímido y entusiasmado:

—¡Que ha de ser lindo este juego! —exclamó—. ¡Y me gustaría saber!

Los muchachos se rieron. Era evidente que tal estado de ansioso entusiasmo no era llamado a la curación definitiva de un enfermo. En el fondo, acaso no les desagradaba a los muchachos esta circunstancia, pues el viejo cliente tenía sólida fortuna.

Llevaba ya veinte días de sanatorio, que podrían muy bien extenderse a cuarenta. Y esto, agregado a la suma ya redonda de la operación, importaría buen haber a los jugadores de siete y medio.

Mas entretanto el juego corría desastrosamente mal para Novillo, y el viejo, con los codos sobre las rodillas, persistía en su encantada atención a aquel juego, que no entendía ni entraría ya más en su vieja cabeza. Después de observar por mi parte aquel insustancial siete y medio de tres personas, me despedí.

Los muchachos interrumpieron por fin el juego.

—Esta vez no lo acompañamos —me dijeron—. Tenemos que hacer hoy y almorzaremos aquí. ¿Por qué no se queda a comer con nosotros? Tiene tiempo de sobra hasta la noche.

—Sí, pero tengo que ir hasta La Calera, aún. Volveré apenas a tiempo. Por otro lado —agregué—, acaso el año que viene nos veamos.

—¡Muy bien! Avísenos con tiempo. Lo acompañaremos más que ahora.

—¡Diablos! Si juegan siempre al siete y medio.

—Asimismo. Antes jugábamos al póquer; pero entre tres no va.

—¡No mucho más esto, sin embargo!

—Sí, pero… Espérese un momento —concluyó Rodríguez, echando la sábana a los pies—. Vamos, arriba. Estas malditas medias… Funes, ¿dónde están mis medias?

—¡Qué sé yo de tus medias! Lo que quisiera saber es qué se ha hecho mi cuello.

El cuello apareció por fin, e igualmente una media, hallada dentro de la guitarra. De la otra media, jamás se volvió a saber.

Subí por fin, y sólo Novillo llegó conmigo hasta la reja a despedirme.

Seis meses después, aquí en Buenos Aires, esperaba una tarde el tranvía en Maipú y Cangallo, cuando un sujeto detenido a mi lado por el tráfico, me saludó con cierta timidez. El hombre seguramente hacía rato que me miraba, pues su saludo partió como una flecha, apenas fijé mis ojos en él. Ante mi agradecida sonrisa, bien idiota por cierto, ya que no sabía poco ni mucho quién era el hombre amable, éste se acercó.

—¿No se acuerda de mí, don? —me dijo extendiéndome una mano torpe y dura.

—Sí, pero no puedo precisar… —me atreví a responder. Y de pronto recordé: era el enfermo de mis muchachos de Córdoba, aquel hepático que deliraba por aprender el siete y medio—. ¡Sí, ahora sí! En el Sanatorio Normal, ¿no? ¿Hace mucho que salió de allí?

—Bastante tiempo… Poco después… Estoy sano ahora, me curaron del todo.

—¿Y no aprendió a jugar al siete y medio?

El hombre se rió.

—Aprendí.

—¿Y jugó con ellos?

—Sí: jugué un poco —me miró sonriendo con mal disimulada malicia—. Jugué un poco.

Hubiera querido saber algo más de aquello pero el tranvía llegó, arrancándome a la compañía de mi viejo conocido.

Pasó un año aún y volví un año a Córdoba. No quise comunicar el viaje a los muchachos, e hice mal, porque ya allí, cuando pretendí hacerme conducir al sanatorio, el cochero me dijo que no había más Sanatorio Normal, ni al lado de la Escuela de Agricultura, ni en ninguna parte. Las contadas veces que me había visto con Patronímico, habíamos hablado de todo, menos de Córdoba, y de aquí mi ignorancia al respecto.

Di al fin con Rodríguez del Busto. Todos ellos habíanse recibido en los meses anteriores, y ejercían honorable y sensatamente la medicina en sendos consultorios. Hacía ya un año que el Sanatorio Normal había muerto.

—¡Hola! ¡Vino por fin! —me gritó alegremente Rodríguez—. Lo esperamos en diciembre. ¿Por muchos días? Un segundo: vamos a buscar a Novillo y Funes.

Media hora después recogíamos a éstos, y mientras andábamos hacia el Parque Las Heras, los muchachos me contaron cómo y por qué habían abandonado el sanatorio.

—En el fondo —concluyó Funes— lo que hubo es que no teníamos clientela suficiente. Los médicos amigos nos enviaban buenos sujetos, pero asimismo las operaciones de valor escaseaban.

Entonces me acordé del viejo hepático que había encontrado en Buenos Aires, y de las esperanzas cifradas en su fortuna.

—A propósito —les dije—. ¿Saben a quién vi una vez en Buenos Aires?

—Sí —me respondieron los tres de golpe, riéndose—. Al viejo que usted conoció en el sótano.

Me quedé un poco sorprendido.

—No lo sabíamos —me explicó Rodríguez—. Pero cuando Funes habló hace un momento de las operaciones de valor, nos acordamos nosotros y usted de aquel sujeto, paz y esperanza nuestra.

—¿Y aprendió a jugar al siete y medio?

—Un poco… ¿Habló con él?

—Apenas… Me dijo que efectivamente había aprendido a jugar.

—¡Ah! ¿No sabe lo que pasó? Es muy curioso. Todos nosotros tenemos una gran veneración por aquel hombre. Usted recuerda que el viejo bajaba a vernos jugar, ¿no? Pues bien: pocos días después de haberse ido usted, la fístula empeoró bastante, y lo acostamos otra vez. La perspectiva para él no era mayormente dolorosa, y excelente en cambio para nosotros. Fíjese: veinte pesos diarios. Pero el viejo se aburría mucho, y nos rogó que fuéramos a hacerle compañía: a nosotros nos era indiferente jugar en nuestra pieza o allí y él se entretenía mucho viéndonos.

»Así lo hicimos. No dejaba un momento de observar las cartas, verdaderamente entusiasmado con el siete y medio. Tanto, que al fin le dijimos un día si quería acompañarnos. El hombre se echó a reír, contento y miedoso a la vez: no se atrevía… quería jugar, sí, pero no conocía todavía juego tan lindo…

»Por fin se decidió. Como usted recordará, jugábamos a cinco centavos la ficha. El viejo entró con una caja, y a las tres horas, cuando dejamos, había perdido cinco cajas: dos pesos y medio. No por esto estaba menos contento.

»—¡Y de ahí! —se reía—. Mañana me va a tocar a mí. ¡Pero es juego difícil!… —nos miraba con veneración y envidia.

»Al día siguiente perdió cinco pesos, y veinte en el posterior. Fue ya eso para nosotros casi un cargo de conciencia.

»El viejo iba a perder todo, día por día. Pero si usted ha jugado alguna vez, conocerá el inmenso placer de ganar, tan fuerte para nosotros en aquella época, que no nos permitió la menor consideración de changüí con el pobre diablo.

»Este estado de cosas duró una semana más, hasta que una tarde nos dijo muy alegre, al comprar su caja:

»—¡El último dinero! Mañana voy a mandar pedir a la ciudad… si pierdo. Pero hoy voy a ganar —concluyó frotándose las manos.

»Ya estábamos acostumbrados a sus certezas de ganar. Pero esta vez ganó, y como natural reacción después de tanta mala suerte, nos ganó a todos. Al día siguiente, volvió a ganarnos, y nos ganó todavía al posterior. Tan bien lo hizo que en una semana más nos dejó sin un mísero centavo. Y con unas terribles ansias de desquite, en cambio.

»El buen viejo no dejaba un segundo de compadecernos.

»—¡Es una desgracia! ¡No tienen suerte! ¡Y tan bien que juegan…! Otro partidito, ¿quieren?

»—¡Si no tenemos un solo centavo! —le respondimos casi con rabia, levantándonos.

»Estábamos absolutamente pobres. Antes por lo menos, cuando jugábamos entre nosotros, era de todos modos una satisfacción, para el que perdía, saber que el capital quedaba en casa. Ahora el viejo se lo había llevado todo, él solo, absolutamente todo. Y el deseo de revancha nos hostigaba a tal punto, que hallamos un recurso.

»Así al día siguiente, cuando fuimos a examinarlo, el viejo nos animó de nuevo.

»—¿Y de ahí? ¿No hacemos un partidito?

»—No tenemos plata.

»—¡Ah, ah!…

»—Pero si usted tiene muchos deseos de jugar, podríamos arreglarnos. Le jugamos la operación, a cinco cajas.

»El viejo hizo infinitos aspavientos, pero aceptó. El partido duró cinco horas y excuso probarle que el viejo pillastre, jugador de siete y medio desde que había nacido, nos ganó la operación y la asistencia completa. Desde un principio había soñado con eso y nos había llevado con toda alevosía a ese final.

»Por eso, cuando usted le preguntó en Buenos Aires si había aprendido a jugar, se rió acordándose de nuestra infeliz inocencia, y por igual motivo nos reímos nosotros, al hacernos acordar usted de las operaciones que había hecho él.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 102 veces.