Días pasados los tribunales condenaron a Juan Carlos Bellamore a la pena de cinco años de prisión por robos cometidos en diversos bancos. Tengo alguna relación con Bellamore: es un muchacho delgado y grave, cuidadosamente vestido de negro. Le creo tan incapaz de esas hazañas como de otra cualquiera que pida nervios finos. Sabía que era empleado eterno de bancos; varias veces se lo oí decir, y aun agregaba melancólicamente que su porvenir estaba cortado; jamás sería otra cosa. Sé además que si un empleado ha sido puntual y discreto, él es ciertamente Bellamore. Sin ser amigo suyo, lo estimaba, sintiendo su desgracia. Ayer de tarde comenté el caso en un grupo.
—Sí —me dijeron—; le han condenado a cinco años. Yo lo conocía un poco; era bien callado. ¿Cómo no se me ocurrió que debía ser él? La denuncia fue a tiempo.
—¿Qué cosa? —interrogué sorprendido.
—La denuncia; fue denunciado.
—En los últimos tiempos —agregó otro— había adelgazado mucho.
Y concluyó sentenciosamente:
—Lo que es yo no confío más en nadie.
Cambié rápidamente de conversación. Pregunté si se conocía al denunciante.
—Ayer se supo. Es Zaninski.
Tenía grandes deseos de oír la historia de boca de Zaninski: primero, la anormalidad de la denuncia, falta en absoluto de interés personal; segundo, los medios de que se valió para el descubrimiento. ¿Cómo había sabido que era Bellamore?
Este Zaninski es ruso, aunque fuera de su patria desde pequeño. Habla despacio y perfectamente el español, tan bien que hace un poco de daño esa perfección, con su ligero acento del Norte. Tiene ojos azules y cariñosos que suele fijar con una sonrisa dulce y mortificante. Cuentan que es raro. Lástima que en estos tiempos de sencilla estupidez no sepamos ya qué creer cuando nos dicen que un hombre es raro.
Esa noche le hallé en una mesa de café, en reunión. Me senté un poco alejado, dispuesto a oír prudentemente de lejos.
Conversaban sin ánimo. Yo esperaba mi historia, que debía llegar forzosamente. En efecto, alguien, examinando el mal estado de un papel con que se pagó algo, hizo recriminaciones bancarias, y Bellamore, crucificado, surgió en la memoria de todos. Zaninski estaba allí, preciso era que contara. Al fin se decidió; yo acerqué un poco más la silla.
—Cuando se cometió el robo en el Banco Francés —comenzó Zaninski— yo volvía de Montevideo. Como a todos, me interesó la audacia del procedimiento: un subterráneo de tal longitud ha sido siempre cosa arriesgada. Todas las averiguaciones resultaron infructuosas. Bellamore, como empleado de la caja, fue especialmente interrogado; pero nada resultó contra él ni contra nadie. Pasó el tiempo y todo se olvidó. Pero en abril del año pasado oí recordar incidentalmente el robo efectuado en 1900 en el Banco de Londres de Montevideo. Sonaron algunos nombres de empleados comprometidos, y entre ellos Bellamore. El nombre me chocó; pregunté y supe que era Juan Carlos Bellamore. En esa época no sospechaba absolutamente de él; pero esa primera coincidencia me abrió rumbo, y averigüé lo siguiente.
En 1898 se cometió un robo en el Banco Alemán de San Pablo, en circunstancias tales que sólo un empleado familiar a la caja podía haberlo efectuado. Bellamore formaba parte del personal de la caja.
Desde ese momento no dudé un instante de la culpabilidad de Bellamore.
Examiné escrupulosamente lo sabido referente al triple robo, y fijé toda mi atención en estos tres datos:
1º. La tarde anterior al robo de San Pablo, coincidiendo con una fuerte entrada en caja, Bellamore tuvo un disgusto con el cajero, hecho altamente de notar, dada la amistad que los unía, y, sobre todo, la placidez de carácter de Bellamore.
2º. También en la tarde anterior al robo de Montevideo, Bellamore había dicho que sólo robando podía hacerse hoy fortuna, y agregó riendo que su víctima ocurrente era el banco de que formaba parte.
3º. La noche anterior al robo en el Banco Francés de Buenos Aires, Bellamore, contra toda su costumbre, pasó la noche en diferentes cafés, muy alegre.
Ahora bien, estos tres datos eran para mí tres pruebas al revés, desarrolladas en la siguiente forma:
En el primer caso, sólo una persona que hubiera pasado la noche con el cajero podía haberle quitado la llave. Bellamore estaba disgustado con el cajero casualmente esa tarde.
En el segundo caso, ¿qué persona preparada para un robo, cuenta el día anterior lo que va a hacer? Sería sencillamente estúpido.
En el tercer caso, Bellamore hizo todo lo posible por ser visto: exhibiéndose, en suma, como para que se recordara bien que él, Bellamore, pudo menos que nadie haber maniobrado en subterráneos esa accidentada noche.
Estos tres rasgos eran para mí absolutos, tal vez arriesgados de sutileza en un ladrón de bajo fondo, pero perfectamente lógicos en el fino Bellamore. Fuera de esto, hay algunos detalles privados, de más peso normal que los anteriores.
Así, pues, la triple fatal coincidencia, los tres rasgos sutiles de muchacho culto que va a robar, y las circunstancias consabidas, me dieron la completa convicción de que Juan Carlos Bellamore, argentino, de veintiocho años de edad, era el autor del triple robo efectuado en el Banco Alemán de San Pablo, el de Londres y Río de la Plata de Montevideo y el Francés de Buenos Aires. Al otro día mandé la denuncia.
Zaninski concluyó. Después de cuantiosos comentarios se disolvió el grupo; Zaninski y yo seguimos juntos por la misma calle. No hablábamos. Al despedirme le dije de repente, desahogándome:
—¿Pero usted cree que Bellamore haya sido condenado por las pruebas de su denuncia?
Zaninski me miró fijamente con sus ojos cariñosos.
—No sé; es posible.
—¡Pero esas no son pruebas! ¡Eso es una locura! —agregué con calor—. ¡Eso no basta para condenar a un hombre!
No me contestó, silbando al aire. Al rato murmuró:
—Debe ser así... cinco años es bastante... —se le escapó de pronto—: A usted se le puede decir todo: estoy completamente convencido de la inocencia de Bellamore.
Me di vuelta de golpe hacia él, mirándonos en los ojos.
—Era demasiada coincidencia concluyó con el gesto cansado.