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Calmóse. Pero su sensibilidad ya crecida se desordenó con el recio choque, y los retrocesos melancólicos, las nostalgias de cosas perdidas supuestas bien dichosas, las congojas sin saber por qué —más ímprobas que el trabajo infructuoso— fueron no escasas en su trémula existencia. Continuó viviendo débilmente, irresoluto de mañana, de tarde y de noche, abriendo su corazón a todas las agonías de las cosas que en su gran pecho de trastornado narraban vidas esenciales.
Solía pasear de tarde, solo. Los crepúsculos de ese año fueron más esplendentes que los del verano anterior. El horizonte tuvo nuevos tonos, nobles granates y azules ultramarinos de las remotas islas oceánicas. Rubén, de pie en la vasta llanura, miraba largamente esos incomparables esfuerzos de luz. Un día se echó a llorar. Y así todas estas potencias de vida le amilanaban como ojos demasiado insistentes, reaccionando en lágrimas, lentas caídas de brazos, con su sencillo traje negro.
Hermoso y gentil como era, sus rasgos se afinaron. El bozo que comenzaba a aparecer se detuvo en ligera sombra. Permaneció blanco, delicado, fraternal, como si el hombre que en él había hubiera fracasado de golpe a la muerte de Divina. Sus manos pálidas olían a éter.
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Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.
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