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Mimoso, tirábase al suelo con su silla por cualquiera reprensión, llorando. No obstante, más de una vez se calló de pronto, ahogando su dolor para pasar su dedo de uno y otro lado por todos los agujeros de la esterilla. Dimitri, con una paciencia ejemplar, perdía las horas corrigiéndolo, pues al fin el silencioso viejo le tomó cariño. Un día, cansado, ordené terminantemente a Dimitri suprimiera todo postre en la mesa, aunque yo en primer término sufriría con la nueva medida. Su rebelión fue tan espantosa que me levanté tirando la servilleta, sulfurado con el incorregible malcriado. Claro es que a los cuatro días los dulces recomenzaron, con gran alboroto de Estilicón y una húmeda mirada en que me envolvió mi viejo sirviente. Era, en fin, la hija menor y mimada para quien son siempre los perritos que se regalan a la casa.
Esta debilidad de Dimitri para con nuestro pupilo había crecido rápidamente. Dormían juntos de noche, pues Estilicón así lo quería. A una cuna, que hubo de desecharse por los terribles balanceos del animal, siguió un colchón en el suelo, que a su vez sirvió de revoltoso orillo. Comprósele una cama. Dimitri prendía la vela y Estilicón la apagaba; eso estaba convenido entre ellos. Mientras Dimitri leía, el gorila esperaba muy quieto que aquél concluyera. Entonces se ponía en cuclillas, sacaba delicadamente la vela del candelero y la estrellaba contra el suelo. Jamás pudo comprender otra cosa, ni de nada servía la magistral paciencia de Dimitri. Cogerla con exquisito cuidado, eso sí; pero enseguida al suelo. Y como al fin y al cabo, eso divertía a su amigo, el pobre viejo compraba velas con su propio peculio, pues no era cosa que yo me enterara de esas indebidas condescendencias.
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Publicado el 23 de enero de 2024 por Edu Robsy.
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