Junto a la Madre Muerta

Horacio Quiroga


Cuento


—Si le parece, vamos un momento a Mompox. Ha muerto la madre de un amigo a quien estimo realmente.

Eran las cuatro de la mañana y nos habíamos detenido momentáneamente en una esquina para separarnos.

—¿Y qué haré yo allí?

—Un rato. Por lo demás, si lo invito a ir es porque estoy seguro de que no habrá torturas para usted.

Las torturas consisten en primer término en las condolencias expresivas a fuerza de antebrazo, y luego las mujeres que han visiblemente llorado y gozan en tales ocasiones de una movilidad extraordinaria. Además Mompox es una calle muy lejana.

—¿Se decide?

Fuimos. En el comedor, paseándose, estaba Gómez. Mi amigo no le palmeó cinco o seis veces los omóplatos ni el otro esperó de mí la más remota sacudida de manos. Después, no había mujeres, o por lo menos no se las veía, lo que es exactamente lo mismo. Apenas cinco o seis hombres sentados en penitencia contra la pared, en el mismo lugar donde hallaron las sillas.

—¿Café? —nos ofreció Gómez.

Habíamos tomado demasiado. Salimos al patio para estar más a gusto, pero el vivo frío nos echó presto y entramos, sin darnos cuenta en la sala, honrada sala de muerte, sin nada anormal, ocupada en medio por la terrible realidad de nuestra madre muerta. Estábamos solos.

—¿Cuándo?... —preguntó mi amigo.

—Esta mañana; estaba muy mal desde un mes atrás.

El rostro acusaba efectivamente gran quebranto sobre su transida vejez.

—Creía que era más joven...

—No; setenta años.

Lo que me ha extrañado, porque no sabía, es el apellido en el aviso...

—Sí; se había casado por segunda vez.

Hubo una larga pausa.

Realmente —insistió mi amigo— a pesar de su edad estaba muy avejentada.

—¡Oh, era una ruina! ¡Pobre mamá!... Había sufrido muchísimo. Y con sus nervios, cuando era joven... En dos años perdió sus dos maridos. Sí, es fuerte...

—No sé cómo no se enloqueció. ¡Pobre! —sonrióse. Aun a mí me llegó, sin buscarlo.

No pudimos menos de mirarlo con curiosidad.

—Sí, mamá era terriblemente excesiva, cuando joven. Pasó tres días sin querer verme...

El recuerdo subiósele a los labios. Tenía en mi amigo confianza absoluta la fraternidad intelectual que nos hace entregar serenamente a un casi extraño tal torcedura psicológica que sabemos bien el otro va a comprender sin desvirtuarla en lo más mínimo. Pero a mí no me conocía y pretendí esquivar la confidencia.

—No, no; quédese. No es ninguna confesión. Además —añadió mirándome— creo haber visto su firma alguna vez. Cuente esto después si quiere —concluyó con vaguísima ironía.

Y lo que él dijo es lo que cuento, ajustado a sus palabras todo lo que permite el recuerdo.

"Yo era muy pequeño cuando mi madre se casó por segunda vez. Mi padrastro aportó al matrimonio una regular fortuna, que después sus operaciones de Bolsa acrecentaron mucho. Mi madre tenía asimismo algún capital y esto, con lo que me correspondía de mi herencia, nos había permitido hasta entonces una vida desahogada.

"Tenía siete años entonces y la ceremonia fue sencilla, por más que mi madre, con su fondo romántico y alejado de fiestas, no hubiera consentido fuese de otro modo. Vivíamos en una casa muy poco cómoda; aun mi dormitorio estaba al lado del suyo. No sé por qué no nos mudábamos, siendo así que nuestra fortuna hubiera excusado aun excesos de bienestar. La comida era abundante y variada; abundante sobre todo.

"Mi padrastro me quería poco, y aun mi madre, en los primeros tiempos de su amor tardío, estuvo exclusivamente entregada a él.

"Así pasó el tiempo hasta que tuve ocho años. Alquilamos entonces otra casa de mayor capacidad. Nuestra situación de fortuna llegó a ser casi espléndida, gracias al resultado que dio a mi padre un golpe de Bolsa en que había comprometido gran parte de nuestros bienes.

"Mi madre, con sus exagerados temores o confianzas de siempre, fue desde el principio contraria a esas especulaciones. De más estaban para la vida modesta y segura que llevábamos esos riesgos que podrían dejarnos en la miseria de un día a otro. Éramos ricos ya, y la marcha honesta de nuestra casa no exigía comprometer un capital cuyas rentas bastaban y sobraban. Todo esto lo veía bien claro mi madre.

"Un día, ocho meses después de habernos mudado de casa, noté en la mesa que no hablaban una palabra. Mamá tenía la cara encendida y dura. Al pasarme un plato lo tiró casi sobre la mesa. Yo los observaba curiosamente, cuando mamá, notándolo, me dirigió una larga mirada tal que no volví a despegar los labios. Aun para pedir agua a la sirvienta le hice señas con el dedo, señalándole la jarra.

"Todo el día mi padrastro estuvo en el escritorio. Mi madre me llamó al fondo y me amenazó con no se qué si iba a molestar en lo más mínimo a mi padre. Esa noche estuvo violenta con él y supe así que se había perdido más de la tercera parte de nuestra fortuna.

"En los días sucesivos el malestar fue disminuyendo, hasta que un mes más tarde se repitieron —entonces con gravedad— los síntomas de otra crisis financiera. Cinco personas fueron al mismo tiempo a hablar con mi padrastro. Mi madre me pegó por una insignificancia. Una hora después fui a pedirle que me dejara ir a la calle, pero ella me sentó en las faldas y lloró, apretándome la cabeza contra su cuello.

—¡Pobre hijo mío! ¡Qué desgracia, qué desgracia!

Quedé un momento sofocado por el abrazo. Al rato me animé tímidamente:

—¿Y papá?

—Mírame bien —repuso bruscamente, alejándome la cara—: ¿Qué sabes?

"Bajé la cabeza confundido y ella me estrechó.

—¡Pobre hijo mío! Tu padre se ha comprometido en sus negocios. Anda a darle un beso, ¿quieres?... ¡No, no vayas!

"Pasaron dos días de igual contrariedad. El tercero fue mayor. A las once mi madre me llamó:

—¿Sabes dónde vive el señor E.?

—Sí, mamá; en la calle...

—¡No importa! Tu padre te dará una carta; ¡ligero!

"Cuando ya salía, tuvo aún tiempo de gritarme desde la puerta del comedor:

—¡Corriendo!

"La noche de ese día me desperté de pronto; había sentido ruido en el cuarto de mamá. Me quedé inmóvil y oí que hablaban. Por la voz conocí a mamá. Ella sola hablaba.

—¿Será posible, será posible?

"Su voz reprochaba y suplicaba. Oí un largo sollozo. Mi padrastro habló entonces un rato en voz muy baja. Y mi madre replicó de nuevo:

—¡Será posible, será posible!...

"Al otro día me llamó:

—Tráeme agua.

"Estaba demudada y tan crispada que la copa chocaba contra sus dientes. Suspendióse un momento y estuvo a punto de hablarme. Al fin no pudo más y me alzó locamente a sus brazos.

—¡Mi hijo, tu padre quiso matarme anoche!

"Me eché a llorar a gritos:

—¡Mamá, mamá!

"Mi padrastro tornó a cometer desaciertos. La casa entera se resentía de esos disgustos, cambios de hora de comida, golpes de puerta, silencios cerrados en la mesa. Mi madre, viéndolo ya todo negro, se afanaba en la economía doméstica, desesperada del porvenir. A veces me miraba fugitivamente de reojo, agitada y colorada como siempre que me quería decir algo especial. Al fin una vez:

—Si fuéramos pobres, ¿lo sentirías mucho?

—Sí, mamá —le respondí después de un momento. Pero me arrepentí, porque noté que la había disgustado.

"Veía cada día con más horror las especulaciones de su marido. Varias veces me habló de mi padre, cosa que no hacía nunca. Una tarde me preguntó:

—¿Tú sabes que tu padre te dejó mucho dinero?

—Sí, mamá.

—¿Y si no tuvieras más?

"Yo la miré sorprendido. Me abrazó con trasporte. Otra vez:

—;Qué harías tú si no tuvieras lo que tu padre te dejó? No supe qué responder.

——Trabajarías, verdad, trabajarías?

Me miraba con profundo y celoso amor.

—Di, mi hijo, ¿trabajarías?

Me eché a llorar por fin, demasiado instado.

—¡Sí, es infame, infame! —exclamó.

"Acaricióme largo rato el cabello, soñando; después lloró.

—Mi hijo, somos muy pobres y lo seremos más todavía...

"Efectivamente, hubo un visible cambio en el bienestar de la casa; aun se disminuyó la luz en el comedor.

"Sobre todo, el humor de mamá se agriaba. Tuvo un día con su marido un altercado más violento que los otros. La vi salir pálida de su cuarto, y una mirada de odio adentro en el portazo que dio.

"Unióse conmigo desde entonces con furiosa ternura de defensa del hijo expropiado.

"Una siesta me llamó a su dormitorio, cerró la puerta y me sentó en las faldas. Me secó el sudor de la frente con su pañuelo, haciéndome en seguida dos o tres preguntas, sin saber ella misma lo que me preguntaba. Estaba muy nerviosa. Al fin me levantó el mentón:

—Mi hijo, mírame.

"Yo la miré, me turbé, bajé la vista, rasqué la colcha, intenté reír, escondí las manos cuanto fue posible en las mangas, sentí que me miraba todavía y me puse colorado. No me dijo más y me hizo salir, despechada.

"Luego quince días más. No cambiaba ya una palabra con su marido. Un martes mi padrastro volvió a casa a las cuatro de la tarde y se acostó; se hallaba mal. Mi madre, al saberlo, se encogió de hombros; pero no habló más.

—Anda a ver qué tiene tu padre —me dijo al rato secamente.

"Fui: estaba cansado y no quería que lo molestaran. A las siete —estábamos en la mesa la sirvienta fue a llevarle agua y volvió corriendo, demudada:

"—¡El señor se muere!

"Mamá dio un grito, tiró la servilleta y corrió adentro. Yo la seguí. Lo encontramos levantado, crispadas las dos manos en el respaldo de la cama, y miraba un punto fijo de la pared, lívido y con expresión de terrible sufrimiento. Mi madre se lanzó como una loca a él, estrechándolo entre sus brazos. Pero el ataque no disminuía.

—¡Pronto, el médico! —exclamó.

"Quise ir adentro a buscar el gorro.

—¿No, no, el médico, ligero! ¡Se muere tu padre, maldito! —me gritó, apretándome la cabeza. Estaba desesperada, con el pelo echado atrás. "Volví, jadeante por la carrera. "En la puerta había gente detenida por los alaridos de mamá. Al sentirme entrar en el cuarto semioscuro, se lanzó a mí:

—¡Tu padre ha muerto, ha muerto! —me gritó con extravío en la cara, sacudiéndome locamente de los brazos. Me dejó y cayó de nuevo sobre su marido, rodeándolo sin consuelo. A pesar de mis piernas trémulas mi curiosidad aterrada pudo más, me acerqué y lo vi, sentado en el sillón, en mangas de camisa y en medias. Su cabeza, caída atrás, se sacudía sin sentido en los brazos desesperados de mamá. De pronto mamá me vio:

—¡Tú tienes la culpa, tú —me gritó—; sal de aquí, sal de aquí!..."

Gómez se interrumpió. Su voz había bajado bastante, y al quedar de nuevo en silencio, no pudimos menos de volver los ojos al cuerpo negro y con la nuca rígida que yacía horizontal. Gómez quedó un rato mirando el rostro muerto.

Al fin tendió la mano y la pasó por la frente con lento cariño. ¡Pobre, mi madre! —murmuró.

Un rato después salíamos. Habíamos visto en nuestra vida hondas protestas de viril ternura, y con pasión; pero caricia como ésa, hecha por un hombre que habiendo querido mucho a su madre, acababa de tener esa sinceridad, vale decir profundo respeto, ninguna.


Publicado el 23 de enero de 2024 por Edu Robsy.
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