Durante la triple guerra hispano-americana-filipina, la concentración de fuerzas españolas en las islas Luzón y Mindanao fue tan descuidada, que muchos destacamentos quedaron aislados en el interior. Tal pasó con el del teniente Manuel Becerro y Borrás. Éste, a principios de 1898, recibió orden de destacarse en Macolos. Llegaba de España, y Macolos es un mísero pueblo internado en las más bajas lejanías de Luzón.
Mudarse todos los días de rayadillos planchados y festejar a las hijas de los importadores es porvenir, si no adorable, por lo menos de bizarro sabor para un peninsular. Pero desaparecer en una senda umbría hacia un país de lluvia, barro, mosquitos y fiebres fúnebres, desagrada.
Como el teniente era hombre joven y entusiasta, aceptó sin excesivas quejas el mandato. Internose en los juncales al frente de cuarenta y ocho hombres, se embarró seis días, y al séptimo llegó a Macolos, bajo una lluvia de monótona densidad que lo empapaba hacía cinco horas y había concluido, con la excitación de la marcha, por darle gran apetito.
El pueblo en cuestión merecía este nombre por simple tolerancia geográfica. Había allí, en cuanto a edificación clara, algo como un fuerte, bien visible, blanqueado, triste. El sórdido resto era del mismo color que la tierra.
Pasado el primer mes de actividad organizadora y demás, el teniente aprendió a conocer, por los subsiguientes, lo que serían veinticuatro de destacamento avanzado en Filipinas.
No tuvo tiempo; en comienzos de abril recibió voz de alerta, pues sabíase a ciencia cierta que los nativos se disponían a levantarse el 31 de mayo. El teniente aprestose concienzudamente, como un alumno recién egresado de la escuela militar, a la defensa. Rodeaba el fuerte una empalizada de bambú, tan descuidada que el recinto estaba siempre lleno de gallinas ajenas. Deshízola y en su lugar dispuso una de gruesos troncos, amontonando contra ella bolsas de arena. En el arroyo adyacente levantó una trinchera de piedra, con su foso. Taló el cañaduzal vecino, cuyo macizo llegaba hasta doscientos metros del fuerte. Precaución honorable, pues tal plantación tiene por misión, en tiempo de guerra, fusilar a los europeos de un modo profundamente anónimo. Hizo muchas cosas más de que entienden los militares, y por último acopió cuantos bueyes y carabaos pudo, sin contar el arroz.
Llegó así el 4 de junio y tuvo noticia de que la insurrección había estallado en la fecha anunciada: la nueva llegaba de un pueblo. Las comunicaciones con Manila habían sido cortadas dos meses antes, y no le extrañó ya el silencio de aquélla. Por otra parte, en esos dos duros meses Manila olvidó los destacamentos avanzados por problemas más estruendosos.
Los escasos peninsulares de Macolos abandonaron el pueblo, harto mezquino. El teniente, con tranquila decisión, había resuelto agujerear cuantas camisas blancas pudieran ser cubiertas por el máuser, hasta ser macheteado él mismo. Tal vez si hubiera vivido algo más en la colonia no hubiera pensado cosas irreparables; pero llegaba de España, con honrado amor a la patria.
El 15 de junio comenzó la lucha en la trinchera del arroyo. El enemigo, poco numeroso, retirose, para volver dos días después; pero a pesar de la confortante gritería, se estrelló de nuevo, dado que el teniente no mostraba ninguna prisa por salir de allí. Nueva tregua, y esta vez por un mes. Cuantas exploraciones para concentrarse se hicieron fueron rechazadas, hasta que el enemigo volvió un día al arroyo. Pero como los tagalos no parecían tener decidida urgencia en hacerse abrir el vientre de abajo arriba, los españoles pudieron retirarse. La tregua nocturna era oficial, por suficiente desconfianza y no escasa cordura. El teniente pudo así mantenerse tres días. Retornaban al fuerte de noche, deshechos de cansancio, con el pantalón a la rodilla y las piernas embarradas por la travesía de las sementeras. Algunos volvían con dos fusiles, pues allá quedaban compañeros todas las tardes.
Los filipinos se apoderaron al fin del arroyo, y desde ese momento la defensa se circunscribió en la empalizada. La munición, pródigamente acopiada, continuó cruzando el aire y dando en el blanco con tal perseverante solicitud, que el enemigo desistió de asaltar el fuerte. El sitio por hambre comenzó lleno de juicio, ilustrado —eso sí— para activarlo, con fusiladas sutiles que tendían claramente a insinuarse entre los ojos de los españoles parapetados.
Los días siguieron así, con ellos los meses, y tan bien que el último carabao fue comido. Poco después el café desapareció, y desde entonces la guarnición alimentose de arroz cocido en agua. A esto, ya profundamente disgustante, agregáronse las lluvias de invierno, cuyas fiebres hicieron fielmente presa de heridos con hambre y centinelas empapados. Las heridas, mal cuidadas, se gangrenaban; cinco soldados pasaron de tal modo rápidamente a una más completa disolución.
Sobre todo, el hambre y las lluvias. De vez en cuando, un explorador asalto de gritos y balas llevaba a la mísera guarnición a la empalizada, y alguno se hacía siempre agujerear las cejas, golpeando la cara muerta entre los intersticios de los troncos.
Cuando el arroz se hubo picado y el teniente vio a sus hombres, heridos, enfermos, mudos, hoscos de hambre y rabia, se enterneció y decidiose a decirles algo, a pesar de su incapacidad.
—Compañeros —les dijo—. Si me ayudan, estoy dispuesto a no entregarme a estos traidores… Estamos abandonados y sufrimos todos; pero allá lejos está la patria, España… ¡España es nuestra patria, compañeros!… ¡Esto también es España, compañeros! Estamos muertos de hambre, pero mientras haya uno solo de nosotros, aquí, rodeada de traidores, está nuestra historia… La patria y su gloria están aquí, aquí… ¡Nuestra España, mi España, compañeros!…
La patria sacra se le subió a la garganta y no pudo continuar. Se estiró el bigote tenazmente, mirando a la pared. Los soldados sintieron, sobre su miseria y exclusiva ansia de alimento y descanso, nada más, la gloria humana de sacrificar la vida a una idea. Aun vibrando de ternura, ninguno dijo nada. Pero cuando uno se atrevió a ¡Viva España!, todos le respondieron enseguida con un grito rabioso de intensidad desahogada.
Diez días después las intentonas de asalto recrudecieron, no fue más posible defender la empalizada, y la guarnición se sostuvo en el fuerte. Una semana después el enemigo se retiró y al día siguiente desembocó en el cañaduzal rozado una fuerza regular. Bajaron todos; eran apenas once, harapientos, flacos, huraños, aniquilados de fiebre y lucha, con el alma plena, sin embargo, de haber hecho todo lo posible. Pero el batallón era norteamericano, y no es envidiable lo que habrá sentido aquella gente cuando se enteró de que España había vendido Filipinas hacía cinco meses, y habían estado defendiendo el pabellón enemigo.