La Igualdad en Tres Actos

Horacio Quiroga


Cuento


La regente abrió la puerta de clase y entró con una nueva alumna.

—Señorita Amalia —dijo en voz baja a la profesora—. Una nueva alumna. Viene de la escuela trece… No parece muy despierta.

La chica quedó de pie, cortada. Era una criatura flaca, de orejas lívidas y grandes ojos anémicos. Muy pobre, desde luego, condición que el sumo aseo no hacía sino resaltar. La profesora, tras una rápida ojeada a la ropa, se dirigió a la nueva alumna.

—Muy bien, señorita, tome asiento allí… Perfectamente. Bueno, señoritas, ¿dónde estábamos?

—¡Yo, señorita! ¡El respeto a nuestros semejantes! Debemos…

—¡Un momento! A ver, usted misma, señorita Palomero: ¿sabría usted decirnos por qué debemos respetar a nuestros semejantes?

La pequeña, de nuevo cortada hasta el ardor en los ojos, quedó inmóvil mirando insistentemente a la profesora.

—¡Veamos, señorita! Usted sabe, ¿no es verdad?

—S-sí, señorita.

—¿Veamos, entonces?

Pero las orejas y mejillas de la nueva alumna estaban de tal modo encendidas que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Bien, bien… Tome asiento —sonrió la profesora—. Esta niña responderá por usted.

—¡Porque todos somos iguales, señorita!

—¡Eso es! ¡Porque todos somos iguales! A todos debemos respetar, a los ricos y a los pobres, a los encumbrados y a los humildes. Desde el ministro hasta el carbonero, a todos debemos respeto. Esto es lo que quería usted decir, ¿verdad, señorita Palomero?

—S-sí, señorita…

La clase concluyó, felizmente. En las subsiguientes la profesora pudo convencerse de que su nueva alumna era muchísimo más inteligente de lo que había supuesto. Pero ésta volvía triste a su casa. A pesar de la igualdad recomendada en clase recordaba bien el aire general de sorpresa ante sus gruesos y opacos botines de varón. No dudaba de que en los puntos extremos del respeto preconizado con tal fervor, ella ocupaba el último. Su padre era carbonero. Y volvía así la frase causante de su abatido desaliento. Desde el ministro hasta el carbonero, a todos debemos respeto. La criatura era precoz y el distingo de ese hasta fue íntimamente comprendido. Es decir que no existía ni remotamente tal igualdad, pero siendo el ministro de Instrucción Pública la más respetable persona, nuestra tolerancia debía llegar por suprema compasión a admitir como igual hasta a un carbonero. Claro está, la criatura no analizaba la frase, pero en sus burdas medias suelas sentía el límite intraspasable en que ella debía detenerse en esa igualdad.

Hasta papá es digno de respeto —se repetía la chica.

Y cuanto había en ella de ternura por su padre y respeto por su instrucción, se deshizo en lágrimas al estar con él. Contó todo.

—¡No es nada, Julita! —sonriose el padre—. ¿Pero de veras dijo hasta el carbonero?

—¡Sí, papá!

—¡Perfecto! Para ser en una escuela normal… Dime, ¿tú sabes en qué consiste esa igualdad de todos los hombres que enseñaba tu profesora? Pues bien, pregúntaselo a ella en la primera ocasión. Quisiera saber qué dice.

La ocasión llegó al mes siguiente.

—… porque todos somos iguales, tanto el rico como el pobre, el poderoso como el humilde.

—¡Señorita!… Una cosa; yo no sé… ¿En qué somos iguales todos?

La profesora quedó mirándola muy sorprendida de tal ignorancia, bien que la aprovechara ella misma para buscar a todo trance una respuesta que no halló enseguida.

—¡Pero, señorita! —prorrumpió—. ¿En qué está usted pensando? ¿Quiere que hagamos venir una niña de primer grado para que le enseñe eso? ¿Qué dicen ustedes, señoritas?

Las chicas, solicitadas así por la profesora, se rieron grandemente de su compañera.

—¡Hum! —murmuró luego el padre al enterarse—. Ya me parecía que la respuesta iba a ser más o menos ésa.

La pequeña, desorientada ya y dolorida, lo miró con honda desconfianza.

—¿Y en qué somos iguales, papá?

—¿En qué, mi hija?… Allá te habrán respondido que por ser todos hijos de Adán, o iguales ante la ley o las urnas, qué sé yo… Cuando seas más grande te diré más.

En el repaso de octubre, el respeto a nuestros semejantes surgió otra vez y la profesora pareció recordar de nuevo la pregunta aquella, manteniendo un instante el dedo en el aire.

—Ahora que recuerdo… ¿No fue usted, señorita Palomero, la que ignoraba en qué somos iguales?

La chica, en los meses anteriores, había aprendido el famoso apotegma; y siendo, como es, terrible la sugestión inquisitoria de tales dogmas en las escuelas, estaba convencida de él. Pero ante el cariño y respeto a la mentalidad de su padre, creyó su deber sacrificarse.

—No, señorita…

Julia salió de clase llorando sin consuelo. Días después la escuela entera se agitaba para celebrar el jubileo de su directora. Habría fiesta, y las pequeñas futuras maestras fueron exhortadas a llevar un ramo de flores, uno de los cuales sería ofrecido a la directora gloriosa. Y, desde luego, invitación a la familia de las alumnas.

Al día siguiente la subregente repartió las tarjetas entre las escolares para que las llevaran a sus padres. Pero Julia esperó en vano la suya; sólo habían alcanzado a las alumnas bien vestidas.

—Hum… —dijo el carbonero—. Esto es hijo de aquello… ¿Quieres llevar el mejor ramo que haya ese día?

La pequeña, roja de vanidad, se restregaba contra los muslos de su padre.

De este modo no cupo en sí cuando todas sus condiscípulas dirigieron una mirada de envidia a su ramo. Era sin duda ninguna el más hermoso de cuantos había allí. Y ante el pensamiento de su ramo, de que ella entre todas sus brillantes compañeras lo ofrecería a la directora, temblaba de loca emoción.

Pero al llegar el momento del obsequio, la profesora de su grado, después de acariciarla, tomó el ramo de sus manos y lo colocó entre las de la hija del ministro de Instrucción Pública, condiscípula suya. Ésta entre frenéticos aplausos lo ofreció a la directora enternecida.

El carbonero perdió esta vez la calma.

—Llora, pequeña, llora: eso tenía que pasar; era inevitable. ¿Pero quieres que te diga ahora? —exclamó haciendo saltar la mesa de un violento puñetazo—. ¡Es que nadie, ¿oyes?, nadie, desde tu directora a la última ayudante, nadie cree una palabra de toda esa igualdad que gritan todo el día! ¿Quieres más pruebas de las que has tenido?… Pero tú eres una criatura aún… Cuando seas maestra y enseñes esas cosas a tus alumnas acuérdate de tu ramo y me comprenderás entonces.

—Sí —me decía sonriendo al recuerdo la actual profesora normal—, mucho me costó olvidar la herida aquella. Y, sin embargo, papá no tenía razón. Cuando se posee una instrucción muy superior a la del medio en que se vive, la razón se ofusca y no se aprecian bien las distancias… ¡Pobre papá! Era muy inteligente. Pero mis alumnos saben muy bien, porque no me canso de repetírselo, que desde el ministro hasta el zapatero, todos somos iguales…


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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