Hasta el año pasado un individuo de levita y sombrero de copa se estacionaba todas las tardes en la esquina Artes y juncal, dando en la manía de disponer el orden de los carruajes para evitar interrupciones. Los jueves y domingos de tarde tenía gran tarea porque desempeñaba a conciencia su solícito cometido. Ponía toda su alma en tan ingrata función; cansado, sudoroso, hecho una lástima de desasosiego, tenía la conciencia fresca y fuerte por el exacto deber cumplido. El individuo era loco, y dio en tan lamentable extremo muy sencillamente.
Nicolás Pueyrredón era agente de comercio. Ocupábase de corretajes, liquidaciones y esas adyacencias mercantiles de que yo desgraciadamente no entiendo. Profesaba la fe de la justa proporción de las cosas, sin vértigos posibles. Sabía que a los números, siendo infinitos, puédensele siempre agregar impunemente un uno, un modesto uno.
—Claro es —decía sonriendo— son infinitos; siempre hay lugar para un uno.
Su espíritu gozaba tranquilamente con esto, siendo de por sí incapaz de un revolcón por la locura. Por lo demás, era un hombre expresivo.
He aquí que un día salió de su casa a las 5 de la tarde en dirección a la dársena sur, debía poner en la estafeta del París una carta de última hora. En la calle San Martín el carruaje se detuvo un largo rato; perdió diez minutos. En Defensa y Venezuela una victoria se cruzó de tal modo que fue imposible marchar durante cinco minutos. En la misma calle Defensa y Estados Unidos el carruaje de Pueyrredón atropelló un cupé de ruedas amarillas que iba a contramarcha; volvió a perder diez minutos. De modo que cuando llegó a la dársena el vapor humeaba ya en el canal de entrada.
El suceso disgustó profundamente a Pueyrredón. No le ocasionaba mayor trastorno, es verdad, pero temía por su buen nombre: como la carta era esperada indispensablemente en Montevideo, acaso atribuyeran la no remisión de aquélla a su falta de seriedad en negocios; y si algo tenía de bueno él, Pueyrredón, era una clara idea del justo cumplimiento de sus deberes. La cosa, pues, le chocó.
Pocos días más tarde repitió su carrera por iguales motivos, y por idénticas causas su interrumpido carruaje llegó tarde a los muelles. Esta vez se acaloró seriamente, discutió largo rato con el cochero, y protestó indignado, con los brazos hacia el centro de la ciudad, del inicuo desorden de carruajes. Por la noche no habló de otra cosa: era imposible marchar dos cuadras seguidas... quienes sufrían eran ellos, expuestos a perder su buen nombre por una incalificable desidia de las ordenanzas...
Parece que en los días siguientes su desventura fue tan grande como en las otras ocasiones. Le vi por entonces y se desahogó con tales insistentes reproches que traté de contenerle.
—Pero amigo —le dije sonriendo, levantándome—, ¡si en todo pasa lo mismo! Su indignación es justa, indudablemente; pero a cada paso nos hallamos en una situación igual, ya por esta causa, ya por aquélla... —e hice grave filosofía.
—No sé, no sé, no sé —repitió encendiéndose más— ¿Quién vigila el orden? ¿Quién cumple la ordenanza? ¿Por qué ha de estar uno expuesto a perder un minuto, un segundo, esto? —agregó enseñándome convulsivamente un pequeño trozo de cuchara entre sus pulgares— ¡sí, esto nada más! Me miraba en los ojos a diez centímetros de los míos. Arrojó la cuchara sobre la mesa y salió del café.
Había adelgazado, marchaba sacudiendo hombros y cabeza a pequeños golpes, lanzaba rencorosas miradas de reojo a los carruajes.
Llegó así a tal grado de excitación que la idea de desorden comenzó a tornarse fija, con toda la descomposición que acarrean tales estancamientos. Fue diez veces en un mismo día a la Municipalidad, donde no quisieron oírle. Salió lleno de ira de esa casa en desquicio. Acudió a los diarios con igual éxito. Días sucesivos viósele a cada momento en carruaje, con el semblante hinchado de odio e indignación. En las cuadras de interrupciones forzosas vociferaba de tal modo, con medio cuerpo fuera de la capota, que su descomedimiento dio lugar a lamentables intervenciones.
Y por último, la tarde del jueves 18 de setiembre de 1902, el carruaje que llevaba a Nicolás Pueyrredón se vio detenido en la esquina Juncal y Artes por el corso que volvía de Palermo. Fue por cierto un espectáculo lastimoso, porque Pueyrredón, saltando al pescante, arrebató las riendas al cochero que cayó, y con grandes gritos de rabia y golpes de látigo forzó su carruaje sobre las victorias quietas. Lo llevaron a la fuerza; por largo rato se oyeron sus gritos.
El domingo siguiente, a las 4 de la tarde, Pueyrredón esperaba ya en la esquina Artes y Juncal.
* * *
—Bien sencillo —murmuró alguien cuando el narrador concluyó.
—Ciertamente agregó otro al rato— es la manera más sencilla de quedarse loco. Sobre todo Pueyrredón, que era loco ya.