Los Desterrados y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección



El regreso de Anaconda

Cuando Anaconda, en complicidad con los elementos nativos del trópico, meditó y planeó la reconquista del río, acababa de cumplir treinta años.

Era entonces una joven serpiente de diez metros, en la plenitud de su vigor. No había en su vasto campo de caza, tigre o ciervo capaz de sobrellevar con aliento un abrazo suyo. Bajo la contracción de sus músculos toda vida se escurría, adelgazada hasta la muerte. Ante el balanceo de las pajas que delataban el paso de la gran boa con hambre, el juncal, todo alrededor, se empenachaba de altas orejas aterradas. Y cuando al caer el crepúsculo en las horas mansas, Anaconda bañaba en el río de fuego sus diez metros de oscuro terciopelo, el silencio la circundaba como un halo.

Pero siempre la presencia de Anaconda desalojaba ante sí la vida, como un gas mortífero. Su expresión y movimientos de paz, insensibles para el hombre, la denunciaban desde lejos a los animales. De este modo:

—Buen día —decía Anaconda a los yacarés, a su paso por los fangales.

—Buen día —respondían mansamente las bestias al sol, rompiendo dificultosamente con sus párpados globosos el barro que los soldaba.

—¡Hoy hará mucho calor! —la saludaban los monos trepados, al reconocer en la flexión de los arbustos a la gran serpiente en desliz.

—Sí, mucho calor… —respondía Anaconda, arrastrando consigo la cháchara y las cabezas torcidas de los monos, tranquilos sólo a medias.

Porque mono y serpiente, pájaro y culebra, ratón y víbora, son conjunciones fatales que apenas el pavor de los grandes huracanes y la extenuación de las interminables sequías logran retardar. Sólo la adaptación común a un mismo medio, vivido y propagado desde el remoto inmemorial de la especie, puede sobreponerse en los grandes cataclismos a esta fatalidad del hambre. Así, ante una gran sequía, las angustias del flamenco, de las tortugas, de las ratas y de las anacondas, formarán un solo desolado lamento por una gota de agua.

Cuando encontramos a nuestra Anaconda, la selva se hallaba próxima a precipitar en su miseria esta sombría fraternidad.

Desde dos meses atrás, no tronaba la lluvia sobre las polvorientas hojas. El rocío mismo, vida y consuelo de la flora abrasada, había desaparecido. Noche a noche, de un crepúsculo a otro, el país continuaba desecándose como si todo él fuera un horno. De lo que había sido cauce de umbríos arroyos sólo quedaban piedras lisas y quemantes; y los esteros densísimos de agua negra y camalotes, se hallaban convertidos en páramos de arcilla surcada de rastros durísimos que entrecubría una red de filamentos deshilachados como estopa, y que era cuanto quedaba de la gran flora acuática. A toda la vera del bosque, los cactus, enhiestos como candelabros, aparecían ahora doblados a tierra, con sus brazos caídos hacia la extrema sequedad del suelo, tan duro que resonaba al menor choque.

Los días, unos tras otros, se deslizaban ahumados por la bruma de las lejanas quemazones, bajo el fuego de un cielo blanco hasta enceguecer, y a través del cual se movía un sol amarillo y sin rayos, que al llegar la tarde comenzaba a caer envuelto en vapores como una enorme masa asfixiada.

Por las particularidades de su vida vagabunda, Anaconda, de haberlo querido, no hubiera sentido mayormente los efectos de la sequía. Más allá de la laguna y sus bañados enjutos, hacia el sol naciente, estaba el gran río natal, el Paranahyba refrescante, que podía alcanzar en media jornada.

Pero ya no iba la boa a su río. Antes, hasta donde alcanzaba la memoria de sus antepasados, el río había sido suyo. Aguas, cachoeiras, lobos, tormentas y soledad, todo le pertenecía.

Ahora, no. Un hombre, primero, con su miserable ansia de ver, tocar y cortar había emergido tras el cabo de arena con su larga piragua. Luego otros hombres, con otros más, cada vez más frecuentes. Y todos ellos sucios de olor, sucios de machetes y quemazones incesantes. Y siempre remontando el río, desde el sur…

A muchas jornadas de allí, el Paranahyba cobraba otro nombre, ella lo sabía bien. Pero más allá todavía, hacia ese abismo incomprensible del agua bajando siempre, ¿no habría un término, una inmensa restinga de través que contuviera las aguas eternamente en descenso?

De allí, sin duda, llegaban los hombres, y las alzaprimas, y las mulas sueltas que infectan la selva. ¡Si ella pudiera cerrar el Paranahyba, devolverle su salvaje silencio, para reencontrar el deleite de antaño, cuando cruzaba el río silbando en las noches oscuras, con la cabeza a tres metros del agua humeante!…

Sí; crear una barrera que cegara el río y bruscamente pensó en los camalotes.

La vida de Anaconda era breve aún; pero ella sabía de dos o tres crecidas que habían precipitado en el Paraná millones de troncos desarraigados, y plantas acuáticas y espumosas y fango. ¿Adónde había ido a pudrirse todo eso? ¿Qué cementerio vegetal sería capaz de contener el desagüe de todos los camalotes que un desborde sin precedentes vaciara en la sima de ese abismo desconocido?

Ella recordaba bien: crecida de 1883; inundación de 1894… Y con los once años transcurridos sin grandes lluvias, el régimen tropical debía sentir como ella en las fauces, sed de diluvio.

Su sensibilidad ofídica a la atmósfera le rizaba las escamas de esperanza. Sentía el diluvio inminente. Y como otro Pedro el Ermitaño, Anaconda se lanzó a predicar la cruzada a lo largo de los riachos y fuentes fluviales.

La sequía de su hábitat no era, como bien se comprende, general a la vasta cuenca. De modo que tras largas jornadas, sus narices se expandieron ante la densa humedad de los esteros, plenos de victorias regias, y al vaho de formol de las pequeñas hormigas que amasaban sus túneles sobre ellas.

Muy poco costó a Anaconda convencer a los animales. El hombre ha sido, es y será el más cruel enemigo de la selva.

—… Cegando, pues, el río —concluyó Anaconda después de exponer largamente su plan—, los hombres no podrán más llegar hasta aquí.

—¿Pero las lluvias necesarias? —objetaron las ratas de agua, que no podían ocultar sus dudas—. ¡No sabemos si van a venir!

—¡Vendrán!, y antes de lo que imaginan. ¡Yo lo sé!

—Ella lo sabe —confirmaron las víboras—. Ella ha vivido entre los hombres. Ella los conoce.

—Sí, los conozco y sé que un solo camalote, uno solo, arrastra, a la deriva de una gran creciente, la tumba de un hombre.

—¡Ya lo creo! —sonrieron suavemente las víboras—. Tal vez de dos…

—O de cinco… —bostezó un viejo tigre desde el fondo de sus ijares—. Pero dime —se desperezó directamente hacia Anaconda—: ¿estás segura de que los camalotes alcanzarán a cegar el río? Lo pregunto por preguntar.

—Claro que no alcanzarán los de aquí, ni todos los que puedan desprenderse en doscientas leguas a la redonda… Pero te confieso que acabas de hacer la única pregunta capaz de inquietarme. ¡No, hermanos! Todos los camalotes de la cuenca del Paranahyba y del Río Grande con todos sus afluentes, no alcanzarían a formar una barra de diez leguas de largo a través del río. Si no contara más que con ellos, hace tiempo que me hubiera tendido a los pies del primer caipira con machete… Pero tengo grandes esperanzas de que las lluvias sean generales e inunden también la cuenca del Paraguay. Ustedes no lo conocen… Es un gran río. Si llueve allá, como indefectiblemente lloverá aquí, nuestra victoria es segura. Hermanos: ¡hay allá esteros de camalotes que no alcanzaríamos a recorrer nunca, sumando nuestras vidas!

—Muy bien… —asintieron los yacarés con pesada modorra—. Es aquél un hermoso país… ¿Pero cómo sabremos si ha llovido también allá? Nosotros tenemos las patitas débiles…

—No, pobrecitos —sonrió Anaconda, cambiando una irónica mirada con los carpinchos, sentados a diez prudenciales metros—. No los haremos ir tan lejos… Yo creo que un pájaro cualquiera puede venir desde allá en tres volidos a traernos la buena nueva…

—Nosotros no somos pájaros cualesquiera —dijeron los tucanes—, y vendremos en cien volidos, porque volamos muy mal. Y no tenemos miedo a nadie. Y vendremos volando, porque nadie nos obliga a ello, y queremos hacerlo así. Y a nadie tenemos miedo.

Y concluido su aliento, los tucanes miraron impávidos a todos, con sus grandes ojos de oro cercados de azul.

—Somos nosotros quienes tenemos miedo… —chilló a la sordina una arpía plomiza esponjándose de sueño.

—Ni a ustedes, ni a nadie. Tenemos el vuelo corto; pero miedo, no —insistieron los tucanes, volviendo a poner a todos de testigos.

—Bien, bien… —intervino Anaconda, al ver que el debate se agriaba, como eternamente se ha agriado en la selva toda exposición de méritos—. Nadie tiene miedo a nadie, ya lo sabemos… y los admirables tucanes vendrán, pues, a informarnos del tiempo que reine en la cuenca aliada.

—Lo haremos así porque nos gusta: pero nadie nos obliga a hacerlo —tornaron los tucanes.

De continuar así, el plan de lucha iba a ser muy pronto olvidado, y Anaconda lo comprendió.

—¡Hermanos! —se irguió con vibrante silbido—. Estamos perdiendo el tiempo estérilmente. Todos somos iguales, pero juntos. Cada uno de nosotros, de por sí, no vale gran cosa. Aliados, somos toda la zona tropical. ¡Lancémosla contra el hombre, hermanos! ¡Él todo lo destruye! ¡Nada hay que no corte y ensucie! ¡Echemos por el río nuestra zona entera, con sus lluvias, su fauna, sus camalotes, sus fiebres y sus víboras! ¡Lancemos el bosque por el río, hasta cegarlo! ¡Arranquémonos todos, desarraiguémonos a muerte, si es preciso, pero lancemos el trópico aguas abajo!

El acento de las serpientes fue siempre seductor. La selva, enardecida, se alzó en una sola voz:

—¡Sí, Anaconda! ¡Tienes razón! ¡Precipitemos la zona por el río! ¡Bajemos, bajemos!

Anaconda respiró por fin libremente: la batalla estaba ganada. El alma —diríamos— de una zona entera, con su clima, su fauna y su flora, es difícil de conmover; pero cuando sus nervios se han puesto tirantes en la prueba de una atroz sequía, no cabe entonces mayor certidumbre que su resolución bienhechora en un gran diluvio.

Pero en su hábitat, al que la gran boa regresaba, la sequía llegaba ya a límites extremos.

—¿Y bien? —preguntaron las bestias angustiadas—. ¿Están allá de acuerdo con nosotros? ¿Volverá a llover otra vez, dinos? ¿Estás segura, Anaconda?

—Lo estoy. Antes de que concluya esta luna oiremos tronar de agua el monte. ¡Agua, hermanos, y que no cesará tan pronto!

A esta mágica voz: ¡Agua!, la selva entera clamó, como un eco de desolación:

—¡Agua! ¡Agua!

—¡Sí, e inmensa! Pero no nos precipitemos cuando brame. Contamos con aliados invalorables, y ellos nos enviarán mensajeros cuando llegue el instante. Escudriñen constantemente el cielo, hacia el noroeste. De allí deben llegar los tucanes. Cuando ellos lleguen, la victoria es nuestra. Hasta entonces, paciencia.

¿Pero cómo exigir paciencia a seres cuya piel se abría en grietas de sequedad, que tenían los ojos rojos por la conjuntivitis, y cuyo trote vital era ahora un arrastre de patas, sin brújula?

Día tras día, el sol se levantó sobre el barro de intolerable resplandor, y se hundió asfixiado en vapores de sangre, sin una sola esperanza. Cerrada la noche, Anaconda se deslizaba hasta el Paranahyba a sentir en la sombra el menor estremecimiento de lluvia que debía llegar sobre las aguas desde el implacable norte. Hasta la costa, por lo demás, se habían arrastrado los animales menos exhaustos. Y juntos todos, pasaban las noches sin sueño y sin hambre, aspirando en la brisa, como la vida misma, el más leve olor a tierra mojada.

Hasta que una noche, por fin, se realizó el milagro. Inconfundible con otro alguno, el viento precursor trajo a aquellos míseros un sutil vaho de hojas empapadas.

—¡Agua! ¡Agua! —oyose clamar de nuevo en el desolado ámbito. Y la dicha fue definitiva cuando cinco horas después, al romper el día, se oyó en el silencio, lejanísimo aún, el sordo tronar de la selva bajo el diluvio que se precipitaba por fin.

Esa mañana el sol brilló, pero no amarillo, sino anaranjado, y a mediodía no se le vio más. Y la lluvia llegó, espesísima y opaca y blanca como plata oxidada, a empapar la tierra sedienta.

Diez noches y diez días continuos el diluvio se cernió sobre la selva flotando en vapores; y lo que fuera páramo de insoportable luz, se tendía ahora hasta el horizonte en sedante napa líquida. La flora acuática rebrotaba en planísimas balsas verdes que a simple vista se veía dilatar sobre el agua hasta lograr contacto con sus hermanas. Y cuando nuevos días pasaron sin traer a los emisarios del noroeste, la inquietud tornó a inquietar a los futuros cruzados.

—¡No vendrán nunca! —clamaban—. ¡Lancémonos, Anaconda! Dentro de poco no será ya tiempo. Las lluvias cesan.

—Y recomenzarán. ¡Paciencia, hermanitos! ¡Es imposible que no llueva allá! Los tucanes vuelan mal; ellos mismos lo dicen. Acaso estén en camino. ¡Dos días más!

Pero Anaconda estaba muy lejos de la fe que aparentaba. ¿Y si los tucanes se habían extraviado en los vapores de la selva humeante? ¿Y si por una inconcebible desgracia, el noroeste no había acompañado al diluvio del norte? A media jornada de allí, el Paranahyba atronaba con las cataratas pluviales que le vertían sus afluentes.

Como ante la espera de una paloma de arca, los ojos de las ansiosas bestias estaban sin cesar vueltos al noroeste, hacia el cielo anunciador de su gran empresa. Nada. Hasta que en las brumas de un chubasco, mojados y ateridos, los tucanes llegaron graznando:

—¡Grandes lluvias! ¡Lluvia general en toda la cuenca! ¡Todo blanco de agua!

Y un alarido salvaje azotó la zona entera.

—¡Bajemos! ¡El triunfo es nuestro! ¡Lancémonos enseguida!

Y ya era tiempo, podría decirse, porque el Paranahyba desbordaba hasta allí mismo, fuera de cauce. Desde el río hasta la gran laguna, los bañados eran ahora un tranquilo mar, que se balanceaba de tiernos camalotes. Al norte, bajo la presión del desbordamiento, el mar verde cedía dulcemente, trazaba una gran curva lamiendo el bosque, y derivaba lentamente hacia el sur, succionado por la veloz corriente.

Había llegado la hora. Ante los ojos de Anaconda, la zona al asalto desfiló. Victorias nacidas ayer, y viejos cocodrilos rojizos; hormigas y tigres; camalotes y víboras; espumas, tortugas y liebres, y el mismo clima diluviano que descargaba otra vez —la selva pasó, aclamando a la boa, hacia el abismo de las grandes crecidas.

Y cuando Anaconda lo hubo visto así, se dejó a su vez arrastrar flotando hasta el Paranahyba, donde arrollada sobre un cedro arrancado de cuajo, que descendía girando sobre sí mismo en las corrientes encontradas suspiró por fin con una sonrisa, cerrando lentamente a la luz crepuscular sus ojos de vidrio.

Estaba satisfecha.

Comenzó entonces el viaje milagroso hacia lo desconocido, pues de lo que pudiera haber detrás de los grandes cantiles de asperón rosa que mucho más allá del Guayra entrecierran el río, ella lo ignoraba todo. Por el Tacuarí había llegado una vez hasta la cuenca del Paraguay, según lo hemos visto. Del Paraná medio e inferior, nada conocía.

Serena, sin embargo, a la vista de la zona que bajaba triunfal y danzando sobre las aguas encajonadas, refrescada de mente y de lluvia, la gran serpiente se dejó llevar hamacada bajo el diluvio blanco que la adormecía.

Descendió en este estado el Paranahyba natal, entrevió el aplacamiento de los remolinos al salvar el río Muerto, y apenas tuvo conciencia de sí cuando la selva entera flotante, y el cedro, y ella misma, fueron precipitados a través de la bruma en la pendiente del Guayra, cuyos saltos en escalera se hundían por fin en un plano inclinado abismal. Por largo tiempo el río estrangulado revolvió profundamente sus aguas rojas. Pero dos jornadas más adelante los altos ribazos se separaban otra vez, y las aguas, en estiramiento de aceite, sin un remolino ni un rumor, filaban por la canal a nueve millas por hora.

A nuevo país, nuevo clima. Cielo despejado ahora y sol radiante, que apenas alcanzaban a velar un momento los vapores matinales. Como una serpiente muy joven, Anaconda abrió curiosamente los ojos al día de Misiones, en un confuso y casi desvanecido recuerdo de su primera juventud.

Tornó a ver la playa, al primer rayo de sol, elevarse y flotar sobre una lechosa niebla que poco a poco se disipaba, para persistir en las ensenadas umbrías, en largos chales prendidos a la popa mojada de las piraguas. Volvió aquí a sentir, al abordar los grandes remansos de las restingas, el vértigo del agua a flor de ojo, girando en curvas lisas y mareantes, que al hervir de nuevo al tropiezo de la corriente, borbotaban enrojecidas por la sangre de las palometas. Vio tarde a tarde al sol recomenzar su tarea de fundidor incendiando los crepúsculos en abanico, con el centro vibrando al rojo albeante, mientras allá arriba, en el alto cielo, blancos cúmulos bogaban solitarios, mordidos en todo el contorno por chispas de fuego.

Todo le era conocido, pero como en la niebla de un ensueño. Sintiendo, particularmente de noche, el pulso caliente de la inundación que descendía con ella, la boa se dejaba llevar a la deriva, cuando súbitamente se arrolló con una sacudida de inquietud.

El cedro acababa de tropezar con algo inesperado o, por lo menos, poco habitual en el río.

Nadie ignora todo lo que arrastra, a flor de agua o semisumergido, una gran crecida. Ya varias veces habían pasado a la vista de Anaconda, ahogados allá en el extremo norte, animales desconocidos de ella misma, y que se hundían poco a poco bajo un aleteante picoteo de cuervos. Había visto a los caracoles trepando a centenares a las altas ramas columpiadas por la corriente, y a los annós rompiéndolos a picotazos. Y al esplendor de la luna, había asistido al desfile de los carambatás remontando el río con la aleta dorsal a flor de agua, para hundirse todos de pronto con una sacudida de cañonazo.

Como en las grandes crecidas.

Pero lo que acababa de trabar contacto con ella era un cobertizo de dos aguas, como el techo de un rancho caído a tierra, y que la corriente arrastraba sobre un embalsado de camalotes.

¿Rancho construido a pique sobre un estero, y minado por las aguas? ¿Habitado tal vez por un náufrago que alcanzara hasta él?

Con infinitas precauciones, escama tras escama, Anaconda recorrió la isla flotante. Se hallaba habitada, en efecto, y bajo el cobertizo de paja estaba acostado un hombre. Pero enseñaba una larga herida en la garganta, y se estaba muriendo.

Durante largo tiempo, sin mover siquiera un milímetro la extremidad de la cola, Anaconda mantuvo la mirada fija en su enemigo.

En ese mismo gran golfo del río, obstruido por los cantiles de arenisca rosa, la boa había conocido al hombre. No guardaba de aquella historia recuerdo alguno preciso; sí una sensación de disgusto, una gran repulsión de sí misma, cada vez que la casualidad, y sólo ella, despertaba en su memoria algún vago detalle de su aventura.

Amigos de nuevo, jamás. Enemigos, desde luego, puesto que contra ellos estaba desencadenada la lucha.

Pero, a pesar de todo, Anaconda no se movía; y las horas pasaban. Reinaban todavía las tinieblas cuando la gran serpiente se desenrolló de pronto y fue hasta el borde del embalsado a tender la cabeza hacia las negras aguas.

Había sentido la proximidad de las víboras en su olor a pescado.

En efecto, las víboras llegaban a montones.

—¿Qué pasa? —preguntó Anaconda—. Saben ustedes bien que no deben abandonar sus camalotes en una inundación.

—Lo sabemos —respondieron las intrusas—. Pero aquí hay un hombre. Es un enemigo de la selva. Apártate, Anaconda.

—¿Para qué? No se pasa. Ese hombre está herido… Está muerto.

—¿Y a ti qué te importa? Si no está muerto, lo estará enseguida… ¡Danos paso, Anaconda!

La gran boa se irguió, arqueando hondamente el cuello.

—¡No se pasa, he dicho! ¡Atrás! He tomado a ese hombre enfermo bajo mi protección. ¡Cuidado con la que se acerque!

—¡Cuidado tú! —gritaron en un agudo silbido las víboras, hinchando las parótidas asesinas.

—¿Cuidado de qué?

—De lo que haces. ¡Te has vendido a los hombres!… ¡Iguana de cola larga!

Apenas acababa la serpiente de cascabel de silbar la última palabra, cuando la cabeza de la boa iba, como un terrible ariete, a destrozar las mandíbulas del crótalo, que flotó enseguida muerto, con el lacio vientre al aire.

—¡Cuidado! —Y la voz de la boa se hizo agudísima—. ¡No va a quedar víbora en todo Misiones, si se acerca una sola! ¡Vendida yo, miserables…! ¡Al agua! Y ténganlo bien presente: ni de día, ni de noche, ni a hora alguna, quiero víboras alrededor del hombre. ¿Entendido?

—¡Entendido! —repuso desde las tinieblas la voz sombría de una gran yararacusú—. Pero algún día te hemos de pedir cuenta de esto, Anaconda.

—En otra época —contestó Anaconda—, rendí cuenta a alguna de ustedes… Y no quedó contenta. ¡Cuidado tú misma, hermosa yarará! Y ahora, mucho ojo… ¡Y feliz viaje!

Tampoco esta vez Anaconda se sentía satisfecha. ¿Por qué había procedido así? ¿Qué la ligaba ni podía ligar jamás a ese hombre —un desgraciado mensú, a todas luces—, que agonizaba con la garganta abierta?

El día clareaba ya.

—¡Bah! —murmuró por fin la gran boa, contemplando por última vez al herido—. Ni vale la pena que me moleste por ese sujeto… Es un pobre individuo, como todos los otros, a quien queda apenas una hora de vida…

Y con una desdeñosa sacudida de cola, fue a arrollarse en el centro de su isla flotante.

Pero en todo el día sus ojos no dejaron un instante de vigilar los camalotes.

Apenas entrada la noche, altos conos de hormigas que derivaban sostenidas por los millares de hormigas ahogadas en la base, se aproximaron al embalsado.

—Somos las hormigas, Anaconda —dijeron—, y venimos a hacerte un reproche. Ese hombre que está sobre la paja es un enemigo nuestro. Nosotras no lo vemos, pero las víboras saben que está allí. Ellas lo han visto, y el hombre está durmiendo bajo el techo. Mátalo, Anaconda.

—No, hermanas. Vayan tranquilas.

—Haces mal, Anaconda. Deja entonces que las víboras lo maten.

—Tampoco. ¿Conocen ustedes las leyes de las crecidas? Este embalsado es mío, y yo estoy en él. Paz, hormigas.

—Pero es que las víboras lo han contado a todos… Dicen que te has vendido a los hombres… No te enojes, Anaconda.

—¿Y quiénes lo creen?

—Nadie, es cierto… Sólo los tigres no están contentos.

—¡Ah…! ¿Y por qué no vienen ellos a decírmelo?

—No lo sabemos, Anaconda.

—Yo sí lo sé. Bien, hermanitas: apártense tranquilamente, y cuiden de no ahogarse todas, porque harán pronto mucha falta. No teman nada de su Anaconda. Hoy y siempre, soy y seré la fiel hija de la selva. Díganselo a todos así. Buenas noches, compañeras.

—¡Buenas noches, Anaconda! —se apresuraron a responder las hormiguitas. Y la noche las absorbió.

Anaconda había dado sobradas pruebas de inteligencia y lealtad para que una calumnia viperina le enajenara el respeto y el amor de la selva. Aunque su escasa simpatía a cascabeles y yararás de toda especie no se ocultaba a nadie, las víboras desempeñaban en la inundación tal inestimable papel, que la misma boa se lanzó en largas nadadas a conciliar los ánimos.

—Yo no busco guerra —dijo a las víboras—. Como ayer, y mientras dure la campaña, pertenezco en alma y cuerpo a la crecida. Solamente que el embalsado es mío, y hago de él lo que quiero. Nada más.

Las víboras no respondieron una palabra, ni volvieron siquiera los fríos ojos a su interlocutora, como si nada hubieran oído.

—¡Mal síntoma! —croaron los flamencos juntos, que contemplaban desde lejos el encuentro.

—¡Bah! —lloraron trepando en un tronco los yacarés chorreantes—. Dejemos tranquila a Anaconda… Son cosas de ella. Y el hombre debe estar ya muerto.

Pero el hombre no moría. Con gran extrañeza de Anaconda, tres nuevos días habían pasado, sin llevar consigo el hipo final del agonizante. No dejaba ella un instante de montar guardia; pero aparte de que las víboras no se aproximaban más, otros pensamientos preocupaban a Anaconda.

Según sus cálculos —toda serpiente de agua sabe más de hidrografía que hombre alguno— debían hallarse ya próximos al Paraguay. Y sin el fantástico aporte de camalotes que este río arrastra en sus grandes crecidas, la lucha estaba concluida al comenzar. ¿Qué significaban, para colmar y cegar el Paraná en su desagüe, los verdes manchones que bajaban del Paranahyba, al lado de los 180.000 kilómetros cuadrados de camalotes de los grandes bañados de Xarayes? La selva que derivaba en ese momento lo sabía también, por los relatos de Anaconda en su cruzada. De modo que cobertizo de paja, hombre herido y rencores fueron olvidados ante el ansia de los viajeros, que hora tras hora auscultaban las aguas para reconocer la flora aliada.

«¿Y si los tucanes —pensaba Anaconda— habían errado, apresurándose a anunciar una mísera llovizna?»

—¡Anaconda! —se oía en las tinieblas desde distintos puntos—. ¿No reconoces las aguas todavía? ¿Nos habrán engañado, Anaconda?

—No lo creo —respondía la boa, sombría—. Un día más, y las encontraremos.

—¡Un día más! Vamos perdiendo las fuerzas en este ensanche del río. ¡Un nuevo día…! ¡Siempre dices lo mismo, Anaconda!

—¡Paciencia, hermanos! Yo sufro mucho más que ustedes.

Fue el día siguiente un duro día, al que se agregó la extrema sequedad del ambiente, y que la gran boa sobrellevó inmóvil de vigía en su isla flotante, encendida al caer la tarde por el reflejo del sol, tendido como una barra de metal fulgurante a través del río, y que la acompañaba.

En las tinieblas de esa misma noche, Anaconda, que desde horas atrás nadaba entre los embalsados sorbiendo ansiosamente sus aguas, lanzó de pronto un grito de triunfo: acababa de reconocer en una inmensa balsa a la deriva, el salado sabor de los camalotes del Olidén.

—¡Salvados, hermanos! —exclamó—. ¡El Paraguay baja ya con nosotros! ¡Grandes lluvias allá también!

Y la moral de la selva, remontada como por encanto, aclamó a la inundación limítrofe, cuyos camalotes, densos como tierra firme, entraban por fin en el Paraná.

El sol iluminó al día siguiente esta epopeya de las dos grandes cuencas aliadas que se vertían en las mismas aguas.

La gran flora acuática bajaba, soldada en islas extensísimas que cubrían el río. Una misma voz de entusiasmo flotaba sobre la selva cuando los camalotes próximos a la costa, absorbidos por un remanso, giraban indecisos sobre el rumbo a tomar.

—¡Paso! ¡Paso! —se oía pulsar a la crecida entera ante el obstáculo. Y los camalotes, los troncos con su carga de asaltantes, escapaban por fin a la succión, filando como un rayo por la tangente.

—¡Sigamos! ¡Paso! ¡Paso! —se oía desde una orilla a la otra—. ¡La victoria es nuestra!

Así lo creía también Anaconda. Su sueño estaba a punto de realizarse. Y envanecida de orgullo, echó hacia la sombra del cobertizo una mirada triunfal.

El hombre había muerto. No había el herido cambiado de posición ni encogido un solo dedo, ni su boca se había cerrado. Pero estaba bien muerto, y posiblemente desde horas atrás.

Ante esa circunstancia, más que natural y esperada, Anaconda quedó inmóvil de extrañeza, como si el oscuro mensú hubiera debido conservar para ella, a despecho de su raza y sus heridas, su miserable existencia.

¿Qué le importaba ese hombre? Ella lo había defendido, sin duda; lo había resguardado de las víboras, velando y sosteniendo a la sombra de la inundación un resto de vida hostil.

¿Por qué? Tampoco le importaba saberlo. Allí quedaría el muerto, bajo su cobertizo, sin que ella volviera a acordarse más de él. Otras cosas la inquietaban.

En efecto, sobre el destino de la gran crecida se cernía una amenaza que Anaconda no había previsto. Macerado por los largos días de flote en aguas calientes, el sargazo fermentaba. Gruesas burbujas subían a la superficie entre los intersticios de aquél, y las semillas reblandecidas se adherían aglutinadas todo al contorno del sargazo. Por un momento, las costas altas habían contenido el desbordamiento, y la selva acuática había cubierto entonces totalmente el río, al punto de no verse agua sino un mar verde en todo el cauce. Pero ahora, en las costas bajas, la crecida, cansada y falta del coraje de }os primeros días, defluía agonizante hacia el interior anegadizo que, como una trampa, le tendía la tierra a su paso.

Más abajo todavía, los grandes embalsados se rompían aquí y allá, sin fuerzas para vencer los remansos, e iban a gestar en las profundas ensenadas su ensueño de fecundidad. Embriagados por el vaivén y la dulzura del ambiente, los camalotes cedían dóciles a las contracorrientes de la costa, remontaban suavemente el Paraná en dos grandes curvas, y se paralizaban por fin a lo largo de la playa a florecer.

Tampoco la gran boa escapaba a esta fecunda molicie que saturaba la inundación. Iba de un lado a otro en su isla flotante, sin hallar sosiego en parte alguna. Cerca de ella, a su lado casi, el hombre muerto se descomponía. Anaconda se aproximaba a cada instante, aspiraba, como en un rincón de la selva, el calor de la fermentación, e iba a deslizar por largo trecho el cálido vientre sobre el agua, como en los días de su primavera natal.

Pero no era esa agua ya demasiado fresca el sitio propicio. Bajo la sombra del techo, yacía el mensú muerto. ¿Podía no ser esa muerte más que la resolución final y estéril del ser que ella había velado? ¿Y nada, nada le quedaría de él?

Poco a poco, con la lentitud que ella habría puesto ante un santuario natural, Anaconda fue arrollándose. Y junto al hombre que ella había defendido como a su vida propia; al fecundo calor de su descomposición —póstumo tributo de agradecimiento, que quizá la selva hubiera comprendido—, Anaconda comenzó a poner sus huevos.

De hecho, la inundación estaba vencida. Por vastas que fueran las cuencas aliadas, y violentos hubieran sido los diluvios, la pasión de la flora había quemado el brío de la gran crecida. Pasaban aún los camalotes, sin duda; pero la voz de aliento: ¡Paso! ¡Paso!, se había extinguido totalmente.

Anaconda no soñaba más. Estaba convencida del desastre. Sentía, inmediata, la inmensidad en que la inundación iba a diluirse, sin haber cerrado el río. Fiel al calor del hombre, continuaba poniendo sus huevos vitales, propagadores de su especie, sin esperanza alguna para ella misma.

En un infinito de agua fría, ahora, los camalotes se disgregaban, desparramándose por la superficie sin fin. Largas y redondas olas balanceaban sin concierto la selva desgarrada, cuya fauna terrestre, muda y sin oriente, se iba hundiendo aterida en la frialdad del estuario.

Grandes buques —los vencedores— ahumaban a lo lejos el cielo límpido, y un vaporcito empenachado de blanco curioseaba entre las islas rotas. Más lejos todavía, en la infinitud celeste, Anaconda se destacaba erguida sobre su embalsado, y aunque disminuidos por la distancia, sus robustos diez metros llamaron la atención de los curiosos.

—¡Allá! —se alzó de pronto una voz en el vaporcito—. ¡En aquel embalsado! ¡Una enorme víbora!

—¡Qué monstruo! —gritó otra voz—. ¡Y fíjense! ¡Hay un rancho caído! Seguramente ha matado a su habitante.

—¡O lo ha devorado vivo! Estos monstruos no perdonan a nadie. Vamos a vengar al desgraciado con una buena bala.

—¡Por Dios, no nos acerquemos! —clamó el que primero había hablado—. El monstruo debe de estar furioso. Es capaz de lanzarse contra nosotros en cuanto nos vea. ¿Está seguro de su puntería desde aquí?

—Veremos… No cuesta nada probar un primer tiro…

Allá, al sol naciente que doraba el estuario puntillado de verde, Anaconda había visto la lancha con su penacho de vapor. Miraba indiferente hacia aquello, cuando distinguió un pequeño copo de humo en la proa del vaporcito, y su cabeza golpeó contra los palos del embalsado.

La boa se irguió de nuevo, extrañada. Había sentido un golpecito seco en alguna parte de su cuerpo, tal vez en la cabeza. No se explicaba cómo. Tenía, sin embargo, la impresión de que algo le había pasado. Sentía su cuerpo dormido, primero; y luego, una tendencia a balancear el cuello, como si las cosas, y no su cabeza, se pusieran a danzar, oscureciéndose.

Vio de pronto ante sus ojos la selva natal en un viviente panorama, pero invertida; y transparentándose sobre ella, la cara sonriente del mensú.

«Tengo mucho sueño…» —pensó Anaconda, tratando de abrir todavía los ojos. Inmensos y azulados ahora, sus huevos desbordaban del cobertizo y cubrían la balsa entera.

—Debe ser hora de dormir… —murmuró Anaconda.

Y pensando deponer suavemente la cabeza a lo largo de sus huevos, la aplastó contra el suelo en el sueño final.

Los desterrados

Misiones, como toda región de frontera, es rica en tipos pintorescos. Suelen serlo extraordinariamente aquellos que, a semejanza de las bolas de billar, han nacido con efecto. Tocan normalmente banda, y emprenden los rumbos más inesperados. Así Juan Brown, que habiendo ido por sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó 25 años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que, gracias al efecto, reaccionaron del modo más imprevisto. En los tiempos heroicos del obraje y la yerba mate, el Alto Paraná sirvió de campo de acción a algunos tipos riquísimos de color, dos o tres de los cuales alcanzamos a conocer nosotros, treinta años después.

Figura a la cabeza de aquéllos un bandolero de un desenfado tan grande en cuestión de vidas humanas, que probaba sus winchesters sobre el primer transeúnte. Era correntino, y las costumbres y habla de su patria formaban parte de su carne misma. Se llamaba Sidney Fitz-Patrick, y poseía una cultura superior a la de un egresado de Oxford.

A la misma época pertenece el cacique Pedrito, cuyas indiadas mansas compraron en los obrajes los primeros pantalones. Nadie le había oído a este cacique de faz poco india una palabra en lengua cristiana, hasta el día en que al lado de un hombre que silbaba un aria de La Traviata, el cacique prestó un momento atención, diciendo luego en perfecto castellano:

La Traviata… Yo asistí a su estreno en Montevideo, el 59…

Naturalmente, ni aun en las regiones del oro o el caucho abundan tipos de este romántico color. Pero en las primeras avanzadas de la civilización al norte del Iguazú, actuaron algunas figuras nada despreciables, cuando los obrajes y campamentos de yerba del Guayra se abastecían por medio de grandes lanchones izados durante meses y meses a la sirga contra una corriente de infierno, y hundidos hasta la borda bajo el peso de mercancías averiadas, charques, mulas y hombres, que a su vez tiraban como forzados, y que alguna vez regresaron sólo sobre diez tacuaras a la deriva, dejando a la embarcación en el más grande silencio.

De estos primeros mensús formó parte el negro João Pedro, uno de los tipos de aquella época que alcanzaron hasta nosotros.

João Pedro había desembocado un mediodía del monte con el pantalón arremangado sobre la rodilla, y el grado de general, al frente de ocho o diez brasileños en el mismo estado que su jefe.

En aquel tiempo —como ahora—, el Brasil desbordaba sobre Misiones, a cada revolución, hordas fugitivas cuyos machetes no siempre concluían de enjugarse en tierra extranjera. João Pedro, mísero soldado, debía a su gran conocimiento del monte su ascenso a general. En tales condiciones, y después de semanas de bosque virgen que los fugitivos habían perforado como diminutos ratones, los brasileños guiñaron los ojos enceguecidos ante el Paraná, en cuyas aguas albeantes hasta hacer doler los ojos, el bosque se cortaba por fin.

Sin motivos de unión ya, los hombres se desbandaron. João Pedro remontó el Paraná hasta los obrajes, donde actuó breve tiempo, sin mayores peripecias para sí mismo. Y advertimos esto último, porque cuando un tiempo después João Pedro acompañó a un agrimensor hasta el interior de la selva, concluyó en esta forma y en esta lengua de frontera el relato del viaje:

—Después tivemos um disgusto… E dos dois, volvió um solo.

Durante algunos años, luego, cuidó del ganado de un extranjero, allá en los pastizales de la sierra, con el exclusivo objeto de obtener sal gratuita para cebar los barreros de caza, y atraer tigres. El propietario notó al fin que sus terneras morían como ex profeso enfermas en lugares estratégicos para cazar tigres, y tuvo palabras duras para su capataz. Éste no respondió en el momento; pero al día siguiente los pobladores hallaban en la picada al extranjero, terriblemente azotado a machetazos, como quien cancha yerba de plano.

También esta vez fue breve la confidencia de nuestro hombre:

—Olvidose de que eu era home como ele… É canchel o francéis.

El propietario era italiano; pero lo mismo daba, pues la nacionalidad atribuida por João Pedro era entonces genérica para todos los extranjeros.

Años después, y sin motivo alguno que explique el cambio de país, hallamos al ex general dirigiéndose a una estancia del Iberá cuyo dueño gozaba fama de pagar de extraño modo a los peones que reclamaban su sueldo.

João Pedro ofreció sus servicios, que el estanciero aceptó en estos términos:

—A vos, negro, por tus motas, te voy a pagar dos pesos y la rapadura. No te olvidés de venir a cobrar a fin de mes.

João Pedro salió mirándolo de reojo; y cuando a fin de mes fue a cobrar su sueldo, el dueño de la estancia le dijo:

—Tendé la mano, negro, y apretá fuerte.

Y abriendo el cajón de la mesa, le descargó encima el revólver.

João Pedro salió corriendo con su patrón detrás que lo tiroteaba, hasta lograr hundirse en una laguna de aguas podridas, donde arrastrándose bajo los camalotes y pajas, pudo alcanzar un tacurú que se alzaba en el centro como un cono.

Guareciéndose tras él, el brasileño esperó, atisbando a su patrón con un ojo.

—No te movás, moreno —le gritó el otro, que había concluido sus municiones.

João Pedro no se movió, pues tras él el Iberá borbotaba hasta el infinito. Y cuando asomó de nuevo la nariz, vio a su patrón que regresaba al galope con el winchester cogido por el medio.

Comenzó entonces para el brasileño una prolija tarea, pues el otro corría a caballo buscando hacer blanco en el negro, y éste giraba a la par alrededor del tacurú, esquivando el tiro.

—Ahí va tu sueldo, macaco —gritaba el estanciero al galope; y la cúspide del tacurú volaba en pedazos.

Llegó un momento en que João Pedro no pudo sostenerse más, y en un instante propicio se hundió de espaldas en el agua pestilente, con los labios estirados a flor de camalotes y mosquitos, para respirar. El otro, al paso ahora, giraba alrededor de la laguna buscando al negro. Al fin se retiró, silbando en voz baja y con las riendas sueltas sobre la cruz del caballo.

En la alta noche el brasileño abordó el ribazo de la laguna, hinchado y tiritando, y huyó de la estancia, poco satisfecho al parecer del pago de su patrón, pues se detuvo en el monte a conversar con otros peones prófugos, a quienes se debía también dos pesos y la rapadura. Dichos peones llevaban una vida casi independiente, de día en el monte, y de noche en los caminos.

Pero como no podían olvidar a su ex patrón, resolvieron jugar entre ellos a la suerte el cobro de sus sueldos, recayendo dicha misión en el negro João Pedro, quien se encaminó por segunda vez a la estancia, montado en una mula.

Felizmente —pues ni uno ni otro desdeñaban la entrevista—, el peón y su patrón se encontraron; éste con su revólver al cinto, aquél con su pistola en la pretina.

Ambos detuvieron sus cabalgaduras a veinte metros.

—Está bien, moreno —dijo el patrón—. ¿Venís a cobrar tu sueldo? Te voy a pagar enseguida.

—Eu vengo —respondió João Pedro— a quitar a você de en medio. Atire você primeiro, e não erre.

—Me gusta, macaco. Sujétate entonces bien las motas…

—Atire.

—¿Pois não? —dijo aquél.

—Pois é —asintió el negro, sacando la pistola.

El estanciero apuntó, pero erró el tiro. Y también esta vez, de los dos hombres regresó uno solo.

El otro tipo pintoresco que alcanzó hasta nosotros era también brasileño, como lo fueron casi todos los primeros pobladores de Misiones. Se le conoció siempre por Tirafogo, sin que nadie haya sabido de él nombre otro alguno, ni aun la policía, cuyo dintel por otro lado nunca llegó a pisar.

Merece este detalle mención, porque a pesar de haber sorbido nuestro hombre más alcohol del que pueden soportar tres jóvenes fuertes, logró siempre esquivar, fresco o borracho, el brazo de los agentes.

Las chacotas que levanta la caña en las bailantas del Alto Paraná no son cosa de broma. Un machete de monte, animado de un revés de muñeca de mensú, parte hasta el bulbo el cráneo de un jabalí; y una vez, tras un mostrador, hemos visto al mismo machete, y del mismo revés, quebrar como una caña el antebrazo de un hombre, después de haber cortado limpiamente en su vuelo el acero de una trampa de ratas, que pendía del techo.

Si en bromas de esta especie o en otras más ligeras, Tirafogo fue alguna vez actor, la policía lo ignora. Viejo ya, esta circunstancia le hacía reír, al recordarla por cualquier motivo:

—¡Eu nunca estive na policia!

Por sobre todas sus actividades, fue domador. En los primeros tiempos del obraje se llevaban allá mulas chúcaras, y Tirafogo iba con ellas. Para domar, no había entonces más espacio que los rozados de la playa, y presto las mulas de Tirafogo partían a estrellarse contra los árboles o caían en los barrancos, con el domador debajo. Sus costillas se habían roto y soldado infinidad de veces, sin que su propietario guardara por ello el menor rencor a las mulas.

—¡Eu gosto mesmo —decía— de lidiar con elas!

El optimismo era su cualidad específica. Hallaba siempre ocasión de manifestar su satisfacción de haber vivido tanto tiempo. Una de sus vanidades era el pertenecer a los antiguos pobladores de la región, que solíamos recordar con agrado.

—¡Eu só antiguo! —exclamaba, riendo y estirando desmesuradamente el cuello adelante—. ¡Antiguo!

En el periodo de las plantaciones se le reconocía desde lejos por sus hábitos para carpir mandioca. Este trabajo, a pleno sol de verano, y en hondonadas a veces donde no llega un soplo de aire, se lleva a cabo en las primeras horas de la mañana y en las últimas de la tarde. Desde las once a las dos, el paisaje se calcina solitario en un vaho de fuego.

Éstas eran las horas que elegía Tirafogo para carpir descalzo la mandioca. Se quitaba la camisa, se arremangaba el calzoncillo por encima de la rodilla, y sin más protección que la de su sombrero orlado entre paño y cinta de puchos de chala, se doblaba a carpir concienzudamente su mandioca, con la espalda deslumbrante de sudor y reflejos.

Cuando los peones volvían de nuevo al trabajo a favor del ambiente ya respirable, Tirafogo había concluido el suyo. Recogía la azada, quitaba un pucho de su sombrero, y se retiraba fumando y satisfecho.

—¡Eu gosto —decía— de poner os yuyos pés arriba ao sol!

En la época en que yo llegué allá, solíamos hallar al paso a un negro muy viejo y flaquísimo que caminaba con dificultad y saludaba siempre con un trémulo «Bon día, patrón» quitándose humildemente el sombrero ante cualquiera.

Era João Pedro.

Vivía en un rancho, lo más pequeño y lamentable que puede verse en el género, aun en un país de obrajes, al borde de un terrenito anegadizo de propiedad ajena. Todas las primaveras sembraba un poco de arroz —que todos los veranos perdía— y las cuatro mandiocas indispensables para subsistir, y cuyo cuidado le llevaba todo el año, arrastrando las piernas.

Sus fuerzas no daban para más.

En el mismo tiempo, Tirafogo no carpía más para los vecinos. Aceptaba todavía algún trabajo de lonja que demoraba meses en entregar, y no se vanagloriaba ya de ser antiguo en un país totalmente transformado.

Las costumbres, en efecto, la población y el aspecto mismo del país, distaban, como la realidad de un sueño, de los primeros tiempos vírgenes, cuando no había límite para la extensión de los rozados, y éstos se efectuaban entre todos y para todos, por el sistema cooperativo. No se conocía entonces la moneda, ni el Código Rural, ni las tranqueras con candado, ni los breeches. Desde el Pequirí al Paraná, todo era Brasil y lengua materna, hasta con los francéis de Posadas.

Ahora el país era distinto, nuevo, extraño y difícil. Y ellos, Tirafogo y João Pedro, estaban ya muy viejos para reconocerse en él.

El primero había alcanzado los ochenta años, y João Pedro sobrepasaba esa edad.

El enfriamiento del uno, a quien el primer día nublado relegaba a quemarse las rodillas y las manos junto al fuego, y las articulaciones endurecidas del otro, les hicieron acordarse por fin, en aquel medio hostil, del dulce calor de la madre patria.

—É —decía João Pedro a su compatriota, mientras se resguardaban ambos del humo con la mano—. Estemos lejos de nossa terra, seu Tirá… E un día temos de morrer.

—É —asentía Tirafogo, moviendo a su vez la cabeza—. Temos de morrer, seu João… E longe da terra…

Se visitaban ahora con frecuencia, y tomaban mate en silencio, enmudecidos por aquella tardía sed de la patria. Algún recuerdo, nimio por lo común, subía a veces a los labios de alguno de ellos, suscitado por el calor del hogar.

—Havíamos na casa dois vacas… —decía el uno muy lentamente—. E eu brinqué mesmo con os cachorros de papãe…

—Pois não, seu João… —apoyaba el otro, manteniendo fijos en el fuego sus ojos en que sonreía una ternura casi infantil.

—E eu me lembro de todo… E de mamãe… A mamãe moça…

Las tardes pasaban de este modo, perdidos ambos de extrañeza en la flamante Misiones.

Para mayor extravío, se iniciaba en aquellos días el movimiento obrero, en una región que no conserva del pasado jesuítico sino dos dogmas: la esclavitud del trabajo, para el nativo, y la inviolabilidad del patrón. Se vieron huelgas de peones que esperaban a Boycott como a un personaje de Posadas, y manifestaciones encabezadas por un bolichero a caballo que llevaba la bandera roja, mientras los peones analfabetos cantaban apretándose alrededor de uno de ellos, para poder leer la Internacional que aquél mantenía en alto. Se vieron detenciones sin que la caña fuera su motivo, y hasta se vio la muerte de un sahib.

João Pedro, vecino del pueblo, comprendió de todo esto menos aún que el bolichero de trapo rojo, y aterido por el otoño ya avanzado, se encaminó a la costa del Paraná.

También Tirafogo había sacudido la cabeza ante los nuevos acontecimientos. Y bajo su influjo, y el del viento frío que rechazaba el humo, los dos proscritos sintieron por fin concretarse los recuerdos natales que acudían a sus mentes con la facilidad y transparencia de los de una criatura.

Sí; la patria lejana, olvidada durante ochenta años. Y que nunca, nunca…

—¡Seu Tirá! —dijo de pronto João Pedro, con lágrimas fluidísimas a lo largo de sus viejos carrillos—. ¡Eu não quero morrer sin ver a minha terra!… É muito longe o que eu tengo vivido…

A lo que Tirafogo respondió:

—Agora mesmo eu tenía pensado proponer a você… Agora mesmo, seu João Pedro… eu vía na ceniza a casinha… O pinto bataraz de que eu só cuidei…

Y con un puchero, tan fluido como las lágrimas de su compatriota, balbuceó:

—¡Eu quero ir lá!… ¡A nossa terra é lá, seu João Pedro!… A mamãe do velho Tirafogo…

El viaje, de este modo, quedó resuelto. Y no hubo en cruzado alguno mayor fe y entusiasmo que los de aquellos dos desterrados casi caducos, en viaje hacia su tierra natal.

Los preparativos fueron breves, pues breve era lo que dejaban y lo que podían llevar consigo. Plan, en verdad, no poseían ninguno, si no es el marchar perseverante, ciego y luminoso a la vez, como de sonámbulos, y que los acercaba día a día a la ansiada patria. Los recuerdos de la edad infantil subían a sus mentes con exclusión de la gravedad del momento. Y caminando, y sobre todo cuando acampaban de noche, uno y otro partían en detalles de la memoria que parecían dulces novedades, a juzgar por el temblor de la voz.

—Eu nunca dije para você, seu Tirá… ¡O meu irmão más piqueno estuvo uma vez muito doente!

O, si no, junto al fuego, con una sonrisa que había acudido ya a los labios desde largo rato:

—O mate de papãe cayose uma vez de mim… ¡E batiome, seu João!

Iban así, riquísimos de ternura y cansancio, pues la sierra central de Misiones no es propicia al paso de los viejos desterrados. Su instinto y conocimiento del bosque les proporcionaban el sustento y el rumbo por los senderos menos escarpados.

Pronto, sin embargo, debieron internarse en el monte cerrado, pues había comenzado uno de esos periodos de grandes lluvias que inundan la selva de vapores entre uno y otro chaparrón, y transforman las picadas en sonantes torrenteras de agua roja.

Aunque bajo el bosque virgen, y por violentos que sean los diluvios, el agua no corre jamás sobre la capa de humus, la miseria y la humedad ambiente no favorecen tampoco el bienestar de los que avanzan por él. Llegó pues una mañana en que los dos viejos proscritos, abatidos por la consunción y la fiebre, no pudieron ponerse de pie.

Desde la cumbre en que se hallaban, y al primer rayo de sol que rompía tardísimo la niebla, Tirafogo, con un resto más de vida que su compañero, alzó los ojos, reconociendo los pinares nativos. Allá lejos vio en el valle, por entre los altos pinos, un viejo rozado cuyo dulce verde se llenaba de luz entre las sombrías araucarias.

—¡Seu João! —murmuró, sosteniéndose apenas sobre los puños—. ¡É a terra o que você pode ver lá! ¡Temos chegado, seu João Pedro!

Al oír esto, João Pedro abrió los ojos, fijándolos inmóviles en el vacío, por largo rato.

—Eu cheguei ya, meu compatricio… —dijo.

Tirafogo no apartaba la vista del rozado.

—Eu vi a terra… É lá… —murmuraba.

—Eu cheguei —respondió todavía el moribundo—. Você viu a terra. E eu estó lá.

—O que é… seu João Pedro —dijo Tirafogo—, o que é, é que você está de morrer… ¡Você não chegou!

João Pedro no respondió esta vez. Ya había llegado.

Durante largo tiempo Tirafogo quedó tendido de cara contra el suelo mojado, removiendo de tarde en tarde los labios. Al fin abrió los ojos, y sus facciones se agrandaron de pronto en una expresión de infantil alborozo:

—¡Ya cheguei, mamãe!… O João Pedro tinha razão… ¡Vou com ele!…

Van-Houten

Lo encontré una siesta de fuego a cien metros de su rancho, calafateando una guabiroba que acababa de concluir.

—Ya ve —me dijo, pasándose el antebrazo mojado por la cara aún más mojada— que hice la canoa. Timbó estacionado, y puede cargar cien arrobas. No es como esa suya, que apenas lo aguanta a usted. Ahora quiero divertirme.

—Cuando don Luis quiere divertirse —apoyó Paolo cambiando el pico por la pala—, hay que dejarlo. El trabajo es para mí entonces; pero yo trabajo a un tanto, y me arreglo solo.

Y prosiguió paleando el cascote de la cantera, desnudo desde la cintura hasta la cabeza, como su socio Van-Houten.

Tenía éste por asociado a Paolo, sujeto de hombros y brazos de gorila, cuya única preocupación había sido y era no trabajar nunca a las órdenes de nadie, y ni siquiera por día. Percibía tanto por metro de losas de laja entregadas, y aquí concluían sus deberes y privilegios. Preciábase de ello en toda ocasión, al punto de que parecía haber ajustado la norma moral de su vida a esta independencia de su trabajo. Tenía por hábito particular, cuando regresaba los sábados de noche del pueblo, solo y a pie como siempre, hacer sus cuentas en voz alta por el camino.

Van-Houten, su socio, era belga, flamenco de origen, y se le llamaba, alguna vez Lo-que-queda-de-Van-Houten, en razón de que le faltaba un ojo, una oreja, y tres dedos de la mano derecha. Tenía la cuenca entera de su ojo vacío quemado en azul por la pólvora. En el resto era un hombre bajo y muy robusto, con barba roja e hirsuta. El pelo, de fuego también, caíale sobre una frente muy estrecha en mechones constantemente sudados. Cedía de hombro a hombro al caminar y era sobre todo muy feo, a lo Verlaine, de quien compartía casi la patria, pues Van-Houten había nacido en Charleroi.

Su origen flamenco revelábase en su flema para soportar adversidades. Se encogía de hombros y escupía, por todo comentario. Era asimismo el hombre más desinteresado del mundo, no preocupándose en absoluto de que le devolvieran el dinero prestado, o de que una súbita crecida del Paraná le llevara sus pocas vacas. Escupía, y eso era todo. Tenía un solo amigo íntimo, con el cual se veía solamente los sábados de noche, cuando partían juntos y a caballo hacia el pueblo. Por veinticuatro horas continuas, recorrían uno a uno los boliches, borrachos e inseparables. La noche del domingo sus respectivos caballos los llevaban por la fuerza del hábito a sus casas, y allí concluía la amistad de los socios. En el resto de la semana no se veían jamás.

Yo siempre había tenido curiosidad de conocer de primera fuente qué había pasado con el ojo y los dedos de Van-Houten. Esa siesta, llevándolo insidiosamente a su terreno con preguntas sobre barrenos, canteras y dinamitas, logré lo que ansiaba, y que es tal como va:

«La culpa de todo la tuvo un brasileño que me echó a perder la cabeza con su pólvora. Mi hermano no creía en esa pólvora, y yo sí; lo que me costó un ojo. Yo no creía tampoco que me fuera a costar nada, porque ya había escapado vivo dos veces.

»La primera fue en Posadas. Yo acababa de llegar, y mi hermano estaba allí hacía cinco años. Teníamos un compañero, un milanés fumador, con gorra y bastón que no dejaba nunca. Cuando bajaba a trabajar, metía el bastón dentro del saco. Cuando no estaba borracho, era un hombre duro para el trabajo.

»Contratamos un pozo, no a tanto el metro como se hace ahora, sino por el pozo completo, hasta que diera agua. Debíamos cavar hasta encontrarla.

»Nosotros fuimos los primeros en usar dinamita en los trabajos. En Posadas no hay más que piedra mora; escarbe donde escarbe, aparece al metro la piedra mora. Aquí también hay bastante, después de las ruinas. Es más dura que el fierro, y hace rebotar el pico hasta las narices.

»Llevábamos ocho metros de hondura en ese pozo, cuando un atardecer mi hermano, después de concluir una mina en el fondo, prendió fuego a la mecha y salió del pozo. Mi hermano había trabajado solo esa tarde, porque el milanés andaba paseando borracho con su gorra y su bastón, y yo estaba en el catre con el chucho.

»Al caer el sol fui a ver el trabajo, muerto de frío, y en ese momento mi hermano se puso a gritar al milanés que se había subido al cerco y se estaba cortando con los vidrios. Al acercarme al pozo resbalé sobre el montón de escombros, y tuve apenas tiempo de sujetarme en la misma boca; pero el zapatón de cuero, que yo llevaba sin medias y sin tira, se me salió del pie y cayó adentro. Mi hermano no me vio, y bajé a buscar el zapatón. ¿Usted sabe cómo se baja, no? Con las piernas abiertas en las dos paredes del pozo, y las manos para sostenerse. Si hubiera estado más claro, yo habría visto el agujero del barreno y el polvo de piedra al lado. Pero no veía nada, sino allá arriba un redondel claro, y más abajo chispas de luz en la punta de las piedras. Usted podrá hallar lo que quiera en el fondo de un pozo, grillos que caen de arriba, y cuanto quiera de humedad; pero aire para respirar, eso no va a hallar nunca.

»Bueno; si yo no hubiera tenido las narices tapadas por la fiebre, habría sentido bien pronto el olor de la mecha. Y cuando estuve abajo y lo sentí bien, el olor podrido de la pólvora, sentía más claramente que entre las piernas tenía una mina cargada y prendida.

»Allá arriba apareció la cabeza de mi hermano, gritándome. Y cuanto más gritaba, más disminuía su cabeza y el pozo se estiraba y se estiraba hasta ser un puntito en el cielo, porque tenía chucho y estaba con fiebre.

»De un momento a otro la mina iba a reventar, y encima de la mina estaba yo, pegado a la piedra, para irme también en pedazos hasta la boca del pozo. Mi hermano gritaba cada vez más fuerte hasta parecer una mujer. Pero yo no tenía fuerzas para subir ligero, y me eché en el suelo, aplastado como una barreta. Mi hermano supuso la cosa, porque dejó de gritar.

»Bueno; los cinco segundos que estuve esperando que la mina reventara de una vez, me parecieron cinco o seis años, con meses, semanas, días y minutos, bien seguidos unos tras otros.

»¿Miedo? ¡Bah! Tenía demasiado que hacer siguiendo con la idea la mecha que estaba llegando a la punta… Miedo, no. Era una cuestión de esperar, nada más; esperar a cada instante; ahora… ahora… Con eso tenía para entretenerme.

»Por fin la mina reventó. La dinamita trabaja para abajo; hasta los mensús lo saben. Pero la piedra desecha salta para arriba, y yo, después de saltar contra la pared y caer de narices, con un silbato de locomotora en cada oído, sentí las piedras que volvían a caer en el fondo. Una sola un poco grande me alcanzó aquí en la pantorrilla, cosa blanda. Y además, el sacudón de costado, los gases podridos de la mina, y sobre todo, la cabeza hinchada de picoteos y silbidos, no me dejaron sentir mucho las pedradas. Yo no he visto un milagro nunca, y menos al lado de una mina de dinamita. Sin embargo, salí vivo. Mi hermano bajó enseguida, pude subir con las rodillas flojas, y nos fuimos enseguida a emborracharnos por dos días seguidos.

»Ésta fue la primera vez que me escapé. La segunda fue también en un pozo que había contratado solo. Yo estaba en el fondo, limpiando los escombros de una mina que había reventado la tarde anterior. Allá arriba, mi ayudante subía y volcaba los cascotes. Era un guayno paraguayo, flaco y amarillo como un esqueleto, que tenía el blanco de los ojos casi azul, y no hablaba casi nada. Cada tres días tenía el chucho.

»Al final de la limpiada, sujeté a la soga por encima del balde, la pala y el pico, y el muchacho izó las herramientas que, como acabo de decirle, estaban pasadas por un falso nudo. Siempre se hace así, y no hay cuidado de que se salgan, mientras el que iza no sea un bugre como mi peón.

»El caso es que cuando el balde llegó arriba, en vez de agarrar la soga por encima de las herramientas para tirar afuera, el infeliz agarró el balde. El nudo se aflojó, y el muchacho no tuvo tiempo más que para sujetar la pala.

»Bueno; pare la oreja al tamaño del pozo: tenía en ese momento catorce metros de hondura, y sólo un metro o uno y veinte de ancho. La piedra mora no es cuestión de broma para perder el tiempo haciendo barrancos y, además, cuanto más angosto es el pozo, es más fácil subir y bajar por las paredes.

»El pozo, pues, era como un caño de escopeta; y yo estaba abajo en una punta mirando para arriba, cuando vi venir el pico por la otra.

»¡Bah! Una vez el milanés pisó en falso y me mandó abajo una piedra de veinte kilos. Pero el pozo era playo todavía, y la vi venir a plomo. Al pico lo vi venir también, pero venía dando vueltas, rebotando de pared a pared, y era más fácil considerarse ya difunto con doce pulgadas de fierro dentro de la cabeza, que adivinar dónde iba a caer.

»Al principio comencé a cuerpearlo, con la boca abierta fija en el pico. Después vi enseguida que era inútil y me pegué entonces contra la pared, como un muerto, bien quieto y estirado como si ya estuviera muerto, mientras el pico venía como un loco dando tumbos, y las piedras caían como lluvia.

»Bueno; pegó por última vez a una pulgada de mi cabeza y saltó de lado contra la otra pared; y allí se esquinó, en el piso. Subí entonces, sin enojo contra el bugre que, más amarillo que nunca, había ido al fondo con la barriga en la mano. Yo no estaba enojado con el gusano, porque me consideraba bastante feliz saliendo vivo del pozo como un gusano, con la cabeza llena de arena. Esa tarde y la mañana siguiente no trabajé, pues lo pasamos borrachos con el milanés.

»Ésta fue la segunda vez que me escapé de la muerte, y las dos dentro de un pozo. La tercera vez fue al aire libre, en una cantera de lajas como ésta, y hacía un sol que rajaba la tierra.

»Esta vez no tuve tanta suerte… ¡Bah! Soy duro. El brasileño —le dije al principio que él tuvo la culpa— no había probado nunca su pólvora. Esto lo vi después del experimento. Pero hablaba que daba miedo, y en el almacén me contaba sus historias sin parar, mientras yo probaba la caña nueva. Él no tomaba nunca. Sabía mucha química, y una porción de cosas; pero era un charlatán que se emborrachaba con sus conocimientos. Él mismo había inventado esa pólvora nueva —le daba el nombre de una letra— y acabó por marearme con sus discursos.

»Mi hermano me dijo: “Todas esas son historias. Lo que va a hacer es sacarte plata”. Yo le contesté: “Plata no me va a sacar ninguna”. “Entonces —agregó mi hermano—, los dos van a volar por el aire si usan esa pólvora”.

»Tal me lo dijo, porque lo creía a pie junto, y todavía me lo repitió mientras nos miraba cargar el barreno.

»Como le dije, hacía un sol de fuego, y la cantera quemaba los pies. Mi hermano y otros curiosos se habían echado bajo un árbol, esperando la cosa; pero el brasileño y yo no hacíamos caso, pues los dos estábamos convencidos del negocio. Cuando concluimos el barreno, comencé a atacarlo. Usted sabe que aquí usamos para esto la tierra de los tacurús, que es muy seca. Comencé, pues, de rodillas a dar mazazos, mientras el brasileño, parado a mi lado, se secaba el sudor, y los otros esperaban.

»Bueno; al tercer o cuarto golpe sentí en la mano el rebote de la mina que reventaba, y no sentí nada más porque caí a dos metros desmayado.

»Cuando volví en mí, no podía ni mover un dedo, pero oía bien. Y por lo que me decían, me di cuenta de que todavía estaba al lado de la mina, y que en la cara no tenía más que sangre y carne deshecha. Y oí a uno que decía: “Lo que es éste, se fue del otro lado”.

»¡Bah…! Soy duro. Estuve dos meses entre si perdía o no el ojo, y al fin me lo sacaron. Y quedé bien, ya ve. Nunca más volví a ver al brasileño, porque pasó el río la misma noche; no había recibido ninguna herida. Todo fue para mí, y él era el que había inventado la pólvora.

»Ya ve —concluyó por fin levantándose y secándose el sudor—. No es así como así que van a acabar con Van-Houten. ¡Pero bah…! (con una sacudida de hombros final). De todos modos, poco se pierde si uno se va al hoyo…»

Y escupió.

Por una lóbrega noche de otoño descendía yo en mi canoa sobre un Paraná tan exhausto, que en la misma canal el agua límpida y sin fuerzas parecía detenida a depurarse aún más. Las costas se internaban en el cauce del río cuanto éste perdía de aquél, y el litoral, habitualmente de bosque refrescándose en las aguas, constituíanlo ahora dos anchas y paralelas playas de arcilla rodada y cenagosa, donde apenas se podía marchar. Los bajofondos de las restingas, delatados por el color umbrío de agua, manchaban el Paraná con largos conos de sombra, cuyos vértices penetraban agudamente en la canal. Bancos de arena y negros islotes de basalto habían surgido donde un mes atrás las quillas cortaban sin riesgo el agua profunda. Las chalanas y guabirobas que remontan el río fielmente adheridos a la costa, raspaban con las palas el fondo pedregoso de las restingas, un kilómetro río adentro.

Para una canoa los escollos descubiertos no ofrecen peligro alguno, aun de noche. Pueden ofrecerlo, en cambio, los bajofondos disimulados en la misma canal, pues ellos son por lo común cúspide de cerros a pico, a cuyo alrededor la profunda sima del agua no da fondo a setenta metros. Si la canoa encalla en alguna de esas cumbres sumergidas, no hay modo de arrancarla de allí; girará horas enteras sobre la proa o la popa, o más habitualmente sobre su mismo centro.

Por la extrema liviandad de mi canoa yo estaba apenas expuesto a este percance. Tranquilo, pues, descendía sobre las aguas negras, cuando un inusitado pestañear de faroles de viento hacia la playa de Itahú llamó mi atención.

A tal hora de una noche lóbrega, el Alto Paraná, su bosque y su río son una sola mancha de tinta donde nada se ve. El remero se orienta por el pulso de la corriente en las palas; por la mayor densidad de las tinieblas al abordar las costas; por el cambio de temperatura del ambiente; por los remolinos y remansos; por una serie, en fin, de indicios casi indefinibles.

Abordé en consecuencia a la playa de Itahú, y guiado hasta el rancho de Van-Houten por los faroles que se dirigían allá, lo vi a él mismo, tendido de espaldas sobre el catre con el ojo más abierto y vidrioso de lo que se debía esperar.

Estaba muerto. Su pantalón y camisa goteando todavía, y la hinchazón de su vientre, delataban bien a las claras la causa de su muerte.

Paolo hacía los honores del accidente, relatándolo a todos los vecinos, conforme iban entrando. No variaba las expresiones ni los ademanes del caso, vuelto siempre hacia el difunto, como si lo tomara de testigo.

—Ah, usted vio —se dirigió a mí al verme entrar—. ¿Qué le había dicho yo siempre? Que se iba a ahogar con su canoa. Ahí lo tiene, duro. Desde esta mañana estaba duro, y quería todavía llevar una botella de caña. Yo le dije:

»—Para mí, don Luis, que si usted lleva la caña va a fondear la cabeza en el río.

»Él me contestó:

»—Fondear, eso no lo ha visto nadie hacer a Van-Houten… Y si fondeo, bah, tanto da.

»Y escupió. Usted sabe que siempre hablaba así, y se fue a la playa. Pero yo no tenía nada que ver con él, porque yo trabajo a un tanto. Así es que le dije:

»—Hasta mañana entonces, y deje la caña acá.

»Él me respondió:

»—Lo que es la caña, no la dejo.

»Y subió tambaleando en la canoa.

»Ahí está ahora, más duro que esta mañana. Romualdo el bizco y Josesinho lo trajeron hace un rato y lo dejaron en la playa, más hinchado que un barril. Lo encontraron en la piedra frente a Puerto Chuño. Allí estaba la guabiroba arrimada al islote, y a don Luis lo pescaron con la liña en diez brazas de fondo.

—Pero el accidente —lo interrumpí— ¿cómo fue?

—Yo no lo vi, Josesinho tampoco lo vio, pero lo oyó a don Luis, porque pasaba con Romualdo a poner el espinel en el otro lado. Don Luis gritaba, cantaba y hacía fuerza al mismo tiempo, y Josesinho conoció que había varado, y le gritó que no paleara de popa, porque en cuanto zafara la canoa, se iba a ir de lomo al agua. Después Josesinho y Romualdo oyeron el tumbo en el río, y sintieron a don Luis que hablaba como si tragara agua. Lo que es tragar agua… Véalo, tiene el cinto en la ingle, y eso que ahora está vacío. Pero cuando lo acostamos en la playa, echaba agua como un yacaré. Yo le pisaba la barriga, y a cada pisotón echaba un chorro alto por la boca. Hombre guapo para la piedra y duro para morir en la mina, lo era. Tomaba demasiado, es cierto, y yo puedo decirlo. Pero a él nunca le dije nada, porque usted sabe que yo trabajaba con él a un tanto…

Continué mi viaje. Desde el río en tinieblas vi brillar todavía por largo rato la ventana iluminada, tan baja que parecía parpadear sobre la misma agua. Después la distancia la apagó. Pero pasó un tiempo antes de que dejara de ver a Van-Houten tendido en la playa y convertido en un surtidor, bajo el pie de su socio que le pisaba el vientre.

Tacuara-Mansión

Frente al rancho de don Juan Brown, en Misiones, se levanta un árbol de gran diámetro y ramas retorcidas, que presta a aquél frondosísimo amparo. Bajo este árbol murió, mientras esperaba el día para irse a su casa, Santiago Rivet, en circunstancias bastante singulares para que merezcan ser contadas.

Misiones, colocada a la vera de un bosque que comienza allí y termina en el Amazonas, guarece a una serie de tipos a quienes podría lógicamente imputarse cualquier cosa menos el ser aburridos. La vida más desprovista de interés al norte de Posadas, encierra dos o tres pequeñas epopeyas de trabajo o de carácter, si no de sangre. Pues bien se comprende que no son tímidos gatitos de civilización los tipos que del primer chapuzón o en el reflujo final de sus vidas han ido a encallar allá.

Sin alcanzar los contornos pintorescos de un João Pedro, por ser otros los tiempos y otro el carácter del personaje, don Juan Brown merece mención especial entre los tipos de aquel ambiente.

Brown era argentino y totalmente criollo, a despecho de una gran reserva británica. Había cursado en La Plata dos o tres brillantes años de ingeniería. Un día, sin que sepamos por qué, cortó sus estudios y derivó hasta Misiones. Creo haberle oído decir que llegó a Iviraromí por un par de horas, asunto de ver las ruinas. Mandó más tarde buscar sus valijas a Posadas para quedarse dos días más, y allí lo encontré yo quince años después, sin que en todo ese tiempo hubiera abandonado una sola hora el lugar. No le interesaba mayormente el país; se quedaba allí, simplemente por no valer sin duda la pena hacer otra cosa.

Era un hombre joven todavía, grueso y más que grueso muy alto, pues pesaba cien kilos. Cuando galopaba —por excepción— era fama que se veía al caballo doblarse por el espinazo, y a don Juan sostenerlo con los pies en tierra.

En relación con su grave empaque, don Juan era poco amigo de palabras. Su rostro ancho y rapado bajo un largo pelo hacia atrás, recordaba bastante al de un tribuno del noventa y tres. Respiraba con cierta dificultad, a causa de su corpulencia. Cenaba siempre a las cuatro de la tarde, y al anochecer llegaba infaliblemente al bar, fuere el tiempo que hubiere, al paso de su heroico caballito, para retirarse también infaliblemente el último de todos. Se le llamaba «don Juan» a secas, e inspiraba tanto respeto su volumen como su carácter. He aquí dos muestras de ese raro carácter.

Cierta noche, jugando al truco con el juez de Paz de entonces, el juez se vio en mal trance e intentó una trampa. Don Juan miró a su adversario sin decir palabra, y prosiguió jugando. Alentado el mestizo, y como la suerte continuara favoreciendo a don Juan, tentó una nueva trampa. Juan Brown echó una ojeada a las cartas, dijo tranquilo al juez:

—Hiciste trampa de nuevo; da las cartas otra vez.

Disculpas efusivas del mestizo, y nueva reincidencia. Con igual calma, don Juan le advirtió:

—Has vuelto a hacer trampa; da las cartas de nuevo.

Cierta noche, durante una partida de ajedrez, se le cayó a don Juan el revólver, y el tiro partió. Brown recogió su revólver sin decir una palabra y prosiguió jugando, ante los bulliciosos comentarios de los contertulios, cada uno de los cuales, por lo menos, creía haber recibido la bala. Sólo al final se supo que quien la había recibido en una pierna, era el mismo don Juan.

Brown vivía solo en Tacuara-Mansión (así llamada porque estaba en verdad construida de caña tacuara, y por otro malicioso motivo). Servíale de cocinero un húngaro de mirada muy dura y abierta, y que parecía echar las palabras en explosiones a través de los dientes. Veneraba a don Juan, el cual, por su parte, apenas le dirigía la palabra.

Final de este carácter: muchos años después, cuando en Iviraromí hubo un piano, se supo recién entonces que don Juan era un eximio ejecutante.

Lo más particular de don Juan Brown, sin embargo, eran las relaciones que cultivaba con monsieur Rivet, llamado oficialmente Santiago-Guido-Luciano-María Rivet.

Era éste un perfecto ex hombre, arrojado hasta Iviraromí por la última oleada de su vida. Llegado al país veinte años atrás, y con muy brillante actuación luego en la dirección técnica de una destilería de Tucumán, redujo poco a poco el límite de sus actividades intelectuales, hasta encallar por fin en Iviraromí, en carácter de despojo humano.

Nada sabemos de su llegada allá. Un crepúsculo, sentados a las puertas del bar, lo vimos desembocar del monte de las ruinas en compañía de Luisser, un mecánico manco, tan pobre como alegre, y que decía siempre no faltarle nada a pesar de que le faltaba un brazo.

En esos momentos el optimista sujeto se ocupaba de la destilación de hojas de naranjo, en el alambique más original que darse pueda. Ya volveremos sobre esta fase suya. Pero en aquellos instantes de fiebre destilatoria la llegada de un químico industrial de la talla de Rivet fue un latigazo de excitación para las fantasías del pobre manco. Él nos informó de la personalidad de monsieur Rivet, presentándolo un sábado de noche en el bar, que desde entonces honró con su presencia.

Monsieur Rivet era un hombrecillo diminuto, muy flaco, y que los domingos se peinaba el cabello en dos grasientas ondas a ambos lados de la frente. Entre sus barbas siempre sin afeitar pero nunca largas, tendíanse constantemente adelante sus labios en un profundo desprecio por todos, y en particular por los doctores de Iviraromí. El más discreto ensayo de sapecadoras y secadoras de yerba mate que se comentaba en el bar, apenas arrancaba al químico otra cosa que salivazos de desprecio, y frases entrecortadas:

—¡Tzsh…! Doctorcitos… No saben nada… ¡Tzsh…! Porquería…

Desde todos o casi todos los puntos de vista, nuestro hombre era el polo opuesto del impasible Juan Brown. Y nada decimos de la corpulencia de ambos, por cuanto nunca llegó a verse en boliche alguno del Alto Paraná, ser de hombros más angostos y flacura más raquítica que la de mosiú Rivet. Aunque esto sólo llegamos a apreciarlo en forma la noche del domingo en que el químico hizo su entrada en el bar vestido con un flamante trajecito negro de adolescente, aun angosto de espalda y piernas para él mismo. Pero Rivet parecía orgulloso de él, y sólo se lo ponía los sábados y domingos de noche.

El bar de que hemos hecho referencia era un pequeño hotel para refrigerio de los turistas que llegaban en invierno hasta Iviraromí a visitar las famosas ruinas jesuíticas, y que después de almorzar proseguían viaje hasta el Iguazú, o regresaban a Posadas. En el resto de las horas, el bar nos pertenecía. Servía de infalible punto de reunión a los pobladores con alguna cultura de Iviraromí: diecisiete en total. Y era una de las mayores curiosidades en aquella amalgama de fronterizos del bosque, el que los diecisiete jugaran al ajedrez, y bien. De modo que la tertulia desarrollábase a veces en silencio entre espaldas dobladas sobre cinco o seis tableros, entre sujetos la mitad de los cuales no podían concluir de firmar sin secarse dos o tres veces la mano.

A las doce de la noche el bar quedaba desierto, salvo las ocasiones en que don Juan había pasado toda la mañana y toda la tarde de espaldas al mostrador de todos los boliches de Iviraromí. Don Juan era entonces inconmovible. Malas noches éstas para el barman, pues Brown poseía la más sólida cabeza del país. Recostado al despacho de bebidas, veía pasar las horas una tras otra, sin moverse ni oír al barman, que para advertir a don Juan salía cada instante afuera a pronosticar lluvia.

Como monsieur Rivet demostraba a su vez una gran resistencia, pronto llegaron el ex ingeniero y el ex químico a encontrarse en frecuentes vis-à-vis. No vaya a creerse, sin embargo, que esta común finalidad y fin de vida hubiera creado el menor asomo de amistad entre ellos. Don Juan, en pos de un Buenas noches, más indicado que dicho, no volvía a acordarse para nada de su compañero. M. Rivet, por su parte, no disminuía en honor de Juan Brown el desprecio que le inspiraban los doctores de Iviraromí, entre los cuales contaba naturalmente a don Juan. Pasaban la noche juntos y solos, y a veces proseguían la mañana entera en el primer boliche abierto; pero sin mirarse siquiera.

Estos originales encuentros se tornaron más frecuentes al mediar el invierno, en que el socio de Rivet emprendió la fabricación de alcohol de naranja, bajo la dirección del químico. Concluida esta empresa con la catástrofe de que damos cuenta en otro relato, Rivet concurrió todas las noches al bar, con su esbeltito traje negro. Y como don Juan pasaba en esos momentos por una de sus malas crisis, tuvieron ambos ocasión de celebrar vis-à-vis fantásticos, hasta llegar al último, que fue el decisivo.

Por las razones antedichas y el manifiesto lucro que el dueño del bar obtenía con ellas, éste pasaba las noches en blanco, sin otra ocupación que atender los vasos de los dos socios, y cargar de nuevo la lámpara de alcohol. Frío, habrá que suponerlo en esas crudas noches de junio. Por ello el bolichero se rindió una noche, y después de confiar a la honorabilidad de Brown el resto de la damajuana de caña, se fue a acostar. De más está decir que Brown era únicamente quien respondía de estos gastos a dúo.

Don Juan, pues, y monsieur Rivet quedaron solos a las dos de la mañana, el primero en su lugar habitual, duro e impasible como siempre, y el químico paseando agitado con la frente en sudor, mientras afuera caía una cortante helada.

Durante dos horas no hubo novedad alguna; pero al dar las tres, la damajuana se vació. Ambos lo advirtieron, y por un largo rato los ojos globosos y muertos de don Juan se fijaron en el vacío delante de él. Al fin, volviéndose a medias, echó una ojeada a la damajuana agotada, y recuperó tras ella su pose. Otro largo rato transcurrió y de nuevo volviose a observar el recipiente. Cogiéndolo por fin, lo mantuvo boca abajo sobre el cinc; nada: ni una gota.

Una crisis de dipsomanía puede ser derivada con lo que se quiera, menos con la brusca supresión de la droga. De vez en cuando, y a las puertas mismas del bar, rompía el canto estridente de un gallo, que hacía resoplar a Juan Brown, y perder el compás de su marcha a Rivet. Al final, el gallo desató la lengua del químico en improperios pastosos contra los doctorcitos. Don Juan no prestaba a su cháchara convulsiva la menor atención; pero ante el constante: «Porquería… no saben nada…» del ex químico, Juan Brown volvió a él sus pesados ojos, y le dijo:

—¿Y vos qué sabés?

Rivet, al trote y salivando se lanzó entonces en insultos del mismo jaez contra don Juan, quien lo siguió obstinadamente con los ojos. Al fin resopló, apartando de nuevo la vista:

—Francés del diablo…

La situación, sin embargo, se volvió intolerable. La mirada de don Juan, fija desde hacía rato en la lámpara, cayó por fin de costado sobre su socio:

—Vos que sabés de todo, industrial… ¿Se puede tomar el alcohol carburado?

¡Alcohol! La sola palabra sofocó, como un soplo de fuego, la irritación de Rivet. Tartamudeó, contemplando la lámpara:

—¿Carburado…? ¡Tzsh…! Porquería… Bencinas… Piridinas… ¡Tzsh…! Se puede tomar.

No bastó más. Los socios encendieron una vela, vertieron en la damajuana el alcohol con el mismo pestilente embudo, y ambos volvieron a la vida.

El alcohol carburado no es una bebida para seres humanos. Cuando hubieron vaciado la damajuana hasta la última gota, don Juan perdió por primera vez en la vida su impasible línea, y cayó, se desplomó como un elefante en la silla. Rivet sudaba hasta las mechas del cabello, y no podía arrancarse de la baranda del billar.

—Vamos —le dijo don Juan, arrastrando consigo a Rivet, que resistía.

Brown logró cinchar su caballo, pudo izar al químico a la grupa, y a las tres de la mañana partieron del bar al paso del flete de Brown, que siendo capaz de trotar con cien kilos encima, bien podía caminar cargado con ciento cuarenta.

La noche, muy fría y clara, debía estar ya velada de neblina en la cuenca de las vertientes. En efecto, apenas a la vista del valle del Yabebirí, pudieron ver la bruma, acostada desde temprano a lo largo del río, ascender desflecada en jirones por la falda de la serranía. Más en lo hondo aún, el bosque tibio debía estar ya blanco de vapores.

Fue lo que aconteció. Los viajeros tropezaron de pronto con el monte, cuando debían estar ya en Tacuara-Mansión. El caballo, fatigado se resistía a abandonar el lugar. Don Juan volvió grupa, y un rato después tenían de nuevo el bosque por delante.

«Perdidos…» —pensó don Juan, castañeteando a pesar suyo, pues aun cuando la cerrazón impedía la helada, el frío no mordía menos.

Tomó otro rumbo, confiando esta vez en el caballo. Bajo su saco de astracán, Brown se sentía empapado en sudor de hielo. El químico, más lesionado, bailoteaba en ancas de un lado para otro, inconsciente del todo.

El monte los detuvo de nuevo. Don Juan consideró entonces que había hecho cuanto era posible para llegar a su casa. Allí mismo ató su caballo en el primer árbol, y tendiendo a Rivet al lado suyo se acostó al pie de aquél. El químico, muy encogido, había doblado las rodillas hasta el pecho, y temblaba sin tregua. No ocupaba más espacio que una criatura, y eso, flaca. Don Juan lo contempló un momento, y encogiéndose ligeramente de hombros, apartó de sí el mandil que se había echado encima, y cubrió con él a Rivet, hecho lo cual, se tendió de espaldas sobre el pasto de hielo.

Cuando volvió en sí, el sol estaba ya muy alto. Y a diez metros de ellos, su propia casa.

Lo que había pasado era muy sencillo: ni un solo momento se habían extraviado la noche anterior. El caballo habíase detenido la primera vez —y todas— ante el gran árbol de Tacuara-Mansión, que el alcohol de lámparas y la niebla habían impedido ver a su dueño. Las marchas y contramarchas, al parecer interminables, habíanse concretado a sencillos rodeos alrededor del árbol familiar.

De cualquier modo, acababan de ser descubiertos por el húngaro de don Juan. Entre ambos transportaron al rancho a monsieur Rivet, en la misma postura de niño con frío en que había muerto. Juan Brown, por su parte, y a pesar de los porrones calientes, no pudo dormirse en largo tiempo, calculando obstinadamente, ante su tabique de cedro, el número de tablas que necesitaría el cajón de su socio.

Y a la mañana siguiente las vecinas del pedregoso camino del Yabebirí oyeron desde lejos y vieron pasar el saltarín carrito de ruedas macizas, y seguido aprisa por el manco, que se llevaba los restos del difunto químico.

Maltrecho a pesar de su enorme resistencia, don Juan no abandonó en diez días Tacuara-Mansión. No faltó sin embargo quien fuera a informarse de lo que había pasado, so pretexto de consolar a don Juan y de cantar aleluyas al ilustre químico fallecido.

Don Juan le dejó hablar sin interrumpirlo. Al fin, ante nuevas loas al intelectual desterrado en país salvaje que acababa de morir, don Juan se encogió de hombros:

—Gringo de porquería… —murmuró apartando la vista.

Y ésta fue toda la oración fúnebre de monsieur Rivet.

El hombre muerto

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados, y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.

Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza, en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera espiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

¿Aún…? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo.

Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.

Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevenido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El hombre resiste —¡es tan imprevisto ese horror!— y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal su bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pronto deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba… No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo…

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere.

El hombre, muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar sobre el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.

¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo, en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Y ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.

… Muy fatigado, pero descansa sólo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo…

¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.

… Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver, desde el tajamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla, descansando, porque está muy cansado…

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido. Que ya ha descansado.

El techo de incienso

En los alrededores y dentro de las ruinas de San Ignacio, la subcapital del Imperio Jesuítico, se levanta en Misiones el pueblo actual del mismo nombre. Lo constituyen una serie de ranchos ocultos unos de los otros por el bosque. A la vera de las ruinas, sobre una loma descubierta, se alzan algunas casas de material, blanqueadas hasta la ceguera por la cal y el sol, pero con magnífica vista al atardecer hacia el valle del Yabebirí. Hay en la colonia almacenes, muchos más de los que se pueden desear, al punto de que no es posible ver abierto un camino vecinal, sin que en el acto un alemán, un español o un sirio se instale en el cruce con un boliche. En el espacio de dos manzanas están ubicadas todas las oficinas públicas: comisaría, juzgado de paz, comisión municipal, y una escuela mixta. Como nota de color, existe en las mismas ruinas —invadidas por el bosque, como es sabido— un bar, creado en los días de fiebre de la yerba mate, cuando los capataces que descendían del Alto Paraná hasta Posadas bajaban ansiosos en San Ignacio a parpadear de ternura ante una botella de whisky. Alguna vez he relatado las características de aquel bar, y no volveremos por hoy a él.

Pero en la época a que nos referimos no todas las oficinas públicas estaban instaladas en el pueblo mismo. Entre las ruinas y el puerto nuevo, a media legua de unas y otro, en una magnífica meseta para goce particular de su habitante, vivía Orgaz, el jefe del Registro Civil, y en su misma casa tenía instalada la oficina pública.

La casita de este funcionario era de madera, con techo de tablillas de incienso dispuestas como pizarras. El dispositivo es excelente si se usa de tablillas secas y barreneadas de antemano. Pero cuando Orgaz montó el techo la madera era recién rajada, y el hombre la afirmó a clavo limpio; con lo cual las tejas de incienso se abrieron y arquearon en su extremidad libre hacia arriba, hasta dar un aspecto de erizo al techo del bungalow. Cuando llovía, Orgaz cambiaba ocho a diez veces de lugar su cama, y sus muebles tenían regueros blancuzcos de agua.

Hemos insistido en este detalle de la casa de Orgaz, porque tal techo erizado absorbió durante cuatro años las fuerzas del jefe del Registro Civil, sin darle apenas tiempo en los días de tregua para sudar a la siesta estirando el alambrado, o perderse en el monte por dos días, para aparecer por fin a la luz con la cabeza llena de hojarasca.

Orgaz era un hombre amigo de la naturaleza, que en sus malos momentos hablaba poco y escuchaba en cambio con profunda atención un poco insolente. En el pueblo no se le quería, pero se le respetaba. Pese a la democracia absoluta de Orgaz y a su fraternidad y aun chacotas con los gentiles hombres de yerbas y autoridades —todos ellos en correctos breeches—, había siempre una barrera de hielo que los separaba. No podía hallarse en ningún acto de Orgaz el menor asomo de orgullo. Y esto precisamente: orgullo, era lo que se le imputaba.

Algo, sin embargo, había dado lugar a esta impresión.

En los primeros tiempos de su llegada a San Ignacio, cuando Orgaz no era aún funcionario y vivía solo en su meseta construyendo su techo erizado, recibió una invitación del director de la escuela para que visitara el establecimiento. El director, naturalmente, se sentía halagado de hacer los honores de su escuela a un individuo de la cultura de Orgaz.

Orgaz se encaminó allá a la mañana siguiente con su pantalón azul, sus botas y su camisa de lienzo habitual. Pero lo hizo atravesando el monte, donde halló un lagarto de gran tamaño que quiso conservar vivo, para lo cual le ató una liana al vientre. Salió por fin del monte, e hizo de este modo su entrada en la escuela, ante cuyo portón el director y los maestros lo aguardaban, con una manga partida en dos, y arrastrando a su lagarto de la cola.

También en esos días los burros de Bouix ayudaron a fomentar la opinión que sobre Orgaz se creaba.

Bouix era un francés que durante treinta años vivió en el país considerándolo suyo, y cuyos animales vagaban libres devastando las míseras plantaciones de los vecinos. La ternera menos hábil de las hordas de Bouix era ya bastante astuta para cabecear horas enteras entre los hilos del alambrado, hasta aflojarlos. Entonces no se conocía allá el alambre de púa. Pero cuando se le conoció, quedaron los burritos de Bouix, que se echaban bajo el último alambre, y allí bailaban de costado hasta pasar del otro lado. Nadie se quejaba: Bouix era el juez de paz de San Ignacio.

Cuando Orgaz llegó allá, Bouix no era más juez. Pero sus burritos lo ignoraban, y proseguían trotando por los caminos al atardecer en busca de una plantación tierna que examinaban por sobre los alambres con los belfos trémulos y las orejas paradas.

Al llegarle su turno de devastación, Orgaz soportó pacientemente; estiró algunos alambres, y se levantó algunas noches a correr desnudo por el rocío a los burritos que entraban hasta en su carpa. Fue, por fin, a quejarse a Bouix, el cual llamó afanoso a todos sus hijos para recomendarles que cuidaran a los burros que iban a molestar al «pobrecito señor Orgaz». Los burritos continuaron libres y Orgaz tornó un par de veces a ver al francés cazurro, que se lamentó y llamó de nuevo a palmadas a todos sus hijos, con el resultado anterior.

Orgaz puso entonces un letrero en el camino real, que decía:


¡Ojo! Los pastos de este potrero están envenenados.
 

Y por diez días descansó. Pero a la noche subsiguiente tornaba a oír el pasito sigiloso de los burros que ascendían la meseta, y un poco más tarde oyó el rac-rac de las hojas de sus palmeras arrancadas. Orgaz perdió la paciencia, y saliendo desnudo fusiló al primer burro que halló por delante.

Con un muchacho mandó al día siguiente avisar a Bouix que en su casa había amanecido muerto un burro. No fue el mismo Bouix a comprobar el inverosímil suceso, sino su hijo mayor, un hombre tan alto como trigueño y tan trigueño como sombrío. El hosco muchacho leyó el letrero al pasar el portón, y ascendió de mal talante a la meseta, donde Orgaz lo esperaba con las manos en los bolsillos. Sin saludar apenas, el delegado de Bouix se aproximó al burro muerto, y Orgaz hizo lo mismo. El muchachón giró un par de veces alrededor del burro, mirándolo por todos lados.

—De cierto ha muerto anoche… —murmuró por fin—. Y de qué puede haber muerto…

En mitad del pescuezo, más flagrante que el día mismo, gritaba al sol la enorme herida de bala.

—Quién sabe… Seguramente envenenado —repuso tranquilo Orgaz, sin quitar las manos de los bolsillos.

Pero los burritos desaparecieron para siempre de la chacra de Orgaz.

Durante el primer año de sus funciones como jefe del Registro Civil, todo San Ignacio protestó contra Orgaz, que arrasando con las disposiciones en rigor, había instalado la oficina a media legua del pueblo. Allá, en el bungalow, en una piecita con piso de tierra, muy oscurecida por la galería y por un gran mandarino que interceptaba casi la entrada, los clientes esperaban indefectiblemente diez minutos, pues Orgaz no estaba o estaba con las manos llenas de bleck. Por fin el funcionario anotaba a escape los datos en un papelito cualquiera, y salía de la oficina antes que su cliente, a trepar de nuevo al techo.

En verdad, no fue otro el principal quehacer de Orgaz durante sus primeros cuatro años de Misiones. En Misiones llueve, puede creerse, hasta poner a prueba dos chapas de cinc superpuestas. Y Orgaz había construido su techo con tablillas empapadas por todo un otoño de diluvio. Las planchas de Orgaz se estiraron literalmente; pero las tablillas del techo sometidas a ese trabajo de sol y humedad levantaron todas sus extremos libres, con el aspecto de erizo que hemos apuntado.

Visto desde abajo, desde las piezas sombrías, el techo aquel de madera oscura ofrecía la particularidad de ser la parte más clara del interior, porque cada tablilla levantada en su extremo ejercía de claraboya. Hallábanse, además, adornado con infinitos redondeles de minio, marcas que Orgaz ponía con caña en las grietas, no por donde goteaba, sino vertía el agua sobre su cama. Pero lo más particular eran los trozos de cuerda con que Orgaz calafateaba su techo, y que ahora, desprendidas y pesadas de alquitrán, pendían inmóviles y reflejaban filetes de luz, como víboras.

Orgaz había probado todo lo posible para remediar su techo. Ensayó cuñas de madera, yeso, portland, cola al bicromato, aserrín alquitranado. En pos de dos años de tanteos en los cuales no alcanzó a conocer, como sus antecesores más remotos, el placer de hallarse de noche al abrigo de la lluvia, Orgaz fijó su atención en el elemento arpillera-bleck. Fue éste un verdadero hallazgo, y el hombre reemplazó entonces todos los innobles remiendos de portland y aserrín-maché por su negro cemento.

Cuantas personas iban a la oficina o pasaban en dirección al puerto nuevo, estaban seguras de ver al funcionario sobre el techo. En pos de cada compostura, Orgaz esperaba una nueva lluvia, y sin muchas ilusiones entraba a observar su eficacia. Las viejas claraboyas se comportaban bien; pero nuevas grietas se habían abierto, que goteaban —naturalmente— en el nuevo lugar donde Orgaz había puesto su cama.

Y en esta lucha constante entre la pobreza de recurso y un hombre que quería a toda costa conquistar el más viejo ideal de la especie humana: un techo que lo resguarde del agua, fue sorprendido Orgaz por donde más había pecado.

Las horas de oficina de Orgaz eran de siete a once. Ya hemos visto cómo atendía en general sus funciones. Cuando el jefe de Registro Civil estaba en el monte o entre su mandioca, el muchacho lo llamaba con la turbina de la máquina de matar hormigas. Orgaz ascendía la ladera con la azada al hombro o el machete pendiente de la mano, deseando con toda el alma que hubiera pasado un solo minuto después de las once. Traspasada esta hora, no había modo de que el funcionario atendiera su oficina.

En una de estas ocasiones, mientras Orgaz bajaba del techo del bungalow, el cencerro del portoncito sonó. Orgaz echó una ojeada al reloj: eran las once y cinco minutos. Fue en consecuencia tranquilo a lavarse las manos en la piedra de afilar, sin prestar atención al muchacho que le decía:

—Hay gente, patrón.

—Que venga mañana.

—Se lo dije, pero dice que es el Inspector de Justicia…

—Esto es otra cosa; que espere un momento —repuso Orgaz; y continuó frotándose con grasa los antebrazos negros de bleck, en tanto que su ceño se fruncía cada vez más.

En efecto, sobrábanle motivos.

Orgaz había solicitado el nombramiento de juez de paz y jefe del Registro Civil para vivir. No tenía amor alguno a sus funciones, bien que administrara justicia —sentado en una esquina de la mesa y con una llave inglesa en las manos— con perfecta equidad. Pero el Registro Civil era su pesadilla. Debía llevar al día, y por partida doble, los libros de actas de nacimientos, de defunciones y de matrimonio. La mitad de las veces era arrancado por la turbina a sus tareas de chacra, y la otra mitad se le interrumpía en pleno estudio, sobre el techo, de algún cemento que iba por fin a depararle cama seca cuando llovía. Apuntaba así a escape los datos demográficos en el primer papel que hallaba a mano, y huía de la oficina.

Luego, la tarea inacabable de llamar a los testigos para firmar las actas, pues cada peón ofrecía como tales a gente rarísima que no salía jamás del monte. De aquí, inquietudes que Orgaz solucionó el primer año del mejor modo posible, pero que lo cansaron del todo de sus funciones.

—Estamos lucidos —se decía, mientras concluía de quitarse el bleck y afilaba en el aire, por costumbre—. Si escapo de ésta, tengo suerte…

Fue por fin a la oficina oscura, donde el inspector observaba atentamente la mesa en desorden, las dos únicas sillas, el piso de tierra, y alguna media en los tirantes del techo, llevada allá por las ratas.

El hombre no ignoraba quién era Orgaz, y durante un rato ambos charlaron de cosas bien ajenas a la oficina. Pero cuando el inspector del Registro Civil entró fríamente en funciones, la cosa fue muy distinta.

En aquel tiempo los libros de actas permanecían en las oficinas locales, donde eran inspeccionados cada año. Así por lo menos debía hacerse. Pero en la práctica transcurrían años sin que la inspección se efectuara, y hasta cuatro años, como en el caso de Orgaz. De modo que el inspector cayó sobre veinticuatro libros del Registro Civil, doce de los cuales tenían sus actas sin firmas, y los otros doce estaban totalmente en blanco.

El inspector hojeaba despacio libro tras libro, sin levantar los ojos. Orgaz, sentado en la esquina de la mesa, tampoco decía nada. El visitante no perdonaba una sola página; una por una, iba pasando lentamente las hojas en blanco. Y no había en la pieza otra manifestación de vida —aunque sobrecargada de intención— que el implacable crujido de papel de hilo al voltear, y el vaivén infatigable de la bota de Orgaz.

—Bien —dijo por fin el inspector—. ¿Y las actas correspondientes a estos doce libros en blanco?

Volviéndose a medias, Orgaz cogió una lata de galletitas y la volcó sin decir palabra sobre la mesa, que desbordó de papelitos de todo aspecto y clase, especialmente de estraza, que conservaban huellas de los herbarios de Orgaz. Los papelitos aquellos, escritos con lápices grasos de marcar madera en el monte —amarillos, azules y rojos—, hacían un bonito efecto, que el funcionario inspector consideró un largo momento. Y después consideró otro momento a Orgaz.

—Muy bien —exclamó—. Es la primera vez que veo libros como éstos. Dos años enteros de actas sin firmar. Y el resto en la lata de galletitas. Bien, señor. Nada más me queda por hacer aquí.

Pero ante el aspecto de duro trabajo y las manos lastimadas de Orgaz, reaccionó un tanto.

—¡Magnífico, usted! —le dijo—. No se ha tomado siquiera el trabajo de cambiar cada año la edad de sus dos únicos testigos. Son siempre los mismos en cuatro años y veinticuatro libros de actas. Siempre tienen veinticuatro años el uno, y treinta y seis el otro. Y este carnaval de papelitos… Usted es un funcionario del Estado. El Estado le paga para que desempeñe sus funciones. ¿Es cierto?

—Es cierto —repuso Orgaz.

—Bien. Por la centésima parte de esto, usted merecía no quedar un día más en su oficina. Pero no quiero proceder. Le doy tres días de tiempo —agregó mirando el reloj—. De aquí a tres días estoy en Posadas y duermo a bordo a las once. Le doy tiempo hasta las diez de la noche del sábado para que me lleve los libros en forma. En caso contrario, procedo. ¿Entendido?

—Perfectamente —contestó Orgaz.

Y acompañó hasta el portón a su visitante, que lo saludó desabridamente al partir al galope.

Orgaz ascendió sin prisa el pedregullo volcánico que rodaba bajo sus pies. Negra, más negra que las placas de bleck de su techo caldeado, era la tarea que lo esperaba. Calculó mentalmente, a tantos minutos por acta, el tiempo de que disponía para salvar su puesto, y con él la libertad de proseguir sus problemas hidrófugos. No tenía Orgaz otros recursos que los que el Estado le suministraba por llevar al día sus libros del Registro Civil. Debía, pues, conquistar la buena voluntad del Estado, que acababa de suspender de un finísimo hilo su empleo.

En consecuencia, Orgaz concluyó de desterrar de sus manos con tabatinga todo rastro de alquitrán, y se sentó a la mesa a llenar doce grandes libros del Registro Civil. Solo, jamás hubiera llevado a cabo su tarea en el tiempo emplazado. Pero su muchacho lo ayudó, dictándole.

Era éste un chico polaco, de doce años, pelirrojo y todo él anaranjado de pecas. Tenía las pestañas tan rubias que ni de perfil se le notaban, y llevaba siempre la gorra sobre los ojos, porque la luz le dañaba la vista. Prestaba sus servicios a Orgaz y le cocinaba siempre un mismo plato que su patrón y él comían juntos bajo el mandarino.

Pero en esos tres días, el horno de ensayo de Orgaz, y que el polaquito usaba de cocina, no funcionó. La madre del muchacho quedó encargada de traer todas las mañanas a la meseta mandioca asada.

Frente a frente en la oficina oscura y caldeada como una barbacuá, Orgaz y su secretario trabajaron sin moverse, el jefe desnudo desde la cintura arriba, y su ayudante con la gorra sobre la nariz, aun allá adentro. Durante tres días no se oyó sino la voz cantante de escuelero del polaquito, y el bajo con que Orgaz afirmaba las últimas palabras. De vez en cuando comían galleta o mandioca, sin interrumpir su tarea. Así hasta la caída de la tarde. Y cuando por fin Orgaz se arrastraba costeando los bambúes a bañarse, sus dos manos en la cintura o levantadas en alto hablaban muy claro de su fatiga.

El viento norte soplaba esos días sin tregua; inmediato al techo de la oficina, el aire ondulaba de calor. Era, sin embargo, aquella pieza de tierra el único rincón sombrío de la meseta; y desde adentro los escribientes veían por bajo el mandarino reverberar un cuadrilátero de arena que vibraba al blanco, y parecía zumbar con la siesta entera.

Tras el baño de Orgaz, la tarea recomenzaba de noche. Llevaban la mesa afuera, bajo la atmósfera quieta y sofocante. Entre las palmeras de la meseta, tan rígidas y negras que alcanzaban a recortarse contra las tinieblas, los escribientes proseguían llenando las hojas del Registro Civil a la luz del farol de viento, entre un nimbo de mariposillas de raso polícromo, que caían en enjambres al pie del farol e irradiaban en tropel sobre las hojas en blanco. Con lo cual la tarea se volvía más pesada, pues si dichas mariposillas vestidas de baile son lo más bello que ofrece Misiones en una noche de asfixia, nada hay también más tenaz que el avance de esas damitas de seda contra la pluma de un hombre que ya no puede sostenerla —ni soltarla.

Orgaz durmió cuatro horas en los últimos dos días, y la última noche no durmió, solo en la meseta con sus palmeras, su farol de viento y sus mariposas. El cielo estaba tan cargado y bajo que Orgaz lo sentía comenzar desde su misma frente. A altas horas, sin embargo, creyó oír a través del silencio un rumor profundo y lejano, el tronar de la lluvia sobre el monte. Esa tarde, en efecto, había visto muy oscuro el horizonte del sudeste.

—Con tal que el Yabebirí no haga de las suyas… —se dijo, mirando a través de las tinieblas.

El alba apuntó por fin, salió el sol, y Orgaz volvió a la oficina con su farol de viento que olvidó prendido en un rincón e iluminaba el piso. Continuaba escribiendo, solo. Y cuando a las diez el polaquito despertó por fin de su fatiga, tuvo aún tiempo de ayudar a su patrón, que a las dos de la tarde, con la cara grasienta y de color tierra, tiró la pluma y se echó literalmente sobre los brazos —en cuya posición quedó largo rato tan inmóvil que no se le veía respirar.

Había concluido. Después de sesenta y tres horas, una tras otra, ante el cuadrilátero de arena caldeada al blanco o en la mesa lóbrega, sus veinticuatro libros del Registro Civil quedaban en forma. Pero había perdido la lancha a Posadas que salía a la una y no le quedaba ahora otro recurso que ir hasta allá a caballo.

Orgaz observó el tiempo mientras ensillaba su animal. El cielo estaba blanco, y el sol, aunque velado por los vapores, quemaba como fuego. Desde las sierras escalonadas del Paraguay, desde la cuenca fluvial del sudeste, llegaba una impresión de humedad, de selva mojada y caliente. Pero mientras en todos los confines del horizonte los golpes de agua lívida rayaban el cielo, San Ignacio continuaba calcinándose ahogado.

Bajo tal tiempo, pues, Orgaz trotó y galopó cuanto pudo en dirección a Posadas. Descendió la loma del cementerio nuevo y entró en el valle de Yabebirí, ante cuyo río tuvo la primera sorpresa mientras esperaba la balsa: una fimbria de palitos burbujeantes se adhería a la playa.

—Creciendo —dijo al viajero el hombre de la balsa—. Llovió grande este día y anoche por las nacientes…

—¿Y más abajo? —preguntó Orgaz.

—Llovió grande también…

Orgaz no se había equivocado, pues, al oír la noche anterior el tronido de la lluvia sobre el bosque lejano. Intranquilo ahora por el paso del Garupá, cuyas crecidas súbitas sólo pueden compararse con las del Yabebirí, Orgaz ascendió al galope las faldas de Loreto, destrozando en sus pedregales de basalto los cascos de su caballo. Desde la altiplanicie que tendía ante su vista un inmenso país, vio todo el sector de cielo, desde el este hasta el sur, hinchado de agua azul, y el bosque, ahogado de lluvia, diluido tras la blanca humareda de vapores. No había ya sol, y una imperceptible brisa se infiltraba por momentos en la calma asfixiante. Se sentía el contacto del agua, el diluvio subsiguiente a las grandes sequías. Y Orgaz pasó al galope por Santa Ana, y llegó a Candelarias.

Tuvo allí la segunda sorpresa, si bien prevista: el Garupá bajaba cargado con cuatro días de temporal y no daba paso. Ni vado ni balsa; sólo basura fermentada ondulando entre las pajas, y en la canal, palos y agua estirada a toda velocidad.

¿Qué hacer? Eran las cinco de la tarde. Otras cinco horas más, y el inspector subía a dormir a bordo. No quedaba a Orgaz otro recurso que alcanzar el Paraná y meter los pies en la primera guabiroba que hallara embicada en la playa.

Fue lo que hizo; y cuando la tarde comenzaba a oscurecer bajo la mayor amenaza de tempestad que haya ofrecido cielo alguno, Orgaz descendía del Paraná en una canoa tronchada en su tercio, rematada con una lata, y por cuyos agujeros el agua entraba en bigotes.

Durante un rato el dueño de la canoa paleó perezosamente por el medio del río; pero como llevaba caña adquirida con el anticipo de Orgaz, pronto prefirió filosofar a medias palabras con una y otra costa. Por lo cual Orgaz se apoderó de la pala, a tiempo que un brusco golpe de viento fresco, casi invernal, erizaba como un rallador todo el río. La lluvia llegaba, no se veía ya la costa argentina. Y con las primeras gotas macizas Orgaz pensó en sus libros, apenas resguardados por la tela de la maleta. Quitose el saco y la camisa, cubrió con ellos sus libros y empuñó el remo de proa. El indio trabajaba también, inquieto ante la tormenta. Y bajo el diluvio que cribaba el agua, los dos individuos sostuvieron la canoa en la canal, remando vigorosamente, con el horizonte a veinte metros y encerrados en un círculo blanco.

El viaje por la canal favorecía la marcha, y Orgaz se mantuvo en él cuanto pudo. Pero el viento arreciaba; y el Paraná, que entre Candelaria y Posadas se ensancha como un mar, se encrespaba en grandes olas locas. Orgaz se había sentado sobre los libros para salvarlos del agua que rompía contra la lata e inundaba la canoa. No pudo, sin embargo, sostenerse más, y a trueque de llegar tarde a Posadas, enfiló hacia la costa. Y si la canoa cargada de agua y cogida de costado por las olas no se hundió en el trayecto, se debe que a veces pasan estas inexplicables cosas.

La lluvia proseguía cerradísima. Los dos hombres salieron de la canoa chorreando agua y como enflaquecidos, y al trepar la barranca vieron una lívida sombra a corta distancia. El ceño de Orgaz se distendió, y con el corazón puesto en sus libros que salvaba así milagrosamente, corrió a guarecerse allá.

Se hallaba en un viejo galpón de secar ladrillos. Orgaz se sentó en una piedra entre la ceniza, mientras a la entrada misma, en cuclillas y con la cara entre las manos, el indio de la canoa esperaba tranquilo al final de la lluvia que tronaba sobre el techo de cinc, y parecía precipitar cada vez más su ritmo hasta un rugido de vértigo.

Orgaz miraba también afuera. ¡Qué interminable día! Tenía la sensación de que hacía un mes que había salido de San Ignacio. El Yabebirí creciendo… la mandioca asada… la noche que pasó solo escribiendo… el cuadrilátero blanco durante doce horas…

Lejos, lejano le parecía todo eso. Estaba empapado y le dolía atrozmente la cintura; pero esto no era nada en comparación del sueño. ¡Si pudiera dormir, dormir un instante siquiera! Ni aun esto, aunque hubiera podido hacerlo, porque la ceniza saltaba de piques. Orgaz volcó el agua de las botas y se calzó de nuevo, yendo a observar el tiempo.

Bruscamente la lluvia había cesado. El crepúsculo calmo se ahogaba de humedad y Orgaz no podía engañarse ante aquella efímera tregua que al avanzar la noche se resolvería en nuevo diluvio. Decidió aprovecharla, y emprendió la marcha a pie.

En seis o siete kilómetros calculaba la distancia a Posadas. En tiempo normal, aquello hubiera sido un juego; pero en la arcilla empapada las botas de un hombre exhausto resbalan sin avanzar, y aquellos siete kilómetros los cumplió Orgaz teniendo de la cintura abajo las tinieblas más densas, y más arriba, el resplandor de los focos eléctricos de Posadas.

Sufrimiento, tormento de falta de sueño zumbándole dentro de la cabeza, que parece abrirse por varios lados; cansancio extremo y demás, sobrábanle a Orgaz. Pero lo que lo dominaba era el contento de sí mismo. Cerníase por encima de todo la satisfacción de haberse rehabilitado, así fuera ante un inspector de justicia. Orgaz no había nacido para ser funcionario público, ni lo era casi, según hemos visto. Pero sentía en el corazón el dulce calor que conforta a un hombre cuando ha trabajado duramente por cumplir un simple deber, y prosiguió avanzando cuadra tras cuadra, hasta ver la luz de los arcos, pero ya no reflejada en el cielo, sino entre los mismos carbones, que lo enceguecían.

El reloj del hotel daba diez campanadas cuando el Inspector de justicia, que cerraba su valija, vio entrar a un hombre lívido, embarrado hasta la cabeza y con las señales más acabadas de caer, si dejaba de adherirse al marco de la puerta.

Durante un rato el inspector quedó mudo mirando al individuo. Pero cuando éste logró avanzar y puso los libros sobre la mesa, reconoció entonces a Orgaz, aunque sin explicarse poco ni mucho su presencia en tal estado y a tal hora.

—¿Y esto? —preguntó, indicando los libros.

—Como usted me los pidió —dijo Orgaz—. Están en forma.

El inspector miró a Orgaz, consideró un momento su aspecto, y recordando entonces el incidente en la oficina de aquél, se echó a reír muy cordialmente, mientras le palmeaba el hombro:

—¡Pero si yo le dije que me los trajera por decirle algo, nada más! ¡Había sido zonzo, amigo! ¡Para qué se tomó todo ese trabajo!

Un mediodía de fuego estábamos con Orgaz sobre el techo de su casa; y mientras aquél introducía entre las tablillas de incienso pesados rollos de arpillera y bleck, me contó esta historia.

No hizo comentario alguno al concluirla. Con los nuevos años transcurridos desde entonces, yo ignoro qué había en aquel momento en las páginas de su Registro Civil, y en su lata de galletitas. Pero en pos de la satisfacción ofrecida aquella noche a Orgaz, no hubiera yo querido por nada ser el inspector de esos libros.

La cámara oscura

Una noche de lluvia nos llegó al bar de las ruinas la noticia de que nuestro juez de paz, de viaje en Buenos Aires, había sido víctima del cuento del tío y regresaba muy enfermo.

Ambas noticias nos sorprendieron, porque jamás pisó Misiones mozo más desconfiado que nuestro juez, y nunca habíamos tomado en serio su enfermedad: asma, y para su frecuente dolor de muelas, cognac en buches, que no devolvía. ¿Cuentos del tío a él? Había que verlo.

Ya conté en la historia del medio litro de alcohol carburado que bebieron don Juan Brown y su socio Rivet, el incidente de naipes en que actuó el juez de paz.

Llamábase este funcionario Malaquías Sotelo. Era un indio de baja estatura y cuello muy corto, que parecía sentir resistencia en la nuca para enderezar la cabeza. Tenía fuerte mandíbula y la frente tan baja que el pelo corto y rígido como alambre le arrancaba en línea azul a dos dedos de las cejas espesas. Bajo éstas, dos ojillos hundidos que miraban con eterna desconfianza, sobre todo cuando el asma los anegaba de angustia. Sus ojos se volvían entonces a uno y otro lado con jadeante recelo de animal acorralado, y uno evitaba con gusto mirarlo en tales casos.

Fuera de esta manifestación de su alma indígena, era un muchacho incapaz de malgastar un centavo en lo que fuere, y lleno de voluntad.

Había sido desde muchacho soldado de policía en la campaña de Corrientes. La ola de desasosiego, que como un viento norte sopla sobre el destino de los individuos en los países extremos, lo empujó a abandonar de golpe su oficio por el de portero del juzgado letrado de Posadas. Allí, sentado en el zaguán, aprendió solo a leer en La Nación y La Prensa. No faltó quien adivinara las aspiraciones de aquel indiecito silencioso, y dos lustros más tarde lo hallamos al frente del juzgado de paz de Iviraromí.

Tenía una cierta cultura adquirida a hurtadillas, bastante superior a la que demostraba, y en los últimos tiempos había comprado la Historia Universal de César Cantú. Pero esto lo supimos después, en razón del sigilo con que ocultaba de las burlas ineludibles sus aspiraciones a doctor.

A caballo (jamás se lo vio caminar dos cuadras), era el tipo mejor vestido del lugar. Pero en su rancho andaba siempre descalzo, y al atardecer leía a la vera del camino real en un sillón de hamaca calzado sin medias con mocasines de cuero que él mismo se fabricaba. Tenía algunas herramientas de talabartería, y soñaba con adquirir una máquina de coser calzado.

Mi conocimiento con él databa desde mi llegada misma al país, cuando el juez visitó una tarde mi taller a averiguar, justo al final de la ceremoniosa visita, qué procedimiento más rápido que el tanino conocía yo para curtir cuero de carpincho (sus zapatillas), y menos quemante que el bicromato.

En el fondo, el hombre me quería poco o por lo menos desconfiaba de mí. Y esto supongo que provino de cierto banquete con que los aristócratas de la región —plantadores de yerba, autoridades y bolicheros— festejaron al poco tiempo de mi llegada una fiesta patria en la plaza de las ruinas jesuíticas, a la vista y rodeados de mil pobres diablos y criaturas ansiosas, banquete al que no asistí, pero que presencié en todos sus aspectos, en compañía de un carpintero tuerto que una noche negra se había vaciado un ojo por estornudar con más alcohol del debido sobre un alambrado de púa, y de un cazador brasileño, una vieja y huraña bestia de monte que después de mirar de reojo por tres meses seguidos mi bicicleta, había concluido por murmurar:

—Cavalho de pão…

Lo poco protocolar de mi compañía y mi habitual ropa de trabajo que no abandoné en el día patrio —esto último sobre todo— fueron sin duda las causas del recelo que nunca se desprendió a mi respecto el juez de paz.

Se había casado últimamente con Elena Pilsudski, una polaquita muy joven que lo seguía desde ocho años atrás, y que cosía la ropa de sus chicos con el hilo de talabartero de su marido. Trabajaba desde el amanecer hasta la noche como un peón (el juez tenía buen ojo), y recelaba de todos los visitantes, a quienes miraba de un modo abierto y salvaje, no muy distinto del de sus terneras que apenas corrían más que su dueña cuando ésta, con la falda a la cintura y los muslos al aire, volaba tras ellas al alba por entre el alto espartillo empapado en agua.

Otro personaje había aún en la familia, bien que no honrara a Iviraromí con su presencia sino de tarde en tarde: don Estanislao Pilsudski, suegro de Sotelo.

Era éste un polaco cuya barba lacia seguía los ángulos de su flaca cara, calzado siempre de botas nuevas y vestido con un largo saco negro a modo de caftán. Sonreía sin cesar, presto a adelantarse a la opinión del más pobre ser que le hablara; constituyendo esto su característica de viejo zorro. En sus estadías entre nosotros no faltaba una sola noche al bar, con una vara siempre distinta si hacía buen tiempo, y con un paraguas si llovía. Recorría las mesas de juego, deteniéndose largo rato en cada una para ser grato a todos; o se paraba ante el billar con las manos por detrás y bajo del saco, balanceándose y aprobando toda carambola, pifiada o no. Le llamábamos Corazón-Lindito a causa de ser ésta su expresión habitual para calificar la hombría de bien de un sujeto.

Naturalmente, el juez de paz había merecido antes que nadie tal expresión, cuando Sotelo, propietario y juez, se casó por amor a sus hijos con Elena; pero a todos nosotros alcanzaban también las efusiones de almibarado rapaz.

Tales son los personajes que intervienen en el asunto fotográfico que es el tema de este relato.

Como dije al principio, la noticia del cuento del tío sufrido por el juez no había hallado entre nosotros la menor acogida. Sotelo era la desconfianza y el recelo mismos: y por más provinciano que se sintiera en el Paseo de Julio, ninguno de nosotros hallaba en él madera ablandable por cuento alguno. Se ignoraba también la procedencia del chisme; había subido, seguramente, desde Posadas, como la noticia de su regreso y de su enfermedad, que desgraciadamente era cierta.

Yo lo supe el primero de todos al volver a casa una mañana con la azada al hombro. Al cruzar el camino real al puerto nuevo, un muchacho detuvo en el puente el galope de su caballo blanco para contarme que el juez de paz había llegado la noche anterior en un vapor de la carrera al Iguazú, y que lo habían bajado en brazos porque venía muy enfermo. Y que iba a avisar a su familia para que lo llevaran en un carro.

—¿Pero qué tiene? —pregunté al chico.

—Yo no sé —repuso el muchacho—. No puede hablar… tiene una cosa en el resuello…

Por seguro que estuviera yo de la poca voluntad de Sotelo hacia mí, y de que su decantada enfermedad no era otra cosa que un vulgar acceso de asma, decidí ir a verlo. Ensillé, pues, mi caballo, y en diez minutos estaba allá.

En el puerto nuevo de Iviraromí se levanta un gran galpón nuevo que sirve de depósito de yerba, y se arruina un chalet deshabitado que en un tiempo fue almacén y casa de huéspedes. Ahora está vacío, sin que se halle en las piezas muy oscuras otra cosa que alguna guarnición mohosa de coche, y un aparato telefónico por el suelo.

En una de estas piezas encontré a nuestro juez acostado vestido en un catre sin saco. Estaba casi sentado, con la camisa abierta y el cuello postizo desprendido, aunque sujeto aún por detrás. Respiraba como respira un asmático en un violento acceso, lo que no es agradable de contemplar. Al verme agitó la cabeza en la almohada, levantó un brazo que se movió en desorden y después el otro, que se llevó convulso a la boca. Pero no pudo decirme nada.

Fuera de sus facies, del hundimiento insondable de sus ojos y del afilamiento terroso de la nariz, algo sobre todo atrajo mi mirada: sus manos, saliendo a medias del puño de la camisa, descarnadas y con las uñas azules; los dedos lívidos y pegados que comenzaban a arquearse sobre la sábana.

Lo miré más atentamente, y vi entonces, me di clara cuenta de que el juez tenía los segundos contados, que se moría, que en ese mismo instante se estaba muriendo. Inmóvil a los pies del catre, lo vi tantear algo en la sábana, y como si no lo hallara, hincar despacio las uñas. Lo vi abrir la boca, mover lentamente la cabeza y fijar los ojos con algún asombro en un costado del techo, y detener allí la mirada, hasta ahora fija, en el techo de cinc por toda la eternidad.

¡Muerto! En el breve tiempo de diez minutos yo había salido silbando de casa a consolar al pusilánime juez que hacía buches de caña entre dolor de muelas y ataque de asma y volvía con los ojos duros por la efigie de un hombre que había esperado justo mi presencia para confiarme el espectáculo de su muerte.

Yo sufro muy vivamente estas impresiones. Cuantas veces he podido hacerlo, he evitado mirar un cadáver. Un muerto es para mí algo muy distinto de un cuerpo que acaba simplemente de perder la vida. Es otra cosa, una materia horriblemente inerte, amarilla y helada, que recuerda a alguien que hemos conocido. Se comprenderá así mi disgusto ante el brutal y gratuito cuadro con que me había honrado el desconfiado juez.

Quedé el resto de la mañana en casa, oyendo el ir y venir de los caballos al galope; y muy tarde ya, cerca de mediodía, vi pasar en un carro de playa tirado a gran trote por tres mulas, a Elena y su padre que iban de pie saltando prendidos a la baranda.

Ignoro aún por qué la polaquita no acudió más pronto a ver a su difunto marido. Tal vez su padre dispuso así las cosas para hacerlas en forma: viaje de ida con la viuda en el carro, y regreso en el mismo con el muerto bailoteando en el fondo. Se gastaba así menos. Esto lo vi bien cuando a la vuelta Corazón-Lindito hizo parar el carro para bajar en casa a hablarme moviendo los brazos:

—¡Ah, señor! ¡Qué cosa! Nunca tuvimos en Misiones un juez como él. ¡Y era bueno, sí! ¡Lindito-corazón tenía! Y le han robado todo. Aquí en el puerto… No tiene plata, no tiene nada.

Ante sus ojeadas evitando mirarme en los ojos, comprendí la terrible preocupación del polaco que desechaba como nosotros el cuento de la estafa en Buenos Aires, para creer que en el puerto mismo, antes o después de muerto, su yerno había sido robado.

—¡Ah, señor! —cabeceaba—. Llevaba quinientos pesos. ¿Y qué gastó? ¡Nada, señor! ¡Él tenía un corazón lindito! Y trae veinte pesos. ¿Cómo puede ser eso?

Y tornaba a fijar la mirada en mis botas para no subirla hasta los bolsillos del pantalón, donde podía estar el dinero de su yerno. Le hice ver a mi modo la imposibilidad de que yo fuera el ladrón —por simple falta de tiempo—, y la vieja garduña se fue hablando consigo misma.

Todo el resto de esta historia es una pesadilla de diez horas. El entierro debía efectuarse esa misma tarde al caer el sol. Poco antes vino a casa la chica mayor de Elena a rogarme de parte de su madre que fuera a sacar un retrato al juez. Yo no lograba apartar de mis ojos al individuo dejando caer la mandíbula y fijando a perpetuidad la mirada en un costado del techo, para que yo no tuviera dudas de que no podía moverse más porque estaba muerto. Y he aquí que debía verla de nuevo, reconsiderarlo, enfocarlo y revelarlo en mi cámara oscura.

¿Pero cómo privar a Elena del retrato de su marido, el único que tendría de él?

Cargué la máquina con dos placas y me encaminé a la casa mortuoria. Mi carpintero tuerto había construido un cajón todo en ángulos rectos, y dentro estaba metido el juez sin que sobrara un centímetro en la cabeza ni en los pies, las manos verdes cruzadas a la fuerza sobre el pecho.

Hubo que sacar el ataúd de la pieza muy oscura del juzgado y montarlo casi vertical en el corredor lleno de gente, mientras dos peones lo sostenían de la cabecera. De modo que bajo el velo negro tuve que empapar mis nervios sobreexcitados en aquella boca entreabierta, más negra hacia el fondo más que la muerte misma; en la mandíbula retraída hasta dejar el espacio de un dedo entre ambas dentaduras; en los ojos de vidrio opaco bajo las pestañas como glutinosas e hinchadas; en toda la crispación de aquella brutal caricatura de hombre.

La tarde caía ya y se clavó aprisa el cajón. Pero no sin que antes viéramos venir a Elena trayendo a la fuerza a sus hijos para que besaran a su padre. El chico menor se resistía con tremendos alaridos, llevado a la rastra por el suelo. La chica besó a su padre, aunque sostenida y empujada de la espalda; pero con un horror tal ante aquella horrible cosa en que querían viera a su padre, que a estas horas, si aún vive, debe recordarlo con igual horror.

Yo no pensaba ir al cementerio, y lo hice por Elena. La pobre muchacha seguía inmediatamente al carrito de bueyes entre sus hijos, arrastrando de una mano a su chico que gritó en todo el camino, y cargando en el otro brazo a su infante de ocho meses. Como el trayecto era largo y los bueyes trotaban casi, cambió varias veces de brazo rendido con el mismo presuroso valor. Detrás Corazón-Lindito recorría el séquito lloriqueando con cada uno por el robo cometido.

Se bajó el cajón a la tumba recién abierta y poblada de gruesas hormigas que trepaban por las paredes. Los vecinos contribuyeron al paleo de los enterradores con un puñado de tierra húmeda, no faltando quien pusiera en manos de la huérfana una caritativa mota de tierra. Pero Elena, que hamacaba desgreñada a su infante, corrió desesperada a evitarlo:

—¡No, Elenita! ¡No eches tierra sobre tu padre!

La fúnebre ceremonia concluyó; pero no para mí. Dejaba pasar las horas sin decidirme a entrar en el cuarto oscuro. Lo hice por fin, tal vez a medianoche. No había nada de extraordinario para una situación normal de nervios en calma. Solamente que yo debía revivir al individuo ya enterrado que veía en todas partes; debía encerrarme con él, solos los dos en una apretadísima tiniebla; lo sentí surgir poco a poco ante mis ojos y entreabrir la negra boca bajo mis dedos mojados; tuve que balancearlo en la cubeta para que despertara de bajo tierra y se grabara ante mí en la otra placa sensible de mi horror.

Concluí, sin embargo. Al salir afuera, la noche libre me dio la impresión de un amanecer cargado de motivos de vida y de esperanzas que había olvidado. A dos pasos de mí, los bananos cargados de flores dejaban caer sobre la tierra las gotas de sus grandes hojas pesadas de humedad. Más lejos, tras el puente, la mandioca ardida se erguía por fin eréctil, perlada de rocío. Más allá aun, por el valle que descendía hasta el río, una vaga niebla envolvía la plantación de yerba, se alzaba sobre el bosque, para confundirse allá abajo con los espesos vapores que ascendían del Paraná tibio.

Todo esto me era bien conocido, pues era mi vida real. Y caminando de un lado a otro, esperé tranquilo el día para recomenzarla.

Los destiladores de naranja

El hombre apareció un mediodía, sin que se sepa cómo ni por dónde. Fue visto en todos los boliches de Iviraromí, bebiendo como no se había visto beber a nadie, si se exceptúan Rivet y Juan Brown. Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y una mugrienta boina blanca terciada sobre el ojo. Fuera de beber, el hombre no hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón —un nudoso palo sin cáscara—, que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los peones probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en efecto, resistía a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al mostrador y cruzado de piernas, sonreía satisfecho.

Al día siguiente el hombre fue visto a la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón. Desapareció luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al crepúsculo por entre las ruinas, en compañía del químico Rivet. Pero esta vez supimos quién era.

Hacia 1800, el gobierno del Paraguay contrató a un buen número de sabios europeos, profesores de universidad, los menos, e industriales, los más. Para organizar sus hospitales, el Paraguay solicitó los servicios del doctor Else, joven y brillante biólogo sueco que en aquel país nuevo halló ancho campo para sus grandes fuerzas de acción. Dotó en cinco años a los hospitales y sus laboratorios de una organización que en veinte años no hubieran conseguido otros tantos profesionales. Luego, sus bríos se aduermen. El ilustre sabio paga al país tropical el pesado tributo que quema como en alcohol la actividad de tantos extranjeros, y el derrumbe no se detiene ya. Durante quince o veinte años nada se sabe de él. Hasta que por fin se lo halla en Misiones, con sus bombachas de soldado y su boina terciada, exhibiendo como única finalidad de su vida el hacer comprobar a todo el mundo la resistencia de su palo.

Éste es el hombre cuya presencia decidió al manco a realizar el sueño de sus últimos meses: la destilación alcohólica de naranjas.

El manco, que ya hemos conocido con Rivet en otro relato, tenía simultáneamente en el cerebro tres proyectos para enriquecerse, y uno o dos para su diversión. Jamás había poseído un centavo ni un bien particular, faltándole además un brazo que había perdido en Buenos Aires con una manivela de auto. Pero con su solo brazo, dos mandiocas cocidas, y el soldador bajo el muñón, se consideraba el hombre más feliz del mundo.

—¿Qué me falta? —solía decir con alegría, agitando su solo brazo.

Su orgullo, en verdad, consistía en un conocimiento más o menos hondo de todas las artes y oficios, en su sobriedad ascética, y en dos tomos de L’Encyclopédie. Fuera de esto, de su eterno optimismo y su soldador, nada poseía. Pero su pobre cabeza era en cambio una marmita bullente de ilusiones, en que los inventos industriales le hervían con más frenesí que las mandiocas de su olla. No alcanzándole sus medios para aspirar a grandes cosas, planeaba siempre pequeñas industrias de consumo local, o bien dispositivos asombrosos para remontar el agua por filtración, desde el bañado del Horqueta hasta su casa.

En el espacio de tres años, el manco había ensayado sucesivamente la fabricación de maíz quebrado, siempre escaso en la localidad; de mosaicos de bleck y arena ferruginosa; de turrón de maní y miel de abejas; de resina de incienso por destilación seca; de cáscaras abrillantadas de apepú, cuyas muestras habían enloquecido de gula a los mensús; de tintura de lapacho, precipitada por la potasa; y de aceite esencial de naranja, industria en cuyo estudio lo hallamos absorbido cuando Else apareció en su horizonte.

Preciso es observar que ninguna de las anteriores industrias había enriquecido a su inventor, por la sencilla razón de que nunca llegaron a instalarse en forma.

—¿Qué me falta? —repetía contento, agitando el muñón—. Doscientos pesos. ¿Pero de dónde los voy a sacar?

Sus inventos, cierto es, no prosperaban por la falta de esos miserables pesos. Y bien se sabe que es más fácil hallar en Iviraromí un brazo de más, que diez pesos prestados. Pero el hombre no perdía jamás su optimismo, y de sus contrastes brotaban, más locas aún, nuevas ilusiones para nuevas industrias.

La fábrica de esencia de naranja fue, sin embargo, una realidad. Llegó a instalarse de un modo tan inesperado como la aparición de Else, sin que para ello se hubiera visto corretear al manco por los talleres yerbateros más de lo acostumbrado. El manco no tenía más material mecánico que cinco o seis herramientas esenciales, fuera de su soldador. Las piezas todas de sus máquinas salían de la casa del uno, del galón del otro, como las palas de su rueda Pelton, para cuya confección utilizó todos los cucharones viejos de la localidad. Tenía que trotar sin descanso tras un metro de caño o una chapa oxidada de cinc, que él, con su solo brazo y ayudado del muñón, cortaba, torcía, retorcía y soldaba con su enérgica fe de optimista. Así sabemos que la bomba de su caldera provino del pistón de una vieja locomotora de juguete, que el manco llegó a conquistar de su infantil dueño contándole cien veces cómo había perdido el brazo, y que los platos del alambique (su alambique no tenía refrigerante vulgar de serpentín, sino de gran estilo, de platos) nacieron de las planchas de cinc puro con que un naturalista fabricaba tambores para guardar víboras.

Pero lo más ingenioso de su nueva industria era la prensa para extraer jugo de naranja. La constituía un barril perforado con clavos de tres pulgadas, que giraba alrededor de un eje horizontal de madera. Dentro de ese erizo, las naranjas rodaban, tropezaban con los clavos y se deshacían brincando; hasta que, transformadas en una pulpa amarilla sobrenadada de aceite, iban a la caldera.

El único brazo del manco valía en el tambor medio caballo de fuerza, aun a pleno sol de Misiones, y bajo la gruesísima y negra camiseta de marinero que el manco no abandonaba ni en el verano. Pero como la ridícula bomba de juguete requería asistencia casi continua, el destilador solicitó la ayuda de un aficionado que desde los primeros días pasaba desde lejos las horas observando la fábrica, semioculto tras un árbol.

Se llamaba este aficionado Malaquías Ruvidarte. Era un muchachote de veinte años, brasileño y perfectamente negro, a quien suponíamos virgen —y lo era—, y que habiendo ido una mañana a caballo a casarse a Corpus, regresó a los tres días de noche cerrada, borracho y con dos mujeres en anca.

Vivía con su abuela en un edificio curiosísimo, conglomerado de casillas hechas con cajones de kerosene, y que el negro arpista iba extendiendo y modificando de acuerdo con las novedades arquitectónicas que advertía en los tres o cuatro chalets que se construían entonces. Con cada novedad, Malaquías agregaba o alzaba un ala de su edificio, y en mucho menor escala. Al punto que las galerías de sus chalets de alto tenían cincuenta centímetros de luz, y por las puertas apenas podía entrar un perro. Pero el negro satisfacía así sus aspiraciones de arte, sordo a las bromas de siempre.

Tal artista no era el ayudante por dos mandiocas que precisaba el manco. Malaquías dio vueltas al tambor una mañana entera sin decir una palabra, pero a la tarde no volvió. Y la mañana siguiente estaba otra vez instalado observando tras el árbol.

Resumamos esta fase: el manco obtuvo muestras de aceite esencial de naranja dulce y agria, que logró remitir a Buenos Aires. De aquí le informaron que su esencia no podía competir con la similar importada, a causa de la alta temperatura a que se la había obtenido. Que sólo con nuevas muestras por presión podrían entenderse con él, vistas las deficiencias de la destilación, etc., etc.

El manco no se desanimó por esto.

—¡Pero es lo que yo decía! —nos contaba a todos alegremente, cogiéndose el muñón tras la espalda—. ¡No se puede obtener nada a fuego directo! ¡Y qué voy a hacer con la falta de plata!

Otro cualquiera, con más dinero y menos generosidad intelectual que el manco, hubiera apagado los fuegos de su alambique. Pero mientras miraba melancólico su máquina remendada, en que cada pieza eficaz había sido reemplazada por otra sucedánea, el manco pensó de pronto que aquel cáustico barro amarillento que se vertía del tambor, podía servir para fabricar alcohol de naranja. Él no era fuerte en fermentación; pero dificultades más grandes había vencido en su vida. Además, Rivet lo ayudaría.

Fue en este momento preciso cuando el doctor Else hizo su aparición en Iviraromí.

El manco había sido el único individuo de la zona que, como había acaecido con Rivet, respetó al nuevo caído. Pese al abismo en que habían rodado uno y otro, el devoto de la gran Encyclopédie no podía olvidar lo que ambos ex hombres fueran un día. Cuantas chanzas (¡y cuán duras en aquellos analfabetos de rapiña!) se hicieron al manco sobre sus dos ex hombres, lo hallaron siempre de pie.

—La caña los perdió —respondía con seriedad sacudiendo la cabeza—. Pero saben mucho…

Debemos mencionar aquí un incidente que no facilitó el respeto local hacia el ilustre médico.

En los primeros días de su presencia en Iviraromí un vecino había llegado hasta el mostrador del boliche a rogarle un remedio para su mujer que sufría de tal y cual cosa. Else lo oyó con suma atención, y volviéndose al cuadernillo de estraza sobre el mostrador, comenzó a recetar con mano terriblemente pesada. La pluma se rompía. Else se echó a reír, más pesadamente aún, y estrujó el papel, sin que se le pudiera obtener una palabra más.

—¡Yo no entiendo de esto! —repetía tan sólo.

El manco fue algo más feliz cuando acompañándolo esa misma siesta hasta el Horqueta, bajo un cielo blanco de calor, lo consultó sobre las probabilidades de aclimatar la levadura de caña al caldo de naranja, en cuánto tiempo podría aclimatarse, y en qué porcentaje mínimo.

—Rivet conoce esto mejor que yo —murmuró Else.

—Con todo —insistió el manco—. Yo me acuerdo bien de que los sacaromices iniciales…

Y el buen manco se despachó a su gusto.

Else, con la boina sobre la nariz para contrarrestar la reverberación, respondía en breves observaciones, y como a disgusto. El manco dedujo de ellas que no debía perder el tiempo aclimatando levadura alguna de caña, porque no obtendría sino caña, ni al uno por cien mil. Que debía esterilizar su caldo, fosfatarlo bien, y ponerlo en movimiento con levadura de Borgoña, pedida a Buenos Aires. Podía aclimatarla, si quería perder el tiempo; pero no era indispensable…

El manco trotaba a su lado, ensanchándose el escote de la camiseta de entusiasmo y calor.

—¡Pero soy feliz! —decía—. ¡No me falta ya nada!

¡Pobre manco! Le faltaba precisamente lo indispensable para fermentar sus naranjas: ocho o diez bordalesas vacías, que en aquellos días de guerra valían más pesos que los que él podría ganar en seis meses de soldar día y noche.

Comenzó, sin embargo, a pasar días enteros de lluvia en los almacenes de los yerbales, transformando latas vacías de nafta en envases de grasa quemada o podrida para alimento de los peones; y a trotar por todos los boliches en procura de los barriles más viejos que para nada servían ya. Más tarde Rivet y Else —tratándose de alcohol de noventa grados— lo ayudarían, con toda seguridad…

Rivet lo ayudó, en efecto, en la medida de sus fuerzas, pues el químico nunca había sabido clavar un clavo. El manco solo abrió, desarmó, raspó y quemó una tras otra las viejas bordelesas con medio dedo de poso violeta en cada duela, tarea ligera, sin embargo, en comparación con la de armar de nuevo las bordalesas, y a la que el manco llegaba con su brazo y cuarto tras inacabables horas de sudor.

Else había ya contribuido a la industria con cuanto se sabe hoy mismo sobre fermentos; pero cuando el manco le pidió que dirigiera el proceso fermentativo, el ex sabio se echó a reír, levantándose.

—¡Yo no entiendo nada de esto! —dijo recogiendo su bastón bajo el brazo; y se fue a caminar por allí, más rubio, más satisfecho y más sucio que nunca.

Tales paseos constituían la vida del médico. En todas las picadas se lo hallaba con sus zapatillas sin medias y su continente eufórico. Fuera de beber en todos los boliches y todos los días, de 11:00 a 16:00, no hacía nada más. Tampoco frecuentaba el bar, diferenciándose en esto de su colega Rivet. Pero en cambio solía hallárselo a caballo a altas horas de la noche, cogido de las orejas del animal, al que llamaba su padre y su madre, con gruesas risas. Paseaban así horas enteras al tranco, hasta que el jinete caía por fin a reír del todo.

A pesar de esta vida ligera, algo había sin embargo capaz de arrancar al ex hombre de su limbo alcohólico; y esto lo supimos la vez que con gran sorpresa de todos, Else se mostró en el pueblo caminando rápidamente, sin mirar a nadie. Esa tarde llegaba su hija, maestra de escuela en Santo Pipó, y que visitaba a su padre dos o tres veces en el año.

Era una muchachita delgada y vestida de negro, de aspecto enfermizo y mirar hosco. Ésta fue por lo menos la impresión nuestra cuando pasó por el pueblo con su padre en dirección al Horqueta. Pero según lo que dedujimos de los informes del manco, aquella expresión de la maestrita era sólo para nosotros, motivada por la degradación en que había caído su padre y a la que asistíamos día a día.

Lo que después se supo confirma esta hipótesis. La chica era muy trigueña y en nada se parecía al médico escandinavo. Tal vez no fuera hija suya; él por lo menos nunca lo creyó. Su modo de proceder con la criatura lo confirma, y sólo Dios sabe cómo la maltratada y abandonada criatura pudo llegar a recibirse de maestra, y a continuar queriendo a su padre. No pudiendo tenerlo a su lado, ella se trasladaba a verlo dondequiera que él estuviese. Y el dinero que el doctor Else gastaba en beber, provenía del sueldo de la maestrita.

El ex hombre conservaba, sin embargo, un último pudor: no bebía en presencia de su hija. Y este sacrificio en aras de una chinita a quien no creía hija suya, acusa más ocultos fermentos que las reacciones ultracientíficas del pobre manco.

Durante cuatro días, en esta ocasión, no se vio al médico por ninguna parte. Pero aunque cuando apareció otra vez por los boliches estaba más borracho que nunca, se pudo apreciar en los remiendos de toda su ropa, la obra de su hija.

Desde entonces, cada vez que se veía a Else fresco y serio, cruzando rápido en busca de harina y grasa, todos decíamos:

—En estos días debe de llegar su hija.

Entretanto, el manco continuaba soldando a horcajadas techos de lujo, y en los días libres, raspando y quemando duelas de barril.

No fue sólo esto: habiendo ese año madurado muy pronto las naranjas por las fortísimas heladas, el manco debió también pensar en la temperatura de la bodega, a fin de que el frío nocturno, vivo aún en ese octubre, no trastornara la fermentación. Tuvo así que forrar por dentro su rancho con manojos de paja despeinada, de modo tal que aquello parecía un hirsuto y agresivo cepillo. Tuvo que instalar un aparato de calefacción, cuyo hogar constituíalo un tambor de acaroína, y cuyos tubos de tacuara daban vueltas por entre las pajas de las paredes, a modo de gruesa serpiente amarilla. Y tuvo que alquilar —con arpista y todo, a cuenta del alcohol venidero— el carrito de ruedas macizas del negro Malaquías, quien de este modo volvió a prestar servicios al manco, acarreándole naranjas desde el monte con su mutismo habitual y el recuerdo melancólico de sus dos mujeres.

Un hombre común se hubiera rendido a medio camino. El manco no perdía un instante su alegre y sudorosa fe.

—¡Pero no nos falta ya nada! —repetía haciendo bailar a la par del brazo entero su muñón optimista—: ¡Vamos a hacer una fortuna con esto!

Una vez aclimatada la levadura de Borgoña, el manco y Malaquías procedieron a llenar las cubas. El negro partía las naranjas de un tajo de machete, y el manco las estrujaba entre sus dedos de hierro; todo con la misma velocidad y el mismo ritmo, como si machete y mano estuvieran unidos por la misma biela.

Rivet los ayudaba a veces, bien que su trabajo consistiera en ir y venir febrilmente del colador de semillas a los barriles, a fuer de director. En cuanto al médico, había contemplado con gran atención estas diversas operaciones, con las manos hundidas en los bolsillos y el bastón bajo la axila. Y ante la invitación a que prestara su ayuda, se había echado a reír, repitiendo como siempre:

—¡Yo no entiendo nada de estas cosas!

Y fue a pasearse de un lado a otro frente al camino deteniéndose en cada extremo a ver si venía un transeúnte.

No hicieron los destiladores en esos duros días más que cortar y cortar, estrujar y estrujar naranjas bajo un sol de fuego y almibarados de zumo de la barba a los pies. Pero cuando los primeros barriles comenzaron a alcoholizarse en una fermentación tal que proyectaba a dos dedos sobre el nivel una llovizna de color topacio, el doctor Else evolucionó hacia la bodega caldeada, donde el manco se abría el escote de entusiasmo.

—¡Y ya está! —decía—. ¿Qué nos falta ahora? ¡Unos cuantos pesos más, y nos hacemos riquísimos!

Else quitó uno por uno los tapones de algodón de los barriles, y aspiró con la nariz en el agujero el delicioso perfume del vino de naranja en formación, perfume cuya penetrante frescura no se halla en caldo alguno de otra fruta. El médico levantó luego la vista a las paredes, al revestimiento amarillo de erizo, a la cañería de víbora que se desarrollaba oscureciéndose entre las pajas en un vaho de aire vibrante, y sonrió un momento con pesadez. Pero desde entonces no se apartó de alrededor de la fábrica.

Aún más, se quedó a dormir allí. Else vivía en una chacra del manco, a orillas del Horqueta. Hemos omitido esta opulencia del manco, por la razón de que el gobierno nacional llama chacras a las fracciones de 25 hectáreas de monte virgen o pajonal, que vende al precio de 75 pesos la fracción, pagaderos en seis años.

La chacra del manco consistía en un bañado solitario donde no había más que un ranchito aislado entre un círculo de cenizas, y zorros entre las pajas. Nada más. Ni siquiera hojas en la puerta del rancho.

El médico se instaló, pues, en la fábrica de las ruinas, retenido por el bouquet naciente del vino de naranja. Y aunque su ayuda fue la que conocemos, cada vez que en las noches subsiguientes el manco se despertó a vigilar la calefacción, halló siempre a Else sosteniendo el fuego. El médico dormía poco y mal; y pasaba la noche en cuclillas ante la lata de acaroína, tomando mate y naranjas caldeadas en las brasas del hogar.

La conversión alcohólica de las cien mil naranjas concluyó por fin, y los destiladores se hallaron ante ocho bordelesas de un vino muy débil, sin duda, pero cuya graduación les aseguraba asimismo cien litros de alcohol de 50 grados, fortaleza mínima que requería el paladar local.

Las aspiraciones del manco eran también locales; pero un especulativo como él, a quien preocupaba ya la ubicación de los transformadores de corriente en el futuro cable eléctrico desde el Iguazú hasta Buenos Aires, no podía olvidar el aspecto puramente ideal de su producto. Trotó en consecuencia unos días en procura de algunos frascos de cien gramos para enviar muestras a Buenos Aires, y aprontó unas muestras, que alineó en el banco para enviarlas esa tarde por correo. Pero cuando volvió a buscarlas no las halló, y sí al doctor Else, sentado en la escarpa del camino, satisfechísimo de sí y con el bastón entre las manos, incapaz de un solo movimiento.

La aventura se repitió una y otra vez, al punto de que el pobre manco desistió definitivamente de analizar su alcohol: el médico, rojo, lacrimoso y resplandeciente de euforia, era lo único que hallaba.

No perdía por esto el manco su admiración por el ex sabio.

—¡Pero se lo toma todo! —nos confiaba de noche en el bar—. ¡Qué hombre! ¡No me deja una sola muestra!

Al manco le faltaba tiempo para destilar con la lentitud debida, e igualmente para desechar las flegmas de su producto. Su alcohol sufría así de las mismas enfermedades que su esencia, el mismo olor viroso, e igual dejo cáustico. Por consejo de Rivet transformó en bitter aquella imposible caña, con el solo recurso de apepú, y oruzú, a efectos de la espuma.

En este definitivo aspecto entró el alcohol de naranja en el mercado. Por lo que respecta al químico y su colega, lo bebían sin tasa tal como goteaba de los platos del alambique con sus venenos cerebrales.

Una de esas siestas de fuego, el médico fue hallado tendido de espaldas a través del desamparado camino al puerto viejo, riéndose con el sol a plomo.

—Si la maestrita no llega uno de estos días —dijimos nosotros—, le va a dar trabajo encontrar dónde ha muerto su padre.

Precisamente una semana después supimos por el manco que la hija de Else llegaba convaleciente de gripe.

—Con la lluvia que se apronta —pensamos otra vez—, la muchacha no va a mejorar gran cosa en el bañado del Horqueta.

Por primera vez, desde que estaba entre nosotros, no se vio al médico Else cruzar firme y apresurado ante la inminente llegada de su hija. Una hora antes de arribar la lancha fue al puerto por el camino de las ruinas, en el carrito del arpista Malaquías, cuya yegua, al paso y todo, jadeaba exhausta con las orejas mojadas de sudor.

El cielo denso y lívido, como paralizado de pesadez, no presagiaba nada bueno, tras mes y medio de sequía. Al llegar la lancha, en efecto, comenzó a llover. La maestrita achuchada pisó la orilla chorreante bajo agua; subió bajo agua, en el carrito, y bajo agua hicieron con su padre todo el trayecto, a punto de que cuando llegaron de noche al Horqueta no se oía en el solitario pajonal ni un aullido de zorro, y sí el sordo crepitar de la lluvia en el patio de tierra del rancho.

La maestrita no tuvo esta vez necesidad de ir hasta el bañado a lavar las ropas de su padre. Llovió toda la noche y todo el día siguiente, sin más descanso que la tregua acuosa del crepúsculo, a la hora en que el médico comenzaba a ver alimañas raras prendidas al dorso de sus manos.

Un hombre que ya ha dialogado con las cosas tendido de espaldas al sol, puede ver seres imprevistos al suprimir de golpe el sostén de su vida. Rivet, antes de morir un año más tarde con su litro de alcohol carburado de lámparas, tuvo con seguridad fantasías de ese orden clavadas ante la vista. Solamente que Rivet no tenía hijos; y el error de Else consistió precisamente en ver, en vez de su hija, una monstruosa rata.

Lo que primero vio fue un grande, muy grande ciempiés que daba vueltas por las paredes. Else quedó sentado con los ojos fijos en aquello, y el ciempiés se desvaneció. Pero al bajar el hombre la vista, lo vio ascender arqueado por entre sus rodillas, con el vientre y las patas hormigueantes vueltas a él, subiendo, subiendo interminablemente. El médico tendió las manos delante, y sus dedos apretaron el vacío.

Sonrió pesadamente: ilusión… nada más que ilusión…

Pero la fauna del delírium trémens es mucho más lógica que la sonrisa de un ex sabio, y tiene por hábito trepar obstinadamente por las bombachas, o surgir bruscamente de los rincones.

Durante muchas horas, ante el fuego y con el mate inerte en la mano, el médico tuvo conciencia de su estado. Vio, arrancó y desenredó tranquilo más víboras de las que pueden pisarse en sueños. Alcanzó a oír una dulce voz que decía:

—Papá, estoy un poco descompuesta… Voy un momento afuera.

Else intentó todavía sonreír a una bestia que había irrumpido de golpe en medio del rancho, lanzando horribles alaridos, y se incorporó por fin aterrorizado y jadeante: estaba en poder de la fauna alcohólica.

Desde las tinieblas comenzaban ya a asomar el hocico bestias innumerables. Del techo se desprendían también cosas que él no quería ver. Todo su terror sudoroso estaba ahora concentrado en la puerta, en aquellos hocicos puntiagudos que aparecían y se ocultaban con velocidad vertiginosa.

Algo como dientes y ojos asesinos de inmensa rata se detuvo un instante contra el marco, y el médico, sin apartar la vista de ella, cogió un pesado leño: la bestia, adivinando el peligro, se había ya ocultado.

Por los flancos del ex sabio, por atrás, se hincaba en sus bombachas cosas que trepaban. Pero el hombre, con los ojos fuera de las órbitas, no veía sino la puerta y los hocicos fatales.

Un instante, el hombre creyó distinguir entre el crepitar de la lluvia, un ruido más sordo y nítido. De golpe la monstruosa rata surgió en la puerta, se detuvo un momento a mirarlo, y avanzó hacia ella el leño con todas sus fuerzas.

Ante el grito que lo sucedió, el médico volvió bruscamente en sí, como si el vertiginoso telón de monstruos se hubiera aniquilado con el golpe en el más atroz silencio. Pero lo que yacía aniquilado a sus pies no era la rata asesina, sino su hija.

Sensación de agua helada, escalofrío de toda la médula; nada de esto alcanza a dar la impresión de un espectáculo de semejante naturaleza. El padre tuvo un resto de fuerza para levantar en brazos a la criatura y tenderla en el catre. Y al apreciar de una sola ojeada al vientre el efecto irremisiblemente mortal del golpe recibido, el desgraciado se hundió de rodillas ante su hija.

¡Su hijita! ¡Su hijita abandonada, maltratada, desechada por él! Desde el fondo de veinte años surgieron en explosión de vergüenza, la gratitud y el amor que nunca le había expresado a ella. ¡Chinita, hijita suya!

El médico tenía ahora la cara levantada hacia la enferma: nada, nada que esperar de aquel semblante fulminado.

La muchacha acababa sin embargo de abrir los ojos, y su mirada excavada y ebria ya de muerte, reconoció por fin a su padre. Esbozando entonces una dolorosa sonrisa cuyo reproche sólo el lamentable padre podía en esas circunstancias apreciar, murmuró con dulzura:

—¡Qué hiciste, papá…!

El médico hundió de nuevo la cabeza en el catre. La maestrita murmuró otra vez, buscando con la mano la boina de su padre:

—Pobre papá… No es nada… Ya me siento mucho mejor… Mañana me levanto y concluyo todo… Me siento mucho mejor, papá…

La lluvia había cesado; la paz reinaba afuera. Pero al cabo de un momento el médico sintió que la enferma hacía en vano esfuerzos para incorporarse, y al levantar el rostro vio que su hija lo miraba con los ojos muy abiertos en una brusca revelación.

—¡Yo me voy a morir, papá…!

—Hijita… —murmuró sólo el hombre.

La criatura intentó respirar hondamente sin conseguirlo tampoco.

—¡Papá, ya me muero! Papá, hazme caso… una vez en la vida. ¡No tomes más, papá…! Tu hijita…

* * *

Tras un rato —una inmensidad de tiempo— el médico se incorporó y fue tambaleante a sentarse otra vez en el banco, mas no sin apartar antes con el dorso de la mano una alimaña del asiento, porque ya la red de monstruos se entretejía vertiginosamente.

Oyó todavía una voz de ultratumba:

—¡No tomes más, papá…!

El ex hombre tuvo aún tiempo de dejar caer ambas manos sobre las piernas, en un desplome y una renuncia más desesperada que el más desesperado de los sollozos de que ya no era capaz. Y ante el cadáver de su hija, el doctor Else vio otra vez asomar en la puerta los hocicos de las bestias que volvían a un asalto final.


Publicado el 22 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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