Los Hombres Hambrientos

Horacio Quiroga


Cuento


—Esta situación —dijo el hombre hambriento enseñando sus costillas— proviene de mis grandes riquezas. Tal cual. No es paradoja. Ni antes ni después. En el instante mismo, con lo que me sobra para vivir —¿entienden ustedes bien?— podría arrancar de la tumba al millón y medio de individuos suicidados por hambre en 1933. Con lo que me sobra para vivir, a mí. Y me muero de hambre.

Miramos con mayor atención a quien hablaba. Hallábase, en efecto, en estado atroz de flacura. Por debajo de la camiseta nos enseñaba sus costillas, mientras nos observaba con desvarío. Un gran fuego de exasperación lucía en sus ojos de hambriento, y las palabras lanzábanse precipitadamente de su boca.

Nos llegaba, no sabemos de dónde, acaso del fondo del bosque, donde él y algunos compañeros habían ido a trabajar la tierra. Durante largo tiempo nada habíamos sabido de ellos; suponíamoslos prósperos. Y he aquí que se hallaba de nuevo ante nosotros, él solo, sin más ropa que un pantalón y una camiseta que alzaba con mano temblante.

—Tal cual —prosiguió tras una larga pausa con la que parecía habernos ofrecido tiempo suficiente para juzgar hasta las heces su situación.

»Con lo que me sobra para vivir, he dicho, yo y mis compañeros podríamos hacer la felicidad de otros tantos miserables. ¡Comer, comer! ¿Entienden? Allá están ellos, vigilándose unos a otros desde lo alto de sus riquezas, mientras se mueren de inanición, y cada cual sentado sobre pirámides de mandioca que se pudren con la humedad, y abrazados a cachos de bananas que se deshacen entre sus dedos.

»Bien. Esto no significa nada: avaricia, roña y todo lo demás. ¡Pero es que tampoco es esto! ¡Es vanidad, envidia y rencor lo que les impide comer! ¡No tienen ojos sino para atisbar las crecientes necesidades del vecino, y enloquecidos por la suficiencia y los celos, se están muriendo de hambre en el seno de la superproducción!

»Tal cual. Éramos diez, y nos instalamos en plena selva a machetear, rozar, tumbar, barbear —toda la secuela del trabajo montés— con un coraje y una capacidad para bastarnos a nosotros mismos, tal como no se volverá a hallar en diez individuos que se internaron un día en el bosque a eso, tal cual.

»¡Y coraje, amigos! ¡Brotaban del filo de las azadas chispas de energías y perseverancia! ¡Y en el honrado corazón más chispas!

»A fines del primer verano éramos libres. No dependíamos de nadie, e izamos la gran bandera empapada en sudor del bienestar logrado.

»En aquel fondo de selva representábamos la especie humana. Nuestras hachas particulares eran en verdad una sola gran hacha que manejaban veinte brazos de hombres. Por esto éramos hermanos; ¡porque al batir de aquella hacha diez pechos resonaban con el mismo justo, tremendo y triunfal estertor!

»Pero no juntos. Cada cual arrancaba a la tierra los frutos de su parcela que era de cada cual, y con el producto de todas formábamos el gran bienestar solidario.

»Yo obtenía mandioca, y sólo mandioca, ¿entienden bien?, porque mi tierra era ingrata a cualquier otro cultivo. Y he aquí que el otro obtenía sólo maíz. Y el otro, sólo bananas. Y aquél, soja. Y el de más allá, mandarinas. Tal es la condición de esas tierras irregulares. ¿Por qué pretender a dura costa de la tierra propia lo que el vecino logra fácilmente de la suya? Trocábamos los productos, claro está. Mi mandioca alimentaba a los demás, y las bananas del otro nos nutrían a todos. El excedente de cada cultivo particular iba, pues, a llenar las necesidades del que carecía de aquél.

»Mas ¡qué abundancia! ¿Ustedes saben —añadió enseñando todavía su vientre— lo que es estar bien alimentado, bien nutrido, con la conciencia recta, y esta conciencia y el alma y el puño robusto imantados hacia la paz? Tales éramos. Ahora no quedan sino pingajos, y yo, un miserable, y nada más.

»¡Soles protectores! Cada cual luchaba ardientemente por su cosecha, propia suya, pero que era de todos, puesto que intercambiábamos sus productos.

»¿Celos? ¡Oh, no! ¡Bendita era la lluvia que empapaba al igual las diez parcelas! ¡Y sí orgullo de vivir contentos, de apretar tras la primera cerca que se cruce, la mano de un igual!

»Un día cayó, como un rayo, la suficiencia sobre la tierra húmeda. Quisimos enriquecernos aisladamente.

»¿Ven ustedes la situación, verdad? Solo, aislado cada cual en su rincón fertilísimo para un solo cultivo, pero ingrato para los demás, cada uno de nosotros valía apenas un moribundo. Exactamente: la décima parte de un hombre en salud.

»Ante el nuevo dogma, alguien clamó entonces:

»—¡Pero es una locura! ¡Nos empobreceremos hasta la miseria si procedemos así!

»—¿Cómo miseria? —le respondieron—. ¡Miseria sobre el que habla! Antes bien, nadaremos en la opulencia. Cada cual debe bastarse a sí mismo, sin deber nada a nadie. Ésta es la ley.

»Mas objetaron otros:

»—¡Hambriento, mil veces hambriento se tornará el hombre que pretenda especular con las necesidades del vecino! ¿Qué locura es ésa, compañeros, que ha caído sobre el planeta? ¿Dónde puede hallarse el origen de esta aberración pandémica de pretender bastarse a sí mismo, cuando no se posee ni sol, ni agua, ni tierra, ni fuerzas suficientes para producirlo todo? El trabajo se torna ruin cuando su tremendo rendimiento sólo se emplea en inflar la vanidad. ¡Alerta, compañeros!

»Mas respondían otros:

»—¡Engaño y cobardía predica la voz que habla! El destino del trabajo es la riqueza, y ésta no se logra sin liberarse de la labor del vecino. Bastarse a sí propio. Tal es la ley.

»—Sí, la ley de la miseria, ¡oh, hermanos de antaño! ¡Y la miseria envidiosa y emponzoñada, que es la peor de todas!

»Tal dijo en vano. Porque todos nos convertimos al nuevo dogma, y yo el primero de todos me di a plantar y almacenar mandioca, ¡más mandioca! Y el otro hizo lo mismo con su maíz, y aquél con sus bananas. Y arrastrando por el suelo la gran bandera del trabajo solidario, izamos en cada parcela la del éxito personal.

»¡Qué éxito, señores! Pirámides de naranjas y bananas, chauchas, espigas y demás alzábanse ahora desmesuradamente, puesto que la clave de dicho éxito radicaba precisamente en ello. ¿Comprenden ustedes bien? Vender caros nuestros productos y comprar baratos los del vecino.

»¿Están? ¿Aprecian hasta el fondo la diabólica martingala? Dos por uno. ¡Esto es comerciar, triunfar, amigos!

»Bien. Cuando los primeros fríos fortificaron el apetito y el mercado se abrió, el pasmo, también como un rayo, cayó de pleno sobre nuestras cabezas: la sublime martingala que cada cual creía un hallazgo suyo, había infectado también el corazón de todos. Cada cual la alimentaba como sagrado fuego de lucro que iba a enriquecerlo a costa de la necesidad del vecino.

»Por eso cuando el mercado se abrió, ninguna sed honesta, ningún apetito honrado pudo ser satisfecho.

»—¿Precisas bananas, no es cierto? Nada más fácil. Te cambio cada una por cinco mandarinas. Es bien claro.

»—Pero tú mismo, ¿no necesitas acaso mandarinas para tu nutrición? Te es bien fácil adquirirlas. Dame cinco bananas por esta mandarina, y es tuya.

»¡Señores! Todos, todos caímos de boca en la sima abierta. ¡El más nimio postulado, el más elemental criterio de la sensatez para ver la burda trampa nos fueron negados! Todos creímos a pie juntillas que al trocar una banana por cinco naranjas, el damnificado iba a devolvernos generosidad por ratería. Fuimos tan solemnemente tontos que, tarde ya, comprendimos que el arma tenía dos filos. Y allá están, sentados como dioses en descomposición sobre pirámides de alimentos exclusivos que no alcanzan a nutrirlos, verdosos de envidia, con los ojos hambrientos puestos sobre las pirámides vecinas que se van hundiendo a la par de todas, carcomidas por la suficiencia y la especulación.

»Tal cual. ¡Nos morimos, nos asfixiamos de hambre sobre la riqueza! ¿Qué hacer?

Con un ademán de desvarío, el hombre calló. Mirámoslo en silencio, como a un dios, en efecto, que hubiera surgido quién sabe de qué religión de opulencia descompuesta y miserable desnutrición.

De nuestro grupo, entonces, alguien dejó caer unas palabras.

—Quemen ustedes las pirámides —dijo— y con ellas el gusano que las creó y las carcome. Recomiencen luego su vida anterior.

El hombre hambriento abrió cuan grandes eran sus ojos, tembló por un largo instante de la cabeza a los pies y súbitamente se lanzó al bosque, enarbolando un gajo a modo de tea.

No sabemos si siguió el consejo, ni si las estériles y vergonzosas pirámides fueron arrasadas junto con su gusano creador. Dada la distancia que nos separa de aquéllas, la humareda, si existe, no ha llegado todavía hasta nosotros.

Pero esperamos verla algún día.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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