Días atrás, en estas mismas páginas, comentábamos algunos trucs inocentes a que recurre todo cuentista que cuida en lo que vale de su profesión. Una historia —anotamos previamente— puede surgir de una pieza, sin que se haya recurrido a truc alguno para su confección. Se han visto casos. Pero ¡cuán raros y qué cúmulo de decepciones han proporcionado a su autor!
Pues, por extraño que parezca, el honesto público exige del cuento, como de una mujer hermosísima, algo más que su extrema desnudez. El arte íntimo del cuento debe valerse con ligeras hermosuras, pequeños encantos muy visibles, que el cuentista se preocupa de diseminar aquí y allá por su historia.
Estas livianas bellezas, al alcance de todos y por todos usadas, constituyen los trucs del arte de contar.
Desde la inmemorial infancia de este arte, los relatos de color local —o de ambiente, como también se les llama con mayor amplitud— han constituido un desiderátum en literatura. Los motivos son obvios: evocar ante los ojos de un ciudadano de gran ciudad la naturaleza anónima de cualquier perdida región del mundo, con sus tipos, modalidades y costumbres, no es tarea al alcance del primer publicista urbano. Lo menos que un cuento de ambiente puede exigir de su creador es un cabal conocimiento del país pintado: haber sido, en una palabra, un elemento local de ese ambiente.
Las estadísticas muy rigurosas levantadas acerca de este género comprueban el anterior aserto. No se conoce creador alguno de cuentos campesinos, mineros, navegantes, vagabundos, que antes no hayan sido, con mayor o menor eficacia, campesinos, mineros, navegantes y vagabundos profesionales; esto es, elementos fijos de un ambiente que más tarde utilizaron (explotamos, decimos nosotros) en sus relatos de color.
«Sólo es capaz de evocar un color local quien, sin conciencia de su posición, ha sido un día color de esa localidad». Esta frase concluye la estadística que mencionamos. Nosotros solemos decir, sin lograr entendernos mucho: el ambiente, como la vida, el dolor y el amor, hay que vivirlos.
Sentado esto, ¡cuán pobre sería nuestra literatura de ambiente si para ejercerla debiéramos haber sido previamente un anónimo color local!
Existe, por suerte, un truc salvador. Gracias a él los relatos de ambiente no nos exigen esa conjunción fatal de elementos nativos, por la cual un paisaje requiere un tipo que lo autorice, y ambos, una historia que los justifique. La justificación del color, mucho más que la del tiraje, ha encanecido prematuramente a muchos escritores.
El truc salvador consiste en el folklore. El día en que el principiante avisado denominó a sus relatos, sin razón de ser, «obra de folklore», creó dos grandes satisfacciones: una patriótica y la otra profesional.
Un relato de folklore se consigue generalmente ofreciendo al lector un paisaje gratuito y un diálogo en español mal hablado. Raramente el paisaje tiene nada que ver con los personajes, ni éstos han menester de paisaje alguno para su ejercicio. Tal trozo de naturaleza porque sí, sin embargo; la lengua de los protagonistas y los ponchos que los cobijan caracterizan, sin mayor fusión de elementos que la apuntada, al cuento de folklore.
No siempre, cierto es, las cosas llegan a esta amplitud. A veces es sólo uno el personaje: pero entonces el paisaje lo absorbe todo. En tales casos, el personaje recuerda o medita en voz alta, a fin de que su lenguaje nativo provoque la ansiada y dulce impresión de color local nacional; esto es, de folklore.
En un tiempo ya lejano se creyó imprescindible en el cuento de folklore el relatar las dos o tres leyendas aborígenes de cada rincón andino. Hoy, más diestros, comprendemos bien que una mula, una terminación viciosa de palabra y una manta teñida (a los pintores suele bastarles sólo lo último) constituyen la entraña misma del folklore nacional.
El resto —podríamos decir esta vez con justicia— es literatura.
Varias veces he oído ensalzar a mis amigos la importancia que para una viva impresión de color local tienen los detalles de un oficio más o menos manual. El conocimiento de los hilos de alambrado, por números; el tipo de cuerdas que componen los cables de marina, su procedencia y su tensión; la denominación de los gallos por su peso de riña; éstos y cada uno de los detalles de técnica, que comprueban el dominio que de su ambiente tiene el autor, constituyen trucs de ejemplar eficacia.
«Juan buscó por todas partes los pernos (bulones, decimos en técnica) que debían asegurar su volante. No hallándolos, salió del paso con diez clavos de ocho pulgadas, lo que le permitió remacharlos sobre el soporte mismo y quedar satisfecho de su obra».
No es habitual retener en la memoria el largo y grueso que puede tener un clavo de ocho pulgadas. El autor lo recuerda, indudablemente. Y sabe, además, que un clavo de tal longitud traspasa el soporte en cuestión —sin habernos advertido, por otra parte, qué dimensiones tenía aquél—. Pero este expreso olvido suyo, esta confusión nuestra y el haber quedado el personaje satisfecho de su obra son pequeños trucs que nos deciden a juzgar vivo tal relato.
A este género de detalles pertenecen los términos específicos de una técnica siempre de gran efecto: «El motor golpeaba», «Hizo una bronquitis».
He observado con sorpresa que algunos cuentistas de folklore cuidan de explicar con llamadas al pie, o en el texto mismo, el significado de las expresiones de ambiente. Esto es un error. La impresión de ambiente no se obtiene sino con un gran desenfado, que nos hace dar por perfectamente conocidos los términos y detalles de vida del país. Toda nota explicativa en un relato de ambiente es una cobardía. El cuentista que no se atreve a perturbar a su lector con giros ininteligibles para éste debe cambiar de oficio.
«Toda historia de color local debe dar la impresión de ser contada exclusivamente para las gentes de ese ambiente». Tercer aforismo de la estadística.
Entre los pequeños trucs diseminados por un relato, sea cual fuere su género, hay algunos que por la sutileza con que están disfrazados merecen especial atención.
Por ejemplo, no es lo mismo decir: «Una mujer muy flaca, de mirada muy fija y con vago recuerdo de ataúd», que: «Una mujer con vago recuerdo de ataúd, muy flaca y de mirada muy fija».
En literatura, el orden de los factores altera profundamente el producto.
Según deduzco de mis lecturas, en estas ligeras inversiones, de apariencia frívola, reside el don de pintar tipos. He visto una vez a un amigo mío fumar un cigarrillo entero antes de hallar el orden correspondiente a dos adjetivos. No un cigarrillo, sino tres tazas de café, costó a un celebérrimo cuentista francés la construcción de la siguiente frase:
«Tendió las manos adelante, retrocediendo…» La otra versión era, naturalmente: «Retrocedió, tendiendo las manos adelante…»
Estas pequeñas torturas del arte quedan, también naturalmente, en el borrador de los estilos más fluidos y transparentes.
Los cuentos denominados «fuertes» pueden obtenerse con facilidad sugiriendo hábilmente al lector, mientras se le apena con las desventuras del protagonista, la impresión de que éste saldrá al fin bien librado. Es un fino trabajo, pero que se puede realizar con éxito. El truc consiste, claro está, en matar a pesar de todo, al personaje.
A este truc podría llamársele «de la piedad», por carecer de ella los cuentistas que lo usan.
De la observación de algunos casos, comunes a todas las literaturas, parecería deducirse que no todos los cuentistas poseen las facultades correspondientes a su vocación. Algunos carecen de la visión de conjunto; otros ven con dificultad el escenario teatral de sus personajes; otros ven perfectamente este escenario, pero vacío; otros, en fin, gozan del privilegio de coger una impresión vaga, aleteante, podríamos decir, como un pájaro todavía pichón que pretendiera revolotear dentro de una jaula que no existe.
En este último caso, el cuentista escribe un poema en prosa.
El arte de agradar a los hombres, el de aquellos a que se denomina generalmente «escritores para hombres», se consigue en el cuerpo bastante bien escribiendo mal el idioma. Me informan de que en otros países esto no es indispensable. Entre nosotros, fuera del arbitrio de exagerar por el contrario el conocimiento de la lengua, no conozco otro eficaz.
Sobre el arte de agradar a las mujeres, el de aquellos a que se denomina generalmente «escritor para damas», tampoco hemos podido informarnos con la debida atención. Parecería ser aquél un don de particularísima sensibilidad, que escapa a la mayoría de escritores.