Más Allá y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección



Más allá

Yo estaba desesperada —dijo la voz—. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina, aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!

Yo le había dicho a mamá la semana antes:

—¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite?

Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro afuera, lanzándome de atrás:

—Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo —¿lo oyes bien?— preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre esto.

Esto dijo papá.

—Muy bien —le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo—: nunca más les volveré a hablar de él.

Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido morir.

¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días, sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto como él.

¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.

—Muerta mil veces —decía él—, antes que darla a ese hombre.

Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar con todo mi ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un instante?

Morir era preferible, sí, morir juntos.

Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no hallaba fuerzas para cumplir mi destino, sentía que una vez a su lado preferiría mil veces la muerte juntos, a la desesperación de no volverlo a ver más.

Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos hallábamos en el sitio convenido, y ocupábamos una pieza del mismo hotel.

No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco feliz de morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como si desde el fondo del pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma, mi primera comunión, mis ensueños, como si todo esto no hubiera tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio.

No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos la vida porque ella nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro. En el primero, puro y último abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados como al llegar, comprendí, marcada de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de haber llegado a ser su novia, su esposa.

A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo que media entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos que me precipitaban a morir se asomaron de golpe al borde de mi destino a contenerme… ¡tarde ya! Bruscamente, todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma, cesaron. Retrocedieron vertiginosamente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos.

Permanecí dos segundos más inmóvil, con los ojos abiertos. Y de pronto me estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.

¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!

El veneno era atroz, y Luis inició él primero el paso que nos llevaba juntos abrazados a la tumba.

—Perdóname —me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello—. Te amo tanto que te llevo conmigo.

—Y yo te amo —le respondí—, y muero contigo.

No pude hablar más. ¿Pero qué ruido de pasos, qué voces venían del corredor a contemplar nuestra agonía? ¿Qué golpes frenéticos resonaban en la puerta misma?

—Me han seguido y nos vienen a separar… —murmuré aún—. Pero yo soy toda tuya.

Al concluir, me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras mentalmente pues en ese momento perdía el conocimiento.

* * *

Cuando volví en mí tuve la impresión de que iba a caer si no buscaba donde apoyarme. Me sentía leve y tan descansada, que hasta la dulzura de abrir los ojos me fue sensible. Yo estaba de pie, en el mismo cuarto del hotel, recostada casi a la pared del fondo. Y allá, junto a la cama, estaba mi madre desesperada.

¿Me habían salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto al velador, de pie como yo, lo vi a él, a Luis, que acabada de distinguirme a su vez y venía sonriendo a mi encuentro. Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad de personas que rodeaban el lecho, y nada nos dijimos, pues nuestros ojos expresaban toda la felicidad de habernos encontrado.

Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de comprender que yo estaba como él —muerta.

Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí el conocimiento. Habíamos perdido algo más, por dicha… Y allí, en la cama, mi madre desesperada me sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza los brazos de mi amado.

Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamoslo todo en una perspectiva nítida, pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin duda, estábamos nosotros, muertos por suicidio, rodeados por la desolación de mis parientes, del dueño del hotel y por el vaivén de los policías. ¿Qué nos importaba eso?

—¡Amada mía!… —me decía Luis—. ¡A qué poco precio hemos comprado esta felicidad de ahora!

—Y yo —le respondí— te amaré siempre como te amé antes. Y no nos separaremos más, ¿verdad?

—¡Oh, no!… Ya lo hemos probado.

—¿E irás todas las noches a visitarme?

Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos de mamá que debían ser violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte y sin eco, como si no pudieran traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba a mamá.

Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban por fin nuestros cadáveres, y debía de haber transcurrido un largo tiempo desde nuestra muerte, pues pudimos notar que tanto Luis como yo teníamos ya las articulaciones muy duras y los dedos muy rígidos.

Nuestros cadáveres… ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido algo de nuestra vida, nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que bajaban por las escaleras, amenazando hacer rodar a todos con ellos?

¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte que la vida misma, continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor. Antes… no había podido asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría regularmente con él, pues iría a casa como novio mío.

—¿Desde cuándo irás a visitarme? —le pregunté.

—Mañana —repuso él—. Dejemos pasar hoy.

—¿Por qué mañana? —pregunté angustiada—. ¿No es lo mismo hoy? ¡Ven esta noche, Luis! ¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la sala!

—¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?

—Sí. Hasta luego, amor mío…

Y nos separamos. Volví a casa lentamente, feliz y desahogada como si regresara de la primera cita de amor que se repetiría esa noche.

A las nueve en punto corría a la puerta de calle y recibí yo misma a mi novio. ¡Él en casa, de visita!

—¿Sabes que la sala está llena de gente? —le dije—. Pero no nos incomodarán.

—Claro que no… ¿Estás tú allí?

—Sí.

—¿Muy desfigurada?

—No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!

Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las aletas de la nariz muy tensas y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi el mismo que Luis esperaba ver durante horas y horas desde la esquina.

—Estás muy parecida —dijo él.

—¿Verdad? —le respondí yo, contenta. Y nos olvidamos enseguida de todo, arrullándonos.

Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y mirábamos con curiosidad el entrar y salir de las gentes. En uno de esos momentos llamé la atención de Luis.

—¡Mira! —le dije—. ¿Qué pasará?

En efecto, la agitación de las gentes, muy viva desde unos minutos antes, se acentuaba con la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas personas, no vistas aún allí, lo acompañaban.

—Soy yo —dijo Luis con ligera sorpresa—. Vienen también mis hermanas…

—¡Mira, Luis! —observé yo—. Ponen nuestros cadáveres en el mismo cajón… Como estábamos al morir.

—Como debíamos estar siempre —agregó él.

Y fijando los ojos por largo rato en el rostro excavado de dolor de sus hermanas:

—Pobres chicas… —murmuró con grave ternura. Yo me estreché a él, ganada a mi vez por el homenaje tardío, pero sangriento de expiación, que venciendo quién sabe qué dificultades, nos hacían mis padres enterrándonos juntos.

Enterrándonos… ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado sobre una cama de hotel, puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba a aquellos dos fríos y duros cuerpos, ya sin nombre, en que la vida se había roto de dolor. Y a pesar de todo, sin embargo, nos habían sido demasiado queridos en otra existencia para que no depusiéramos una larga mirada llena de recuerdos sobre aquellos dos cadavéricos fantasmas de un amor.

—También ellos —dijo mi amado— estarán eternamente juntos.

—Pero yo estoy contigo —murmuré yo, alzando a él mis ojos, feliz.

Y nos olvidamos otra vez de todo.

Durante tres meses —prosiguió la voz— viví en plena dicha. Mi novio me visitaba dos veces por semana. Llegaba a las nueve en punto, sin que una sola noche se hubiera retrasado un solo segundo, y sin que una sola vez hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la puerta. Para retirarse no siempre observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media, aun las doce sonaron a veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra yo arrancar mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente rendida, paseándome por la sala con la cara apoyada en la palma de la mano.

Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía de un cuarto a otro, asistiendo sin interés alguno al movimiento de mi familia, aunque alguna vez me detuve en la puerta del comedor a contemplar el hosco dolor de mamá, que rompía a veces en desesperados sollozos ante el sitio vacío de la mesa donde se había sentado su hija menor.

Yo vivía —sobrevivía—, lo he repetido, por el amor y para el amor. Fuera de él, de mi amado, de su presencia de su recuerdo, todo actuaba para mí en un mundo aparte. Y aun encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo se abría un abismo invisible y transparente, que nos separaba a mil leguas.

Salíamos también de noche. Luis y yo, como novios oficiales que éramos. No existe paseo que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no hayamos deslizado nuestro idilio. De noche, cuando había luna y la temperatura era dulce, gustábamos de extender nuestros paseos hasta las afueras de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y más amantes.

Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a la vista del cementerio, sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo tierra lo que habíamos sido. Entramos en el vasto recinto y nos detuvimos ante un trozo de tierra sombría, donde brillaba una lápida de mármol. Ostentaba nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de nuestra muerte; nada más.

—Como recuerdo de nosotros —observó Luis— no puede ser más breve. Así y todo —añadió después de una pausa—, encierra más lágrimas y remordimientos que muchos largos epitafios.

Dijo, y quedamos otra vez callados.

Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara hubiéramos dado la impresión de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien que lo fatuo y sin redención eran aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados a nuestros pies, y la realidad, la vida depurada de errores, elévase pura y sublimada en nosotros como dos llamas de un mismo amor.

Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la carretera blanca nuestra felicidad sin nubes.

Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión extraña, sin otro fin y otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro amor ascendía, no diré sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrasarnos nuestro noviazgo, de haberlo conseguido en la otra vida. Comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce cuando estábamos juntos, y muy triste cuando nos hallábamos separados. He olvidado decir que mi novio me visitaba entonces todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para expresar lo que sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuando ya en casa todos dormían, y cada vez, al irse, acortábamos más la despedida.

Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que él pudiera decirme no respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo le contestaría cualquier cosa, para evitar mirarlo.

Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite angustioso, Luis se despidió de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus dos manos, y entregarle yo las mías heladas, leí en sus ojos, con una transparencia intolerable, lo que pasaba por nosotros. Me puse pálida como la muerte misma; y como sus manos no soltaran las mías:

—¡Luis! —murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba desesperadamente apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de nuestra situación, porque soltándome las manos, con un valor de que ahora me doy cuenta, sus ojos recobraron la clara ternura de otras veces.

—Hasta mañana, amada mía —me dijo sonriendo.

—Hasta mañana, amor —murmuré yo, palideciendo todavía más al decir esto.

Porque en ese instante acababa de comprender que no podría pronunciar esta palabra nunca más.

Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos como nunca antes lo habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches subsiguientes. Todo en vano: no podíamos mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin darnos la mano, alejados a un metro uno del otro.

¡Ah! Preferible era…

La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza en mis rodillas.

—Mi amor —murmuró.

—¡Cállate! —dije yo.

—Amor mío —recomenzó él.

—¡Luis! ¡Cállate! —lancé yo aterrada—. Si repites eso otra vez…

Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros —¡es horrible decir esto!— se encontraron por primera vez desde muchos días atrás.

—¿Qué? —preguntó Luis—. ¿Qué pasa si repito?

—Tú lo sabes bien —respondí yo.

—¡Dímelo!

—¡Lo sabes! ¡Me muero!

Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con tremenda fijeza. En ese tiempo, pasaron por ellas, corriendo como por el hilo del destino, infinitas historias de amor, truncas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de lo imposible.

—Me muero… —torné a murmurar, respondiendo con ello a su mirada. Él lo comprendió también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó la voz al largo rato.

—No nos queda sino una cosa que hacer… —dijo.

—Eso pienso —repuse yo.

—¿Me comprendes? —insistió Luis.

—Sí, te comprendo —contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos para que me dejara incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.

¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio la boca que podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante, cuando desde el fondo de un ataúd dos espectros sustanciales nos piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor! ¡Palabra ya impronunciable, si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir! ¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible recordar y llorar, cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro de un amor!

Ese beso nos cuesta la vida —concluye la voz—, y lo sabemos. Cuando se ha muerto una vez de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme Luis a sí, hubiera dado el alma por poder ser besada. Dentro de un instante me besará, y lo que en nosotros fue sublime e insostenible niebla de ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto sustancial y siempre fiel de nuestros restos mortales.

Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio, tal vez ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y nos aguarden.

De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente ya. Sus brazos ciñen mi cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con una pasión tal, que me desvanezco…

El vampiro

Son estas líneas las últimas que escribo. Hace un instante acabo de sorprender en los médicos miradas significativas sobre mi estado: la extrema depresión nerviosa en que yazgo llega conmigo a su fin.

He padecido hace un mes de un fuerte shock seguido de fiebre cerebral. Mal repuesto aún, sufro una recaída que me conduce directamente a este sanatorio.

Tumba viva han llamado los enfermos nerviosos de la guerra a estos establecimientos aislados en medio del campo, donde se yace inmóvil en la penumbra, y preservado por todos los medios posibles del menor ruido. Sonara bruscamente un tiro en el corredor exterior, y la mitad de los enfermos moriría. La explosión incesante de las granadas ha convertido a estos soldados en lo que son. Yacen extendidos a lo largo de sus camas, atontados, inertes, muertos de verdad en el silencio que amortaja como denso algodón su sistema nervioso deshecho. Pero el menor ruido brusco, el cierre de una puerta, el rodar de una cucharita, les arranca un horrible alarido.

Tal es su sistema nervioso. En otra época esos hombres fueron briosos e inflamados asaltantes de la guerra. Hoy, la brusca caída de un plato los mataría a todos.

Aunque yo no he estado en la guerra, no podría resistir tampoco un ruido inesperado. La sola apertura a la luz de un postigo me arrancaría un grito.

Pero esta represión de torturas no calma mis males.

En la penumbra sepulcral y el silencio sin límites de la vasta sala, yazgo inmóvil, con los ojos cerrados, muerto. Pero dentro de mí, todo mi ser está al acecho. Mi ser todo, mi colapso y mi agonía son un ansia blanca y extenuada hasta la muerte, que debe sobrevenir en breve.

Instante tras instante, espero oír más allá del silencio, desmenuzado y puntillado en vertiginosa lejanía, un crepitar remoto. En la tiniebla de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y diminuto, el fantasma de una mujer.

En un pasado reciente e inmemorial, ese fantasma paseó por el comedor, se detuvo, reemprendió su camino, sin saber qué destino era el suyo. Después…

* * *

Yo era un hombre robusto, de buen humor y nervios sanos. Recibí un día una carta de un desconocido en que se me solicitaba datos sobre ciertos comentarios hechos una vez por mí alrededor de los rayos N1.

Aunque no es raro recibir demandas por el estilo, llamó mi atención el interés demostrado hacia un ligero artículo de divulgación, de parte de un individuo a todas luces culto, como en sus breves líneas lo dejaba traslucir el incógnito solicitante.

Yo recordaba apenas los comentarios en cuestión. Contesté a aquél, sin embargo, dándole, con el nombre del periódico en que habían aparecido, la fecha aproximada de su publicación. Hecho lo cual me olvidé del todo del incidente.

Un mes más tarde, tornaba a recibir otra carta de la misma persona. Me preguntaba si la experiencia de que yo hacía mención en mi artículo (evidentemente lo había ya leído) era sólo una fantasía de mi mente, o había sido realizada de verdad.

Me intrigó un poco la persistencia de mi desconocido en solicitar de mí, vago diletante de las ciencias, lo que podía obtener con sacra autoridad en los profundos estudios sobre la materia; pues era evidente que en alguna fuente me había informado yo cuando comenté la extraña acción de los rayos N1. Y a pesar de esto, que no podía ser ignorado por mi culto corresponsal, se empeñaba él en comprobar, por boca mía, la veracidad y la precisión de ciertos fenómenos de óptica que cualquier hombre de ciencia podía confirmarle.

Yo apenas recordaba, como he dicho, lo que había escrito sobre los rayos en cuestión. Haciendo un esfuerzo hallé en el fondo de mi memoria la experiencia a que aludía el solicitante, y le contesté que, si se refería al fenómeno por el cual los ladrillos asoleados pierden la facultad de emitir rayos N1 cuando se los duerme con cloroformo, podía garantirle que era exacto. Gustavo Le Bon, entre otros, había verificado el fenómeno.

Contesté, pues, a este tenor, y torné a olvidarme de los rayos N1.

Breve olvido. Una tercera carta llegó, con los agradecimientos de fórmula sobre mi informe, y las líneas finales que transcribo tal cual.

«No era ésa la experiencia sobre la cual deseaba conocer su impresión personal. Pero como comprendo que una correspondencia proseguida así llegaría a fastidiar a usted, le ruego quiera concederme unos instantes de conversación, en su casa o donde usted tuviera a bien otorgármelos».

Tales eran las líneas. Desde luego, yo había desechado ya la idea inicial de tratar con un loco.

Ya entonces, creo, sospeché qué esperaba de mí, por qué solicitaba mi impresión, y a dónde quería ir mi incógnito corresponsal. No eran mis pobres conocimientos científicos lo que le interesaba.

Y esto lo vi por fin, tan claro como ve un hombre en el espejo su propia imagen, observándole atentamente, cuando al día siguiente don Guillen de Orzúa y Rosales —así decía llamarse— se sentó a mi frente en el escritorio, y comenzó a hablar.

Ante todo hablaré de su físico. Era un hombre en la segunda juventud, cuyo continente, figura y mesura de palabras denunciaban a las claras al hombre de fortuna larga e inteligentemente disfrutada. El hábito de las riquezas —de vieux-riche— era evidentemente lo que primero se advertía en él.

Llamaba la atención el tono cálido de su piel alrededor de los ojos, como el de las personas dedicadas al estudio de los rayos catódicos. Peinaba su cabello negrísimo con exacta raya al costado, y su mirada tranquila y casi fría expresaba la misma seguridad de sí y la misma mesura de su calmo continente.

A las primeras palabras cambiadas:

—¿Es usted español? —le pregunté, extrañado de la falta de acento peninsular, y aun hispanoamericano, en un hombre de tal apellido.

—No —me respondió brevemente; y tras una corta pausa me expuso el motivo de su visita—: Sin ser un hombre de ciencia —dijo, cruzando las manos encima de la mesa—, he hecho algunas experiencias sobre los fenómenos a que he aludido en mi correspondencia. Mi fortuna me permite el lujo de un laboratorio muy superior, desgraciadamente, a mi capacidad para utilizarlo. No he descubierto fenómeno nuevo alguno ni mis pretensiones pasan de las de un simple ocioso, aficionado al misterio. Conozco algo la singular fisiología —llamémosla así— de los rayos N1, y no hubiera vuelto a insistir en ellos, me parece, si el anuncio de su artículo hecho por un amigo, primero, y el artículo mismo, después, no hubieran vuelto a despertar mi mal dormida curiosidad por los rayos N1. Al final de sus comentarios impresos, sugiere usted el paralelismo entre ciertas ondas auditivas y emanaciones visuales. Del mismo modo que se imprime la voz en el circuito de la radio, se puede imprimir el efluvio de un semblante en otro circuito de orden visual. Si me he hecho entender bien —pues no se trata de energía eléctrica alguna—, ruego a usted quiera responder a esta pregunta: ¿Conocía usted alguna experiencia a este respecto cuando escribió sus comentarios, o la sugestión de esas corporizaciones fue sólo en usted una especulación imaginativa? Es éste el motivo y ésta la curiosidad, señor Grant, que me han llevado a escribirle dos veces, y me han traído luego a su casa, tal vez a incomodarle a usted.

Dicho lo cual, y con las manos siempre cruzadas, esperó.

Yo respondí inmediatamente. Pero con la misma rapidez que se analiza y desmenuza un largo recuerdo antes de contestar, me acordé de la sugestión a que había aludido el visitante: si la retina impresionada por la ardiente contemplación de un retrato puede influir sobre una placa sensible al punto de obtener un «doble» de ese retrato, del mismo modo las fuerzas vivas del alma pueden, bajo la excitación de tales rayos emocionales, no producir, sino «crear» una imagen en un circuito visual y tangible…

Tal era la tesis sustentada en mi artículo.

—No sé —había respondido yo inmediatamente— que se hayan hecho experiencias al respecto… Todo eso no ha sido más que una especulación imaginativa, como dice usted muy bien. Nada hay de serio en mi tesis.

—¿No cree usted, entonces, en ella?

Y con las cruzadas manos siempre calmas, mi visitante me miró.

Esa mirada —que llegaba recién— era lo que me había preiluminado sobre los verdaderos motivos que tenía mi hombre para conocer «mi impresión personal».

Pero no contesté.

—Ni para mí ni para usted es un misterio —continuó él— que los rayos N1 solos no alcanzarán nunca a impresionar otra cosa que ladrillos o retratos asoleados. Otro aspecto del problema es el que me trae a distraerlo de sus preciosos momentos…

—¿A hacerme una pregunta, concediéndome una respuesta? —lo interrumpí sonriendo—. ¡Perfectamente! Y usted mismo, señor Rosales, ¿cree en ella?

—Usted sabe que sí —respondió.

Si entre la mirada de un desconocido que echa sus cartas sobre la mesa y la de otro que oculta las suyas ha existido alguna vez la certeza de poseer ambos el mismo juego, en esa circunstancia nos hallábamos mi interlocutor y yo.

Sólo existe un excitante de las fuerzas extrañas, capaz de lanzar en explosión un alma: este excitante es la imaginación. Para nada interesaban los rayos N1 a mi visitante. Corría a casa, en cambio, tras el desvarío imaginativo que acusaba mi artículo.

—¿Cree usted, entonces —le observé—, en las impresiones infrafotográficas? ¿Supone que yo soy… sujeto?

—Estoy seguro —me respondió.

—¿Lo ha intentado usted consigo mismo?

—No aún; pero lo intentaré. Por estar seguro de que usted no podría haber sentido esa sugestión oscura, sin poseer su conquista en potencia, es por lo que he venido a verlo.

—Pero las sugestiones y las ocurrencias abundan —torné a observar—. Los manicomios están llenos de ellas.

—No. Lo están de las ocurrencias «anormales», pero no vistas «normalmente», como las suyas. Sólo es imposible lo que no se puede concebir, ha sido dicho. Hay un inconfundible modo de decir una verdad por el cual se reconoce que es verdad. Usted posee ese don.

—Yo tengo la imaginación un poco enferma… —argüí, batiéndome en retirada.

—También la tengo enferma yo —sonrió él—. Pero es tiempo —agregó levantándose— de no distraerle a usted más. Voy a concretar el fin de mi visita en breves palabras: ¿Quiere usted estudiar conmigo lo que podríamos llamar su tesis? ¿Se siente usted con fuerzas para correr el riesgo?

—¿De un fracaso? —inquirí.

—No. No son los fracasos lo que podríamos temer.

—¿Qué?

—Lo contrario…

—Creo lo mismo —asentí yo, y en pos de una pausa—. ¿Está usted seguro, señor Rosales, de su sistema nervioso?

—Mucho —tornó a sonreír con su calma habitual—. Sería para mí un placer tenerle a usted al cabo de mis experiencias. ¿Me permite usted que nos volvamos a ver otro día? Yo vivo solo, tengo pocos amigos, y es demasiado rico el conocimiento que he hecho de usted para que no desee contarlo entre aquéllos.

—Encantado, señor Rosales —me incliné.

Y un instante después, dicho extraño señor abandonaba mi compañía.

Muy extraño, sin duda. Un hombre culto, de gran fortuna, sin patria y sin amigos, entretenido en experiencias más extrañas que su mismo existir, lo tenía todo de su parte para excitar mi curiosidad. Podría él ser un maniático, un perseguido y un fronterizo; pero lo que es indudable, es que poseía una gran fuerza de voluntad… Y para los seres que viven en la frontera del más allá racional, la voluntad es el único sésamo que puede abrirles las puertas de lo eternamente prohibido.

Encerrarse en las tinieblas con una placa sensible ante los ojos y contemplarla hasta imprimir en ella los rasgos de una mujer amada, no es una experiencia que cueste la vida. Rosales podía intentarla, realizarla, sin que genio alguno puesto en libertad viniera a reclamar su alma. Pero la pendiente ineludible y fatal a que esas fantasías arrastran era lo que me inquietaba en él y temía por mí.

A pesar de sus promesas, nada supe de Rosales durante algún tiempo. Una tarde la casualidad nos puso uno al lado del otro en el pasadizo central de un cinematógrafo, cuando salíamos ambos a mitad de una sección. Rosales se retiraba con lentitud, alta la cabeza a los rayos de la luz y sombras que partían de la linterna proyectora y atravesaba oblicuamente la sala.

Parecía distraído con ello, pues tuve que nombrarlo dos veces para que me oyera.

—Me proporciona usted un gran placer —me dijo—. ¿Tiene usted algún tiempo disponible, señor Grant?

—Muy poco —le respondí.

—Perfecto. ¿Diez minutos, sí? Entremos entonces en cualquier lado.

Cuando estuvimos frente a sendas tazas de café que humeaban estérilmente:

—¿Novedades, señor Rosales? —le pregunté—. ¿Ha obtenido usted algo?

—Nada, si se refiere usted a cosa distinta de la impresión de una placa sensible. Es ésta una pobre experiencia que no repetiré más, tampoco. Cerca de nosotros puede haber cosas más interesantes… Cuando usted me vio hace un momento, yo seguía el haz luminoso que atravesaba la sala. ¿Le interesa a usted el cinematógrafo, señor Grant?

—Mucho.

—Estaba seguro. ¿Cree usted que esos rayos de proyección agitados por la vida de un hombre no llevan hasta la pantalla otra cosa que una helada ampliación eléctrica? Y perdone usted la efusión de mi palabra… Hace días que no duermo, he perdido casi la facultad de dormir. Yo tomo café toda la noche, pero no duermo… Y prosigo, señor Grant: ¿Sabe usted lo qué es la vida en una pintura, y en qué se diferencia un mal cuadro de otro? El retrato oval de Poe vivía, porque había sido pintado con «la vida misma». ¿Cree usted que sólo puede haber un galvánico remedo de vida en el semblante de la mujer que despierta, levanta e incendia la sala entera? ¿Cree usted que una simple ilusión fotográfica es capaz de engañar de ese modo el profundo sentido que de la realidad femenina posee un hombre?

Y calló, esperando mi respuesta.

Se suele preguntar sin objeto. Pero cuando Rosales lo hacía, no lo hacía en vano. Preguntaba seriamente para que se le respondiera.

¿Pero qué responder a un hombre que me hacía esa pregunta con la voz medida y cortés de siempre? Al cabo de un instante, sin embargo, contesté:

—Creo que tiene usted razón, a medias… Hay, sin duda, algo más que luz galvánica en una película; pero no es vida. También existen los espectros.

—No he oído decir nunca —objetó él— que mil hombres inmóviles y a oscuras hayan deseado a un espectro.

Se hizo una larga pausa, que rompí levantándome.

—Van ya diez minutos, señor Rosales —sonreí.

Él hizo lo mismo.

—Ha sido usted muy amable escuchándome, señor Grant. ¿Querría llevar su amabilidad hasta aceptar una invitación a comer en mi compañía el martes próximo? Cenaremos solos en casa. Yo tenía un cocinero excelente, pero está enfermo… Pudiera también ser que faltara parte de mi servicio. Pero a menos de ser usted muy exigente, lo que no espero, saldremos del paso, señor Grant.

—Con toda seguridad. ¿Me esperará usted?

—Si a usted le place.

—Encantado. Hasta el martes entonces, señor Rosales.

—Hasta entonces, señor Grant.

Yo tenía la impresión de que la invitación a comer no había sido meramente ocasional, ni el cocinero faltaba por enfermedad, ni hallaría en su casa a gente alguna de su servicio. Me equivoqué, sin embargo, porque al llamar a su puerta fui recibido y pasado de unos a otros, por hombres de su servidumbre, hasta llegar a la antealcoba, donde tras larga espera se me pidió disculpas por no poder recibirme el señor: estaba enfermo, y aunque había intentado levantarse para ofrecerme él mismo sus excusas, le había sido imposible hacerlo. El señor iría a verme apenas le fuera posible ponerse en pie.

Tras el mucamo hierático, y por bajo de la puerta entreabierta, se veía la alfombra del dormitorio, fuertemente iluminada. No se oía en la casa una sola voz. Se hubiera jurado que en aquel mudo palacete se velaba a enfermos desde meses atrás. Y yo había reído con el dueño de casa tres días antes.

Al día siguiente recibí la siguiente esquela de Rosales:

«La fatalidad, señor y amigo, ha querido privarme del placer de su visita cuando honró usted ayer mi casa. ¿Recuerda usted lo que le había dicho de mi servicio? Pues esta vez fui yo el enfermo. No tenga usted aprensiones: hoy me hallo bien, y estaré igual el martes próximo. ¿Vendrá usted? Le debo a usted una reparación. Soy de usted, atentamente, etcétera».

De nuevo el asunto del servicio. Con la carta en la mano, pensé en qué seguridad de cena podía ofrecerme el comedor de un hombre cuya servidumbre estaba enferma o incompleta, alternativamente, y cuya mansión no ofrecía otra vida que la que podía darle un pedazo de alfombra fuertemente iluminada.

Yo me había equivocado una vez respecto de mi singular amigo; y comprobaba entonces un nuevo error. Había en todo él y su ámbito demasiada reticencia, demasiado silencio y olor a crimen, para que pudiera ser tomado en serio. Por seguro que estuviera Rosales de su fortaleza mental, era para mí evidente que había comenzado ya a dar traspiés sobre el pretil de la locura. Congratulándome una vez más de mi recelo en asociarme a inquietar fuerzas extrañas con un hombre que sin ser español porfiaba en usar giros hidalgos de lenguaje, me encaminé el martes siguiente al palacio del ex enfermo, más dispuesto a divertirme con lo que oyera que a gozar de la equívoca cena de mi anfitrión.

Pero la cena existía, aunque no la servidumbre, porque el mismo portero me condujo a través de la casa al comedor, en cuya puerta golpeó con los nudillos, esfumándose enseguida.

Un instante después el mismo dueño de casa entreabría la puerta, y al reconocerme me dejaba paso con una tranquila sonrisa.

Lo primero que llamó mi atención al entrar fue la acentuación del tono cálido, como tostado por el sol o los rayos ultravioleta, que coloreaba habitualmente las mejillas y las sienes de mi amigo. Vestía smoking.

Lo segundo que noté fue el tamaño del lujosísimo comedor, tan grande que la mesa, aun colocada en el tercio anterior del salón, parecía hallarse al fondo de éste. La mesa estaba cubierta de manjares, pero sólo había tres cubiertos. Junto a la cabecera del fondo vi, en traje de soirée, una silueta de mujer.

No era, pues, yo sólo el invitado. Avanzamos por el comedor, y la fuerte impresión que ya desde el primer instante había despertado en mí aquella silueta femenina, se trocó en tensión sobreaguda cuando pude distinguirla claramente.

No era una mujer, era un fantasma; el espectro sonriente, escotado y traslúcido de una mujer.

Un breve instante me detuve; pero había en la actitud de Rosales tal parti-pris de hallarse ante lo normal y corriente, que avancé a su lado. Y pálido y crispado asistí a la presentación.

—Creo que usted conoce ya al señor Guillermo Grant, señora —dijo a la dama, que sonrió en mi honor. Y Rosales a mí—: ¿Y usted, señor Grant, la reconoce?

—Perfectamente —respondí, inclinándome pálido como un muerto.

—Tome usted, pues, asiento —me dijo el dueño de casa— y dígnese servirse de lo que más guste. Ve usted ahora por qué debí prevenirle de las deficiencias que podríamos tener en el servicio. Pobre mesa, señor Grant… Pero su amabilidad y la presencia de esta señora saldarán el débito.

La mesa, ya lo he advertido, estaba cubierta de manjares.

En cualquier otra circunstancia distinta de aquélla, la fina lluvia del espanto me hubiera erizado y calado hasta los huesos. Pero ante el parti-pris de vida normal ya anotado, me deslicé en el vago estupor que parecía flotar sobre todo.

—Y usted, señora, ¿no se sirve? —me volví a la dama, al notar intacto su cubierto.

—¡Oh, no, señor! —me respondió con el tono de quien se excusa por no tener apetito; y juntando las manos bajo la mejilla, sonrió pensativa.

—¿Siempre va usted al cinematógrafo, señor Grant? —me preguntó Rosales.

—Muy a menudo —respondí.

—Yo lo hubiera reconocido a usted enseguida —se volvió a mí la dama—. Lo he visto muchas veces…

—Muy pocas películas suyas han llegado hasta nosotros —observé.

—Pero usted las ha visto todas, señor Grant —sonrió el dueño de casa—. Esto explica el que la señora lo haya hallado a usted más de una vez en las salas.

—En efecto —asentí; y tras una pausa sumamente larga—: ¿Se distinguen bien los rostros desde la pantalla?

—Perfectamente —repuso ella. Y agregó un poco extrañada—: ¿Por qué no?

—En efecto —torné a repetir, pero esta vez en mi interior.

Si yo creía estar seguro de no haber muerto en la calle al encaminarme a lo de Rosales, debía perfectamente admitir la trivial y mundana realidad de una mujer que sólo tenía vestido y un vago respaldo de silla en su interior.

Departiendo sobre estos ligeros temas, los minutos pasaron. Como la dama llevara con alguna frecuencia la mano a sus ojos:

—¿Está usted fatigada, señora? —dijo el dueño de casa—. ¿Querría usted recostarse un instante? El señor Grant y yo trataremos de llenar, fumando, el tiempo que usted deja vacío.

—Sí, estoy un poco cansada… —asintió nuestra invitada, levantándose—. Con permiso de ustedes —agregó, sonriendo a ambos uno después del otro. Y se retiró llevando su riquísimo traje de soirée a lo largo de las vitrinas, cuya cristalería se veló apenas a su paso.

Rosales y yo quedamos solos, en silencio.

—¿Qué opina usted de esto? —me preguntó al cabo de un rato.

—Opino —respondí— que si últimamente lo he juzgado mal dos veces, he acertado en mi primera impresión sobre usted.

—Me ha juzgado usted dos veces loco, ¿verdad?

—No es difícil adivinarlo…

Quedamos otro momento callados. No se notaba la menor alteración en la cortesía habitual de Rosales, y menos aún en la reserva y la mesura que lo distinguían.

—Tiene usted una fuerza de voluntad terrible… —murmuré yo.

—Sí —sonrió—. ¿Cómo ocultárselo? Yo estaba seguro de mi observación cuando me halló usted en el cinematógrafo. Era «ella», precisamente. La gran cantidad de vida delatada en su expresión me había revelado la posibilidad del fenómeno. Una película inmóvil es la impresión de un instante de vida, y esto lo sabe cualquiera. Pero desde el momento en que la cinta empieza a correr bajo la excitación de la luz, del voltaje y de los rayos N1, toda ella se transforma en un vibrante trazo de vida, más vivo que la realidad fugitiva y que los más vivos recuerdos que guían hasta la muerte misma nuestra carrera terrenal. Pero esto lo sabemos sólo usted y yo.

»Debo confesarle —prosiguió Rosales con voz un poco lenta— que al principio tuve algunas dificultades. Por un desvío de la imaginación, posiblemente, corporicé algo sin nombre… De esas cosas que deben quedar para siempre del otro lado de la tumba. Vino a mí, y no me abandonó por tres días. Lo único que eso no podía hacer era trepar a la cama… Cuando hace una semana llegó usted a casa, hacía ya dos horas que no lo veía, y por eso di orden de que lo hicieran pasar a usted. Pero al sonar sus pasos lo vi crispado al borde de la cama, tratando de subir… No, no es cosa que conozcamos en este mundo… Era un desvarío de la imaginación. No volverá más. Al día siguiente jugué mi vida al arrancar de la película a nuestra invitada de esta noche… Y la salvé. Si se decide usted un día a corporizar la vida equívoca de la pantalla, tenga cuidado, señor Grant… Más allá y detrás de este instante mismo, está la Muerte… Suelte su imaginación, azúcela hasta el fondo… Pero manténgala a toda costa en la misma dirección bien atraillada, sin permitirle que se desvíe… Ésta es tarea de la voluntad. El ignorarlo ha costado muchas existencias… ¿Me permite usted un vulgar símil? En un arma de caza, la imaginación es el proyectil, y la voluntad es la mira. ¡Apunte bien, señor Grant! Y ahora, vamos a ver a nuestra amiga, que debe estar ya repuesta de su fatiga. Permítame usted que lo guíe.

El espeso cortinado que había traspuesto la dama se abría a un salón de reposo, vasto en la proporción misma del comedor. En el fondo de este salón se elevaba un estrado dispuesto como alcoba, al que se ascendía por tres gradas. En el centro de la alcoba se alzaba un diván, casi un lecho por su amplitud, y casi un túmulo por la altura. Sobre el diván, bajo la luz de numerosos plafonniers dispuestos en losange, descansaba el espectro de una bellísima mujer.

Aunque nuestros pasos no sonaban en la alfombra, al ascender las gradas ella nos sintió. Y volviendo a nosotros la cabeza, con una sonrisa llena aún de molicie:

—Me he dormido —dijo—. Perdóneme, señor Grant, y lo mismo usted, señor Rosales. Es tan dulce esta calma.

—¡No se incorpore usted, señora, se lo ruego! —exclamó el dueño de casa, al notar su decisión—. El señor Grant y yo acercaremos dos sillones, y podremos hablar con toda tranquilidad.

—¡Oh, gracias! —murmuró ella—. ¡Estoy tan cómoda así!

Cuando hubimos hecho lo indicado por el dueño de casa:

—Ahora, señora —prosiguió éste—, puede pasar el tiempo impunemente. Nada nos urge, ni nada inquieta nuestras horas. ¿No lo cree usted así, señor Grant?

—Ciertamente —asentí yo, con la misma inconsciencia ante el tiempo y el mismo estupor con que se me podía haber anunciado que yo había muerto hacía catorce años.

—Yo me hallo muy bien así —replicó el espectro, con ambas manos colocadas bajo la sien.

Y debimos conversar, supongo, sobre temas gratos y animados, porque cuando me retiré y la puerta se cerró tras de mí, hacía ya largas horas que el sol encendía las calles.

Llegué a casa y me bañé enseguida para salir; pero al sentarme en la cama caí desplomado de sueño, y dormí doce horas continuas. Torné a bañarme y salí esta vez. Mis últimos recuerdos flotaban, se cernían ambulantes, sin memoria de lugar ni de tiempo. Yo hubiera podido fijarlos, encararme con cada uno de ellos; pero lo único que deseaba era comer en un alegre, ruidoso, y chocante restaurante, pues a más de un gran apetito, sentía pavor de la mesura, del silencio y del análisis.

Yo me encaminaba a un restaurante. Y la puerta a que llamé fue la del comedor de la casa de Rosales, donde me senté ante mi cubierto puesto.

Durante un mes continuo he acudido fielmente a cenar allá, sin que mi voluntad haya intervenido para nada en ello. En las horas diurnas estoy seguro de que un individuo llamado Guillermo Grant ha proseguido activamente el curso habitual de su vida, con sus quehaceres y contratiempos de siempre. Desde las 21, y noche a noche, me he hallado en el palacete de Rosales, en el comedor sin servicio, primero, y en el salón de reposo, después.

Como el soñador de Armageddon, mi vida a los rayos del sol ha sido una alucinación, y yo he sido un fantasma creado para desempeñar ese papel. Mi existencia real se ha deslizado, ha estado contenida como en una cripta, bajo la alcoba amorosa y el dosel de plafonniers lívidos, donde en compañía de otro hombre hemos rendido culto a los dibujos en losange del muro, que ostentaban por todo corazón el espectro de una mujer.

Por todo noble corazón…

—No sería del todo sincero con usted —rompió Rosales una noche en que nuestra amiga, cruzada de piernas y un codo en la rodilla, pensaba abstraída—. No sería sincero si me mostrara con usted ampliamente satisfecho de mi obra. He corrido graves riesgos para unir a mi destino esta pura y fiel compañera; y daría lo que me resta de años por proporcionarle un solo instante de vida… Señor Grant: he cometido un crimen sin excusa. ¿Lo cree usted así?

—Lo creo —respondí—. Todos sus dolores no alcanzarían a redimir un solo errante gemido de esa joven.

—Lo sé perfectamente… Y no tengo derecho a sostener lo que hice…

—Deshágalo.

Rosales sacudió la cabeza:

—No, nada remediaría…

Hizo una pausa. Luego, alzando la mirada y con la misma expresión tranquila y el tono reposado de voz que parecía alejarlo a mil leguas del tema.

—No quiero reticencias con usted —dijo—. Nuestra amiga jamás saldrá de la niebla doliente en que se arrastra… de no mediar un milagro. Sólo un golpecito del destino puede concederle la vida a que toda creación tiene derecho, si no es un monstruo.

—¿Qué golpecito? —pregunté.

—Su muerte, allá en Hollywood.

Rosales concluyó su taza de café y yo azucaré la mía. Pasaron sesenta segundos. Yo rompí el silencio:

—Tampoco eso remediaría nada… —murmuré.

—¿Cree usted? —dijo Rosales.

—Estoy seguro… No podría decirle por qué, pero siento que es así. Además, usted no es capaz de hacer eso…

—Soy capaz, señor Grant. Para mí, para usted, esta creación espectral es superior a cualquier engendro vivo por la sola fuerza rutinaria del subsistir. Nuestra compañera es obra de una conciencia, ¿oye usted, señor Grant? Responde a una finalidad casi divina, y si la frustro, ella será mi condenación ante las tumultuosas divinidades donde no cabe ningún dios pagano. ¿Vendrá usted de vez en cuando durante mi ausencia? El servicio de mesa se pone al caer la noche, ya lo sabe usted, y desde ese momento todos abandonan la casa, salvo el portero. ¿Vendrá usted?

—Vendré —repuse.

—Es más de lo que podría esperar —concluyó Rosales inclinándose.

Fui. Si alguna noche estuve allí a la hora de cenar, las más de las veces llegaba tarde, pero siempre a la misma hora, con la puntualidad de un hombre que va de visita a casa de su novia.

La joven y yo, en la mesa, solíamos hablar animadamente, sobre temas variados; pero en el salón apenas cambiábamos una que otra palabra y callábamos enseguida, ganados por el estupor que fluía de las cornisas luminosas, que hallando las puertas abiertas o filtrándose por los ojos de llave, impregnaba el palacete de un moroso mutismo.

Con el transcurso de las noches, nuestras breves frases llegaron a concretarse en observaciones monótonas y siempre sobre el mismo tema, que hacíamos de improviso:

—Ya debe estar en Guayaquil —decía yo con voz distraída.

O bien ella, muchas noches después:

—Ha salido ya de San Diego —decía al romper el alba.

Una noche, mientras yo con el cigarro pendiente de la mano hacía esfuerzos para arrancar mi mirada del vacío, y ella vagaba muda con la mejilla en la mano, se detuvo de pronto y dijo:

—Está en Santa Mónica…

Vagó un instante aún, y siempre con la cara apoyada en la mano subió las gradas y se tendió en el diván. Yo la sentí sin mover los ojos, pues los muros del salón cedían llevándose adherida mi vista, huían con extrema velocidad en líneas que convergían sin juntarse nunca.

Una interminable avenida de cicas surgió en la remota perspectiva.

—¿Santa Mónica? —pensé atónito.

Qué tiempo pasó luego, no puedo recordarlo. Súbitamente ella alzó su voz desde el diván:

—Está en casa —dijo.

Con el último esfuerzo de volición que quedaba en mí arranqué mi mirada de la avenida de cicas. Bajo los plafonniers en rombo incrustados en el cielo-raso de la alcoba, la joven yacía inmóvil, como una muerta. Frente a mí, en la remota perspectiva transoceánica, la avenida de cicas se destacaba diminuta con una dureza de líneas que hacía daño.

Cerré los ojos y vi entonces, en una visión brusca como una llamarada, un hombre que levantaba un puñal sobre una mujer dormida.

—¡Rosales! —murmuré aterrado; con un nuevo fulgor de centella el puñal asesino se hundió.

No sé más. Alcancé a oír un horrible grito —posiblemente mío—, y perdí el sentido.

Cuando volví en mí me hallé en mi casa, en el lecho. Había pasado tres días sin conocimiento, presa de una fiebre cerebral que persistió más de un mes. Fui poco a poco recobrando las fuerzas. Se me había dicho que un hombre me había llevado a casa a altas horas de la noche, desmayado.

Yo nada recordaba, ni deseaba recordar. Sentía una laxitud extrema para pensar en lo que fuere. Se me permitió más tarde dar breves paseos por casa, que yo recorría con mirada atónita. Fui al fin autorizado a salir a la calle, donde di algunos pasos sin conciencia de lo que hacía, sin recuerdos, sin objeto… Y cuando en un salón silencioso vi venir hacia mí a un hombre cuyo rostro me era conocido, la memoria y la conciencia perdida calentaron bruscamente mi sangre.

—Por fin le veo a usted, señor Grant —me dijo Rosales, estrechándome efusivamente la mano—. He seguido con gran preocupación el curso de su enfermedad desde mi regreso y ni un momento dudé de que triunfaría usted.

Rosales había adelgazado. Hablaba en voz baja, como si temiera ser oído. Por encima de su hombro vi la alcoba iluminada y el diván bien conocido, rodeado, como un féretro, de altos cojines.

—¿Está ella allí? —pregunté.

Rosales siguió mi mirada y volvió luego a mí sus ojos con sosiego.

—Sí —me respondió. Y tras una breve pausa—: Venga usted —me dijo.

Subimos las gradas y me incliné sobre los cojines. Sólo había allí un esqueleto.

Sentí la mano de Rosales estrechándome firmemente el brazo. Y con su misma voz queda:

—¡Es ella, señor Grant! No siento sobre la conciencia peso alguno, ni creo haber cometido error. Cuando volví de mi viaje, no estaba más ella… Señor Grant. ¿Recuerda usted haberla visto en el instante mismo de perder usted el sentido?

—No recuerdo… —murmuré.

—Es lo que pensé… Al hacer lo que hice la noche de su desmayo, ella desapareció de aquí… Al regresar yo, torturé mi imaginación para recogerla de nuevo del más allá… ¡Y he aquí lo que he obtenido! Mientras ella perteneció a este mundo, pude corporizar su vida espectral en una dulce criatura. Arranqué la vida a la otra para animar su fantasma y ella, por toda substanciación, pone en mis manos su esqueleto…

Rosales se detuvo. De nuevo había yo sorprendido su expresión ausente mientras hablaba.

—Rosales… —comencé.

—¡Pst! —me interrumpió, bajando aún más el tono—. Le ruego no levante la voz… Ella está allí.

—¿Ella…?

—Allí, en el comedor… ¡Oh, no la he visto…! Pero desde que regresé vaga de un lado para otro… Y siento el roce de su vestido. Preste usted atención un momento… ¿Oye usted?

En el mudo palacete, a través de la atmósfera y las luces inmóviles, nada oí. Pasamos un rato en el más completo silencio.

—Es ella —murmuró Rosales satisfecho—. Oiga usted ahora: esquiva las sillas mientras camina…

Por el espacio de un mes entero, todas las noches Rosales y yo hemos velado el espectro en huesos y blanca cal de la que fue un día nuestra invitada señorial. Tras el espeso cortinado que se abre al comedor, las luces están encendidas. Sabemos que ella vaga por allí, atónita e invisible, dolorosa e incierta. Cuando en las altas horas Rosales y yo vamos a tomar café, acaso ella está ya ocupando su asiento desde horas atrás, fija en nosotros su mirada invisible.

Las noches se suceden unas a otras, todas iguales. Bajo la atmósfera de estupor en que se halla el recinto, el tiempo mismo parece haberse suspendido como ante una eternidad.

Siempre ha habido y habrá allí un esqueleto bajo los plafonniers, dos amigos en smoking en el salón, y una alucinación confinada entre las sillas del comedor.

Una noche hallé el ambiente cambiado. La excitación de mi amigo era visible.

—He hallado por fin lo que buscaba, señor Grant —me dijo—. Ya observé a usted una vez que estaba seguro de no haber cometido ningún error. ¿Lo recuerda usted? Pues bien: sé ahora que lo he cometido. Usted alabó mi imaginación, no más aguda que la suya, y mi voluntad, que le es en cambio muy superior. Con esas dos fuerzas creé una criatura visible, que hemos perdido, y un espectro de huesos, que persistirá hasta que… ¿Sabe usted, señor Grant, qué ha faltado a mi obra?

—Una finalidad —murmuré—, que usted creyó divina…

—Usted lo ha dicho. Yo partí del entusiasmo de una sala a oscuras por una alucinación en movimiento. Yo vi algo más que un engaño en el hondo latido de pasión que agita a los hombres ante una amplia y helada fotografía. El varón no se equivoca hasta ese punto, advertí a usted. Debe de haber allí más vida que la que simulan un haz de luces y una cortina metalizada. Que la había, ya lo ha visto usted. Pero yo creé estérilmente, y éste es el error que cometí. Lo que hubiera hecho la felicidad del más pesado espectador, no ha hallado bastante calor en mis manos frías, y se ha desvanecido… El amor no hace falta en la vida; pero es indispensable para golpear ante las puertas de la muerte. Si por amor yo hubiera matado, mi criatura palpitaría hoy de vida en el diván. Maté para crear, sin amor; y obtuve la vida en su raíz brutal: un esqueleto. Señor Grant: ¿Quiere usted abandonarme por tres días y volver el próximo martes a cenar con nosotros?

—¿Con ella…?

—Sí; usted, ella y yo… No dude usted… El próximo martes.

Al abrir yo mismo la puerta, volví a verla, en efecto, vestida con su magnificencia habitual, y confieso que me fue muy grato el advertir que ella también confiaba en verme. Me tendió la mano, con la abierta sonrisa con que se vuelve a ver a un fiel amigo al regresar de un largo viaje.

—La hemos extrañado a usted mucho, señora —le dije con efusión.

—¡Y yo, señor Grant! —repuso, reclinando la cara sobre ambas manos juntas.

—¿Me extrañaba usted? ¿De veras?

—¿A usted? ¡Oh, sí, mucho! —y tornó a sonreírme largamente.

En ese instante me daba yo cuenta de que el dueño de casa no había levantado los ojos de su tenedor desde que comenzáramos a hablar. ¿Sería posible…?

—Y a nuestro anfitrión, señora, ¿no lo extrañaba usted?

—¿A él…? —murmuró ella lentamente; y deslizando sin prisa su mano de la mejilla, volvió el rostro a Rosales.

Vi entonces pasar por sus ojos fijos en él la más insensata llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer. Rosales la miraba también. Y ante aquel vértigo de amor femenino expresado sin reserva el hombre palideció.

—A él también… —murmuró la joven con voz queda y exhausta.

En el transcurso de la comida ella afectó no notar la presencia del dueño de casa mientras charlaba volublemente conmigo, y él no abandonó casi su juego con el tenedor. Pero las dos o tres veces en que sus miradas se encontraron como al descuido, vi relampaguear en los ojos de ella, y apagarse enseguida en desmayo, el calor incontenible del deseo.

Y ella era un espectro.

—¡Rosales! —exclamé en cuanto estuvimos un momento solos—. ¡Si conserva usted un resto de amor a la vida, destruya eso! ¡Lo va a matar a usted!

—¿Ella? ¿Está usted loco, señor Grant?

—Ella, no. ¡Su amor! Usted no puede verlo, porque está bajo su imperio. Yo lo veo. La pasión de ese… fantasma no la resiste hombre alguno.

—Vuelvo a decirle que se equivoca usted, señor Grant.

—¡No; usted no puede verlo! Su vida ha resistido a muchas pruebas, pero arderá como una pluma, por poco que siga usted excitando a esa criatura.

—Yo no la deseo, señor Grant.

—Pero ella sí lo desea a usted. ¡Es un vampiro, y no tiene nada que entregarle! ¿Comprende usted?

Rosales nada respondió. Desde la sala de reposo, o de más allá, llegó la voz de la joven:

—¿Me dejarán ustedes sola mucho tiempo?

En ese instante, recordé bruscamente el esqueleto que yacía allí…

—¡El esqueleto, Rosales! —clamé—. ¿Qué se ha hecho su esqueleto?

—Regresó —me respondió—. Regresó a la nada. Pero ella está ahora allí en el diván… Escúcheme usted, señor Grant: jamás criatura alguna se ha impuesto a su creador… Yo creé un fantasma; y, equivocadamente, un harapo de huesos. Usted ignora algunos detalles de la creación… Óigalos ahora. Adquirí una linterna y proyecté las cintas de nuestra amiga sobre una pantalla muy sensible a los rayos N1 (los rayos N1, ¿recuerda usted?). Por medio de un vulgar dispositivo mantuve en movimiento los instantes fotográficos de mayor vida de la dama que nos aguarda… Usted sabe bien que hay en todos nosotros, mientras hablamos, instantes de tal convicción, de una inspiración tan a tiempo, que notamos en la mirada de los otros, y sentimos en nosotros mismos, que algo nuestro se proyecta adelante… Ella se desprendió así de la pantalla, fluctuando a escasos milímetros al principio, y vino por fin a mí, tal como usted la ha visto… Hace de esto tres días. Ella está allí…

Desde la alcoba nos llegó de nuevo la voz lánguida de la joven:

—¿Vendrá usted, señor Rosales?

—¡Deshaga eso, Rosales —exclamé, tomándolo del brazo—, antes de que sea tarde! ¡No excite más ese monstruo de sensación!

—Buenas noches, señor Grant —me despidió él con una sonrisa, inclinándose.

Y bien, esta historia está concluida. ¿Halló Rosales en el mundo fuerza para resistir? Muy pronto —acaso hoy mismo— lo sabré.

Aquella mañana no tuve ninguna sorpresa al ser llamado urgentemente por teléfono, ni la sentí al ver las cortinas del salón doradas por el fuego, la cámara de proyección caída, y restos de películas quemadas por el suelo. Tendido en la alfombra junto al diván, Rosales yacía muerto.

La servidumbre sabía que en las últimas noches la cámara era transportada al salón. Su impresión es que debido a un descuido, las películas se han abrasado, alcanzando las chispas a los cojines del diván. La muerte del señor debe imputarse a una lesión cardiaca, precipitada por el accidente.

Mi impresión es otra. La calma expresión de su rostro no había variado, y aun su muerto semblante conservaba el tono cálido habitual. Pero estoy seguro de que en lo más hondo de las venas no le quedaba una gota de sangre.

Las moscas

(Réplica de «El hombre muerto»)

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado —quebrado, mejor dicho— contra el árbol.

Desde hace un instante siento un zumbido fijo —el zumbido de la lesión medular— que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.

Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.

Ésta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.

¿Pero cuándo? ¿Qué segundo y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?

Nadie se acerca a este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.

¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.

Ésta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?

El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y enseguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.

Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.

—Entonces —dice uno de aquéllos— no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.

—¿Moscas…?

—Sí —responde—, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.

¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…

Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación: ¡las moscas!

Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.

El médico tenía razón. No puede su oficio ser más lucrativo.

Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…

Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.

El conductor del rápido

«Desde 1905 hasta 1925 han ingresado en el Hospicio de las Mercedes 108 maquinistas atacados de alienación mental».

«Cierta mañana llegó al manicomio un hombre escuálido, de rostro macilento, que se tenía malamente en pie. Estaba cubierto de andrajos y articulaba tan mal sus palabras que era necesario descubrir lo que decía. Y, sin embargo, según afirmaba con cierto alarde su mujer al internarlo, ese maquinista había guiado su máquina hasta pocas horas antes».

«En un momento dado de aquel lapso, un señalero y un cambista alienados trabajaban en la misma línea y al mismo tiempo que dos conductores, también alienados».

«Es hora, pues, dados los copiosos hechos apuntados, de meditar ante las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce un tren».

Tal es lo que leo en una revista de criminología, psiquiatría y medicina legal, que tengo bajo mis ojos mientras me desayuno.

Perfecto. Yo soy uno de esos maquinistas. Más aun: soy conductor del rápido del Continental. Leo, pues, el anterior estudio con una atención también fácilmente imaginable.

Hombres, mujeres, niños, niñitos, presidentes y estabiloques: desconfiad de los psiquiatras como de toda policía. Ellos ejercen el contralor mental de la humanidad, y ganan con ello: ¡ojo! Yo no conozco las estadísticas de alienación en el personal de los hospicios; pero no cambio los posibles trastornos que mi locomotora con un loco a horcajadas pudiera discurrir por los caminos, con los de cualquier deprimido psiquiatra al frente de un manicomio.

Cumple advertir, sin embargo, que el especialista cuyos son los párrafos apuntados comprueba que 108 maquinistas y 186 fogoneros alienados en el lapso de veinte años, establecen una proporción en verdad poco alarmante: algo más de cinco conductores locos por año. Y digo ex profeso conductores refiriéndome a los dos oficios, pues nadie ignora que un fogonero posee capacidad técnica suficiente como para manejar su máquina, en caso de cualquier accidente fortuito.

Visto esto, no deseo sino que este tanto por ciento de locos al frente del destino de una parte de la humanidad, sea tan débil en nuestra profesión como en la de ellos.

Con lo cual concluyo en calma mi café, que tiene hoy un gusto extrañamente salado.

Esto lo medité hace quince días. Hoy he perdido ya la calma de entonces. Siento cosas perfectamente definibles si supiera a ciencia cierta qué es lo que quiero definir. A veces, mientras hablo con alguno mirándolo a los ojos, tengo la impresión de que los gestos de mi interlocutor y los míos se han detenido en extática dureza, aunque la acción prosigue; y que entre palabra y palabra media una eternidad de tiempo, aunque no cesamos de hablar aprisa.

Vuelvo en mí, pero no ágilmente, como se vuelve de una momentánea obnubilación, sino con hondas y mareantes oleadas de corazón que se recobra. Nada recuerdo de ese estado; y conservo de él, sin embargo, la impresión y el cansancio que dejan las grandes emociones sufridas.

Otras veces pierdo bruscamente el contralor de mi yo, y desde un rincón de la máquina, transformado en un ser tan pequeño, concentrado de líneas y luciente como un bulón octogonal, me veo a mí mismo maniobrando con angustiosa lentitud.

¿Qué es esto? No lo sé. Llevo 18 años en la línea. Mi vista continúa siendo normal. Desgraciadamente, uno sabe siempre de patología más de lo razonable, y acudo al consultorio de la empresa.

—Yo nada siento en órgano alguno —he dicho—, pero no quiero concluir epiléptico. A nadie conviene ver inmóviles las cosas que se mueven.

—¿Y eso? —me ha dicho el médico mirándome—. ¿Quién le ha definido esas cosas?

—Las he leído alguna vez —respondo—. Haga el favor de examinarme, le ruego.

El doctor me examina el estómago, el hígado, la circulación —y la vista, por descontado.

—Nada veo —me ha dicho—, fuera de la ligera depresión que acusa usted viniendo aquí… Piense poco, fuera de lo indispensable para sus maniobras, y no lea nada. A los conductores de rápidos no les conviene ver cosas dobles, y menos tratar de explicárselas.

—¿Pero no sería prudente —insisto— solicitar un examen completo a la empresa? Yo tengo una responsabilidad demasiado grande sobre mis espaldas para que me baste…

—… el breve examen a que lo he sometido, concluya usted. Tiene razón, amigo maquinista. Es no sólo prudente, sino indispensable hacerlo así. Vaya tranquilo a su examen; los conductores que un día confunden las palancas no suelen discurrir como usted lo hace.

Me he encogido de hombros a sus espaldas, y he salido más deprimido aún.

¿Para qué ver a los médicos de la empresa si por todo tratamiento racional me impondrán un régimen de ignorancia?

Cuando un hombre posee una cultura superior a su empleo, mucho antes que a sus jefes se ha hecho sospechoso a sí mismo. Pero si estas suspensiones de vida prosiguen, y se acentúa este ver doble y triple a través de una lejanísima transparencia, entonces sabré perfectamente lo que conviene en tal estado a un conductor de tren.

Soy feliz. Me he levantado al rayar el día, sin sueño ya y con tal conciencia de mi bienestar que mi casita, las calles, la ciudad entera me han parecido pequeñas para asistir a mi plenitud de vida. He ido afuera, cantando por dentro, con los puños cerrados de acción y una ligera sonrisa externa, como procede en todo hombre que se siente estimable ante la vasta creación que despierta.

Es curiosísimo cómo un hombre puede de pronto darse vuelta y comprobar que arriba, abajo, al este, al oeste, no hay más que claridad potente, cuyos iones infinitesimales están constituidos de satisfacción: simple y noble satisfacción que colma el pecho y hace levantar beatamente la cabeza.

Antes, no sé en qué remoto tiempo y distancia, yo estuve deprimido, tan pesado de ansia que no alcanzaba a levantarme un milímetro del chato suelo. Hay gases que se arrastran así por la baja tierra sin lograr alzarse de ella, y rastrean asfixiado porque no pueden respirar ellos mismos.

Yo era uno de esos gases. Ahora puedo erguirme solo, sin ayuda de nadie, hasta las más altas nubes. Y si yo fuera hombre de extender las manos y bendecir, todas las cosas y el despertar de la vida proseguirían su rutina iluminada, pero impregnadas de mí: ¡Tan fuerte es la expansión de la mente en un hombre de verdad!

Desde esta altura y esta perfección radial me acuerdo de mis miserias y colapsos que me mantenían a ras de tierra, como un gas. ¿Cómo pudo esta firme carne mía y esta insolente plenitud de contemplar, albergar tales incertidumbres, sordideces, manías y asfixias por falta de aire?

Miro alrededor, y estoy solo, seguro, musical y riente de mi armónico existir. La vida, pesadísima tractora y furgón al mismo tiempo, ofrece estos fenómenos: una locomotora se yergue de pronto sobre sus ruedas traseras y se halla a la luz del sol.

¡De todos lados! ¡Bien erguida y al sol!

¡Cuán poco se necesita a veces para decidir de un destino: a la altura henchida, tranquila y eficiente, o a ras del suelo como un gas!

Yo fui ese gas. Ahora soy lo que soy, y vuelvo a casa despacio y maravillado.

He tomado el café con mi hija en las rodillas, y en una actitud que ha sorprendido a mi mujer.

—Hace tiempo que no te veía así —me dice con su voz seria y triste.

—Es la vida que renace —le he respondido—. ¡Soy otro, hermana!

—Ojalá estés siempre como ahora —murmura.

—Cuando Fermín compró su casa, en la empresa nada le dijeron. Había una llave de más.

—¿Qué dices? —pregunta mi mujer levantando la cabeza. Yo la miro, más sorprendido de su pregunta que ella misma, y respondo:

—Lo que te dije: ¡qué seré siempre así!

Con lo cual me levanto y salgo de nuevo —huevo.

Por lo común, después de almorzar paso por la oficina a recibir órdenes y no vuelvo a la estación hasta la hora de tomar servicio. No hay hoy novedad alguna, fuera de las grandes lluvias. A veces, para emprender ese camino, he salido de casa con inexplicable somnolencia; y otras he llegado a la máquina con extraño anhelo.

Hoy lo hago todo sin prisa, con el reloj ante el cerebro y las cosas que debía ver, radiando en su exacto lugar.

En esta dichosa conjunción del tiempo y los destinos, arrancamos. Desde media hora atrás vamos corriendo el tren 248. Mi máquina, la 129. En el bronce de su cifra se reflejan al paso los pilares del andén. Perendén.

Yo tengo 18 años de servicio, sin una falta, sin una pena, sin una culpa. Por esto el jefe me ha dicho al salir:

—Van ya dos accidentes en este mes, y es bastante. Cuide del empalme 3, y pasado él ponga atención en la trocha 296-315. Puede ganar más allá el tiempo perdido. Sé que podemos confiar en su calma, y por eso se lo advierto. Buena suerte, y enseguida de llegar informe del movimiento.

¡Calma! ¡Calma! ¡No es preciso ¡oh, jefes! que recomendéis calma a mi alma! ¡Yo puedo correr el tren con los ojos vendados, y el balasto está hecho de rayas y no de puntos, cuando pongo mi calma en la punta del miriñaque a rayar el balasto! Lascazes no tenía cambio para pagar los cigarrillos que compró en el puente…

Desde hace un rato presto atención al fogonero que palea con lentitud abrumadora. Cada movimiento suyo parece aislado, como si estuviera constituido de un material muy duro. ¿Qué compañero me confió la empresa para salvar el empal…?

—¡Amigo! —le grito—. ¿Y ese valor? ¿No le recomendó calma el jefe? El tren va corriendo como una cucaracha.

—¿Cucaracha? —responde él—. Vamos bien a presión… y con dos libras más. Este carbón no es como el del mes pasado.

—¡Es que tenemos que correr, amigo! ¿Y su calma? ¡La mía, yo sé dónde está!

—¿Qué? —murmura el hombre.

—El empalme. Parece que allí hay que palear de firme. Y después, del 296 al 315.

—¿Con estas lluvias encima? —objeta el timorato.

—El jefe… ¡Calma! En 18 años de servicio no había yo comprendido el significado completo de esta palabra. ¡Vamos a correr a 110, amigo!

—Por mí… —concluye mi hombre, ojeándome un buen momento de costado.

¡Lo comprendo! ¡Ah, plenitud de sentir en el corazón, como un universo hecho exclusivamente de luz y fidelidad, esta calma que me exalta! ¡Qué es sino un mísero, diminuto y maniatado ser por los reglamentos y el terror, un maquinista de tren del cual se pretendiera exigir calma al abordar un cierto empalme! No es el mecánico azul, con gorra, pañuelo y sueldo, quien puede gritar a sus jefes: «¡La calma soy yo!» ¡Se necesita ver cada cosa en el cenit, aisladísimo en su existir! ¡Comprenderla con pasmada alegría! ¡Se necesita poseer un alma donde cada cual posee un sentido, y ser el factor inmediato de todo lo sediento que para ser aguarda nuestro contacto! ¡Ser yo!

Maquinista. Echa una ojeada afuera. La noche es muy negra. El tren va corriendo con su escalera de reflejos a la rastra, y los remaches del ténder están hoy hinchados. Delante, el pasamano de la caldera parte inmóvil desde el ventanillo y ondula cada vez más, hasta barrer en el tope la vía de uno a otro lado.

Vuelvo la cabeza adentro: en este instante mismo el resplandor del hogar abierto centellea todo alrededor del sweater del fogonero, que está inmóvil. Se ha quedado inmóvil con la pala hacia atrás, y el sweater erizado de pelusa al rojo blanco.

—¡Miserable! ¡Ha abandonado su servicio! —rujo lanzándome del arenero.

* * *

Calma espectacular. ¡En el campo, por fin, fuera de la rutina ferroviaria!

Ayer, mi hija moribunda. ¡Pobre hija mía! Hoy, en franca convalecencia. Estamos detenidos junto al alambrado viendo avanzar la mañana dulce. A ambos lados del cochecito de nuestra hija, que hemos arrastrado hasta allí, mi mujer y yo miramos en lontananza, felices.

—Papá, un tren —dice mi hija extendiendo sus flacos dedos que tantas noches besamos a dúo con su madre.

—Sí, pequeña —afirmo—. Es el rápido de las 7.45.

—¡Qué ligero va, papá! —observa ella.

—¡Oh!, aquí no hay peligro alguno; puede correr. Pero al llegar al em…

* * *

Como en una explosión sin ruido, la atmósfera que rodea mi cabeza huye en velocísimas ondas, arrastrando en su succión parte de mi cerebro —y me veo otra vez sobre el arenero, conduciendo mi tren.

Sé que algo he hecho, algo cuyo contacto multiplicado en torno de mí me asedia, y no puedo recordarlo. Poco a poco mi actitud se recoge, mi espalda se enarca, mis uñas se clavan en la palanca… ¡y lanzo un largo, estertoroso maullido!

Súbitamente entonces, en un ¡trae! y un lívido relámpago cuyas conmociones venía sintiendo desde semanas atrás, comprendo que me estoy volviendo loco.

¡Loco! ¡Es preciso sentir el golpe de esta impresión en plena vida, y el clamor de suprema separación, mil veces peor que la muerte, para comprender el alarido totalmente animal con que el cerebro aúlla el escape de sus resortes!

¡Loco, en este instante, y para siempre! ¡Yo he gritado como un gato! ¡He maullado! ¡Yo he gritado como un gato!

—¡Mi calma, amigo! ¡Esto es lo que yo necesito!… ¡Listo, jefes!

Me lanzo otra vez al suelo.

—¡Fogonero maniatado! —le grito a través de su mordaza—. ¡Amigo! ¿Usted nunca vio un hombre que se vuelve loco? Aquí está: ¡Prrrrr!…

«Porque usted es un hombre de calma, le confiamos el tren. ¡Ojo a la trocha 4004! Gato». Así dijo el jefe.

—¡Fogonero! ¡Vamos a palear de firme, y nos comeremos la trocha 29000000003!

Suelto la mano de la llave y me veo otra vez, oscuro e insignificante, conduciendo mi tren. Las tremendas sacudidas de la locomotora me punzan el cerebro: estamos pasando el empalme 3.

Surgen entonces ante mis pestañas mismas las palabras del psiquiatra:

«… las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce su tren»…

¡Oh! Nada es estar alienado. ¡Lo horrible es sentirse incapaz de contener, no un tren, sino una miserable razón humana que huye con sus válvulas sobrecargadas a todo vapor! ¡Lo horrible es tener conciencia de que este último quilate de razón se desvanecerá a su vez, sin que la tremenda responsabilidad que se esfuerza sobre ella alcance a contenerlo! ¡Pido sólo una hora! ¡Diez minutos nada más! Porque de aquí a un instante… ¡Oh, si aún tuviera tiempo de desatar al fogonero y de enterarlo!…

—¡Ligero! ¡Ayúdeme usted mismo!…

Y al punto de agacharme veo levantarse la tapa de los areneros y a una bandada de ratas volcarse en el hogar.

¡Malditas bestias… me van a apagar los fuegos! Cargo el hogar de carbón, sujeto al timorato sobre un arenero y yo me siento sobre el otro.

—¡Amigo! —le grito con una mano en la palanca y la otra en el ojo—: cuando se desea retrasar un tren, se busca otros cómplices, ¿eh? ¿Qué va a decir el jefe cuando lo informe de su colección de ratas? Dirá: ojo a la trocha mm… —¡millón! ¿Y quién la pasa a 113 kilómetros? Un servidor. Pelo de castor. ¡Éste soy yo! Yo no tengo más que certeza delante de mí, y la empresa se desvive por gentes como yo. ¿Qué es usted?, dicen. ¡Actitud discreta y preponderancia esencial!, respondo yo. ¡Amigo! ¡Oiga el temblequeo del tren!… Pasamos la trocha…

¡Calma, jefes! No va a saltar, yo lo digo… ¡Salta, amigo, ahora lo veo! Salta…

¡No saltó! ¡Buen susto se llevó usted, míster! ¿Y por qué?, pregunte. ¿Quién merece sólo la confianza de sus jefes?, pregunte. ¡Pregunte, estabiloque del infierno, o le hundo el hurgón en la panza!

* * *

—Lo que es este tren —dice el jefe de la estación mirando el reloj— no va a llegar atrasado. Lleva doce minutos de adelanto.

Por la línea se ve avanzar al rápido como un monstruo tumbándose de un lado a otro, avanzar, llegar, pasar rugiendo y huir a 110 por hora.

—Hay quien conoce —digo yo al jefe pavoneándome con las manos sobre el pecho—, hay quien conoce el destino de ese tren.

—¿Destino? —se vuelve el jefe al maquinista—. Buenos Aires, supongo…

El maquinista yo sonríe negando suavemente, guiña un ojo al jefe de estación y levanta los dedos movedizos hacia las partes más altas de la atmósfera.

* * *

Y tiro a la vía el hurgón, bañado en sudor: el fogonero se ha salvado.

Pero el tren, no. Sé que esta última tregua será más breve aun que las otras. Si hace un instante no tuve tiempo —¡no material: mental!— para desatar a mi asistente y confiarle el tren, no lo tendré tampoco para detenerlo… Pongo la mano sobre la llave para cerrarla-arla ¡cluf cluf!, amigo. ¡Otra rata!

* * *

Último resplandor… ¡Y qué horrible martirio! ¡Dios de la Razón y de mi pobre hija! ¡Concédeme tan sólo tiempo para poner la mano sobre la palanca-blanca-piribanca, miau!

El jefe de la estación anteterminal tuvo apenas tiempo de oír al conductor del rápido 248, que echado casi fuera de la portezuela le gritaba con acento que nunca aquél ha de olvidar:

—¡Deme desvío!…

Pero lo que descendió luego del tren, cuyos frenos al rojo habíanlo detenido junto a los paragolpes del desvío; lo que fue arrancado a la fuerza de la locomotora, entre horribles maullidos y debatiéndose como una bestia, eso no fue por el resto de sus días sino un pingajo de manicomio. Los alienistas opinan que en la salvación del tren —y 125 vidas— no debe verse otra cosa que un caso de automatismo profesional, no muy raro, y que los enfermos de este género suelen recuperar el juicio.

Nosotros consideramos que el sentimiento del deber, profundamente arraigado en una naturaleza de hombre, es capaz de contener por tres horas el mar de demencia que lo está ahogando. Pero de tal heroísmo mental, la razón no se recobra.

El llamado

Yo estaba esa mañana, por casualidad, en el sanatorio, y la mujer había sido internada en él cuatro días antes, en pos de la catástrofe.

—Vale la pena —me dijo el médico a quien había ido a visitar— que oiga usted el relato del accidente. Verá un caso de obsesión y alucinación auditivas como pocas veces se presentan igual.

»La pobre mujer ha sufrido un fuerte shock con la muerte de su hija. Durante los tres primeros días ha permanecido sin cerrar los ojos ni mover una pestaña, con una expresión de ansiedad indescriptible. No perderán ustedes el tiempo oyéndola. Y digo ustedes, porque estos dos señores que suben en este momento la escalera son delegados o cosa así de una sociedad espiritista. Sea lo que fuere, recuerde usted lo que le he dicho hace un instante respecto de la enferma: estado de obsesión, idea fija y alucinación auditiva. Ya están aquí esos señores. Vamos andando.

No es tarea difícil provocar en una pobre mujer, que al impulso de unas palabras de cariño resuelve por fin en mudo llanto la tremenda opresión que la angustia, las confidencias que van a desahogar su corazón. Cubriéndose el rostro con las manos:

—¡Qué puedo decirles —murmuró— que no haya ya contado a mi médico…!

—Toda la historia es lo que deseamos oír, señora —solicitó aquél—. Entera, y con todos los detalles.

—¡Ah! Los detalles… —murmuró aún la enferma, retirando las manos del rostro; y mientras cabeceaba lentamente—: Sí, los detalles… Uno por uno los recuerdo… Y aunque debiera vivir mil años…

Bruscamente llevose de nuevo las manos a los ojos y las mantuvo allí, oprimidas con fuerza, como si tras ese velo tratara de concentrar y echar de una vez por todas el alucinante tumulto de sus recuerdos.

Un instante después las manos caían, y con semblante extenuado, pero calmo, comenzó:

—Haré lo que usted desea, doctor. Hace un mes…

Suavemente el médico observó:

—Desde el principio, señora…

—Bien, doctor… Lo haré así… Usted ha sido muy bueno conmigo… Y si hace sólo quince días… ¡Sí, sí! Ya voy, doctor… Es lo que quería decir. Mil… Nuestra hijita tenía cuatro años y un mes justos cuando su padre se enfermó para no levantarse más. Nosotros no habíamos sido nunca muy felices. Mi marido era de constitución delicada y muy apocado para la lucha por la vida. No sé qué hubiera sido de nosotros de no hallarnos en posición desahogada. Siempre parecía extrañar algo, aun cuando nos sonreía. Y yo creo que no había conocido la felicidad hasta el momento de sentirse padre.

»¡Pero qué amor el suyo, doctor, por su hija! ¡Qué devoción religiosa contemplando a nuestra nena! ¡Y qué consuelo para mí al pensar que por fin hallaba él algo que lo ligara fuertemente a la vida!

»Sin duda a mí me había amado cuando él podía hacerlo; pero su eterna tristeza de alma sólo había podido disiparse entre las manecitas de su hija.

»Se postró por fin, como digo, para no levantarse más. Mi propio dolor de esposa debió desvanecerse ante el dolor inenarrable que expresaban los ojos de aquel padre que debía separarse para siempre de su hija.

»¡Para siempre, doctor! Su última mirada, fija en mí, delataba tan intensamente lo que pasaba por su corazón, que con mis labios le cerré los ojos, diciéndole:

»—¡Duerme en paz! Yo velaré por tu hija como tú mismo.

»Quedamos solas entonces, mi criatura y yo, ella vendiendo salud por las mejillas, yo, reponiéndome a su lado de mi largo quebranto.

»¡Criatura mía! Parecía haber sumado a las suyas las fuerzas de su pobre padre: de tal modo la alegría de su semblante iluminaba nuestra existencia. No era vana la promesa hecha a mi marido al morir. Como él, yo concentraba ahora en nuestra hija la inmensidad de mi afecto y de mi soledad.

»¡Oh!, velaba por ella, puédeseme creer, como si la continuidad de mi vida y la del mundo entero no tuvieran otro destino ni fin que la felicidad de mi hija. ¡Qué sueños de dicha no he hecho para ella, con mi criatura dormida en mis brazos, y sin decidirme a acostarla! ¡Cuán leve me parecía el sacrificio de mi cansancio, si con él podía infundir en su cuerpecito lo que me restaba de vida!

»Sí, extremo cansancio… Le he explicado a usted, doctor, cómo me sentía entonces. Me reponía por fuera, me hallaba menos delgada y con mejor semblante; pero en el fondo de mis esperanzas algo iba muriendo, extenuándose día tras día. Perdía, a poco de comenzar a tejerlos, el hilo de mis ensueños de dicha, y quedaba inerte, con la cabeza caída y mortalmente cansada, como si delante de mis ilusiones se tendiera una infinita y helada vaciedad. A veces, no sé de dónde, me parecía percibir, apenas sensible, por la distancia, una voz que pronunciaba el nombre de mi hija. ¡Me sentía tan, tan fatigada!

»No podía soñar más con el porvenir, sin que la tristeza de la nada, de la horrible esterilidad de mis fuerzas, me helara el corazón. ¿Por qué? No existía, no, ninguna razón para sufrir así. Allí estaba mi adorada nena, cada día más sana y alegre. Nada nos faltaba, ni podía faltarnos, dada nuestra posición. ¡No, nada! Y estrujando a nuestra hija en mis brazos, sabía bien que el porvenir era todo nuestro. Yo se lo había jurado a mi marido.

»El porvenir… Mas apenas comenzaba a forjar un sueño de felicidad para mi hija, el ensueño se helaba —¡oh, con qué horrible frío!—, como si el amor de su padre y el mío no fueran bastante para alimentarlo. Y caía abatida en profundo desaliento.

»Un mes entero duró este estado de angustia. Una noche, cuando comenzaba a pensar por millonésima vez en los entrañables cuidados de que rodearía siempre a mi nena, en ese momento oí nítidamente estas palabras:

»—No tendrá necesidad.

»¡Oh! ¡Es muy duro para una pobre madre que se desvela por la dicha de su hijita percibir una voz que le advierte que cuanto haga por conseguirlo será inútil! Esa lúgubre voz daba por fin razón a mis sueños truncos, y mi tristeza mortal. Dentro de mí misma, para que fuera más irrecusable, la voz hallaba eco y me advertía que mi hija no tendría necesidad…

»¡Porque moriría!

»¡Oh, Dios! ¡Morir, nuestra hijita, cuando su padre y su madre daban toda su vida por ella! ¡Oh, no, no! ¡Yo me rebelé, doctor! ¿Qué me importaba que una voz me anunciara su muerte, si yo me atrevía a defender a mi adorada hija contra todo y contra todos?

»Desde ese instante mi existencia no fue sino una pesadilla de terror, sin más motivos de existir que la defensa desesperada de la vida de mi nena. ¡Yo te vigilaré! —me gritaba a mí misma—. Y en el preciso instante, desde la tenebrosa profundidad de nuestro destino, la voz acentuaba su advertencia, diciéndome:

»—Es inútil cuanto hagas.

»Luego… Luego, mi hijita debía morir. ¡Dios mío! —clamaba yo rompiéndome en sollozos sobre el cuello de mi nena—. ¿Es posible que la voz que alcanza hasta el corazón de una madre para anunciarle la muerte de su hija, le niegue las fuerzas para evitarla?

»—Es inútil cuanto hagas.

»¡Oh, no se ha inventado tormento mayor que el que yo sufría! ¡Morir! Pero ¿de qué? ¿De enfermedad? ¿De un accidente?

»¡De accidente!

»Tuve la seguridad de ello antes de oír las palabras:

»—Morirá por accidente.

»¡Oh! Abrevio, doctor… Salíamos antes todas las tardes. Dejamos de salir. Me cercioré diez veces seguidas de la solidez de los muebles. Golpeé horas enteras las paredes. Hice sacar de casa todo lo que no ofrecía completa seguridad. En las piezas desmanteladas iba y venía de un lado para otro, con el corazón ahogado en presagios. Revisaba una y cien veces lo que había examinado ya.

»Me sentía totalmente vacía de todo. Dentro de mí no había más que espanto y terror, a los que obedecían como autómatas mis impulsos. Tenía a mi nena constantemente a mi lado, bajo la triple salvaguardia de mi corazón, de mis ojos y de mis manos.

»Minuto por minuto, sin embargo, se acercaba inexorablemente el instante de…

»¡De qué, Dios mío! —clamaba yo en mi angustia—. ¿De qué accidente debo precaverla, salvarla a pesar de todo?

»Mientras ahogaba así a mi nena entre mis brazos, tuve súbitamente la horrible revelación: Morirá por el fuego. E inmediatamente, de la casa entera, de mi aliento, de mis mismas ropas surgió la terrible seguridad de que la vida de mi hija estaba contada: no por meses o días, sino por breves horas…

»Como una loca corrí a la cocina, apagué el fuego y eché baldes de agua sobre las cenizas. Ordené que no se encendiera por nada fuego. Requisé todas las cajas de fósforos que había en la casa y las arrojé en el cuarto de baño. Como loca todavía corrí de una pieza a la otra revisando febrilmente todos los cajones de todos los muebles de la casa. Cerré todas las puertas y ventanas, corrí otra vez a la cocina para ver si no se me había desobedecido, y nos refugiamos con mi hija en el escritorio de mi marido, que por ventura nunca había fumado.

»Fuego… ¡Oh, no! ¡Allí estábamos seguras!

»Pero en vez de serenarme, mi angustia se tornaba lancinante a cada nuevo segundo. ¿Y si no había revisado bien? ¿Si la cocinera había reservado una caja de fósforos? ¿Y si llegaba un proveedor a la cocina y encendía el cigarro…?

»¡Ah! ¡Allí estaba el peligro! ¡Era eso! Y arrojando con un grito a mi nena de las faldas, me precipité a las piezas de servicio… Y la cocinera apenas tuvo tiempo de responder con su alarido al mío: una detonación había hecho retemblar la casa…

La pobre madre calló. Por un largo instante, tal vez el preciso para que se apagara de su alma el último fragor del estampido, permaneció con las manos en los ojos. Por fin:

—Sí… Lo demás ya lo sabe usted, doctor… Yo también lo supe antes de ver a mi hija en el suelo muerta… Sí… Durante mi breve ausencia había abierto los cajones del escritorio, y había tomado para jugar un revólver que yacía en el fondo, bien en el fondo de uno de ellos… El arma se le había caído de las manos… ¡Doctor! —exclamó bruscamente con voz entera, descubriendo su semblante desesperado—. Yo perdí a mi hija, usted lo sabe, como me lo habían predicho… Con una frialdad y una crueldad de que sólo Dios es testigo, se me advirtió que mi nena no tendría necesidad de mi cariño… Se me dijo que era inútil cuanto hiciera para evitar su muerte… Y se me aseguró por fin que moriría de accidente de fuego. ¡De fuego, señor! ¿Por qué no se me dijo claramente que debía morir por una bala o un tiro de revólver, que yo habría podido evitar? ¿Por qué se jugó al equívoco con el corazón de una madre y la vida de una inocente criatura? ¿Por qué se me dejó enloquecer tras los fósforos, sin advertirme que el peligro no estaba allí? ¿Cómo consintió Dios en que se hiciera con mi dolor un simple juego de palabras, para arrancarme así más horriblemente a mi hija? ¿Por qué…?

Y su voz se ahogó, como cortada por la violencia con que sus manos habían subido a crisparse sobre el rostro.

Un largo, muy largo silencio sobrevino entonces. Uno de los visitantes lo rompió por fin:

—Usted nos ha dicho, señora, haber oído la voz que le iba augurando su terrible desgracia.

Un hondo estremecimiento recorrió a la enferma; pero ésta no respondió.

—Usted ha manifestado también —prosiguió el visitante— haber percibido en varias ocasiones una voz sumamente lejana. ¿Eran una misma voz la que le advertía en vano del peligro y la que llamaba a su hija?

La enferma asintió con la cabeza.

—¿Reconoció usted esa voz?

Y esta vez, volcándose por fin en un interminable sollozo sobre la almohada, la pobre madre respondió desde el fondo de su horror:

—Sí. Era la de su padre…

El hijo

Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

—Sí, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.

—Sí, papá —repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.

Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.

No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.

Solo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.

Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora; y el padre sonríe.

No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.

Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!

El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.

De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.

Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.

Horrible caso… Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.

En ese instante, no muy lejos suena un estampido.

—La Saint-Étienne… —piensa el padre al reconocer la detonación—. Dos palomas de menos en el monte…

Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.

El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adondequiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.

El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.

Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: «Sí, papá», hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.

Y no ha vuelto.

El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil…?

El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.

¡Oh! No son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.

Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia…

La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.

Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.

Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un…

¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano…

El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire… ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro…

Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.

—¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.

Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.

—¡Hijito mío…! ¡Chiquito mío…! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.

Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centelleos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su…

—¡Chiquito…! ¡Mi hijo!

Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.

A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.

—Chiquito… —murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.

La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:

—Pobre papá…

En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres. Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.

—¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora…? —murmura aún el primero.

—Me fijé, papá… Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí…

—¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!

—Piapiá… —murmura también el chico.

Después de un largo silencio:

—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.

—No.

Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad…

* * *

Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo. A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

La señorita leona

Una vez que el hombre, débil, desnudo y sin garras, hubo dominado a los demás animales por el esfuerzo de su inteligencia, llegó a temer por el destino de su especie.

Había alcanzado ya entonces las más altas cumbres del pensamiento y de la belleza. Pero por bajo de estos triunfos exclusivamente mentales, obtenidos a costa de su naturaleza original, la especie se moría de anemia. Tras esa lucha sin tregua, en que el intelecto había agotado cuanto de dialéctica, sofismas, emboscadas e insidias caben en él, no quedaba al alma humana una gota de sinceridad. Y para devolver a la raza caduca su frescura primordial, los hombres meditaron introducir en la ciudad, criar y educar entre ellos a un ser que les sirviera de viviente ejemplo: un león.

La ciudad de que hablamos estaba naturalmente rodeada de murallas. Y desde lo alto de ellas los hombres miraban con envidia a los animales, de frente en fuga y sangre copiosísima, correr en libertad.

Una diputación fue, pues, al encuentro de los leones y les habló así:

—Hermanos: Nuestra misión es hoy de paz. Óigannos bien y sin temor alguno. Venimos a solicitar de ustedes una joven leona para educarla entre nosotros. Nosotros daremos en rehén un hijo nuestro, que ustedes a su vez criarán. Deseamos criar una joven leona desde sus primeros días. Nosotros la educaremos, y el ejemplo de su fortaleza aprovechará a nuestros hijos. Cuando ambos sean mayores, decidirán libremente de su destino.

Largas horas los leones meditaron con ojos oblicuos ante aquella franqueza inhabitual. Al fin accedieron; y en consecuencia se internaron en el desierto con un hombrecito de tres años que acompañaban con lento paso, mientras los hombres retornaban a la ciudad llevando con exquisito cuidado en brazos a una joven leona, tan joven que esa mañana había abierto las pupilas, y fijaba en los hombres que la cargaban, uno tras otro, la mirada clarísima y vacía de sus azules ojos.

Un día hablaremos del hombrecito. En cuanto a la leona, no hay ponderación bastante para los cuidados que se le prodigaron. La ciudad entera veía en el débil ser como un extraño y divino Mesías, del que esperaban su salvación.

Se crió y educó a la salvaje y tierna pupila con el corazón palpitante de amor. No informaban las gacetas de la salud del rey con tanta solicitud como de los progresos de la joven fiera. Ni los filósofos y retóricos se esforzaron nunca en iniciar un alma como aquélla en los divinos misterios de su arte. Ciencia, corazón, poesía, todo se esperaba de ella. Y cuando la señorita leona vistió su primer traje largo para ser presentada oficialmente a la ciudad, los periódicos interpretaron fielmente, en sus crónicas exaltadas, el corazón del pueblo.

La joven leona aprendió a hablar, a moderar sus movimientos, a sonreír. Aprendió a vestir ropas humanas, a sonrojarse, a meditar con la barbilla en la mano. Aprendió cuanto puede y debe aprender una hermosísima hija de los hombres. Pero lo que aprendió, sobre todas las cosas, fue el divino arte del canto.

No podemos nosotros darnos ahora cuenta cabal de la seducción, del chic y la gracia de una joven leona vestida como una hija de los hombres, que debuta en un salón, sonrojada de timidez.

Porque nunca, en efecto, las más íntimas finuras del corazón humano habían hallado tal órgano de expresión vocal. ¿Fluidez de un alma virgen, sorprendida por la poesía desde su primer albor? ¡Quién lo sabe! Y nadie menos que la divina criatura, pues es ocioso advertir que la educación había hecho de ella una humana adolescente, con todas las ideas, ternuras y modalidades de la mujer.

Entretanto, como en los tiempos de su primera infancia, la señorita leona solicitaba sobre sí la atención pública. Era ella la esperanza de todo un pueblo, cada anuncio de un concierto suyo despertaba en el corazón de la ciudad tumultuosas albricias.

Ya desde la primera nota, los habitantes reconocían estremecidos su propia alma humana exhalada en aquella voz. ¿Cómo la salvaje criatura podía expresar así, mejor que ellos mismos, el lirismo, las esperanzas y los sollozos de un alma ajena a ella?

«Un alma que no poseía…»

Ésta llegó a ser, poco a poco, la impresión de la ciudad… Reconocíasele supremo arte; pero no era la asimilación de sus ensueños lo que los hombres habían buscado al criar en su seno a la joven leona. No. Esperaban de ella frescura ingénita, sinceridad salvaje, grito de libertad, cuanto en suma había perdido el alma humana en su extenuante correría mental.

Exclusivamente «humana»: tal era la excelencia de su voz. Y se le exigía más que esto.

También a este respecto las gacetas expresaron el sentimiento general:

«Un nuevo triunfo alcanzó anoche en su concierto la suprema artista, y no podríamos ahora sino repetir las alabanzas constantemente prodigadas en su honor. Sin embargo, interpretando la impresión popular, siempre tan fervorosamente adicta a nuestra pupila, procede declarar que desearíamos oír en su divina voz una nota, una sola nota de íntima frescura que acuse su personalidad. Ni uno solo de sus más hondos acentos nos es desconocido. Hasta hoy, la eximia artista ha interpretado magistralmente al alma humana; pero nada más que esto. Sobrada “humanidad”, nos atreveríamos a decir. El fresco y libre grito de su alma extraña, sincero y sin trabas, es lo que aguardamos ansiosos de ella».

Sin esfuerzo podemos creer que fue ese golpe el más inesperado e injusto con que podía soñar la delicada artista.

—¿Qué he hecho —sollozaba— para que me traten así?

—No tiene usted la culpa —consolábanla—. Su voz es siempre tan pura como su corazón, y todos sufrimos ahora como ayer su encanto. Pero… tiene alguna razón el pueblo. Falta un poco de sinceridad a su acento. Usted canta adorablemente; mas la pasión de su voz es la de una mujer.

—¡Pero yo soy mujer! —lloraba la desconsolada criatura.

Temblando de emoción subió al estrado de su nuevo concierto. Mas por bajo de los aplausos correctísimos de siempre, pudo sentir el corazón retraído de la ciudad.

—¿Cómo es posible —le observaron— que no nos dé usted una nota agreste de la inmensa y libre expresión, el salvaje acento de su raza, y que nuestra especie ha gastado ya e ignora desde miles de años? Déjese ir libremente por sus ensueños cuando cante; olvide todo lo que ha aprendido de nosotros, y nos dará usted una pura y suprema nota de arte.

—No… No puedo… ¡No puedo…! —sacudía la cabeza la artista.

La ciudad entera acudió otra vez a oír a la joven, ante la esperanza de un milagro; sabíase la ardiente solicitud que la rodeaba.

Trémula e incierta, la joven comenzó a cantar. Sintió, mientras cantaba, el aliento de la ciudad suspenso de su voz, y recordó las esperanzas en ella cifradas. Cerrando los ojos, borró con supremo esfuerzo de su memoria la hora presente; un soplo cálido barrió su alma como un vendaval, y la joven volcó en una nota suprema la pasión despertada.

La sala quedó helada: aquella nota de pasión había sido un «rugido». Pura e incontestablemente, la joven había rugido.

Más sorprendida y espantada de su propia voz que todos:

—Lo hice sin querer… —sollozaba—. ¡No sé qué me pasó…!

Si bien mortalmente desengañada de la artista, la ciudad ofreciole en un concierto extraordinario la ocasión de echar un velo sobre aquella infausta velada. Pero cuando la cantante, dominada por su arte, tornó a abrir cuan grandes eran las aherrojadas puertas de su alma, rugió otra vez.

Ya no era posible más. La ciudad deliberó —si bien con el corazón desgarrado—, fríamente:

—Lamentamos haber puesto en un ser ajeno a nosotros las esperanzas de nuestra raza. Hemos criado, con más calor que a nuestros propios hijos, una criatura extraña. Hemos infundido en su alma las más excelsas cualidades del alma humana. Y cuando hemos exigido de su voz la suprema nota de sinceridad y frescura… ha rugido.

Y acompañaron hasta las puertas de la ciudad a la pobre criatura, que caía a cada instante implorando piedad con las manos juntas.

Ya había cerrado la noche. La joven caminó como una autómata, internándose en el desierto, hasta que el viento caliente, que pasaba en la oscuridad azotándole los cabellos, le hizo abrir los ojos. Su nariz dilatose entonces ampliamente a los vahos agrestes que le llegaban sin roces quién sabe desde dónde, y deteniéndose, vuelta a la ciudad, se desvistió. Quitose el traje, todo cuanto había disimulado hasta ese instante su condición primera, hasta quedar desnuda. Y plantándose entonces con la cola rígida y los duros ojos fosforescentes, la leona rugió.

Durante largo rato, sola y como alargada por la tensión de sus ijares, rugió hacia la ciudad decrépita, hundiendo los flancos hasta el esqueleto, como si en cada rugido cantara, libre y sin trabas por fin, la voz pura y profunda de sus entrañas vírgenes.

El puritano

Los talleres del cinematógrafo, esos estudios a cuyo rededor millones de rostros giran en una órbita de curiosidad nunca saciada y de ensueño jamás satisfecho, han heredado del muerto taller de pintura su leyenda de fastuosas orgías sobre el altar del arte.

La libertad de espíritu habitual a los grandes actores, por una parte, y sus riquísimos sueldos de que hacen gala, por la otra, explican estos festivales que no pocas veces tienen por único objeto mantener vibrante el pasmo del público, ante las fantásticas, lejanas estrellas de Hollywood.

Concluida la tarea del día, el estudio queda desierto. Tal vez los talleres técnicos prosigan por toda la noche su labor, y acaso a uno o diez kilómetros el tumulto diario se prolongue todavía en una fiesta oriental. Pero en los sets, en el estudio propiamente dicho, reina ahora el más grande silencio.

Este silencio y esta impresión de abandono desde semanas atrás se exhalan más particularmente del guardarropa central, vasto hall cuya portada, tan ancha que daría paso a tres autos, se abre al patio interior, a la gran plaza enarenada de todos los talleres.

Para anular los riesgos de incendios, el guardarropa se halla aislado en el fondo de la plaza, y su gran portón no se cierra nunca. Por entre sus hojas replegadas, en las noches claras la luna invade gran parte del oscuro hall. En ese recinto en calma, adonde no llega siquiera el chirrido de las máquinas reveladoras, tenemos en la alta noche nuestra tertulia los actores muertos del film.

La impresión fotográfica en la cinta, sacudida por la velocidad de las máquinas, excitada por la ardiente luz de los focos, galvanizada por la incesante proyección, ha privado a nuestros tristes huesos de la paz que debía reinar sobre ellos. Estamos muertos, sin duda; pero nuestro anonadamiento no es total. Una sobrevida intangible, apenas cálida para no ser de hielo, rige y anima nuestros espectros. Por el guardarropa en paz deambulamos a la luz de la luna, sin ansias, sin pasiones, ni recuerdos. Algo como un vago estupor se cierne sobre nuestros movimientos. Pareceríamos sonámbulos, indiferentes los unos a los otros, si la penumbra inmediata del recinto no fingiera un vago hall de mansión, donde los fantasmas de lo que hemos sido prosiguen un sutil remedo de vida.

No hemos agitado en vano el alma de las estrellas que nos sobreviven; no hemos dejado cien veces dormir en sus brazos nuestro corazón, para que sus films presentes no sean el comento nocturno de nuestros conciliábulos. Nuestro propio pasado —vida, luchas y amores— nos está cerrado. Nuestra existencia arranca de un golpe de obturador. Somos un instante: tal vez imperecedero, pero un solo instante espectral. El film y la proyección que nos han privado del sueño eterno nos cierran el mundo, fuera de la pantalla, a cualquier otro interés.

Nuestra tertulia no siempre reúne, sin embargo, a todos los visitantes del guardarropa. Cuando uno falta a aquélla, ya sabemos que algún film en que actuó se pasa en Hollywood.

—Está enfermo —decimos nosotros—. Se ha quedado en casa.

A la noche siguiente, o tres o cuatro después, el fantasma vuelve a ocupar su sitio habitual en la compañía que prefiere. Y aunque su semblante expresa fatiga y en su silueta se perciben los finos estragos de una nueva proyección, no hay en ellos rastros de verdadero sufrimiento.

Diríase que durante el tiempo invertido en el pasaje de su film, el actor estuvo sometido a un sueño de semiinconsciencia.

Cosa muy distinta sucedía con Ella (no quiero nombrarla), la hermosa y vívida estrella, que una noche hizo en el guardarropa su entrada entre nosotros —muerta.

No es para nadie una novedad el éxito que alcanzó en vida esta actriz en su brillante y fugaz carrera de meteoro. De la mujer, poseyó las más ricas calidades. La extrema belleza del rostro, del cuerpo, del sentimiento —cualquiera de estos supremos dones puede por sí solo derribar un alma femenina con su excesivo encanto. Ella, casi como un castigo, poseyó y soportó los tres.

Todo le fue acordado en su breve paso por el mundo. Conoció las locuras del éxito, de la fortuna, de la vanidad, de la adulación, del peligro. Sólo las locuras del amor le fueron negadas.

Entre todos los hombres que se le rendían, a su lado mismo o a través de dos mil leguas de clamor y deseo, Ella se ofreció toda entera al único ser capaz de desecharla: un puritano de principios morales inviolables, que antes de conocer a la actriz había puesto su honor en su esposa y su tierno hijo de diez meses.

No era fácil adivinar, en un cuáquero de rancia cepa como Dougald Mac Namara, el estado de sus sentimientos; pero a nadie hubiera sido grato soportar el choque que en su corazón libraban sus principios austeros con su culpable amor.

Ella lo había conocido en el estudio, pues el afortunado mortal poseía intereses en el cine. Y aunque Ella no había llegado a tenderle nunca los labios, sabía bien que, de haberlo hecho, él le habría apartado los brazos de su cuello, rígido y duro como el mismo deber. Las razas rubias suelen dar de vez en cuando al mundo uno de estos admirables seres, eternamente incomprensibles para los que tenemos la conciencia y los ojos más oscuros.

Ella sabía bien que él la amaba; pero no como un hombre, sino como un héroe. Y cuando un amante usurpa para sí todo el heroísmo del amor, al otro no le queda sino morir.

En suma: el padre de familia devolvió, amargo hasta las heces, el cáliz de amor que Ella le tendía con su cuerpo. Y Ella, sin fuerzas para resistirlo, se mató.

Suicida, en efecto, no podía Ella disfrutar de nuestra mansa paz, ni le habían sido vedados el amor y el dolor. Su corazón latía siempre; y en sus ojos, profundamente excavados, no podíamos adivinar qué dosis de arsénico o de mortal amor los dilataba aún con angustia.

Porque al revés de lo que pasaba con nosotros, Ella vivía a medias, sufría con fidelidad la pasión de sus personajes. Cuando nuestros films se exhibían, nosotros, como ya lo he advertido, desaparecíamos de la tertulia. Ella, no. Permanecía recostada allí mismo, arropada de frío, con la expresión ansiosa y jadeante. Simulábamos no notar su presencia en tales casos; pero cuando apenas concluida la proyección se incorporaba en el diván, ella misma nos expresaba entonces su quebranto.

—¡Oh, qué angustia! —nos decía descubriéndose la frente—. Siento todo lo que hago, como si no hubiera fingido en el estudio… Antes, yo sabía que al concluir una escena, por fuerte que hubiera sido, podía pensar en otra cosa, y reírme… Ahora, no… ¡Es como si yo misma fuera el personaje…!

Bien. Nosotros habíamos llegado legalmente al término de nuestros días y nada les debíamos. Ella había tronchado los suyos. Su vida inconclusa sufría un fuerte déficit, que su fantasma cinematográfico se iba cobrando, escena tras escena, de lo que Ella había supuesto fingidos dolores…

Debía pagar. De su amor, nada nos había dicho, hasta la noche en que al concluir su tarea murmuró amargamente:

—¡Si al menos… si al menos pudiera no verlo…!

¡Oh! No nos era tampoco necesario recordar, para que comprendiéramos el sufrimiento de la pobre criatura: noche tras noche, después de un mes de completa desaparición de Hollywood, Mac Namara asistía desde la platea del Monopole, y sin faltar a una, a las cintas de Ella.

Nunca hasta hoy la literatura ha sacado todo el partido posible de la tremenda situación entablada cuando un esposo, un hijo, una madre, tornan a ver en la pantalla, palpitante de vida, al ser querido que perdieron. Pero jamás tampoco fue supuesta una tortura igual a la de una enamorada que ve por fin entregarse al hombre por quien ella se mató, y que no puede correr delirante a sus brazos, no puede mirarlo, ni volverse siquiera a él, porque toda ella y su amor no son ya más que un espectro fotográfico.

Tampoco debía ser risueño lo que pasaba por el corazón del puritano, cuya mujer e hijo dormían en sosiego, pero cuyos ojos abiertos contemplaban viva a la actriz. Hay sentimientos a los que no se puede dar cuerpo verbal, mas que es posible seguir perfectamente con los ojos cerrados. Los de Dougald Mac Namara pertenecían a este género.

Para nosotros, sin embargo, únicamente la situación de Ella ofrecía vivo interés. Es muy triste cosa haber muerto en vano, cuando la vida exige todavía lo que ya no se le puede dar.

—¡No es posible —dejaba Ella escapar a veces después de su trance— sufrir más de lo que sufro! ¡Tres cuartos de hora viéndolo en la platea…! ¡Y yo, aquí…!

Insensiblemente, todos habíamos olvidado nuestros paseos a la luz de la luna y nuestros cuchicheos sin calor, para no contemplar sino aquel tormento. Presentíamos de un modo oscuro que Ella no podría resistir las torturas que con una crueldad sin ejemplo proseguía infligiéndole su vida trunca.

¡Morir de nuevo! ¿Pero nunca, nunca debía hallar descanso quien lo buscó rendida más allá de la existencia, comprando con puñados de arsénico la parálisis de su amor?

—¡Oh, morir! —decía ella misma, oprimiéndose la cara entre las manos—. ¡Y no verlo, no verlo más!

Pero del otro lado de la pantalla, Dougald Mac Namara no apartaba sus ojos de Ella.

Una noche, a la hora triste, mientras Ella yacía inmóvil en el diván, semioculta por cuantos plaids habíamos podido echar sobre su cuerpo, la joven apartó de pronto las manos de sus ojos.

—No está… —dijo lentamente—. Hoy no ha venido…

La proyección de la cinta continuaba, pero la actriz no parecía ya sufrir la pasión de sus personajes. Todo se había desvanecido en la nada inerte, dejando en compensación un sendero de lívida y tremenda angustia, que iba desde una butaca vacía hasta un diván espectral.

Ni a la noche siguiente, ni a la otra, ni a las que le sucedieron por un mes, Dougald Mac Namara volvió.

¿Debo advertir que desde media hora antes de la exhibición en todas esas noches, nuestros labios permanecieron mudos, y que desde el primer chirrido del film, nuestros ojos no abandonaban a la enferma?

También Ella esperaba —¡y de qué modo!— el comienzo de la proyección. Durante un largo rato —el tiempo de buscarlo en la sala—, su rostro adelgazado por el suicidio lucía hasta lo fantástico de ansiosa esperanza. Y cuando sus ojos se cerraban por fin —¡Mac Namara no había ido!—, el aplastamiento agónico de sus rasgos sólo era comparable al delirio anterior.

Nuevas noches se sucedieron, en vano. La butaca del Monopole proseguía desierta.

En un austero hogar de cualquier alameda, un hombre de principios rígidos debía de velar el sueño de su casta esposa y su puro infante. Cuando se ha resistido a una cálida boca que implora ser besada, se resiste muy bien a una danzante ilusión de celuloide. Después de un instante de flaqueza, Mac Namara no retornaría más al Monopole.

Tal lo creíamos. Ella no expresaba ya sus deseos de morir; se moría.

Una noche, por fin, al breve rato de iniciarse la proyección, y mientras nosotros no perdíamos de vista su semblante, sus manos de muerta se arrancaron bruscamente de los ojos.

Súbitamente su rostro se iluminó de felicidad hasta ese radiante esplendor de que sólo la vida posee el secreto, y tendiendo los brazos adelante lanzó un grito. ¡Pero qué grito, oh, Dios!

—Lo ha visto… —nos dijimos nosotros—. ¡Ha vuelto al Monopole!

Era más. Allá, en un lugar cualquiera del mundo, el puritano de rígidos principios acababa de pegarse un tiro.

Hay algo, pues, superior a la Muerte y al Deber. A dos pasos de nosotros, ahora, los amantes están estrechados. Nunca se separarán. Él sofocó su amor impuro, fue vencido temporalmente cuando iba a esconderse en una butaca, y regresó por fin triunfal a su hogar austero. Ahora está a su lado, en el diván.

Ella sonríe de dicha casi carnal, pura como su muerte. Nada debe ya al destino y descansa feliz. Su vida está cumplida.

Su ausencia

Con este mismo paso que hasta hace un instante me llevaba a la oficina, con la misma ropa y las mismas ideas, cambio bruscamente de rumbo y voy a casarme.

Son las tres de la tarde de un día de verano. A esta hora, a pleno sol, voy a sorprender a mi novia y a casarme con ella. ¿Cómo explicar esta inesperada y terrible urgencia?

Mil veces me he hecho una pregunta que constituye un oscuro punto en mi alma; mil veces me he torturado el cerebro tratando de aclarar esto: ¿por qué me fijé en la que es actualmente mi novia, le hice el amor y me comprometí con ella? ¿Qué súbito impulso me lleva con este paso a pleno sol, el 24 de febrero de 1921, a casarme fatal y urgentemente con una mujer que no ha oído de mis labios ofrecerle la más remota fecha de matrimonio?

¡Mi novia! No he tenido jamás alucinaciones por ella, ni sufrí nunca ilusión a su respecto. No hay en el mundo persona que pueda enamorarse de ella, fuera de mí. Es cuanto hay de feo, áspero y flaco en esta vida. En el cine puede verse alguna vez a una esquelética mujer de pelo estirado y nariz de arpía que repite el tipo de mi novia. No hay dos mujeres como ella en el mundo. Y a esta mujer he elegido entre todas para hacer de ella mi esposa.

Pero ¿por qué? Todo lo anormal, monstruoso mismo de esta elección, no saltó nunca a enrojecerme el rostro de vergüenza. La miré sin mirar lo que veía; la seguí como un hombre dormido que camina con los ojos abiertos; le hice el amor como un sonámbulo, y como un sonámbulo voy a casarme con ella.

Pero ahora mismo, mientras veo el abismo en que mi vida se precipita, ¿por qué no me detengo?

No puedo. Tengo la sensación de que voy, de que debo ir a toda costa, como si fuera arrastrado por una soga. Soy dueño de todas mis facultades, siento y razono normalmente; pero todo esto detrás de una enorme, vaga e indiferente voluntad que rige mi alma.

Conforme me acerco a casa de ella veo como en sueños, lejanísima en el espacio y el tiempo, diminuta y perfectamente perceptible, la silueta de un hombre que se me parece y camina bajo el ardiente sol. Alcanzo a ver, por bajo la ropa, el alma desesperada de ese hombre. Va a casarse contra su voluntad con un monstruo. A sus ojos y a su boca misma suben la repugnancia y el horror de lo que va a hacer. La vida entera —¡ya la va a perder!— daría ese hombre por detenerse. Toda la rebelión de un alma encadenada pugna por sujetar esa vida que se encamina al desastre. No hace falta sino un poco de voluntad, un pequeñísimo esfuerzo de voluntad, y se salva…

… Y camino siempre bajo el sol, viendo como un sonámbulo la diminuta silueta del hombre desesperado que se me parece…

Y miro con inmensa sorpresa: un lago, montañas negras y un crepúsculo helado. ¿Estoy loco?

Un lago coloreado por el crepúsculo, allá abajo, a miles de metros bajo mis pies. Altas montañas como recortadas en tinta china, contra el cielo frío. Y en todo el ámbito no hay otro ser que yo ante el silencio.

¿Pero cómo pasa esto? ¿Qué fantástico sortilegio me ha transportado en un segundo aquí? Porque hace apenas un segundo yo iba a casarme con un monstruo. (Y esta calma del lago…) No hace un instante eran… ¡son las tres de la tarde! (Y este crepúsculo helado…) ¡Y allí mismo está la verja de la casa maldita! (Y esta soledad salvaje que me oprime como un témpano…)

Reflexionemos. Puede un hombre admitir en broma una intervención fantástica. Puede preguntarse como acabo de hacerlo yo: ¿qué sortilegio me ha traído hasta aquí? ¿Qué hada o genio ha efectuado este milagro? Un hombre que camina al sol por una calle de Buenos Aires está perfectamente libre de que un genio lo transporte en un abrir y cerrar de ojos a un desierto.

Muy bien: mas todos mis sentidos al vivo me dicen que estoy viendo caer la noche en un abismo… ¡Y lo que yo hago, en verdad, es encaminarme a la casa de un monstruo! Tengo inmediata, tocándola casi, la sensación de mi cuerpo al cruzar la calle, la visión de los adoquines deslumbrantes, la percepción de un razonamiento comenzado que acabo en este instante de concluir… ¡Y este paisaje, entonces…!

Bajo los ojos a mi ropa y un escalofrío me recorre la médula: estoy vestido de invierno…

Recorro los bolsillos: ¡nada de lo que poseo me pertenece…!

¡Ah, por fin! Las tarjetas son mías: Julio Roldán Berger. ¿Pero este telegrama…? Hoy no lo tenía… Lo abro temblando y leo:

«Encantada con las flores. Te esperamos sin falta el 3. Papá no podrá asistir casamiento. Ven sin falta. Tuya Nora».

¡De Nora! ¡Del monstruo! Miro el lago fúnebre y un segundo suspiro dilata mi alma: ¡con que no me he casado! ¡Soy libre siempre! ¡Dios del cielo! ¿Qué fuerza misteriosa me ha protegido al arrancarme de golpe de los brazos malditos que me iban a ahogar?

¿Protegido? ¿Pero qué soy yo mismo? ¿Por qué estoy aquí? ¿He muerto tal vez bajo un auto al cruzar la calle, y este paisaje no es del mundo donde nací?

¡Pero no! Oigo por fin algo, un ruido. Es una bocina de auto. Y volviendo la cabeza, veo a un chofer que se encamina hacia mí y me dice:

—Creí que se había perdido, señor Berger… El hotel ha encendido ya los faros, y tendremos neblina.

Me quedo mirando al chofer: ¿Perdido…? ¿Hotel…?

No he muerto, pues. Estoy vivo, soy huésped de un hotel de montaña, donde almuerzo, hablo, tengo relaciones, me traslado de un lugar a otro, todo en perfecta regla, como me lo prueba la deferencia, un poco excesiva tal vez, del chofer. Solamente…

No tengo la menor idea de qué hotel puede ser ése, ni de qué personas conozco, ni de qué hago, ni de nada. Estoy muerto, real y efectivamente. Y aunque muerto, sigo tambaleando al chofer, pretextando desde ya una caída para excusar mi confusión de ideas y las mil y una planchas que con seguridad voy a cometer.

Con un pañuelo atado a la frente (pretexto: me caí anoche en un barranco y he perdido momentáneamente la memoria), pasé anoche de largo por el hall del hotel y me encerré en mi cuarto, conducido por la camarera que no concluía de compadecer al señor Berger, que con el golpe había perdido hasta el recuerdo de su pieza…

Pasé la noche en vela, más confundido que los hombres de Babel. No quiero ver a un médico: para escándalos, hay ya bastante con los habituales. Pero en la estación, adonde fui esta mañana a informarme del horario de trenes, tuve la primera sorpresa del día.

Mientras hablaba con el empleado, alcancé a ver por la ventanilla el gran calendario de papel.

—Andan adelantados aquí —le dije señalando el almanaque.

—¿Qué cosa? —inquirió el hombre.

—El calendario.

—¿Qué tiene el calendario?

—Nada… sino que está un poco avanzado.

—¿Avanzado? 1927.

—No, 1921.

El hombre, dudando al fin de sí mismo, echa una rápida ojeada atrás.

—Ya ve —me dijo volviéndose a sus números—. 1927.

—No, 21 —repetí yo.

—Bien; ¡déjeme en paz, señor! —concluyó el empleado mirándome—. Si no está satisfecho del almanaque, ahí tiene el libro de quejas.

Yo miré entonces el calendario y al hombre tres veces, y salí despacio al andén.

¡1927! ¡2 de abril de 1927! ¡Y el último recuerdo que yo tenía databa de ayer, el 24 de febrero de 1921!

Con muchísimo menos que esto un hombre puede volverse loco. ¡Loco, loco! Esta palabra danza como un aro de fuego ante mi tiniebla mental. ¿Cuándo lo estuve? ¿Lo estoy ahora?

¡Pero no! Todo aquí me dice lo contrario… Y aun noto, como noté anoche en el chofer, una deferencia a mi respecto que raya en la admiración. Si se exceptúa al boletero de esta mañana…

Esta noche sale el tren. Dentro de día y medio estaré en Buenos Aires… si es que Buenos Aires existe todavía.

Si alguna duda me quedaba en el hotel, al llegar aquí a Buenos Aires he sentido, en todo, la vejez del mundo. Han transcurrido dos mil ciento noventa y tantos días de luchas, pasiones y agonías de las que no tengo ninguna idea. No he estado enfermo durante ese tiempo. Ni inconsciente, ni cataléptico. Mi cuerpo ha vivido, e igualmente mi alma. Pero nada sé de lo que he pensado y hecho en esos seis años. Mi yo, que conozco y habla en este momento, está adherido a una calle asoleada, desde el 24 de febrero de 1921.

En este estado de ánimo he volado esta mañana a casa de mi médico. Si yo esperaba que al verme se echara atrás de sorpresa, no pasó así. Se alegró simplemente de que hubiera llegado bien, pues me esperaba hoy. Y me miraba como si yo no volviera en realidad de un viaje mortuorio de seis años.

Había llegado el momento de comprender.

—¿Entonces, me esperaba? —le dije con pausa, mirándolo en las pupilas.

—¡Claro! Su telegrama era bien explícito —me respondió.

—¡Ah! ¿Y era mío?

—Supongo que sí.

—¿Julio Roldán Berger?

—¡Vamos…!

—¡No, no! —le dije—. El caso es más serio de lo que usted cree. Respóndame tal cual le pregunto, como si yo no lo supiera. ¿Qué tiempo hace que usted no me ve?

—Muy bien: quince días.

—¿Por qué?

—Porque estaba en el lago Negro.

—¿En la cordillera?

—Claro. Y ahora permítame…

—No, no me pregunte nada todavía. ¡Por favor, Campillo! Míreme bien y respóndame con entera franqueza: en estos seis años últimos, ¿notó usted algo de anormal en mí?

—Nada.

—¿Nada?

—¡No, nada! ¡Nada! ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? ¡Vamos, Berger!

—Todavía un poco más. ¿Y no estuve enfermo… de gravedad alguna vez?

—No.

—Y… ¿no estuve… loco?

Aquí la expresión del médico cambió.

—Pierda cuidado, no estoy loco ahora —le dije—. Míreme más todavía y verá… ¿Pero antes? ¡Campillo, amigo…!

Mas el alienista no parecía ya fastidiado por mi interrogatorio idiota. Me hizo sentar a su frente y me dijo con calma:

—No le pregunto nada; cuénteme usted lo que quiera.

—¡Muy bien! Así nos entenderemos. Y comienzo. ¿Sabe usted cuál es el último recuerdo que tengo de mis pensamientos, de mis actos, de mi vida, en fin? De anteayer.

—Algún golpe…

—No me he golpeado en parte alguna. ¿Sabe cuándo es anteayer para mí?

—No.

—El 24 de febrero de 1921. Tal es el caso.

Campillo echó el cuerpo atrás para mirarme mejor, y yo me levanté con las manos en los bolsillos.

—Tal como lo oye —concluí fríamente—. Anteayer, cuando cruzaba la calle e iba a pisar la vía, me encontré en la cordillera con un lago violeta a mis pies y un crepúsculo lleno de frío, dando fin en ese instante a la misma reflexión que había comenzado un segundo antes al pisar la vía. Y parece que han pasado seis años de un instante a otro. ¿Cómo? Es lo que yo deseo que me explique.

Y la explicación me llegó por fin, en pos de un sinnúmero de preguntas insidiosas del médico. He aquí, pues, lo que ha pasado.

Yo pertenezco a una familia de nerviosos, donde han prosperado algunos histéricos y hasta alguna abuela epiléptica. Personalmente no he tenido nunca desarreglos nerviosos ni mentales, si se exceptúa acaso el estado afectivo anormal de que he dado cuenta, a principios de 1921.

Mas he aquí que bruscamente despierta en mí la epilepsia de mi abuela, la cual, si me esquiva crisis y ataques dramáticos, me sumerge de golpe en una ausencia, justo y cabal en el momento en que atravesaba la calle asoleada. Bajo la influencia de este estado epiléptico que el atacado no percibe en lo más mínimo, la vida prosigue como siempre. Sólo que al cabo de un día, un mes, un año, el hombre despierta de pronto. Se halla en un lugar que ignora, ni sabe por qué está allí, ni conoce a nadie, ni conserva un solo recuerdo de lo que ha hecho desde el momento en que ha caído sobre él la fuga epiléptica. Su último recuerdo data desde aquel instante; de lo demás: triunfos o tragedias de su propia vida, nada sabe. Es decir, que durante esos meses o esos años el hombre ha estado muerto. Ha vivido, amado, aullado de dolor, o delirado de alegría, pero muerto. Otro hombre ha proseguido viviendo en su nombre, en su cuerpo y en su alma; pero él mismo ha quedado detenido, suspenso al borde de la vía que iba a pisar… para despertar seis años después, asombrado e idiota ante su absurdo existir.

—Tal es su caso —concluyó el alienista—. Y no se queje mucho, porque hay epilépticos que arrancan a caminar un día, y no paran hasta llegar al Polo. Otros van derecho al mar o a través de un incendio. Usted ha sido de los afortunados.

—Desde su cínico punto de vista, tal vez —respondí con una sacudida de hombros, yendo a apoyar la frente en los vidrios de la ventana.

Pero mi amigo había bajado ya de su tarima científica.

—¡Vamos, Berger! Me doy cuenta de sobra de lo que le pasa… Lo quiero demasiado para emplear mi amistad en burlarme de usted. ¿Qué piensa hacer…?

—¡Pero es precisamente lo que le pregunto! —me volví malhumorado—. ¿Qué hago yo ahora? ¿Qué hacía yo en el lago Negro? ¿Qué he hecho en esos seis años? ¿A quién pedir cuenta de mi vida en ese tiempo, y qué cuenta debo dar de mis acciones? ¡No se imagina usted, con todas sus definiciones, lo que es ignorar la actuación de la propia vida de uno durante seis años! Sólo sé que hice una cosa… ¡la única que no debía haber hecho!

Y agregué, sonriendo casi de lúgubre dicha:

—¡Qué pesadilla amigo! Usted no lo supo entonces, porque estaba en Europa… Yo iba a casarme. Ahora comprendo que ya mi epilepsia había comenzado cuando miré a aquella mujer, cuando la seguí y le puse el anillo en el dedo, como un sonámbulo… En los últimos momentos me di cuenta de lo que iba a hacer, cuando cruzaba la calle bajo el sol de fuego… Y vi entonces el lago. Pero tenía un telegrama de ella, en que me hablaba siempre de matrimonio. ¿Cómo mi segunda alma ha proseguido adherida a tal monstruo, mientras la primera quedaba en suspenso sobre la vía? ¿Cómo no he…?

—¡Un momento! —me interrumpió mi amigo, que desde hacía un instante me miraba con extrañeza—. ¿Cómo se llamaba esa que usted denomina monstruo?

—Nora. Tengo todavía el telegrama.

Y mientras Campillo leía:

—¡Y pensar —repetía yo dichoso— que si no me quedo plantado en la vía, mañana estaría casado!

—Y lo estará —me dijo tranquilo el médico, devolviéndome el papel—. Mañana se casa usted.

—¿Con Nora…? ¡Bah! Es usted ahora el que está loco.

—No estoy loco. Mañana se casa usted, pero con Nora… Strindberg.

Tableau de nuevo. Uno y otro quedamos inmóviles mirándonos.

—Tal como le digo —rompió por fin Campillo con una sonrisa—. Ese telegrama no es del… monstruo, sino de su novia actual, Nora Strindberg. Hace un año que tienen ustedes amores. Debían haberse casado hace quince días, pero usted fue llamado urgentemente de la cordillera por asuntos particulares. El casamiento se aplazó hasta mañana, 5 de abril. Desde allá usted le envió últimamente un cesto de magníficas orquídeas, pues debo advertirle que está usted perdidamente enamorado. Nora le contestó con este telegrama en que se refiere a la ausencia de su padre. Todo está perfectamente dispuesto para el matrimonio, mañana a las tres. Y si yo le doy esta suma de detalles, es porque durante los seis años de su ausencia epiléptica, hemos intimado mucho más de lo que usted supone, y ahora soy testigo de su boda. Tal es el caso.

Yo no lo oía más, desesperado. ¡Otra Nora! ¿Pero es que mi destino no era otro entonces que planear matrimonios absurdos e idiotizarme al cruzar las vías? ¿No había purgado con seis años de epilepsia la abyección de mi alma al enamorarme de la primera Nora, cuando este segundo monstruo venía a llenar el hueco miserable de mi nuevo corazón?

—¡No, y mil veces no! —me levanté de nuevo—. Me basta con una Nora; no quiero otra. ¡Si usted la hubiera visto! ¡Jamás vio usted mujer más horrible, le digo! Y esta otra debe ser…

—¡Otro momento! No hable todavía —saltó Campillo—. Tengo un retrato de ella, porque somos también muy amigos… Aquí lo tiene, mire.

Tomé la fotografía a distancia, receloso, pero apenas bajé los ojos torné a alzarnos muy abiertos.

—Ésta es… —murmuré.

—Nora Strindberg. Puede mirarla. Vaya a la ventana y la verá mejor.

Fui a la ventana y aparté el visillo. Durante un largo rato contemplé aquel rostro que temblaba y sonreía entre mis manos y que parecía entrecerrar cada vez más los ojos al mirarme.

Campillo fumaba sin perderme de vista, y yo proseguía inmóvil y mudo, como un pobre diablo ante el cual se abren las puertas del Paraíso, y no se atreve a entrar.

—Ésa es Nora Strindberg —dijo por fin Campillo con vaga sorna—. ¿Qué tal?

—Bellísima —murmuré—. No he visto nunca mujer con esta ingenuidad y pasión de mirada…

—Muy bien: ingenuidad y pasión. ¿Y el resto? ¿Corte de cara, nariz, boca?

—Únicos en mujer nacida de los hombres… Pero la expresión, sobre todo. ¿Qué edad tiene?

—Diecinueve años. No es vieja.

Yo no oía más. Una cosa absurda, imposible de ser, se cernía sobre mí en forma de pregunta.

—¿Y esta persona… —me arriesgué al fin sin apartar los ojos del retrato— está enamorada de mí?

—Mucho. Loca por usted, es la palabra. Mírela más todavía… Mañana a estas horas será ya su mujer.

No vale la pena recordar las mil ansiosas preguntas que hice al respecto a mi amigo. Con cada respuesta iba yo naturalmente de asombro en asombro. Hasta que éste rebasó del vaso cuando exclamé por fin, como todo hombre que se excusa ante una dicha no merecida:

—¿Pero qué hice yo, pobre diablo de ingeniero, para merecer el amor de esta criatura?

—Supongo que por usted mismo, en parte —repuso Campillo—. La otra parte se la debe a una circunstancia que aún ignora. ¿No me dijo usted que había notado una obsequiosidad y un respeto muy grande a su respecto?

—Así es —contesté recordando de nuevo el aire misterioso con que me observaban en el hotel y aquí mismo en Buenos Aires y que yo atribuí a algún estigma de locura e idiotez impreso en mi semblante.

—Pues bien —prosiguió el alienista yendo a tomar un libro de la biblioteca y tendiéndomelo—. El otro motivo de simpatía de Nora hacia usted es este libro. Lea el título.

Y leí: El cielo abierto, por Julio Roldán Berger.

—¿Y esto? —murmuré, presa de estupor.

—Es un libro suyo. Vea la fecha: 1924.

—¿Pero de qué trata?

Mi amigo no pudo menos de sonreírse al oír esta pregunta de labios del propio autor estupefacto.

—No cabe su contenido en ninguna definición. Supóngase algo como filosofía de la humanidad… Ensayos de filosofía emersoniana, maeterlinckiana… ¡qué sé yo! Lo cierto es que su obra es simplemente genial. ¿Lo oye, amigo? De un hombre de genio. Lástima que usted no recuerde nada, para darse cuenta de la resonancia que tuvo su libro.

—¡Pero yo no puedo haber escrito esto! —exclamé en el colmo de la inquietud—. ¡Yo no entiendo una palabra de escribir! ¡Y filosofía, tan luego!

—Y así es, sin embargo. Hay en su libro —le cuento lo que dicen los ases del género en el mundo entero— una visión inesperada de la Vida, así como suena, con mayúscula. Usted ha visto lo que jamás vio nadie en el mundo de los vivos sobre el destino de la humanidad, sobre la razón de sus terrores y de sus míseras ansias de serenidad. Sigo hablándole como la crítica. En Europa y Estados Unidos no se quiso creer al principio que esa formidable eclosión de pensamiento hubiera tenido lugar en la cabeza de un argentino, un south americano… Debieron convencerse a la larga, y aquí se encuentra usted convertido, desde hace dos años, en el más célebre escritor de estos tiempos. Éste es el motivo por el cual las gentes lo miran con asombro de tener a su lado y ver pasar a un hombre de su talla intelectual.

¿Qué responder a esto? Yo tenía en mi mano, como ascuas, una obra profunda, trascendental, única en el mundo, que yo había meditado, planeado y resuelto al fin en un libro de 300 páginas. Y yo ignoraba totalmente lo que decía ese libro.

Debo advertir aquí, para que sea más comprensible mi absurda situación, que yo jamás me he preocupado del destino de la humanidad ni de cosas semejantes. He trabajado toda mi vida para salir adelante, y nunca vi en los hombres otra cosa que compañeros; de lucha, más o menos enérgicos, más o menos incapaces, pero prontos todos para abrir los codos si yo no lograba adelantar bien el pecho. Me he hecho un hombre libre sin la ayuda de nadie, y si no soy un intelectual en el sentido que se da a esta palabra, me he roto el alma en el cálculo de los diques del norte. Conozco también el valor del alma humana cuando se la somete a rudas pruebas. Sé lo que es el hambre mientras se estudia, y el hambre cuando se tiene por delante un día y una noche enteros un pilar en construcción que amenaza ceder bajo una avenida de agua imprevista. Conozco más que algunos la energía que cabe en el solo corazón de un hombre cuando se debe a la responsabilidad de una vasta obra. Pero nunca se me ha ocurrido escribir sobre esto ni sobre el destino de la vida. Visto esto, pues, ¿de dónde he podido yo sacar mi libro?

—De sí mismo —me dice el alienista—. No olvide que usted es epiléptico. Los epilépticos no tienen forzosamente genio, pero abundan los genios que lo han sido. Es el mal sagrado. En los epilépticos de genio la función normal de sus cerebros es pensar genialmente, a modo de las ostras cuya enfermedad genial es producir perlas. Usted ha necesitado entrar en ausencia para que su cerebro se «enferme» y escriba ese libro. Es bien claro. Mas algo me parecía oscuro siempre.

—¿Y Nora? —pregunté—. ¿Le gusta mucho mi libro?

—¿Su novia? Ya se lo dije. Su filosofía ha entrado de por mucho en el amor que le tiene. ¡Figúrese! Usted es su grande hombre.

Yo tomé de nuevo el retrato y de nuevo fui con él a la ventana. Ante aquel divino tesoro que por dichoso vuelco del destino debía pertenecerme al día siguiente, medité un largo rato… Y tomé una resolución.

—Aquí está su fotografía —dije a Campillo devolviéndoselo—. No me caso.

—¿Eh…?

—No me caso.

—¡Pero usted está loco! ¿Cree que ella no lo merece a usted? ¡No faltaba sino…!

—No diga idiotadas, Campillo… No me caso, porque no debo casarme. No es a mí a quien quiere; es al autor de eso… —señalé el libro por encima del hombro.

—¡Pero es usted mismo, qué diablo! Con ausencia o sin ella —y eso lo sabemos únicamente los dos—, usted ha pensado y escrito Cielo abierto.

—No he sido yo; también lo sabemos los dos.

—¡Y dale…! Si un músico siente una melodía en sueños y al despertarse corre a escribirla, ¿cree que por eso deja de ser de él? ¡Vamos, Berger! Tome la felicidad que se le ofrece, porque de otro modo será el último de los imbéciles… y de los criminales. ¿Qué derecho tiene usted a rechazar el amor de una chica como Nora? ¿Su maldito libro? ¿Quién le dice que un día de éstos no se pone usted a filosofar como entonces y escribe otro libro, mejor aún? ¿No tiene usted siempre su cabeza? ¿La tiene o no…? ¿Y entonces? Cielo abierto necesitó de una sacudida mental como su ausencia para nacer. ¿Por qué la sacudida emocional de poseer a Nora no había de exaltarlo de nuevo? ¿Qué sabe usted de las cuarenta mil seducciones que un hombre de su carácter tiene para una chica como Nora? ¿Se cree usted incapaz ahora, tal como es, de hacerse amar de una mujer?

—Según. Yo me he roto el alma trabajando siempre…

—¿Y porque usted se haya roto el alma, cree que Nora no puede quererlo por usted mismo, sin que intervenga su libro? ¡Bah! Usted podrá pasar dos días sin comer, viendo bailar sus diques bajo la inundación; pero no tiene idea de lo que es una pollera, y de cuán poco basta en un hombre a veces para enloquecer a quien la lleva. ¿Qué dice?

—No digo nada…

—Así me gusta. Y ahora, a estudiar el plan de campaña, porque en el estado en que está usted…

—¡Precisamente! De esto quiero que hablemos. ¿Qué he hecho yo en estos seis años? ¿Qué compromisos he contraído?

—No lo creo. Un hombre es siempre lo que es, aun bajo el alcohol.

—Pero yo he estado bajo la epilepsia, lo que es mucho peor.

—Pero no en usted. En usted ha sido apenas larvada, digámoslo así. Usted se detuvo en la calle y dio paso a otro hombre que era usted mismo, aunque con distinta manifestación. El ingeniero de cabeza sólida y breeches embarrados quedó inmóvil, mudo y blanco, suspenso seis años sobre la vía. El que lo reemplazó fue un intelectual, un escritor de extraordinaria visión, que cumplido su destino con ese relámpago de genio, se hundió en la niebla de la ausencia para dar otra vez paso al primer ocupante. Pero uno y otro eran usted mismo. En estos seis años transcurridos he sido lo bastante amigo suyo para estar seguro de que no hay tal infamia en ningún recodo de su vida íntima. Un hombre de corazón limpio a los ojos de un amigo, no lo ensucia en mezquindades ocultas. Hombre de acción o de pensamiento, usted ha sido siempre Roldán Berger. Si esto es lo que le faltaba para decidirse, ya está satisfecho.

»Y ahora, en lo que respecta a Nora, hay otras razones que usted no aprecia bien. ¿Cómo cree usted posible que salgamos a proclamar a tambor batiente este extraordinario caso de epilepsia en que usted ha dejado de ser usted durante seis años, y que estaba muerto aunque escribiera libros? ¿Quién lo creería, y qué ganaríamos con este escándalo barato? Guardemos, pues, naturalmente reserva sobre un caso que a lo más interesa a los clínicos. Pero, ahora: ¿qué razones va a encontrar usted para romper su compromiso con Nora, un día antes del matrimonio? Usted ha sido para con ella el amante más tierno. Ella lo adora —por idiota que sea la expresión—, y la familia tiene debilidad muy grande por usted. El mundo —como dicen en vida social— ha acogido con gran simpatía el compromiso de ustedes. Ambos jóvenes, enamorados, libres en sus tête-à-tête, con la libertad que les dan, a usted su nombre, y a ella su origen escandinavo. Y ahora, amigo: ¿con qué pretexto rompe usted el día antes de casarse?

Muy larga pausa, durante la cual veía a Campillo que me miraba esperando respuesta.

—¡Bien! —dijo al fin—. Ya ve que no es fácil hacerlo. Escuche esto al final. Nora vale, como corazón generoso y entusiasta, lo que usted ni sospecha siquiera. No le hablo de su físico; ya ha visto que por una cara, unos ojos y un cuerpo como el suyo, puede morir un hombre por conquistarlos. No volverá usted, en la vida de Dios, a hallar a su alcance una criatura igual a ésa. Que una de las tantas chicas monas que andan por ahí lo quisiera a usted un poco, le parecería ya bastante felicidad. Y Nora Strindberg lo quiere con locura, y no hay para ella mayor dicha que llegar a ser suya. He concluido.

Junto con su seductor alegato concluían también mis últimos escrúpulos. ¿Cómo desechar un cielo abierto (mucho más que el que yo había escrito), para entrar en el cual no se nos pide más que un poco de olvido?

Olvidar, recordar… Recordar que tras mi esplendor intelectual de un día, había en mí un corazón como el de otro cualquiera, que ya había latido junto al seno de Nora…

—Tal como usted pinta las cosas —asentí por fin— me olvido de todo… Pero una sola cosa, para concluir: ¿qué urgencia hay de que nos casemos mañana mismo? ¿Por qué no esperar un tiempo, hasta que…?

—¿Hasta que qué? ¿Qué ganaría usted esperando? ¿Enamorarse más hasta querer matarme porque no lo dejé casarse antes? Y luego los aprontes, Berger. Todo perfectamente listo para mañana, y desde hace meses. Y el disgustito… No se juega con las fechas de matrimonio, amigo… Sobre todo cuando es Nora quien se casa, y está desesperada por estas veintidós horas que le quedan de soltera… es decir, sin ser de usted.

Sólo veintidós horas… Me rendí.

No escapa a nadie que mi situación requería mil precauciones. Primero que todo, debía ponerme al corriente del estado de mi casa (desde la estación había volado directamente a ver a Campillo); de mis nuevas relaciones, de mi ambiente social de ahora, sin contar el punto más escabroso, que lo constituían Nora y su familia.

Con Campillo lo arreglamos todo en dos horas de trabajo. El pretexto del golpe sufrido para excusar mi desconocimiento total de todo, continuaba siendo el mejor. En unos cuantos días, atisbando detrás de mis ojos vagos, yo tomaría las líneas generales de mi nueva vida; y como tenía siempre a la mano el pretexto de la amnesia, no había pregunta, por disparatada que fuera, que yo no pudiera hacer.

Por lo que respecta a Nora, lo más prudente era hacerle saber enseguida mi contraste. Vendría corriendo a verme, yo la esperaría tendido en el diván, con una buena toalla en la frente. Campillo no debía permitirme hablar hasta pasado un rato para que tuviera tiempo de orientarme, especialmente con las personas que Nora podía arrastrar con ella. Concluidos, pues, los últimos toques de la escena, el telegrama de Campillo partió, mientras aquél me enteraba de lo que había pasado durante mi ausencia.

En cuanto mi amigo puede saber, el 24 de febrero de 1921 no se notó, ni notó nadie, en mí cosa alguna anormal, ni tampoco en los días que siguieron. Posiblemente dejé de visitar a la horrible mujer con quien me había comprometido. Posiblemente también me escribió una y mil cartas, hasta que me tendió un lazo para que fuera a verla. No es tampoco difícil que yo haya ido, y que después de oír las violentas recriminaciones de la furia, como quien oye llover, haya tirado el anillo a un rincón, y que yo haya salido con la espalda caliente de maldiciones. Tal vez hice yo todo esto, pero no me acuerdo de nada.

Desde principios del 21 a fines del 23 proseguí mi vida de siempre, sin un solo acto que se apartara de mi norma. Campillo recibió una carta mía del 21, fechada en Neuquén, y no notó el menor cambio en mis ideas o mi sensibilidad. Volví a menudo al Neuquén llevado por mis trabajos, y en mis estadas aquí en Buenos Aires, reanudé viva amistad con Campillo, que ya estaba de regreso. Pero tampoco me acuerdo de esto.

Parece que fue a principios de 1924 cuando se me ocurrió la idea de escribir. Huí de nuevo al sur, pero esta vez sin trabajo alguno, y regresé en diciembre del mismo año con los originales de Cielo abierto. Le pasé el manuscrito a Campillo, pero él no quiso leerlo, por estar convencido de que, después de los escritores de profesión, son los ingenieros y los médicos quienes escriben peor.

Publiqué el libro, y su éxito dejó atónito a Campillo. Los colegas de aquí callaron un tiempo; pero cuando del otro hemisferio comenzaron a llegar impresiones sobre mi libro, y a decir de mí lo que no se ha dicho de nadie desde los tiempos de Kant, el país entero quedó estupefacto. Cuanto hay en la especie humana de angustia y esperanza, yo lo había expresado en Cielo abierto. Puede ser, muy bien; pero yo no sé de ello una palabra.

Mi triunfo fue definitivo. En nuestro mundo intelectual se me hizo un lugar único, y sin volver yo a acordarme de diques, viaductos y mamposterías, entré de lleno en una actividad intelectual que no debía abandonar más. Así al menos lo creían todos, y yo el primero. Tuve que descender a dar conferencias, para que de este modo llegara a las damas algo de lo que en la lectura de Cielo abierto se les escapaba en total.

Al final de una de esas disertaciones subió hasta mí la familia entera de un acaudalado financista extranjero, radicada en América desde mucho tiempo atrás, que quería tener el honor de ver de cerca al autor de tal libro. Quien había arrastrado en verdad a la familia era su hija única. Campillo me dice que el entusiasmo de la joven por mi filosofía subía a sus ojos y latía en su pecho mientras me hablaba. Mutuas simpatías me llevaban días después a su casa, y de este modo conocí a Nora Strindberg. El resto: visitas asiduas, encuentros más asiduos aún, amor y demás, todo esto no se diferenció en lo más mínimo de lo habitual.

Y ahora la espero.

… Hace apenas un instante que se ha ido. Tengo todo lo que tenía hace una hora… ¡Y además una vida de felicidad ignorada, todo un año de amor desconocido, reconquistado en un solo beso!

… Siento su voz voluntariosa en el hall, arrollando al portero. Oigo sus preguntas ansiosas al médico, que en vano quiere detenerla al paso. La siento al fin sobre mí, y siento aún la frescura de sus manos en mis sienes, y el beso de su boca que me sacudió como una pila.

—¡Querido mío! ¡Julio! ¡Contéstame! ¡Campillo, dígale que me mire…! ¡Julio! ¡Mi amor!

Yo no debía permanecer sino el primer instante con los ojos cerrados. Y los abrí, cuando tenía a cuatro dedos de los míos los ojos anegados en angustia de una mujer a quien veía por primera vez, y que en ese mismo momento se extraviaban de pasión y felicidad al verme sonreír.

—¡Querido mío! ¡Ya pasó! ¿Qué tienes? ¿Un golpe…? ¡Y Campillo que no me decía nada! No es nada, ¿verdad? ¡Dime, Julio!

—Sí, de un golpe, Nora… Pero no es nada. Dentro de un rato estaré bien.

Y en voz más baja y lenta:

—¡Cuántas ganas tenía de verte…!

—¡Y yo a ti!

—Nora mía…

Como ustedes ven, yo me portaba pasablemente. Pero tras mis palabras cálidas yo analizaba fríamente aquel rostro desconocido, cuya mejilla abrasada había tenido, sin embargo, mil veces contra la mía.

—¿Pensaste mucho allá en tu Nora? ¡No, no levantes la voz! Dime bajito.

—Sí, mi vida… (Tiene las pestañas más densas de lo que parece en el retrato…)

—Y yo también. ¿Recibiste a tiempo el telegrama? ¡Pobre querido, qué golpe!

—Me caí… ¡Hacía tanto que no te veía…! (Debe quedar divina con las sienes más descubiertas…)

—Ahora sí, querido mío. ¡Juntos para siempre! ¡Toda tuya, siempre! Campillo, mamá: no miren. Otro beso, ligero, el último. ¿No te hará daño?

—Probemos… (Y si su boca es el Paraíso entreabierto, la humedad de sus labios y su seda interior…)

… Yo estaba mareado, y el corazón, tras un espasmo, me latía tumultuosamente. Mis últimos escrúpulos se habían volatilizado en la llama de aquel amor de un año que temblaba en sus pestañas caídas al tenderme la boca, y que yo reencontraba en un solo beso.

¿Qué más? El médico intervino al fin.

—No es nada de inquietud —dijo quitándome la toalla—. Una ligera conmoción, de la que no quedará rastro mañana. Lo único que quedará es una cierta confusión de recuerdos que ya lo ha molestado. ¿Quieren creer que no me conocía al entrar aquí? Se quedó mirándome como si nunca me hubiera visto.

La angustia de Nora renació, mientras la madre (no era difícil haberla conocido), miraba a todos con extrañeza.

—¡Qué cosa más rara! ¿No conoce a nadie, Berger?

—¡Mamá, a mí me conoció enseguida!

—Bueno fuera… Pero a mí, Berger, ¿me conoce?

—No mucho —me atreví sonriendo—. Hasta hace un momento no la reconocía…

—¡Qué raro! —comentó aún la señora—. Y si esto le pasa a él, con el talento que tiene, ¿qué sería de nosotros?

—Nos matan con seguridad —apoyó Campillo, muy satisfecho del giro que tomaban las cosas—. Si yo mañana no reconozco al señor Strindberg, voy derecho a un manicomio. Berger en cambio está facultado para hacerlo impunemente, pues el autor de Cielo abierto no puede regirse por las leyes de los demás hombres.

A la brusca evocación de mi libro, yo había sentido una ola de frío, un soplo de viento helado que barría mi alma. Y quedé mudo, el ceño contraído, en tanto que la digna señora concluía solemnemente:

—Tiene razón, Campillo. Su cerebro no tiene que darnos cuenta de lo que en él pasa…

Y me miró con maternal y hondo orgullo.

Yo estaba ya de pie, y Nora Strindberg tenía las dos manos en mis hombros, contándome a escape los mil y un preparativos para el día de mañana. Y cuando por fin se fue, con la promesa confirmada y sellada en un último beso, de que dentro de tres horas estaría en su casa, me dejé caer exhausto en el diván, con la cabeza entre las manos:

—Todo esto es absurdo, Campillo, horriblemente absurdo… Pero si no me caso con ella, me muero.

No he muerto, pues hace tres meses que Nora es mi mujer. Si la alegría del hogar, el amor extremo, el encanto de una hermosa criatura en nuestros brazos pueden constituir la felicidad de un hombre, yo soy feliz. Mi amigo tenía mil veces razón: jamás soñé yo una dicha como la que me tienden los ojos, los labios y el cálido corazón de mi Nora. Campillo me lo repite a menudo: y, cosa que honra a su carácter, creo que él, a la par de cien otros, deseó ardientemente este tesoro cuya llave Nora Strindberg me entregó palpitante.

Ahora bien: ¿qué continuación puede tener esta historia de un amor realizado en dos etapas por un mismo hombre, y cuya culminación dichosa gozo en este instante mismo?

Pero no soy feliz. Hay en este mundo un ser, un fantasma que exige y absorbe detrás de mi corazón, la mirada, los besos y el cálido corazón de mi Nora. Este fantasma es el autor de Cielo abierto. En balde me digo que él y yo somos una sola persona; pues de no ser así, mi esposa habría rechazado con los brazos, al día siguiente de casados, a un intruso que estaba robando un tesoro ajeno. Pero nunca noté la más vaga extrañeza a mi respecto. Fue y es siempre conmigo la misma viva ternura de la noche de bodas. No ha sufrido junto a mi corazón el menor desengaño. No ha sentido jamás el menor escalofrío de pudor al tener reclinada su alma en la mía.

Pero no soy feliz. Aunque he suprimido toda actividad intelecto-social, dondequiera que esté y adondequiera que vuelva los ojos, hay siempre dos personas detenidas que me miran, y una de las cuales dice a la otra disimulando la boca con la mano:

—Es el autor de Cielo abierto.

Cada correo de Europa me trae docenas de libros dedicados al maestro. Mi nombre está escrito una vez por lo menos en cada número de cada publicación trascendental. De veinte palabras que me dirigen, siete son infaliblemente éstas: «¿Cuándo nos da, maestro, otro Cielo abierto?» Y catorce veces más por día siento sobre mi virgen destino de antaño, el peso abrumador de mi fatal inteligencia.

He contestado a centenares de cartas de agradecimiento. Asisto a conferencias en facultades y centros intelectuales. Desempeño, en fin, del mejor modo posible, mi pesado papel de hombre de genio.

Difícil e idiota como es este disfraz, yo lo aceptaría gustoso si no estuviera de por medio la dignidad de mi amor. He mencionado ya el entusiasmo de Nora a la aparición de Cielo abierto. Sabe de memoria cuanto se ha dicho de mí, y colecciona en un magnífico álbum los miles de recortes sobre el extraordinario libro. Nunca mujer se sintió más orgullosa del talento de su marido. Es ella quien abre febrilmente las hojas de las revistas, y ella quien lee aprisa y salteando los interminables estudios sobre Cielo abierto. Y ella, en fin, quien corre radiante a enseñármelos.

En estas ocasiones yo estoy por lo común en el escritorio repasando mentalmente algún pesado cálculo de materiales. Y al quedar solo, voy a veces a tomar como un autómata un ejemplar de mi obra y lo abro en cualquier parte.

¡Imposible! Si hay en el mundo una cosa que no entiendo, ella es mi propio libro. A la segunda página ceso de leer, fatigado como si saliera de un ataque de gripe. ¡Mi propia obra! ¡Mis propios pensamientos! Puede ser. Hay en ellos un esfuerzo de genio como no vio el mundo después de Kant. Pero yo nada comprendo y me aburro desesperadamente con su lectura.

Un nuevo mes ha pasado. No soy feliz —lo he repetido hasta el cansancio. Y ella, Nora, tampoco lo es. Desde hace un mes me sube al rostro la vergüenza de esta monstruosa farsa, de esta nube de incienso que me envuelve al paso, me sigue y me adula como a un payaso genial. No salgo casi de casa; paso todo el día en mi escritorio con las puertas cerradas y la luz encendida, o acodado sobre mis viejos planos, con la tabla de resistencia a la vista. Bajo a comer, salgo un rato de noche a caminar, y esto es todo.

Pero, tras esta soledad sedante en que por fin me encuentro a mí mismo, siento que mi hogar y mi felicidad se derrumban. Nora me ha tomado entre sus brazos, desesperada:

—¡Julio! ¡Hace diez días que dura esto! ¡Dime qué tienes!

Yo la acaricio, helado:

—No es nada, Nora… Estoy enfermo…

Pero ella esquiva mis manos:

—¡No es cierto! ¡Julio, mi amor! ¡Pero qué te he hecho! ¡Cuatro meses que nos hemos casado y ahora…!

Y cae a sollozar su dicha perdida sobre los brazos del diván.

¡Pero, qué decirle! ¿De dónde sacar fuerzas para concluir de matarla y matarme, diciéndole que yo no soy sino un ladrón de gloria, y que lo que ella amó con pasión es un divino fantasma sobre la vulgar figura de un constructor de diques?

¿Y yo? ¿Merezco, acaso, esta amargura de aniquilar fríamente la felicidad íntegra y pura que hallé en los brazos de mi Nora? Debo hacerlo. Soy un enfermo, o lo fui durante seis años. Me he vestido tres meses de pavo real, disimulando bajo su rueda mis embarrados stromboot de ingeniero. Pero no puedo robar un amor que mi novia sintió por mí, con los ojos fijos en mi frente…

… Concluido, pues. Anoche —como lo hago desde hace un mes— yo recibí el correo y quité una por una las fajas. El correo era muy voluminoso. Hojeé todo lentamente frente al fuego —muy lentamente… Y al final llamé a mi mujer.

—Óyeme, Nora —le dije sentándola a mi lado—. Yo siento al igual que tú lo insostenible de esta situación. No podemos continuar así.

—¡Sí, sí! —murmuró ella ansiosa y feliz, tomándome las manos—. Ya no podía más. ¡Oh, Julio…!

Sus rodillas estaban en las mías, y su divino corazón se volcaba sobre mi pecho. Y sentí, en la firmeza de sus dedos y la humedad de su mirada, la inmensidad de lo que iba a perder. Pero ya estaba yo de pie; fui hasta la mesa y volví con un ejemplar de Cielo abierto.

—He aquí el motivo de mi actitud —le dije tendiéndole el libro—. Este libro lleva mi nombre. Pero yo no lo he escrito, Nora…

Por helada que estuviera mi alma y deshecho mi corazón, no me equivoqué respecto del espanto que expresaron los ojos de Nora.

—No —le dije con la sonrisa de un hombre muerto—. No lo he robado… Yo mismo lo escribí. Pero ahora —¿me oyes bien?— no sé nada de lo que he escrito. Nada recuerdo… No entiendo una palabra de lo que ahí dice. ¿No comprendes, verdad? Tampoco lo comprendía yo. Estuve enfermo… Campillo me lo explicó todo. Pasé seis años en un estado anormal, en el que yo era siempre yo, y no lo era, sin embargo… Entonces fue cuando escribí el libro. Nunca había yo escrito nada… Cuando volví en mí… cuando desperté de ese sueño de seis años… era el 2 de abril —concluí levantándome.

Angustia… nada más que intensa angustia había en los ojos de Nora.

—¿Tres días antes de…? —murmuró mirándome estremecida.

Yo no vi en su estremecimiento otra cosa que la repulsión con que me rechazan las más hondas fibras de su ser. Y proseguí, la boca y el alma desesperadamente amargas:

—Sí, tres días antes de casarnos… ¡Yo me pregunto ahora de dónde saqué tanta infamia para engañarte de este modo! Campillo me había ya informado de todo. Él me ayudó a continuar el engaño… Pero yo solo tuve la culpa. Vi tu retrato… Campillo me habló de ti… Después fuiste a verme… Lo único que debía haber hecho entonces —¡mostrarte al vivo el pobre diablo que yo era!— no lo hice. Me dejé engañar a mí mismo… Engañé a todos, por… por tu amor. Pero ya no lo hago más. Es tarde, no sé; horriblemente tarde… pero perdóname. A mí mismo, el hablarte ahora de esto, me cuesta tanto como a ti perdonarme… ¡porque te pierdo! Lo sé de sobra. ¡Autor de Cielo abierto! ¡Hombre de genio! ¡Ah, no! ¡Te aseguro que no! Jamás escribí una palabra, y menos sobre el destino de la vida. Mi vida la empleé en trabajar como un negro, y desde que tenía doce años… Lo poco que valgo, lo debo a mi voluntad de hacerme hombre… Y vuelvo a preguntarme de nuevo cómo pude engañarte, robar tu amor… Cómo se me ocurrió que podrías quererme por mí mismo, aunque no fuera un intelectual… Sí, alguna vez quise hablarte, decírtelo… Pero era una tontería hacerlo, ahora lo veo bien. ¡Te pierdo para siempre, lo sé! Perdóname, si tienes fuerzas para esto. Yo… yo me voy ahora para siempre.

¡Oh, no! Porque había allí una mano que acababa de tomarse de la mía; que se apoyaba en ella y Nora se alzaba hasta mí.

—¿A dónde te vas? —me preguntó con lenta angustia.

—¡Nora mía! —tuvo fuerzas para gritar mi corazón—. ¿Es cierto lo que dices?

—¿A dónde te vas? —repitió ella alzando sus dos manos a mi cuello, mientras su cuerpo venía a mí con rigidez de piedra.

¡No me fui, no! No fui sino a caer con ella en el diván, y a hundir la cabeza en sus rodillas mientras ella hablaba aún, me pasaba la mano por el cabello.

—No, no te vas… Eres mío… mío…

Y yo, desde la divina almohada:

—Nora… mi adorada Nora… Soy indigno de ti…

—Cállate… no hables.

—Sí, es cierto…

—¡Pst…! No hables nada…

Y con los ojos espantados aún, fijos en el fuego, pálida por la opresión de los sollozos que no podían subir:

—No hables… Mi querido… No te muevas… Mi amor…

«¿Se cree usted incapaz, tal como es, de hacerse amar de una mujer? ¿Qué sabe usted de la seducción que puede tener un hombre para una mujer como Nora?»

Estas palabras de Campillo se presentan nítidas al tener por fin a mi esposa entre mis brazos.

—¡Lo que me has hecho sufrir! —medita ella, aún en alta voz ante el fuego de la chimenea, que ambos contemplamos absortos; yo estoy sentado en el diván; ella está sentada… en el aire.

Yo agrego:

—¿No te pesará nunca haber perdido al autor de Cielo abierto?

—¿Quién? —dice Nora con cómica extrañeza—. No conozco a ese señor. Yo sólo conozco a…

Y lo que no concluyen sus labios, me lo dicen sus ojos y su boca en ansioso y oprimido secreto.

Y como si no fuera este testimonio bastante severo, Nora se levanta a tomar Cielo abierto, vuelve a mis rodillas, y con su brazo pasado tras mi cabeza, va rompiendo una por una las hojas del libro que arroja a las llamas, y que ambos miramos arder maravillados.

—Ahora —me dice juntando su brazo libre con el que me embriaga— ya murió ese señor…

—¿Y el público? —recuerdo yo sobresaltado—. ¿Qué dirá el público, que espera la aparición de otro Cielo abierto?

—¿El público? —responde ella; y con un delicioso mohín, en voz muy baja, y sobre mi aliento mismo—: Que espere…

Tiene razón Nora. Estoy ahora profundamente ocupado. El público… que espere.

La bella y la bestia

ELLA

«Señorita escritora desea sostener correspondencia literaria con colegas. X. X. 17, oficinas de este diario».

Ça y est. La escritora soy yo.

He pensado mucho tiempo antes de dar este paso. No es la inconveniencia de un carteo anónimo, como pudiera creerse, lo que hasta hoy me ha contenido. A Dios gracias, estoy por encima de estas pequeñeces. Pero son las consecuencias del carteo lo que me inquieta.

Por regla general, y para una mujer sensible, el hombre es mucho más peligroso escribiendo que hablando. Es diez veces más elocuente. Halla notas de dulzura que no sé de dónde saca. No impone con su presencia masculina. No mira: frente a una mujer agradable, la mirada del hombre más cauto es un insulto.

Esto, en general. En particular, solamente una especie de hombres es capaz de hablar como escribe; y éstos son los literatos. La parte del alma femenina que hay en cada escritor le da un tacto que ellos nunca apreciarán en su valor debido. Conocen nuestras debilidades; valoran como en sí mismos la plenitud de nuestras alegrías y el vacío absoluto de nuestras inquietudes. Llegan a nuestro espíritu sin rozarnos la carne. Entre todos los hombres, ellos exclusivamente saben hacerse perdonar el ser varones.

La grosería masculina… Sin la chispa de ideal que hace de un patán un poeta, las mujeres hubiéramos vuelto a las cavernas o nos habríamos suicidado.

Sentimiento, ternura, delicadeza de los hombres… ¡Bah! Si me atreviera a definir el amor, diría que en nosotras es una esperanza y en ellos una necesidad.

Ante esta evidencia no valdría la pena continuar viviendo, si de vez en cuando el Señor no depusiera desnudito en los brazos de una madre tan pequeña cosa que será luego un gran poeta.

¡Dios mío! ¡Mas cómo cuesta hallarlos! Conozco a todos por fotografía y a algunos de cerca. ¡Pero qué fugaz este cerca! La madre de Dora me insta siempre a que vaya a su casa los miércoles. Su sala es un verdadero salón literario, como los había en los divinos tiempos de la princesa Matilde. Allí podré hablar con ellos, deleitarme con su conversación, gozar el abandono de entregarles con el alma, la vida entera de un instante.

¿Por qué no voy? Desde que comencé este diario he sentido que más temprano o más tarde debía anotar esta circunstancia… enojosa. Deseo que no se equivoquen sobre mí: me siento muy halagada de ser muy joven, y tan bella de rostro como de figura, al decir de todos. No es, pues, la hipocresía mi principal defecto. Pero de mí se desprende, a lo que parece, una seducción particular, una atracción honda y ciega más fuerte que mi belleza misma, y profundamente… turbadora.

—Tu alma es pura como un lirio —me ha dicho una vez mi tía—. Pero tu destino es más fatal: enloquecer a los hombres.

—¡Pero qué hay en mí, tía! —he sollozado casi—. ¡Yo no tengo el tipo provocador!

—¡Todo lo contrario! Pero por no haber en ti pizca de provocación, atraes como el abismo. No son tan tontos los hombres.

¡Dios mío! ¿Qué hacer? Por todas partes, en todos los amigos que he tratado, en todos los hombres que he conocido, la misma torpeza material, la misma grosera incomprensión del alma femenina. Creen que una sola cosa les basta para conquistar nuestra finísima sensibilidad: el ser hombres. ¡Y qué orgullosos se sienten de ello!

Cuando Dios hizo a la mujer, arrojó la llave de oro de su espíritu al misterio. El primer poeta suicida la halló dentro de su ataúd; y desde entonces los escritores, dueños exclusivos de ella, se la pasan de unos a otros.

Yo no sé cómo se llama el artista que hoy la posee; pero voy a él, confiada.

He mostrado a mi tía el aviso que envié esta mañana al diario. Se ha puesto los lentes, no tanto para leer como para mirarme por encima de ellos.

—¿Y has pensado en el peligro de que alguno te guste… no espiritualmente? —me ha dicho.

—¡Oh, tía! —he respondido sentándome en el brazo del sillón a abrazarla—. Si es un escritor, ¡soy toda suya!

ÉL

Puedo llegar a ser el hombre más feliz de la Tierra. ¡Acabo de hallarla por fin, cuando había perdido todas las esperanzas! Nadie puede hacerse una idea de lo que es tener por fin a tiro a una chica monísima que nos ha enloquecido ya al pasar. Pregunté por ella tres meses seguidos; todo en vano. Y he aquí que la encuentro cuando menos lo esperaba, en los miércoles de una casa de familia.

La casualidad me pone en contacto, apenas adentro, con la señora de Morán, que me profesa cordial estimación. ¡Y es tía suya!

—Magnífico —le digo—; usted me va a hacer un favor muy grande. Preséntemela.

—¿Le gusta?

—Locamente.

—Pierda entonces las esperanzas. No es para usted.

—¿Por qué? Yo no soy acabadamente vil.

—Usted es encantador; pero no es el hombre que va a llamar al corazón de Mechita.

—¡Diablo! ¿Tan inconquistable es?

—Para usted, inmensamente.

Mi amiga no parece bromear. Yo murmuro: «¿De veras?», con acento tan grave y aire seguramente tan desconsolado, que la señora se apiada después de medirme un rato en silencio.

—Yo quiero locamente a Mechita, pero también lo estimo mucho a usted. ¿Está seguro de poder hacerla feliz un día?

¡Diablo de Mechita! Ante tanta solemnidad, y la exaltación superhumana que de Mechita se hace, pregunto atemorizado:

—¿Pero ella es una mujer… como todas?

—No sea loco —me responde mi amiga—. Quiero decir, si usted es capaz de enamorarse… de su espíritu.

—Si posee de espíritu una centésima parte de su encanto físico, me caso mañana mismo.

—Eso ya lo verá usted. Por estimarlo como lo estimo, voy a ser infiel a Mechita. Acérquese más y escuche.

Y con la sorpresa del caso, se me confía el secreto de cierto aviso que debe aparecer en un diario, a fin de que yo tome las medidas que crea más convenientes.

ELLA

Ya está. Éxito completo. He recibido ocho respuestas, ocho espirituales cartas en papel de esquela. Tres tienen monograma, y cuatro comienzan como las nuestras, por la última página.

¡Pero qué cartas! ¡Dios mío! Si yo hubiera nacido hombre y poeta, creo que no hubiera tenido la finura de ellos.

¿Ello? Todos no. Siete cartas son iguales, pero la última es un enigma. Primero de todo, escrita en una vulgar hoja de block. Segundo, da la impresión más acabada de que su autor no tiene idea de lo que es una correspondencia literaria: «… en la medida de mis fuerzas, me desempeñaré gustoso, tratando de halagar a usted…»

¡Qué estilo! Tratando de halagarme… Su autor tiene vocación de artista, pues cree serlo; pero nada más, el pobrecito…

He dejado pasar diez días sin contestar a ninguna. Véase por qué:

Los literatos, debido a la prodigalidad de sus sentimientos, reciben cartas femeninas no siempre inspiradas en una emoción artística. El menos avisado de mis ocho escritores no ha dejado de sospechar en mí un lazo de este género. Ante mi silencio algunos perderán toda esperanza, y otros volverán a escribirme; pero el tono de sus cartas me indicará nítidamente a los que persisten en error.

Pues bien: me he equivocado. Los siete escritores de verdad han vuelto a ofrecerme su correspondencia espiritual, con la misma finura y las mismas hermosísimas frases de la primera vez. Sólo el octavo, el fresco señor del papel de block, no ha dado señales de vida.

He estado a punto de reírme sola. ¿Qué pensará el buen hombre? Se ha resentido ante mi silencio, con seguridad. ¡Pero tampoco sospechó en mí una correspondencia extra-artística, pues de ser así hubiera insistido! En fin, no creo haber perdido nada.

¡Un mes de carteo ya! ¿Fui yo, en verdad, la que buscó para alimento de su alma la palabra mágica de un literato? Comprensión, exquisitez, soplo anímico, caricia ideal… ¡Dios mío! ¡Todo, todo lo poseo de ellos! ¡Y me siento tan, tan vacía!

Al concluir de leer una tras otra las siete cartas, tengo siempre la sensación de ser toda yo, hasta lo más íntimo de mi ser, algo dulce; pero apenas dulce, ¡de una levísima dulzura que se torna ansiosa de ser concretamente dulce! Paréceme que floto, sin lograr asentarme en tierra. Toco las cosas, y es como si en pos de haber sufrido mi contacto, huyeran de mí. ¡Y este estado de beatitud aplastada en que quiero sentirme! ¡Y esta ansia de dulzura definitiva que voy a alcanzar y me huye siempre!

A veces, cuando concluyo de contestar las siete cartas, pienso en aquel original del block. ¿Qué podía haberme escrito? Vulgaridades sin nombre… pero me hubieran hecho reír. ¡Pobre señor! Continúa resentido conmigo.

¿Y si le escribiera de nuevo? Con seguridad no se vio nunca tan halagado.

Anoche le envié dos líneas. He aquí su respuesta:

«Señorita: usted me pregunta por qué no le escribí más. El motivo es haberme dado cuenta, después de contestar a su carta, que yo no había entendido bien. Usted hablaba de correspondencia literaria. Y yo no soy literato. En la seguridad que usted sabrá disculparme mi error, la saluda atte…»

No está mal, ¿verdad? Podía, sin embargo, haberse excusado de no ser literato: «… darme cuenta “que”… disculparme “mi” error…»

¡Pero por inculto que sea no puede ignorar lo que es una correspondencia literaria! ¿Con qué objeto, pues, se hizo al principio el tontillo, para encerrarse luego en su feroz silencio?

¡Ah! Y siempre su poética hoja de block.

¡Qué sueño! Soñé anoche que un desconocido se acercaba a mi lecho y me susurraba al oído: «Te está engañando. Los otros son literatos; pero el literato verdadero es él».

He comprendido, con la brusca revelación de la verdad, el porqué de mi oculta predilección. ¡Pero sí, sin duda alguna! ¡Se ha disimulado, se ha disfrazado bajo su estilo comercial! ¡Cómo no lo sospeché antes! Ahora se explica su actitud toda.

¡Ah, muy bien! Pierda usted cuidado, señor escritor. ¡Es usted mal psicólogo, si cree que le voy a dar el gusto de halagar su vanidad, reconociéndolo poeta!

«Señor: A pesar de todo, ¿tendría la amabilidad de perder el tiempo cambiando impresiones conmigo? Se considerará muy honrada SS…»

«Señorita: No alcanzo a comprender qué interés puede usted tener en cambiar impresiones conmigo, pues, como ya se lo he dicho, no soy literato. Impresiones que puedan entretener a usted no tengo ninguna. Creyendo así haber satisfecho cumplidamente sus deseos, la saludo atte…»

¿Ah, sí? ¿Cree usted así como así, señor literato sutil, haber satisfecho mis deseos? Lea usted esta cartita:

«Señor: Confieso también que me equivoqué al juzgar a usted escritor un pequeño instante. Con este doble error, doy por terminada esta efímera correspondencia».

El yerro fue sólo mío. Pero tiene que ser muy hábil para reanudar con aires de triunfo el carteo.

¡Y no reanuda! ¡Un mes transcurrido en el más fosco silencio!

¿Me habré equivocado? ¿Será un patán como cualquiera, sin un soplo de ideal?

Pero no; habría respondido alguna grosería de despecho, pues la vanidad de los hombres vulgares, en sus pequeñas cosas, es más fuerte que la de los mismos literatos.

¿Entonces? ¿Qué pretende? ¿Burlarse de mí?

He soñado toda la noche, despertándome a cada momento. Hoy estoy quebrantada, sin gusto para pensar un instante en mí misma.

Dejemos. Reanudaré la correspondencia con mis siete colegas de verdad, escritores al fin. El otro ha muerto.

«Señor: ¿Ha muerto usted? Le hago esta pregunta, movida por la más estricta curiosidad».

A lo que ha respondido:

«Señorita: No he muerto todavía. Si lo que usted quiere preguntar, en su cartita de ayer, es el porqué de mi silencio, le recordaré que fue usted quien lo impuso, y no yo. ¿Está usted satisfecha?»

Seis horas después, debe haberle llegado esta sola línea mía:

«Yo, no. ¿Y usted?»

Y él, enseguida:

«Yo, tampoco».

¡Pero qué trabajo! ¡Cuán difícil es conquistar! ¡Dios mío! ¿Habrá sido así tan duro con todas las que le han escrito?

¡«Mi» literato! Porque en vano sus cartas, su estilo y su vulgar claridad para explicar las cosas pretenden engañarme. ¿Quién, sino un artista, hubiera sido capaz de hallar el procedimiento para interesarme sin ofenderme? Los hombres vulgares no proceden así. Como los hombres ricos de Maeterlinck, son los eternos hambrientos sin tener necesidades.

Hace dos meses que nos escribimos.

¿Qué me dice? No sé. Nada extraordinario, ¡oh, no! Su misma constante simulada sencillez. ¡Pero cosa curiosa! ¡Sus expresiones, que en otros me parecen triviales, en él, con las mismas palabras y el mismo tono, me parecen llenas de energía!

¡Literato mío! ¡Cómo reconozco tu divina sutileza!

Mas su nombre, siempre en el misterio. He agotado la lista de los escritores del país, sin hallar el suyo. No es tampoco un seudónimo; lo conozco ya demasiado para creer eso en él. ¿Pero, entonces?

Tía se echó a reír ayer ante mi pesadumbre.

—¡Pero tía! —le digo—. ¡Es un magnífico escritor, estoy segurísima! ¡Y quiero leerlo!

—¿Y también verlo, por supuesto?

—¡Por supuesto que sí, tía!

La entero entonces de sus deseos de conocerme. ¿Me puedo arriesgar?

—¿No temes desilusionarte? —me pregunta ella.

—¿De qué? Sé que me aprecia y me respeta.

—¿Y si es feo?

—¿Muy, muy feo…?

—Sí. Y que no sea literato.

—¡Oh, tía! Esto es imposible. No se puede disimular hasta ese punto la falta de literatura, sin ser literato… ¿Feo…? No importa. Yo tampoco soy linda.

Mi tía hace: «Hum… hum…» y concluye:

—Bien, Mechita: recíbelo. A los diez minutos te habrás dado cuenta de si debes o no continuar con él tu correspondencia literaria.

—¡Y sí, tiíta! ¡De no ser así, no estaría loca por conocerlo!

El martes, ¡gran día!

ÉL

Esta tarde, a las seis en punto, voy a su casa. ¿Quién me lo hubiera dicho, cuando hace cuatro meses me consideraba el más infeliz de los mortales porque no podía encontrarla? Y ahora, esperándome, apoyada en treinta y tantas cartas de amistad…

He ido volando a contárselo a su señora tía.

—¡Triunfo completo! —le he dicho—. Consiente en verme.

—¡Enhorabuena! Y ahora que usted conoce su espíritu, ¿le gusta Mechita como antes?

—Estoy loco. No le puedo decir otra cosa.

—Entendámonos: ¿enamorado de su alma…?

—Sí, ¡por Dios bendito, señora! ¡De su alma, sí! A pesar de sus chifladuras literarias, tiene una cabecita muy sana. Y su cuerpo también me enloquece.

—No necesita repetirlo. En fin, que sea feliz.

Y me voy. No sé qué será de mí, cuando se derrumben los ensueños que forjó sobre mis aficiones artísticas… Allá veremos. Pero si es verdad que yo no le disgusto, tal cual soy, y ella es tan terriblemente bella y pura como de pie en un salón, entonces, ¡Dios nos ampare!

ELLA

¡Qué alucinación! ¡Qué dos horas de vértigo! Tengo la impresión de haber llorado y reído; de haber sido molida a golpes, y haber sollozado de dicha.

¡Cuán feliz! ¡Pero cuán feliz soy!

Hace una hora que se ha ido. Llegó a las seis en punto, y vino hasta mí con una franqueza irresistible desde el primer instante.

¡Amor mío! ¡Cómo hacerte comprender que ya la rectitud de tu paso me había conquistado antes de tocar tu mano!

Sin variante alguna, como lo había imaginado: trigueño, sin bigote, y sólida y blanca dentadura, bien visible, cuando ríe.

Pienso en el temor de tía: «¿Y si es feo?» Sonrío ahora.

¡Oh! Pero en el último cuarto de hora, cuando habíamos hablado y hablado y nos habíamos puesto de pie, y él me miraba un poco pálido y yo le había entregado ya mi alma, sin saber lo que hacía ni cómo lo había hecho, ¡oh, entonces no me sonreía, porque estaba segura de morir si él me apoyaba apenas un dedo en el hombro!

¡Dios mío! ¡Entre sus brazos fue donde apoyé mi cabeza desvanecida, cuando en el instante de despedirnos, me recogió bruscamente a él!

Humillación, gozo y horror de mí misma había en mis sollozos. Pero lo que sobre todo sentía era la inmensa protección de su mano alisándome el cabello, y el sostén de un robusto cuerpo que me protegía toda.

Mientras estuvimos así, nada me dijo. Y él no sabrá nunca que su resolución para conquistarme no me hubiera hecho tan tiernamente suya, como su inmediato silencio.

¡Más que feliz ahora! ¡Y cómo me río al evocar la «tremenda catástrofe»! ¿Recuerdan ustedes la «vulgaridad de los hombres sin ideales de arte», y la «grosería de sus sentimientos»?

Así, pues, le susurré:

—Dime ahora quién eres, qué libros has escrito.

Él se echó a reír, enseñando más aún su blanca dentadura.

—Es que yo no soy escritor —me dijo—. Pero tú soñabas… y no tuve valor para desengañarte. Sería incapaz de hacer un solo verso. He tenido que trabajar siempre para ganarme la vida; y todo lo que puedo ofrecer a una mujer es un fuerte corazón… prosaico.

¡Huy, qué discurso! Él ríe aún:

—De modo que me quieres… ¿sin literatura?

—¡De cualquiera manera!

—¿Y (con una insinuación a mis primeras cartas) un beso no es un grosero crimen?

—¡Oh, no!

Pero él está a punto de despertarme dolorosamente, cuando me dice:

—Olvidaremos, pues, que yo era la bestia; y tú… Recuerdo que hay un cuento para niños…

—Sí, La belle et la bête… —murmuro yo en francés.

Pero él agrega riendo —y sin recordar que yo estoy convaleciente:

—Eso es. Yo también sé francés, verás: Donc, yo soy… la bête. Et tu?

¡Dios mío! Se dice: Et toi… Pero bajo su boca, respondo desfallecida:

¡La bête, aussi…!

El ocaso

Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos kilómetros del hotel, la playa ha sido convertida en oasis. Grandes palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre la costa misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las plantas se hallan dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta hora de la noche que nos ocupa, el área de la fiesta —bazar, palmeras y arena— luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.

Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a excepción del buffet, en el oasis del palmar algunas personas desafían aún la fresca brisa marina.

Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes tardíos al bar, acaban de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo de botellas y fiambres; y en menos tiempo todavía, su atención y sus ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una mujer, que no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan frente a frente.

Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su apostura aún joven. Este hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque no se nombra nunca a conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor aún: que representaba.

Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.

Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más ampliamente sobre ella.

—Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard —interpreta una de las señoras.

—¿Perra…? —inquiere alguno de los jóvenes.

—Sí, Lucila Olmos —explica la dama—. Un apodo de familia… Cuando era chica se emperraba sin dar por nada su brazo a torcer… De aquí su nombre.

—Lindísima, a pesar de ello… —comenta el mismo joven.

—¡Ya lo creo! Y bastante bien que ha usado de su hermosura… No, no digo tanto… Ahora vuelve de Europa. ¡Pobre del ex buen mozo de Renouard, si a la Perra se le ocurre sacarlo de sus casillas!

—¿Es ése su fuerte?

—¡Oh, no! Pero tiene un estilo fijo: hacer lo que no debe. Y demasiado equilibrada, digo yo siempre, para la edad en que su madre la tuvo: cuarenta y cinco años, por lo menos… Vean la atención inmóvil con que escucha a Renouard.

—Bellísima… —murmura a su vez otro de los jóvenes que sin lugar a dudas participa de la opinión del primero.

—Sí, nadie lo niega… —se encoge de hombros la enterada dama—. Pero no tan joven como ustedes creen…

—Pero…

—Sí, ya sé lo que va usted a decir… Desde su punto de vista, es una criatura… No ha cumplido todavía diecisiete años. ¿Pero qué importa la edad? El corazón es lo que marca la edad de una mujer. ¿Y saben ustedes lo que la Perra de Olmos ya ha hecho en esta vida? ¡Casi nada! ¿Se acuerdan ustedes de los conciertos de Saint-Rémy, hace dos años? Una noche que el maestro tocaba en lo de X… de pronto la luz se apagó, no se sabe todavía cómo. En los breves momentos que duró la oscuridad, Saint-Rémy sintió que dos brazos se abrazaban a su cuello, y que una boca se unía a la suya. Todo duró lo que un relámpago. Cuando la luz se encendió de nuevo, Saint-Rémy se encontró solo. Y la señora más próxima se hallaba a varios metros de él. Durante los escasos segundos de oscuridad, una mujer había cruzado el espacio vacío con una audacia sin nombre; había satisfecho su pasión en los labios del músico, y había tenido tiempo todavía para retirarse antes que la luz se encendiera.

»Saint-Rémy reanudó su sonata como pudo. Y cuando al concluir fuimos todas las damas a felicitarlo, en vano el maestro sondeó los ojos de todas, tratando de descubrir por la inseguridad de la mirada a su incógnita adoradora.

»Cualquiera se hubiera turbado. Lucila no. Era ella. Acababa de cumplir quince años.

»¿Se dan ustedes cuenta del tupé que para hacer eso necesita una chica de esa edad? Y digo chica por decir algo, pues la Perra tiene ese cuerpo y esa belleza que ustedes le hallan desde los trece años. ¡Bien aprovechados, digo yo!

—Otra historia —solicita alguien en el grupo.

—¡Y qué más! —protesta la señora informante—. Pregunten a sus íntimos. Tal vez ellos sepan otras.

—Sumamente joven… —murmura el anterior solicitante.

—Ya lo he dicho: diecisiete años no cumplidos. Y ya divorciada.

—¿Eh…?

—Sí, divorciada. ¡Ah! Es toda una historia… Y esta vez para concluir con ellas. Cuando el año pasado Ámsterdam entero aguardaba como al Mesías al explorador Else que volvía del Polo, todas las mujeres, casadas y solteras, estaban ya locas por él. El avión en que llegaba se incendió, y sólo se pudo salvar del héroe una espantosa cosa sin ojos, sin brazos… ¡Un horror! Su misma madre, de haber vivido, no se hubiera atrevido a mirarlo. Lucila se casó con él.

—¡Chic! —exclama en voz alta un joven del grupo, volviéndose del todo a la causante.

—Sí, muy chic —concluye la señora—. A los dos meses estaba divorciada.

Se hace un largo silencio. En la brisa demasiado fresca se oye a la sordina, bajo los duros golpes del mar, el frufrú de las palmeras, cuyas sombras erizadas danzan agitadas sobre la arena.

Altas llamadas al mozo y nuevas copas concluyen con el tema en la mesa del grupo.

Pero en la mesita distante nuestros recién conocidos proseguían animados su charla. Hacía tres horas que estaban allí, solos y ausentes del espacio y del tiempo, como personas que se encuentran por fin en esta transitoria vida.

Él tenía ya el cabello blanco, y ella era todavía un capullo. Pero para conversar, comprenderse, soñar, tal diferencia de edad nada implica, conforme se verá por lo que sigue.

—¿Qué edad tiene usted? —acababa de preguntar ella.

—Sesenta años bien cumplidos —respondió Renouard, sin prisa mas tampoco sin demora.

—No parece —observó la joven, examinándolo con detención.

Él hizo un gesto, llevándose la mano a los cabellos aún abundantes.

—Es por esto —dijo.

—No —negó ella, sacudiendo despacio la cabeza—. Es porque… —y suspendiendo el vaivén agregó, mientras miraba netamente en los ojos—: porque lo siento.

El hombre que había constituido un peligro para la mujer que lo tratara de cerca, no iba a equivocarse a su edad sobre la extensión de tal respuesta.

—Es usted una honrada chica —repuso con grave cariño.

Renouard calló. Pero agregó después de un momento:

—Usted no se equivoca sobre lo que quiero decir, ¿verdad?

—Creo que no… La honradez que conserva, a pesar de todo, una mujer deshonrada… ¿no es eso?

—Así es.

—¿Y usted, Renouard, tampoco se equivoca sobre mi respuesta?

—¡Oh, no! Usted es…

Renouard se detuvo.

—¿Qué soy? —preguntó Lucila.

—Nada. Lo que…

—Renouard —interrumpió la joven, oprimiéndose más a la mesa—: usted debe haber tenido mucho éxito con las mujeres, ¿no es cierto?

Sin responder a la pregunta, Renouard prosiguió:

—Lo que iba a decir, al interrumpirme usted, es que usted se parece infinitamente en todo: cuerpo, rostro y modo de ser, a una persona cuyo recuerdo me es, no sé ya si querido, pero sí infinitamente doloroso. Esa persona podría responder, si conserva aún el recuerdo de mí, a la pregunta que usted acaba de hacerme.

—El recuerdo de esa persona que yo le evoco le es a usted doloroso, pero mi presencia no le es a usted dolorosa en modo alguno. ¿Por qué?

Renouard corrió ante el resplandor juvenil de aquella criatura que impregnaba de mórbida tibieza el fresco oasis nocturno.

—¿Por qué recuerdo yo tanto a esa persona? Porque es usted misma —murmuró él. Y arrepentido acaso, prosiguió en tono más ligero—: ¿Usted cree en la transmigración de las almas en vida, Lucila?

—Dígame Perra.

—¿Qué?

—Dígame Perra. Usted me llamó Lucila. Dígame Perra.

Entre el helado sin concluir y la copa de agua vacía, la mano del hombre, grande y franca, se apoyó sobre la de la joven.

—Perra —sonrió.

Los rasgos de la joven perdieron su tensión batalladora, y retirando los dedos satisfecha:

—Ahora sí —dijo—, seremos siempre amigos.

—Yo soy ya muy grande de usted, Lucila.

—Perra.

—Y ojalá…

—¡No! ¡Ojalá, no! ¡Perra!

Bajo los cabellos blancos de Renouard, sus ojos todavía jóvenes se ensombrecieron de vida. Y fijándolos de pleno en los de la joven, como sabe hacerlo un hombre:

—¿Usted sabe lo que está haciendo? —dijo.

—Sí —repuso ella.

Se hizo otro silencio. Renouard lo rompió en voz baja.

—Usted es el crimen —murmuró.

Y ella, en voz también más baja:

—Lo soy.

Tornó a hacerse otro silencio, que nadie rompió esta vez. El grupo de jóvenes y damas acababa de retirarse abandonando un servicio completo de buffet sobre la mesa. El mar sonaba más hondo, y la arena parecía más blanca, fría y estéril.

Renouard, por fin, apoyó ambos brazos en la mesa y comenzó así:

—Al decirle a usted hace un rato que la persona que usted me evocaba era usted misma, no dije sino la verdad. Un hombre no ve levantarse un trozo punzante de vida desde el fondo de su pasado sin sentirse turbadas sus horas. Ese recuerdo podría responder a usted sobre mis pretendidos éxitos con las mujeres. He tenido la suerte de todos, nada más. Pero dudo de que nadie guarde una mancha como la que debo a ese recuerdo. Usted, a lo que parece, ha oído hablar de mis conquistas. ¿Quiere que le hable yo ahora de mis fracasos? ¿Es capaz de oír una historia escabrosa?

—Sí, si me la cuenta entera.

—Oiga, entonces. Yo tenía en aquel tiempo veinte o veintiún años. Logré, con una rapidez increíble, la conquista de una mujer…

—Parecida a mí.

—Sí, pero menos joven. Si yo hubiera tenido algunos años más, habría comprendido que mucho más que el amor era la curiosidad lo que echaba a mi amada en mis brazos. Observó con atento mutismo mi aparente desenvoltura, mi fatuidad de adolescente, mi prisa misma por hacerla feliz: todo lo que rendí ante la espiritual criatura que había condescendido a dejarse amar por un vano y lindo muchacho.

»Yo era entonces un brioso adolescente, y ese brío constituía mi orgullo. Por esto creía haber entendido mal cuando al reanudarme la corbata ante el espejo, oí estas palabras enunciadas lentamente:

»—¡Curioso! Tengo la sensación de no haber estado con un hombre…

»Me volví con la presteza de un rayo. Ella permanecía sentada en la cama, con los brazos pendientes inmóviles y la mirada perdida.

»¿Comprende usted? Yo era un fuerte muchacho. Y exhausto yo mismo, oía a la mujer que había amado soñar insatisfecha porque no había estado con un hombre…

»Pero hay que ser ya hombre para valorar lo que eso significa. Lo comprendí apenas en aquella ocasión. Es sólo más tarde cuando he apreciado en toda su profundidad el abismo de nulidad en que me hundí ante aquella mujer. Fue mi amante esa sola tarde. Jamás volvió a fijar los ojos en mí, como si nunca hubiera yo existido para ella.

Renouard calló. En la lejanía de las palmeras heladas de rocío, la luna en menguante surgía trunca sobre el mar. La joven, muda también, proseguía en la misma postura.

—¡Renouard! —llamó.

Él se volvió a ella.

—Renouard: usted me dijo que yo me parecía mucho a aquella mujer. ¿Es cierto, Renouard?

—¡Pero si es usted misma! —clamó él—: ¿Lo comprende ahora? ¿Comprende que yo daría cualquier cosa por no conservar ese recuerdo que su hermosura, su cuerpo, exasperan hasta…?

—Tómeme.

Bruscamente Renouard palideció. Ella, pálida también, lo miraba sin desviar los ojos.

—Repita lo que dijo —murmuró Renouard.

—Es muy fácil —contestó la joven—. ¿Aquel recuerdo lo tortura a usted mucho? ¿Daría cualquier cosa, como ha dicho, por borrarlo?

—Sí.

—Tómeme.

—¡Lucila! —bramó de felicidad el hombre de cabello blanco.

—Soy suya. Tómeme.

Si después de este ofrecimiento, bastante grande por sí solo para matar de dicha a un hombre; si esa noche misma, ante la luna en menguante, ese hombre de sesenta años se hubiera pegado un tiro de felicidad, hubiera cumplido dignamente con su vida y su deber.

No vio o no pudo ver su camino de Damasco. Porque cuando horas más tarde, al tener a Lucila en sus brazos, creyó poder alcanzar el cénit de su destino, sintió que su desesperada impotencia para confiar a la joven una dicha ya exhausta lo alucinaba como una pesadilla.

Como ocho lustros atrás, se vio en brazos de una criatura bellísima y curiosa hasta la más loca generosidad. Como en aquella circunstancia tornó a verla sentada, con los ojos perdidos en el vacío. Y como cuarenta años antes oyó, como había oído a la madre exclamar ante la insípida aurora de un varón, repetir a la hija ante su lamentable ocaso:

—¡Curioso! Tengo la impresión de no haber estado con un hombre…


Publicado el 22 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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