Su Chauffeur

Horacio Quiroga


Cuento


Lo encontré en la barranca de Pino, haciendo eses con su automóvil ante la Comisión Examinadora de tráfico.

—Aquí me tiene —me dijo alegremente, a pesar del sudor que lo cubría—, enredado en estos engranajes del infierno. Un momento, y concluyo. ¡Vamos! ¡Arre!

Yo no le conocía veleidades automovilísticas, ni tampoco otras, fuera de una cultura general que disimulaba risueñamente bajo su blanca dentadura de joven lobo.

—Ya concluimos. ¡Uf! Debo de haber roto uno o dos dientes… ¿No le interesa el auto?… A mí tampoco, hasta hace una semana. Ahora… ¡Buen día, compañero! Voy a limpiarme los oídos del ruido de los engranajes.

Y cuando se iba con su automóvil, volvió la cabeza y me gritó sin parar el motor:

—¡Una sola pregunta! ¿Qué autor está en este momento de moda entre las damas de mundo?

Mis veleidades particulares no alcanzan hasta ese conocimiento. Le di al azar un par de nombres conocidos.

—… ¿Y Tagore? Perfectamente.

—Agregue Proust —agregué después de un momento de reflexión—. Bien mirado, quédese con éste. ¿Para qué quiere a Proust?

Se rió otra vez, echando mano a sus palancas por toda despedida, y enfiló a la Avenida Vertiz.

Dos meses después hallábame yo en el centro esperando filosóficamente un claro en la cerrada fila de coches, cuando en un automóvil de familia tuve la sorpresa de ver a mi chauffeur, de librea, hierático y digno en su volante como un chauffeur de gran casa.

Creí que no me hubiera visto; pero al pasar el coche, y sin alterar la línea de su semblante, me lanzó de reojo una guiñada de reconocimiento, y siguió imperturbable su camino.

Yo hubiera concluido por hacer lo mismo con el mío, si un instante después no me saludan con la mano en la visera, y me cogen del brazo. Era mi chauffeur.

—Tenemos veinte minutos para charlar —me dice—. Entremos en esta lechería… Lo que menos se imaginaba usted era verme así, ¿eh? Le voy a enterar de una porción de cosas, porque no bastan la guiñadita que le hice y este banquete, para pagarle lo de Proust. ¿Se acuerda usted? Bien. Yo me acuerdo de que le debo la aventurilla de estos dos meses, y el motivo de haberla emprendido. Empezaremos por el principio. Y comienzo:

»Yo tenía, desde mi llegada a Buenos Aires, una debilidad más grande que por el automóvil, por las chicas de mundo. Tenía también la certidumbre de que tales chicas sólo son accesibles a dos categorías de hombre: a sus iguales en ambiente, y a los hombres de su servicio. Ningún otro mortal puede tratarlas asiduamente. Yo no esperaba, bien entendido, que la charla de una chica de mundo pudiera reservarme sorpresas. Pero hay el demonio del paraíso reservado, el lujo de las ropas, la impertinencia consentida, qué sé yo. Para tratarlas de igual a igual, no me sentía con fuerzas. Entonces resolví entrar a su servicio.

»Desde el primer instante, pensé en el automóvil. El chauffeur mira y admira a la par de las niñas. Sufre a veces su contacto en la dirección. Todo bien pensado, me decidí por el oficio. Y en tal aprendizaje me halló usted, rompiendo engranajes en la barranca de Pino.

»Pero no basta ser chauffeur de una chica de mundo para interesarle. Se requiere el misterio de la contradicción entre el oficio y el hombre, del mismo modo que los niños bien logran dar algún interés a su charla, pasando por revolucionarios. La contradicción, en mi caso, consistiría en aprovechar la primera coyuntura para sembrar la inquietud a mi respecto.

»Las chicas de mundo se interesan a su modo por las cuestiones de arte. Una sacudida literaria, el temible alborozo de tener a su servicio a un universitario —humillarle un poquito y coquetear con él otro poquito— me pareció lo más eficaz dentro del género. De aquí mi pregunta aquella, y su recomendación de Proust, que bendigo en lo que se merece.

»Obtuve, pues, la plaza deseada. ¿Vio la cara de las chicas en el coche? Es la primera vez que he tenido suerte, suerte francamente acordada, de palma a palma de mano.

»La hermana menor es una pobre cosa, aunque cree a su sangre azul y lee a Ronsard de memoria. La mayor, con su salud plebeya, sus ojos de incendio, y su carne dolorida por el golpear sin tasa de las miradas, es mucho más interesante.

»Ésta fue el blanco elegido. Por algún tiempo no hallé ocasión propicia. Las chicas iban, salían y volvían con otras, siempre a mis espaldas, como si yo no existiera. Me daban órdenes mirando al radiador, y apenas si en las tres o cuatro primeras palabras que respondí desde la portezuela, me habían lanzado una breve ojeada.

»Por mi parte, me libraba bien de excitar sospechas, cosa tanto más fácil cuanto que la conversación de las chicas pocas veces se prestaba a disquisiciones de arte puro.

»Así las cosas, mis niñas y un par de amigas se alzaron una tarde conmigo a asolearse y comer tonterías en la costa del río. No había allí otra persona de servicio que yo. Máximo aquí, Máximo allá, yo llevé los almohadones, traje agua, y esperé de pie nuevas órdenes.

»Las chicas se conocían de ayer. Por esto sacaron a brillar sus luces intelectuales, discutiendo arte en francés. En medio de esto, las voces se cortaron de golpe cuando, a compás del termo que yo deponía entre ellas, dejé caer, a propósito:

»—… Si es posible contar con Proust.

»Proust no había sido nombrado aún. El chauffeur, envarillado y absurdo entre los mil pliegues de sus breeches, era quien acababa de citarlo. ¿Comprende usted? ¡A Proust!

»Yo estaba de nuevo junto a la rueda del coche, secándome tranquilo las manos. Las chicas no volvían de su sorpresa.

»—¿Pero fue él? —insistía con voz baja y angustiada.

»—¡Máximo! —me preguntó en el silencio mí niña mayor—. ¿Fue usted el que nombró a Proust hace un momento?

»—Sí, niña —respondí.

»—¿Usted lo ha leído? —prosiguió ella.

»—No, niña —contesté yo.

»Breve pausa en el corro.

»—¿Y cómo lo cita, entonces? —reanudó mi chica.

»Yo entonces dejé el trapo y respondí con el más insolente respeto:

»—He visto su nombre en una vidriera…

»Y torné a mi coche. Pero yo me restregaba las manos en mi interior. El gran salto estaba dado. Con menor contraste que el de mi librea y ese zonzo de Proust —y usted perdone—, un millón de mujeres han perdido su alma de curiosidad.

»Volvimos. Las chicas charlaban ahora en criollo corrido, y con evidente recelo.

»Al día siguiente, cuando los patrones subían al coche, advertí su mirada inquisitorial a mi semblante. Las muchachas debían de haberlos informado del caso. Por el espacio de varios días se me buscó la boca. Yo, como si nada oyera. Me dejaron en paz, por fin. Todos, menos mi chica mayor.

»Yo creo que se forjaba la ilusión de que mi espalda era un espejo para mirarse. La llevé sola a varias partes, y a propósito de cualquier cosa trató de despegar mis labios. Lo consiguió, pero no quedó contenta. ¡Figúrese! ¡Echar a perder mi magnífica posición, satisfaciendo prematuramente su curiosidad!

»Después quiso aprender a manejar el automóvil. Le di la dirección, y por algunos días estuvimos al lado, con mis guantes sobre los suyos en el volante, y cayendo ella sobre mí en los virajes. Se reía mucho de su torpeza, y se cansaba a menudo, pidiéndome entonces explicaciones, con los ojos bien puestos en los míos.

»Hay mujeres a las que es necesario exigir todo, pues si se entregan una parte no conceden nada más. De éstas era mi chica. Ningún sismógrafo adaptado al caso hubiera acusado el menor temblor de mi mano sobre la suya. Y esto la enervaba, como dicen ellas en francés.

»Soporté asimismo un cuestionario sobre mis preferencias amatorias, o por esta mucama, por la otra o la de más allá, o por cualquier otra persona, en fin, cuya posesión constituyera para mí un ideal… inalcanzable.

»Respondí a todo con la brevedad y el tranquilo respeto de quien se siente a resguardo de cualquier sospecha.

»Un día, en plena carretera, el motor se descompuso. Mientras yo estaba bajo él, mi chica me dijo:

»—Máximo: ¿qué haría usted si yo de golpe pusiera en marcha el motor?

»Yo le respondí:

»—Posiblemente moriría.

»—Y no se perdería gran cosa, ¿verdad, Máximo?

»—Nada, niña —afirmé yo.

»—Entonces… ¡Atención! ¡Embrío!

»—Cuando guste, ni…

»Pero no pude concluir, porque el demonio había embriado, en efecto, y el cárter había estado a punto de aplastarme.

»—¡Máximo! —oí su voz alterada—. ¿Le he hecho daño?

»—Ninguno, niña —contesté, prosiguiendo el ajuste.

»Ella lo comprendió así por el ruido de las llaves; y tras una pausa, desde el volante se echó a reír diciendo:

»—Usted perdone, chauffeur… Creí que era de otra pasta… Prosiga tranquilo con su maquinita…

»Yo proseguí, en efecto, y cuando hube dejado en forma el motor, me quité el overol, me lavé concienzudamente las manos, y saltando a la dirección hablé a mi chica en estos términos.

»—Ahora, señorita, ha llegado el momento de explicarnos. Desde hace un mes largo, usted me viene provocando de todos modos y en todas formas. Sin consideración alguna por la librea que visto. Hasta hoy no he conocido una mujer capaz de burlarse de mí: y usted es muy poca cosa para intentarlo con éxito. En consecuencia, le voy a dar la lección que merece y ojalá le sirva de provecho.

»Y sin que tuviera fuerzas ni tiempo para evitarlo, la tomé en los brazos, besándola a mi gusto.

»Cogí de nuevo el volante, y enfilé el coche a setenta kilómetros, sin apartar los ojos de la carretera. La chica, entretanto, me insultaba, llorando de rabia, con un vastísimo repertorio. «Inmundo» y «chusma» son sus vocablos más dulces.

»Dos eventualidades iba corriendo yo con el automóvil: que la chica enterara del caso a su padre, y que me cobrara odio. Como usted bien comprende, las dos podrían resumirse en la última. Y no era de esperar.

»Antes bien, afiancé mi situación, pues como en los días subsiguientes la chica no hallara tono bastante duro para darme órdenes, aproveché la ocasión en que ella descendía sola, para decirle con la mano en la gorra:

»—Le advierto, señorita, que si la primera vez que usted me hable no baja el tono, abandono su servicio enseguida.

»¿Audaz, verdad? Y aquí tiene el resultado. Continúo de chauffeur. En esto estamos. Nada más ha pasado. Yo descanso. Ella… se cansa. ¿El final de todo esto? Allá veremos. Y ahora, hasta otro momento. Vuelvo al coche. Felicidad, y gracias de nuevo.

Un mes más tarde, las vicisitudes de la vida me llevaban a una reunión de mundo. En un rincón y rendidísimo con una madura y sólida chica, percibí a mi amigo el chauffeur. Me hizo una seña al distinguirme, y rato después venía a mi lado con su blanca sonrisa de lobo.

—¡Encantado de hallarlo, le juro! ¿Le extraña verme aquí? Pero ésta no es una librea. Estoy de nuevo en funciones particulares. Sí, abandoné la plaza. La vida de servicio es dura. Se suman en el día unas cuantas cositas. ¿Quiere el remate del día? Va usted con su motor en falla al taller recomendado. Examen, tal y tal. ¿Cuánto? Cuatrocientos pesos. Usted, chapetón, salta. El mecánico se vuelve a reír con los otros. Son doscientos para él; los otros doscientos para usted. Ahora soy libre de nuevo.

—Y se consuela bastante rápido de sus amores —advertí.

—¿La chica con quien hablaba? Es ella misma. Sólo que ahora la cortejo de igual a igual. Es toda una historia. Ya lo enteré del temperamento de la niña ¿no? Es de aquellas a quienes no se puede conceder armisticio. Deben rendirse, con todos los honores, pero a discreción. Mi chica insistía en aprender el manejo, y mi situación en el volante se tornaba insostenible. Sus manos se crispaban bajo mis guantes, y en los virajes, el polvo y sus cabellos caían sobre mi cara por igual.

»Un día me tomó las manos sobre el volante, a trueca de lanzar el coche alcantarilla abajo.

»—¡Máximo! —me dijo—, ¿por qué es usted así conmigo?

»Yo respondí:

»—No creo que tenga usted quejas de mi servicio, niña.

»—¿Pero usted es idiota, o qué es? —agregó ella.

»Yo no contesté, y enderecé el auto. ¿Usted comprende lo que hubiera pasado? Un beso, dos, tal vez tres. Y así eternamente alrededor del vivero.

»Abandoné, pues, el servicio. La he buscado en otro ambiente, como usted acaba de ver, y hablamos a menudo.

»Pero no hay solución para nosotros. Creo que ella estima lo suficiente a su ex chauffeur, como para saltar por sobre dos o tres prejuicios. Yo le he dicho: “Gracias”. No me vendí al mecánico, y menos a los millones de mi patroncita.

»Tal es, al presente, la situación. Vuelvo otra vez con ella, a ver si juntos hallamos una solución salvadora. Ciao, y no olvide que cuando quiera aprender el manejo tiene a su disposición mi autito de Pino.

Un mes más tarde, en circunstancias semejantes a la anterior, torné a ver a mi amigo; pero estaba vivamente contrariado.

—¿Bien, usted? Me alegro. Ojalá pudiera yo decir lo mismo… Allí está, la ve usted, con un semblante como el mío. No haga jamás, por Dios, tonterías superiores a sus fuerzas, por grandes que sean. Yo creí inmensas las mías, y estoy fundido. Soy yo ahora, ¿entiende usted?, el que daría la vida por un beso. Adiós.

—¿No vuelve otra vez con su chica? —le dije.

—¿A qué? —se volvió él—. No sé de otra cosa que hacer que ésta: ¡volar todos los automóviles y los chauffeurs en una sola bomba!

Y se fue.

Han pasado siete días. Ayer, al detenerme en la esquina, veo pasar en un gran automóvil de lujo a la chica en cuestión, hundida en los cojines como quien va saboreando una gran felicidad. Vuelvo los ojos a la dirección, y advierto en el volante a mi chauffeur.

Esta vez no me ha visto. Sonrío al recuerdo de sus inquietudes, y los sigo con los ojos hasta que se pierden de vista.

—He aquí a un hombre —me digo yo también satisfecho— que ha hallado por fin la solución de su problema.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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