Un Idilio

Horacio Quiroga


Cuento



I

«… En fin, como no podré volver allí hasta fines de junio y no querría de ningún modo perder aquello, necesito que te cases con ella. He escrito hoy mismo a la familia y te esperan. Por lo que respecta al encargo… etcétera».

Nicholson concluyó la carta con fuerte sorpresa y la inquietud inherente al soltero que se ve lanzado de golpe en un matrimonio con el cual jamás soñó. Su esposa sería ficticia, sin duda; pero no por eso debía dejar de casarse.

—¡Estoy divertido! —se dijo con decidido mal humor—. ¿Por qué no se le habrá ocurrido a Olmos confiar la misión a cualquier otro?

Pero enseguida se arrepintió de su mal pensamiento, recordando a su amigo.

—De todos modos —concluyó Nicholson—, no deja de inquietarme este matrimonio artificial. Y siquiera fuera linda la chica… Olmos tenía antes un gusto detestable. Atravesar el atrio bajo la carpa, con una mujer ajena y horrible…

En verdad, si el matrimonio que debía efectuar fuera legítimo, esto es, de usufructo personal, posiblemente Nicholson no hubiera hallado tan ridícula la ceremonia aquella, a que estaba de sobra acostumbrado. Pero el caso era algo distinto, debiendo lucir del brazo de una mujer que nadie ignoraba era para otro.

Nicholson, hombre de mundo, sabía bien que la gracia de esa vida reside en la ligereza con que se toman las cosas; y si hay una cosa ridícula, es cruzar a las tres de la tarde por entre una compacta muchedumbre, llevando dignamente del brazo a una novia que acaba de jurar será fiel a otro.

Éste era el punto fastidioso de su desgano: aquella exhibición ajena. Ni soñar un momento con una ceremonia íntima; la familia en cuestión era sobrado distinguida para no abonar diez mil pesos por interrupción de tráfico a tal hora. Resignose, pues, a casarse, y al día siguiente emprendía camino a la casa de su futura mujer.

Como acababa de llegar del campo, donde había vivido diez años consecutivos, no conocía a la novia. Recordaba, sí, vagamente a la madre, pero no a su futura, que, por lo demás, era aún muy jovencita cuando él se había ido. La madre no era desagradable —decíase Nicholson, mientras se encaminaba a la casa—, aunque tenía la cara demasiado chata. No me acuerdo de otra cosa. Si la chica no fuera mucho peor, por lo menos…

Vivían en Rodríguez Peña, sobre la Avenida Alvear. Nicholson se hizo anunciar, y la premura con que le fue abierto el salón probole suficientemente que su persona era bien grata a la casa.

La señora de Saavedra lo recibió. Nicholson vio delante de sí a una dama opulenta de carne, peinada con excesiva coquetería para su edad. Sonrió placenteramente a Nicholson.

—… Sí, Olmos nos escribió ayer… Muchísimo gusto… No hubiéramos creído que se quedara aún allá… La pobre Chicha… Pero, en fin, hemos tenido el gusto de conocerlo y de…

—Sí, señora —se rió Nicholson—, y de ser recibido con un título que no había soñado jamás.

—Efectivamente —soltó la risa la señora de Saavedra, perdiendo un poco, al echarse atrás, el equilibrio de sus cortas y gruesísimas piernas—. Si me hubieran dicho hace un mes… ¡qué digo un mes!, dos días solamente, que usted se iba a casar con mi hija… Es menester que la conozca, ¿no es cierto? Pero ahí viene, creo.

Nicholson y la señora de Saavedra dirigieron juntos la vista a la portada donde apareció una joven de talle muy alto, vestido muy corto y vientre muy suelto. Era evidentemente mucho más gruesa de lo que pretendía aparentar. Por lo demás, la elegante distinción de su traje reforzaba la vulgaridad de una cara tosca y pintada.

—Creo recordar esta cara —se dijo Nicholson, a tiempo que la señora exclamaba:

—¡Ah! Es María Esther… Mi sobrina más querida; está unos días con nosotros, señor Nicholson… Mi hijo: el amigo de Olmos, que nos hará el honor de unirse a nuestra familia.

—Aunque provisoriamente, señorita, lo que causa mi mayor pesar —concluyó Nicholson, muy satisfecho del modo cómo allí tomaban las cosas.

—¿Ah, sí? —se rió María Esther, sin que se le ocurriera ni pudiera habérsele ocurrido otra cosa. Se sentó, echando el vestido de lado con un breve movimiento. Y entonces, seria ya, midió naturalmente de abajo arriba a Nicholson.

Un momento después entraba Sofía. Tenía el mismo cuerpo que su prima, y la misma elegancia de vestido. Igual tipo vulgar de cara, con idéntico estuco; pero la expresión de los ojos denunciaba más espíritu.

—¡Por fin! —exclamó la madre con un alegre suspiro—. Su prometida, señor Nicholson… ¿Quién te hubiera dicho, mi hija, que te ibas a casar en ausencia de tu novio, eh?

—¡Ah, sí! —se rió la joven, exactamente con la misma elocuencia de María Esther. Pero agregó enseguida—: Como el señor Nicholson es tan amable…

Y sus ojos se fijaron en él con una sonrisa en que podía hallarse todo, menos cortedad.

—Esta chica debe de tener un poco de alma —pensó Nicholson.

Entretanto, la joven se había sentado, cruzándose de piernas. Como estaba de perfil a la luz, su cabello rubio centelleaba, y el charol de su pie arqueado a tierra proyectábase en una angosta lengua de luz.

Nicholson, charlando, la observaba. Hallábale, a pesar de su cabello oxigenado y su insustancialidad, cierto encanto. Como su prima, no sabía mucho más que las gracias chocarreras habituales en las chicas de mundo. Pero su cuerpo tenía viva frescura, y en aquella mirada había una mujer, por lo menos, cosa de que se alegraba grandemente por Olmos.

—En fin —reanudaba la señora de Saavedra—, aunque deploramos la ausencia de Olmos, porque un casamiento por poder está siempre lleno de trastornos, no…

—¿Trastornos? —preguntó Nicholson.

—Es decir… Ninguno, claro está. Pero comprenda usted bien… La pobre Chicha… ¿Verdad, mi hija, que desearías más…?

—Sí, señora, sí; de eso no tengo la menor duda —creyó deber excusarse Nicholson—. Sería inútil pedirle opinión a la novia.

—¿Le parece? —se rió Sofía.

—La elocuencia no es excesiva —pensó Nicholson—. En fin, Olmos sabrá lo que ha hecho.

Y agregó en voz alta:

—Me parece efectivamente inútil pedir su opinión al respecto, y no así si la pregunta me hubiera sido hecha a mí.

La joven, aunque sin entender, se rió de nuevo.

—Por lo demás —prosiguió la madre—, supongo que Olmos le habrá dicho por qué no ha podido esperar. ¿Le dijo a usted por qué tenía necesidad…?

—Sí, señora; creo que una herencia…

—Sí; mamá, antes de morir, hace cuatro años, impuso como condición para la mejora que Sofía se casara a la edad en que se casó ella y me casé yo. Dicen los médicos que no tenía la cabeza bien… Mamá, la pobre… Son trescientos mil pesos, usted comprende… Olmos, por bien que esté… Pensábamos efectuar la ceremonia a fin de este mes, en que Chicha cumple veinticuatro años. Olmos debía estar aquí para entonces, pero ya ve… No ha podido.

—En efecto —asintió Nicholson.

Y un rato después, cumplida su misión primera, se despedía de las damas.

II

Así, sin desearlo ni esperarlo, Nicholson se vio envuelto en un compromiso a toda carrera, puesto que debería casarse antes de un mes. Aunque se esforzaba en asegurarse a sí mismo de que todo aquello era ficticio, que jamás sería el marido de aquella chica, ni ella su mujer —lo que parecíale ya menos horrible—, a pesar de todo se sentía inquieto. Gran parte de esto provenía de la pomposa celebración de sus bodas. Alguna vez atreviose a insinuar a la familia que él, futuro esposo honorario, consideraba mucho más discreto una ceremonia íntima. ¿Con qué objeto festejar una boda de simple fórmula, a la que no aportarían los novios la alegría de un casamiento real?

Pero la señora de Saavedra lo detuvo: ¡Una ceremonia íntima! ¿Por qué? ¡Sería horrible eso! ¡No estaban de duelo, a Dios gracias! ¿Acaso no se sentían todos llenos de felicidad por ese matrimonio? ¿No era él un amigo de la infancia de Olmos? Y luego, el traje de Chicha; las amigas todas que deseaban verla casada, sin recordar lo que correspondía a su rango en la sociedad. ¡No, por favor!…

Nicholson se rindió enseguida ante la última razón, que era específica.

Entretanto frecuentaba la casa con mucha cordialidad, conservando siempre sus conversaciones con Sofía el tono ligero de la primera vez.

Comprobaba que Sofía era mucho más despierta de lo que se había imaginado. Acaso no tenga mucha alma —se decía—; pero sí una maravillosa facultad de adaptación. En las dos últimas veces no le he oído una sola frase chocarrera. Si sus amigos habituales no le pervirtieran el gusto con sus chistes de jockeys, esta chica sería realmente aguda. Lástima de cara vulgar; pero una frescura de cuerpo y una mirada…

III

De este modo llegó por fin la víspera del gran día. Nicholson cenó con la familia, honor que correspondía de derecho a un futuro miembro de ella, bien que totalmente adventicio.

—Sí —protestaba Nicholson—. Jamás creí que llegaría a ser marido en tan deplorables condiciones.

—¡Cómo! —replicó la señora de Saavedra.

—¿Y le parece poco, señora? ¿Cree usted que voy a tener muy larga descendencia de este matrimonio?

—¡Oh, otra vez! —se rió la señora—. Se está volviendo muy indiscreto, Nicholson… Además —prosiguió reconfortada—, Chicha la tendrá.

—¿Qué cosa?

—Descendencia.

—¡Lo que es un gran consuelo para mí!

—Chicha le pondrá su nombre a su primer hijo.

—Y yo lo querré mucho, señora; tanto más cuanto que debería haber sido mío.

—¡Nicholson!… Le voy a contar todo lo que dice a Olmos. Chicha: consuélalo.

—¿Cómo, que me consuele? —exclamó vivamente Nicholson.

—¡Si dice una cosa más de ésas, no se casa con mi hija, señor Nicholson! ¡Qué hombre! —concluyó la madre levantándose.

Pasaron a la sala. Durante un largo rato la conversación tornose grave. No quería la señora que el menor detalle de la gran ceremonia pudiera ser olvidado. Cuando todo quedó dispuesto y fijado prolijamente en la memoria, Nicholson se aproximó a Sofía.

—Veamos, mi novia —le dijo, acercando bien su rostro—. ¿Va a ser feliz?

La joven demoró un momento en responder.

—¿Cuándo?

—¡Hum!… Yo tengo la culpa; muy bien respondido. Mañana, mi novia.

—Sí; mañana, sí…

—¡Ah! ¿Y después, no? ¡Señora! —volvió la cabeza Nicholson—. Lo que responde su hija no está bien. Concluiré por enamorarme seriamente de ella.

—¡Muy bien merecido! Usted solo tendría la culpa.

—¿Y si ella, a su vez…?

—¡Ah, no, señor pretencioso! —se rió la madre—. ¡Eso no, esté usted seguro!

Nicholson retornó a Sofía. En voz baja:

—¿De veras?

La respuesta no llegaba, pero la sonrisa persistía.

—No sé…

Nicholson sintió un fugaz escalofrío y la miró fijamente.

—Me voy, señora —agregó—. Es menester que mañana tenga el espíritu firme.

—Venga un momento de mañana; esperamos telegrama de Olmos. Además, cualquier cosa que pudiera ocurrir…

—Vendré.

Y como Sofía lo despidiera con un «Mi marido…», la madre saltó:

—¡No, por Dios! Tu marido, todavía no. Tu novio, sí.

—¿Cree usted, por toda la desventura de los cielos, que habrá para mí diferencia cuando lo sea? —se volvió Nicholson.

—No, ninguna, por suerte. Y váyase, hombre loco.

IV

A la mañana siguiente tenía aún la señora de Saavedra el telegrama en la mano, cuando Nicholson llegó.

—¡Ah! Me alegro de que llegue ahora. ¿Sabe lo que dice Olmos?… Que no podrá venir hasta agosto. ¡Dos meses más! ¿Ha visto usted cosa más disparatada? ¡Su congreso, su congreso!… ¡Pero yo creo que su novia vale más que todo eso! ¡Pobre, mi hija!… ¿Usted no tuvo noticias?

—No, fuera de la carta última… ¿En qué pensará Olmos?

—Eso es lo que nos preguntamos todos en casa: ¿en qué pensará? ¡Mi Dios! ¡Cuando se tiene novia, se puede ser un poco menos cumplidor de sus deberes!…

—¿Y Sofía? ¿Llorando?

—No; está adentro… ¿Cómo quiere que no esté resentida con él? ¡Supóngase qué poca gracia puede hacerle esto! ¡Ah, los hombres!…

Como Nicholson quería discretamente irse, la señora de Saavedra lo detuvo.

—No, no, espérese; ahora va a venir Chicha… Por lo menos nos queda usted —se sonrió, más calmada ya.

Sofía llegó. Estaba un poco pálida, y sus ojos, alargados por el pliegue de contrariedad de su frente, dábanle un decidido aire de combate. Queda mucho mejor así, no pudo menos de decirse Nicholson.

—¿Qué es eso, Sofía? ¿Parece que Olmos no quiere venir?

—No, no quiere. ¡Pero si él cree que me voy a afligir!…

—¡Vamos, Chicha! —reprendiola la madre.

—¿Y qué quieres que haga yo? ¡Que se divierta allá! ¡Hace muy bien! ¡Lo que es por mí!…

—¡Chicha! —exclamó la señora, seria esta vez. Pero agregó para apaciguarla—: Mira que está tu marido delante. ¿Qué va a creer de ti?

La joven se sonrió entonces, volviendo los ojos a Nicholson.

—¿Usted me querrá, no es cierto, a pesar de todo?

—No veo por qué a pesar de todo. Con todo me parece mejor dicho…

—¿Y si Julio no viene hasta fin de año?

—La querré hasta fin de año.

—¿Y si no viene nunca?

—¡Nicholson, váyase! —interrumpió la señora de Saavedra—. Ya comienzan ustedes a disparatar. Chicha tiene que peinarse…

—Muy bien. A las tres, ¿verdad?

—No; esté aquí a las dos; es mejor.

V

De este modo, Nicholson se casó a las tres de ese día ante las leyes de Dios. Contra todo lo que esperaba, no se sintió inmensamente ridículo ostentando del brazo una novia que de ningún modo le estaba destinada. Hubo, sin duda, muchas sonrisas equívocas, e infinidad de groserías por parte de sus amigos. Pero, por motivos cualesquiera, sobrellevó con bastante alegría aquel solemne y grotesco pasaje bajo la carpa vistosa, como un rey congo, por entre una muchedumbre femenina que iba curiosamente a ver la cara que tiene una futura mujer.

Su relación con la familia Saavedra conservó el mismo carácter, jovial con la madre y de punzante juego con Sofía. No siempre la madre oía aquellos diálogos de muy problemática discreción, que, por lo demás, no la hubieran inquietado en exceso. ¿Qué era todo, en suma? Un poco de flirt con un hombre buen mozo y ligado a su hija con tal impertinente lazo, que hubiera sido de mal tono impedir aquél. La situación, de por sí equívoca, imponía elegantemente la necesidad de un flirteo agudo, como un almizcle forzoso a la desenvoltura de las muchachas de mundo.

Este sello de buen tono —que no es sino una provocativa manifestación de confianza en las propias fuerzas, que agudiza el deseo de afrontar el vértigo de los paraísos prohibidos— érale a Sofía doblemente indispensable por su ambiente y su condición de joven esposa. ¿Qué más picante flirt que el entretejido con un hombre a quien había jurado estérilmente ser condescendiente esposa?

Por todos estos motivos, la señora de Saavedra sentía muy escasa curiosidad de oír lo que se decían su hija y Nicholson.

—Paréceme que mi señora suegra tiene gran confianza en mí —decíale en tanto Nicholson a Sofía, sentado aparte con ella.

—Es muy natural —respondiole ella—; lo raro sería que no la tuviera.

—¿Y usted?

—¿Que… yo?

—Confianza en mí.

Sofía entrecerró los ojos y lo miró adormecida:

—¿De que no me va a ser infiel con otras?…

Bruscamente Nicholson extendió la mano y la cogió de la muñeca. Sofía se estremeció al contacto y abrió vivamente los ojos, mirando a su madre. Nicholson se recobró y retiró la mano. Pretendió sonreírse, pero apenas lo consiguió. Ni uno ni otro tenían ya la misma expresión.

—¿Tendría confianza en mí? —agregó él al rato, repitiendo inconscientemente la pregunta anterior.

Sofía lo miró de reojo:

—No.

—¿Por qué?

—Porque no —repuso sólo.

La respuesta era rotunda.

—¿Pero por qué?

—Porque no.

Nicholson se detuvo y la miró con honda atención.

Sí, sí, era indudable; era aquel mismo cabello oxigenado, las mismas cejas pinceladas y la misma porfiada pesadez mental que retornaba de vez en cuando. Pero sus ojos, los de él, de Nicholson, no veían más que su pelo, su cara, la penetrante frescura de aquella mujer que era casi, casi suya…

Un momento después se retiró, muy fastidiado. En la calle reconsideró todas las cualidades de Sofía con minuciosa prolijidad. Recordó, sobre todo, la impresión primera, cuando la conoció: la cara vulgar y estucada, sus gracias chocarreras de jockey, la desenvoltura provocante de su cruzamiento de piernas, su vulgaridad intelectual. Ahora no conservaba de todo esto sino el concepto. Fijábala en su memoria atentamente; constataba que así era ella en efecto, pero no veía. Hallábase en el caso de las personas que por la fuerza de la costumbre han llegado a no apreciar más lo chocante de un rasgo; con la diferencia, en la situación de Nicholson, que se trataba de una muchacha joven, fresquísima, a cuya casa iba, sin darse cuenta, más a menudo de lo que hubiera sido conveniente.

—Por todo lo cual —se dijo al entrar en su casa— dejaré de visitarla. Lo que ignoro es qué felicidad podrá caberle a Olmos con esa muchacha. Y pensar que a fuerza de verla he llegado a no notarlo más…

Y muy reconfortado con su reacción, acostose decidido a no ver a la familia de Saavedra hasta ocho días después.

VI

A la noche siguiente, la señora de Saavedra disponíase a hacer llamar el automóvil, cuando vio entrar a Nicholson.

—¡Oh, Nicholson! —sonriole sorprendida—. ¿Otra vez por aquí? Pero esta vez nos vamos; ¿nos acompaña a Mefistófeles? ¿Usted también iba?

—Sí, pero más tarde… Quise pasar por aquí un momento a saludarlas.

—Muy amable, Nicholson… ¡Sofía! Está tu marido.

Antes de que la madre la llamara, Nicholson había oído el largo y pesado paso, como al desgaire, de las chicas de mundo. Y constató, con una ligera pausa de la respiración, que los pasos se habían hecho bruscamente más rápidos al ser él nombrado…

Sofía apareció, pronta ya con la salida de teatro caída sobre un hombro; y mientras llegaba hasta él, Nicholson leyó en sus ojos brillantes de cálido orgullo la seguridad que de sí misma tenía con el ancho y hondo escote que entregaba a su mirada.

—¡Sí, perfectamente! —le dijo Nicholson.

—¡Sí, sí! —repuso ella.

—¿Qué… sí?

—Lo que usted piensa.

—¿Ahora mismo?

—No sé si ahora mismo… Que estoy menos fea, ¿verdad?

—Menos fea… menos fea… —murmuró Nicholson, devorando la carne con los ojos.

—Y además, vino hoy —prosiguió ella, embriagada por contragolpe de la embriaguez en que Nicholson empapaba su contemplación.

—Sí, vine hoy, y no pensaba venir en mucho tiempo.

La señora de Saavedra, ya de vuelta, oyó las últimas palabras.

—¡Bueno, Nicholson! Nos vamos. ¿Irá a vernos?

—Sí, pero tarde. Y si Sofía llora…

—¡Más llorará usted cuando vuelva Olmos! Hasta luego.

Concluía el tercer acto cuando Nicholson entró en el palco. A más de la familia de Saavedra, había allí la prima que Nicholson conociera en la primera visita; su hermano, y una amiga, la ineludible amiga de las familias que tienen palco. En el entreacto, Nicholson maniobró hasta apartarse con Sofía, maniobra inútil, por lo demás, ya que su carácter de esposo equívoco y flirt forzoso abríale complacientemente el camino a los vis-à-vis estrechos.

—Fíjese en la envidia con que nos miran —decíale Nicholson, mientras de brazos en el antepecho recorría curiosamente la sala.

—¡Ah! ¿A mí también me miran con envidia?

—¡Indudablemente! Yo soy su esposo.

—Bien lo querría usted.

—¿Y si Olmos muriera?

El diálogo se cortó bruscamente. Sofía volvió naturalmente la vista a otro lado, y no respondió. Nicholson, después de una pausa, insistió:

—¡Respóndame! ¿Y si Olmos muriera?

La joven repuso, sin volver a él los ojos:

—No sé.

—¡Respóndame!

—No sé.

—¡Sofía!…

—No sé.

Nicholson calló, irritado. Ya está de nuevo como antes —se dijo—. Su inteligencia no es capaz de otra cosa que los no sé. Lo que me sorprende es cómo se le ocurren a veces respuestas vivas. No sé, no sé… Ahora sí está contenta, cambiando con su prima cuantas expresiones lunfardas han aprendido hoy. Se mueren de alegría… Y con esa imbecilidad y esa cara… Y ese escote de marcheuse

Decididamente, sentíase de más en el palco. Saludó a las señoras, cambió un fugaz apretón de mano con Sofía, y se retiró con un suspiro de desahogo. ¿Qué hacía él en verdad charlando de ese modo con la muchacha más insustancial del orbe entero? ¡Si aun fuese linda, por Dios! En cuanto a su amigo, ignoraba él hasta dónde estaba Olmos enamorado de la joven heredera con mejora de trescientos mil pesos. Su amistad con Olmos databa de la infancia. Pero en los últimos diez años no se habían visto una sola vez. Olmos, recordando la fraternidad infantil, habíale confiado la misión aquella, que concluía, ¡por fin! Apenas veinte días más y Nicholson se vería libre de novia, esposa y toda la familia de Saavedra. ¡Y si a Olmos se le ocurriera siquiera volver antes!

VII

Consolado con esto, Nicholson pasó dos días sin soñar un segundo en ir a la calle Rodríguez Peña. Al tercero recibió carta de Olmos, en que le anunciaba su retorno, diez días antes de lo pensado. «Sin embargo —decíale— no me hallo bien del todo. Hace tres días que no tengo apetito alguno. Me canso y fastidio de todo. Debe de ser un poco de neurastenia que en cuanto pise el vapor, pasará».

Nicholson no vio en toda la carta sino que Olmos llegaría muy pronto, librándose para siempre de aquella vulgar muchacha. ¡Y si Dios quisiera hacerle temer una nueva pérdida de herencia para que el marido apresurara así su viaje, cuánto mejor!

Pero contra toda lógica, esto, que él consideraba una liberación, túvole todo el día irritado. Deseaba ardientemente que Olmos volviera, disgustándole al mismo tiempo su deseo. Y en su mal humor no notaba dos cosas: su creciente mala disposición para con Olmos, y su ensañamiento con Sofía. Ahora parecíale maravillosa la unión aquella: Olmos, con su hambre de heredera; ella, con su ciencia en destrozar visos de seda haciéndolos crujir sobre ruda etamina, conocimientos adquiridos ya a los nueve años en lecciones del «Sacré-Coeur».

Por todo lo cual Nicholson se felicitaba, lo que no impedía que su mal humor creciera siempre.

Al día siguiente fue a comunicar la feliz nueva a la familia Saavedra.

—Sí, también nos escribió a nosotros —le dijo la madre—. ¡Qué dicha! Así usted se verá libre de nosotros. ¡Pobre Chicha! ¡Ya era tiempo!

Sofía entró, y Nicholson notó claramente que la primera mirada de la joven había sido de examen a su expresión, para ajustar la suya a la de Nicholson. Pero la animosidad persistía en éste, perfectamente mal disfrazada.

—Inútil preguntar cuánta es su felicidad, ¿verdad? —se dirigió a ella.

—Ya lo supondrá usted, que ha sufrido un mes teniéndome por esposa.

—Si yo he sufrido —repuso Nicholson— es por…

—Porque soy fea, y porque tengo la cara plebeya, y porque soy estúpida, ¿no es eso?

—¡Chicha! —exclamó la madre sorprendida. El rostro demudado y la acentuación de las palabras de Sofía expresaban claramente que ya no eran ésas las locuras habituales en Nicholson y su hija—. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? —prosiguió, estudiándola detenidamente con insistente mirada de madre.

Pero Sofía había enmudecido, Nicholson intervino:

—¡No, señora! Es una broma que tenemos con Sofía.

—¡Es que no!…

—¡Bueno, mamá! Son cosas nuestras de marido y mujer. ¿Verdad, Nicholson?

—Verdad, Sofía. Y tanto más cuanto que nuestro matrimonio está en vísperas de disolverse.

—Y muy a tiempo, me parece —repuso rotundamente la señora de Saavedra.

—Por lo cual me voy —dijo Nicholson, levantándose.

La señora lo examinó inquieta.

—¡Supongo que usted no es tan niño para haberse enojado por lo que he dicho!

—No es enojo, pero sí amargura. Perder nuestra mujer al mes y medio de casados…

—¿De veras? ¿Le da tanta pena, Nicholson? —se rió Sofía, con una punta de impertinente desprecio.

—Por mí, tal vez no; pero sí por Olmos.

—¡Ah! ¿Y por qué?

—Porque tendrá que sufrir con usted lo que he sufrido yo.

Y Nicholson leyó en la expresión súbitamente contraída de Sofía: «Sí, ya sé: mi cara chata, mi estupidez…»

—¡Si la hubiera querido menos! —concluyó Nicholson, riéndose, para mitigar la dureza anterior.

Pero la señora de Saavedra, cuyos ojos persistían en observar hondamente a su hija, hallaba por fin excesivo aquel flirt. Que Chicha gustara de Nicholson, muy bien, porque su hija era demasiado distinguida para adorar ciega y exclusivamente a su marido. Pero que se interesara en ese amorío hasta cambiar de color, eso podía comprometerla demasiado ante los demás, y sobre todo, demasiado pronto… Por suerte, Olmos estaba ya en viaje.

—Ahora que recuerdo —exclamó la madre—, es muy extraño que Olmos no nos haya hecho telegrama al embarcarse. Ya debe estar en viaje.

—Sí, yo también me he acordado de eso —respondió Nicholson—. Tal vez quiera sorprenderlas.

—Tendrá celos —se rió nerviosamente Sofía. Su madre se volvió a ella con el gesto duro.

—¡Para ser tu marido, te ríes ya bastante de él!

—Después se reirá él de mi inteligencia… ¿No es cierto, Nicholson?

—No sé —repuso éste ligeramente para cortar de una vez, y dándole la mano—. No sé, porque me voy para siempre.

—¡Qué desesperación la mía, Nicholson!

—Todo pasará.

La señora de Saavedra creyó, sin embargo, deber aplacar esta tirantez…

—¿Hasta cuándo, Nicholson? —preguntole con naturalidad.

—Uno de estos días… Adiós.

VIII

Nicholson caminó largo rato, evocando todos los detalles de su visita anterior. Sentíase, sin saber por qué, muy disgustado de sí mismo, como si hubiese cometido una cobardía. Tenía, sobre todo, fijo en sus ojos el rostro demudado de Sofía cuando ésta había adivinado exactamente lo que él pensaba de ella. La sorpresa ante esa penetración inesperada que ya lo había confundido al oírla, reforzaba su malestar. No la hubiera creído Nicholson capaz de eso… Aquello denunciaba algo más que simple agudeza… Un detalle cabía solamente para explicar esa perspicacia de una inteligencia vulgar, sólo uno: que Sofía lo quisiera, y que lo quisiera mucho…

Y la sensación de haber cometido una baja cobardía traíale de nuevo el hondo disgusto de sí mismo. Repetíase en vano para calmarse: Sí, es fea, se pinta, no sabe sino destrozar visos. Pero no sentía lo que decía; la veía únicamente demudada por su brutal opinión. ¡En fin, todo aquello se acababa, y mejor! Iría aún una o dos veces a lo de Saavedra, antes que llegara Olmos. Y él, Olmos…

El corazón se le detuvo sintiéndose bruscamente mareado. Hasta ese momento no se había representado con precisión que ella sería la mujer de otro. Olmos, efectivamente, y muy pronto, sería su marido…

Apresuró el paso, esforzándose en pensar en otra cosa, en cualquiera, en una puerta de su casa, que chirriaba; en los aeroplanos búlgaros; en las infinitas marcas de cigarrillos que se ven cada día…

Tomó, por fin, un coche y se hizo llevar a Palermo, atormentándose en todo el camino con la seguridad plena de que había cortado como un estúpido su vida.

IX

Se hallaba aún en este estado a la mañana siguiente, cuando recibió el telegrama:

«Olmos gravísimo tifoidea. Prepare familia».

Algo como un hundimiento de pesadilla, una angustiosa caída de que se cree no salir en todo el infinito del tiempo, sofocó a Nicholson. ¡Olmos se moría! ¡Estaba muerto ya, seguramente! Luego Sofía…

Pero sus últimas veinticuatro horas de sufrimiento habíanle dado tal convicción de lo estéril, de lo jamás conseguible, de la imposibilidad absoluta de un solo segundo de dicha, que ese delirante anuncio de vida tenía la angustia de un vértigo. Olmos gravísimo de tifoidea… Sí, era el malestar de la carta, la falta de apetito. Y había muerto… ¡Sofía, Sofía!

Ahora era el grito de todo el hombre por la mujer adorada, el ímpetu de felicidad a que nos lanza el despertar de un sueño en que la hemos perdido. ¡Suya! ¡Solamente de él, Nicholson!

No tenía la menor duda de que el telegrama era simplemente preparatorio. Murió, murió —se repetía—, sin hallar, ni buscarlo tampoco, el menor eco de su alma. Esa persona debía haber abrazado, besado a su Sofía… ¡Ah, no! ¡De él, únicamente, y nadie más!

Sentíase, sin embargo, demasiado agitado para ir enseguida a lo de Saavedra. Pasó el día vagando en auto, y al llegar la noche y retornar a su casa, encontró el segundo telegrama:

«Avise familia Saavedra fallecimiento Olmos anoche».

¡Se acabó! Ya estaba todo acabado. La pesadilla había concluido. Ya no habría más cartas ni telegramas de Europa. Allí, en la calle Rodríguez Peña, estaba ella, sólo para él… ¡Sofía!

Eran las nueve cuando Nicholson llegó. Tuvo apenas tiempo de oír resonar sus propios pasos en la sala desierta, cuando sintió el avance precipitado de la señora de Saavedra. Apareció demudada, gesticulando.

—¡Pero ha visto usted cosa más espantosa! —se llevó las manos a la cabeza, sin saludarlo—. Hace media hora que hemos recibido el telegrama. ¡Y así, de repente! ¡Qué cosa horrible! Usted sabe, ¿no?… Figúrese la situación nuestra… ¿Pero cómo ha sido eso?…

—¿De quién es el telegrama? —interrumpiola Nicholson, extrañado—. Yo recibí uno, diciéndome que les avisara a ustedes…

—¡No sé, qué sé yo!… Zabalía… cosa así. Algún comedido… ¡Pero si supiera el pobre Olmos la gracia que nos hace!… ¿Y por qué quedarse allí tanto tiempo?, es lo que yo digo. Y vea a la pobre Chicha… viuda, así, porque sí, casi en ridículo. ¡Esas cosas no se hacen, mi Dios! Vea: yo quería mucho a Olmos… ¡pero la situación ridícula, usted comprende!

Estaba profundamente contrariada.

—¡Yo me pregunto qué va a ser ahora de mi hija! Viuda, figúrese, porque el otro estaba en sus congresos… ¡Oh, no! Y ahí la tiene llorando… no sé si por el pobre Olmos, todavía… —agregó encogiéndose de hombros.

Pero Nicholson ardía en deseos de verla, de estar con ella.

—¿Muy desconsolada?

—¡Qué sé yo!… Está llorando… ¿Quiere verla? Háblele, es mucho mejor que usted le hable… Se la voy a mandar.

Nicholson quedó solo, y en los cinco minutos subsiguientes no hizo otra cosa sino repetirse que ahora él, personalmente, era quien la estaba esperando; y que dentro de cuatro minutos la tendría en sus brazos; y dentro de dos, únicamente; y dentro de uno…

Sofía llegó. Tenía los ojos irritados, pero el peine acababa, sin embargo, de componer aquella cabeza de llanto. Diole la mano con una sonrisa embargada, y se sentó. Nicholson quedó un rato de pie, paseándose ensombrecido.

—Estaba llorando y no se ha olvidado del peine —se decía. En una de sus vueltas, Sofía lo miró sonriendo con esfuerzo, y aunque él se sonrió también, su alma no se aclaró. Ella quedó de nuevo inmóvil, pasándose de rato en rato el revés de los dedos por las pestañas. Un momento después se llevó, por fin, el pañuelo a los ojos.

Nicholson sintió de golpe toda su injusticia. ¡Canalla! —se dijo a sí mismo—. Se peina porque te quiere, porque quiere gustarte todo lo posible, y todavía…

Con el alma estremecida se sentó a su lado y la cogió suavemente de la muñeca. Sofía soltó el llanto enseguida.

—¡Sofía!… ¡Mi amor querido!…

Los sollozos redoblaron, mientras la cabeza de la joven se recostaba en el hombro de Nicholson. Pero ahora, él lo sabía, aquel llanto no era el desamparo de antes, el temor de que Nicholson no la quisiera más.

—¡Mi vida! ¡Mía, mía!

—Sí, sí —murmuró ella—. ¡Tuya, tuya!

Las lágrimas concluían, y una mojada sonrisa de felicidad despejaba ya la sombra del rostro.

—¡Ahora sí! ¡Mi novia, mi mujercita!

—¡Mi marido! ¡Mío querido!…

Cuando la señora de Saavedra entró, no tuvo la más remota duda.

—¡Es lo que me había parecido ya desde hace tiempo! No podían ustedes terminar en otra cosa… ¡Pero por qué no lo conocimos antes, Nicholson! ¡Figúrese los inconvenientes de esto, ahora! Si al otro no se le hubiera ocurrido pedir a mi hija antes de irse… ¡En fin! Ya que se ha muerto, no nos acordemos más de él.

Y era lo que ellos hacían.


Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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