Odas

Horacio


Poesía


LIBRO I
I. A MECENAS
II. A CÉSAR AUGUSTO
III. A LA NAVE QUE CONDUCÍA A VIRGILIO
IV. A SESTIO
V. A PIRRA
VI. A AGRIPA
VII. A MUNACIO PLANCO
VIII. A LIDIA
IX. A TALIARCO
X. A MERCURIO
XI. A LEUCÓNOE
XII. A AUGUSTO
XIII. A LIDIA
XIV. A LA REPÚBLICA
XV. NEREO PROFETIZA LA RUINA DE TROYA
XVI. A SU AMIGA (PALINODIA)
XVII. Á TINDARIS
XVIII. A VARO
XIX. A GLÍCERA
XX. A MECENAS
XXI. A DIANA Y APOLO
XXII. A ARISTIO FUSCO
XXIII. A CLOE
XXIV. A VIRGILIO
XXV. A LIDIA
XXVI. A SU MUSA
XXVII. A SUS COMENSALES
XXVIII. ARQUITAS Y EL MARINERO
XXIX. A ICCIO
XXX. A VENUS
XXXI. A APOLO
XXXII. A SU LIRA
XXXIII. A ALBIO TIBULO
XXXIV. PALINODIA
XXXV. A LA FORTUNA DE ANTIO
XXXVI. SOBRE LA VUELTA DE NÚMIDA
XXXVII. A SUS AMIGOS
XXXVIII. A SU SIERVO
LIBRO II
I. A ASINIO POLIÓN
II. A CAYO SALUSTIO
III. A QUINTO DELIO
IV. A JANTIAS (EL FOCEO)
V. A UN AMIGO
VI. A TITO SEPTIMIO
VII. A POMPEYO VARO
VIII. A BARINE
IX. A VALGIO
X. A LICINIO
XI. A QUINTO, HIRPINO
XII. A MECENAS
XIII. CONTRA UN ÁRBOL
XIV. A PÓSTUMO
XV. CONTRA EL LUJO DE SU SIGLO
XVI. A GROSFIO
XVII. A MECENAS ENFERMO
XVIII. CONTRA UN AVARO
XIX. A BACO
XX. A MECENAS
LIBRO III
I. SOBRE LA TRANQUILIDAD DEL ÁNIMO
II. A SUS AMIGOS
III. AL VARÓN CONSTANTE
IV. A CALÍOPE
V. ELOGIO DE AUGUSTO
VI. A LOS ROMANOS
VII. A ASTERIE
VIII. A MECENAS
IX. DIÁLOGO ENTRE HORACIO Y LIDIA
X. A LICIA [LICE]
XI. A MERCURIO
XII. A NEÓBULE
XIII. A LA FUENTE BANDUSIA
XIV. SOBRE LA VUELTA DE AUGUSTO, VENCEDOR
XV. A CLORIS
XVI. A MECENAS
XVII. A ELIO LAMIA
XVIII. A FAUNO
XIX. A TÉLEFO
XX. A PIRRO
XXI. A SU ÁNFORA
XXII. A DIANA
XXIII. A FÍDILE
XXIV. CONTRA LOS AVAROS
XXV. A BACO
XXVI. A VENUS
XXVII. A GALATEA
XXVIII. A LIDE
XXIX. A MECENAS
XXX. SE PROMETE UNA GLORIA INMORTAL
LIBRO IV
I. A VENUS (A LIGURINO)
II. A JULO ANTONIO
III. A MELPÓMENE
IV. CELEBRA LA VICTORIA DE DRUSO NERÓN
V. A AUGUSTO
VI. HIMNO A APOLO Y DIANA
VII. A MANLIO TORCUATO
VIII. A MARCIO CENSORINO
IX. A LOLIO
X. A LIGURINO
XI. A FILIS
XII. A VIRGILIO
XIII. A LICE
XIV. A AUGUSTO
XV. ELOGIO DE AUGUSTO

LIBRO I

I. A MECENAS

Mecenas, descendiente de antiguos reyes, refugio y dulce amor mío, hay muchos a quienes regocija levantar nubes de polvo en la olímpica carrera, evitando rozar la meta con las fervientes ruedas, y la palma gloriosa los iguala a los dioses que dominan el orbe.

Éste se siente feliz si la turba de volubles ciudadanos le ensalza a los supremos honores; aquel, si amontona en su granero espacioso el trigo que se recoge en las eras de Libia.

El que se afana en desbrozar con el escardillo los campos que heredó de sus padres, aun ofreciéndole los tesoros de Átalo, no se resolverá, como tímido navegante, a la travesía del mar de Mirtos en la vela de Chipre.

El mercader, asustado por las luchas del Ábrego con las olas de Icaria, alaba el sosiego y los campos de su pais natal; mas poco dispuesto a soportar los rigores de la pobreza, recompone luego sus barcos destrozados.

No falta quien se regala con las copas del añejo Másico, y pasa gran parte del día, ora tendido a la fresca sombra de los árboles, ora cabe la fuente de cristalino raudal.

A muchos entusiasma el clamor de los campamentos, los sones mezclados del clarín y la trompeta, y las guerras aborrecidas de las madres.

El cazador, olvidado de su tierna esposa, sufre de noche las inclemencias del frío, y persigue la tímida cierva con la traílla de fieles sabuesos, o acosa al jabalí marso que destroza las tendidas redes.

La hiedra que ciñe las sienes de los doctos me aproxima a los dioses inmortales; la fría espesura de los bosques y las alegres danzas de las Ninfas con los Sátiros me apartan del vulgo, y si Euterpe no me niega su flauta, si Polihimnia me consiente pulsar la cítara de Lesbos, y tú me colocas entre los poetas líricos, tocaré con mi elevada frente las estrellas.

II. A CÉSAR AUGUSTO

Ya el padre de los dioses envió a la tierra bastante nieve y asolador granizo, y su encendida diestra, vibrando el rayo contra los sagrados templos, llenó de espanto a Roma y puso terror en el orbe de que volviese el funesto siglo de Pirra con sus monstruosos portentos; cuando Proteo condujo sus rebaños a las cimas de los montes, los peces quedaron suspendidos de las copas de los olmos, donde antes se recogían las palomas, y los tímidos gamos nadaron sobre el mar extendido por la campiña.

Vimos el rojo Tíber, rebatidas con fragor sus ondas en el litoral etrusco, lanzarse a destruir el monumento del rey Numa con el templo de Vesta; y orgulloso de ser el vengador de su desolada esposa IIía, desbordarse por la siniestra ribera sin la aprobación de Jove.

Muy pocos jóvenes oirán las guerras provocadas por los delitos de sus padres, y sabrán que los ciudadanos aguzaron contra sí mismos el hierro forjado para aniquilar a los temibles persas.

¿A qué dios invocará el pueblo en la ruina del Imperio? ¿Con qué preces ablandarán las púdicas doncellas a Vesta, sorda a sus clamores? ¿A quién dará Júpiter la misión de expiar tan horrendo crimen?

Apolo, dios de los augurios, te rogamos que nos asistas, velando tus hombros en candida nube; o si te place más, llega tú, sonriente Venus, en cuyo torno revolotean los Juegos y Cupido; o tú, si miras aún con ojos propicios la suerte del pueblo menospreciado y sus descendientes, padre de Ia ciudad, a quien entusiasma el clamoreo bélico, los cascos relucientes y el aspecto feroz del mauritano frente a su enemigo cubierto de sangre; poned pronto término a nuestras discordias.

O mejor tú, alado hijo de la venerable Maya, si pretendes tomar en la tierra la figura de un heroico joven, y que te llamen todos el vengador de César.

Ojalá retrases tu vuelta a los cielos, y permanezcas gozoso largo tiempo con el pueblo de Quirino, sin que huyas en alas del viento, ofendido por nuestras culpas.

Aquí anheles conquistar solemnes triunfos y ser llamado príncipe y padre de la ciudad; y no toleres que, siendo César nuestro caudillo, cabalgue impunemente el medo por dondequiera.

III. A LA NAVE QUE CONDUCÍA A VIRGILIO

Así la diosa reverenciada en Chipre, así los hermanos de Helena, astros luminosos, dirijan tu curso, y el padre de los vientos los sujete a todos menos al Iapiga, ¡oh bajel!, que nos debes a Virgilio confiado a tu custodia; ruégote le conduzcas sano a los confines de Ática y guardes esa preciosa mitad de mi alma.

Guarnecido debía llevar el pecho de roble y triple cota de bronce quien osó el primero lanzarse en frágil navío al piélago irritado, sin temer la lucha violenta del Ábrego con el frío Aquilón, las tristes Híadas, ni la rabia del Noto, árbitro el más poderoso del Adriático, ya quiera sublevar o calmar sus olas.

¿Qué muerte tan horrible infundirá miedo al que vio con ojos serenos los monstruos que nadan sobre el mar enfurecido, y los peñascos de Acroceraunia, famosos por tantos desastres?

En balde la providencia de un dios separó los continentes con la barrera infranqueable del Océano, si las impías naves atraviesan las sirtes que deben llenarlas de terror.

Audaz el linaje humano se precipita en todos los crímenes y conculca todas las leyes. El hijo audaz de Jápeto, con sacrílego fraude, entregó a los mortales el fuego; y así que lo hubo arrebatado de las regiones etéreas, la escuálida palidez, con las fiebres antes desconocidas, se esparcieron por la tierra, y la muerte inevitable, que antes caminaba tardía, aceleró sus pasos. Dédalo se arrojó a volar por los aires con alas no concedidas al hombre, y el infatigable Hércules descendió al Averno: ninguna temeridad detiene el arrojo de los mortales. En nuestra demencia pretendemos escalar los cielos, y con nuestros crímenes impedimos que Júpiter deponga sus rayos iracundos.

IV. A SESTIO

Desátanse los hielos del invierno riguroso con la grata vuelta del Favonio y la primavera, las máquinas botan al agua las naves que permanecían en seco, y ni el rebaño se goza en los establos, ni el labrador junto al fuego, ni los prados blanquean con las heladas escarchas.

Ya Venus Citerea guía los coros al asomar la luna; las modestas Gracias, unidas con las Ninfas, danzan joviales en las praderas, y el ardiente Vulcano abrasa los antros donde trabajan los Cíclopes.

Ahora es el momento de coronar con verde arrayán los perfumados cabellos, o con las flores que brota la tierra libre de sus prisiones; ahora conviene inmolar a Fauno en las selvas umbrosas una cordera, o, si le agrada más, un cabrito. La pálida muerte pisa con igual pie las chozas de los pobres que los palacios de los ricos. ¡Oh venturoso Sestio!, la brevedad de la vida nos prohibe alimentar largas esperanzas. Pronto te oprimirán las eternas sombras, los Manes de que tanto se habla y el funesto reino de Plutón, adonde así que llegues no te proclamará rey del festín la suerte de los dados, ni admirarán tus ojos al tierno Lícidas, que hoy abrasa a los jóvenes y luego abrasará de amor a todas las doncellas.

V. A PIRRA

¿Qué lindo joven, perfumado de exquisitas esencias, te oprime, Pirra, a su corazón, sobre el lecho de flores esparcidas en tu gruta deliciosa? ¿Peinas para él tu rubia cabellera, y te atavías con elegante sencillez? ¡Ay, cuántas veces ha de llorar la fe violada y las mudanzas de los dioses, y ha de ver con asombro el mar alborotado por los negros huracanes el crédulo amante que ahora es dichoso oyendo tus doradas promesas, y confiando hallarte siempre fiel, siempre amorosa, porque no sabe que eres más voluble que el viento! ¡Desgraciados los que se dejan seducir por tus encantos!

Respecto a mí, la tabla votiva del naufragio, colgada en la pared del templo, atestigua que ofrecí mis húmedos vestidos al poderoso dios de los mares.

VI. A AGRIPA

Vario, el rival de Homero, es quien debe enaltecer tu valor, tus gloriosos triunfos y las hazañas que realizaron por mar y tierra los combatientes que guiaste a la victoria.

Yo, Agripa, ni sabría remontarme a tanta altura, ni pretendo cantar la encendida cólera del hijo de Peleo, las peligrosas navegaciones del astuto Ulises, o los crímenes de la familia de Pelops, asuntos grandiosos para mi pequeñez.

El pudor y la Musa que gobierna mi humilde lira me prohíben desdorar con la rudeza de mi ingenio las alabanzas del egregio César y las tuyas.

¿Quién cantará dignamente a Marte, protegido por su coraza diamantina, a Merión [Meriones], cubierto con el polvo de Troya, o al hijo de Tideo por el favor de Palas, equiparado a los dioses?

Yo, en los momentos de ocio, canto los festines y las riñas de las tiernas doncellas que rechazan suavemente las pretensiones de los jóvenes cuando me abrasa, como de costumbre, un amor pasajero.

VII. A MUNACIO PLANCO

Unos ensalzan la ilustre Rodas, Mitilene, Éfeso o las murallas de Corinto, que bañan dos mares, o Tebas, insigne por Baco, y Delfos por Apolo, o el valle de Tempe, en la Tesalia.

Hay poetas que se entretienen en celebrar con perpetuos cantos la ciudad de la casta Palas, y coronar sus frentes con ramos de olivo cogidos doquier; otros, en honor de Juno, enaltecen la ciudad de Argos con sus briosos corceles y la rica Micenas. En cuanto a mí, ni la sufrida Lacedemonia, ni los fértiles campos de Larisa me deleitan como el antro resonante de Albúnea, el rápido Anio, los bosques de Tibur [Tiburno] y los frescos vergeles que riegan los cristalinos arroyos.

Como el Noto disipa a veces los obscuros nublados del cielo, pues no siempre trae las lluvias, así tú, discreto Planco, esfuérzate por ahuyentar la tristeza y poner fin con el dulce vino a los trabajos de la vida, ya mores en los campamentos donde resplandecen las águilas, ya reposes a la sombra de los árboles de Tíbur.

Cuando Téucer [Teucro] huía de Salamina y de su padre, es fama que ciñó sus sienes humedecidas por el licor de Baco con una corona de álamo, y habló así a sus tristes amigos; «Iremos, ¡oh. socios y compañeros de mis penas!, adondequiera nos lleve la fortuna, menos cruel que mi padre. No desesperéis nunca siendo Téucer vuestro caudillo y guiados por los auspicios de Téucer. El verídico Apolo me ha prometido en nuevas tierras una Salamina igual a la que abandonamos. ¡Oh bravos camaradas, que habéis padecido tanto en mi compañía, disipad ahora las cuitas con el vino, que mañana volveremos a emprender nuestro viaje por la inmensa llanura!»

VIII. A LIDIA

Por todos los dioses te lo ruego, dime, Lidia, ¿por qué precipitas con tu amor la ruina de Síbaris? ¿Por qué odia ya el campo de Marte, donde sufrió mil veces las molestias del polvo y el sol? ¿Por qué no cabalga esforzado entre sus compañeros, ni reprime la fogosidad del bridón galo con el freno de dientes de lobo?¿Por qué teme cruzar las rojas ondas del Tíber, y el aceite de los atletas le infunde más horror que el veneno de las víboras? ¿Por qué no muestra en sus brazos las señales lívidas de las armas, ni se gloría de arrojar el disco o el venablo más allá del término señalado?¿Por qué se esconde como el hijo de la marina Tetis, según es fama, antes de la ruina lastimosa de Troya, para no lanzarse, vistiendo la armadura, a la matanza contra las falanges de Licia?

IX. A TALIARCO

¡Oh Taliarco!, ¿no ves cómo la cima del Soracte blanquea con la nieve, las selvas agobiadas apenas resisten el peso de la escarcha, y los ríos detienen su curso encadenados por el hielo riguroso?

Defiéndete del frío echando en el hogar leña en abundancia, y llena alegremente las copas del vino de cuatro años que guarda el ánfora sabina. Lo demás déjalo al arbitrio de los dioses que, en cuanto amansen la furia de los vientos que encrespan las hinchadas olas, dejarán de combatir a los viejos olmos y altos cipreses.

Huye de inquirir lo que será del mañana, aprovecha bien los días que te concede el destino, y no desprecies las danzas y los tiernos amores; pues eres joven, y la tardía vejez aún no se atreve a marchitar tu lozano verdor.

Ahora debes frecuentar el campo de Marte, las plazas públicas y los gratos coloquios nocturnos que te llaman a la hora señalada. Ven a gozar la risa hechicera que descubre a tu amante escondida en su retiro silencioso, y a quitarle las joyas de sus brazos y el anillo del dedo que resiste suavemente tu intención.

X. A MERCURIO

Mercurio, elocuente nieto de Atlas, tú que lograste suavizar la áspera rudeza de los hombres primitivos con la persuasión y los nobles ejercicios de la palestra, tú, el mensajero del gran Júpiter y los dioses, inventor de la corva lira y diestro en esconder con hurto gracioso aquello que te agrada, tú serás hoy el numen de mis cantos.

Apolo quiso asustarte con terribles amenazas cuando aun eras niño, si no le devolvías las vacas que le robaras astuto; pero se echó a reír viendo que su aljaba también había desaparecido.

El rico Príamo, guiado por ti, abandonó a Ilión, burló a los soberbios Atridas, y cruzó por entre las hogueras de los tésalos y el campamento que fue la ruina de Troya.

Tú conduces las almas piadosas a los lugares felices del Elíseo, y diriges las turbas de las ligeras sombras con tu áureo caduceo, grato por igual a los dioses del Olimpo y del Averno.

XI. A LEUCÓNOE

No indagues, Leucónoe (no es lícito saberlo), qué fin reservan los dioses a tu vida y la mía, ni combines los números mágicos. Mejor será que te resignes a los decretos del hado, sea que Júpiter te conceda vivir muchos años, sea éste el último en que ves romperse las olas del Tirreno contra los escollos opuestos a su furor. Sé prudente, bebe buen vino y reduce las largas esperanzas al espacio breve de la existencia. Mientras hablamos, huye la hora envidiada. Aprovecha el día, no confíes en el mañana.

XII. A AUGUSTO

¿Qué mortal, qué héroe intentas celebrar, ¡oh Clío!, con la lira o la flauta resonante, qué dios cuyo nombre repita la juguetona imagen de la voz en los sombríos montes de Helicón, o en las cimas del Pindo y del frío Hemo? De aquí descendieron las selvas arrastradas por los cantos de Orfeo, que aprendió de su madre a detener el rápido curso de los ríos, el impulso de los ligeros vientos, y mover las encinas que escuchaban los dulcísimos acordes de su cítara. ¿A quién daré primero mis alabanzas antes que al padre Júpiter, soberano de los hombres y los dioses, que impera en la tierra y el mar y templa el curso vario de las estaciones?

Ningún dios sobrepuja su grandeza ni se aproxima a su poder; sin embargo, Palas merece en segundo lugar los más altos honores.

No pasaré en silencio las empresas de Baco, audaz en los combates; de la casta Diana, enemiga de las fieras salvajes, ni de Febo, temible por sus certeras saetas.

Cantaré los trabajos de Alcides y los hijos de Leda, el uno sin rival en las carreras de caballos, el otro en las luchas del pugilato, cuya propicia estrella, en el momento que resplandece a los ojos de los marineros, calma el mar agitado que bate las rocas, amansa el fragor de los vientos, disipa los nublados, y sumisas a la voluntad de estos Númenes, las olas se duermen sobre la líquida llanura.

Tras éstos, dudo si recordar primero a Rómulo o el pacifico reinado de Numa Pompilio, o las fasces soberbias de Tarquinio, o la muerte generosa de Catón.

También glorificaré en mis cantos a Régulo y los Escauros, y a Paulo Emilio, que prodigó su gran alma antes que sobrevivir al triunfo del cartaginés.

La dura pobreza, la hacienda corta y el humilde techo lanzaron a conquistar los lauros de la guerra a Fabricio, a Camilo y a Curio, el de los encrespados cabellos.

Crece la fama de Marcelo, como el árbol más robusto, de día en dia; y el astro de Julio brilla sobre todos, como la luna entre las estrellas del cielo.

Hijo de Saturno, padre y defensor de la humana gente, a ti confian los hados la misión de velar por el gran César, que será tu segundo en la tierra; y ya ostente en su triunfo los parthos domados que amenazaban al Lacio, o sujete en las comarcas orientales a los seres y los indos, bajo tu imperio regirá con sabias leyes el mundo; mientras tú estremecerás el Olimpo con las ruedas de tu carro, y con la diestra lanzarás el rayo sobre los bosques que la impiedad ha profanado.

XIII. A LIDIA

Cuando tú, Lidia, celebras el semblante de rosa y los brazos blancos como la cera de Télefo, ¡ay!, la bilis me quema las entrañas; al mismo tiempo pierdo el sentido y mudan de color mis mejillas, por donde resbalan furtivas lágrimas, delatando el fuego lento que me consume.

Monto en cólera si veo en tus cándidos hombros los torpes indicios de las reyertas que acalora el vino, o si ese joven, enardecido por la pasión, imprime en tu boca las señales harto visibles de sus dientes.

No, Lidia; si oyes mis consejos, no esperes que sea eterno el amor brutal de quien hace con sus besos saltar la sangre en tus labios, que Venus humedeció con la quinta esencia de su néctar.

¡Felices tres veces y aun más los seres unidos por lazos indisolubles, y cuyo amor, triunfante de quejas y recelos, sólo acaba con el último suspiro!

XIV. A LA REPÚBLICA

¡Oh nave!, ¿vuelves a lanzarte a los peligros de las olas? ¿Qué haces? Apresúrate a ganar el puerto. ¿No ves tu costado desprovisto de remos, rotas tus antenas y tu mástil quebrantado por la violencia del Ábrego, y que sin cables ningún bajel es capaz de resistir el imperioso oleaje? Tus velas están destrozadas, y los Númenes desoyen las súplicas que en tu angustia les diriges.

Aunque pongas en las nubes, hija nobilísima de las selvas del Ponto, tu linaje y tu ilustre nombre, el tímido piloto no confía nada en los dioses pintados en la popa.

Si no quieres ser el ludibrio de los vientos, resguárdale en seguro. Tú, que ayer me inspirabas inquieta zozobra, hoy avivas mis cuidados y y solícitos deseos, para que evites los escollos del mar que baña las resplandecientes Cícladas.

XV. NEREO PROFETIZA LA RUINA DE TROYA

Cuando Paris, el pérfido pastor, conducía en las naves del Ida a la robada Helena, Nereo sujetó con el ocio ingrato los rápidos vientos para anunciarle su cruel destino.

«Bajo auspicios fatales llevas a tu patria a esa mujer, que ha de reclamarte con numerosas huestes la Grecia, conjurada en romper tus nupcias y destruir el antiguo reino de Príamo. »¡Ay, cuánta fatiga rendirá a caballos y caballeros! ¡Cuánta desolación atraes sobre el pueblo de Dárdano! Ya Palas prepara su yelmo, su égida, su carro y su furor. »En vano orgulloso con la ayuda de Venus peinarás tu cabellera y cantarás al son de la cítara versos que hechicen a las mujeres. En vano evitaras desde tu tálamo los rudos venablos, las puntas de las saetas cretenses, el clamoreo de la batalla y la persecución del volador Áyax; aunque tarde, has de ver manchados de polvo tus adúlteros cabellos. »¿No ves al hijo de Laertes, exterminio de tu gente, y a Néstor, el principe de Pilos? Ya te acosa el impávido Téucer [Teucro] de Salamina y Esténelo, diestro en el combate o impetuoso en el momento que es preciso fustigar a los caballos. También conocerás a Merión [Meriones]. He aquí al atroz hijo de Tideo, más valiente que su padre, corriendo enfurecido por alcanzarte; y como ciervo que se olvida del pasto al divisar el lobo en la otra ladera del valle, así tú le huirás con la respiración anhelante y muerto de pavor.

No es esto lo que prometías a tu Helena. La escuadra del iracundo Aquiles dilatará la ruina de Ilión y las matronas frigias; mas pasados ciertos años, el fuego de los aqueos abrasará las casas de Troya.»

XVI. A SU AMIGA (PALINODIA)

¡Oh, de hermosa madre, hija más hermosa todavía!, destruye como te plazca mis versos ofensivos, arrojándolos a las llamas o a las ondas del Adriático.

Cíbeles [Dindimene], Baco y Apolo Pitio no trastornan la mente de sus sacerdotes en los santuarios de los templos, ni los Coribantes entrechocan sus escudos de bronce con más furia que las iras desatentadas desafían el acero de los bárbaros, el fuego devorador, el mar y sus naufragios y el poder del mismo Jove con sus rayos y truenos espantosos.

Es fama que Prometeo, en la necesidad de añadir al barro de nuestro ser alguna partícula de otros animales, infundió en las entrañas del hombre la cólera del león furibundo.

Las iras ocasionaron a Tiestes horribles tormentos y fueron la principal causa de caer arrasadas egregias ciudades, en torno de cuyos muros pasó el arado el insolente ejército de los enemigos. Reprime tus enojos; confieso que en el ardor de la juventud me dejé arrebatar por la pasión y vomité en versos satíricos mil diatribas venenosas; pero hoy deseo que aquel encono se trueque en más tiernas afectos, y así que me retracte de tales oprobios, me vuelvas tu amistad y me entregues tu corazón.

XVII. Á TINDARIS

El veloz Fauno suele trocar el Liceo por mi amena Lucretila [el Lucrétil], y defiende del ardor estival y las lluvias huracanadas a mis cabras, que, desviándose de sus mal olientes maridos, recorren impunemente el apacible bosque tras el dulce madroño y el tomillo.

Los cabritos no temen a las verdes culebras ni a los rapaces lobos, cuando el dios, ¡oh Tíndaris!, hace resonar su dulcísima avena por los valles y rocas sembradas en la pendiente del Ústica.

Los dioses me protegen, mi piedad y mis cantos son aceptos a los dioses. Aquí la abundancia, enriquecida con los frutos del campo, derramará en profusión para ti los dones de su cuerno fecundo.

Aquí, en el sombrío valle, evitarás el ardiente fuego de la Canícula, y con la lira del cantor de Teos ensalzarás a Penélope y la artificiosa Circe, enamoradas las dos del gran Ulises.

Aquí, a la sombra, colmarás los vasos del inocente vino de Lesbos, sin temor de que el hijo de Sémele, unido con Marte, nos impulse a peligrosas reyertas, ni recelar que el protervo Ciro, abusando de tu debilidad, ponga en ti sus manos insolentes y te quite la guirnalda de los cabellos y rompa el vestido que cela tus encantos.

XVIII. A VARO

Varo, no siembres ningún árbol antes que la sagrada vid en el fértil suelo de Tíbur o las pendientes de Cátilo; pues Dios reserva males sin numero a los abstemios, y sólo con el vino se disipan los cuidados roedores.

¿Quién después de haber bebido se queja de la pobreza o los trabajos de la guerra? ¿Quién entonces no canta alegre al padre Baco y la hechicera Venus? Mas la lucha encarnizada de los Centauros con los Lápitas por causa de la embriaguez, nos advierte que no se han de traspasar los límites de la moderación, y nos lo advierte el rigor que desplegó Baco [Evio] con los tracios, que no distinguían los deseos lícitos de los ilícitos en su febril acaloramiento.

Divino Basareo, no seré yo quien me entregue al exceso de la bebida, ni quien patentice lo que ocultas entre el verde follaje; pero aparta de mí los ruidosos atabales y la trompa de Berecinto, a quien acompañan siempre el ciego amor propio, el orgullo que yergue su cabeza vacía más de lo justo, y la indiscreción, transparente como el vidrio, que divulga todos los secretos.

XIX. A GLÍCERA

La cruel madre de los ardientes deseos, el hijo de la tebana Sémele y la voluptuosa licencia me ordenan entregar mi ánimo a los amores que ya creía extinguidos.

Me arrebata la hermosura de Glícera, más blanca que el mármol de Paros; me cautiva su traviesa malignidad y su rostro, tan peligroso al que lo mira.

Venus ha dejado a Chipre por precipitarse toda entera en mi corazón, y no consiento que recuerde a los escitas ni a los parthos animosos, que pelean huyendo en sus corceles, ni nada, en fin, que no toque al amor.

Muchachos, traedme fresco césped, incienso, verbena y la copa con vino de dos años; así que la llama devore la ofrenda, acudirá Glicera menos desdeñosa.

XX. A MECENAS

Beberás en pequeños vasos el vino común de la Sabina, que yo mismo guardé en el ánfora griega, cuando recibiste en el teatro, querido caballero Mecenas, los aplausos estruendosos que resonaron en las orillas del patrio Tíber e hicieron repetir tus alabanzas a los ecos del monte Vaticano.

Tú bebes el Cécubo y el licor de la uva prensada en Cales; pero el vino Falerno y el de los collados de Formio nunca corrigen la aspereza del que llena mis copas.

XXI. A DIANA Y APOLO

Tiernas doncellas, cantad a Diana; mancebos, cantad a Apolo [al Cintio], el de los largos cabellos, y a Latona, tan tiernamente amada por el supremo Jove.

Ensalzad vosotras a la diosa que se recrea en las márgenes de los ríos y las sombras de los bosques, que pueblan las heladas cumbres del Álgido y las obscuras selvas del Erimanto o el Crago cubierto de verdor.

Vosotros, jóvenes, entonad las alabanzas del Tempe y la isla de Delos, patria de Apolo, que adorna sus hombros con la aljaba y la lira presente de su hermano.

Él azotará a los persas y britanos con el hambre cruel, la peste y la guerra, que hace verter tantas lágrimas, apartando sus estragos, movido por nuestras preces, del pueblo romano y su príncipe César [Augusto].

XXII. A ARISTIO FUSCO

El varón íntegro y puro de todo crimen no necesita, Fusco, los venablos de los moros, ni el arco y la aljaba llena de ponzoñosas saetas, ya camine por los abrasados arenales [Sirtes], por el Cáucaso inhospitalario o por los campos que riega el famoso Hidaspes.

Entonando canciones a mi Lálage, paseábame sin armas y libre de cuitas enojosas por los luga-res menos frecuentados de la selva Sabina, y de pronto me hallé frente a un lobo que huyó sin atacarme.

Monstruo terrible cual no lo alimentó jamás la belicosa Daunia en sus vastos encinares, ni lo crió la tierra africana, engendradora de ardientes leones.

Llévame a la desolada zona donde nunca las auras del estío reaniman las plantas, o ala extremidad del mundo en que reinan las brumas y las nieves eternas; llévame a las tierras inhabitables que abrasa el carro harto próximo del sol, y allí amaré a Lálage por su dulce sonrisa y su dulcísima voz.

XXIII. A CLOE

Huyes de mí, Cloe, semejante al cervatillo que busca a través del fragoso monte a su asustada madre, no sin espantarlo el vano ruido del viento entre las ramas de los árboles; pues si el retorno de la primavera agita las móviles hojas, o los verdes lagartos remueven el zarzal, sus rodillas tiemblan y su corazón se estremece.

No es mi ánimo despedazarte como un sanguinario tigre o un león de Getulia; así, ya que estás en sazón de ser amada, deja de seguir a tu madre.

XXIV. A VIRGILIO

¿Qué consuelo ni resignación cabe en la pérdida de tan caro amigo? lnspírame canciones lúgubres, Melpómene, a quien el padre Jove dio con la lira una voz melodiosa. ¿Conque duerme el eterno sueño Quintilio? ¿Cuándo hallarán quien [se] le iguale el pudor, la verdad sincera y la fe incorruptible, hermana de la justicia?

Murió acompañado por las lágrimas de todos los buenos, pero nadie le lloró como tú, Virgilio, que en vano pides a los dioses te devuelvan a Quintilio, no nacido para ser inmortal; y aunque pulsaras más blandamente que el tracio Orfeo la lira escuchada por los árboles, no volvería la sangre a reanimar la vana sombra que Mercurio, sordo a las preces para revocar los decretos de los hados, empuja hacia el negro rebaño con su horrendo caduceo. [Es triste, pero más llevadero hace la paciencia aquello que corregir se nos veda].

XXV. A LIDIA

Ya no llaman con golpes tan frecuentes a tus cerradas ventanas los jóvenes atrevidos, ni alteran tu tranquilo sueño; la puerta, que giraba a todas horas sobre sus quicios, ama permanecer quieta en los umbrales, y oyes menos veces de día en día este estribillo: «¿Duermes, Lidia, dejando perecer a, tu amante?»

Muy pronto serás vieja sin atractivos, y llorarás en la silenciosa calle los desprecios do tus insolentes adoradores, expuesta al viento de Tracia que se desata en la luna nueva.

Entonces los ardientes deseos del amor, que suele enfurecer a tas madres de los potros, abrasando tus llagadas entrañas, te arrancarán hondos gemidos, al ver cómo la juventud alegre se corona de verde hiedra y mirto resplandeciente, y arroja las guirnaldas marchitas a las frías ondas del Ebro [Euro].

XXVI. A SU MUSA

Amigo de las Musas, dejaré que los vientos tempestuosos entreguen al mar de Creta mis cuidados y tristezas, sin importarme qué rey se hace temer en las heladas regiones del Norte, o quién es el único que llena de terror a Tiridates.

¡Oh dulcísima Pimplea, que te gozas en las fuentes cristalinas, escoge las más bellas flores y teje una corona a mi querido Lamia! Sin tu favor de nada le servirán mis loores. Conságrale tú y tus hermanas nuevos acordes arrancados con el plectro a la lira de Lesbos.

XXVII. A SUS COMENSALES

Es propio de los tracios pelear arrojándose las copas, nacidas para infundir alegría. Rechazad tan bárbara costumbre, y no tenga Baco que avergonzarse de provocar riñas sangrientas.

¡Cuánto desdice el cruel alfanje persa entre el vino y las antorchas! Compañeros, apaciguad los clamores del combate y permaneced apoyados sobre el codo en el lecho del festín.

Me exigís que apure también unos vasos de añejo Falerno. Enhorabuena, que diga el hermano de Megila de Opuntia qué feliz herida, qué saeta le causa una muerte tan deliciosa. ¿Calla? Pues sólo beberé con esta condición.

Sea quienquiera la beldad que te domina, no te abrasas en fuego de que puedas sonrojarte, porque siempre pecas con mujeres bien nacidas. Ea, confia tus pesares en los discretos oídos de tu amigo. Ya te oí, ¡oh joven desventurado y digno de consumirte en mejor llama, en qué peligrosos escollos [Caribdis] navegas!

¿Qué dios, que hechicera o qué mago con los venenos de Tesalia podría romper tus lazos? Tal vez el mismo Belerofonte [Pégaso] no te librase de la informe Quimera enroscada a tu cuerpo.

XXVIII. ARQUITAS Y EL MARINERO

EL MARINERO.– Tú que mediste, Arquitas, los términos de la tierra y el mar con sus incontables arenas, yaces próximo al litoral etrusco por no haber quien echase sobre tu cadáver un puñado de polvo. ¿De qué te sirvió penetrar en las celestes mansiones y recorrer el mundo de polo a polo si habías de morir?

ARQUITAS.– También murió el padre de Pelops, comensal de los dioses; Titón arrebatado a los cielos y Minos admitido a los consejos secretos de Jove; también habita en el Tártaro el hijo de Pantoís [Pántoo], que descendió por segunda vez al reino de las sombras, aunque demostrase con el escudo arrancado del templo su presencia en la guerra de Troya, y que sólo había concedído a la muerte su piel y sus nervios, según tu dictamen, escrutador profundo de la naturaleza y la verdad.

Una misma noche nos espera a todos, y todos hemos de pisar una vez el camino de la muerte. Las Furias sacrifican la juventud en holocausto del ceñudo Marte, y en las entrañas ávidas del mar hallan su tumba los navegantes; mezclados se aglomeran los cortejos fúnebres de mozos y ancianos, y ni una cabeza escapa a la cruel Prosérpina.

El Noto, rápido compañero de Orión en su ocaso, sepultóme en las ondas de Iliria; mas tú, navegante, no te muestres tan malvado que niegues a mis huesos y cabeza insepulta algunos puñados de movediza arena. Así las borrascas con que el Euro subleva las olas de Hesperia vayan a caer sobre los bosques de Venusa [Venusia], salvando tu vida, y el benigno Júpiter y Neptuno, protector de la ciudad sacra de Tarento, te enriquezcan con toda especie de lucrativas ganancias. ¿Por ventura temes cometer un fraude que expíen más tarde tus hijos inocentes? ¡Ah!, tú serás condenado por la misma ley, y arrostrarás la misma suerte. Si me abandonas, mis suplicas lograrán la venganza apetecida, y ninguna expiación te absolverá de tu crimen.

Como llevas prisa, sólo reclamo de ti breves momentos, y luego que me hayas echado tres veces un poco de tierra, podrás emprender de nuovo tu viaje.

XXIX. A ICCIO

¿Ahora envidias, Iccio, los ricos tesoros de los árabes, preparas sangrienta guerra a los reyes, antes no domados, de Saba y forjas las cadenas que han de oprimir al horrible medo? ¿Qué virgen extranjera te servirá como cautiva, después que hayas muerto a su prometido esposo? ¿Qué joven de cabellos perfumados y hábil en despedir la flecha sérica del arco paterno pasará desde el palacio real a llenarte la copa? ¿Quién negará que los arroyos despeñados, pueden subir a las cumbres de los montes, y volver a su fuente el Tíber, cuando tú cambias por las lorigas de Iberia los libros de Panecio, recogidos en todas partes, y la doctrina de Sócrates, defraudando las esperanzas que nos hiciste concebir?

XXX. A VENUS

¡0h Venus!, reina de Gnido y Pafos, deja tu querida Chipre y trasládate a la elegante mansión de Glícera, que invoca tu favor, prodigando el incienso, y vengan contigo el ardiente Cupido, las Ninfas, las Gracias con el ceñidor suelto, Mercurio y la diosa de la Juventud, sin ti muy poco adorable.

XXXI. A APOLO

¿Qué pide el vate a Apolo en el día de la consagración de su templo? ¿Qué le ruega al derramar el vino nuevo de su copa? No las mieses opimas de la feraz Cerdeña, no los lucidos rebaños de la ardiente Calabria, no el oro o el marfil de la India, ni los campos que socava con sus tranquilas ondas el Liris silencioso.

Coja la podadera de Cales el que deba a la Fortuna grandes viñedos, y apure en copas de oro los vinos comprados con las esencias de Siria, el rico mercader a quien protegen los dioses, permitiéndole atravesar impunemente el Atlántico tres o cuatro veces al año.

La aceituna, la achicoria y la humilde malva proveen a mi sustento, y sólo te suplico, hijo de Latona, que me permitas gozar sano de cuerpo y alma los pocos bienes adquiridos, y que no se arrastre torpemente mi vejez, privada de pulsar la cítara.

XXXII. A SU LIRA

[Nos reclaman]. Si en mis ratos de ocio canté a la sombra de los arboles versos juguetones acompañados por tus cuerdas, hoy te ruego que me inspires canciones latinas que vivan este año y otros muchos, ¡oh lira!, modulada por aquel poeta de Lesbos, tan impávido en las batallas, que entre el fragor de las armas y después de amarrar a la húmeda costa su nave combatida por la tormenta, cantaba a Baco [Líber] y a las Musas, a Venus, al rapaz que siempre la acompaña y a Lico, resplandeciente por sus negros ojos y negra cabellera. ¡Oh gratísima cítara, honor de Febo, encanto de los festines del supremo Jove y único alivio de mis pesares, oye la voz piadosa que te llama!

XXXIII. A ALBIO TIBULO

Albio, no te atormentes más de lo justo por el recuerdo de la cruel Glícera, ni te desates en lacrimosas elegías, porque un rival de menos años te haya suplantado en su corazón.

El amor de Ciro abrasa a Licoris, la de lindísima frente; y Ciro se inclina hacia la desdeñosa Fóloe; pero antes las cabras se unirán con los lobos de Apulia que Fóloe se entregue a tan torpe adúltero; así lo ha dispuesto Venus, a quien place, en sus juegos caprichosos, unir con férreo yugo personas harto desiguales y muy opuestos caracteres.

A mí mismo, cuando un amor bien digno embargaba mi ser, me detuvo con agradables lazos la libertina [liberta] Mírtale, más irascible que las olas del Adriático al estrellarse en los golfos de Calabria.

XXXIV. PALINODIA

Tibio y no frecuente adorador de los dioses, extraviado por una insana sabiduría, véome en la precisión de volver atrás las velas y emprender de nuevo el camino abandonado; porque Júpiter, rasgando mil veces las nubes con su rayo encendido, lanza por el cielo sus caballos atronantes y su carro volador que estremecen la baja tierra, los ríos fugitivos, la Estige, las cumbres del Atlas y las hórridas mansiones del odioso Tártaro; él eleva a la altura a quien yace en el abismo, abate al poderoso y hace brillar al que vive en la obscuridad. La Fortuna arrebata con agudos gritos la diadema de una frente, y se regocija poniéndola en otra distinta.

XXXV. A LA FORTUNA DE ANTIO

Diosa que reinas en el feliz Antio, que puedes elevar a los mortales más abatidos y convertir en fúnebres pompas los soberbios triunfos, el pobre colono del campo te invoca con solícitas preces, y te reconoce como señora del mar el navegante que en la nave de Bitinia desafía las iras del Cárpato.

Temen tu poder el dacio intratable y el escita que pelea huyendo, las ciudades y las naciones, el belicoso latino, las madres de los reyes bárbaros y los tiranos vestidos de púrpura.

Sí, temen que tu pie injurioso derribe por tierra la columna que los sustenta, y que la revuelta muclhedumbre llame a las armas a los ciudadanos pacíficos y destruya su imperio.

La dura necesidad camina siempre delante de ti, llevando en su broncínea mano los enormes clavos, las cuñas, los garfios terribles del tormento y el plomo derretido.

La esperanza te sigue, y cubierta de blanco velo la rara fidelidad, que no rehusa acompañar a la desgracia, cuando mudas de traje y abandonas como enemiga las mansiones del poderoso.

Pero el vulgo infiel y la perjura meretriz echan el paso atrás, y los falsos amigos rehuyen igualmente sobrellevar tu pesado yugo si en los toneles quedan sólo las heces.

Guárdanos incólume a César [Augusto], resuelto a marchar contra los britanos en las últimas regiones del mundo, y la nueva hueste de jóvenes que será pronto el terror de las comarcas orientales y del mar Rojo.

¡Ay! Cuánto nos avergüenzan nuestros crímenes, nuestras cicatrices y nuestros hermanos sacrificados. Edad endurecida, ¿ante qué delito nos hemos detenido?; ¿qué infamias olvidamos cometer?; ¿de qué templo apartó la juventud sus manos por temor a los dioses?; ¿qué altares perdonó? Así, ¡oh César!, forjes de nuevo en el yunque los aceros embotados y domes con ellos a los árabes y masagetas.

XXXVI. SOBRE LA VUELTA DE NÚMIDA

Con los granos del incienso, las cuerdas de la lira y la sangre de un tierno becerro, debemos demostrar nuestro reconocimiento a los dioses protectores de Númida, que vuelve sano y salvo de los remotos confines de Hesperia, y reparte besos y abrazos a sus caros amigos; pero a nadie tantos como a su entrañable Lamia, recordando que juntos aprendieron los juegos de la niñez y juntos tomaron la toga viril.

No olvidemos señalar con piedra blanca este fausto día, ni reposen un momento las ánforas, ni demos paz a los pies, bailando a la manera de los Salios, ni la borracha Dámalis consiga vencer a Baso bebiendo al uso tracio, ni falten en la mesa del banquete las rosas, los lirios [breves] y el verde apio.

Todos clavarán sus ojos encendidos [lánguidos] en Dámalis, y Dámalis estrechará a su nuevo amante con la fuerza que estrecha al olmo la hiedra lasciva.

XXXVII. A SUS AMIGOS

Ahora, amigos, debemos beber y danzar alegremente; ahora es tiempo de colmar las mesas de los dioses con los exquisitos manjares de los Salios. Antes de este día era un delito sacar el viejo Cécubo de las bodegas paternas, pues una reina embriagada por su fortuna, de la cual osaba esperarlo todo, con su hueste de guerreros torpes y enfermizos tenía preparada en su demencia la ruina y los funerales del Imperio.

Mas se templó su furia cuando apenas le quedaba una de sus naves libre del incendio, y su ánimo turbado por el vino Mareótico, sumióse en honda postración al llegar César [Augusto] de las costas de Italia, incitando a sus remeros, como el gavilán se precipita sobre la tímida paloma, o el presto cazador sigue la liebre por los campos nevados de Tesalia, para sujetar en cadenas al monsfruo fatal que, anhelante de una muerte generosa, ni temió como mujer el filo de la espada, ni quiso resguardar en puerto seguro su fugitiva escuadra; antes con impávido rostro y sin igual fortaleza, oso visitar su palacio lleno de consternación y coger los ponzoñosos áspides y aplicárselos al cuerpo que había de absorber su veneno, orgullosa de su voluntaria muerte, que quitaba a las naves liburnas la gloria de conducirla como una mujer cualquiera ante el carro del soberbio triunfador.

XXXVIII. A SU SIERVO

Muchacho, aborrezco el fausto de los persas; no me agradan las coronas cuyas hojas entrelaza la sutil corteza del tejo; así, no te afanes por averiguar en qué punto florecen las rosas tardías. Quiero que no emplees en mi guirnalda más que el simple mirto. El mirto te sienta muy bien al alargarme la copa, y a mí cuando la apuro bajo la sombría parra.

LIBRO II

I. A ASINIO POLIÓN

Polión, amparo insigne de atribulados reos y lumbrera del Senado, a quien el triunfo de Dalmacia coronó de inmortales laureles, en tu obra llena de azarosos peligros, y caminando sobre brasas cubiertas por una ceniza engañosa, nos relatas las discordias civiles que estallaron durante el consulado de Metelo, las causas de la guerra, sus horrores y vicisitudes, los caprichos de la fortuna, las amistades funestas de los caudillos y las armas teñidas de sangre, aun no expiada.

Que la Musa de la severa tragedia falte un momento a los teatros; luego que hayas trazado el cuadro de los públicos sucesos, volverás a cumplir la alta misión del poeta, calzándote el coturno de Cecrops.

Ya resuena en los oídos el aviso amenazador de los cuernos y los clarines, ya el fulgor de las armas amedrenta a los caballos en fuga y cubre de palidez el rostro de los caballeros, ya creo oír las voces de los ínclitos capitanes manchados con el polvo [que no mancha] del campo de batalla, y aparecen sometidas todas las regiones del orbe, menos el ánimo indomable de Catón.

Juno y los dioses amigos de África, que abandonaron impotentes la tierra que no conseguían vengar, han inmolado por fin, a los Manes de Yugurta, a los nietos de los vencedores.

¿Qué campos no ha regado la sangre latina, atestiguando con sus sepulcros nuestras impías guerras, si hasta los medos llegó el estruendo de la ruina de Hesperia? ¿Qué golfos o ríos ignoran nuestras luchas despiadadas? ¿Qué mar no enrojecieron las matanzas romanas? ¿Qué ribera no ha bebido nuestra sangre?

Pero, Musa atrevida, no intentes, abandonando tus juegos, renovar las canciones de Simónides de Ceos; ven conmigo a la gruta de Venus, y pulsa allí con plectro más suave las cuerdas de la lira.

II. A CAYO SALUSTIO

Crispo Salustio, enemigo de los metales que esconde la tierra en su avaro seno, de nada sirve el brillo de la plata [la plata oculta en la avarienta tierra carece de color] si no resplandece en la moderación de su empleo.

Proculeyo vivirá hasta remotas edades por haber sido un tierno padre con sus hermanos, y la fama, en sus alas incansables, llevará adonde quiera su nombre inmortal.

Reinarás en más vasto imperio sofocando los impulsos de la ambición que si juntas al dominio de África la remota Cádiz, y una y otra Cartago obedecen tus mandatos.

La hidropesía cruel se agrava con la bebida [al que es indulgente consigo mismo], y no apaga la sed que la devora si no arranca de las venas la raíz de su dolencia y el humor acuoso de su pálido cuerpo.

La Virtud, que rechaza las opiniones del vulgo, excluye del número de los venturosos a Fraates, repuesto en el trono de Ciro, y enseña a los pueblos a no dejarse llevar de falsos prejuicios, concediendo la diadema, el reino tranquilo y el laurel de la victoria al que pasa por delante de grandes montones de oro sin torcer la vista para contemplarlos.

III. A QUINTO DELIO

Ten presente, Delio, que has de morir,y no pierdas la fortaleza del ánimo ante los rigores de la adversidad, ni en los prósperos sucesos te dejes arrebatar por una loca alegría; sea que hayas vivido largo tiempo en la tristeza, sea que en los días festivos [recostado sobre la hierba recoleta] te regales apurando las copas del añejo Falerno, allá donde el copudo pino y el álamo blanco entrelazan sus ramas ofreciendo una sombra hospitalaria y las linfas del arroyo resbalan fugitivas por su tortuoso cauce. [¿Para qué otro fin el ingente pino y el blanco álamo gustan de asociar la sombra hospitalaria de sus ramas? ¿Para qué se esfuerza en saltar la linfa fugaz en su oblicua rivera?]

Manda traer aquí vinos, unguentos exquisitos y las flores del ameno rosal que tan presto se marchitan, pues te consienten tales goces tu hacienda, tu edad y los negros estambres de las Parcas.

Un día dejaras los bosques y la rica mansión que compraste a peso de oro, con la casita de campo que bañan las rojas ondas del Tíber, y un [feliz] heredero se hará dueño de tus inmensas riquezas.

Ya seas rico y descendiente del [viejo] rey Ínaco, o pobre, de ínfima estirpe y sin otro abrigo que el cielo, has de perecer victima del Orco inexorable.

A todos nos espera igual destino, y los nombres de todos se revuelven en la misma urna. Mas tarde o más temprano saldrá la suerte y nos conducirá en la barca de Carón al eterno destierro.

IV. A JANTIAS (EL FOCEO)

Jantias Foceo, no te sonrojes del amor que te inspira tu esclava; mucho antes Briseida, la del seno de nieve, [Briseida, de color de nieve], prendió el corazón del indomable Aquiles.

La belleza de la cautiva Tecmesa conmovió a su dueño Áyax, vastago de Telamón, y el hijo de Atreo ardió por una virgen prisionera en el momento del triunfo, cuando las huestes bárbaras sucumbían al ímpetu incontrastable de los tésalos, y el cadáver de Héctor entregaba a los aqueos, cansados de guerras, la fácil conquista de Pérgamo.

Quién sabe si la rubia Filis es hija de ilustres progenitores que te ennoblezcan como yerno. Sin duda corre sangre real por sus venas, y llora la crueldad de los dioses que la han reducido a la servidumbre.

No es de creer proceda de la ínfima plebe la joven que te apasiona; su noble fidelidad y generoso desinterés revelan que no debe avergonzarse de la madre a quien debe el ser.

Como no soy esclavo de su hermosura, bien puedo alabar sus brazos, su rostro y su pierna torneada; déjate de suspicacias ofensivas; he cumplido ya ocho lustros de edad.

V. A UN AMIGO

Aún no tiene fuerzas para soportar en la domada cerviz el yugo, ni compartir los trabajos de un igual, ni tolerar el enorme peso del toro inflamado por los arrebatos dol amor.

El ánimo de tu novilla solo apetece regalarse en las verdes praderas, defenderse en el río del calor sofocante, y buscar solícita los terneros que retozan entro los húmedos sauces.

No pretendas coger la uva que aun está verde; día llegará en que el otoño, rico de frutos, te ofrezca sus maduros racimos teñidos de púrpura.

Entonces ella misma te buscará; pues el tiempo, que vuela sin descanso, le habrá añadido los años robados a tu juventud; entonces Lálage, con frente desembarazada, pedirá un esposo, y será mucho más querida que Cloris y la inconstante Fóloe, cuando deslumbra [los ojos] con sus espaldas blancas como la luna reflejada en el mar, o [con su rostro tan hermoso] como [el de] Giges, que, metido en un corro de doncellas, engañaría respecto al sexo los ojos más perspicaces por su abundante cabellera y sus facciones delicadas.

VI. A TITO SEPTIMIO

Septimio, capaz de seguirme a Cádiz y la Cantabria, que aun resiste nuestro yugo, o a las sirtes bárbaras donde hierven los remolinos de las olas mauritanas, ojalá Tíbur, fundada por una colonia de Argos, sea el último retiro de mí vejez, y encuentre allí el sosiego apetecido mi cuerpo fatigado do campañas y viajes por mar y tierra.

Si las Parcas inicuas me niegan este consuelo, me trasladaré a las márgenes del Galeso, que sustentan rebaños de ovejas cubiertas de pieles, y a los campos donde reinó el laconio Falante.

Aquel rincón de tierra me deleita más que otro alguno; sus mieles no ceden a las del Himeto, y sus olivos compiten con las verdes aceitunas de Venafro.

Allí es larga la primavera, Júpiter envía inviernos muy templados, y las laderas del Aulón, que festonan las vides [y el Aulón, amigo del fértil Baco], no tienen que envidiar nada a las uvas de Falerno.

Este sitio, este dichoso refugio te llama juntamente conmigo. En él derramarás las lágrimas que debes a las calientes cenizas de tu amigo Horacio.

VII. A POMPEYO VARO

Pompeyo, el mejor de mis amigos, a cuyo lado tantas veces abrevié la lentitud del día con la copa en la mano, y ungidos mis cabellos relucientes con los perfumes de Siria, ¿quién te ha devuelto como ciudadano a los dioses patrios al cielo de Italia, después de militar en el ejército de Bruto y haber temido como yo en mil ocasiones que llegaba tu última hora?

Contigo padecí la derrota de Filipos, y en la fuga acelerada abandoné cobardemente el escudo, viendo que se estrellaba nuestro arrojo y que los más valientes mordían el polvo ensangrentado.

El ligero Mercurio me arrebató del pavoroso campo de batalla [me sustrajo a mí, aterrado] en espesa nube, mientras las olas en su hirviente remolino te arrastraban de nuevo a los combates.

Ea, pues, ofrece a Jove el festín que le debes, descansa bajo mis laureles el cuerpo fatigado por tantas guerras, y no economices el vino de los toneles que te brinda mi amistad.

Llena las copas del Másico, que sepulta en el olvido Ios pesares, y derrama los ungüentos de las grandes conchas. ¿Quién se presura a tejernos coronas de mirto y fresco apio?; ¿a quién elegirá Venus por rey del banquete? Hoy he de ser menos comedido que un bebedor tracio [Bacante edona seré]. Me siento feliz perdiendo la razón por el encuentro de tan fiel amigo.

VIII. A BARINE

Te daría crédito, Barine, si alguna vez hubieses sufrido la pena que merecen tus perjurios, ennegreciéndose un solo diente de tu boca o una sola uña de tu mano. Pero tú, apenas acabas de obligarte con pérfidos juramentos, resplandeces mucho más hermosa, y eres el ídolo público de la juventud.

Bien puedes jurar por las cenizas de tu madre, encerradas en la urna fatal, por los astros silenciosos de la noche que fulguran en el cielo, y por los dioses no sujetos al rigor helado de la muerte.

La misma Venus se ríe de tus promesas, se ríen las candorosas Ninfas y el fiero Cupido, que aguza sin descanso sus agudas saetas en una piedra ensangrentada.

Para ofrecerte su amor crecen todos nuestros jóvenes, esclavos nuevos de tus hechizos; y los antiguos amantes, mil veces amenazados [por tu desvío], se resisten a abandonar el techo de su cruel enemiga.

Las madres te temen por sus hijos [novillos], te temen los viejos avaros, y aun temen más las miseras doncellas recién casadas que el ámbar de tu aliento [tu aura] detenga a sus maridos en tus umbrales.

IX. A VALGIO

No siempre despiden las nubes torrentes de lluvia sobre los yertos campos, ni fatigan incansables al mar Caspio las borrascas espantosas, ni los llanos de Armenia, amigo Valgio, están cubiertos de hielo todos los meses, ni las encinas del Gárgano son combatidas sin cesar por los aquilones, ni los olmos pierden el lozano verdor de sus hojas.

Y tú lloras con incesantes lamentos a Miste, que la muerte te arrebató, sin reprimir tus sollozos cuando surge el lucero de la tarde, ni cuando desaparece a la salida del sol.

Mas Néstor, el anciano que vivió tres edades, no lloró todos los años a su amado Antíloco, ni lloraron siempre la pérdida del joven Troilo sus padres y sus hermanas frigias. Cesa, pues, en tus querellas [quejas], indignas de tu valor, y celebremos juntos los nuevos trofeos de Augusto César, y el Éufrates [río medo] y el helado Nifates que, revolviendo menores raudales, se suman a los pueblos vencidos, y los gelonos, obligados a cabalgar en más estrecho territorio.

X. A LICINIO

Vivirás dichoso, Licinio, no desafiando a todas horas los peligros de alta mar, ni por horror excesivo de las tempestades, bordeando la costa erizada de escollos [acercándote demasiado a la peligrosa costa].

El que se contenta con su áurea medianía no padece intranquilo las miserias de un techo que se desmorona, ni habita palacios fastuosos que provoquen a la envidia.

El pino robusto es con más frecuencia sacudido por los vientos; las torres excelsas se desploman con mayor estruendo, y los rayos del cielo hieren las cumbres de los montes.

El ánimo bien preparado a las alternativas de la suerte espera cuando le acosa la adversidad, y teme si le sonríe la fortuna. Júpiter envía los crudos inviernos y Júpiter los ahuyenta. Si hoy nos agobian los males, no ha de ser lo mismo mañana; no siempre Apolo tiene el arco tirante; a veces despierta la callada Musa con su lira.

Muéstrate firme y animoso en la desgracia, y con prudencia recoge las velas hinchadas por el viento de la fortuna demasiado favorable.

XI. A QUINTO, HIRPINO

Quinto Hirpino, no te empeñes en averiguar los designios del cántabro belicoso y el escita, que el Adriático separa de nosotros, ni te afanes tanto por satisfacer [cómo emplear] las exigencias de una vida que necesita tan poco. Huye veloz la juventud lozana en compañía de la belleza, y la rugosa vejez se nos lleva los amores juguetones y los fáciles sueños.

No conservan largo tiempo su esencia y sus matices las flores de la primavera, ni el rostro encendido de la luna brilla todas las noches con igual esplendor. ¿Por qué fatigas con eternos proyectos tu ánimo, incapaz de sustentarlos?

¿No sería mejor tendernos con negligencia a la sombra del alto plátano o el recio pino [este pino], y pues se nos consiente, apurar sendas copas y adornar de rosas nuestros canos cabellos, perfumados con los nardos de Asiria? Baco [Evio] disipa los cuidados roedores. A ver qué siervo joven refrescará más presto los vasos del ardiente Falerno en [con] las aguas del arroyo fugitivo.

¿Quién se encargará de sacar en secreto de su casa a la cortesana Lide? Ea, dile que venga sin tardanza con su lira de marfil, y que ligue sus cabellos sueltos con un nudo, al uso de las mujeres de Esparta.

XII. A MECENAS

No pretendas que cante [sean adaptadas] al compás de la cítara las obstinadas luchas de la feroz Numancia, las batallas del fiero Aníbal, el mar de Sicilia enrojecido por la sangre cartaginesa, las contiendas de los [crueles] Lápitas, la embriaguez del centauro Hileo o los Titanes, hijos de la Tierra, que hicieron estremecer el refulgente palacio del viejo Saturno, domados por la mano de Hércules. Tú, Mecenas, relatarás en fácil prosa y con mayor elocuencia las campañas de César, que conduce por las calles de Roma las cervices humilladas de los reyes amenazadores; a mí la Musa me ordena ensalzar los dulcísimos cantos de tu amada Licimnia, el hechizo de sus ojos abrasadores y su pecho fiel en pagar con creces el amor que le profesas.

El día solemne en que se celebran las fiestas de Diana brilla como ninguna por su agilidad en la danza, su genio bullicioso y la donosura con que da las manos a las vírgenes compañeras de sus juegos.

[¿Acaso] cuando aproxima Licimnia su lindo rostro para recibir tus ardientes besos, o con fingida esquivez te los niega, porque a concedértelos prefiere que se los robes, y a veces ella se anticipa a robártelos, ¿venderías entonces uno solo de sus cabellos por las riquezas fabulosas del rey Midas, los tesoros del gran Aquémenes o los aromas y perlas de los árabes?

XIII. CONTRA UN ÁRBOL

Maldito sea aquel que te plantó el primero en infausto día, y luego te trasladó con mano sacrílega, para que fueses la ruina de su descendencia y el oprobio del lugar.

Creo que degolló a su padre y mancilló por la noche su casa con la sangre del huésped, y supo confeccionar los venenos de Colcos, y atreverse a cuanto es capaz de concebir el ingenio más infame, el que te plantó en mi campo, árbol inicuo, que habías de caer sobre la cabeza de tu inocente dueño.

Por más peligros que evite, nunca tendrá el hombre la cautela de evitarlos todos. El marino de Cartago mira con horror la entrada del Bósforo, y no ve los riesgos con que en otra parte le acecha su adverso destino; el soldado romano teme las saetas y la rápida fuga del partho, y éste las cadenas y el esfuerzo del romano; pero la muerte arrebata de improviso, y seguirá arrebatando a las gentes.

Cuán cerca estuve de visitar el tenebroso reino de Prosérpina, el tribunal de Éaco, los sitios apartados de las almas piadosas, y a Safo quejándose en la lira eolia de las doncellas de su patria y a ti, Alceo, que pulsas varonilmente [más plenamente] las cuerdas con tu plectro de oro, cantando las borrascas del mar, los trances de la guerra y las amarguras del destierro.

Las sombras escuchan con admiración sus cantos [los cantos de ambos], dignos de un religioso silencio, pero la inmensa muchedumbre del vulgo presta oídos más atentos al fragor de las batallas y los tiranos destronados.

Y no es de admirar cuando el monstruo de cien cabezas, poseído de estupor, humilla sus negras orejas al son de sus versos, y se estremecen de alegría las sierpes enlazadas en los cabellos de las Furias.

También Prometeo y el padre de Pelops hallan en tan dulces acentos alivio a sus trabajos, y Orión se olvida de perseguir los leones y los tímidos linces.

XIV. A PÓSTUMO

Cuán fugaces, ¡ay! Póstumo, Postumo, resbalan los años, sin que nuestra piedad alcance a detener las arrugas de la presurosa vejez ni et rigor implacable de la muerte.

Amigo, será inútil que intentes aplacar con tres hecatombes [trescientos toros] cada día al inexorable Pintón, que rodea a Titio y al triforme Gerión [Geriones] con las tristes ondas [de la Estigia], que hemos de atravesar cuantos nos alimentamos de los frutos de la tierra, ora seamos reyes, ora pobres colonos.

En vano evitaremos los cruentos choques de Marte, en vano venceremos el ronco oleaje del Adriático furioso, en vano a la llegada del otoño nos defenderemos del Austro, tan nocivo a la salud.

Tenemos que visitar el negro Cocito, que desliza lánguidamente su curso, y ver la raza infame de Dánao, y a Sísifo, el hijo de Eolo, condenado a su eterno suplicio.

Habrás de dejar tus campos, tu casa, tu placentera esposa, y de todos los árboles que cultivas sólo acompañará a su dueño de un día el aborrecido ciprés.

Un heredero más digno consumirá el Cécubo que guardas con cien llaves, y hará correr por el rico pavimento el vino, que sería envidiado en las mesas de los pontífices.

XV. CONTRA EL LUJO DE SU SIGLO

Ya los suntuosos edificios apenas dejan campos a la labor del arado; por doquiera se ven estanques mayores que el lago Lucrino; el estéril plátano sustituye a los olmos; las violetas, los arrayanes y toda especie de flores esparcen [esparcirán] sus perfumes en los olivares que enriquecían a sus primitivos dueños, y las espesas ramas del laurel impiden llegar a tierra los rayos del sol. No sucedía así en el reinado de Rómulo ni en tiempos del rígido Catón, defensor de las antiguas leyes.

Eran entonces muy cortas las fortunas privadas y muy grande la del común; no alzaba pórticos dilatados [de diez pies] y abiertos a las ráfagas del Norte el simple particular; las leyes no permitían que nadie despreciase el césped natural, y ordenaban que la pública hacienda sufragase los gastos de hermosear con ricos mármoles las ciudades y los templos de los dioses.

XVI. A GROSFIO

Ocio pide a los dioses el marinero sorprendido en medio del Egeo, al ocultarse la luna entre negros nubarrones y oscurecerse las estrellas que guían al piloto.

El tracio [la Tracia] feroz en la guerra, y el medo, orgulloso con su aljaba, [Grosfio], anhelan también el ocio, que no se compra con la púrpura, las piedras finas o el oro.

Ni las riquezas ni el lictor consular remueven del alma las tristezas hondas que la perturban y las zozobras que vuelan en torno de los techos artesonados.

Con poco vive feliz el que en su mesa frugal ve resplandecer el salero que heredó de su padre, y ni al miedo ni a la sórdida ambición sacrifica su plácido sueño.

¿Cómo nuestra insensatez forma tan grandes proyectos con vida tan corta? ¿A qué volamos a tierras calentadas por otros soles? ¿Quien al desterrarse de su patria huye de sí mismo?

El afán de riquezas sube con nosotros a las naves guarnecidas de bronce, y sigue a los escuadrones de caballeros más veloz que el gamo y más veloz que el Euro, forjador de tempestades.

El ánimo satisfecho con los bienes presentes, no se inquieta por averiguar lo que ha de venir, y templa con alegres risas sus amarguras, porque nadie es completamente feliz.

Una muerte prematura arrebató al glorioso Aquiles; una larga vejez disminuyó a Titono, y tal vez la hora próxima me acuerde a mí lo que a ti te niega.

Cien rebaños y vacas sicilianas mugen en tus praderas; para ti relinchan las yeguas que has de uncir a la cuadriga, y te visten los vellones teñidos dos veces en la púrpura africana. La Parca veraz me concedió a mí un pequeño campo, un soplo de la inspiración que infunden las Musas helénicas, y valor para despreciar al vulgo maligno.

XVII. A MECENAS ENFERMO

¿Por qué me entristeces con tus amargos lamentos? Mecenas, mi mayor gloria, mi sostén más firme, ni los dioses ni yo queremos que me precedas en la muerte.

¡Ah! Si un sino despiadado te arrebatase a ti, parte principal de mi alma, ¿para qué había de vivir yo privado del entrañable amigo, y sobreviviéndole sólo en la mitad de mi ser? El mismo día verá la ruina de los dos; no hago pérfidos juramentos. Iremos, iremos adonde vayas, como compañeros dispuestos a emprender el último viaje.

No me apartará de ti el aliento de fuego que vomita la Quimera, ni aunque resucitase Gías [Giante] el de los cien brazos; así lo decretaron las Parcas y la soberana Justicia.

Ora la Balanza o el pavoroso Escorpión, ora el Capricornio que tiraniza el mar de Hesperia hayan presidido con violencia mi nacimiento, nuestros destinos están unidos con lazo indisoluble. La brillante tutela de Jove te libró del impío Saturno, y detuvo las rápidas alas de la muerte cuando la muchedumbre del pueblo hizo resonar tres veces sus alegres aplausos en el teatro. Un tronco caído sobre mi cabeza hubiera dado cuenta de mí, si Fauno, protector de los favoritos de Mercurio, no evitase el golpe con su diestra. No olvides ofrecer las víctimas y erigir el templo que prometiuste. Yo sacrificaré una humilde cordera.

XVIII. CONTRA UN AVARO

Ni el marfil ni los dorados artesones enriquecen mi casa, ni los troncos del Himeto oprimen las columnas arrancadas a las canteras de Numidia, ni heredero desconocido tomé posesión del palacio de Átalo, ni honestas clientes tiñen para mí de púrpura los vellones de Laeonia.

Me basta con mi lira y la vena benigna de mi inspiración; aunque pobre, los ricos solicitan mi amistad; no importuno con exigencias a los dioses, ni reclamo nuevas mercedes de mi poderoso amigo, pues me juzgo bastante feliz con mis tierras de Sabina.

Un día empuja a otro día; las nuevas lunas surgen y desaparecen; mas tú, cercano a la muerte, ordenas labrarlos mármoles y con ellos levantas suntuosas edificaciones, olvidándote del sepulcro; y no satisffecho con las tierras que posees, te esfuerzas por dilatar las costas de Bayas, donde se quiebra con estruendo el oleaje.

¿Por qué remueves sin cesar las lindes vecinas y en tu avaricia invades los campos de tus de tus clientes? El esposo y la esposa son arrojados, llevando condigo sus patrios Penates y sus hijos hijos harapientos; pero no por eso aguarda al rico palacio más seguro ue la morada del Orco rapaz. ¿A qué codicias tanto? La misma tierra abre su seno al miserable que a los hijos de los reyes. El guardián del Averno, sobornado por el oro, no condujo de nuevo a la orilla al astuto Prometeo, ni dejó de oprimir al soberbio Tántalo con su raza aldecida, y se le llame o no se le llame, viene por fin a aliviar las miserias del pobre.

XIX. A BACO

Creedrne, venideros, he visto a Baco en las rocas apartadas enseñando hermosos cantos a las Ninfas, que los aprendían solícitas, y a los Sátiros con pies de cabra, quo estiraban sus orejas puntiagudas.

¡Vítor! Mi ánimo se estremece con el delirio reciente, y el pecho lleno de Baco palpita con tumultuosa alegría. ¡Vítor! Perdóname, Baco; perdóname, dios temible del tirso amenazador.

Tú me permites celebrar las Bacantes sobreexcitadas, las fuentes de vino, los arroyos de purísima leche, y recoger cien veces la miel que manan los huecos de las encinas.

Tú me consientes ensalzar la gloria de tu divina esposa, que fulgura en el cielo, la mansión de Penteo, destrozada con miserable ruina, y la muerte del tracio Licurgo.

Tú enfrenas el curso de los ríos y aplacas el mar de la India [mar bárbaro]; tú, en los montes solitarios, enardecido por la embriaguez, entrelazas sin riesgo manojos de víboras en los cabellos de las mujeres tracias.

Tú, cuando la cohorte impía de los Gigantes osó escalar el excelso reino de Jove, destrozaste a Reto con tus uñas y dientes feroces de león.

Creíamos que eras más apto en las danzas, los juegos y las fiestas que en los peligros de Marte; pero tú te mostraste tan poderoso en la guerra como en la paz.

A la salida del infierno, deslumbrado por tus cuernos de oro, te contempla con mansedumbre el Cérbero, que mueve suavemente la cola y lame tus plantas con sus tres lenguas.

XX. A MECENAS

Con alas potentes y nunca vistas, poeta de dos formas, hondiré el azul espacio, sin detenerme largo tiempo en la tierra, y más grande que la envidia, abandonaré sus ciudades. Yo, nacido de humiles padres, y a quien tú, Mecenas, llamas amigo, no moriré del todo, ni me veré rodeado por las ondas de la Estigia [Estige].

Ya Ia áspera piel se endurece sobre mis piernas; ya de medio cuerpo arriba me transformo en blanco cisne, y las plumas suaves me nacen por los dedos y los hombros.

Ya más presto que Ícaro el de Dédalo, cantor alado, visitaré las playas donde gime el Bósforo, las sirtes de Getulia y los campos Hiperbóreos.

El morador de Colcos, el dacio que disimula el miedo que le infunden los ejércitos marsos y los remotos gelonos, oirán mi nombre; el docto ibero [Híber] y el que bebe las aguas del Ródano aprenderán mis canciones.

Que no se oigan acentos tristes ni quejas lastimosas, ni Ilantos desolados en mis vanos funerales; refrena tus clamores y no me prodigues las pompas inútiles del sepulcro.

LIBRO III

I. SOBRE LA TRANQUILIDAD DEL ÁNIMO

Odio al vulgo profano, y lo rechazo. Favorecedme con vuestro silencio; sacerdote de las Musas, canto versos nunca oídos a las vírgenes y los mancebos. Los rebaños de pueblos tiemblan ante sus propios reyes; los reyes, a su vez, tiemblan ante el imperio de Jove, que, esclarecido por su triunfo sobre los Titanes, conmueve los mundos al fruncir el entrecejo. Uno extiende, más que el vecino, en los surcos las filas de árboles; éste, de sangre más generosa, baja al campo de Marte a caza de honores; esotro lucha confiado en su buen nombre y sus virtudes cívicas; aquél se autoriza con la turba numerosa de sus clientes, pero la necesidad iguala altos y bajos con la misma ley, y en la vasta urna se revuelven los nombres de todos. Al que ve pendiente la espada amenazadora sobre su impía cabeza, ni los manjares de Sicilia le regalan con su dulce sabor, ni los sonidos de la cítara o los gorjeos de las aves le incitan al sueño. EI blando sueño de los pobres labriegos se concilia mejor en las humildes cabañas, en las riberas sombreadas por el ramaje o en el valle de Tempe que los Céfiros acarician. Quien limita sus deseos a lo necesario, no se intimida por las borrascas de los mares [no inquieta al tumultuoso mar], y desafía los ímpetus violentos del Arturo en su ocaso o del aparecer de las Cabrillas. No se queja de sus viñas azotadas por el granizo, ni de su heredad improductiva, ya culpen los árboles a las lluvias insistentes, ya al crudo rigor del invierno o al estío que abrasa los campos. Los peces se sienten estrechados por las moles que se alzan en el líquido elemento, y los ricos, cansados de habitar la tierra, traen aquí sus numerosos contratistas con carros de materiales y falanges de obreros; mas el temor y la zozobra los siguen, tenaces, adondequier, montan con ellos en la trirreme guarnecida de bronce, y cabalgan a sus grupas, oprimiéndolos con sombríos cuidados. Pues si los mármoles de Frigia, los mantos de púrpura más resplandecientes que la luz, las copas de Falerno o los perfumes de Aquémenes no libran de angustias al poderoso, ¿a qué someterme a las exigencias del fausto y edificar atrios suntuosos con pórticos que exciten la envidia? ¿A qué iré a trocar el valle de Sabina por riquezas que sean mi tormento?

II. A SUS AMIGOS

[Amigos], aprenda el joven robusto en la dura escuela de la milicia a soportar [amigablemente] la ingrata pobreza, y, caballero temible, persiga a los feroces parthos con su lanza. Sufra [Pase la vida bajo] las inclemencias del cielo, y realice tan intrépidas hazañas que, contemplándolo desde las murallas enemigas la esposa del tirano a quien combate, con su hija ya núbil, suspire, ¡ay!, porque su real esposo, ignorante del arte bélica, no provoque el encuentro de león tan indomable, cuya cruenta rabia se goza en la atroz carnicería. Es dulce y glorioso morir por la patria. La muerte acosa en la fuga al cobarde, y no perdona al joven [no perdona las corvas del joven] sin arresto que vuelve al peligro las tímidas espaldas. La virtud, no acostumbrada a la torpe repulsa, resplandece por sí misma con brillantísimos fulgores, y no toma o depone las segures al antojo del aura popular. La virtud se abre paso por caminos jamás hollados, eleva al cielo a los que ganan la inmortalidad, y desprecia en sus atrevidos vuelos el fango de la tierra y el aplauso del vulgo. El silencio fiel tiene asimismo su premio reservado. Yo procuraré que no habite conmigo bajo el mismo techo, ni monte conmigo en el mismo esquife el indiscreto que osó divulgar los misterios de Ceres. Muchas veces Júpiter ofendido hiere de un golpe al culpable y al inocente, y es muy raro que la pena, con su pie cojo, no consiga alcanzar al perverso que huye de ella acelerado.

III. AL VARÓN CONSTANTE

Al varón justo y firme en sus propósitos no lo apartarán del recto camino los gritos de los ciudadanos que le incitan al crimen, el aspecto amenazador de un tirano, el Austro que subleva las olas inquietas del Adriático, ni la mano poderosa del fulminante Jove. Si el orbe estalla hecho pedazos, las ruinas le cogerán sin espanto. Merced a esta fortaleza, Pólux y el infatigable Hércules escalaron las celestes mansiones, y Augusto, reclinado entre tales héroes, apura el néctar de los divinos banquetes; por ella mereció el padre Baco que los tigres, doblando al yugo su indócil cuello, lo condujeran en su carro, y que Quirino triunfase del Aqueronte, arrastrado por los bridones de Marte, gracias a la elocuencia desplegada por Juno en la asamblea de los dioses. «Ilión, Ilión, un Juez incestuoso y fatal para ti y una mujer extranjera te han reducido a pavesas, pues desde el día en que dejó Laomedonte de pagar a los Númenes las pactadas recompensas, su pueblo, con su fraudulento rey, fue entregado a mi venganza y a la de la casta Minerva. Ya no resplandece el famoso [infame] huésped de la adúltera espartana, ni la perjura casa de Príamo rechaza con el brío de Héctor a los intrépidos aqueos; acabó, por fin, la guerra que prolongaron nuestras disensiones. Satisfecho mi odio rencoroso, entrego a Marte el nieto aborrecido que dio a luz una sacerdotisa troyana; le consiento subir a la cumbre luminosa del Olimpo, beber [conocer] las copas de néctar y sentarse en la tranquila compañía de los dioses. Vivan estos desterrados en cualquier parte felices, siempre que el mar bravío se interponga entre Roma e Ilión; siempre que el ganado insulte [hollen] sin temor los sepulcros de Paris y Príamo, y las fieras no perseguidas oculten allí sus cachorros. Que el Capitolio brille esplendoroso, y la triunfante Roma pueda dictar leyes a los medos vencidos y extender el terror de su nombre a los postreros confines por donde el mar separa el África de Europa, y por los campos que riegan las inundaciones del Nilo. Que se muestre más generosa despreciando el oro oculto en el seno de la tierra, donde debía permanecer siempre escondido, que hábil en aprovecharlo para los usos humanos, o pronta a arrebatarlo de los templos con mano sacrílega. Que llegue a sojuzgar con sus armas las regiones más apartadas del mundo, y dilate su dominio desde [exultante por ver] las zonas tostadas por el sol, a las que yacen envueltas por las nieblas y las lluvias del invierno. Pero anuncio tan felices hados a los romanos con esta condición: que no intenten por un exceso de piedad o sobra de confianza en su suerte levantar las murallas de la ciudad donde vivieron sus antepasados. Troya, renaciendo bajo funestos auspicios, volvería a sucumbir con espantoso estrago; porque yo, la hermana y esposa de Jove, lanzaría contra ella las falanges que la arruinara. Si Apolo la ciñese de un triple muro de bronce, caería tres veces al ímpetu de mis aqueos, y tres veces las matronas cautivas habrían de llorar la muerte de sus hijos y esposos.» Pero, Musa, ¿adónde diriges tu vuelo? Tan altos asuntos no convienen a mi lira juguetona; cesa en tu porfía de referir los discursos de los dioses y cantar sus designios a tus [estos] débiles acordes.

IV. A CALÍOPE

Desciende del cielo, soberana Calíope, y acompaña con tu flauta mi canto heroico [y entona un largo canto], si no [tanto si] prefieres que suene tu divina voz sola o al compás de las cuerdas y la cítara de Apolo. ¿La oís, o es una ilusión deliciosa que me engaña? La oigo, y la veo errar por los bosques sagrados, que bañan los [amenos] arroyos y perfuman las auras. Las palomas mensajeras de Venus me cubrieron de hojas frescas y recientes un día que el cansancio del juego me rindió dormido en el monte Vúltur, a la falda que se extiende más allá de la Apulia, mi país natal: [Siendo yo niño que, fatigado de jugar, al sueño en el ápulo Vóltur, más allá de lo permitido por Pulia, mi ama, me daba, palomas míticas con rara fronda me cubrieron] prodigio que admiraron cuantos habitan como en nidos las rocas de Aceruntia, los bosques de Bantia y los fértiles valles del humilde Forento. Niño animoso con el favor de los dioses, dormía seguro de las garras de los osos y la ponzoña de las víboras sobre hojas de laurel sagrado y fresco mirto. Vuestro favor, ¡oh Musas!, vuestro favor me ensalza [Vuestro, Camenas, vuestro, me elevo] a las cumbres de los montes sabinos, dirige mis pasos a la fría Preneste, a las colinas de Tíbur o a las risueñas costas de Bayas. Por haber amado vuestras fuentes y vuestros coros no perecí en el desastroso combate de Filipos, ni a la caída de un árbol funesto, ni en los escollos de Palinuro, que azota el mar de Sicilia. Como atrevido piloto no vacilaré, siempre que me hagáis compañía, en arrostrar las tempestades del Bósforo, ni en pisar como viajero las ardientes arenas de las playas asirias. Visitaré indemne al britano tan cruel con el extranjero, al concano que se abreva alegremente en la sangre de sus caballos, al gelono armado de su aljaba y el río de la Escitia. Vosotras recreáis en la gruta Pieria al gran César [Augusto] cuando busca descanso a sus trabajos, y reconcentra en las ciudades sus cohortes fatigadas de tantas guerras; vosotras [, bienhechoras,] le dais consejos de clemencia, y os regocijáis de habérselos dado. Bien sabemos cómo aniquiló con el rayo destructor a los impíos Titanes y sus horrendos secuaces el dios único que gobierna con magnánima equidad la tierra inmóvil, el mar tumultuoso, el reino de las sombras, las ciudades, los Númenes y las turbas de los mortales. Había infundido gran terror en el ánimo de Jove la audacia de aquella juventud, que intentaba con la fuerza de sus brazos colocar el Pelión sobre las cumbres del Olimpo; ¿mas qué podían Tifeo y el robusto Mimante, Reto, Porfirión el de estatura colosal, y Encélado, que por dardos vibraba troncos arrancados de cuajo, contra la égida resonante de Palas? Allí peleó Vulcano ávido de sangre, la matrona Juno y Apolo venerado en Pátara y Delos, que nunca suelta el arco de los hombros, que lava sus hermosos [sueltos] cabellos en las puras ondas de Castalia, y habita en las montañas [breñas] de Licia [y] las selvas que le vieron nacer. La fuerza que no guía el consejo se precipita por su propio peso. Los Númenes robustecen la fuerza que dirige la prudencia, y odian la que impulsa a los hombres a cometer toda maldad. Testigos de mis asertos son Giges [Giante], el de los cien brazos, y el infame Oríon, que atentó a la castidad de Minerva, cayendo derribado por las saetas de la virgen. La tierra se conduele de los monstruos que abortó y llora la suerte de sus hijos lanzados por el rayo a las tinieblas del Orco. Ni Ias llamas que Encélado vomita devoran su prisión del Etna, ni el buitre [pájaro] que castiga la maldad del incontinente Titio deja nunca de roerle las entrañas, y trescientas cadenas sujetan a Pirítoo, el amante de Prosérpina.

V. ELOGIO DE AUGUSTO

Por los truenos espantosos creemos [creimos] que Júpiter reina en el cielo; Augusto es [será] reconocido como dios en la tierra, por haber sometido a su imperio los bretones y los formidables persas. El soldado de Craso vivió en torpes lazos maritales con esposas extranjeras. ¡Oh curia, cuánta corrupción! El marso y el apulio han podido envejecer en los campos de los enemigos hechos sus parientes y prosternarse ante un rey medo, olvidados de los escudos anciles, el nombre, la toga y el fuego eterno de Vesta, reinando incólume Jove y la ciudad de Roma. El magnánimo Régulo quiso precaver tanta vergüenza, rechazando condiciones humillantes de paz y oponiéndose a tratos que habían de sernos funestos en el porvenir si no se dejaba perecer aquella juventud cautiva e indigna de compasión. «Yo he visto, dijo, las enseñas romanas y las armas rendidas sin combatir, que adornaban como trofeos los templos cartagineses; he visto los brazos de libres ciudadanos atados fuertemente a las espaldas, las puertas de la ciudad de par en par abiertas, y en cultivo los campos que devastaron nuestros ejércitos. »¿Volverá más valeroso a la patria el soldado que se rescate a precio de oro? ¿Queréis añadir el daño a la ignominia? Ni la lana, una vez teñida de rojo recobra su primitivo color, ni la virtud que se pierde una vez vuelve a levantar los ánimos envilecidos. Antes la cierva luchará por romper el lazo donde cayó, que luche bravamente quien se ha entregado a los pérfidos enemigos, y humille al cartaginés en nuevas campañas el que por temor de la muerte sufrió impasible las correas que amorataban sus brazos, y por salvar cobardemente la vida antepuso la paz a los horrores del combate [mezcló la guerra con la paz]. ¡Oh baldón, oh Cartago engrandecida sobre las ruinas miserables de Italia! Es fama que se negó a recibir los ósculos de su púdica esposa y sus tiernos hijos, como si fuese un vil esclavo, y con torvo ceño clavó en tierra los ojos, hasta que los senadores vacilantes se resolviesen a seguir el dictamen que sólo era capaz de dar su heroísmo [su consejo nunca antes dado], y como egregio desterrado pudiese volver a su cautiverio entre el llanto de sus amigos. Y sabía cuan horribles tormentos le preparaban sus verdugos; no obstante, apartó a sus parientes que le cerraban el paso y al pueblo que le detenía en su marcha, no de otro modo que si después de haber arreglado los negocios de sus clientes y compuesto sus diferencias, marchase a descansar en las campiñas de Venafro o en la ciudad de Tarento, que fundaron los lacedemonios.

VI. A LOS ROMANOS

Pagarás, romano, sin merecerlo los delitos de tus antepasados, como no restaures los templos y santuarios que se desmoronan, ni alces las estatuas de los Númenes ennegrecidos por el humo. Si eres dueño del mundo, a los dioses debes tu fortuna; tal es el principio y fin de toda grandeza. El menosprecio de su culto ha cubierto en mil ocasiones de luto a la desolada Hesperia. Dos veces el caudillo Moneses y el ejército de Pacoro quebrantaron nuestro arrojo no alentado por los auspicios, y gozosos adornaron con nuestras joyas sus pequeños collares. Roma, presa de civiles discordias, vióse a punto de sucumbir a los ataques del dacio y el etíope: el uno formidable por sus escuadras, el otro más temible por sus certeras saetas. Nuestro siglo, fecundo en maldades, corrompió primero el tálamo nupcial, afrentando las casas y los linajes; de esta fuente deriva la pestilencia que destruye al pueblo y a la patria. La virgen adulta [precoz] se entrega sin freno a las danzas de Jonia, se instruye en las artes de la seducción, y desde tierna edad sueña con amores incestuosos. Ya casada, solicita a los adúlteros más jóvenes en los banquetes de su esposo, y no se detiene a elegir el amante a quien prodigue en las sombras sus ilícitos favores, sino que en presencia del marido, tolerante con sus desórdenes, acude a la voz del fautor de tercerías o del mercader de la nave española que paga a precio muy alto [más pague por] su deshonra. No fueron estos padres los que engendraron la juventud que tiñó los mares con la sangre cartaginesa y venció a Pirro, al poderoso Antíoco y al cruel Aníbal, sino la prole varonil de rústicos soldados, diestra en remover la tierra con los azadones sabelios, que, obediente a la voz de sus severas madres, cargaba con los troncos de leña, cortados en la selva, cuando el sol prolongaba Ias sombras de los montes, hacía desuncir los bueyes cansados, y fugitivo en su carro traía las horas plácidas del reposo. Un siglo pestilente, ¿qué no corrompe? La edad de nuestros padres, peor que la de nuestros abuelos, nos dio el ser a nosotros, aún más perversos, que a la vez engendraremos una progenie más corrompida.

VII. A ASTERIE

Asterie, ¿por qué lloras la ausencia de Giges, que el templado Favonio de la primavera te ha de restituir, siempre constante en su fe y rico con las ganancias de Bitinia? Empujado por el Noto al Epiro [Órico], después que se ocultaron las infaustas Cabrillas, pasa las frías noches sin dormir, y derrama un río de lágrimas. Un nuncio astuto de su solícita amiga Cloe le dice que suspira por él, que se abrasa por él en las mismas llamas que tú, y por todos los medios pone a prueba su constancia. Le refiere cómo una pérfida mujer indujo al crédulo Preto, con sus falsas imputaciones, a quitar la vida a Belerofonte por demasiado casto. Le cuenta que Peleo estuvo a pique de descender al Tártaro por esquivar los halagos de Hipólita de Magnesia, y le recuerda cien historias que convidan al placer. Todo en vano; firme que firme, desatiende sus voces, más sordo que los escollos de Ícaro; pero guárdate que tu vecino Enipeo no te cautive más de lo conveniente, y eso que ninguno otro te iguala en la destreza con que monta a caballo sobre el césped del campo de Marte, ni atraviesa a nado con mayor rapidez la corriente del Tíber. En las primeras horas de la noche cierra tu casa; no te asomes a la calle atraída por el son de la flauta quejumbrosa, y permanece insensible, aunque te llame mil veces dura y cruel.

VIII. A MECENAS

Mecenas, doctísimo en las letras griegas y latinas, ¿te sorprende ver a un célibe como yo solemnizar las calendas de marzo con la naveta llena de incienso, con flores exquisitas y con las brasas del carbón sobre el fresco césped? He prometido a Baco un gran festín y sacrificarle un macho cabrío por haberme librado del golpe de un árbol que cayó sobre mí. Aquel fausto día que el curso del año renueva hará saltar el corcho, sujeto por la pez, del ánfora que guardo al humo desde el consulado de Tulo. Toma, pues, cien veces la copa que te brinda tu salvo amigo; haz que brillen las antorchas hasta el amanecer, y envía noramala los altercados y la cólera. Desecha las inquietudes políticas que te inspira Roma; [el ejército] del dacio Cotisón ha sucumbido; los terribles medos se destruyen con sus propias armas; el cántabro de España, nuestro irreconciliable enemigo, dobla por fin el cuello a la cadena, y el escita, aflojando la cuerda de su arco, se resuelve a cedernos el campo. Da al olvido un momento los públicos intereses que tanto afán te cuestan, déjate de graves negocios y coge alegre por los cabellos la dicha de la hora presente.

IX. DIÁLOGO ENTRE HORACIO Y LIDIA

HORACIO.– Cuando tú me amabas y ningún rival poderoso oprimía tu cuello con sus brazos, me sentía más feliz que el rey de los persas. LIDIA.– Cuando no ardías más por otra y Lidia no reinaba en tu corazón después de Cloe, la fama de Lidia llegó a ser más ilustre que la de la romana Ilia. HORACIO.– Ahora me domina Cloe de Tracia, que a su voz dulcísima reúne el arte de pulsar ta cítara, y por ella no temería morir si los hados perdonasen su vida, que me es tan adorable. LIDIA.– Calais, el hijo de Órnito de Turio, me abrasa en su propia llama, por quien sufriría dos veces la muerte si así lograba que el destino respetase a joven de mí tan querido HORAClO.– ¿Y si vuelve el amor que antes nos profesábamos y sujeta con férreos lazos nuestros corazones?' ¿Y si doy alolvido a la rubia Cloe y abro mi puerta a Lidia, a quien rechacé? LIDIA.– Aunque mi amante es más hermoso que un astro y tú más ligero [leve] que el corcho y más iracundo que el oleaje del Adriático, seré feliz en tu compañía, y moriré gozosa contigo.

X. A LICIA [LICE]

Si bebieras, Licia [Lice], en las fuentes del remoto Tanais y estuvieses casada con un escita cruel, no dejarías de llorar viéndome tendido a tus umbrales, víctima del Aquilón furioso. ¿Oyes el estrépito con que los vientos mueven las puertas y sacuden los árboles del jardín que hermosea tu mansión? ¿Ves cómo Júpiter con su frío aliento [puro numen] convierte en hielo las nieves? Depón el orgullo, poco grato a Venus, temerosa de que se trueque tu fortuna. Tu padre, hijo de Toscana [tu padre, tirreno], no engendró en ti una Penélope desdeñosa con todos sus pretendientes. Aunque no consigan doblegarte las súplicas ni los regalos, los rostros pálidos como violetas de tus amadores, ni tu infiel esposo, que se huelga en los brazos de una cortesana de Tesalia, ten compasión de los infelices que te ruegan, ¡oh tú, más dura que la encina y más peligrosa que las víboras africanas! No siempre mi cuerpo ha de arrostrar frios y lluvias en tus umbrales.

XI. A MERCURIO

Mercurio, que enseñaste al dócil Anfíon a mover con sus acentos las peñas, y tú, lira de siete cuerdas, que brotas raudales de armonía, en otro tiempo silenciosa y poco apreciada, hoy el encanto de los suntuosos banquetes y las fiestas de los templos, ven y díctame cantos que venzan la obstinación de Lide, que juguetea desatenta a mis súplicas, como salta en libertad por las extendidas vegas una yegua de tres años que aún desconoce por su juventud los placeres del amor y teme el contacto del ardiente marido. Tú puedes amansar los tigres, remover los árboles, detener la corriente impetuosa de los ríos y acallar con tus acordes los aullidos del Cerbero, guardián del Averno, [aun]que agita como las Furias su cabeza erizada por cien serpientes, y despide un aliento inmundo y una ponzoña mortífera por su boca de tres lenguas. Al oír tus sentidas canciones, Titio e Ixíon sonrieron a pesar de sus tormentos, y las hijas de Dánao cesaron por un instante en su inútil faena. Sepa Lide los crímenes de estas vírgenes, la pena harto conocida que se les impuso, condenándolas a llenar de agua una urna sin fondo, y la suerte horrenda que aguarda a los culpables en el infierno. Las crueles, ¿qué más podían hacer? [¿qué cosa peor podían hacer?] , se resuelven a asesinar con el duro hierro a sus jóvenes esposos; mas una de ellas, la única digna de la antorcha nupcial, con un hermoso engaño burla a su perjuro padre, mereciendo los loores de los siglos, «Levántate, dice a su tierno marido; levántate, no sea que la mujer de quien menos recelas te sepulte en el eterno sueño; que no te sorprenda un suegro infiel y mis protervas hermanas, que como leonas encarnizadas con los becerros, ¡ay!, despedazan uno por uno a su esposos; yo, más compasiva que ellas, ni clavaré el acero en tus entrañas, ni dejaré de ayudarte en la fuga. »Que mi padre me cargue de pesadas cadenas por haber tenido compasión de mi dulce esposo, que me embarque y relegue a los postreros confines de Numidia. »Tú corre adonde te lleven los pies y los vientos. Venus y la noche te favorecen; huye con felices auspicios, acuérdate de mí y esculpe esta hazaña [un lamento] en mi sepulcro.»

XII. A NEÓBULE

Es bien merecedora de compasión la joven que ni puede entregarse a las delicias del amor ni adormecer sus pesares con el vino, temiendo siempre las acerbas reprensiones de un tío adusto. El hijo alado de Citerea, ¡oh Neóbule!, deja caer de tus manos el huso y la rueca, y el arrogante Hebro de Lípari te quita el gusto por las labores difíciles de Minerva. Hebro, el que lava sus espaldas de atleta en las ondas del Tíber, maneja su caballo mejor que Belerofonte, y jamás fue vencido es el pugilato ni en la carrera, ya persiga veloz con sus flechas a los ciervos del espantado rebaño, ya acometa con valor al jabalí oculto en la maleza del bosque.

XIII. A LA FUENTE BANDUSIA

¡Oh fuente Bandusia!, de mayor transparencia que el cristal y digna de las ofrendas de dulce vino y pintadas flores, mañana te sacrificaré un cabrito, a quien apuntan los cuernos en la túrgida frente, destinándolo a las luchas y al amor; pero en vano, que este vastago de padres lascivos ha de teñir pronto con su sangre tus heladas márgenes. Los rayos insufribles de la ardiente Canícula no se atreven a tocarte, y ofreces tus cristalinos raudales a los bueyes fatigados de labrar y a las tímidas ovejas. Tú serás la más noble de las fuentes cuando celebre la encina que arraiga entre las peñas de donde manan y corren tus linfas murmuradoras.

XIV. SOBRE LA VUELTA DE AUGUSTO, VENCEDOR

¡Oh plebe! César, semejante por sus hazañas al esforzado Hércules, acaba de conquistar nuevos laureles a precio de sangre, y vuelve a Roma vencedor de los cántabros españoles. Salga a recibirle, después de hacer sacrificios a los justos dioses, la esposa que cifra en él toda su felicidad, con la hermana del preclaro caudillo, y las madres de las doncellas y los jóvenes que regresan salvos de la campaña, acudan con las sienes ornadas por las vendas de las suplicantes. Vosotros, mancebos y mujeres que ya gozáis las caricias de un esposo, no pronunciéis palabras infaustas Este día, verdaderamente festivo para mí, ha de librarme de negras inquietudes. Siendo César el dueño del orbe, no temeré morir en el tumulto de la sedición ni por el hierro de un malvado. Anda, muchacho, tráeme ungüentos y coronas y el ánfora contemporánea de la guerra de los marsos, si pudo librarse alguna de las rapiñas y excursiones de Espártaco. Y di a la cantatriz Neera que se apresure a recoger sus cabellos impregnados de mirra; mas i un odioso portero te prohíbe la entrada, vuelves sin tardanza. Mis cabellos, que ya blanquean, reprimen los ímpetus del ánimo, antes tan propenso a contiendas y riñas escandalosas. En el ardor de mi juventud, cuando era cónsul Planeo, no hubiera yo sufrido tamaño desdén.

XV. A CLORIS

Consorte del pobre Íbico, pon ya fin a tus desvergonzadas aventuras y torpes amoríos. Estando por los años tan cercana a tus funerales, deja de mezclarte en los corros de las vírgenes y de eclipsar con tu sombra las blancas estrellas. No te sienta bien, Cloris, lo que cuadra perfectamente a tu hija Fóloe. Ésta, por su tierna edad, puede llamar en las casas de los jóvenes, como una Bacante excitada por los sonidos del tímpano; pues el amor de Noto la obliga a retozar semejante a una cabra lasciva; pero a ti, vejestorio, te conviene hilar la lana de la noble Luceria, y no las cítaras, ni las rosas purpúreas, ni los festines donde se apuran hasta las heces los toneles de vino.

XVI. A MECENAS

Las torres guarnecidas de bronce, las puertas robustas y los tristes ladridos de los perros vigilantes, hubieran bastado a defender a la infeliz Dánae de nocturnos adúlteros, si Júpiter y Venus no se burlaran [se hubieran burlado] de Acrisio, temeroso guardián de la encerrada virgen. Un dios transformado en oro allana y facilita todos los caminos. El oro se abre paso por medio de los centinelas, y con la violencia del rayo quebranta las rocas. El oro perdió al adivino de Argos con la total ruina de su casa. A fuerza de dádivas, el rey de Macedonia abrió las puertas de las ciudades y venció a los príncipes enemigos; hasta los duros capitanes de las naves se rinden ante los dones. Al aumento de riqueza sigue la inquietud y la sed por aumentarla más todavía. Mecenas, honor de los caballeros, siempre aborrecí, y con razón, levantar tan alta la cabeza que fuese demasiado visible. Cuanto más se niega uno a sí mismo, tanto más le conceden los dioses. Como tránsfuga del partido de los ricos, me apresuro a abandonarlos, y casi desnudo me paso al campo de los que nada desean, y vivo tan satisfecho con mi corta hacienda como si [amo más dichoso de un bien despreciado que si] ocultase en mis graneros la cosecha que recoge el labrador de Apulia, pobre en medio de la mayor abundancia. Un arroyo de cristalinas aguas, un bosque de pocas yugadas de tierra y una siega que responda a mis esperanzas, me hacen más dichoso que si dominara en la fértil África [quien la fértil África rija no comprende que esto a la suya aventaja]; y aunque las abejas de Calabria no fabrican sus mieles para mí, ni envejece el vino que consumo en el ánfora de Formia, ni se cardan para vestirme pingües vellones en los prados de la Galia, me veo libre de la importuna pobreza, y sí deseara tener más, tú no me lo negarías. La poca ambición multiplica mis rentas limitadas, mejor que si extendiese mi dominio sobre el reino de Aliates y los campos de Frigia [migdonios]. Los que mucho ambicionan carecen de muchas cosas. ¡Feliz el hombre a quien los dioses conceden con parca mano lo estrictamente necesario!

XVII. A ELIO LAMIA

Elio, cuya nobleza procede del antiguo Lamo (pues éste dio su nombre a los primeros Lamias y a todos sus descendientes, según lo certifican los fastos, digno heredero de aquel caudillo que reinó sobre las murallas de Formia y extendió su señorío sobre el Liris, que baña las tierras de Marica), mañana una violenta tempestad, desencadenada por el Euro, cubrirá el bosque de hojas y la playa de algas inútiles, si no engaña el canto de la corneja que predice la lluvia. Ahora que puedes, recoge la leña seca en el hogar y ofrece mañana al Genio sendas tazas de vino y un cochinillo de dos meses, en compañía de tus siervos libres de sus faenas.

XVIII. A FAUNO

Fauno, perseguidor de las fugitivas Ninfas, pisa benigno mis cercados y tierras de labor, y antes de alejarte, mira propicio las crías de mis ganados, si es verdad que en tu honor se sacrifica el tierno cabrito al caer el año, que corre en abundancia el vino de la crátera amiga de Venus, y que tu ara vetusta humea con las nubes del incienso. Todo el rebaño salta de contento en los viciosos [herbosos] pastos, cuando nos traen tu fiesta las nonas de diciembre y el pueblo con los bueyes ociosos se entrega al regocijo en los prados. El lobo anda entre los corderos libres de temor, la selva alfombra el suelo de verdes hojas y el cavador goza golpeando con los pasos de la danza la tierra que tanto aborrece.

XIX. A TÉLEFO

Nos cuentas el tiempo transcurrido desde Ínaco al rey Codro, que no temió morir por la patria, quiénes fueron los descendientes de Éaco y las batallas reñidas frente a los muros sagrados de Ilión; pero nada nos dices del precio a que se vende el ánfora de Quíos, de quién calentará el agua de nuestro baño [quién templará el agua para los fuegos [¿del vino?]], ni qué huésped ni a qué hora nos recibirá en su casa para defendernos de las heladas ráfagas del monte Peligno. Ea, muchacho, escancia aprisa y sin temor el jarro, y llena las copas ¿tres o nueve veces?; quiero brindar por la luna nueva, por la media noche y por el augur Murena. El vate, enamorado de las nueve Musas [impares], brinda [atónito] en su loor otras tantas copas; las Gracias, en su inocente desnudez, temerosas de las reyertas, prohiben que se apuren más de tres. Es muy grato en ocasiones delirar, ¿por qué cesa la música de las flautas frigias y pende la zampoña junto a la callada lira? Aborrezco las manos ociosas. Esparce flores, [rosas] muchacho; que el envidioso Lico y la vecina demasiado joven para esposa de este viejo caduco oigan nuestros clamores. La tierna Cloe [Rode] te llama, ¡oh Télefo!, seducida por tu hermosa cabellera y tus ojos que brillan como el lucero de la tarde; a mí me consume a fuego lento el amor de Glícera.

XX. A PIRRO

¿No ves, Pirro, con cuánto peligro de tu vida intentas quitar sus cachorros a esa leona de Getulia? Raptor cobarde, huirás bien pronto del campo de batalla, cuando la veas correr por entre las turbas de jóvenes en busca del arrogante Nearco. Grave contienda decidirá si ha de ser tuya o suya la apetecida presa; y mientras tú eches mano a las rápidas saetas y ella aguce sus finos dientes, [dicen que] el juez del campo, pisando la palma con sus desnudos pies, [y] dejará que las auras acaricien sus cabellos perfumados, que le caen en bucles sobre la espalda, tal como Nireo o el bello Ganimedes arrebatado de los montes lluviosos del Ida.

XXI. A SU ÁNFORA

¡Oh ánfora!, como yo nacida en tiempo del cónsul Manlio; ora nos reserves el llanto o la alegría, las contiendas o los desatinados amores, ora nos facilites piadosa el grato sueño, y sea cualquiera el motivo [fin] por que guardas en tu seno el exquisito Másico, ven y colma nuestras copas de tu añejo licor, pues mereces en tan fausto día ser nuestra compañera, y Corvino te lo manda. Corvino, que entusiasta propagador de las doctrinas de Sócrates, no es, sin embargo, tan rígido que se atreva a aborrecerte, y aun se dice que la virtud severa del viejo Catón a veces se acaloraba con el vino. Tú dulcificas los caracteres violentos, y con tu alegre humor descubres las cuitas de los sabios y sus ocultos designios [con el jocoso Lieo]; vuelves la esperanza a los que viven en la ansiedad, y das fuerza y aliento [cuernos] a los pobres, que después de unos tragos ni se espantan del rostro amenazador de un tirano, ni de las armas de sus soldados. Si el risueño Baco, la hermosa Venus y las Gracias, que no aciertan a vivir separadas, asisten a nuestro festín, la luz de las antorchas iluminará sus goces hasta que vuelva Febo y ahuyente las tinieblas de la noche.

XXII. A DIANA

Diosa triforme, virgen de las selvas y guardiana de los montes, que invocada tres veces oyes los gritos de las esposas en el dolor del alumbramiento y las salvas de la muerte, yo te consagro el pino que sombrea mi villa campestre, y todos los años lo regaré [alegre] con la sangre de un verraco dispuesto a acometer torciendo la cabeza.

XXIII. A FÍDILE

Sencilla Fídile, si en la luna creciente elevas al cielo las manos suplicantes y ofreces a tus Lares el incienso, los granos recién cogidos y el sacrificio de una ávida puerca, ni la fecunda vid padecerá el rigor del Ábrego pestilente, ni tus mieses el anublo que las hace estériles, ni las tiernas crías de tus ganados la influencia maligna del otoño rebosante de frutos. Tiña la segur de los pontítíces con su sangre la víctima que entre carrascas y encinas pace en las faldas del Álgido, cubierto de nieve, o crece con las hierbas de los prados de Alba. Tú no debes tentar el favor de tus pequeños dioses con el sacrilicio de numerosas ovejas al coronarlos de romero marino y resplandeciente mirto, pues si tus manos tocan el ara, limpías de toda mancha, mejor que con suntuosas ofrendas ablandarás a los irritados Penates con la torta de cebada y sal que chispea en el fuego.

XXIV. CONTRA LOS AVAROS

Aunque sobrepujes en tu opulencia los tesoros no explotados de los árabes o las riquezas de los indios, y ocupen tus edificaciones el mar Tirreno y de Apulia, si la cruel necesidad fija sus clavos de diamante en los techos artesonados de tu mansión, ni tu alma se librará del miedo ni de los lazos de la muerte tu cabeza. Mejor viven los labriegos escitas, que trasladan en carros adondequier sus mudables casas, y los fieros getas, que en campos sin límites recogen mieses comunes con toda especie de frutos; no prolongan el cultivo más de un año, y así que terminan su labor, otros los reemplazan, que a su vez son sustituidos al año siguiente. Allí la segunda esposa mima con gran cariño a los hijos huérfanos de madre, y no hay mujer que, orgullosa de su dote, gobierne al marido o se entregue a la seducción del adúltero. La virtud de los padres es prenda tan estimada como la castidad, temerosa de romper las alianzas legítimas en brazos de otro varón; la infidelidad es un crimen y su castigo la muerte. ¡Ah! Quien quiera poner fin a las impías matanzas, a las discordias intestinas y que se grabe al pie de sus estatuas el título de padre de la patria, atrévase a refrenar la escandalosa licencia de nuestros días, y su nombre será famoso entre los venideros; ya que nosotros, ¡oh baldón!, aborrecemos a los patricios integérrimos mientras viven, y sólo ensalzamos sus virtudes cuando desaparecen de nuestros ojos. ¿A qué vienen las tristes lamentaciones si el suplicio no desarraiga los crímenes? ¿Qué aprovechan las vanas leyes sin las costumbres, cuando ni aquella parte del mundo que abrasa un calor sofocante, ni las frías regiones tapizadas de nieve, que el Bóreas convierte en duro hielo, asustan al mercader? La audacia del navegante triunfa de las tormentas alborotadas, y la pobreza, que es considerada el mayor oprobio, ordena emprender todas las empresas de lucro, sufrir todas las adversidades y abandonar los senderos escabrosos de la virtud. Arrojemos al fondo del mar próximo o llevemos al Capitolio, adonde nos llaman los gritos de las turbas que favorecen nuestros intentos, las alhajas, las piedras preciosas y el oro inútil, fuente de infinitos males. Si realmente nos avergonzamos de nuestra maldad, arranquemos de raíz los gérmenes de las viles pasiones y templemos en ásperos trabajos los ánimos harto delicados. El joven de hoy, incapaz de sostenerse a caballo, aborrece el ejercicio do la caza, y es más diostro en manejar el disco de los griegos o los dados prohibidos por las leyes. La mala fe del padre engaña al amigo, al consocio y al huésped, y reúne con rapidez los caudales que ha de legar a un indigno heredero. Así crecen cada día las riquezas mal ganadas; sin embargo, no se qué les falta siempre que nunca el avaro se harta de aumentarlas.

XXV. A BACO

¿Adónde, Baco, me arrebatas pleno de tu espíritu divino? ¿A qué bosques, a qué grutas me transporta de repente el entusiasmo que me inspiras? ¿Qué antros me oirán ensalzar la gloria del invencible César [Augusto], elevándolo hasta las estrellas, y el concilio de Jove? Sus triunfos memorables y recientes serán por mí cantados y celebrados en estrofas jamás oídas [Diré algo insigne, reciente, no dicho por otra boca], [como] con el asombro de la Bacante [Evíade] que, al despertar, contempla maravillada desde la cumbre del Hebro cristalino la Tracia cubierta de nieve y el monte Ródope hollado por un pie bárbaro, [¡Oh, cuál me encantan las rocas y Ias vegas solitarias desviándome del camino!] [así yo contemplo lejos de las rutas los ríos y el solitario bosque]. ¡Oh tú, Numen [rey] de las Náyades y Bacantes, cuyas manos son capaces de arrancar los corpulentos fresnos, nada cantaré que sea bajo, nada insignificante, nada mortal! Es muy grato, ¡oh Baco! [Dulce peligro es, oh Leneo], el seguir a un dios que ciñe su frente con verdes pámpanos.

XXVI. A VENUS

Yo viví en otros días favorecido por las doncellas, y milité, no sin gloria, en las lides del amor, mas hoy, en esta pared que mira al siniestro costado de la marina Venus, quedarán suspendidas mis armas y mi laúd cansado de la guerra. Vosotros depositad aquí también las antorchas encendidas, las palancas y los arcos que amenazaban las puertas cerradas a nuestros deseos. ¡Oh diosa que reinas en la venturosa Chipre y en Menfis, que jamas ha visto las nieves de Tracia, humilla una vez siquiera con tu sublime látigo la arrogancia despreciativa de Cloe!

XXVII. A GALATEA

Que el graznar del ave siniestra, los ladridos de la perra próxima a dar a luz, la zorra con sus hijuelos y la loba que merodea por los campos de Lanuvio, persigan en su ruta a los malvados; y la culebra los desvíe del camino derecho, lanzándose veloz como una saeta contra sus asustadizos caballos. Yo, augur favorable para quien amo [temo], rogaré que vuele desde la parte de Oriente el cuervo de feliz agüero antes que vuelva a sus estancadas lagunas el ave que adivina las lluvias inminentes. Sé tan feliz cual deseas, y adondequiera que vayas acuérdate de mí, Galatea. Ojalá no impidan tu viaje el siniestro pico verde ni la vagabunda corneja. ¿Pero no ves qué tumultuosas borrascas levanta la caída de Oríon? Ya conozco las sombrías tempestades del Adriático y la perfidia engañosa del Yápige. Sientan las esposas y los hijos de nuestros enemigos la rabia ciega del Austro amenazador y el bramido de las negras olas que estremecen las riberas. Luego que la crédula Europa confió su cuerpo de nieve a las espaldas del fingido toro, palideció con espanto, a pesar de su audacia, viéndose rodeada de monstruos y expuesta a las insidias del mar. Poco antes cogía flores en los prados para tejer coronas a las Ninfas; ahora, a la débil claridad de la noche, sólo distingue los astros en el cielo y el abismo a sus pies. En el momento de arribar a Creta, poderosa por sus cien ciudades, exclamó: «¡0h padre, oh dulce nombre de hija por mi abandonado, oh piedad vencida por la locura! »¿De dónde vengo? ¿Adónde he llegado? Una sola muerte es castigo harto leve de mis culpas. ¿Yo he podido cometer tan torpe maldad, o soy inocente y me engaña vana ilusión, hija de los falsos sueños que se deslizan por la puerta de marfil? ¿Cómo preferí la travesía de mares peligrosos a la ocupación de coger flores recientes? Si alguien me pusiera delante el infame toro, le hundiría colérica el hierro en el costado, o rompería los cuernos del monstruo que me sedujo. Sin pudor abandoné la casa de mis padres, sin pudor temo descender al Averno. ¡Oh dioses, si alguno de vosotros oye mis lamentos, permitid que vague con el cuerpo desnudo entre fieros leones, y que mi hermosura sirva de alimento a los tigres antes que las secas arrugas ajen mis sonrosadas mejillas, y pierda mi cuerpo el vigor y la frescura juvenil! El padre ausente me increpa así con dureza: «Vil Europa, ¿a qué retardas tu muerte? Por fortuna no has perdido el ceñidor con que puedes suspenderte del olmo cercano, o si prefieres estrellarte en las duras rocas y en medio de los escollos, arrójate al mar proceloso, y así evitarás, retoño de sangre real, el ultraje de hilar como sierva la lana, y obedecer a una rival extranjera.» Oyó estas quejas Venus sonriendo malignamente, y Cupido con la aljaba depuesta; y después de burlarse cuanto quiso de sus penas, exclamó: «No te dejes arrebatar por la cólera y el furor cuando ese toro aborrecido humille ante ti sus cuernos que pretendes destrozar. »Sin saberlo eres la esposa del invicto Jove; basta de sollozos, y aprende a enorgullecerte de tu singular fortuna; una gran parte del mundo llevará tu nombre.»

XXVIII. A LIDE

¿Qué haré yo ante todo en el día consagrado a Neptuno? Pronto, Lide, saca el oculto Cécubo, y haz una suave violencia a tu morigeración bien conocida. ¿Ves que el sol declina hacia su ocaso, y como si el curso del día volador se detuviera, retrasas el momento de sacar de la bodega el ánfora, que permanece ociosa desde los tiempos del cónsul Bíbulo? Cantaremos alternativamente a Neptuno y Ias Nereidas de verdosos cabellos. Tú celebrarás en Ia corva lira a Latona y las flechas de la cazadora Diana, y nuestros últimos cantos serán para la diosa que reverencia Gnido en las brillantes Cícladas, y visita a Pafos en su carro conducido por los cisnes. También dedicaremos a la Noche tristes elegías.

XXIX. A MECENAS

Mecenas, descendiente de los reyes de Etruria, guardo para ti un vino delicioso en el ánfora no empezada, rosas bien olientes y esencias ricas [mirobálano] que perfumen tus cabellos. No retrases tu venida ni estés contemplando siempre el húmedo Tíbur, los pendientes campos de Éfula y los montes del parricida Telégono. Huye del hastío de la opulencia, las torres de los alcázares vecinas a las nubes, y [deja de admirar] el humo, el estrépito y el fausto de la venturosa Roma. La variedad seduce mucho a los ricos; a veces una cena limpia y frugal, bajo el techo del pobre que no adornan la púrpura ni los tapices, consigue desarrugar el ceño de sus frentes. Ya el padre esclarecido de Andrómeda [Cefeo] deja vislumbrar sus ocultas estrellas, ya Proción y el León furioso lanzan sus rayos, y el sol nos trae los días más sofocantes. Ya el pastor fatigado, con su rebaño que languidece, busca las sombras y las márgenes de los arroyos, los espesos jarales de Silvano y la ribera silenciosa no refrescada por el soplo del viento. Tu meditas sobre la norma de gobierno más útil a la ciudad, y solícito por su grandeza, intentas penetrar los designios de los seros y bactrianos que dominó Ciro, o de los habitantes del Tanais, que se destrozan en continuas guerras. Un dios sapientísimo envuelve en noche caliginosa los sucesos que están por venir, y se burla del mortal que pretende descifrar sus arcanos. Piensa en ordenar lo presente, pues lo futuro es como un río, que ora aprisionado en su cauce corre mansamente hacia el mar Etrusco, ora arrastra las peñas carcomidas, los árboles que descuaja, las casas y los ganados, y con su estruendo alborota las vecinas selvas y las montañas, cuando acrecido por incesantes lluvias se desborda en espantosa inundación. Sólo vive feliz y dueño de sí aquel que puede decir cada día: «He vivido». Mañana, ya cubra Júpiter el cielo de negros nubarrones, ya brille el sol resplandeciente, no conseguirá que lo pasado no haya pasado, ni borrar ni destruir lo que trajo una vez el curso fugitivo de las horas. La fortuna se regocija en sus crueles caprichos, y al dispensar sus inciertos favores, nos burla a menudo con sus juegos insolentes; hoy benigna conmigo, mañana piadosa con otro. Si permanece a mi lado, se lo agradezco; si agita sus rápidas alas, le devuelvo sus dones, me cubro con el manto de mi virtud y me desposo sin dote con mi honrada pobreza. No es propio de mí, cuando el mástil del navío cruje combatido por los vientos de África, recurrir a míseras preces y atraerme con votos a los dioses para que las ricas mercancías de Tiro y Chipre no aplaquen la avaricia del Ponto. Prefiero viajar en humilde barco de dos órdenes de remos, y que la brisa y los gemelos Castor y Pólux me conduzcan seguro a la playa a través de las olas tumultuosas.

XXX. SE PROMETE UNA GLORIA INMORTAL

He acabado un monumento más duradero que el bronce y más alto que las regias tumbas de las pirámides, que no podran destruir las lluvias persistentes, el frió Aquilón ni Ia marcha de los tiempos con la serie innumerable de los años. No moriré del todo. La mejor parte de mi ser se librará de Libitina, y mi gloria crecerá de día en día con las alabanzas de la posteridad, mientras el pontífice suba al Capitolio acompañado de la vestal silenciosa. Desde las márgenes que bate con estruendo el Áufido a los sedientos campos, donde Danao, venciendo su humilde fortuna, reinó sobre pueblos agrestes, se dirá que yo [siendo humilde] fui el primero que ajustó a la lira latina los cantos eolios. ¡Oh Melpómene!, llénate del orgullo que infunden tus méritos y ven a ceñir mi frente con el laurel de Apolo.

LIBRO IV

I. A VENUS (A LIGURINO)

¿Osas, Venus, declarar nuevamente la guerra a quien vivió tantos años libre de sus peligros? Perdóname, perdóname, te lo ruego una y mil veces. No soy el que solía bajo el imperio de la hermosa Cínara. Madre cruel de los dulces amores, no intentes someter a tu blando yugo mi corazón rebelde por los diez lustros que va a cumplir. Corre adonde te llaman las fervientes súplicas de la juventud.

Si quieres abrasar un alma digna de ti, vuela sobre las alas de tus brillantes cisnes a la mansión de Paulo Máximo, joven, noble, discreto y solícito defensor de los afligidos reos, que con sus grandes dotes llevará muy lejos tus pendones victoriosos.

Y cuando se ría triunfante de los regalos espléndidos de su rival, te levantará, próxima a los lagos de Alba, una estatua de mármol bajo un templo de cidro.

Allí recrearán tus sentidos las nubes del incienso, y te deleitarán las canciones acompañadas por la lira y las flautas de Pan y Cibeles.

Allí los jóvenes y las tiernas doncellas ensalzarán tu numen dos veces al día, y, a la manera de los Salios, golpearán tres veces la tierra con sus blancos pies.

En cuanto a mí, ya no me conmueven los hechizos de una hermosa, ni las gracias de un efebo, ni la crédula esperanza de un amor recíproco, ni empuñar la copa en la mano, ni ceñir mis sienes con flores olorosas.

Mas, ¡ay!, ¿por qué, Ligurino, por qué una furtiva lágrima resbala por mis mejillas? ¿Por qué en mi lengua, otros días tan elocuente, se hielan las palabras, sumiéndome en triste silencio? En el delirio de mis sueños te sujeto con mis brazos; cuando huyes, [muchacho] cruel, te persigo por el césped del campo de Marte, y a través de las ondas inquietas del río.

II. A JULO ANTONIO

El que pretende, Julo, rivalizar con Píndaro, se confía en las céreas alas que Dédalo inventó, para dar su nombre a las cristalinas olas.

Como río que se despeña del monte y engrosado por las lluvias extiende sus riberas, el gran Píndaro hierve y se precipita con raudal profundo; siempre digno del laurel de Apolo, ya siembre de voces nuevas sus audaces ditirambos en estrofas libres de toda ley, ya ensalce a los dioses o a los reyes, progenie divina, por cuyo valor fueron derribados los Centauros con justa muerte y apagadas las llamas de la espantosa Quimera.

Ya cante al atleta o al caballo vencedor, a quienes la palma de Elea equipara a los inmortales, glorificándolos más que cien estatuas; ya llore la suerte del joven arrebatado a la doliente esposa, y eleve a los cielos la fuerza, el valor y las puras costumbres que las sombras del Orco son impotentes a oscurecer.

El cisne Dirceo en su pujante vuelo, ¡oh Antonio!, consigue remontarse por encima de las nubes; yo, al modo do la abeja de Matina, que liba con afán solícito el oloroso tomillo, forjo humilde y laboriosamente mis canciones cerca del bosque o los húmedos arroyos de Tíbur.

Tú cantarás con briosa inspiración las glorias de César [Augusto] cuando ceñido de laureles conduzca los feroces sigambros por la cuesta sagrada del Capitolio; nunca los destinos ni los benévolos dioses han concedido a la tierra príncipe tan excelso y tan justo, ni podrían dárnoslo, aunque tornásemos a la edad de oro.

Después cantarás los días venturosos y el júbilo inmenso de la ciudad, con el foro cerrado a los procesos por la vuelta tan deseada del invencible Augusto.

Entonces, si mi voz merece ser oída, se unirá con gusto a tus acentos, exclamando: «¡Oh día hermoso, día inolvidable que nos devuelves a César!» y durante su marcha solemne los ciudadanos alborozados prorrumpirán conmigo «¡Triunfo, triunfo!», y levaremos nubes de incienso a los benignos dioses.

Tú inmolarás diez toros y otras tantas vacas, yo me desligaré de mis votos sacrificándole un tierno novillo, que ya separado de su madre crece en los viciosos pastos; su frente imita los cuernos encendidos de la luna al tercer día de su nacimiento, y muestra una mancha blanca como la nieve; el resto de su cuerpo es de color rojo.

III. A MELPÓMENE

El mortal a quien miras con propicios ojos desde el día que vino al mundo, ¡oh Melpómene!, no brillará con el premio del pugilato en los juegos ístmicos, ni lanzará vencedor sus bridones impetuosos en el carro de Acaya, ni la fortuna de la guerra lo elevara al Capitolio, ceñida la cabeza con el laurel de Delos por haber humillado la fiera arrogancia de los reyes; pero las espesas ramas de los árboles y los arroyos que fertilizan los campos de Tíbur harán famoso se nombre en la poesía eólica.

Roma, la señora de las ciudades, se digna colocarme al frente de los coros amables de sus poetas, y apenas osa morderme ya el diente de la envidia.¡Oh Musa [Piéride] que templas las cuerdas de mi cítara de oro, tú que podrías si quisieras dar a los mudos peces el canto de los cisnes, tú eres la fuente de todas mis dichas!

Si merezco ser señalado con el dedo como el príncipe de la lírica romana, si vivo feliz y consigo agradar a las gentes, a ti lo debo sólo.

IV. CELEBRA LA VICTORIA DE DRUSO NERÓN

Como al águila portadora del rayo a quien Júpiter, rey de los dioses, concedió el imperio sobre las demás aves por haber experimentado su fidelidad en el rapto del rubio Ganimedes, en otro tiempo los bríos juveniles, el aliento de sus padres y la inexperiencia de los trabajos la hicieron abandonar el nido, y los vientos primaverales impulsaron en un cielo sin nubes sus primeros y vacilantes esfuerzos; después, con ímpetu violento, se arroja como enemiga contra los apriscos, y por último el afán ardoroso de presas y combates la precipita contra las irritadas serpientes; como la cabra que trisca en los alegres pastos contempla el cachorro [el león] que la roja leona acaba de criar, quitándole la leche, y con terror se ve ya devorada por sus finos y agudos dientes [dientes nuevos], así vieron los vindélicos al gran Druso mover la guerra en los Alpes de Retia. No pretendo averiguar de dónde tomaron estos pueblos la costumbre de armar sus diestras con el hacha de las Amazonas, que no es lícito [al mortal] saberlo todo; pero las falanges vencedoras en cien combates, vencidas a su vez por el joven caudillo, probaron a su costa lo que puede una gran fortaleza, una índole excelente adoctrinada por sabios consejos, y la solicitud paternal de Augusto en pro de los jóvenes Nerones.

Los fuertes son hijos de los tuertes y animosos. Los toros y caballos revelan el esfuerzo de sus progenitores, y nunca el águila feroz ha engendrado a la tímida paloma.

[Mas] la enseñanza perfecciona el buen natural, y el ejercicio de la virtud fortalece los bríos. Donde no reinan puras costumbres, los vicios deslucen las dotes más sobresalientes.

Cuánto debes, ¡oh Roma!, a los Nerones, bien lo atestiguan el río Metauro y la derrota de Asdrúbal, y aquel hermoso día en que, disipadas las tinieblas del Lacio, nos sonrió por vez primera la fausta victoria sobre el fiero cartaginés que asolaba las ciudades de Italia, como la tea inflamada, como el Euro encrespa las olas de Sicilia.

Tras este día la juventud romana se ennobleció con empresas memorables, y en los templos devastados por la irrupción africana pudo darse culto a los dioses.

Entonces exclamaba el pérfido Aníbal: «Como ciervos destinados a ser presa de rapaces lobos perseguimos sin tregua a un enemigo, de quien el mayor triunfo que logremos reportar es huirle, engañándole con estratagemas.

Esa gente valerosa que, después del incendio de Troya, vióse arrojada a las playas etruscas y llevó a las ciudades de Ausonia sus Lares, sus hijos y sus ancianos padres, es como la encina del monte Álgido, cuyo espeso ramaje corta el hacha reluciente, que de las mismas heridas y golpes del hierro cobra fuerzas y lozanía nueva.

El cuerpo destrozado de la Hidra no creció más potente contra Hércules, temeroso de su derrota, ni la ciudad de Colcos o Tebas la de Equíon sometieron monstruos mayores.

Si la hundes en el abismo, surge más altiva; si se arroja a las batallas, conquista timbres merecedores de eterna alabanza, y reporta victorias que cuenta satisfecha a sus mujeres.

¡Ah!, ya no enviaré nuncios orgullosos a Cartago; se desvaneció para siempre nuestra esperanza y la fortuna de nuestro nombre con la muerte de Asdrúbal.

Nada es imposible a los Claudios. Júpiter benigno los defiende, y sus previsiones sagaces los sacan triunfantes en los difíciles empeños de la guerra.

V. A AUGUSTO

Defensor nobilísimo del linaje de Rómulo, que los dioses favorables nos concedieron, bastante hemos padecido tu ausencia, y pues prometiste un pronto regreso al santo concilio de los senadores, cúmplenos tu promesa.

[De]vuelve, príncipe benigno, la luz a tu patria. Igual a la primavera, donde tu semblante sonríe, resbala el día para el pueblo más feliz, y el sol brilla con más intensos fulgores.

Como la madre del joven marino, a quien el Noto, con su hálito envidioso, detiene en la opuesta ribera del Cárpalo por espacio mayor de un año, sin permitirle volver a su cara mansión, lo llama con sus votos, sus ruegos y sus presagios, y no aparta un momento los ojos del corvo litoral, así la patria en su fidelidad ardiente demanda la vuelta de César.

Por él la vaca pace segura en el prado, Ceres y la copiosa Fecundidad reinan en la tierra, vuelan sin temor las naves por el piélago tranquilo, y la buena fe teme hasta las sospechas.

La castidad de las familias no se mancha con torpes estupros, la ley y las costumbres refrenan ni escándalo, la honestidad de las madres se pinta en el rostro de los hijos, semejantes a sus esposos, y el castigo sigue inmediato a la culpa.

¿Quien temerá al partho o al guerrero de la helada Escitia?; ¿quién a la juventud que cría la hórrida Gemania?; ¿quién se preocupará de la guerra de los feroces iberos mientras aliente César? El labrador pasa el día en sus colinas, enlazando los sarmientos [viudos] al tronco de los árboles; de allí torna contento, empuña la copa, y como a un dios, te invita a sus frugales festines [te recibe en las segundas mesas].

Te dirige ardientes preces y hace en tu honor repetidas libaciones, mezclando tu nombre con los de sus Lares, como Grecia mezclaba los de Cástor y el gran Hércules.

«¡Oh príncipe excelso, ojalá des a Italia muchos venturosos días!» Así exclamamos en ayunas al amanecer el sol, y así repetimos después de beber, cuando se pone por la parte del Océano.

VI. HIMNO A APOLO Y DIANA

¡Oh Dios que hiciste sentir tu venganza a los hijos de la arrogante Níobe, al raptor Titio y al tésalo Aquiles, ya casi vencedor de la esforzada Troya; caudillo que aventajaba a todos, y sólo se reconocía inferior a ti, aunque hijo valeroso de la marina Tetis que hizo temblar las torres de Pérgamo con su tremenda lanza.

Como el pino que derriban los golpes del hacha, o el ciprés arrancado por la violencia del Euro, cayó por fin a lo largo en el suelo, y tuvo que morder el polvo troyano.

Pero jamás oculto en el vientre del engañoso caballo que se ofrecía a Minerva, hubiera sorprendido a los troyauos en sus fiestas intempestivas, ni el alegre palacio de Príamo en medio de las músicas y las danzas, sino a la luz del día, implacable con los cautivos, hubiese, ¡qué horror!, abrasado en las llamas de los aqueos a los niños que acababan de nacer y a los que alentasen en el seno materno, si el padre de los dioses, vencido por tus ruegos y los de la hermosa Venus, no acordase a los destinos de Eneas levantar otros muros con más faustos auspicios.

Tú, Febo, que enseñas a pulsar la cítara de Talía a los griegos y lavas tu cabellera en las ondas del Janto, tú, que proteges nuestras ciudades, defiende el honor de las Musas latinas, [leve Agieo].

Tú eres quien me alienta, tú me concedes el arte seductor de los versos y el renombre de poeta. ¡Oh las primeras de nuestras vírgenes!; ¡oh mancebos nacidos de insignes progenitores!, hermoso cortejo de la diosa de Delos; que con las flechas de su arco detiene la carrera de los veloces linces y los ciervos, observad las leyes del metro sáfico, obedientes a las señales que os hago con el dedo.

Elevad vuestros himnos al hijo de Latona y a la diosa de la noche, cuya faz creciente fertiliza los sembrados y en su rápido curso nos vuelve los meses fugitivos.

Cuando seas casada exclamarás: «Yo entoné canciones gratas a los dioses, dócil a las órdenes del poeta Horacio, en los días festivos del siglo que expiraba.»

VII. A MANLIO TORCUATO

Las nieves pasaron; vuelven a reverdecer los campos y las ramas de los árboles; la tierra muda de aspecto, y las corrientes menos caudalosas de los ríos dejan de combatir sus riberas. Una de las Gracias, desnuda, y en compañía de las Ninfas y sus gemelas hermanas, se atreve a dirigir las danzas; el año y hasta la hora que arrebata el día presente nos aconsejan no esperar nada duradero.

Los Céfiros templan el rigor del invierno; la primavera cede a los rayos del estío, que ha de fenecer cuando el otoño, coronado de frutos, esparza sus ricos dones; después tornan otra vez los días brumosos de diciembre. El curso acelerado de los meses repara los daños de las estaciones [rápidas reparan las lunas sus menguas celestes]; pero nosotros, si caemos en el lugar que habitan el piadoso Eneas, Anco o Tulo Hostilio, quedamos convertidos en polvo y sombra. ¿Quién sabe si los dioses celestiales nos añadirán al día de hoy el de mañana? Sólo escapará a las ávidas manos de tu heredero lo que generoso hayas dado a tus amigos.

Así que dejes de ser, Torcuato, y Minos haya pronunciado su última palabra, ni la piedad, ni la elocuencia, ni el ilustre linaje te restituirá a la vida.

Diana no logra libertar de las tinieblas eternas al pudoroso Hipólito, ni Teseo romper las cadenas que sujetan a su caro Pirítoo en el infierno.

VIII. A MARCIO CENSORINO

Con el mayor gusto, Censorino, regalaría a mis amigos copas y bronces artísticos, y aun los trípodes que se daban en premio a los griegos vencedores, y no serías tú quien recibiese los presentes de menos valor si yo fuera rico en las obras de arte producidas por Parrasio y Escopas, hábiles en modelar la figura, ya de un hombre, ya de un dios, éste en el marmol, aquél [en el lienzo] con brillantísimos colores.

Mas ni poseo tales riquezas, ni tu fortuna y tu ambición echan de menos estas joyas valiosas. Te regocijas con los versos, y podemos darte versos y ensalzar el precio que los avalora [y decir el precio del regalo].

Los mármoles esculpidos con sus correspondientes inscripciones, que devuelven alma y vida a los heroicos caudillos que sucumbieron; la fuga precipitada de Aníbal con sus pavorosas amenazas, y el incendio de la impía Cartago, no realzan con tan magníficos loores, como las Musas de Calabria, la gloria del que supo inmortalizar su nombre en los campos africanos.

Si los escritos callan no lograrás el premio de tas hazañas. ¿Qué sería de Romulo, vastago de Ilia y Marte, si el silencio envidioso hubiera callado sus empresas?

Éaco, arrebatado a las ondas de Estigia [Estige], goza la inmortalidad en las islas Afortunadas, gracias al poder, el favor y los versos de los grandes poetas.

Las Musas impiden la muerte del varón digno de la gloria, abriéndole los cielos. Así el esforzado Hércules se sienta en los banquetes tan deseados de Júpiter, el astro brillante de los hijos de Tíndaro logra salvar de los profundos abismos las quebrantadas naves, y Baco, con las sienes ceñidas de verdes pámpanos, favorece que se cumplan nuestros votos.

IX. A LOLIO

No temas que perezcan un día las canciones que yo, nacido en las riberas del Áufido estruendoso, compuse con arte enteramente nuevo para acompañarlas a los acordes de la lira.

Si Homero el Meonio ocupa el primer asiento, no dejan de brillar las Musas de Pindaro y Simónides de Cos, las estrofas amenazadoras de Alceo y las graves de Estesícoro.

La edad no ha conseguido borrar de la memoria los deliciosos juegos de Anacreonte, y aun respiran amor y arden en vivas llamas los cantos de la poetisa Safo.

Hélena, la hija de Esparta, no fue la única mujer que se abrasó en la pasión de un adultero, seducida por sus blondos cabellos, su traje recamado de oro, su fausto real y su lucido acompañamiento.

No fue Teucro el primero que disparó las flechas del arco cretense [cidonio], ni Troya sitiada una sola vez, ni el gran Idomeneo y Esténelo pelearon solos en batallas que habían de eternizar las Musas, ni el bravo Héctor y el pujante Deífobo fueron los únicos que recibiesen mortales heridas en defensa de sus caros hijos y púdicas esposas, Muchos valientes vivieron antes que Agamenón, pero han muerto desconocidos y sin que nadie los llorase, por no alcanzar la fortuna de que un vate inspirado realzara sus ínclitos hechos.

El valor que permanece oculto dista poco de la inútil pereza. Yo no economizaré en mis páginas tus alabanzas, ni consentiré, Lolio, que un silencio envidioso sepulte tus muchos y loables trabajos. Estás dotado de un ánimo previsor, tan constante en los tiempos dudosos como en los bonancibles; eres justo en el castigo del fraude que nace de la avaricia, y menosprecias el oro que pretende para sí todo provecho. Cónsul no de un año, sino cuantas veces antepones lo honrado a lo útil, como juez incorruptible y severo, rechazas los dones de los perversos con ceño en el semblante, y sale vencedora tu probidad de las ruines catervas enemigas.

No llames nunca venturoso al poseedor de grandes riquezas; más bien merece ese nombre el que sabe gozar con moderación los presentes de los dioses, y sufrir sin lamentos los rigores de la pobreza; el que teme una acción reprobada más que la muerte, y aventura la vida con intrepidez por su patria y sus caros amigos.

X. A LIGURINO

¡Oh joven cruel y orgulloso con los favores de Venus! Cuando el vello naciente venga a castigar tu presunción, cuando vuelen de tu cabeza esos cabellos que ahora te caen sobre los hombros, y ese color purpúreo, que aventaja al de las rosas de Libia, desaparezca, Ligurino, bajo una espesa barba, cuantas veces te mires al espejo tan otro del que fuiste, exclamarás: «¡Ah, ¿por qué no pensé de joven como ahora?; ¿por qué con estos pensamientos no vuelve la frescura a mis mejillas?»

XI. A FILIS

Tengo una ánfora de vino de Alba, que ya cuenta más de nueve años; crece, Filis, en mi jardín el apio para tejer coronas, y gran abundancia de hiedra que entrelace tus fúlgidos cabellos. En mi casa resplandecen los servicios de plata, y el ara, ornada de casta verbena, aguarda la caliente sangre del cordero que he de inmolar.

Todos se apresuran; acá y allá corren las jóvenes mezcladas con los mancebos, y globos de llamas despiden humo sombrío por encima de los techos.

Si quieres saber a qué fiesta te invito, es a celebrar los [las] Idus de abril; día que divide el mes consagrado a Venus, nacida del mar; día para mí, con razón, solemne, y tal vez más santo que el de rni propio natalicio, porque desde esa fecha comienza a contar sus años mi querido Mecenas.

El joven Télefo a quien solicitas, y cuyo amor te niega la suerte, es el ídolo de una mujer lasciva y opulenta [y no de tu misma condición,] que lo aprisiona con gratas cadenas.

Faetón, abrasado por el rayo, intimida las locas esperanzas, y también nos da saludable ejemplo el alado Pégaso, echando de sí al [al que agobia la carga del] caballero terrestre Belerofonte.

Persigue siempre objetos dignos de ti, huye de lazos desiguales, y considera dañosas las esperanzas desmedidas. ¡Oh tú el úitimo de mis amores! (pues jamás ha de cautivarme ninguna otra mujer), aprende mis canciones, repítelas con tu voz melodiosa y endulzaremos con ellas los tristes cuidados.

XII. A VIRGILIO

Ya los vientos primaverales que soplan de la Tracia hinchan las turgentes velas y aplacan el mar; ya los prados no blanquean con la escarcha, ni los ríos estruendosos se precipitan cargados de nieve.

Gimiendo tristemente por la muerte de Itis, dispone su nido la infeliz Progne, eterno oprobio de la casa de Cecrops, por haber vengado de modo tan atroz las torpes liviandades [las bárbaras lujurias] del rey.

Los guardianes de las blancas ovejas, tendidos sobre el verde musgo, acompañan con la flauta sus canciones pastoriles, y regocijan al dios [Pan], protector de los rebaños y los sombríos collados de Arcadia.

El calor nos aviva la sed; mas si deseas probar el vino que se coge en las laderas de Cales, ¡oh Virgilio!, cliente de jóvenes ilustres, en pago de mi néctar tráeme tus esencias de nardo.

Por un lindo frasco de nardo haré vaciar el ánfora, encerrada en los graneros de Sulpicio, donde se guarda un vino que despierta risueñas esperanzas y disipa eficazmente las penas más amargas.

Si no rehúsas acudir a la fiesta, ven pronto con tus perfumes; que no he de regalarte sin recompensa con mis vinos, como el dueño de una mansión opulenta.

No retrases, pues, tu venida; deja los afanes interesados, y acuérdate de las llamas que han de quemarnos en la pira; y ya que nos es lícito, mezclemos a los graves consejos alguna que otra locura, es muy dulce a ratos [a tiempo] dar al olvido la razón.

XIII. A LICE

Los dioses, Lice, oyeron mis votos; me oyeron, Lice: estás vieja; pretendes, sin embargo, parecer hermosa; jugueteas y bebes sin pudor, y con la voz trémula de la embriaguez llamas a Cupido, que sordo a tus quejas reposa sobre las frescas y encarnadas mejillas de Quía, hábil en pulsar el laúd.

Cupido abandona desdeñoso las encinas despojadas de verdor y huye de ti, porque tienes negros los dientes, las arrugas surcan tu faz y las canas blanquean tu cabellos.

Ni la púrpura de Cos, ni las piedras preciosas te volverán aquellos días que el tiempo volador sepultara una vez en los fastos pasados.

¿Qué fue de tu belleza, las rosas de tu cutis y la nobleza de tu andar? ¿Qué te queda de aquella otra Lice, que me inspiraba [que exhalaba] tanto amor, me enajenaba de mí mismo, y era, por las gracias insinuantes de su lindo rostro, la que después de Cínara me hacía más feliz? Pero el destino, que concedió a Cínara pocos años de vida, conservó la de Lice hasta igualar en su edad a la decrépita corneja, para que la fogosa juventud contemplase [los ardientes jóvenes pudieran ver], prorrumpiendo en risas insolentes, una antorcha reducida a blancas cenizas.

XIV. A AUGUSTO

¿Con qué estatuas, con qué altos honores la gratitud del Senado y el pueblo eternizará, Augusto, en los monumentos y los fastos históricos tus soberanas virtudes? ¡Oh príncipe el más egregio de cuantos el sol alumbra en las tierras habitadas! Los vindelicios, libres hasta hoy del yugo latino, acaban de experimentar lo que vales en la guerra; pues con tus soldados el valiente Druso derrotó, y no en un solo encuentro, al genauno levantisco y al intrépido breuno, y arruinó sus fortalezas levantadas en las cimas de los Alpes pavorosos. Luego el mayor de los Nerones [Tiberio] emprende otra campaña formidable, y alentado por faustos auspicios aniquila a los inhumanos retios y rechazó a los terribles retos: ¡Qué espectáculo ver en la bélica contienda las crueles y numerosas heridas que recibieron aquellos hombres, mejor dispuestos a la muerte que a la esclavitud! Como al romper las nubes el coro de las Pléyadas el Austro encrespa las indómitas olas, así acomete impávido a los escuadrones enemigos, y lanza su fogoso bridón adonde más arrecia la batalla.

Y cual pasa el Áufido por el reino de Dauno de Apulia cuando brama con furia y devasta con espantosa inundación los campos mejor cultivados, así Claudio en sus violentas embestidas rompe los férreos escuadrones y siega desde los primeros a los últimos, cubriendo la tierra de cadáveres sin estrago de los suyos.

Es que tú le habías prestado tus guerreros, tu genio y tus dioses. En el día mismo que la ciudad de Alejandría te abrió su puerto y su palacio real abandonado, tres lustros más tarde, la Fortuna próspera de las lides te conquistó memorables triunfos, y obediente a tu imperio, te dispensó cuantas glorias y alabanzas pudieras ambicionar.

¡Oh Numen protector de Italia y de Roma, señora del orbe! El cántabro, antes nunca domado, el indio, el medo y el escita, que pelea huyendo, acatan sobrecogidos tu poder.

El Nilo, que oculta las fuentes de donde nace, el Istro y el rápido Tigris, el Océano lleno de monstruos que azota las costas de Bretaña, la Galia que no retrocede ante la muerte, y los pueblos de Iberia, duros en los trabajos, se postran ante ti, y los sicambros, que se deleitan en la carnicería, te veneran y rinden las armas.

XV. ELOGIO DE AUGUSTO

Deseaba cantar las batallas y las ciudades vencidas; pero Apolo me prohibió con su lira que me aventurase en humilde bajel a los peligros del Tirreno.

En tus días, César, los campos rebosan con la abundancia de frutos, se restituyen a nuestro JovE las enseñas arrancadas a las soberbias columnas de los templos parthos, la paz ha cerrado las puertas de Jano, el orden y la ley reprimieron la licencia que vagaba sin freno y extirparon los crímenes, haciendo brillar las antiguas artes que engrandecían el nombre latino, el prestigio y la fama de Italia, y la majestad del Imperio extendido desde la cuna del sol hasta el mar de Hesperia.

Rigiendo Cesar los patrios destinos, no turbaron nuestra tranquilidad la fuerza ni la discordia civil, ni la ira que forja las espadas y atiza el odio entre las mÍseras ciudades.

No osaron romper los edictos de Julio los que beben las aguas del profundo Danubio, los getas, ni los chinos [o los persas falsarios], o los que pueblan las riberas del Tanais.

Y nosotros, en los días festivos y sagrados, entre los dones joviales de Baco, después de invocar debidamente a los dioses en compañía de nuestros hijos y esposas, mezclaremos los cánticos con las flautas lidias, y celebraremos, según costumbre de los antepasados, a los caudillos gloriosos, a Troya y Anquises, y a la progenie de la radiante Venus.


Publicado el 14 de agosto de 2020 por Edu Robsy.
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