Atenea

Ignacio Manuel Altamirano


Cuento



I

…Tas! Esto es lo que siento en torno mío, y también es lo que siento dentro de mí. Ningún asilo podría convenir más a mi espíritu en el que ha cerrado ya la noche de la desesperación. Si hubiese ido para ocultar mis penas y apurar el amargo cáliz de mi dolor, a buscar un abrigo en la soledad de mis bosques americanos, allí no habría encontrado el reflejo de mi alma, porque en ellos rebosa la vida de la virgen naturaleza, porque sobre ellos se mece la Fortuna con las promesas del porvenir, porque el seno de esa tierra parece estremecerse con los ruidos tumultuosos del trabajo y de la lucha, mientras que aquí en Venecia, sólo se siente el aliento de la agonía, y el Destino se ha alejado, hace tiempo, con fatigado vuelo, de la predilecta de sus amores. No: la América no es el desierto en que deseo vivir los negros días de marasmo y de tedio que no me atrevo a abreviar todavía, porque lo creo inútil, convencido de que son ya pocos.

¡Venecia! ¡Venecia es la ruina y el sepulcro! Aquí encuentro los vastos palacios con las apariencias de la vida y que no son más que mausoleos; en ellos puedo meditar y agonizar, reclinando mi frente enferma, en cualquiera de esas ojivas de mármol en las que parece reinar el genio del silencio y de la muerte.

II

Venecia, mayo 16.

…Y sin embargo, ¡cuán hermosa es todavía esta antigua señora del mar! Paréceme una reina destronada, envejecida, triste y pobre, pero que conserva en su desamparo y en su miseria todos los caracteres de su majestad nativa y todos los reflejos de su belleza inmortal.

Pasé la mañana escribiendo y arreglando papeles. Después tomé el excelente almuerzo de este hotel Bernardo, uno de los mejores de Venecia, y dormí algunos minutos arrullado por el rumor de las góndolas, por las pláticas y cantos de los gondoleros y por el cercano ruido de las olas del Adriático. Todo aquí es extraordinario; los sonidos llegan al oído, velados y suaves; el antiguo misterio de la vida veneciana parece conservarse en las conversaciones, en los rumores lejanos, y en el silencio profundo que ellos interrumpen apenas, de momento en momento.

En la tarde, una hermosa tarde, de cielo sin nubes, decidíme a salir, para echar la primera ojeada a la ciudad soñada tanto tiempo y en la que pienso vivir y morir.

Metíme en una bella y ligera góndola y dije al gondolero, inteligente y gallardo joven, que yo era un extranjero que veía por primera vez a Venecia, y que fuera mostrándome, mientras nos dirigíamos al Lido, todo lo que creyera digno de mención.

El gondolero, decidor, como todos, me respondió que en su ciudad todo era notable, todo encerraba recuerdos históricos y gloriosos, y añadió dando un suspiro:

— Señor, en Venecia, todos no son ya más que recuerdos.

— Como en mi corazón, me respondí interiormente.

Preguntóme después, si no prefería ir desde luego a conocer la plaza de San Marcos. Para los venecianos, la Plaza de San Marcos es lo primero.

— No, amigo mío, le repliqué; mañana visitaremos San Marcos. Hoy deseo ver el Lido.

— Como gustéis, me dijo, y apoyándose apenas en el remo, comenzamos a atravesar las calles monumentales de esta ciudad poética y grandiosa, y empezó a señalarme palacios y templos, mezclando a sus breves descripciones no pocas frases de singular dialecto veneciano poco inteligible para mí, pero que no tenía interés en comprender tampoco. Me había sumergido en una reflexión melancólica y profunda. Veía y no miraba; oía sin comprender, y no escuchaba más que la voz quejosa de mi alma atormentada por implacables recuerdos. ¡Oh, si ella estuviera aquí! Pero ella no vivía ya, y yo cruzaba, solitario y meditabundo, aquellas calles iluminadas por el sol de la tarde, pero en que las sombras de los palacios comenzaban a enlutar las aguas de las lagunas. Pensaba en ella, como siempre… sentía mi soledad, mi hastío; y mi espíritu se enlutaba también.

Pronto llegamos al Lido. Mi objeto no era pasear en él, no era mezclarme en esa lengua de tierra pintoresca y encantadora, gracioso recuerdo de los paseos de las ciudades construidas en tierra firme, sino verlo, conocerlo, forjarme la ilusión de que veía pasar, corriendo el caballo, a Lord Byron, el enamorado de Venecia, y evocar las memorias de los antiguos días de la soberbia República, cuando aquella juventud rica y poderosa se daba allí cita, entre los jardines, y se mezclaban en las muchedumbres embajadores y consejeros, guerreros y artistas, orientales y europeos, princesas y damas enmascaradas, haciendo de aquel paseo una fiesta continua, alegre, misteriosa, dramática, con todos los atavíos del lujo y todos los encantos de la leyenda.

Así, poblando aquel lugar pintoresco y animado, con los cuadros de mi imaginación, el Lido me pareció hechicero. De otro modo habríalo encontrado pálido y triste, comparándolo con los paseos de las demás ciudades europeas. Sin embargo, su aspecto no es vulgar, no se ve en ninguna parte, aquella tierra, como surgiendo del seno de mar; limitando sus perspectivas, por un lado, la ciudad, como un bosque de palacios y de cúpulas, y por el otro, las montañas y el mar azul, extendiéndose como un espejo infinito.

Después de un rato de contemplación, regresamos a fin de aprovechar las últimas luces del crepúsculo que en Venecia, y en una tarde primaveral como aquélla, es encantador. El sol doraba apenas con sus rayos moribundos las cumbres de los Alpes Julianos, y se difundía en la atmósfera, cubriéndolo todo, un vago color de amatista, opalino y dulce.

Cien góndolas, rápidas unas, lentas y rezagadas las otras, nos precedían, nos flaqueaban o nos seguían en ese regreso por el Canalazzo, pero mi gondolero dejó aquella corriente animada, y tomando algunas calles de través, y haciéndome pasar por varios puentes, se detuvo delante de un grande y majestuoso edificio de elegantísima arquitectura.

Ecco il palazzo Capello —me dijo con ademán solemne.

Yo alcé los ojos. En efecto, nos hallábamos delante de aquella mansión aristocrática y célebre sobre la cual flota, como una aureola luminosa y eterna, la romanesca historia de amores de Bianca Capello, de aquella mujer hermosa y apasionada cuya vida, como la tierra, tiene la mitad bañada por la luz y la otra mitad envuelta por la sombra.

— Conocéis, supongo, la historia de Bianca Capello —me dijo el gondolero.

— Sí —le contesté; y para impedir que me contase lo que ya sabía, y para evocar a mi sabor, aquellos poéticos recuerdos, le hice señas de que me dejase, y me puse a contemplar el palacio con religiosa atención.

La vaga claridad del crepúsculo me permitía observar todos sus detalles, admirar su belleza arquitectónica, examinar sus ventanas de forma antigua y sus balcones suntuosos, en los que me complacía en fingir la bella figura de la joven veneciana, como en actitud de expectativa.

De repente, y al pasar mis ojos de una a otra de aquellas grandes ventanas adornadas de magníficos relieves, descubrí una encantadora forma de mujer. Sí; no era ilusión, no era la alucinación hija del recuerdo, que me representaba allí la animada imagen de la virgen de la leyenda; era una mujer real, alta, enlutada y hermosa, que reclinaba su lánguida cabeza en su mano de marfil, y que sumergida en melancólica contemplación fijaba sus miradas en las aguas oscuras del canal.

Entonces, todavía sin soltar un extremo de la leyenda de Bianca, mi espíritu, aleteando volvió a la vida real.

Aquella aparición era ciertamente una bella mujer, triste, joven, tal vez desgraciada como yo, que la contemplaba curioso, desde el fondo de mi góndola, sin darme cuenta de por qué súbitamente mi corazón latía con violencia.

¿Quién era, pues? A las últimas ráfagas del crepúsculo que iba cediendo su dominio a la noche, podía examinarla. Como las antiguas venecianas, medio orientales, era blanca y pálida, y sus cabellos joyantes y abundosos eran negros. El cuello, hoy inclinado, era altivo, y el talle esbelto y mejestuoso.

Pero ¿por qué guardaba esa actitud obstinada de inmovilidad y de tristeza? ¿Por qué no la distraían en su meditación ni las bromas de los gondoleros que atravesaban el canal lanzándose pullas en su dialecto agudo y pintoresco, ni el grito cercano de la muchedumbre agolpándose en los puentes, ni las dulces armonías de la música que salía en ondas de las ventanas vecinas, juntamente con las ráfagas de luz artificial que comenzaba a encenderse? La noche cerraba, y la joven no se movía de su puesto. ¿Acaso era una amante que esperaba una cita? ¿Acaso una extranjera, ausente? ¿Acaso una esposa que se aburría?

Preguntar algo a mi gondolero, era fácil. Considerándome enteramente absorto en una meditación histórica, el muchacho me había vuelto la espalda y se apoyaba en su remo, tarareando una eterna canción, una especie de berceuse del gondolero veneciano, tan conocida de los viajeros. Pero no quise cometer una impertinencia, porque después de todo, ¿qué podía saber aquel gondolero? Calléme, pues, y esperé un instante. La inmovilidad de nuestra góndola y el canto del joven, más perceptible a medida que cesaba el ruido de los paseantes, acabaron seguramente por llamar la atención de la hermosa meditabunda, que alzó la cabeza y fijó los ojos en la góndola. Entonces pude verla en toda la esbeltez de su talla. Era alta y erguida, su cuello sustentaba con altivez una cabeza llena de juventud. Pero ¡ay!, las sombras envolvían ya el palacio y no pude distinguir sus facciones. La imaginación me las representaba bellas y ¿cómo no serlo? Aquel talle, aquel cuello, aquella mano, aquellos cabellos anunciaban la belleza y la inteligencia del semblante. Yo me lo forjé encantador, y aun vislumbré en él una sonrisa tímida y triste.

La humedad de la noche obligó a entrarse a la joven, y el palacio Capello se quedó mudo para mí. Lo que me pasaba era raro. ¿La curiosidad produce a veces los fenómenos mismos del amor?

Di orden al gondolero de regresar al hotel, y un momento después entraba yo en mi cuarto. No quise bajar a la mesa y no tuve apetito. Sentía una emoción extraña, inquietante e indecible. ¿Qué me pasaba?

Me había creído lleno de dolor, de un dolor inmenso, infinito, que no dejaba lugar a otra especie de afecto, ni aun a la viva curiosidad del viajero. Nacían dentro de mi alma algunas inquietudes, algunos síntomas de pasión, algunos afanes pasajeros, pero como los frutos de un árbol sin savia, que caen luego al nacer; como los relámpagos que pasan en una noche oscura, caían y pasaban, dejándome siempre el desmayo eterno, la noche interminable.

¿Sería ahora, esta sensación extraña como aquellos afanes, y como aquellas inquietudes? Yo estaba temiendo que no. Ese violento palpitar del corazón que había experimentado, un momento hacía, al contemplar a aquella mujer, aquella sombra apenas entrevista entre las vagas claridades del crepúsculo; aquella atracción irresistible que había ejercido sobre mí, tan pronto como pude fijarme en ella, esta zozobra que ahora sentía, el goce intensamente voluptuoso y amargo que parecía saborear mi corazón despedazado y doliente, ¿no era acaso más que las corrientes galvánicas que conmovían un cadáver?

Pero de todos modos era la primera vez, después de mucho tiempo, que me sentía así; era la primera vez que una figura de mujer persistía algunas horas en mi recuerdo, y que de verla me quedaba en el corazón este dejo, en que se mezclan a la par el absintio y la miel, produciéndome la embriaguez o el desvanecimiento.

Pero sobre todo, ha envuelto mi espíritu después una nube sofocante y oscura; una especie de desengaño punzante y abrumador que me obliga a filosofar sobre los grandes afectos del alma. Pues qué ¿lo que yo creía definitivo no sería acaso más que un estado transitorio del espíritu, algo como la enfermedad que postra hasta la agonía y que sin embargo no acaba por extinguir la fuerza de la vida? ¿No es cierto que se ama sólo una vez? Pero esta pregunta es extemporánea y prematura. Pues qué ¿amo ya de nuevo? Un estremecimiento debido quizá al estado irritable de mi organización nerviosa, a la influencia mágica de un recuerdo poético, a la fascinación inconsciente, ¿puede ya calificarse como un sentimiento nuevo? Sombras pasajeras, formas del cerebro que se disipa a la luz de la realidad. Ilusiones del vacío. No: ¡todo esto es un sueño! Con el sol de mañana vendrán otra vez el hastío, el desencanto eterno, el tedio de la existencia, y la imagen crepuscular que se me apareció ayer, se disipará como se disipan los fantasmas que se complace la imaginación en forjar con las formas de la niebla.

Esperemos a mañana.

III

Venecia, mayo 17.

Heme aquí desfallecido y casi espantado. La obsesión de la imagen de anoche se ha hecho cada vez más obstinada e intensa.

Dormí mal; me despertaba a ratos, como presa de una inquietud febril. Atribuía esto a mi irritabilidad nerviosa. Acaso también sea cierto que Venecia, a pesar de su ponderada salubridad en la que creen algunos viajeros, sea realmente tan malsana, como lo son todas las marismas. ¿Por qué las lagunas del Adriático habían de ser la excepción? Hay viajeros que han sido atacados aquí de fiebres palúdicas, y la verdad es que la humedad nocturna aquí ocasiona frecuentes enfermedades, especialmente a los que no están aclimatados. Tal vez mi inquietud, mi insomnio, no serían más que los síntomas de esas fiebres paroxismales que suelen anunciarse así en las costas de mi América.

Pero, entonces, ¿por qué al despertar, en vez de pensar en este peligro, he pensado en la joven alta y enlutada del palacio Capello?

Luego volví a dormirme con un sueño pesado y bochornoso, y aún soñaba; ¿qué?, la misma imagen inclinándose en su balcón y contemplándome con sus ojos que brillaban en la sombra.

¡Por fin amaneció! Y en el primer rayo de sol que al través de los cristales y de las cortinas alcanzó a penetrar hasta los pies de mi cama, no vi más que la misma imagen pertinaz y hechicera.

Diríase que tenía yo la visión fija en los ojos, como en los lentes del pobre enamorado de Hoffmann.

Vestíme y salí. No puedo ocultar que me preocupaba esta idea fija, más bien dicho esta imaginación que me complacía en acariciar, y que me causaba por instantes el calosfrío del miedo.

Después de un desayuno fortificado pero tomado con mediano apetito, ocupé mi góndola.

Giorgio, así se llamaba el joven gondolero, me esperaba desde temprano, pues lo había prevenido el día anterior. Debíamos hacer nuestra visita a la Plaza de San Marcos y examinar la hermosísima y famosa basílica bizantina enriquecida con los despojos y riquezas del mundo oriental.

¡Ah!, no vaya llenar cien páginas con la descripción de las maravillas que contemplé. ¿Qué podría yo decir de nuevo ni de bello después de tantos? Yo me sentí deslumbrado, admiré y me extasié en presencia de cada una de aquellas maravillas de arte, pero ¡ay!, también delante de cada una de aquellas maravillas, delante de cada columna, de cada altar, de cada bóveda, de cada primor escultural, de cada cuadro de los más famosos maestros, la imagen de mi bella desconocida se interponía arrancándome un suspiro.

¡Por donde quiera ella y siempre ella! Pero ¡cosa rara! Aún no había podido ver claramente su rostro y éste tomaba una forma vaga e indeterminada que mi imaginación no lograba precisar, no contentándome con darle la hermosura ni la expresión de las madonas del Tiziano y de Pablo, el Veronés.

Era otra cosa, y esa otra cosa yo la sentía así, lejanamente, confusamente, como algo que se quiere distinguir en medio del delirio o entre los vagos recuerdos de la niñez.

Salí luego y recorrí la Plaza de San Marcos, iluminada por un bello sol de primavera; me mezclé entre la muchedumbre y traté de aturdirme y de libertarme de una especie de opresión que iba apoderándose de mí.

Presa de esta sensación extraña visité el Palacio Ducal, contemplé la Escalera de los Gigantes, la Escalera de Oro y la Sala del Gran Consejo, llena de cuadros maravillosos de Tintoretto, del Veronés, de Palma, de Zaccari, de Contarini y del Tiziano, cuadros que he visto de prisa, reservándome para otra ocasión admirarlos por largo tiempo.

Estaba yo como impulsado por un deseo de locomoción irresistible, y a causa de él, salí del Palacio Ducal y fui al famoso café Florián a tomar un refresco. Allí encontré una multitud de venecianos, de extranjeros y de hermosas damas, tomando ya una limonada, ya la bebida de anís tan predilecta de las venecianas. Si ella hubiera estado allí, de seguro que no la habría reconocido. ¡Imposible! Lo que yo tenía fija en mi imaginación era la imagen de una mujer joven, envuelta en la sombra crepuscular, y reclinada en los marmóreos balcones de un antiguo palacio. Todo lo demás no era nada para mí.

Por fin me separé de allí al mediodía, y regresé a mi alojamiento; demasiado cercano, en la riva Schiavoni, a pocos pasos de la Plaza de San Marcos.

Y me eché en un sillón, triste, pensativo, cada vez más inquieto. Por fin, ¿qué era aquello que yo sentía? ¿Amor o locura? Para el amor era demasiado pronto y demasiado raro. El amor es hijo del hábito, decía yo; es preciso haber sido envuelto por la nube magnética que se desprende de la persona amada, para sentirse preso y encadenado. Pero esto ¿es una verdad constante? ¿No se puede amar de súbito y como víctima de un deslumbramiento? ¿El dardo de la fábula no puede clavarse en un instante, también en la vida real? ¿Acaso el amor no es una enfermedad que se contrae en una sola mirada, al escuchar un acento, al estrechar una mano? Todas estas ideas desfilaban ante mí como extrañas paradojas en que nunca había parado la atención. Yo no había amado así nunca, pero ¿es que se ama siempre del mismo modo? ¿En el amor, el procedimiento es siempre igual?

En resumen, si esto no era amor, seguramente era locura. Mi pobre cerebro, ocupado constantemente con un pensamiento solo; nublado siempre por las sombras de un pesar intenso, irritado por la desesperación, habría acabado por desorganizarse. Esta sola idea hacía circular por todo mi cuerpo un calosfrío que me helaba y que me hacía sentir, como un puñal clavado en el corazón. Pero si era locura, ¿no era lo natural, puesto que también en la locura hay lógica, que se tradujese en el sentido de mi preocupación y de mi enfermedad moral? ¿Por qué, pues, la imagen antes adorada se había sumergido en el océano oscuro de mi memoria, y sólo surgía en él luminosa, tenaz y querida, la imagen entrevista ayer?

De todos modos, hay algo de consolador en medio de este extravío que sufro. Yo he venido aquí para buscar refugio a mis dolores, para morir lentamente, para extinguirme como una lámpara, poco a poco, lanzando los últimos y pálidos fulgores de la razón.

Y si encontrase algo que me hiciese vivir, que reanimase mis esperanzas, que me hiciese sufrir, que con nuevos tormentos sobrexcitase mi sangre debilitada y mi fuerza moral decaída, ¿no sería un remedio? Remedio ¿para aliviarme?, ¿para apresurar el fin?

Acabé por tener fiebre y me adormecí, desfallecido.

IV

Por la noche.

Un criado vino a anunciarme, a las cuatro, que Giorgio, mi gondolero, me estaba esperando. Yo me sentía mal, pero aquel sueño intempestivo y que seguramente era ocasionado por mi vigilia en la noche anterior, había reparado un poco mis fuerzas. Mi frente, sin embargo, ardía, mi garganta estaba seca; tenía ansia de aspirar el aire libre, y sed. Mojé un bizcocho en un vaso de Burdeos que apuré después, de un trago, y salí.

La góndola me condujo al puente de Rialto, que tenía muchos deseos de conocer. Allí vagué entre la muchedumbre, entré en las tiendas, compré baratijas, pensé a ratos en el Mercader de Venecia de Shakespeare, y busqué instintivamente a Shylock. Tales entretenimientos me distrajeron, pero cuando el crepúsculo comenzó a cubrir con su sombra tenue y violácea el Gran Canal, y las luces artificiales empezaron a brillar en las puertas de las tiendas, como movido por un resorte irresistible, me lancé a la góndola y dije apresuradamente a Giorgio:

— Al palacio Capello.

— …¿Al palacio, señor? —me preguntó, mirándome con extrañeza.

— Frente al palacio, donde estuvimos ayer; quiero contemplarlo de nuevo.

— ¡Ah! —replicó inclinándose sobre su remo y dirigiéndose rápidamente al lugar indicado.

Quería yo verla de nuevo; creía yo firmemente, que como el día anterior, ella debía estar allí, otra vez, inclinado el semblante hacia las aguas del canal, inmóvil y silenciosa, como la imagen de la tristeza enamorada. Ni la menor duda venía a enturbiar esta convicción pueril; ella debía estar allí. Como toda la noche y todo el día la había visto en mi imaginación del mismo modo, se había producido en mí la seguridad de que así estaba siempre, como una santa que hubiese visto en un altar, como las vírgenes que había visto esa mañana en la iglesia de San Marcos y en el Palacio Ducal.

Así es que llegué al sitio deseado, palpitando de emoción, como un enamorado a una cita. Iba a verla; tal vez hoy podría examinar a todo mi sabor su semblante, su semblante que había dotado con la hermosura vaga y confusa de mi delirante ideal. Y alcé los ojos, pero no había nadie en los balcones.

El crepúsculo no era todavía tan oscuro como el día anterior, reconocí perfectamente el palacio Capello con sus cuatro pisos y sus ventanas de forma antigua. No me engañaba; era él, y sin embargo, dudé.

— ¿Pero estamos en el mismo sitio que ayer? —pregunté a Giorgio.

— En el mismo, señor, ¿queréis que lo cambiemos?

— No, amigo mío —me apresuré a responder—; sólo que me parecía que no era el mismo edificio.

Giorgio sonrió.

— Lo conozco demasiado, señor, —replicó—; es el palacio Capello; lo conozco por fuera y por dentro.

Esta última afirmación me sobresaltó agradablemente. Tal vez este muchacho conocería a las gentes que hoy habitaban el palacio; tal vez él podría decirme… pero callé, y me puse a contemplar de nuevo el palacio con impaciente ansiedad. Mas esperé en vano. La joven no salió al balcón. Es indecible el tormento que sufrí. Ya entonces era inútil preguntarme si la curiosidad producía también los fenómenos del amor, porque evidentemente lo que yo tenía era amor, a no ser que fuese locura.

Así pasé largo rato. Al cabo de él y cuando comenzaba a cerrar la noche, me decidí a preguntar a Giorgio algo que pudiese, si no disipar mis dudas, al menos darles otro giro. Yo sentía la necesidad de la confidencia, de la exteriorización. Aquel pensamiento encerrado en mi alma, me ahogaba.

— Conque estáis muy seguro, amigo mío, de que éste es el sitio en que permanecimos ayer tarde un momento, ¿eh? —pregunté al gondolero.

— ¡Oh!, muy seguro —contestó Giorgio, mirando otra vez sorprendido—, señor excelentísimo; éste es el palacio Capello, todos lo conocemos perfectamente en Venecia; he aquí a un lado al santo Apollinaire, he allí el ponte Storto y si queréis asomaros un momento a la boca del canaleto —dijo—, mostrándome la entrada de un canal angosto, veréis el bello jardín de ese otro palacio moderno y las guirnaldas de rosas que forman bóvedas de un lado a otro, es el Carampane. ¡Vaya si lo conocemos! Yo he vivido en el palacio Capello, añadió con aire sonriente.

En efecto, reparé en todo lo que me señalaba y que no había visto el día anterior, absorto como quedé en la contemplación de la joven.

Esto último era lo que me interesaba y ¿cómo preguntarlo? No parece sino que él me adivinó.

— En esas ventanas —me dijo señalando aquellas en que estaba asomada la joven el día anterior—, se ponía Bianca a hablar con Buonaventuri, ya sabéis, su amante, el que se la llevó a Florencia; conocéis la historia…

— Sí, pero no sabía cuál era la ventana, ¿ésa que está enfrente de nosotros?

— Cualquiera de esas —replicó—, porque todas pertenecen a las habitaciones del viejo Bartolomé y de su familia. Pero la tradición cuenta que Bianca escogía de preferencia esa que ocupaba ayer una señora vestida de negro, ¿la visteis?

El corazón me dio un vuelco; yo no había visto otra cosa.

— Sí la vi —contesté—. Era en esa ventana que está frente a nosotros. Creo que allí estaba ella asomada y reclinándose en un brazo.

— Justamente, y era bella la señora; bellísima; yo la vi también…

— ¿Será la dueña del palacio ahora? —me atreví a interrogar.

— No lo creo, excelencia —respondió vivamente el gondolero—, me parece extranjera. Además, conozco a los dueños, a los habitantes del Palacio; he vivido en él —repitió.

— ¡Ah! ¿los conocéis…?

— Son venecianos, viejos venecianos; varias familias que allí habitan son venecianas. Pero esa señora de ayer no pertenece a ellas. Seguramente es extranjera; tiene el aspecto; o vendría a visitar.

Por insegura que fuese esta información de Giorgio, que aun habiendo vivido en el palacio, no podría conocer familiarmente a todo sus habitantes, yo experimenté al oírlo una terrible opresión de pecho. Algo me decía que era cierto lo que me afirmaba, y entonces… la noche, que ennegrecía ya las aguas del canal, no era tan oscura como la que velaba mi esperanza. No volvería a ver a la joven. Aquella aparición había sido casual y me había enamorado de un fantasma pasajero…

Volví a alzar los ojos y no descubriendo a nadie, incliné desesperado la cabeza y di la orden de regresar.

— ¿Al hotel Danieli?

— Sí —contesté maquinalmente—; al hotel Danieli.

Es este antiguo palacio Bernardo en que estoy alojado.

Y me he arrojado en el lecho, más sombrío, más inquieto, más enfermo que ayer… Aquella visión no se separa un momento de mi fantasía, y una ansiedad loca se apodera de mí. Quizá es la demencia; me parece que tengo fiebre… Siento una especie de terror y comienzo a comprender en todo su peso la expatriación y la soledad. ¡He llamado!

Entre las cartas de recomendación que he traído de París, hay una para el doctor Gerard que vive ahora en Venecia. Este médico es francés, pero ha pasado muchos años en Santiago y en Buenos Aires, y ha contraído allí numerosas relaciones y estima grandemente a los americanos. Uno de mis amigos me dio esta carta. La he hecho llevar a su dirección y espero, verdaderamente preocupado con mi enfermedad.

V

Venecia, 20 de mayo.

Hasta ahora puedo escribir: no he estado gravemente enfermo, pero el médico me ha obligado a guardar cama dos días.

Excelente hombre es este doctor Gerard. Desde que lo he visto, me parece que no estoy expatriado y que no me hallo solo en el mundo. Es un amigo y, lo que es mejor aún, amigo viejo. Ha vivido muchos años en la América del Sur; conoce a todo el mundo y conserva buenos recuerdos de aquellos países. Ama a los americanos como a sus compatriotas y me ha querido desde luego, como a un hijo. Es un hermoso viejo de sesenta años, fresco y vigoroso, en la plenitud de la vida intelectual.

Acudió con presteza a mi llamamiento, me pulsó, me interrogó, y seguramente concluyó por creer que mi enfermedad era más bien moral que física, pero complicada, sin embargo, con algo de calentura cerebral. Recetó alguna poción calmante y me previno el reposo.

— Esto no será nada —me dijo—; pero es preciso que reposéis dos días, por lo menos; yo vendré a veros mañana.

Así lo he hecho; he pasado estos dos días en medio de una languidez extrema, pero dulce. Diríase que he sufrido un largo desmayo, en el que, sin embargo, he tenido alguna conciencia de mi estado.

¡Y no he dejado de pensar en ella!

Hoy el doctor me ha mandado levantarme, me he sentido con mayores fuerzas y he comido con algún apetito.

Luego el doctor ha venido a hablar conmigo en la tarde, y hemos conversado una hora, recordando la América. Conoce nuestra situación y nuestras costumbres perfectamente. Juzga de nuestros asuntos con singular acierto, y le es familiar nuestra historia contemporánea. Analiza con criterio sereno nuestras instituciones y el carácter de nuestros hombres públicos, y habla con lucidez de nuestras aspiraciones y de nuestro porvenir.

Después de esa conversación de generalidades, procuró con delicadeza penetrar en los asuntos de mi vida. No le fue difícil. A pesar de que no gusto de hablar de mis recuerdos íntimos, no hago siempre misterio de ellos, y cuando encuentro a un hombre de mundo y de carácter inteligente y generoso, como el doctor, me dejo examinar. Además, él lo necesitaba para su diagnóstico y para su aplicación medicinal.

Pudo, pues, traslucir que yo había estado bajo la influencia de un pesar profundo, de uno de esos pesares que consumen la savia del corazón, que agotan la fuerza moral, y que hacen imposibles las esperanzas. Que viajaba por distraerme y aturdirme, y que buscaba, si no el remedio de mis males, sí una manera de darles término lo menos tristemente posible. No lo negaré. El supo entonces que yo había amado, como pocas veces se ama en la vida, apasionadamente, haciendo consistir en aquel amor toda mi dicha y todo mi afán en la tierra, y que este amor correspondido con toda plenitud, y que había envuelto mi vida, durante algunos años, como una nube densa que me había alejado del mundo, se había desvanecido repentinamente, como un sueño, como una bruma, como una visión … ¡la muerte había venido a interponer sus sombras en medio de este cuadro de felicidad!

El objeto de mi pasión había sido arrebatado por esta segadora implacable, y con ella habían desaparecido también mis esperanzas y mis únicas creencias. El mal, pues, que atosigaba mi espíritu, era incurable. La ansiedad luchaba con el imposible, y el culto de aquel recuerdo pertinaz me atraía paso a paso a la tumba. Para enfermos de esta clase la ciencia no tiene medicina. Sólo la religión suele ofrecerla como un consuelo a los creyentes, o el Destino concederla, como un milagro.

El doctor, hasta aquí, permenecía pensativo e inquieto. Quizá atribuía en gran parte mi estado actual a esa larga lucha de vigor moral agotado con mis implacables dolores. Pero estaba muy lejos de pensar que había habido un nuevo sacudimiento en mi alma; que tal vez el milagro del Destino había operado aquella revolución que me postraba, o que el estado de sobreexcitación de mi espíritu que hacía peligrosísimo cualquier nuevo sentimiento, había producido, por una transformación extraña, aquel abatimiento final.

Nada le dije acerca de mi preocupación de los últimos días; temí francamente que me creyera loco. La causa de mis pesares pasados era muy explicable, muy natural, en una organización impresionable, vehemente, apasionada como la mía. Mi existencia se había como saturado en aquel sentimiento que me había poseído por completo; todo esto era lógico. Pero decirle que al llegar a Venecia, cuando traía el corazón como cubierto con el espeso escudo de mi dolor… apenas vi, y eso envuelta en las sombras del crepúsculo, a una mujer desconocida, cuando fui presa de una especie de obsesión tenaz y de una ansiedad indecible… esto era abordar la demencia, cuando no la puerilidad. Temí que un hombre tan grave, tan sabio y tan formal como el doctor, en vez de creerme el hombre de gran carácter que le revelaban mis pasados sentimientos, me juzgase uno de esos frívolos sujetos de espíritu exaltado y fugaz que pasan fácilmente de un afecto a otro, engañándose a sí mismos, y que son indignos absolutamente de la atención del fisiólogo, y de la piedad del amigo.

De manera que callé y dejé al doctor a oscuras acerca del estado de mi alma. Además, aunque yo sentía que ésta era la causa inmediata de mi postración actual, quizá me equivocaba; quizá en efecto no se debía sino a causas más inveteradas, más definitivas. ¿Qué sabía yo de esto? ¿Qué sabe uno de los misterios de su propio corazón?

El corazón es una esfinge eterna, cuyos problemas se renuevan sin cesar.

Así pues, he pasado este día. Mañana, si la obsesión continúa, si mi ansiedad se acrecienta, tal vez me vea obligado a decir algo al médico y al amigo.

VI

Venecia, 21 de mayo.

Me siento dichoso; dichoso como hombre que ha soñado cinco días, que han sido siglos, y que ve su sueño convertido en realidad.

Experimento una alegría loca, mezclada con las punzantes y amargas voluptuosidades de la expectativa. ¡Una expectativa que me impacienta! ¡Qué carácter el mío! No se aviene con las lentitudes de la vida normal, con la lógica de los sucesos. Sufrir, para mí, es morir; esperar, para mí es una tortura. No tengo la noción del tiempo; mi pasión es siempre mi clepsidra.

Pero narremos.

Vino el doctor temprano y me hizo alistarme para salir.

— Ahora tengo tiempo —me dijo—, y voy a acompañaros a dar un largo paseo. Lo necesitáis. Iremos primero a los jardines de la Punta della Motta. Aspirar el aire de la mañana bajo los árboles y el gran aire del mar os hará bien. Luego reposaréis y en la tarde visitaremos la Giudecca.

Efectivamente, dimos un largo paseo en el jardín y aspiré a bocanadas aquel aire cargado de sales, que fue un banquete para mis pulmones debilitados. Regresamos después y almorzamos con excelente apetito.

El doctor me abandonó un momento para ver a algunos de sus enfermos y a las cuatro volvió a reunírseme. Nos deslizamos a lo largo del canal de la Giudecca y visitamos este lugar, uno de los más pintorescos y característicos de Venecia.

Pero al descender la tarde y como el doctor quisiera mostrarme la Dogana del Mare y otros edificios, al entrar en el Gran Canal, yo rogué que fuésemos al palacio Capello, que era el objeto de mis ansias no aplacadas, sino antes bien exacerbadas por una clausura de tres días.

Pareció tal demanda extraña al doctor, pero sin oponerse a ella, me preguntó si tenía alguna mira especial en ello.

Yo dando orden a Giorgio de que tomase aquella dirección, le respondí:

— Hace tiempo, desde América me ha interesado la historia romanesca de Bianca Capello y he pensado hacerla asunto de una leyenda poética. Ahora que estoy en Venecia, deseo conocer el palacio y estudiar lo que puede llamarse el color local. ¿Qué os parece?

— Muy bien —contestó el doctor—. Perfectamente; yo os mostraré las ventanas de Bianca, la casa en que estaba situado el banco de los Salviati, tíos del pobre joven Pietro Buonaventuri. Después tendréis que ir a Florencia para conocer la casa en que sirvió de escondite a los amantes y el palacio de los Médicis, en donde se operó la transformación de la ardiente joven veneciana. Es una historia singular ésa… y que ofrece un estudio terrible del corazón de la mujer. ¿Cultiváis la poesía?

— Algunas veces —le respondí—; como una distracción de mi tristeza.

— Es un consuelo, en efecto —repuso el doctor—, pero a veces se convierte en tósigo. Para los caracteres poéticos, cuando son desgraciados, la poesía se convierte en el buitre de Prometeo. Es la pena de los inmortales.

— Ciertamente, y ¡cuánto tiempo hace —le dije—, que he conocido esa verdad cruel! Tal vez la exaltación de mis sentimientos y de mis dolores no se deba sino a ese extraño privilegio del Destino. Pero es ineludible, como la muerte.

Así, departiendo amigablemente sobre los peligros y ventajas de nuestros respectivos caracteres, llegamos frente al palacio, un poco antes de la hora de los días anteriores. El sol no se ponía aún.

Giorgio hizo alto en el sitio en que habíamos estado la última vez, y a tiempo que el doctor me señalaba los pórticos del palacio, observé en el principal una góndola grande, decorada con lujo y montada por dos gondoleros que al descubrir a Giorgio se pusieron a hablar con él.

En ese mismo instante también, el doctor saludaba respetuosamente a alguien que estaba en las ventanas. Alcé los ojos; mi hermosa desconocida se hallaba en el balcón, inclinándose como la vez primera. No pude contener una exclamación de sorpresa y de alegría que pasó inadvertida, sin embargo, para el doctor; pero no para Giorgio, que se volvió para verme con cierta malicia.

¡Por fin había vuelto a verla; y en la plenitud de su belleza y de su gracia! Apenas pude contemplarla; me sentía bajo la impresión de un deslumbramiento, y por otra parte la palpitación de mis sienes y de mi corazón me impedía mirar y comprender. Estaba atónito.

A pesar de eso, reparé en que la joven no se hallaba sola. Acompañábala un hombre joven, pálido, de aspecto serio y arrogante, que hablaba con ella.

¿Quién sería?

Y como la hoja aguda de un cuchillo penetraron los celos en mi corazón. Decididamente; era mi suerte que aquel amor naciera en mi alma con todo el cortejo que lo hace poderoso e irresistible.

— ¡Hermosa dama! —dije al doctor que seguramente había notado los cambios sucesivos de mi semblante.

— ¡Oh!, sí —respondió—; una de las más bellas de Venecia, pero sin duda la más inteligente. Es una mujer de gran talento, de gran instrucción y de un carácter extraordinario; y ¡cosa singular!, es casi vuestra compatriota.

— ¡Cómo! —repuse, sorprendido—, ¡mi compatriota!

— No precisamente, pero casi, por su origen y por sus sentimientos. Ya os diré… —añadió, viendo la góndola del palacio que acababa de ser ocupada.

En efecto, volví a alzar los ojos, y la joven ya no estaba en el balcón. Acababa de entrar en la góndola, acompañada de una hermosa señora de cierta edad y del joven serio y pálido que estaba con ella en la ventana.

La góndola pasó rápidamente junto a la nuestra; sentí como una corriente de fluido que me envolvía, y apenas pude ver, palpitando, el semblante risueño de las dos damas que volvían a saludar al doctor con ademán amistoso.

— Continuad, continuad doctor, —murmuré impaciente, viendo que la góndola que se llevaba el objeto de mis delirios, se perdía rápidamente a lo largo de aquel canal.

— Pues bien —continuó el doctor—; esa joven…

— ¿Es americana?

— No; es veneciana, pero es hija de americana. Su madre es de Buenos Aires. Su padre, era veneciano también, y después de haber seguido las vicisitudes de Garibaldi, ejerció durante mucho tiempo, el comercio en el Plata. Ganó mucho dinero; allí casó con una joven distinguida y regresó a su país, retirándose de los negocios. Desde entonces residió en Venecia; aquí nació Atenea; así se llama esa joven, pero su padre, desde que era muy pequeña, la envió a educarse en Londres y en París, hasta que ya formada la hizo volver al seno de su familia, pocos años antes de que él muriese. Hace uno que murió y, como veis aún lleva luto. De modo que ahí tenéis una mujer enteramente europea por su educación; pero en quien domina, según mis observaciones, el fondo del carácter americano. Naturalmente esto debe atribuirse más que al origen, al influjo de la madre, que es una de esas adorables mujeres argentinas y uruguayas en quienes se unen en extraño conjunto, la dulzura inefable de las vírgenes indias, con cierta fiereza salvaje que les da el aire de leonas cuando las agita la pasión.

Ese tipo es único en el mundo, y era, cuando viví en América, el objeto constante de mi estudio y de mi admiración.

Yo no conocí a la madre de Atenea en Bueno Aires. Ya estaba ella en Europa cuando residí algunos años en aquella ciudad. Pero conocí a sus parientes con quienes cultivé estrecha amistad. Nos encontramos después en París y en Roma, cuando viajaba en unión de su marido y de su hija, y naturalmente, sabiendo que yo había residido largamente en su país natal, que conocía a su familia y que amaba a su patria, pronto nos hicimos amigos. Más tarde decidí fijarme en esta ciudad que es la de su residencia habitual, y llegué a ella desgraciadamente cuando el pobre viejo moría… Desde entonces, como debéis suponer, soy uno de sus íntimos amigos, y a fe que su amistad es uno de los mayores encantos que tiene para mí la vida veneciana. Viven muy cerca de vuestro hotel… en la rica Schiavoni; reciben con gusto a los extranjeros; con amistad y regocijo a los americanos; su círculo es pequeño, pero escogido.

— ¡Ah!, doctor —le interrumpí—; sería yo muy dichoso si quisierais presentarme.

— Iba a proponérselo; nada podría seros más grato que esta relación en la que encontraréis la hospitalidad familiar de vuestro país, juntamente con las gracias de la elegancia europea. Hablaréis español con la madre y todas las lenguas de Europa con la hija. Hablaréis de las pampas, de las montañas, de los ríos y del sol, con vuestra compatriota, y de los filósofos, de los poetas y de los novelistas con Atenea. Vos sois un poeta; ella es una extraña soñadora; un carácter irregular como mujer, pero sorprendente como pensadora.

— ¿Irregular como mujer? —pregunté, no comprendiendo bien la calificación.

— Sí —contestó el doctor—; irregular si queréis ajustarla a la norma común. Ella es excepcional. Su organización, su talento altísimo, su educación verdaderamente extraordinaria, sus viajes, el género de sus estudios, le han dado un carácter independiente, tan raro, pero tan adorable en su rareza, que si la tratáis, vais a ir caminando de sorpresa en sorpresa, como si marcharais en un país nuevo y extraño.

— ¿Pero, sabéis, doctor, que habláis de esa joven como de una maravilla?

— Maravilla, no, precisamente. No he querido deciros eso; pero novedad, sí; es una mujer digna de estudio. Su tipo peculiar la hace interesante; podrá causar extrañeza, pero siempre admiración. Es un astro que no recorre la órbita ordinaria, pero que tiene mayor luz que los otros.

— Bien, me habéis hablado de su talento y de su carácter. Pero en cuanto a su corazón, porque en fin, es una mujer, y debe dar el interés que todas al amor, al gran asunto del alma.

— Esa es la órbita común —repuso el doctor sonriendo—; en esto, como en todo, Atenea es extraordinaria. A su edad, las mujeres han consagrado su atención al amor, porque también el amor les ha hecho sentir sus leyes, su yugo incontrastable, puede decirse. Pues bien, Atenea se ha escapado de esa servidumbre… Es realmente la severa Palas Atenea, la bella diosa de cuello blanco y erguido que nunca se ha doblegado.

— Pero es singular.

— Muy singular; prodigioso… Ese es un profundo abismo de su carácter. ¿Quién podría asomarse con una antorcha para sentir lo que hay en él? Yo soy viejo; conozco algo el mundo, he tratado a bastantes mujeres, y algunas de ellas muy fuertes; conozco mucho a Atenea. Pues bien, os aseguro que en lo que sé de ella no hay una debilidad, quiero decir, algo que encadene sus sentimientos a la vida común. Estoy seguro de que no ha amado, de que no cree que pueda amar.

— Pero ¿es escéptica por sistema?

— Tal vez, sólo por el sistema y la convicción podría explicarse una imperturbabilidad tan olímpica, como ésta.

— Pero, ¿cómo podéis asegurar que allá en su tierna juventud, en Londres, en París, en Viena, no haya alimentado alguna vez un sentimiento que dejara hondas huellas en su corazón?

— En efecto, penetrar en tales intimidades sería aventurado; podría desmentirme el hecho, un hecho recóndito y oscuro; un hecho que viniese en el fondo del espíritu; velado como el secreto de un crimen. Pero no lo creo, secretos como esos escapan a los ojos del extraño, pero se revelan cien veces cada día ante la mirada experta del amigo, del fisiólogo y del confidente. Yo soy el amigo viejo de la casa; soy un padre para Atenea, más todavía soy un amigo íntimo, el amigo que consuela en las horas de sombra y de tristeza indefinible que suelen nublar aun a los espíritus más serenos. ¡No; esa joven no ha amado jamás…!

— ¿Y ese caballero que la acompaña…?

— ¡Ah! —dijo el doctor, encogiéndose de hombros—, ése es justamente una piedra de toque. Es un abejorro que se quema en la llama. Es un enamorado, un banquero…

— ¿Un banquero?

— Sí, un banquero; pero nada más que un banquero que busca una mujer hermosa para casarse con ella y ostentarla, como su palacio, sus cuadros, sus joyas y sus riquezas… ¡Un necio afortunado! Atenea no es capaz de amar, pero en todo caso, no amaría a un hombre que nada significa sin su caja. No es rica y aun puede llamarse pobre en Europa, donde el lujo crea necesidades diarias y donde se despiertan apetitos insaciables. La fortuna que le dejó su padre es pequeña, y con ella sólo puede obtenerse la independencia, pero Atenea es una mujer para quien el dinero es lo último en la vida, lo cree seguro siempre, porque confía en ella. Observad que las mujeres de talento que poseen conocimientos variados y extraordinarios no dan gran importancia al dinero. Eso se queda para las huérfanas del trabajo y de la inteligencia, para las ricas ociosas que vegetan en la ignorancia y que, ávidas de lujo, tiemblan sin embargo al sólo pensamiento de que pueda faltarles alguna vez la herencia del padre o la caja del marido. Atenea sabe que su tesoro es su talento y que lo salvaría en cualquier naufragio, como Simónides. Por otra parte, su vida es sencilla, como la de una anacoreta. Para su refinamiento le bastan un libro o una conversación inteligente… De suerte que el apreciable banquero pierde sus días y agota sus miradas inútilmente.

Mi corazón se alivió de un gran peso, oyendo hablar así al doctor… Respiré. No había por qué tener celos. Pero un océano de imposibles amenazaba sumergir mis esperanzas. ¡Ese carácter! ¡Qué hondo misterio!

Por lo demás, esta mujer no puede ser más hermosa, ni más interesante, ni más irresistible. Si hubiera de elevar nuevos altares a un nuevo dios ¿qué numen más digno de mi adoración y del sacrificio de mi vida?

VII

Venecia, 22 de mayo.

He dormido poco y mal, pero mi insomnio ha sido grato y dulce. Ha sido una mezcla de alborozo y de curiosidad. Me acuerdo que cuando niño, sentía algo semejante la víspera de alguna gran fiesta, en la que esperaba ser feliz ¡ay!, con los inocentes y fáciles goces de aquella edad.

En la tarde, ha venido el doctor a prevenirme que esta noche seré presentado en casa de Atenea. Me ha anunciado como un compatriota que ha sufrido mucho y que viaja por distraerse y por curarse.

Y soy esperado con cierta curiosidad afectuosa.

Tiemblo de emoción y me irrito contra mí mismo por estas puerilidades. Siento una timidez rústica. ¿Adónde se ha ido el hombre de mundo?

Es el vértigo del abismo, quizá. No importa, me arrojo en él, cerrando los ojos. Figúraseme que el ocaso me sonríe en las tinieblas.

VIII

Venecia, 23 de mayo.

¡Qué dolor tan punzante en el corazón! ¡Qué nieblas en el alma! ¡Qué dejo de ambrosía y de veneno en los labios! La he visto; le he hablado; he oprimido sus manos entre las mías; su acento melodioso y blando ha penetrado en todo mi ser y lo ha enfermado. Me siento fatigado y doliente como después de un sacudimiento eléctrico.

No sé que hacer.

No puedo ni pensar. Soy todo sentimiento físico; circula por mis venas un fluido extraño que me postra y me agita al mismo tiempo.

Pero, ¿quién es esta mujer? Y ¿qué encanto tienen sus ojos, sus palabras, su sonrisa?

No sé; pero nunca he podido concebir cosa semejante. ¿Es una maga realmente?, o ¿soy yo, con mis prevenciones apasionadas, con mi espíritu enfermo, con mi soledad de tantos años, quien ha forjado esta influencia satánica o celeste que así me trastorna?

No sé; no quiero averiguarlo. Estoy medio loco y necesito embriagarme y dormir, olvidarme, reparar en un reposo absoluto mis fuerzas extinguidas…

Un vino espeso y generoso, y un sueño pesado me harán bien.

IX

Venecia, 25 de mayo.

Venecia presenta el aspecto de una fiesta matinal. El cielo está azul y transparente como si fuera un inmenso zafiro. El sol brilla alegre sobre el Adriático; corre una brisa tibia y juguetona que hace ondular las aguas azules, las velas de los barcos y las cortinas de las ventanas y de las góndolas. La gente circula riendo y murmurando en los puentes, en las calles y en los canales, como regocijada… Todo canta y todo brilla. Y hay fiesta también dentro de mi corazón.

Acabo de verla un momento en sus ventanas; arreglaba una planta trepadora que festona sus balcones de mármol con racimos de flores blancas y rojas. Me detuve a contemplarla. Ella examinó las flores y luego tendió la vista al mar, que se dilataba a su frente, azul, tranquilo, inmenso. Después me ha visto; una sonrisa graciosa entreabrió sus labios y me saludó, inclinando la frente.

Y yo sentí, al ver aquella sonrisa, la frescura y la claridad del alba en mi espíritu.

Y entré en mi hotel con insensata alegría. Ahora es un placer para mí, escribir.

Antes de anoche fui presentado a ella. ¡Con qué alborozo verdaderamente infantil me preparé a este acto solemne y en el que yo esperaba algo definitivo para mi existencia! ¡Con qué gravedad y recogimiento religioso me acercaba a su casa! Pero ¡con qué timidez casi rústica penetré en ella! Diríase que jamás había yo pisado un salón; que acababa de abandonar la vida del campo y de los bosques para entrar por vez primera en la sociedad. Tal fue la opresión de pecho que sentí; me acometió una especie de entumecimiento y de parálisis. El doctor reparó seguramente en mi emoción.

— ¿Qué os pasa? —me preguntó.

— Nada —le contesté—; un ligero malestar, vestigio tal vez de la enfermedad pasada.

— Y sin embargo, os sentíais muy bien antes de salir.

— En efecto, y esto no es nada; la humedad tal vez me ha causado una ligerísima impresión. Ya estoy bien.

Diciendo esto, subíamos las magníficas escaleras de mármol que conducen al primer piso en que se halla la habitación de Atenea.

El doctor se anunció; mi corazón comenzó a palpitar fuertemente. Se nos hizo entrar y se oyó la voz dulce y clara de la señora que decía en el fondo del salón:

— Buenas noches, doctor Gerard.

En cuanto a mí, estaba como deslumbrado y me había avanzado manteniéndome como oculto tras el doctor. El salón, aunque forma parte de un edificio de carácter antiguo, como todos los de Venecia, es por sus dimensiones y por su aspecto un salón enteramente moderno. Ni pequeño, ni grande, decorado con gran gusto; alta chimenea artísticamente labrada, espejos, esos famosos espejos que no tuvieron rival en el mundo, jarrones antiguos con admirables flores naturales, flores por dondequiera, y bellas pinturas antiguas y modernas. Todo pude abarcar a la primera ojeada y a la luz de hermosas lámparas de gas que pendían del techo artesonado con primor. Es un salón en que el lujo se asocia bien con el gusto artístico.

Había allí cuatro o cinco personas. El doctor me presentó a la señora, que me recibió con una amabilidad y distinción de gran dama. Luego se avanzó hacia donde estaba Atenea junto al piano, de cuyo asiento acababa de levantarse. Así es que pude contemplarla en toda la gallardía de su talle majestuoso y esbelto. Pero estaba yo ofuscado y apenas pude verla y murmurar un cumplimiento respetuoso, a pesar de que ella me animaba con una sonrisa encantadora. El pálido banquero, el inseparable banquero se hallaba a su lado, y no sé, pero a pesar de las seguridades que me había dado el doctor, de nuevo un sentimiento de celos punzadores me atravesó el corazón. Me propuse desde luego hablar y ver a la joven lo menos posible, y como si un velo de sombras hubiese venido a oscurecer mi espíritu súbitamente, se apoderó de mí una tristeza áspera y amarga, que me obligó a adoptar un carácter reservado y frío.

Esto era impertinente de mi parte; lo sé, pero no estuvo en mi mano impedirlo. Había algo del salvaje americano en mi actitud.

Sin embargo, la señora me había atraído a su lado, y comenzó a hablarme de América, de mis viajes, de sus recuerdos y de todo cuanto se pregunta, generalmente, a un viajero a quien se ve por vez primera. La joven aparentaba hablar con el banquero y con alguna otra persona que estaba a su lado, pero me escuchaba con curiosa atención. Yo no la veía sino por instantes y al soslayo. Pasados algunos momentos, y habiéndose levantado la señora para hablar con el doctor, Atenea aprovechó esa oportunidad y vino a sentarse a mi lado. Entonces había desaparecido ya enteramente mi primera impresión, y pude mirar y examinar con detenimiento a la hermosa y temida joven.

¡Lo que son las prevenciones abultadas por la fantasía! El doctor Gerard me había hecho una pintura tal del carácter de Atenea que no puede menos que figurármela tan altiva y desdeñosa como una inmortal que no está sujeta a las leyes humanas. Por lo menos, en mi imaginación preocupada y temerosa la joven se me presentaba como una viva imagen de aquellas soberbias mujeres antiguas de Venecia, que creían ser reinas y que veían a sus pies un mundo de adoradores: una Loredano, una Toscari, una Morosini, por ejemplo, hijas de aquellos mercaderes cuyas galeras dominaban los mares y a cuyos palacios no se acercaban los reyes mismos, sino con la frente inclinada. Ni atenuaba semejante imaginación el que la humilde y apasionada Desdémona hubiese nacido también en Venecia, puesto que Atenea no estaba sujeta a las sublimes flaquezas de esta heroína incomparable del poeta inglés.

De modo que mi sorpresa fue tan grande como grata, al encontrarme frente a frente de la mujer que había sido un problema para mí durante ocho días. Es hermosa, eso sí, con esa hermosura que tiene algo de penetrante y de hechicero luego que se siente y que se ve. Diríase que una hermosura de esta clase exhala un aroma, que embriaga el alma, o más bien que está circuida de una atmósfera magnética que subyuga. Blanca y morena, como nuestras morenas de América, con un cutis de raso en que la sangre se colora y se transparenta como al través de un pétalo. Los ojos oscuros y profundos revelando el abismo, un abismo de pasión y de inteligencia; la nariz recta; la boca ni pequeña ni grande, pero con los extremos dirigidos levemente hacia arriba, como la boca de las Junos y de las Venus griegas; los labios rojos, carnosos y frescos; cabellos y cejas también oscuros; el cuello erguido y poderoso como el de Palas, y las manos y el antebrazo como de marfil. El cuerpo ondulante y gracioso revelando juventud, movimiento y fuerza. Así la vi en mi rápido examen que ella observó con cierto placer, como todas las mujeres bellas, y que acentuó con una sonrisa que me dejó entrever una gracia extrema, a saber: unos dientes blancos y brillantes. Era una sonrisa en que había luz. Entretanto me hablaba. Su voz era dulcísima y melodiosa, con ese acento suave veneciano que parece hijo del silencio de la ciudad, del rumor de las góndolas, del suspiro del viento entre los palacios o del lejano murmullo de las ondas. Esa voz era un canto, y modulándola así, con las inflexiones de la curiosidad, y acentuándola con sus leves sonrisas y con el alternativo adormecimiento o brillo de los ojos, Atenea realmente era una maga fascinadora.

Y, sin embargo, nada tenía de altiva, de desdeñosa, de irónica. Era una joven de altísima educación, pero casi tímida, benévola, dulce; el doctor decía bien: como las vírgenes indias de nuestra América. Podía califacársela, como Horacio en Hamlet calificaba a Ofelia, criatura suave.

Ni el menor rasgo de curiosidad, ni de orgullo, ni siquiera la conciencia de su prestigio. Era una niña grande, predispuesta a las sorpresas, interrogando a la vida, pero mirándola de frente, sin miedo; segura de su bondad y de su fuerza.

Conversamos largo tiempo y casi nos olvidamos de las gentes del salón. Hacía diez minutos que hablábamos y ya viajábamos juntos en alas del espíritu por los espacios celestes, por los mares tormentosos de América o por las selvas vírgenes de que ella oía hablar frecuentemente. ¡Cómo excitaba su curiosidad nuestra vida republicana, guerrera y salvaje! ¡Cómo deseaba conocer las maravillas de los Estados Unidos del Norte! Pero ¡cómo la interesaba también el carácter de nuestros pueblos primitivos! Ella enteramente europea, no podía ocultar su sangre americana, y se deleitaba pensando en la América como en una leyenda en cuyas brumas luminosas se perdía su alma, en infantil meditación.

Nos fue preciso volver a la realidad. Nos habíamos aislado completamente, y el pobre banquero, el otro personaje y el doctor, habían tenido que acercarse en torno de la señora, dejándonos libres en aquel diálogo en que por turno Atenea y yo nos dejábamos extraviar por el numen de la conversación.

Se servía el té. La joven, con aquellas manos que yo contemplaba con arrobamiento, me presentó una taza.

— ¡Oh!, sigamos hablando —me dijo—. Me parece que despierto a un mundo nuevo. Yo hablo con muchos americanos que pasan por aquí, pero se van pronto o preguntan mucho, y nuestras conversaciones tienen que ser el complemento de sus Guías. Yo deseo hablar de América. ¿Permaneceréis vos, algún tiempo en Venecia?

— Pienso —respondí—, residir aquí toda mi vida.

— ¿Toda vuestra vida? —me dijo con sorpresa— ¿Pero es esto cierto?

— ¡Oh!, no es broma —exclamó el doctor, interrumpiendo—. Mi amigo ha venido a morir a Venecia. Al menos me consta que ésa ha sido su intención desde que llegó.

— ¿A morir? —repuso ella con un leve fruncimiento de cejas en que se mezclaba el dolor y la sorpresa.

— Sí: a morir —respondió el doctor—; a morir cuando el cielo lo disponga, pero eso no quiere decir que piensa no moverse de aquí hasta que llegue esa hora fatal. Ya os explicaremos eso, mi hermosa amiga.

— ¡Es singular! —dijo muy seria Atenea.

— De modo —añadió la señora—, que abandonáis nuestra América como yo.

— Precisamente, señora —repliqué.

— Pero ¿no tenéis familia allá?

— Tengo parientes, lo mismo que he tenido el honor de oíros, que lo tenéis vos. Pero familia íntima, padres, hermanos, esposa, hijos, todo lo que forma un lazo que enlaza a uno al suelo, eso ha desaparecido. Soy solo, allá como aquí.

— Y sin embargo… ¡La Patria! —concluyó la señora tristemente.

— Es cierto, señora, la Patria es bastante; pero hay ocasiones en que es preciso despedirse de la Patria como es preciso despedirse de la vida…

— Lo adivino —dijo en voz baja Atenea al doctor—; allá pasan cosas horribles que también vemos en Europa… aunque con menos frecuencia… La proscripción política…

— Sí —contestó el doctor también en voz baja—, pero esta vez no es la política lo que proscribe a mi amigo… Es otro poder más terrible… ¡es el dolor!

— ¿El dolor…? —preguntó ella con vivo interés.

Pero el doctor conoció que había ido demasiado lejos, que quizá había cometido una indiscreción, y pidiéndome perdón con los ojos, se alejó de la joven… Esta se acercó de nuevo a mí.

— ¿Pero es cierto —me preguntó—, que habéis venido con la resolución de vivir aquí para siempre?

— Muy cierto, señorita —le contesté; y le dije brevemente cuáles eran los motivos que me habían hecho escoger a Venecia para residir en ella, ocultándole, por supuesto, el de que me parecía una ciudad de ruinas. Le referí en seguida el cómo la había conocido hacía ocho días, ocultándole también que había sido objeto constante de mi preocupación. Sí, le añadí, que en aquella hora y pensando en aquella leyenda veneciana, su imagen me había hecho soñar, me había hecho perderme en una meditación poética…

Ella me escuchó pensativa. De repente, como saliendo de un éxtasis, murmuró:

— ¡Es singular!

Y luego añadió con timidez y curiosidad:

— Con que ¿sois presa de un pesar inmenso?

— ¿Cómo sabéis…?

Iba a responderme, cuando la señora la interrumpió…

— Puesto que os proponéis vivir en Venecia, espero que contaréis con nuestra amistad y que nos veréis frecuentemente.

— Todas las veces que pueda y que me lo permitáis. Será una felicidad para mí.

— Siempre que tengáis tiempo: sois un compatriota; necesitáis hablar de nuestra Patria común; yo también lo necesito. Así es que podéis venir todos los días. Estamos siempre en casa a esta hora.

Y nos despedimos, llevando yo no sé si la felicidad o la muerte en el alma. Di la mano a Atenea con timidez y respeto. Ella me la estrechó, como una amiga afectuosa. ¿Será su manera? ¿Cómo saberlo?

Pero después de todo, ¿qué importa un apretón de mano más o menos estrecho? Sólo un delirante como yo, puede dar importancia a un detalle tan común en Europa. Además, este apretón de mano puede sólo haber existido en mi imaginación.

— ¿Qué os parecen vuestra compatriota y su hija? —me preguntó el doctor al salir.

— Estoy encantado, doctor; la señora es un ángel; la joven, una maga.

— Peligrosa, ¿es verdad? Pero a bien que estáis perfectamente blindado contra esa influencia. El pesar es una cota de bronce.

¡Ay! ¡El doctor no sabía, o aparentaba no saber, cuán débil es el corazón apesadumbrado!

Volví a mi alojamiento en el estado que ya he descrito. Pero logré dormir; el sueño de la embriaguez y de la fatiga.

Ayer pasé la mañana meditabundo y triste, ansioso de soledad y de silencio. He recordado una y cien veces las menores palabras de Atenea, su acento, sus miradas, su actitud. Todo lo he comentado de mil maneras, desde la más natural hasta la más extravagante; desde creer que está enamorada del banquero hasta pensar que no le he sido indiferente y que va a abrirse para mí una era de lucha y de felicidad.

¡Presunción y locura muy explicables! Todos los enamorados proceden así. Mientras ignoran, la felicidad se acerca a ellos o se aleja, como los mirajes que finge en el desierto la imaginación calenturienta.

En la tarde vino el doctor y yo le consulté seriamente si podría visitar también esta noche a nuestras amigas.

— Es claro, amigo mío, puesto que os han autorizado y lo deseáis…

— Nada me será más grato, doctor. Yo no voy al teatro ni tengo aún conocimientos en Venecia; y aun cuando los tuviera, no los encontraría tan encantadores, como éste que vuestra bondad me ha proporcionado.

— Pues bien, iremos, después de comer y de hacer un paseo; podréis entretanto recorrer esta poética ciudad, poco a poco.

Efectivamente, hicimos nuestra visita, y como la noche anterior, fui recibido cordialmente.

Pero encontramos mayor concurrencia; había varias señoras a quienes fui presentado. Atenea tocó en el piano admirablemente y en diversas ocasiones el banquero, que parece ser un aficionado, estuvo cerca de ella, volteando las hojas del papel de música.

¡Oh!, ¡Qué odio me inspiró la música!

Al fin Atenea me consagró unos instantes.

— Perdonad —me dijo—; anoche creí encontrar en algunas palabras del doctor Gerard la seguridad de que no erais un proscrito político, como yo me figuraba…

— Efectivamente, no estoy proscrito de mi país.

— Y por otra parte, debí haberlo comprendido desde luego, por vuestra resolución de residir definitivamente en Venecia. Los proscritos políticos viajan —añadió sonriendo—, mientras que sus enemigos dominan; pero se mantienen siempre pendientes de sus esperanzas, y no bien cae el gobierno proscriptor, cuando vuelan a su país.

— Es cierto, y yo no pienso volver al mío.

— Pero entonces, ¿habéis sufrido algún inmenso pesar que os hace buscar el olvido, en tierra extranjera…?

— El olvido no sería bastante…

— Pues entonces…

— Habría algo más definitivo y más eficaz.

— ¡La muerte! —exclamó palideciendo y asombrada— Pero ésa es la desesperación…

— Es simplemente la convicción; es el tedio. El tedio es como un océano amargo, cuyas ondas, al llegar a los labios, hacen desear la muerte, como un refugio.

— ¡Me espantáis…! Y no me atrevo a preguntaros la causa de tan terrible dolor, pero me interesa vivamente.

— Y sin embargo, señorita, nada hay más sencillo y menos misterioso… y que menos pudiera impresionaros. Os puedo contar todo, a vos, un ángel.

— ¡Ah!, contadme, contadme, pero no ahora, hay muchas gentes; nos distraerían y la confidencia es un misterio sagrado. ¿Podéis venir mañana en la tarde? Estaremos solas mi madre y yo. Me interesa vuestra historia.

— Pero, os repito, no es una historia de complicación romanesca, ni de peripecias dramáticas… es una historia íntima, callada, oscura, en que no hay más resortes que el sentimiento, ni más personajes que dos corazones que se aman, ni más tiranos que el Destino.

— ¡Ah!, ¡y decís que no es interesante! Pero con eso sólo se hacían las tragedias antiguas y se hacen las historias que conmueven. Yo creí que en nuestro siglo no existía ya eso, sino en la imaginación de los poetas. Pero vosotros los americanos tenéis cosas nuevas; sois primitivos; es preciso conoceros para creer en sentimientos que han desaparecido de nuestro viejo suelo de Europa, agotado por la civilización.

— No opino yo así, señorita, y atribuyo vuestro modo de ver a vuestra juventud y tal vez a vuestra educación elevadísima, al medio en que habéis vivido, a vuestra inexperiencia complicada con vuestra instrucción. El amor vive aún en Europa, como dondequiera…

— Bien: ya hablaremos de eso; vendréis mañana ¿no es verdad?

— Vendré, aunque no sea más que por la esperanza de que creáis en la realidad, al mirarla en el fondo del abismo.

— Y aunque no soy un ángel, como decís… yo procuraré, que recorráis conmigo las alturas serenas de otra región en que no domina.

— ¿El amor?

— El amor, es posible; pero no la desesperación.

Y se separó de mí, con una sonrisa de diosa.

¿Será verdad lo que el doctor me ha dicho?

¡Oh! Pero esta mujer es una niña. No ha sentido, y eso es todo.

¿Qué va a decirme a mí, al tronco carbonizado por el fuego?

Tengo impaciencia por verla esta tarde.

X

Venecia, 26 de mayo.

La he visto y le he hablado. Estaba sola con su madre, que nos abandonó un gran rato, diciéndonos que necesitaba escribir.

Le he relatado mis sufrimientos. Los ha escuchado atenta y pensativa. A veces sus ojos se han llenado de lágrimas, pero otras, sus labios, esos labios benévolos y risueños se han plegado con un gesto de amargura y de contrariedad. ¿Qué puede haberla disgustado? Y sin embargo, nada hay innoble, ni pequeño, ni mezquino en cuanto le he contado. ¿Será que esta historia echa por tierra sus teorías? ¿Será que encuentra demasiado frágil el corazón de la mujer, y que esto le causa pena?

No lo sé, pero la impresión que le ha quedado es indescifrable. No sé qué idea tiene de mí. Tal vez en el fondo me juzga un loco, un visionario.

Nos despedimos al oscurecerse la tarde, y ella me habló poco; parecía taciturna y se excusó de no hablarme acerca de la filosofía especial del amor, porque se sentía mal de la cabeza.

Yo sentí oprimido el corazón. Algo me dice que la historia íntima de mis pesares no satisfizo el interés que ella mostraba por oírla. Fue vulgar, quizá, en su concepto.

No iré esta noche a verla, como es natural, después de haber pasado con ella la tarde, y sabiendo que sufre de su neuralgia y me acuesto contrariado y sin apetito. Después de todo, Venecia para morir es igual a cualquier otra población. ¡y si escogiera yo Roma!

XI

Venecia, 27 de mayo.

Acabo de llegar de su casa. Estaba concurrida como la última noche. Había varios jóvenes, entre ellos un poeta que recitó bellísimos versos que ella aplaudió bastante.

Estuvo alegre, decidora, dulcemente irónica y hasta burlona. Hizo mil distinciones al banquero, que se manifestó muy sensible, y cuyas esperanzas tuvieron una alza que él se encargó de hacer perceptible a todos.

Yo me encontraba hablando con la señora.

Al despedirnos, más temprano que de costumbre y dejando allí al banquero y a los demás, ella me dio la mano fríamente. No era aprehensión mía su apretón de las noches anteriores, porque hoy, disgustada conmigo, me dio la mano con flojedad y la retiró con rapidez.

Decididamente salgo de Venecia porque no me siento con fuerza para esta nueva lucha.

XII

Venecia, 30 de mayo.

…Pero anunciarles que parto para Roma, después de haber asegurado que mi resolución inquebrantable era la de residir aquí hasta morir, francamente es ridículo.

Tengo que asistir, pues, todavía durante muchos meses a este combate en que yo hago el papel de vencido sin haber entrado en lucha.

Ha vuelto mi apatía y con ella mi esperanza de morir pronto. Ahora lo querría más que nunca.

XIII

Venecia, 31 de mayo.

— Os veo triste y enflaquecido —me dijo anoche, llevándome a una ventana, mientras tocaba al piano una de sus amigas—. ¿Acaso seguís minado por la desesperación?

— Por el tedio, Atenea —le respondí—; en las resoluciones impremeditadas se corre siempre el riesgo de engañarse. Yo no conocía Venecia y creí que era la ciudad que me convenía para pasar los últimos días de silencio y de quietud.

— Y ¿no os encontráis a gusto?

— Encuentro que esta ciudad es como otra cualquiera de las de Europa. Sólo tiene diverso el ruido de las calles. Por lo demás, igual bullicio, iguales exigencias de vida social. Y es que para los anacoretas de la religión o del fastidio, sólo convienen los desiertos.

— Efectivamente, y lo que es ahora, difícilmente encontraríais en los desiertos mismos de Asia o de África ese silencio absoluto —añadió con cierto tono burlón—. De modo que para el caso, lo mismo es Venecia que cualquier otro punto de la tierra. Quedaos y os convenceré de que si sufrís así, lo debéis a vos mismo, a vuestra imaginación privilegiadamente exaltada y, sobre todo, a una circunstancia en que he pensado mucho…

— ¿A cuál? —pregunté ansioso.

— Temo decíroslo, pero razonamos como fisiologistas y me lo perdonaréis: Si vuestro amor hubiera sido ideal, si hubiera tenido las puras alas del espíritu con las que se eleva hasta las alturas celestes, si no hubierais hecho consistir vuestra felicidad en los goces pasajeros de la tierra, las esperanzas de la unión eterna impedirían con un rocío benéfico que se secara vuestra existencia, abrasada hoy por la desesperación.

— Pero, ¿qué queréis decirme? ¿Que mi amor ha sido sólo sensual, sólo impuro, que he sacrificado a un ídolo de barro?

— Yo digo que la intimidad en que vivisteis, que la contracción de todos vuestros sentimientos, de todas vuestras creencias en ese amor absorbente y dominador, ha sido causa de que al desaparecer el objeto único de vuestras aspiraciones, os deje como un árbol sin savia… No habéis alimentado en el alma nada que fuera inmortal, como ella, y que viviera en vos todavía, consolándoos y aun haciéndoos partícipe de felicidades que no conocéis, porque no las habéis buscado.

— Atenea —le respondí—, tenéis ideas acerca del amor muy singulares. De seguro no lo conocéis; puesto que habláis así. Lo habéis visto en vuestros libros y tal vez en vuestro pensamiento de niña; pero no lo habéis sentido jamás.

— Es cierto… jamás lo he sentido. Pero así lo concibo solamente.

— El mundo y el tiempo se encargarán de modificar vuestras opiniones.

— Y bien: ¿queréis que hagamos una cosa? No podemos hablar aquí de esa materia largamente. Escribidme vuestras teorías; tendré gusto en discutir con vos y os escribiré a mi vez mis opiniones. Yo soy una estudiosa y si no os parece extravagante mi petición, obsequiadla. ¿Me escribiréis?

— Os lo prometo.

— ¿Cuándo?

— Muy pronto. Es demasiada honra la que me hacéis, para declinarla, y la acepto, aunque tengo miedo de confirmar la mala impresión que os he causado con mi confidencia.

— ¿A mí?

— A vos; he creído descubrir en vuestra conducta para conmigo y a pesar de la admirable delicadeza con que la habéis velado, un sentimiento de disgusto, algo glacial que me ha llegado aquí —dije señalando el corazón.

— ¡Oh!, ¿yo disgustada? —me respondió con sorpresa—. Seguramente no lo habéis comprendido. ¡Dios mío! ¿y habéis estado estos días bajo semejante impresión?

— Sí, ¡impresión indecible! —añadí tartamudeando—. Me perdía…

— Mirad —me dijo tratando de separase—. En todo caso, no es disgusto lo que vuestra confidencia me ha causado. Ha sido asombro; ha sido una revolución completa en mis ideas preconcebidas, ¡qué sé yo…! Perdonadme, podéis causarme terror, pero nunca disgusto… Escribidme y traedme vuestra carta en la tarde.

— Pero, ¿no me escribiréis vos también?

— También, pero necesito hablaros antes.

Y me dejó sumergido más que nunca en un océano de reflexiones.

Para no dar pábulo a las observaciones, sobre todo del banquero con mi taciturnidad, hice señas al doctor y nos despedimos, no sin que Atenea al apretarme la mano, me dijera:

— Pronto, ¿no es verdad?

— Muy pronto —repetí.

XIV

Venecia, 2 de junio.

¡Qué singular capricho! Discutir conmigo acerca del amor. Es casi una extravagancia de su parte. ¿Exigirá lo mismo de todos sus amigos? ¿Pensará reunir en un volumen todas las opiniones acerca del amor? Esta sería una obra como la del cardenal Bembo. Sin embargo, yo sentiré placer en esta correspondencia y la comienzo. Es una manera de hablar con ella frecuentemente.

He aquí mi primera carta:

Atenea:

No habéis amado nunca y esto me coloca en un terreno estrecho y difícil para hablaros de amor. Queréis conocer mis ideas acerca de este gran asunto de la vida, y ya habéis sabido antes no sólo cuál es mi teoría, sino cuál ha sido la terrible realidad de que he sido prueba, a costa seguramente de mi existencia toda.

Es decir, queréis que yo haga correr el raudal de mi pensamiento por el angosto y suave cauce que hay que recorrer para llegar hasta vuestra juventud y vuestra inexperiencia, cuando necesita el hondísimo y ancho que lo conduzca hasta despeñarse como catarata incontenible. No puede ser, y no escribiría si no fuese porque deseo siquiera desvanecer en parte, la idea que hayáis tenido de mi carácter, que creéis culpable por causa de mí mismo.

Me resigno pues, y hago un esfuerzo comprendiendo que no puedo deciros todo. No sois más que una niña, a pesar de vuestros estudios, de vuestro talento que quizá os lleva hasta la adivinación; a pesar de vuestra edad en la que podríais estar iniciada en los misterios de la vida; os lo repito: no habéis amado nunca y sois una niña. La teoría, pues, con vos, no puede ser un estudio fisiológico; tiene que limitarse a ser una exposición razonada y débil sin el apoyo de la experiencia; primer fundamento de la convicción.

Vuestra inteligencia elevada y pura es como esas nieves que coronan las cimas de los Alpes. Dominando la tierra, permanecen serenas y vírgenes en su intachable blancura, y sólo ven la nube que pasa besándolas humildemente, el sol que las acaricia con sus primeros rayos, la luna que refleja en ellas su mirada melancólica, y el cielo que las cubre amoroso con su manto azul. Hasta ellas no llega el polvo de los valles, ni la espuma impura de los torrentes, ni los rojos fulgores del incendio, ni los rugidos de las fieras, ni los clamores desesperados de las víctimas humanas.

Pertenecen al mundo, pero no contemplan sino la parte más bella de él, no presencian sus tristes espectáculos, sus atroces desgarramientos; no escuchan los ayes y no ven las lágrimas de las cosas. Hállanse colocadas sobre la cabeza del titán, pero ignoran las tremendas agitaciones de su corazón.

Así es vuestra inteligencia, Atenea, así me parecéis cuando me habláis de ese amor ideal que puede sustraerse al dolor, que vuela en regiones etéreas y serenas, que puede vivir fuerte y sobrevivir a las pruebas del tormento y de la muerte.

Pero ¿qué significa ese amor ideal de que habláis y de que os habéis forjado una idea fantástica?

Perdonad; al estudiarlo para escribiros, me preparo religiosamente. Yo bien sé que vuestra alma blanca y virginal debe ser respetada, como una tierna flor. Ni el aliento siquiera de una teoría desoladora debe marchitar sus pétalos. El sentimiento mismo debe pasar trémulo y humilde sin opacarlos y sin lastimarlos. Pero la luz, una luz velada y tibia no puede hacerle mal, y la verdad es la luz. Mi profundo respeto pondrá el velo en ella, y mis dolorosos recuerdos mitigarán su fuego bajo la ceniza.

¿Qué cosa es el amor ideal, Atenea? Si es un amor que nace y se desarrolla en el cerebro, todo amor es ideal. Si sólo debe darse este nombre al amor que en el estilo místico se llama puro, y que por una abstracción incomprensible se desliga de los sentidos, entonces el amor ideal es una quimera, cuando no una locura. Quimera, sí, que han inventado las religiones sin saber bastante lo que inventaban; quimera que ha producido extrañas aberraciones y que ha dado lugar a no pocos errores.

La religión la hizo vivir en el fondo del sentimiento místico, como una esperanza contra la cual protestaban siempre el pensamiento que no la comprendía y la organización que se revelaba contra ella.

El amor místico ha sido en la Edad Media, y aún después, aún hoy, el cáliz vacío en cuyos bordes han quemado sus labios sedientos todas sus víctimas, sin lograr arrancarle una sola gota en que apagar su sed. Pensadlo bien: pensad en esas pobres vírgenes enamoradas del ideal y que se arrancaban voluntariamente a las leyes de la naturaleza del mundo para encerrar en un claustro su corazón rebosando juventud y fuerza, y su alma llena de aspiraciones infinitas que sólo creían satisfacer en el silencio de la contemplación y en la comunicación directa con el cielo.

¿Qué han encontrado allí? El mutismo cruel en que se envuelve la vida monástica no ha podido revelarnos las desesperaciones frenéticas, los arrepentimientos sombríos, las maldiciones en voz baja que se han estrellado millones de veces contra las frías losas del altar o contra los altos y callados muros que las separaban de la vida social. Pero a falta de estas revelaciones múltiples y constantes, la experiencia ha podido recoger los sufrimientos para comprobar la existencia de esos dolores ocultos, que cuando no han conducido a la locura han producido el aniquilamiento moral, y la ciencia con estos datos y con los que recoge del estudio humano, ha podido concluir también que las teorías que contradicen la ley común de la naturaleza no pueden nunca sobreponerse a ésta, ni se ponen en práctica impunemente.

Pero ya me parece oíros decir, que no habéis querido hablarme de ese amor ideal cristiano, producto de una época y que se resolvía en un ascetismo monástico y en consunción física y moral.

Pero entonces, Atenea, ¿de qué amor ideal habéis querido hacer mención? ¿Acaso del amor que Platón inventó, como una teoría, y que deriva de él su nombre, de amor platónico?

Pero ese amor del alma, casto e inefable, existe como sentimiento, cualquiera que sea la clasificación psicológica que se le atribuya, y como principio. Pero hacer consistir en él toda la aspiración del alma y todo el objeto de la existencia, es una utopía.

Se necesitaría no ser humano para creerlo realizable. Precisamente el cristianismo neo—platónico fundó en esta teoría loca su amor místico, y ya vemos que ha extraviado a la humanidad.

Pero el cristianismo, al menos, pretendía arrancar las aspiraciones humanas de la tierra, y elevarlas sólo a las esperanzas eternas de una vida mejor. Las miradas del enamorado místico, debían apartarse para siempre del mundo y fijarse sólo en Dios, buscándolo siempre entre las nubes del éxtasis o entre las ficciones de la alucinación.

Pero aplicar estas exigencias al amor humano, eso, lo comprenderéis, Atenea, con vuestro altísimo talento, es absurdo porque es imposible.

El alma enamorada de un objeto de la tierra, puede vivir soñando mientras que espera, mientras que aguarda. Pero la desesperación no tiene sueños consoladores, y un objeto de la tierra no tiene a su disposición un paraíso más allá de la muerte, para hacer esperar a sus amantes. El amor sin esperanza acaba por convertirse en tósigo o por desvanecerse.

Ahora bien, ¿qué esperanza es ésta que es la única eficaz para dar vida al amor? Pues esa esperanza es la misma que alienta el amor místico… la posesión. Sólo que en ésta es la de los goces eternos con la vida inmortal, y la de aquél, es la posesión del objeto amado. Posesión, perdonadme, no es una palabra indigna, aunque el vocabulario vulgar la haya desnaturalizado.

Posesión en el amor, es la conciencia de ser correspondido, y de haber fundido en otra alma los sentimientos de la nuestra. Esto basta para poseer.

Pero para producir semejante convicción se hacen indispensables los medios, y estos medios son precisamente los que marcan el límite entre la falsa teoría del amor ideal y la verdadera del amor conforme a la ley humana, a la ley de la naturaleza.

En vano se buscará la expresión del amor en otro medio. El origen mismo de él no puede residir más que en los sentidos. Para dejar el estilo nebuloso de la abstracción, supongamos, Atenea, que yo estoy enamorado de una mujer. ¿Quién es esa mujer? ¿Una mujer ideal? Entonces es un sueño poético; y aun así, ese ideal ha tenido su origen en la contemplación de la mujer real. El objeto no es definido, no tiene nombre, no existe; como sujeto en la tierra, es puramente subjetivo. Pero semejante mujer no podría producir un sentimiento que mereciese el nombre de amor. Sería, cuando más, el capricho de un pintor o la fantasía de un poeta. No debemos tomarlo en cuenta. Más positivo, aunque pertenezca a la fábula, sería el amor delirante de Pigmalión a su Galatea de mármol. Al fin, era un objeto viviendo fuera de la imaginación.

Y la prueba de que la desesperación no puede hacer vivir el amor es que la poesía antigua, filosófica ante todo, fingía que los dioses mismos se habían conmovido ante la pasión terrible del escultor griego, y que habían, para satisfacerla, hecho el prodigio de animar la estatua.

Últimamente, un joven sabio alemán se enamoró de Cleopatra, pero este amor retrospectivo e imposible, fue una locura, que a lo sumo debe tomar en consideración la arqueología, a la cual produjo algunos resultados.

No: semejantes manías son otras tantas aberraciones que no pueden contradecir la ley general. El amor vive de los sentidos, ellos suministran su savia al árbol; ellos soplan el fuego de la hoguera. Sin ellos, el árbol se seca y la llama se extingue.

Y no quiero decir que sea necesario que el sensualismo en amor llegue al extremo, no. Basta que él mantenga su influjo físico lo suficiente para atar con él, como un lazo, esa cosa sin la cual todo muere y que se llama la esperanza.

Destruid ésta, desvanecedla para siempre, arrancadla del alma con la muerte, con la ausencia, con el imposible, y veréis lo que sucede con el alma enamorada, privada así de toda expectativa. O la vida se hace insoportable, o la locura viene a inundarla con sus tinieblas, o se produce en ella una especie de petrificación, peor mil veces que el aniquilamiento o que el extravío.

Pues bien, Atenea, ¿habéis querido hablar de este amor ideal que no alimenta esperanzas y que no vive de los sentidos? Entonces es imposible. Es un amor absurdo y que no puede comprenderse.

Al contrario ¿habéis querido sacrificar así al amor, que aunque habiendo tenido su origen en la fuente común y alimentándose de la contemplación física, de las miradas, del acento, del contacto, aunque sea leve e insignificante, de la persona amada, no aspira, sin embargo, a la posesión suprema y no funda en ella su felicidad absoluta? Entonces ese amor, rigurosamente hablando, no es ideal; será casto, pero es sensual. Los amores castos tienen también una escala infinita de goces puramente sensuales. Desengañaos, inexperta niña; el amor no puede ser más que sensual. Las bellas y poéticas idealidades que se forman en el éxtasis del alma enamorada han nacido en los sentidos; como las blancas nubes que se elevan a las alturas del espacio, han tenido su origen en los vapores de la tierra.

Ahora bien: ¿me condenáis aún? ¿Pensáis que he traspasado las leyes del amor inmortal? ¿Creéis todavía que me he arrastrado como un gusano en el cieno de los sentidos y que no he querido volar, por los espacios etéreos, como no sé qué águilas maravillosas que habéis soñado en vuestra fantasía juvenil e inocente?

Yo he amado, sí, he amado con toda la energía de mi alma, porque he sentido con toda la energía de mis sentidos. Si he tenido algún privilegio ha sido el de sentir de una manera extrañamente poderosa, lo que organizaciones frías o vulgares no habrían experimentado. Pero también concededme que esto no puede ser una monstruosidad. Sólo que unos lo obtienen con exceso, mientras que otros no traspasan ciertos límites que les marca su organización peculiar.

También os ruego que me concedáis otra circunstancia atenuante. No todos los seres inspiran un sentimiento igual. Los hay de tal modo privilegiados, que no pueden menos que inspirar pasiones extraordinarias. Aun me atrevo a creer que este fenómeno es más bien objetivo que subjetivo. No se puede atribuir un gran carácter al que no lo tiene. No se puede forjar una diosa con una simple mortal. Algún día (que el cielo os libre de ello) experimentaréis por vos misma que no todos los hombres son superiores, y que los fantasmas que a veces finge nuestra ilusión o que anima nuestro deseo, no se sostienen, sino cuando la realidad, una realidad que está fuera de nosotros, los apoya y los confirma.

El dios que nosotros elevamos y que no impera por su poder propio, corre el peligro todos los días, de ser derribado de sus altares por nosotros mismos. Nada más frágil que lo que crea nuestra imaginación, pero nada más fuerte y más irresistible que lo que se impone por su propia grandeza.

Y bien: yo os aseguro, por triste que sea la idea que tengáis de mi carácter, que no me habría sentido subyugado por un poder creado por mí, que mi espíritu escéptico y orgulloso no habría tributado culto a un ídolo salido de mis manos, en fin, que mi criterio, hijo siempre del análisis, no habría tomado nunca la ilusión por realidad. ¡Ah, no!, ¡Atenea, no! He amado porque era necesario que amase, porque se imponía con todas las fuerzas fatales de la inteligencia extraordinaria, de la hermosura, de la gracia y, sobre todo, de la bondad. El dios existía fuera de mí, e imperaba por su propio prestigio.

Ya os referí cómo se apareció en mi camino; cómo luché por sacudir su influencia absorbente, aunque dulce; cómo sufrí y cómo pensé. Pero fue lo ineludible y caí postrado, como un creyente, primero, y como un fanático, después.

Viví ¡ay!, de los sentidos, es cierto, ¿pero de qué había de vivir sino de ese amor, incandescido siempre por la intimidad de todos los días, que había llegado a ser para mí el culto y la ocupación exclusiva de la existencia, que me había hecho olvidar de todas las preocupaciones de la vida social, que me había hecho indiferentes las aspiraciones de la política, las comodidades del bienestar, incluso de los goces de la gloria misma, que había matado en mí la previsión, que en la embriaguez de mi felicidad había tomado de mi pensamiento la idea de la muerte?

Ella, la implacable y la inesperada, pudo sólo volverme a la realidad. Ved pues, si no he vivido años enteros en el mundo ideal, a que me habían elevado los sentidos.

Ellos solos no hubieran podido sumergirme en ese océano azul y luminoso que cubría con sus ondas la vida entera y cuyas playas confinaban con el infinito inmenso de la eternidad. Fue amor del alma ése; amor que no se disipa, que vive en las ideas y que se arranca con la vida.

¿Concederéis ahora que fue un amor ideal? Pero amor ideal que nació en los sentidos, que creció bajo su influjo, que allí desarrolló sus alas para volar a regiones superiores, y que si hoy me mata no es porque no sueñe a veces con esperanzas eternas, sino porque siendo para mi espíritu, como aire vital, faltándole aquí en la tierra, mi espíritu se asfixia y aletea agonizante.

Ya sabéis, ahora, cómo ha sido sensual esta pasión de mi vida. Ya sabéis ahora cómo ha dependido de mí el dejar algo a las esperanzas inmortales; cómo se comprende y se siente el amor en la tierra, aun por las almas soñadoras como la mía. Toca después a la experiencia enseñaros la verdad de mi teoría, y toca a vuestro propio corazón el confirmarla. No lo deseo, por vos misma. Querría que pudiérais sustraeros a esa ley irresistible, porque os ahorraríais un mundo de dolores, de inquietudes y tal vez de desesperación. Tenéis un alma poética y elevada. Sufriríais mucho. En amor el talento se convierte en una corona de espinas que desgarra el corazón. Da la felicidad, felicidad única, pero en cambio ¡qué cáliz hace beber si se disipa como un sueño! Ese veneno es superior en amargura, al sabor inefable del néctar que no hace más que tocar los labios.

Quedad libre de semejante peligro; soñad, sed dichosa, y no me condenéis. Al contrario, compadecedme.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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