Julia

Ignacio Manuel Altamirano


Novela corta



La estrella del amor faltó a mi cielo
Juan Carlos Gómez

I

— A propósito de noches lluviosas, como ésta, debo decirte que me entristecen por una razón más de las que hay para que nublen el espíritu de los otros.

(Declamó esto hace pocas noches, mi amigo Julián, nombre tras el cual me permito esconder la personalidad de uno de nuestros más distinguidos generales).

— ¿Cuál es esa razón? —le pregunté.

— Vas a saberla —me respondió—. Es una historia que pertenece al tesoro de recuerdos de mi juventud; a ese archivo que nunca registramos sin emoción y sin pesar. No te encojas de hombros; por desgraciada que pueda haber sido tu juventud, las memorias que ella debe haberte dejado son gratas hoy para ti, lo aseguro. En la primavera de la vida, hasta las espinas florecen y hasta las penas tienen un sabor de felicidad. Ese es el tiempo en que baila delante del carro de la vida un cortejo de risueños fantasmas: el Amor con su dulce premio, la Fortuna con su corona de oro; la Gloria con su aureola de estrellas; la Verdad con su brillo de sol, como dice el poeta Schiller. Entonces, hasta los días negros tienen un rayo de luz; es la esperanza, amigo; la esperanza, que no suele alumbramos cuando llegamos a la edad madura sino como una estrella pronta a ocultarse en la parda nube de la vejez.

De mí sé decir que nunca evoco los recuerdos de aquellos años que se han ido, ¡ay!, tan pronto, sin experimentar un sentimiento de agradable tristeza, no de dolor ni de amargura, porque, francamente, como no puedo decir que soy desventurado del todo ahora, así como no puedo envanecerme de haber sido feliz cuando joven, no tengo derecho de hacer la exclamación de la Francesca del Dante. Siento, al recordar las historias de mi juventud, algo como el vago perfume que suele traemos la brisa al dirigir la última mirada a los jardines de que nos alejamos.

— Bien —repliqué—; me convences, Julián, tanto más cuanto que has apoyado tus razones en poéticas citas que es necesario respetar.

Pero vamos a tu historia.

II

— Tenía yo veinte años y era un simple ingeniero de minas. Pobre, huérfano y deseando adquirir por mi trabajo el primer dinero de que me sentía ávido para gastarlo sin el permiso sacramental del viejo tutor, para comprarme vestidos que substituyeran a mis harapos de colegio; para pensar, en fin, en tener novia, por que me avergonzaba de haber alzado mis atrevidos ojos para mirar a algunas chicuelas, sin tener con qué comprar un ramillete; resuelto, lleno de vida y de ambición, procuré colocarme lo más pronto posible.

La fortuna me favoreció. Un caballero inglés, dueño de una negociación de minas y amigo de mi tutor, me ofreció emplearme como ingeniero en su empresa. Acepté, como era natural, y salí de México lleno de alborozo, porque me parecía que los dorados sueños con que había poblado durante muchos años mi cuarto de colegio, iban, por fin, a realizarse.

Con todo, al decir adiós a esta hermosa ciudad, donde había pasado mis primeros años; al ver por última vez sus numerosas cúpulas y torres, sus extensas arboledas y los risueños pueblecillos que la rodean por todas partes; al trasponer las últimas colinas que en breve iban a ocultarme el valle de México, sentí que el corazón se me oprimía espantosamente, ¿lo creerás?, lloré. Comenzaba a saber lo que era la nostalgia, enfermedad que, sin embargo, en la juventud pasa pronto, como una jaqueca.

Era muy justo que me diese pena salir de México. La ciudad en que uno se ha educado, es una segunda madre.

La negociación de minas se hallaba en Taxco; por consiguiente, me dirigí a Cuernavaca, población que no hice más que atravesar para llegar pronto al lugar de mi destino. Me consagré al trabajo, me capté el aprecio de todo el mundo, pero en particular el de mi inglés, que me estimaba grandemente. Mi vida económica me permitió atesorar en pocos meses alguna cantidad. Yo no pensaba más que en labrar mi fortuna.

Un año hacía que vivía de esta manera, cuando los intereses de la empresa obligaron al inglés a marchar a Puebla precipitadamente y quiso que yo le acompañase. Pasamos por México como dos exhalaciones, y un día después estábamos en la ciudad de Los Ángeles.

Esto era en julio de 1854.

III

Permanecimos en Puebla cuatro días, y en la noche del cuarto, víspera de nuestro regreso a Taxco, fuimos invitados a comer en casa de unos comerciantes franceses. Concurrimos, en efecto, y tomando sendas tazas de té y apurando buenos vinos, nos estuvimos hasta medianoche, hora en que mi inglés consideró conveniente que nos retirásemos al hotel de Diligencias, en que nos habíamos alojado. La noche había estado horriblemente lluviosa, y tal era el ruido que hacía el agua por fuera, que muchas veces apagó los rumores de nuestra alegre conversación.

Los franceses nos detenían en su casa; pero como era de suponerse, teníamos que arreglar nuestras maletas para partir al día siguiente. Así es que, contentándonos con aceptar unos paraguas y unos capotes que entonces se llamaban mackintosh, nos lanzamos a las calles inundadas a la sazón.

Caminábamos apresurados y taciturnos en medio del chubasco, cuando al desembocar a una calle vimos con no poca sorpresa que una mujer, que desembocaba también por otra calle, y que parecía venir corriendo, se detenía asustada de vernos y procuraba excusarse de nosotros. Creyéndola sospechosa, nos dirigimos a ella, y antes de que pudiera escapársenos, la detuvimos y le preguntamos afectuosamente quién era y por qué corría a esa hora por las calles.

Ella no pudo responder al principio, llena de terror. A pesar de las tinieblas, conocimos que era una joven. Tenía un traje oscuro, y desde luego comprendimos que no era una perdida; pero también sospechamos que podría ser una mujer casada o hija de familia que huía de su casa por algún motivo grave, porque en tal noche y tan a deshoras sólo así podría una mujer joven y decente aventurarse de aquel modo.

La pobre muchacha, reponiéndose prontamente luego que conoció por el acento del inglés que su interlocutor era extranjero, respondió, aunque todavía tartamudeando:

— Señores, piedad; tengan ustedes piedad de una infeliz a quien persigue el hombre más abominable que hay en el mundo. Soy joven, huérfana de padre, pertenezco a una familia decente, aunque desgraciada, y me ven ustedes huir así porque mi casa es una horrible prisión en que se me había encerrado como a una reclusa desde hace tres meses, para hundirme en un convento… Pero… alejémonos, señores; alejémonos de aquí —añadió arrastrándonos consigo—, porque tiemblo de que me busquen y tal vez ustedes no serían bastante poderosos para librarme de mi perseguidor. ¿Son ustedes de aquí?

— No, señorita; somos forasteros; el señor es un inglés rico que ha venido a Puebla a negocios; yo soy empleado en sus minas; mañana debemos salir de Puebla.

— ¡Dios mío! —exclamó la joven con desesperación—. ¿De modo que ustedes no tienen aquí casa en qué darme asilo? ¿Qué haré, entonces, Virgen santa?

— Señorita —repliqué—; nos hemos alojado en el hotel de Diligencias; allí tenemos dos cuartos, y de todas maneras puede usted contar con un asilo que le ofrecen dos caballeros, al menos por algunas horas. Temprano podremos ver a la autoridad y…

— ¡Ah! ¡Dios me libre! —repuso vivamente la joven—; la autoridad me haría volver a mi prisión.

— Pero ¿cómo es eso?, ¿cómo podría la autoridad dejar de amparar a usted?

— Es que ustedes no saben que quien me persigue tiene potestad sobre mí y yo no podría tampoco revelar su conducta… ; es el marido de mi madre, ¿lo oyen ustedes?, de mi madre, que lo idolatra, a quien es difícil convencer de que él es un infame, y que moriría de pesadumbre si yo lo arrastrase ante los tribunales y revelase los planes que ha puesto en juego para arrebatarme del mundo y despojarme de mis bienes. Prefiero huir, no sé a dónde; pero me alejaré siempre de esa casa y de la ciudad; y ya que he encontrado a ustedes les pido que me protejan, en nombre de Dios. Yo contaré a ustedes toda mi historia luego que lleguemos; importa que yo pase como una persona de la familia de ustedes; de lo contrario, todos correríamos peligro.

— ¡Extraña aventura! —murmuraba en su idioma el inglés, en cuyo brazo iba apoyada la joven.

Estábamos atónitos, efectivamente, y el lance no era para menos.

Por fin llegamos al hotel; todo el mundo dormía, como es de suponerse, y nadie reparó en nuestra compañera. Como tomamos dos cuartos, la introdujimos en uno de ellos. Yo encendí la luz con una impaciencia que no podía disimular.

Estaba ansioso de ver el semblante de la joven desconocida que se nos echaba en los brazos de una manera tan romancesca. Temía mucho encontrarme con una criatura fea, y por momentos hubiera preferido que la oscuridad no cesase para mantener mi ilusión oyendo la voz fresca, dulcísima y conmovida de la joven.

Hacía algunos instantes que al pasar junto a un farol que despedía un fulgor moribundo, había podido entrever un brazo desnudo de la desconocida, y ese brazo me había parecido de una blancura y belleza admirables; pero podía haberme engañado, y esto era de temerse.

Encendí, pues, una luz, y alcé los ojos tan pronto como pude. El inglés se quedó absorto y con la boca abierta. La desconocida era hermosa hasta deslumbrar. Figúrate una joven de dieciocho años, alta, perfectamente desarrollada, esbelta como una estatua antigua, blanca y pálida, porque entonces la emoción había hecho desaparecer el color de sus mejillas, con ojos rasgados, negros y velados por grandes pestañas; una boca divina, y un cuello de diosa griega.

No es exageración de mi fantasía enamorada; aquella mujer era ideal de un poeta o de un pintor. Pocas veces había yo visto reunidas en tan alto grado la belleza majestuosa con la gracia que subyuga.

Su cabellera negra y ensortijada caía en desorden por sus hombros y espalda, porque, naturalmente, con la carrera se había descompuesto su peinado. Su agitación la embellecía más en aquel momento y le daba un tinte poético y extraño. Para nosotros, aquello era un sueño delicioso.

Estuvimos contemplando a tan perfecta hermosura algunos minutos, probablemente en una actitud que no debió de parecerle ni muy galante ni muy propia de hombres civilizados; pero no pudimos remediarlo: nos fascinaba.

IV

Le rogamos que tomara asiento, y el inglés, volviendo en sí de su éxtasis, le dijo:

— No extrañe, usted, señora, nuestro asombro; pero esta aventura no tiene nada de común y menos lo tiene la persona de usted. Es usted la hermosa heroína de una novela.

— Soy la desgraciada víctima de una trama infernal —respondió ella deshaciéndose en llanto.

Cuando llevó sus manos al rostro para enjugarse las lágrimas con su pañuelo, pudimos observar que llevaba en un dedo un soberbio anillo de brillantes que lanzaba fulgores extraordinarios. Aquélla era una riquísima joya que no podía hallarse en poder de una persona que no fuese rica.

— Ustedes son los que deben perdonarme —continuó—; estoy casi loca; la desgracia me ha puesto así, y el miedo que tengo al miserable que me persigue me hubiera hecho cometer todavía mayores cosas. Doy gracias a Dios por haberme encontrado con dos personas como ustedes, que me compadecerán y me ayudarán a salir de esta situación.

— Puede usted contar enteramente con nosotros —le dijimos—. Tranquilícese usted y crea que a nuestro lado nada puede sucederle. Pero si no es indiscreción —añadió el inglés—, desearíamos saber algo más acerca de usted para poder ayudarle en este trance.

— En efecto, necesitan ustedes saber quién soy, quién me persigue y por qué, y voy a decirlo en breves palabras, porque pronto será de día y antes es preciso que ustedes me aconsejen.

Me llamo Julia y soy hija de un rico propietario que residió aquí y murió hace ocho años. Mi madre, que es joven todavía, y bella, se enamoró a poco de haber muerto mi padre, de un hombre perverso de aquí, que fue bastante diestro para fingirle una pasión sincera a la que mi madre concluyó por corresponder frenéticamente. No bastaron las súplicas de sus amigas, que le hacían advertencias sobre el carácter sospechoso de su amante, a quien juzgaban, y con razón, más bien interesado que realmente afectuoso. Nada importaron mis lágrimas y las de un hermano más pequeño que yo. Mi pobre madre estaba enamorada perdidamente y el matrimonio se realizó, por fin.

El nuevo marido, como todos los que se hallan en su caso, se manifestó en los primeros días intachable en su cariño y en su conducta. Parecía idolatrar a mi madre, y como era natural que la halagase el amor que mostrara a sus hijos, el pérfido nos llenaba de caricias y nos fingía una adoración tanto más exagerada cuanto era más falsa y servía para esconder sus proyectos.

De esta manera no sólo consiguió subyugar el corazón de mi madre, sino apoderarse en el acto de la administración de todos sus bienes; de modo que a pocos días de matrimonio, mi madre había depositado completamente su dicha y sus intereses en manos de aquel hombre, cuyo amor la ocupaba de una manera absoluta.

Así han pasado seis años, tiempo en que el amor de mi madre lejos de disminuirse ha crecido, porque ese hombre, con una habilidad sin igual, ha sabido mostrarse cada día más amartelado. Pero yo, que desde el primer momento he sentido hacia él una repugnancia invencible, que también se ha aumentado cada día, he creído leer en su semblante la revelación de sus siniestros proyectos.

Por fortuna o por desgracia, los esposos han tenido ya dos hijos; y yo no sé, pero se me figura que esto es lo que ha dado más empeño al marido de mi madre para poner sus planes en ejecución. Ustedes comprenderán, como yo, que no teniendo él bienes ningunos, los que dejó mi padre debían pasar todos a poder de los hijos del primer matrimonio.

Entre tanto, yo había crecido, y seguramente el no encontrarme fea fue un motivo para que el miserable pensase en quitarme de en medio pronto.

Yo no había amado nunca; pero había entrado en la edad en que el alma comienza a sentir la imperiosa necesidad de buscar otro cariño que el de la familia. Muchos jóvenes comenzaron a galantearme y a dirigirme cartas. Yo preferí a uno, ¡cobarde!, ¡que nunca hubiera pensado en él!

No le amaba con pasión, francamente; pero me parecía más guapo que los demás y me lisonjeaba de que pronto llegaría a quererlo con cariño entrañable.

En las primeras entrevistas que tuvimos en los bailes o en la casa de algunas familias amigas, porque él no era recibido en la mía, me atreví a confiarle, luego que creí que podía hacerlo, mis penas y las sospechas que tenía acerca de los proyectos que parecía abrigar mi padrastro para hacerme desaparecer.

Mi novio, después de reflexionar, me confirmó en ellas y me hizo temblar con sus observaciones. Según él, el peligro que corría era inminente y era preciso evitarlo cuanto antes. Lo animé a que me pidiese en matrimonio, pero él, demasiado tímido a pesar de que era mayor que yo lo menos cinco años, no quiso resolverse. No era pobre; así es que no podía alegar su situación. Era muy querido en su familia, así es que tampoco podía pretextar el disentimiento de sus padres. Lloré sin consuelo cuando sentí la amargura de este desengaño, que me hacía más triste la permanencia en mi casa, y tal me puse, que mi amor ya no fue un secreto ni para mi madre ni para su marido.

Comencé a sufrir por esta causa; pero después, por consejo de mi novio mismo, fingí que me tranquilizaba y que olvidaba mi desencantado amor.

Repentinamente, todos los amigos de la casa, todos los viejos y viejas que llevaban relaciones con el marido de mi madre, comenzaron a hablarme de las dulzuras de la vida del convento, de la falsedad de los hombres, de la miseria de los placeres mundanos, de la dificultad de ser feliz con el amor de un marido, de las graves pesadumbres que acarrea el matrimonio. Refiriéronme los ejemplos de cien jóvenes tan bellas como ricas, y que habiéndose casado eran terriblemente desventuradas. Me encarecieron la paz santa del claustro y me aseguraron que si después de pasados algunos meses en un convento no me agradaba la existencia que se llevaba allí, podría salir otra vez al mundo. En suma: yo no oía hablar por todas partes más que de la felicidad que me aguardaba siendo monja.

Yo me arrojaba llorando en los brazos de mi madre pidiéndole consejo, porque el destino que se me estaba encareciendo me repugnaba atrozmente. Pero ella me hacía los mismos razonamientos y procuraba inclinar mi ánimo para sepultarme en el claustro.

Así pasaron algunos meses; pero hace tres que la conducta que se observa conmigo en mi casa se me ha hecho insoportable, y se me ha puesto en la dura alternativa de escoger entre el convento o casarme con un sobrino de mi padrastro, un individuo que parece una momia: enfermo, casi idiota y más repugnante para mí que el convento mismo.

Lo he pensado bien y mi resolución ha sido muy premeditada. No acepto ni el convento ni al idiota, y puesto que mi herencia es el motivo de que se me quiera condenar a prisión perpetua, dejo la casa de mi madre, abandono la tal herencia y me voy en busca de una existencia humilde, pero libre y tranquila.

Esta noche, por su lobreguez y su lluvia, ha sido muy favorable a mi evasión y no he querido perder la oportunidad, a pesar de que nada había prevenido. Salí de mi casa aprovechándome del sueño de todos, y por medio de una llave de que me apoderé momentos antes. Me dirigí luego a la casa de un antiguo criado de mi padre, en cuya honradez y afecto a mí confiaba mucho; pero, desgraciadamente, ha abandonado esa casa hace poco tiempo; y entonces, desesperada, me puse a vagar por las calles, sin saber dónde ir; pero lo repito: resuelta a no volver de ningún modo a mi casa. Yo querría antes morir que volver a la presencia de ese hombre, que además de ser mi verdugo ha acabado hasta por arrebatarme el amor de mi pobre madre.

— ¿Y el novio de usted, señorita? —me atreví a preguntarle.

— Ese tonto —contestó—, después de haberse negado a pedirme en matrimonio, fue obligado a olvidarme por mi padrastro, que lo intimidó con amenazas de que sólo un pacato puede espantarse. ¡Qué hombre! No merece hoy más que mi desprecio.

Así habló la hermosa joven, y silenciosas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Era preciso tomar una resolución pronta para salvarla.

V

— Usted no puede quedarse en Puebla de ninguna manera —dije yo—. Mañana sería usted buscada y hallada; la Policía es hoy eficaz, y además del escándalo que la evasión de usted causará en la ciudad, tendrá usted la mortificación de volver al lado de su tirano.

— Nunca, nunca —murmuró ella resueltamente.

— Pero, ¿qué piensa usted hacer entonces? —me preguntó el inglés en su lengua.

— Llevémosla —le respondí.

— ¡Llevámosla!, ¿y adónde?

— A México, primero, y después, veremos; pero ¿dejaremos acaso a esta desgraciada niña entregada a los furores de un malvado, cuando se ha puesto bajo nuestra protección?

— ¡Hum! —murmuró el inglés—; esto de robarnos a una hija de una familia distinguida es algo peligroso; yo no me atrevo.

— Pues yo estoy decidido —repuse.

La joven, que comprendió por la animación de nuestro diálogo, que vacilábamos, nos dijo:

— Si ustedes, que no me conocen, no fían en mi palabra y creen que los engaño, o bien no quieren exponerse a los peligros de salvarme, no quiero comprometerlos… , déjenme abandonada a mi suerte; pero al menos, recomiéndenme ustedes con alguna familia conocida que me pueda ocultar y no me denuncie. Yo veré después qué hago.

Y se puso de nuevo a llorar.

El inglés se conmovió y acercándose a ella:

— No la dejaremos a usted, señorita; Julián: piense usted qué es lo que hemos de hacer; dentro de dos horas amanecerá y no tenemos tiempo que perder.

— Lo he pensado ya —respondí—. Los negocios de usted le obligan a no detenerse al pasar por México. Yo iré solo, con esta señorita.

— De ningún modo —replicó él—; correremos juntos todo el peligro.

— Pues bien: entonces, hay que salir de aquí a pie, hablando antes al conductor de la diligencia para que sepa que lo aguardamos fuera de la ciudad. Pero usted tiene una figura muy marcada; quizá se extrañaría no verlo entrar desde aquí en el coche. Yo saldré solo con la señorita y aguardaré en los suburbios.

Mi plan fue aceptado.

Quedábanos la pena de no poder hacer cambiar a la joven sus vestidos, porque no podíamos pedir otros sin hacernos sospechosos. Hubo que resignarse.

VI

Un poco antes de las cuatro de la mañana nos dirigimos Julia y yo al lugar designado.

— No tenemos riesgo aún —me dijo—, porque mi fuga no será conocida sino hasta las ocho. Todos se despiertan en casa muy tarde, y hasta entonces, cuando entren en mi cuarto, no conocerán lo que ha sucedido, y todavía tendrán que preguntar en las casas de nuestros amigos, porque no han de figurarse que he tenido valor para marcharme a México.

— Magnífico, entonces —dije—; y mientras indagan, nosotros llegaremos a México, y Dios nos protegerá.

Poco después de las cuatro de la mañana, la diligencia se acercó, el inglés la hizo detenerse y entramos en ella, habiéndose cubierto perfectamente Julia con su mantón negro y además con mi pasamontañas, que le había hecho ponerse. Así nadie la habría reconocido, pues no dejaba ver más que los ojos. El viaje fue feliz, aunque tuvimos durante él no pocos sobresaltos. A cada paso, en los lugares donde había una oficina telegráfica, temblábamos de que un telegrama de Puebla nos hiciese detener por las autoridades; pero al llegar a México, respiramos. Nos habíamos salvado.

El inglés tenía una casa magnífica, pero no se atrevió a alojar en ella a Julia. Así es que tomé para la joven y para mí dos cuartos en el hotel del Bazar. Por la noche, el inglés vino a vernos, y llamándome aparte:

— No conviene —me dijo— que esta señorita siga con nosotros, por su propia honra y por nuestra seguridad. Si por acaso se llega a saber que se ha venido a México, cosa nada difícil, porque el conductor de la diligencia mañana llegará allá, y contará que una señora ha venido a esperar el coche en los suburbios de la ciudad, mandarán, como es natural, la noticia a México, y se darán órdenes a la Policía. Entonces usted será considerado como raptor, y excusado es decir la suerte que le espera, que será tanto más desagradable cuanto que usted no tiene la culpa. Así es que procure usted colocarla con una familia respetable, y aconséjele que llame a un abogado para que la patrocine y la liberte de las amenazas de su familia. Esto es lo razonable.

En efecto, era así; pero ¿acaso se hace lo razonable en la juventud? ¿Por ventura no suelen salir mejores los consejos tumultuosos del corazón que los fríos cálculos del espíritu?

En esta ocasión influyó mucho la casualidad —la fatalidad, diría un musulmán.

El inglés añadió:

— No me es posible detenerme más en México; salgo mañana para Taxco, y le doy a usted sólo un día para que arregle el asunto de esta linda joven; pasado mañana me seguirá usted.

Yo comprendí que lo que el inglés deseaba era evitarse compromisos y ahorrármelos también a mí. Aún no sabía cómo saldría yo de la situación en que me había metido; pero él dejaba a mi confianza juvenil el cuidado de arreglarme, y no gustaba de romperse más la cabeza.

En cuanto a mí ¿para qué es ocultártelo? Estaba ya profunda, terrible y locamente enamorado de Julia. Antes creía yo que se necesitaban días, meses, años, para apasionarse de una mujer. Esta vez conocí que bastan algunas horas; que basta una mirada. Aunque yo no hubiera sabido de boca de la joven la historia de sus desgracias, habría, desde luego, adivinado en su belleza, en su porte, en su mirada, a la mujer de alma ardiente, pero de corazón puro. Era demasiado altiva para mentir. El amor podía vencerla; pero la maldad se estrellaría contra su virtud.

El inglés se despidió de ella, diciéndole que ya me había hecho sus encargos y que en todo procedería de acuerdo con él. Ten presente esto, porque semejante declaración me hizo sufrir mucho.

Es tiempo ya de decirte que el inglés era un hombre de treinta y cinco años, de hermosa y noble figura, y con ese aspecto majestuoso y digno que tienen todos los ingleses, aun los de condición mediana. Su conversación, difícil en español, era, sin embargo, agradable y delicada, y sus maneras distinguidas predisponían algo en su favor.

Así es que ese conjunto feliz de figura, carácter y edad, había hecho una impresión muy perceptible en el ánimo de una joven tan inteligente, tan distinguida y tan apasionada como era Julia. Yo lo había notado desde Puebla, lo confirmé en todo el camino y no tuve ya duda en México, porque al despedirse el inglés de ella, diciéndole que iba a partir al día siguiente, le preguntó con una ansiedad en que se mezclaba mucho el temor:

— ¿Y no volveremos a vernos?

— Es poco posible, señorita, porque mis negocios requieren mi presencia lejos de aquí y mis viajes a México son muy raros. Pero usted escribirá a Julián, dándole noticias de sus asuntos, y nosotros mandaremos a usted nuestros saludos con frecuencia.

Al oír esto la joven, palideció y sus ojos se llenaron de lágrimas.

— Lo siento —repuso, balbuciendo como lo hace todo el que está enamorado y teme decir mucho—; lo siento, yo querría volver a verlo a usted; pero tal vez es imposible; ¡qué hemos de hacer!

— ¡Oh!, imposible no —dijo el inglés—; la vida es larga, el asunto de usted se arreglará pronto y quizá la veremos a usted en su casa alguna vez.

El inglés se despidió; Julia se quedó abatida y sofocando sus sollozos. Yo no me quedé tampoco muy feliz. Amaba, y estaba seguro de que no se me comprendía y de que sólo se me hacía caso por suponerme dependiente del otro; más aun: la mujer cuya dicha hubiera yo comprado a costa de mi vida, amaba a ese otro, que por cierto no se curaba de semejante cariño.

Esto último se explicaba fácilmente. El inglés estaba enamorado también, hacía tiempo, de la hija de su socio, bella y rica heredera, que iba a traerle en su próximo enlace una dote de un par de millones. Así es que, primero por su afecto, y luego por temor de que la más pequeña sombra de calaverada viniese a empañar el cielo de su esperanza, el dicho inglés profesaba a su futura una fidelidad que hubieran envidiado Leandro y Romeo, Abelardo y Marsilio.

Pero Julia ignoraba esto. La hermosa e inocente joven, cuyo corazón se abría como una flor de la mañana, ansiosa de recibir el beso de las auras y la luz del Sol, se entregaba sin reservas a todos los pensamientos, a todos los sueños inefables, a todas las esperanzas que le inspiraba su nuevo amor. También ella, como yo, amaba por primera vez, y para sentir esa pasión no había necesitado muchos días. Vio al joven inglés y eso bastó.

— ¿Qué era yo, pues, para ella, gran Dios? —este pensamiento me destrozaba el corazón como si fuese una garra de fuego.

Pero ella tenía razón.

En cuanto a ventajas físicas, ya ves que hubiera sido una locura sostener ni por un momento la comparación con mi rival. Además, era yo muy joven. Parecía el segundo siempre, y esto es fatal. Aunque con una carrera noble e independiente, el hecho de recibir un sueldo del rico minero me ponía una especie de librea que francamente quita mucho de la altivez propia de un hombre. Al menos, de soldado, hijo mío, llevo el uniforme de la Patria y soy esclavo de la gloria; pero entonces, ¡triste me parece decirlo! era yo el criado sabio de un hijo de la pérfida Albión.

Por todas estas razones, Julia me trataba muy bien; pero en su acento, en su sonrisa, en su manera de hablarme, conocía yo que establecía una gran diferencia entre el inglés y yo. Hasta en la confianza que me otorgaba, había algo de humillante; algo que me parecía decir: no tengo cuidado de abandonarme a ti, porque tú tienes el deber de respetar a la protegida de tu señor.

Esto me desesperaba.

Entre tanto, mi señor intencionadamente no pensaba en que era preciso gastar algún dinero en la hermosa prófuga. Desde Puebla, yo había echado mano de mi tesoro y había sufragado todos los gastos. En México sucedió lo mismo; pero esa satisfacción era la única que me hacía feliz. Julia no llegaría a saberlo, y la consideración de que atribuiría al inglés todos esos servicios me producía una especie de amarga voluptuosidad. Y si llegara a saber alguna vez, su triste sorpresa, porque sería triste, sin duda, me causaba también una delicia amarga anticipadamente.

Como Julia se había venido de Puebla, según he dicho, sólo con su traje negro, que estaba echado a perder por la lluvia, me ocupé en procurarle vestidos y los mejores que pude conseguir de pronto, pagando a una modista precios extraordinarios con tal de que en dos días le arreglase los muy urgentes; le proporcioné también ropa blanca finísima, calzado de seda, perfumes, un neceser, un costurero y todo, en fin, lo que necesita una mujer elegante y joven.

Ella recibió, sonriendo, todo; pero en su manera de darme las gracias conocía yo que creía ser deudora de todas esas atenciones al inglés.

El segundo día de nuestra permanencia en México, me dijo:

— Deseo ver a una familia de parientes míos para saber si quieren recibirme. En la situación especial en que me hallo, esta presentación ante mis parientes es demasiado penosa para mí; pero no tengo otro recurso, puesto que el señor Bell (llamaremos así al inglés) cree que es preciso arreglar mi asunto, como él dice.

Julia hablaba así con el acento turbado y los ojos húmedos de lágrimas.

Bien hubiera yo querido decirle que el inglés debía tenerla sin cuidado, que yo era su protector y que no tenía necesidad de pasar la vergüenza de ver a la familia de sus parientes; pero ¿cómo decirle esto? ¿Y si entonces rehusaba mis beneficios? No, no; preferí callar y verla afligida. Sin embargo, le pregunté:

— ¿Y si esos parientes rehusaran recibir a usted, lo cual es posible?

— Ya se ve que es muy posible; conozco, por desgracia, a los tales parientes, y sé que no querrían por nada de esta vida atraerse el enojo de mi padrastro ni de mi mamá. Entonces yo también pregunto a usted, ¿qué haremos? ¿El señor Bell no ha dado a usted instrucciones para ese caso?

— Julia —le dije—: vea usted a esa familia; y si no la recibe, no tenga usted cuidado: ya sabré lo que he de hacer.

Parece que ella respiró entonces; comprendió que su Providencia no la abandonaría, y ya no tuvo inquietudes sobre su situación.

— Fácil me sería —añadió— procurarme trabajo como costurera; yo no tengo vergüenza de aceptar esa condición humilde. Soy rica; pero la pobreza no me espanta y el trabajo tiene para mí atractivos muy grandes. Sobre todo, seré libre, y conservándome honrada como hasta aquí, no temo el porvenir. Pero ¿estaría yo segura en México?; ¿no me perseguiría mi familia?, ¿no me harían sufrir nuevos sinsabores?

— No piense usted en nada de esto, Julia —dije, para concluir—; acompañaré a usted a ver a esa familia y veremos.

Un momento después hice traer un carruaje y nos dirigimos a la casa de los parientes de Julia.

VII

Al llegar, la joven bajó y penetró en el patio. Yo la aguardaba en el carruaje.

Un cuarto de hora después salió de la casa con el rostro descompuesto por la indignación y el dolor.

— ¿Qué pasa Julia? —le pregunté.

— Dé usted orden de que volvamos al hotel. Ya le diré a usted.

Di la orden, en efecto; el carruaje se puso en marcha y Julia pudo llorar con toda libertad. Comprendí todo. Aquellas gentes habían rehusado recibirla.

— Miserables —dijo Julia—; ¡y así entienden estas gentes el parentesco y la caridad! Pues si yo hubiese abandonado mi casa por el olvido de mis deberes, ¿vendría yo a buscar el asilo de una familia? Creen que estoy perdida; y como les he explicado todo, van a preguntar a Puebla, estoy segura, y ahora sí es preciso tomar precauciones, porque mañana estarán aquí las órdenes para perseguirme.

— Casi me alegro de eso, Julia, porque así no queda otro recurso que el que usted se vaya con nosotros a Taxco.

— ¿Es posible? —preguntó ella alborozada—; ¿el señor Bell no cree eso inconveniente?

— Y aunque lo creyera, cedemos a la necesidad.

— Es cierto: a la necesidad. Pero mire usted: si tal determinación disgustara al señor Bell preferiría yo quedarme en México y correr todos los peligros de mi mala posición.

— ¡Oh!, no; créalo usted: no se disgustará.

— Pues entonces, acepto, y allá en Taxco, que supongo será una población regular, me pondré a trabajar, no estorbaré a nadie, no seré gravosa, y mi conducta dirá si merezco o no lo que ha hecho por mí ese hombre generoso.

Debes considerar que cada palabra de éstas era una puñalada para mi pobre corazón enamorado; pero yo disimulaba, y en esa especie de resignación a que lo reduce a uno un amor no comprendido, tenía yo por mejor dejar a Julia que creyera en la protección del inglés para que se prestara a seguirme, que declararle la verdad y exponerme a que, desesperada, prefiriese quedar en México a ser protegida por mí.

Así, todo lo dispuse para el viaje. Al día siguiente, es decir, al tercero de nuestra permanencia en México, partimos en la diligencia para Cuernavaca.

Llegamos a esta risueña y linda ciudad, en que Julia estuvo loca de contento; primero, porque se acercaba a su amado inglés, y luego, porque en la brisa embalsamada que respiraba entre los fértiles huertos que embellecen esa población, parecía recibir el aliento de vida del amor y la libertad.

Estaba lejos de sus enemigos, se acercaba al hombre que iba amando con delirio, había dejado el ruido opresor de las ciudades populosas y encontraba dulce refugio en las modestas poblaciones del campo, que sólo pueden ofrecer en su seno la serena alegría de la paz y la virtud.

Las gentes de Cuernavaca que me conocían se quedaban admiradas viendo a mi lado a una joven cuya belleza extraordinaria y cuya gracia revelaban desde luego a la mujer superior. Preguntábanme si era mi esposa, y como yo lo negara, se quedaban estupefactos, no sabiendo qué pensar de mí. Pero pronto supieron que era una señorita distinguida que iba a pasar una temporada a Taxco, y se explicaron esta manera de viajar sola por semejantes rumbos, con la introducción de las costumbres extranjeras en ciertas familias.

Como Julia no había caminado jamás por aquellas montañas y como pudiera serle molesto seguir a caballo, conseguí una litera, y a pesar de ser fastidiosísimo este antiguo vehículo, se resignó a aceptarlo, a falta de otro mejor.

La esperanza le hacía dulce la lentitud del camino.

Al segundo día de haber salido de Cuernavaca llegamos a Taxco, al oscurecer. Julia, asomándose a las ventanillas de la litera, pudo distinguir desde lejos el gracioso caserío del antiguo mineral, cuyas azoteas desiguales y calles tortuosas y empinadas como las de Guanajuato, Pachuca y todos los pueblos formados en los lugares mineros, presentan un aspecto pintoresco y singular. Taxco es un pueblo simpático, y su temperamento elogiado por el barón de Humboldt; y la circunstancia de haber sido la cuna del gran poeta don Juan Ruiz de Alarcón, así como la no menos importante de haber derramado en el mundo, desde los primeros años de la conquista, la plata de su seno a torrentes, hacen interesantísima para el viajero esta población, escondida entre las arrugas argentíferas de una montaña del Sur.

Taxco a lo lejos y en el crepúsculo de la tarde, con su hermosa iglesia de agudas y esbeltas torres, que se eleva gallarda en la cumbre de una colina; con su pardo caserío, por entre el que sobresalen las copas agudas de algunos árboles; con las arcadas de sus acueductos y con las sombras que se proyectan en su terreno escarpado y anguloso, parece una enorme estalagmita bajo la bóveda de oscuras nubes que la cubren en las tardes de julio, o bien un inmenso grupo de castillos de la Edad Media trepados en las alturas por el genio de la rapiña y de la soledad.

Desde que se sale del risueño pueblecillo de Acamixtla, y particularmente al llegar a la cumbre en que está asentada Taxco, un raudal de aromas frescos y delicados acaricia al viajero. Es el que vierte la flor del chirimoyo, abundantísima en aquellos alrededores y bien cultivada en los pequeños pero lindos huertos que circundan al mineral. A diferencia de Guanajuato, Pachuca y demás lugares de minas, en cuyo terreno, inútil para la vegetación, apenas se tuerce una que otra yedra y se adormecen tísicos los arbustos, Taxco, situado en una zona templada y fértil, ofrece entre sus riscos de plata y oro abundantes pliegues en los que una gruesa costra de tierra vegetal puede sustentar, auxiliada por cien manantiales de agua cristalina, numerosos cármenes y jardincitos, en que se ven crecer juntos el nopal y el naranjo, el membrillo y el limonero, el girasol y el jazmín. Aún hay en las barrancas que circundan a la población, extensos platanares, como en Cuernavaca y en Tlaltizapam, así como esmaltan las veras del camino y las arrugas del oscuro lomerío, las caléndulas rojas y amarillas que recaman las extensas praderas del vecino y ardiente valle de Iguala.

Taxco es alegre, bullicioso y fértil; y si la paz hubiese permitido a los capitalistas emprender grandes obras para trabajar las viejas minas abandonadas hoy, Taxco, el pueblo que prometió hacer la cúpula de su iglesia de plata; Taxco, donde un labrador de los Pirineos, Borda, pudo elevarse un trono de millonario en menos de una década, volvería a ser el emporio de la riqueza mexicana.

Pero me abandono a disgresiones inoportunas, y he dejado a mi hermosa Julia asomada a las ventanas de su litera y aspirando con voluptuosidad el perfume de los chirimoyos y de los jazmines.

— ¿Qué le parece a usted su nueva mansión?

— Que estoy encantada; esto es nuevo para mí, hija de los valles de las ciudades populosas. ¡Qué hermoso debe de ser este retiro, respirando el aire de la libertad y amando y siendo amado!

La comprendí, y quedé mudo de dolor y de celos.

Tocaban las oraciones en la parroquia y en el convento de San Diego, cuando llegamos al centro de la población. Después de seguir por un momento aquel laberinto de calles estrechas y accidentadas, la litera se detuvo frente a una casa de modesta apariencia y que no tenía más lujo que un jardín, lo cual es bastante en una ciudad minera. Esa casa era la mía; es decir: la que había alquilado para mi habitación, no queriendo vivir en la gran casa de los empresarios. Un criado viejo y honrado, y una criadita hija suya, muchacha bonita y honesta, me aguardaban en el umbral, contentísimos de verme. Invité a Julia a salir de su litera y la introduje en la casita, orgulloso de abrigarla bajo mi techo. Pronto el orgullo se tornó en humillación.

— ¿Aquí vive el señor Bell? —me preguntó la joven.

— No, Julia —le respondí—; el señor Bell vive en una casa muy espaciosa y buena que se halla situada al extremo de esta misma calle. Ya la verá usted.

— Pues, entonces, ¿de quién es esta casita?

— Es la que yo ocupo, Julia; pero la destinamos a usted porque en la otra donde vive el señor Bell hay mucho ruido, muchas oficinas; allí están los escritorios, allí se alojan todos los dependientes, allí están las caballerizas, etcétera; de modo que usted no viviría contenta ni se hallaría independiente. Por eso le hemos destinado a usted esta casa, que habitará sola; con esos criados, que son honradísimos y que están al servicio de usted. En cuanto a mí, que ocupaba la casa, me voy a alojar a la otra con los dependientes; pero la veré a usted todos los días para pedir sus órdenes y vigilar por que nada le falte.

— Mil gracias, Julián; ahora le pido a usted el favor de que avise al señor Bell que he llegado y explíquele usted todo para que no lo tome a mal.

— Pierda usted cuidado, Julia, que nada dirá.

Corrí en el acto a la casa de la dirección.

El inglés me recibió con un abrazo, y justamente al dármelo, me preguntó en voz baja:

— ¿Y ella?

— Aquí está; la he traído.

El inglés me rechazó con espanto.

— Muchacho; ¿qué ha ido usted a hacer? —me dijo—. ¡Por Dios, por Dios, qué tontería!

— No tenía remedio —le respondí—; era preciso.

— Vamos a verla —dijo tomando apresuradamente su sombrero.

— Pero, ¿conoce usted, joven, el zarzal en que se ha metido? —me preguntó cuando estuvimos en la calle.

— Sé —le respondí— que la casualidad impone a veces más sagrados deberes que la propia voluntad. Yo soy ahora la Providencia de esa joven; pero ella cree que está bajo la protección de usted y es preciso no desengañarla para que esté tranquila.

— Siempre que esto no me comprometa, así se hará. ¿Usted sabe mi situación?

— Lo sé.

— Pues bien: siempre que no sea un obstáculo para mí, esa hermosa niña creerá que la protejo; pero ella no más, ¿lo entiende usted?; para todo el mundo pasará como la esposa de usted o como su hermana. En cambio, doy a usted mi palabra de caballero asegurándole que esa joven será sagrada para mí. Lo contrario sería querer que usted aceptase un papel indigno, bajeza que jamás acostumbro con mis amigos, porque no sería tampoco amigo mío quien la soportara.

— ¡Naturalmente!, y conociendo el carácter de usted me parecía inútil hablarle de ello. Nos conocemos bastante para comprendernos.

En esto llegamos a la casa.

Llamamos.

El criado abrió la puerta, y Julia, que se había recostado en un sofá, al ver al inglés se levantó apresurada, y ya sin reserva se arrojó en sus brazos, que la estrecharon cordialmente.

Julia no podía hablar; los sollozos agitaban su pecho y un torrente de lágrimas bañaba sus mejillas.

Parecía que el inglés era su esposo o su amante y que volvía a verlo después de largos años.

El amor de Julia había crecido asombrosamente en menos de una semana. Y es que para el amor que nace poderoso, los minutos y las horas son siglos, y en las almas enérgicas la vehemencia suple al tiempo.

VIII

El inglés pareció sorprendido de aquella extraña manifestación de Julia, tanto más cuanto que era de suponerse que habiéndose quedado sola conmigo en México y viajando de la misma manera, debía haberse establecido entre nosotros relaciones de una intimidad demasiado tierna. Ni le vino a la memoria, seguramente, lo que acababa yo de decirle; esto es: que Julia estaba en la inteligencia de que era protegida por él, y que era preciso no desengañarla.

Con recordar mis palabras se hubiera explicado la causa de la afectuosa acogida de la bella prófuga, de sus miradas llenas de pasión y de sus palabras entrecortadas por los suspiros.

Referimos al inglés todo lo sucedido en México, y nos empeñamos en demostrarle la necesidad en que nos habíamos visto de apelar al recurso de la venida a Taxco, tanto para no dejar en el desamparo a Julia como para ponerla fuera del alcance de sus perseguidores.

Él disimuló perfectamente su disgusto por nuestra loca determinación, y aseguró a la pobre joven, que estaba pendiente de su mirada y de su gesto con la mayor ansiedad, que nada tenía que temer, ya que aprobaba cuanto habíamos hecho, puesto que las circunstancias no habían permitido arreglar mejor sus asuntos, como pudo esperarlo por un momento.

Julia pareció respirar. Ella no había temido el abandono, puesto que en México me indicó su resolución de trabajar para vivir; pero sí había temblado de que su presencia desagradase al hombre a quien amaba.

Así que cuando vio al inglés que la recibía con muestras de exquisita bondad, y aun con la efusión de un amigo cariñoso, el semblante de la joven perdió la expresión de tristeza y de inquietud que la había nublado durante el camino, y se iluminó con todos los esplendores de la felicidad.

— No puedo ocultar a usted —le dijo— que he pasado siglos de tormento pensando en que tal vez hubiera usted desaprobado mi venida a Taxco; pero puesto que usted es tan bueno como me lo figuré, ahora soy dichosa tanto como antes fui desgraciada.

— No debía usted haber dudado de mí ni por un instante, Julia —respondió el inglés—. Una feliz casualidad nos hizo encontrarnos; yo bendigo esa casualidad, porque me proporciona la ocasión de ser a usted útil y de protegerla contra las asechanzas de sus enemigos.

Esta fraseología banal, fría, no era, en verdad, bastante para satisfacer a una mujer menos enamorada que Julia; pero ella atribuyó seguramente la sequedad de semejante estilo al carácter del inglés, por lo regular muy reservado, y además a las dificultades con que luchaba todavía mi rival para expresarse en español. De manera que Julia se creyó calurosamente aceptada, y no tuvo zozobras respecto al porvenir.

— Ahora —añadió el inglés—, lo que importa es arreglar la situación de usted y prever todas las eventualidades que puedan ofrecerse. En cuanto a lo primero…

— En cuanto a lo primero —interrumpió Julia con cierta gravedad—, ya he indicado mis intenciones a Julián. A pesar del atolondramiento propio de mi edad y de mi carácter, conozco todo lo delicado y excepcional de mi situación. He querido emanciparme del poder de mi familia y escapar a una suerte a que otras se someten sin replicar. Bien sé que en el mundo mi conducta tendría una calificación muy severa: ¡una hija de familia que se escapa de su casa… ! Esto es un crimen que la sociedad condena fácilmente; tanto más fácilmente cuanta mayor es la indiferencia con que ve los dolores que devoran el corazón de una mujer infeliz, obligada a sepultar una vida llena de ilusiones y de esperanzas, en las tinieblas de un convento. El mundo no cree, o aparenta no creer, en esas violencias sordas que se ejercen a veces en el seno de una familia opulenta, y por causa de las cuales un huérfano sin defensa se ve forzado a renunciar a sus derechos, a su porvenir, a su cariño, hasta a su vida. Y todo esto con la sonrisa del contento, con el silencio de la resignación, sin permitirse hacer comprender a los demás que aquel sacrificio cuesta la felicidad; que aquel sacrificio está desmentido en lo íntimo del alma por una protesta desesperada, inútil. El mundo no comprende semejantes horrores, o acaso, hipócrita, los prefiere a lo que él llama escándalo con una dura severidad que indica su falta de virtud.

Pues bien: lo he pensado mucho. No tenía más recurso que la fuga y he apelado a ella sin cuidarme de las opiniones del mundo. Quería mi libertad y mi dicha antes que todo. Sin éstas, ¿qué me importaban las consideraciones sociales? En el convento habría sido tenida por una santa; pero ¿de qué me servía eso? Hubiera sido infeliz y hubiera llevado a los altares de Dios un alma devorada por la desesperación. Una mujer humilde quizá habría acabado por conformarse, por olvidar la vida y por conseguir una tranquilidad poco distante del idiotismo. Pero ¡yo! Yo no tengo organización para aceptar el papel de víctima. Abandonada a mí misma desde la niñez, nutrida con los principios de mi padre, y sobre todo, heredera de un carácter impetuoso, firme y resuelto; carácter que había acabado de formarse con el alimento de mis propias ideas y de robustecerse con las muchas que había sostenido en el seno de mi familia, yo nunca hubiera doblado el cuello, particularmente cuando se trataba de sacrificarme al capricho de un hombre aborrecido y codicioso. Yo, nacida en la riqueza y educada en medio de las comodidades, estaba dispuesta a renunciar a todo eso; pero nunca a mi libertad y a mi dicha. Todavía he hecho más: he renunciado a mi reputación, porque es indudable que a esta hora no se cree en Puebla que me he escapado sola de la casa paterna; que la casualidad, que me ha protegido, me ha hecho encontrarme con dos caballeros como ustedes que con un afecto desinteresado y noble me han dispensado protección; sino que va a decirse que un seductor me ha arrancado de mi familia y que me arrastró en pos de sí como a una insensata. ¡Ay!; mi nombre a estas horas es la fábula de aquella ciudad mojigata y maldiciente. Lo siento mucho; pero no puedo ser de otra manera. Acudir a la autoridad hubiera sido duplicar el escándalo en perjuicio de mi familia, y quizá no remediar nada. Mi pobre madre tal vez me maldiga, porque con mi conducta inconsiderada he amargado sus días; pero estoy segura de que esta desgracia ha sido para ella bien menor que la de verse obligada tal vez a perder a su marido por causa de una acusación mía. Porque conozco a ese hombre, y sé que en mi infeliz madre habría descargado toda la ira provocada por mis revelaciones; y sé también que ella no ha amado a nadie como al malvado que ha conseguido a fuerza de arterías, dominar su corazón de una manera inaudita. Mi madre está apasionada hasta el delirio. Así, pues, la división que hubiera yo provocado habría tenido espantosas consecuencias; mientras que mi fuga las tendrá menores, porque yo le explicaré cómo y por qué la he llevado a cabo; y sabiendo que me mantengo honrada, sufrirá menos.

He hecho a ustedes una nueva explicación que les habrá dado, mejor que la primera, la idea de mi carácter. Ahora bien: conozco lo que he hecho y lo que me debo a mí misma de hoy en adelante. Que hable el mundo, con tal de que mi conciencia me absuelva; que descargue los golpes de su severidad sobre mi frente; no por eso dejaré de levantarla menos erguida, porque sé que todavía está pura. Soy de esas mujeres excepcionales que no necesitan de su familia para defender su virtud, porque les basta su dignidad. Soy de esas mujeres que piden, para vivir tranquilas, la aprobación de su conciencia y que desprecian lo demás. Rica, quizá mi posición me impondría tiránicas exigencias a que tuviera que acceder; pero hoy, pobre, quedaré más independiente, y el trabajo me resguardará de todo peligro. Soy joven, soy fuerte, tengo la energía varonil que he bebido en los consejos de mi padre, que era un hombre de corazón; he recibido una educación esmerada y nada común, y, sobre todo, ¡tengo confianza en Dios! Puedo, merced a la aplicación con que me he dedicado a aprender varios de los ramos que me han enseñado, no tener necesidad de acudir al mezquino medio de la costura en una población como ésta, peligro que sí tenía en México por mi falta de relaciones y por la abundancia de personas iguales a mí. Así es que respecto a mi situación, yo sólo rogaré a ustedes que me hagan conocer de algunas familias, y de este modo comenzaré a trabajar, cosa que deseo… por ustedes y por mí —incluyó la joven, mirando tímidamente al inglés.

Este, aunque admirado, como yo, del carácter singular de Julia, parecía meditabundo, y aún después de que ella acabó de hablar se quedó reflexionando en silencio.

En cuanto a mí, no reflexionaba: admiraba. Ya había tenido ocasión, desde que nos encontramos a la hermosa joven en Puebla, de apreciar su valor, la independencia de sus ideas, la originalidad de su talento y, sobre todo, su resolución, que a su edad y en sus circunstancias era rarísima en una persona de su sexo. Pero a mí no me había sorprendido tanto todo este conjunto extraordinario de cualidades, porque debo decírtelo francamente: conocía yo a la mujer por las novelas y no por el trato del mundo, y Julia, a juzgarla según los tipos romancescos que yo conocía, no era una mujer rara. Después, cuando he entrado completamente en la vida real, cuando he tratado a las mujeres de México, he podido comprender que Julia era una excepción. Su tipo es rarísimo, y sólo de tarde en tarde suele dibujar la crónica uno semejante.

IX

Como quiera que sea, al acabar de hablar esta vez Julia, yo me sentía más subyugado aún que antes. Aquella naturaleza enérgica y ardiente influía en mi alma de una manera irresistible; Julia era la mujer de mis sueños; esa mujer hermosa, inteligente, apasionada, que yo había evocado con frecuencia en mis delirios de joven y que se me había aparecido también, divina creación de mi fantasía ardorosa, bañándome con las llamas de su mirada, haciendo estremecer mi pobre corazón con las promesas de su sonrisa, iluminando mi existencia oscura y pobre, con todas las esperanzas del amor y de la felicidad.

¡Oh, sí! Julia era mi ideal: una mujer—leona incapaz de someter su cuello de reina a las cadenas de ninguna servidumbre; incapaz de sacrificar su corazón como una hostia impura, en aras de ningún interés miserable; bastante soberbia para romper y hollar bajo sus pies de diosa esos grillos que se llaman las exigencias del mundo. Julia quería ceñir su altiva y blanca frente, no con la corona de oropel que alarga la mano arlequinesca de la preocupación, sino con la corona de azucenas que la conciencia invita a aceptar de mano de la virtud verdadera, de esa virtud que desprecia el certificado de la sociedad, porque cuenta con el sello de Dios.

Todo lo tenía para mí esa joven extraordinaria. Una belleza poética y majestuosa; una inteligencia magnífica y elevada; un corazón ardiente y resuelto; una dignidad que no por estar unida a una dulzura inmensa era menos firme; una franqueza incapaz de velar sus sentimientos. Esta última cualidad la hacía más adorable aún, porque la alejaba de esa pobre y vulgar coquetería que obliga a las mujeres a fingir una amabilidad que no tienen, y también de esa reserva gazmoña y antipática que las obliga a ocultar sus afectos bajo una máscara de nieve.

Nunca me han agradado las coquetas, amigo mío; y eso no porque carezcan de ciertos atractivos, sino porque siento junto a ellas algo parecido al perfume alcohólico que exhalan las flores de trapo, a las que se empapa de esencia para darles mayor semejanza con las flores naturales.

Las coquetas son flores de trapo. Prefiero las naturales, como debes suponer.

En cuanto a estas mujeres que se imponen por orgullo o por educación el deber de reservar sus sentimientos, aunque desborden de su alma, las compadezco cuando son víctimas; las detesto más que a las coquetas cuando hacen sufrir; y me parecen tan infames como el médico que mirase impasible a un enfermo estando en su mano curarlo; como el nadador que se divirtiese en ver desde la orilla del mar a un náufrago perecer entre las olas, por falta de auxilio.

Julia no era así; era incapaz de ser así. La conocía yo hacía pocos días; pero eso me bastaba para asegurarlo. Además, había en el fondo de su carácter algo de tristeza, dulce y sublime tristeza, eterna compañera de las almas elevadas y de las naturalezas enérgicas.

Así, el semblante de Julia, tan juvenil y fresco, tan radioso y altivo, se nublaba a veces con una expresión de súbita tristeza que le daba un aspecto de una de aquellas heroínas de Byron, martirizadas por tremendas pasiones.

¡Ay, amigo mío! ¡Qué mujer era Julia para adorarla! Y ¡qué mujer para ser amado por ella!

Comprendo ahora por qué una mujer así, que se encuentra uno en los primeros senderos de la vida, decide fatalmente de nuestros destinos, de nuestras creencias, de nuestra dicha. Si ella quiere, si ella nos ama, convierte para nosotros la vida en un paraíso constante. Si deseca nuestro corazón con su desprecio o con su perfidia, hace de la existencia un desierto fastidioso y eterno, del que desea uno salir cuanto antes.

X

Pero me parece que he perdido el hilo de mi narración.

Te decía que el inglés se quedó reflexionando luego de que Julia acabó de hablar.

Pues bien, después de aquella generosa y franca manifestación de la joven no se podía menos que ser caballeroso y delicado, so pena de pasar por un imbécil o un miserable. El inglés lo comprendió, y dijo a Julia, sonriendo:

— Estoy admirado de oír hablar a usted así, Julia, porque sus palabras respiran valor y virtud; pero de ningún modo puedo admitir las resoluciones de usted. ¡Permitirle que trabaje para vivir! Esto es muy noble para usted, pero sería indigno para nosotros. Los vínculos que nos unen a usted no son los de la familia; pero son los de la amistad, tan sagrados como aquéllos, y por eso nos creemos en el deber de velar por usted. Además, Julia, si fuésemos pobres, si la substancia de una débil criatura como usted viniese a disminuir nuestro pan, todavía nos consideraríamos afortunados en poder ofrecérselo, aunque usted tendría más razón en querer rehusarlo; pero nuestra posición está fuera de ese peligro, somos ricos, y la obligación que nos imponemos con usted nos es tan grata como poco onerosa. Por lo demás, mis relaciones en México son poderosas y bastantes para arreglar sus asuntos de familia, como lo espero, sin dificultad y sin escándalo, poniéndola a usted fuera del peligro que temía, y asegurándole el porvenir a que tiene usted derecho por sus virtudes y por su posición social. Ahora descanse usted confiada y tranquila; mañana hablaremos más todavía. Julián se encargará, como un hermano de usted, de arreglar todo lo necesario a su bienestar para que no se hastíe pronto de este destierro, al cual sólo los negocios pueden confinar a uno.

Julia pareció conformarse en todo con las intenciones del inglés, y se quedó alegre, feliz y llena de esperanza. Nos despedimos en seguida y cuando salimos, el inglés me heló con las siguientes observaciones.

— ¡Singular muchacha es ésta, Julián! Me parece que es buena en el fondo; pero Dios quiera que no venga a traernos con su presencia aquí complicaciones y dificultades que nos hagan maldecir la hora de haberla encontrado, como un fantasma, en las calles de Puebla. En lo que yo escribo a México, a mis amigos y abogados, para que procuren arreglar el asunto con su familia, cuide usted de que no salga. Su presencia daría lugar a multitud de rumores y comentarios. Se diría que era querida mía o de usted, y ni usted ni a mí puede favorecemos esto. A mí, particularmente, me perjudicaría en gran manera; el hermano de mi prometida está aquí, como usted sabe, empleado; llegaría a su noticia la venida de Julia; su hermosura extraordinaria le llamaría la atención; él es joven, curioso; se empeñaría en verla; sabría, quizá, nuestra aventura de su propia boca; conocería, además, porque la joven no lo disimula, que me tiene gran cariño; la malicia complementaría sus sospechas, y ¡adiós matrimonio! Ni mi futuro suegro ni mi futura esposa son personas que pueden dejar de hacer un gran escándalo de ello. Me creerán un libertino y se disiparán como humo mis proyectos de felicidad. Vea usted a cuántos peligros me ha expuesto, Julián, con sus ligerezas de joven. Pero, en fin; una vez que no tienen remedio, tratemos de remediarlas en lo posible. Haremos esfuerzos para que pronto se vuelva a México; porque si eso no se pudiera, yo me vería obligado a ir allá para alejar sospechas sobre mi conducta.

— La decidiré —contesté yo al inglés.

Había yo tomado una resolución, porque de todas las palabras anteriores había yo deducido que él prefería expulsarme juntamente con Julia que correr el peligro de que se desbaratase su matrimonio.

A pesar de todo, tenía razón.

¡Figúrate qué tumulto de ideas se levantó en mi alma orgullosa y enamorada! El inglés estaba disgustado de la venida de Julia a Taxco; ella estaba enamorada de él con todo el fuego de su corazón virgen; yo adoraba a la hermosa joven con todo el ardor de mis veinte años y de mi corazón, virgen también, porque entonces creí que amaba verdaderamente. Ahora bien: era preciso salir de Taxco. Y ¿cómo convencer a Julia de que debía seguirme, si no me amaba? Yo no me sentía capaz de herir su alma revelándole el disgusto del inglés; esto me lo aconsejaban la dignidad y el temor de hacerla sufrir. Y si a pesar de no amarme se resolvía a seguirme, ¿adónde podría yo llevarla?

Por fin, me dije: a México; allí la ocultaré; y si nos persiguen, mejor; sufriré por ella, pero la salvaré. Quizá me tengan por su raptor; para eso sí es preciso preguntarle, porque equivaldría a aceptar por compromiso una situación que le repugnará. Pero era necesario alejarnos a toda costa de Taxco.

Aquella noche no dormí, pensando en todas las dificultades que mi amor a Julia había venido repentinamente a amontonar en el camino llano y alegre de mi vida.

XI

Al día siguiente fui a verla. Eran las ocho de la mañana, y ella, que se había despertado muy temprano, se hallaba en el jardincito de la casa y se ocupaba en hacer un ramillete con las flores más bellas.

¡Qué hermosa estaba! La felicidad había aumentado sus encantos, y no pude menos que detenerme en el umbral para verla detenidamente y para sofocar los latidos de mi corazón, que parecía salírseme del pecho. La amaba entonces con desesperación, porque la noche pasada había acabado de confirmarme en la creencia de que ella amaba a mi rival.

Se hallaba vuelta de espaldas, y tenía un lindo vestido blanco y fresco, propio de aquella estación y de aquel clima. Julia estaba en la florescencia de la juventud; así es que su traje dejaba ver en toda su riqueza y su elegancia las formas de aquel cuerpo ligero y airoso que hubiera envidiado una Venus antigua.

Cuando acabó de hacer su ramillete, se volvió y corrió hacia mí, sonriendo.

— ¡Ah!, es usted, Julián —me dijo, alargándome la mano—; buenos días, amigo mío; ¿y el señor Bell?

— Está bueno —le contesté—, y envía a usted sus saludos; se fue a la mina, pero vendrá a ver a usted esta tarde.

— ¿Cómo esta tarde? ¿Y por qué así? No hay tanta distancia de la casa de ustedes a ésta para dar unos pasitos y venir a darme los buenos días…

— Tal vez —repliqué— no creía a usted levantada a la hora en que se fue. Supuso que estaría usted fatigada y que dormiría hasta muy tarde.

— ¡Oh!, no; yo me levanto temprano, como usted ha visto, y aquí no me perdonaría el quedar en la cama, cuando la salida del Sol es tan hermosa en Taxco. ¡Qué bello clima!; ¡qué bello temperamento! Pero ¿sabe usted, Julián, que este destierro es lindísimo? Yo no sé como ustedes se aburren aquí, pues yo no me figuraba que estaría tan contenta en este pueblo, como lo estoy. Sobre todo, ¡qué casita tan graciosa tiene usted! Es una jaula de canarios. Por dondequiera, muebles ligeros y elegantes, aseo y comodidad. Y afuera, ese jardincito es un primor. Allí me encuentro muchas flores extranjeras que ya conocía; pero hay otras que no he visto nunca y que son preciosas.

— Sí, Julia; son flores del país; flores silvestres y desconocidas en México, que yo he recogido en las gargantas de estas montañas y en las llanuras de Iguala, y que cultivo cuidadosamente para trasplantarlas a México. Habrá usted notado, por ejemplo, que toda la cuesta que está empedrada con enormes peñascos, desde el tiempo de Borda, y que tanto molestó a usted ayer, está lujosamente decorada por una cerca de bellísimas flores. Pues todas esas se hallan aquí y las he clasificado en mi herbario. En fin; el jardincillo es un puñado, pero él alegra siquiera la humilde ermita del desterrado.

— ¡Ah!, pero repito que es linda la ermita. Aquí tiene usted de todo para distraerse. Acabo de registrar los hermosos libros de ese estante… Ahí hay muchas ciencias que no entiendo; pero también hay poetas; yo he leído a muchos poetas.

— ¿Le agrada a usted la poesía?

— Es claro; ¿se tiene, acaso, un carácter como el mío sin haber bebido un poco de esas fuentes? Y están aquí todos los poetas que adoro. El Dante, el Tasso, Víctor Hugo, Lamartine, Alfredo de Musset, Quintana, y éstos que son los que traducen en la lengua de fuego de la América los sentimientos de fuego de nuestras almas ardientes… José Mármol, Gómez, Lozano y Plácido. Yo adoro a estos poetas, y no extrañe usted que no conozca a estos otros porque no sé latín, ni inglés, ni alemán. Harto es ya que me hayan permitido estas lecturas los que deseaban que no leyese más que El Año Cristiano y los insoportables versos del P. Sartorio.

— En efecto, Julia; veo que tiene usted una instrucción poco común en su sexo, y sobre todo, buen gusto.

— Sobre todo, afición al estudio… ; tengo sed. ¡Ah, si no hubiera tenido que luchar con las preocupaciones de familia! Pero vamos a otra cosa; he arreglado la casita, porque, amigo mío, se notaba desde luego la ausencia de usted. Ya verá usted en todo que ha andado por allí la mano de una mujer. Y a propósito: ¿qué empleo tiene usted aquí, Julián, si no es indiscreto preguntarlo?

— Soy el ingeniero director de la mina —respondí— y el jefe de la casa cuando el señor Bell no está aquí, lo que sucede casi todo el año.

— ¡Ah!, ¿es usted ingeniero… ? —dijo Julia algo sorprendida; y como recordando, luego añadió— Pues entonces perdóneme usted, amigo mío: quizá le he tratado con poca atención creyendo que era usted un dependiente de un rango subalterno. De ningún modo debía hacerlo así; pero, ¿qué quiere usted?, son los prejuicios con que nos educan. Y luego, es usted tan joven que no creí que pudiera usted ser un empleado de alta categoría con el señor Bell, ¿y lo quiere a usted mucho?

— Mucho; es mi amigo además de ser mi jefe, y me ha prestado excelentes servicios.

— ¿Es verdad que es muy generoso, muy noble?

— Ciertamente; y muy guapo, además, y de modales muy distinguidos.

— Es verdad; y… ¿vive aquí solo?

— Es decir: sin familia, porque no la tiene. No es casado, y en cuanto a sus padres y hermanos, parece que están en Inglaterra.

Julia no disimuló su alegría.

Esta era la oportunidad de revelarle lo del próximo casamiento; pero, lo repito, me había propuesto callar para no herirla en lo más profundo del alma.

— Julia… —dije con acento turbado, interrumpiendo la meditación en que parecía haberse sumergido repentinamente.

— ¿Qué Julián?; pero ¿qué tiene usted que palidece y luego se ruboriza?; ¿qué va usted a decir?

— Nada en particular; pero como es preciso prever todas las eventualidades que pueden ocurrir, me atrevo a preguntarle a usted: si nos persiguieran hasta aquí, si el cochero de la diligencia de Puebla contara, como habrá contado ya, lo de la escapatoria, y por esa causa nos siguieran la pista y averiguaran, lo que no es difícil, que se había usted venido a Taxco, y la autoridad tomara cartas, ¿qué responderíamos en caso de que nos interrogaran? ¿No piensa usted que me atribuirían a mí el rapto y que me acusarían de ser el seductor de usted?

Julia se sobresaltó y respondió vivamente.

— ¡No lo quiera Dios, no!; es preciso decir la verdad pura. El señor Bell y usted declararían cómo me encontraron y por qué razón me he venido con ustedes. Precisamente, para evitar toda sospecha, deseaba yo trabajar aquí en una situación independiente. Insisto en ello, y creo más que nunca que necesito la sombra y el amparo de una familia honrada para que en cualquier caso dé un testimonio fiel de mi conducta. ¡Oh!; no, Julián; no tema usted ser acusado como mi raptor porque yo lo desmentiría en el acto.

¿Lo creerás, amigo?; me dio pena que Julia se apresurara a decirme todo esto. Su honra se lo aconsejaba así; pero yo habría deseado que no me lo hubiese dicho tan pronto.

— Hay el peligro, entonces —añadí—, de que tomen por seductor al señor Bell, cosa que lo comprometería.

— Nunca, nunca, porque yo lo negaré, aceptando como acepto, la responsabilidad toda de mis actos. Pero ¿acaso teme usted o el señor Bell que eso llegue a suceder?

— Temerlo, no; pero conviene estar preparados. Y ¿qué le parece a usted de volver a México? Yo creo que allí estaría usted más a cubierto.

Julia se sobresaltó y preguntó dolorosamente:

— ¿El señor Bell quiere que yo me vaya?

— No, Julia; nadie quiere eso; pero le pregunto yo únicamente para saber la opinión de usted.

— Pero ya sabe usted mi resolución; quiero quedarme aquí, vivir lejos de mi familia, trabajar tranquilamente… , a no ser que ustedes se vuelvan allá, porque entonces tendría que seguirlos para no quedar sola aquí, sin protección alguna.

— En cuanto al señor Bell, es posible que se vuelva… ; yo me quedo.

— Y ¿será pronto? —preguntó con ansiedad Julia, cubierta de una palidez mortal.

— Tal vez —repuse yo—; sus negocios de México exigen su presencia allí. Anoche ha recibido cartas… ; le llaman.

— Entonces iré y procuraré vivir oculta.

— Pero ¿no le convendría a usted mejor quedarse?

— No; decididamente, comprendo las dificultades en que mi presencia ha puesto a ustedes; y me resuelvo a sufrir sola las consecuencias de mi conducta. Partiré, Julián, dentro de pocos días, y yo ruego a usted que arregle mi viaje.

Julia decía esto sofocando los sollozos que hinchaban su pecho.

— Anoche —añadió— he tenido un momento de felicidad; ¡cuán poco debía durar, Dios mío, pues que esta mañana tan radiante y hermosa se ha trocado para mí en una noche de dolor!

— Pero, Julia —dije acercándome a ella—; no se aflija usted por mis palabras impertinentes. El señor Bell nada ha dicho de eso; debe usted descansar en las seguridades que le dio anoche. Yo soy solo el que, sin pensar afligir a usted, le he dirigido estas preguntas para conocer su voluntad; para saber si estaba usted contenta aquí.

— Julián: pues ¿para qué me hace usted sufrir de esta manera? Si no les hago mal, ¿por qué me atormenta usted haciéndome sospechar que me rechazan? En mi situación se vuelve uno susceptible hasta el extremo.

En este momento, un caballo se detuvo en el zaguán. El jinete se apeó y penetró en la casa. Era el inglés.

Julia lo recibió risueña y amable; pero en su semblante se notaba la tristeza que nuestra conversación anterior le había causado.

— ¿Qué pasa, hija mía? —le preguntó el inglés saludándola cariñosamente—. La veo a usted triste… ¿Ha pasado usted mala noche? ¿Está usted fastidiada en este poblacho?

Entonces yo expliqué todo al inglés, que aparentó reñirme por mi impertinencia, y aseguró a la joven que nada tenía que temer. Después le indicó que le sería grato almorzar con ella, y me detuvo para que los acompañase. Acepté; Julia ofreció su pequeño ramillete al inglés y volvió a lucir el sol de la dicha. De manera que yo, que había ido a la casa de Julia con la intención de inclinarla a salir de la posición humillante en que el desagrado del inglés la colocaba, había empeorado mi causa y trabajado para la de mi rival.

XII

Así pasaron ocho días. Yo venía a ver a Julia todas las mañanas, y en las tardes volvía casi siempre con el inglés, que exigía que lo acompañase, seguramente para librarlo de caer en la tentación de enamorarse de la bella niña, que cada día adquiría a nuestros ojos nuevos encantos.

Yo no pensaba ya más que en ella; ni quería ni podía hacer otra cosa. ¡Amarla! He aquí, resumida en esta palabra, toda mi vida.

De día, su imagen me impedía consagrarme al trabajo. De noche, su imagen presidía implacable a mi insomnio doloroso. Perdí el apetito, me hice misántropo y se apoderó de mí una tristeza desesperada. Cuando iba a verla experimentaba una sensación desconocida, monstruosa: mezcla de felicidad y de amargura; brebaje envenenado que, sin embargo, era el único que parecía alimentarme. Dejar de verla hubiera sido morir.

Y, sin embargo, yo sabía que no me comprendía o no quería comprenderme, porque ella, a su vez, estaba más enamorada cada día del joven inglés. Cada tarde veía yo una nueva prueba de su amor, que el inglés aceptaba con exquisita finura, pero sin conmoverse; cada noche sabía yo por mis criados que ella lloraba cuando nos alejábamos. Hacía constantes preguntas a la criadita sobre el inglés; con respecto a mí, no preguntaba nunca.

Una vez fui a verla solo en la tarde, y como era mi costumbre, me senté en un sillón de bejuco junto al lugar que ella ocupaba regularmente. La tarde estaba triste: llovía. Como ella estaba en su cuarto y había mandado decirme que tuviera la bondad de esperarla, me levanté del sillón y fui a la puerta que daba al patio para ver el jardín. ¡Qué tristes me parecían los árboles inclinando sus copas por la lluvia! Parecióme que lloraban. Las pobres flores caían deshojadas, y sus pétalos eran arrastrados por las corrientes que inundaban el pequeño patio. El jardín presentaba un aspecto de desolación, y era la imagen de lo que pasaba en mi alma. Allí permanecí inclinado unos instantes con la frente abatida y las lágrimas hinchando ya los párpados, cuando oí que hablaban cerca de mí, y me volví apresuradamente.

Era Julia.

— ¡Qué entretenido está usted con el aguacero! —me dijo alargándome una mano cariñosa.

Después fuimos a sentarnos.

No me preguntó por el inglés, y esto me hizo feliz; ¡qué niñería!

Luego comenzamos a hablar de muchas cosas; de esas muchas cosas que se precipitan en los labios como para ocultar un pensamiento que está en el fondo de la conciencia. Ella también parecía distraída. Yo tenía la inexplicable costumbre de hablarle siempre muy bien del inglés; y en mis palabras, éste, que era un hombre comme il faut, pero que estaba lejos de ser un héroe de novela, tomaba proporciones colosales. Mi pasión me daba elocuencia, y la joven me escuchaba extasiada. Todavía tenía yo una costumbre más singular: como la conocía bastante, comprendía sus propensiones, sus afectos, los recuerdos que le eran más caros, y procuraba manifestar mi odio a todo esto, con una especie de encarnizamiento que debió haberle llamado la atención. ¿Qué objeto tenía yo? Quizá herirla y hacerme aborrecible a sus ojos; quizá obligarla que me dijera algo que, ajando mi amor propio, disminuyera mi pasión; en fin: no sé qué deseaba, a punto fijo; pero yo experimentaba una especie de goce salvaje en ello. Y, como era natural, había logrado mis deseos. A los ojos de Julia yo era un hombre singular; yo la detestaba. De modo que no podía yo haber escogido mejor manera de elevar ante ella el carácter del inglés. Pues bien: esto me desesperaba; ya que no tenía la mirada bastante penetrante para leer lo que pasaba en mí, estaba resuelto a no decirle nada jamás. Sufría yo mucho; pero no sabía entonces que con este sufrimiento se arranca para siempre un amor, por profundas que sean las raíces que haya echado en el corazón.

Esa tarde, Julia me hablaba con una dulzura singular que me hizo estremecer; sonreía tristemente y me miraba con fijeza, como procurando leer en mi alma.

— Julián: usted tiene una enfermedad moral, ¿no es esto? —me preguntó con un acento tan suave, tan conmovido, que no pude menos de temblar y de sentirme agitado.

Sin embargo, procuré tomar un aire de indiferencia, y le respondí:

— No, Julia; no tengo nada, que yo sepa… ; fastidio de estar aquí, es verdad; me figuré al principio que no extrañaría a México, que me acostumbraría a este trabajo monótono y duro y que el estudio me distraería.

— Y ¿no ha sido así?

— No; he resistido cerca de un año; pero este tiempo de aguas me ha hecho insoportable la vida aquí. Me muero de aburrimiento. Tengo nostalgia.

— Pero ¿es que México le interesa a usted porque allí ha pasado sus primeros años, o porque tiene allí algo que afecta especialmente su corazón?

— Le diré a usted: extraño a México, no porque tenga allí nada que afecte especialmente mi corazón. Hasta ahora no he amado a nadie… Pero México es una ciudad de placeres y yo estoy ávido de ellos. Conozco que mi organización exige esa fiebre de goces que aturden y que…

— Y que matan.

— Y que matan, en efecto. ¡Qué me importa!

— ¡Cómo!; ¿no le importa a usted morir?

— No mucho. Hay veces en que la vida me hastía precisamente porque soy joven; se me figura que aún me falta que andar mucho, y ese largo camino que tengo frente a mi vista me causa desaliento.

— ¡Oh!, no diga usted eso, Julián; no piense usted así… ; destierre de su alma esa horrorosa enfermedad de tedio, que es peor que la muerte.

— Y ¿cómo, Julia?

— Amando; ¿por qué no ama usted?

— ¡Ah!; porque temo ser despreciado.

— Pero eso no puede ser; tal vez una persona resista a las muestras de amor que otra le dé; pero si ellas son sinceras, el corazón acaba por abrirse conmovido.

— Julia: es usted muy niña y no sabe que amar no es precisamente el mejor medio para ser amado. Si eso fuera…

— ¿Si eso fuera? —preguntó, sobresaltada, Julia.

— Si eso fuera, yo no sufriría.

— ¿Usted? Pero ¿en qué quedamos: ama usted o no ama?

— ¡Oh, sí!; amo con delirio, con ceguedad. Amo como se ama sólo una vez en la vida, mi alma hace el último esfuerzo.

— ¡Julián! —me dijo Julia, trémula y agitada—; y ¿quién es la que inspira semejante amor?; ¿quién merece ser amada así?

— Julia —le respondí, delirante ya—, Julia: ¿no lo ha adivinado usted todavía? Pues ¿necesito decir a usted el nombre?; ¿necesito confesar a usted que no tengo ya vida sino para amarla, y que muero de pasión y tristeza viendo que usted no me comprende?

Y diciendo esto, estreché convulsivamente una de sus manos entre las mías, y quise apretarla contra mi corazón.

¡Insensato de mí! Había guardado mi doloroso secreto en la caja de hierro de mi orgullo. Abríla, engañado por la ilusión de un momento, y he aquí que estaba perdido. ¡Maldito instante aquél!

Julia retiró su mano vivamente y se levantó pálida y triste.

— Julián —me dijo—: no había yo comprendido, se lo confieso a usted con sinceridad. Preocupada con mis propias penas, no había creído que la tristeza de usted fuera causada por mí. Es usted noble y generoso, joven, digno de ser comprendido y amado. Pero yo… no puedo amar a usted ya… ; la fatalidad lo ha dispuesto de otro modo.

— Todo lo sé, Julia —dije volviendo en mí, otra vez conducido al terreno de la razón por mi orgullo traicionado hacía un momento.

— Todo lo sé —continué—; usted ama a Bell… , ¿no es así?

— Sí, Julián —me respondió deshaciéndose en llanto—; también yo merezco piedad; también yo soy infeliz; ¡le amo más que a mi vida!

Hubo un momento de silencio. Después, Julia enjugó sus lágrimas, procuró serenarse y sonreír, y alargándome una mano, me dijo:

— Pero seamos razonables. Nuestras almas no pueden unirse con los lazos del amor; pero sí pueden estarlo con los lazos de la amistad. Seré amiga de usted; seré su hermana… ¿Acepta usted esta amistad tierna? ¿Quiere usted ser mi amigo único?

¿Has amado alguna vez, hijo mío, y al declarar tu amor te han respondido ofreciéndote amistad? Si es así, te compadezco, y puedes comprender lo que sufrí; si no te ha sucedido esa desgracia inmensa, entonces no puedes tener idea de la mía, como un hombre que no tiene hijos no puede tener idea de lo que se sufre cuando muere uno de ellos. ¡Amistad! Esta palabra resonó lúgubre en mi alma, llena de tinieblas en aquellos momentos en que acababa de ponerse en ella para siempre el sol de la esperanza. ¡Amistad! Esta palabra, tan dulce y tan consoladora en la boca de un amigo, es áspera y amarga en los labios de la mujer a quien se ama. Es de preferirse la indiferencia o el odio. La amistad es entonces la limosna de la compasión, así como la compasión es la limosna del alma.

Así, pues, aquella palabra sublevó mi orgullo y me dio una fuerza suprema, porque me sentía desfallecer. Entonces, arrancando una voz firme, aunque débil, de mi garganta anudada, y soltando aquellas manos hermosas que estrechaban las mías, respondí a la joven, que me miraba con los ojos húmedos de lágrimas:

— Gracias, Julia; pero no la acepto. El amor se paga con amor. La amistad lo profanaría. ¡Adiós!; ¡perdóneme usted! y me levanté, vacilando, y me dirigí hacia la puerta.

Julia me detuvo, suplicante.

XIII

No quise escucharla, y casi loco me lancé a la calle. Seguía lloviendo a cántaros; pero apenas pude advertirlo y llegué a mi alojamiento sin hablar a nadie.

Una vez que estuve en mi cuarto, caí a los pies de mi cama acometido de un acceso de desesperación. Hubiera deseado derramar lágrimas a torrentes para aliviar mi corazón, que sentía estallar; pero no pude, y creí morir por el violento dolor que sufría.

Era yo joven, amaba por primera vez, y así se explica la vehemencia de mis sentimientos. Si eso me hubiese acontecido ahora, habría yo parecido risible, aun a mis propios ojos.

En un estado próximo a la insensibilidad, debí de haber permanecido mucho tiempo, porque hasta llegada la noche, cuando mi criado vino a mi cuarto a encender luz, y notó con sorpresa que me hallaba tendido a los pies de mi cama, recuerdo haber cambiado de situación. El pobre criado me creyó enfermo; me levantó del suelo, me hizo meter en la cama y llamó al médico.

Este declaró que era yo presa de una fiebre violenta, cuya causa se atribuyó al aguacero que había yo recibido.

La enfermedad fue tan terrible, que no volví a recobrar el sentido sino hasta cuatro o cinco días después, y eso con tal debilidad, que apenas podía darme cuenta de lo que pasaba.

En vano preguntaba yo con voz moribunda qué era lo que tenía y por qué me hallaba así. Nadie quería responderme sino para recomendarme silencio, del que no salía yo, por fin, sino para ser acometido de un delirio penosísimo para los que me escuchaban y para mí mismo, porque me fatigaba.

Por último, merced a los esfuerzos y a la inteligencia del médico que me asistía, pude salvarme, y a los doce días estaba convaleciente, aunque incapaz de hablar ni de pensar. El aniquilamiento de mis fuerzas era sumo, y mi horror a toda clase de alimentos lo prolongaba.

Al fin comencé a recordar y a ver con lucidez las cosas: pero aún no me atreví a preguntar nada particularmente acerca de Julia, de miedo de revelar el estado de mi alma; estado que, sin embargo, era conocido de todos, a causa de las palabras que se me habían escapado durante mis delirios.

A los veinte días me creyeron capaz de leer mi correspondencia de México, y me la entregaron. Abrí varias cartas y las dejé porque eran largas y hablaban de negocios; pero al tomar una en mis manos no sé por qué me estremecí. La letra del sobrescrito era de mujer, y desconocida para mí. Abrila temblando. Era de Julia y estaba fechada en México. No pude reprimir un grito y caí desfallecido en las almohadas. ¡Julia en México! ¿Qué había pasado, pues, durante mi enfermedad?

Recobrado a pocos momentos, volví a tomar la carta y la devoré en un segundo. Julia me decía que el señor Bell me diría todo lo que había pasado; que se había visto obligada a partir con la pena de dejarme enfermo gravemente, y tal vez por causa suya; que sabía que estaba yo fuera de peligro, pero que deseaba que la perdonase y que no conservara de ella un recuerdo doloroso.

Quise saberlo todo, y llamé.

El inglés se presentó y vino a abrazarme.

— Tal vez hice mal en creer —me dijo— que estaba usted ya capaz de leer esta carta; pero consulté con el médico y él me aseguró que no había peligro en enseñársela. Sé cual ha sido la causa de la enfermedad de usted porque en su delirio nos la ha hecho conocer. Ahora bien: era preciso que supiera usted de una vez lo que ha pasado con Julia; esa carta debía dar la ocasión para referírselo.

— Diga usted, diga usted —contesté yo con viva ansiedad.

— Pues bien: cosa de ocho días después de que usted cayó enfermo, dos parientes respetables de Julia se presentaron aquí con cartas que traían para mí y para otras personas de Taxco. Ya sabía usted que yo había procurado con empeño que se arreglaran las dificultades que había entre esta joven y su familia. La cosa no fue difícil, pues la madre de Julia había llegado a México en seguimiento de ella, sabiendo que se había venido acompañada de nosotros. Por fortuna, no se pensó mal de esta compañía; no se creía que habíamos cometido un rapto, como me lo temí, sino que se dio a la fuga de Julia su verdadero carácter, de lo que debemos felicitarnos. La señora fue a mi casa; habló a mis amigos, que justamente tenían ya encargo de explicar a la familia de Julia todo, y de procurar con ella un arreglo; la señora supo que su hija, cuyo carácter conoce perfectamente, no creyéndose segura en México, había continuado bajo nuestra protección hasta aquí; al mismo tiempo recibió una carta de la joven, bastante explícita, y como debe usted suponer, el arreglo no fue difícil. La señora se adelantó hasta proponer a mi abogado condiciones muy favorables para Julia, en vista de su repugnancia para permanecer con su familia y de su resolución manifestada tan enérgicamente. Así es que la joven vivirá en México con una familia de parientes suyos; se le nombrará un curador que administre los bienes, que le pertenecen por su herencia paterna, y de este modo no habrá ya disgustos ni dificultades. Vea usted, Julián, qué ventajas ha obtenido nuestra hermosa heroína con su conducta, que mucho temí la hubiera perdido para siempre. Su padrastro bien hubiera querido aprovecharse de la inconsiderada fuga de la joven para arruinarla, y aún procuró trabajar en ese sentido; pero debemos hacer justicia a la madre; ella no lo consintió, y aquel amor maternal, un tiempo apagado, volvió a encenderse de nuevo, con la ausencia, haciendo que la señora comprendiese cuál era su deber. Entonces fue cuando la señora, en compañía de dos parientes suyos, uno de los cuales es ahora el curador de Julia, se dirigieron a Cuernavaca; allí la señora aguardó a su hija y ellos vinieron a llevarla. Como debe usted comprender, Julia se sorprendió de este arreglo; no lo podía esperar tan ventajoso. Así es que, aunque triste por separarse de sus amigos y más triste aún porque lo dejaba a usted enfermo, partió sin poder despedirse de usted, que justamente en esos días se hallaba usted más grave. Ahora, amigo mío, acabe de aliviarse, trabaje, y yo creo que los proyectos de usted respecto de ella se arreglarán a pedir de boca; porque usted la ama, Julián, ¿no es así?

— Es verdad —le respondí, todavía distraído por los pensamientos que me había sugerido la narración del inglés.

— Pues bien: valor y que la esperanza termine pronto esa convalecencia que aún me admira. Sepa usted que hubo momentos en que no contamos para nada con su vida. Fue una fiebre tremenda de que no lo ha salvado a usted más que su juventud.

— Y es una lástima —repuse—, porque no valía la pena vivir; ella no me ama.

— ¿Cómo es eso? ¿Julia no lo ama a usted?

— Amigo mío, demasiado la conoce usted, ¡y aún me lo pregunta… ! Julia no ama sino a usted con toda su alma.

— ¿A mí?, ¿es posible?

— ¿No lo ha visto usted claramente en todas sus acciones, en todas sus palabras? Pero, hombre… ; entonces, ¿usted no sabe leer en el corazón?

— Confieso a usted, Julián, que he tenido mis sospechas acerca de ello; pero que luego las he desechado, reflexionando sobre el carácter original de Julia, y más que todo en la intimidad de usted con ella, intimidad que yo había creído establecida por el amor. Ustedes eran jóvenes de la misma edad; usted ha hecho por ella lo que sólo un amante o un hermano habrían podido; usted había arrostrado todos los peligros para salvarla, y además la había acompañado solo de México a Taxco; ¿cómo dudar de que sus corazones hubieran permanecido tranquilos? Así es que las manifestaciones, a veces demasiado extrañas, que advertí en Julia, si bien me dieron en qué pensar, no me decidieron a darles otro origen que el de una amistad entusiasta y juvenil. Cuando un hombre ha salido de los primeros años de la juventud, como yo, no puede tener ya esa tan consoladora como fértil presunción que hace al adolescente creerse idolatrado porque se le concede una sonrisa común, o porque se contempla con atención la corbata que se lleva, o el chaleco que estrenó. Además, yo siempre fui, por carácter y por educación, frío y desconfiado. Natural era que por todo lo que he dicho a usted no me fijara largo tiempo en las acciones de Julia ni adivinara su origen. Pero, ciertamente, ¿usted lo sabe?

— Ella es quien me lo ha confesado.

Entonces referí en pocas palabras al inglés todo lo que había pasado aquella tarde fatal en que caí enfermo. Mi amigo se sorprendió grandemente y concluyó diciéndome:

— Más vale que yo haya ignorado la pasión de esta pobre niña. Habría yo sufrido sin poder hacerla feliz. Yo amo a otra, usted lo sabe, y mi próximo matrimonio formado por el afecto, por los intereses y por compromisos sagrados, habría fracasado, lo cual hubiera sido un golpe espantoso para mí, Julia es hermosa: diez veces más hermosa que mi novia; es inteligente y amable; pero ¿qué quiere usted, amigo mío? En mi corazón y en mi pensamiento ya no hay lugar más que para la mujer a quien estoy unido por promesas inviolables desde hace tres años. Todavía más: usted no puede comprender cuál fue mi temor al ver llegar a Julia a Taxco. Me creí perdido, y ha sido necesaria toda mi inteligencia, ayudada de la intimidad de usted con Julia, para hacer entender a mi maligno cuñado que la bella Elena no era para mí. Con todo, su venida provocó explicaciones serias por parte de mi novia, indagaciones por parte de mi suegro y hablillas entre los parientes, aspirantes y toda esa corte que rodea siempre a las familias como la de mi futura. Pero han quedado satisfechos todos, y la ida de Julia a México ha puesto punto a la historia.

Todavía seguimos hablando el inglés y yo por espacio de una hora, y cuando me dejó, animándome siempre con reflexiones consoladoras, me sentí aliviado de un gran peso.

Julia había partido; pero era feliz. Yo procuraría olvidarla; lo creía difícil, pero iba a hacer esfuerzos y me lisonjeaba de antemano de poder triunfar de aquella pasión tan dominadora como funesta.

A los pocos días estaba yo en pie y en el trabajo procuraba olvidar mis penas.

XIV

Pero el amor desgraciado impide trabajar o hace desfallecer pronto. Además, el trabajo es impotente para producir el olvido. Es una desdicha; pero el bálsamo bendito del trabajo no cura las heridas del alma. Yo me río de todos esos consejeros inexpertos que recomiendan a los que han sufrido alguna gran desventura de amor, que se refugien en el trabajo. Eso está bueno para las novelas; y aun cuando suele ser un remedio eficaz sólo puede aplicarse a ciertas gentes.

Los que aman como yo, no se curan así. Es preciso que otra gran pasión, tan dominadora como la que nos ha abatido, venga a levantarnos de nuevo en el camino triste de la existencia. y esta gran pasión tiene que ser diversa del amor, porque será mentira para los que tienen un corazón por partida doble; pero yo creo que el árbol del amor no florece más que una vez en la vida. Después suelen brotar en él algunos retoños; pero caen marchitos al nacer.

¡Se puede ser Don Juan muchas veces; pero Romeo… , sólo una! Eso explica, quizá, la existencia de los libertinos y de los descorazonados.

Algo de esto pensé por aquellos días; pero me consagré al trabajo con asiduidad. Al cabo de dos meses, me aburrí.

Mi pasión crecía; mi tedio a la vida me daba miedo; el insomnio me quitaba la salud; pensaba en Julia en todos los instantes; y cuando en las altas horas de la noche, sin haber cerrado los ojos, la veía aparecer delante de mí, más hermosa que nunca, rechazándome triste, como aquella tarde fatal, te confieso que más de una vez descolgué mi revólver de la cabecera y acaricié el gatillo con cierta alegría febril. Allí estaba el fin de mis padecimientos.

Pero la esperanza me hacía soltar el arma. ¡Esperanza!; ¿en qué?, me preguntarás. Pues bien; sí, esperanza, no en Julia, sino en la Patria. Gracias al cielo, comenzaba a romper las tinieblas de mi alma algo parecido a un fulgor, cada vez más creciente. Era el amor a la libertad. En mis paseos solitarios por los alrededores de Taxco, en mis horas de silencio en mi casa, mezclados a los recuerdos de Julia, solían cruzar por mi mente pensamientos extraños y que me habían asaltado otras veces en mis tiempos de estudiante. Ya sabes que los alumnos de la escuela de Minería siempre fueron liberales. Yo había pensado muchas veces en el pueblo, en su opresión, en sus miserias; como yo era hijo de su seno, me identificaba con él en sus dolores y en sus odios. Pero el género de mis estudios, la juventud, las distracciones, me impedían dejar crecer estos pensamientos en mi espíritu y pronto los olvidaba.

Yo no sé por qué, en aquellos días de sufrimiento para mí, tales ideas se renovaron con una fuerza extraordinaria. Tal vez contribuyó a esto en mucha parte la circunstancia de hallarse entonces la guerra del Sur en todo su furor. Las tropas del dictador Santa Anna atravesaban frecuentemente por nuestro rumbo, y las noticias de la campaña nos ocupaban sin cesar.

Tal vez la situación especial de mi espíritu, que me hacía buscar en emociones fuertes el olvido de mis dolores íntimos, fue la verdadera causa, o, más bien, la esperanza, aunque remota, de abrirme paso a una posición mejor por medio de la gloria. Yo no sé; pero lo que al principio fue una vaga preocupación, después tomó creces y rivalizó en mi espíritu con el amor a Julia.

Como te he dicho, al cabo de dos meses me aburrí y dije al inglés que no podía continuar en la mina; que mi salud quebrantada me obligaba ir a México, y que tal vez no volvería.

El inglés lo sintió mucho; pero sospechando, quizá, que lo que me obligaba a salir de Taxco era verdaderamente mi pasión por la hermosa joven, me dejó partir.

XV

Llegué a México y me propuse no preguntar nada acerca de Julia. Pero el primer día que salí, que fue el segundo después de mi llegada, iba yo bien triste, por cierto, atravesando, a eso de las tres de la tarde, el espacio que hay de la que es hoy esquina del café de la Concordia a la esquina de la Profesa, cuando tuve que detenerme para dejar pasar un magnífico carruaje tirado por dos caballos frisones y que venía de la calle de San José el Real con dirección a la del Espíritu Santo. Miré, como era natural, a las personas que venían dentro, y el corazón me dio un salto. Allí venía Julia, hermosa como un ángel, lujosa como una reina. Bajé los ojos y me aparté estremeciéndome, como si tuviera miedo. Ella me vio también y dejó escapar un ligero grito; los caballos iban con rapidez; pero Julia se asomó a la portezuela para mirarme, y en el momento en que yo volvía la cabeza para seguir con la vista el carruaje, ella me saludó; un momento después vi que el carruaje se detenía; pero sea por un sentimiento de orgullo o de temor, yo atravesé a pasos apresurados la calle de la Profesa y di vuelta en el momento por el callejón de Santa Clara. Como era de suponerse, no me siguieron.

Pero aquel incidente me hizo olvidar mi propósito y entonces comencé a preguntar a mis amigos lo que sabían acerca de Julia. Contáronme que la joven era a la sazón una de las lionas de México; que se sabía que era la hija de una familia opulenta de Puebla, que por ciertos disgustos con su padrastro se había venido a vivir a esta ciudad en compañía de otra familia de parientes suyos (lo de la fuga y la ida a Taxco se ignoraba); que frecuentaba los mejores círculos, asistía a los grandes bailes, concurría al teatro y estaba rodeada de adoradores, atraídos por su belleza como por la fama de su herencia. Esto se comprendía fácilmente. Aquí, como en todas partes, apenas aparece una mujer que se dice es rica heredera, cuando se precipitan a sus plantas los muchachos ricos y los muchachos simplemente buenos mozos, que todos son una especie de catadores de minas, sin corazón, para quienes la virtud y la belleza consisten nada más que en el filón de oro. Julia era rica, y he aquí que, previo cálculo sobre su dote, la rodeaban e idolatraban dos docenas de tontos vestidos a la derniere. Sin embargo, parecía que ella no había preferido a ninguno de ellos.

Estas noticias me helaron. Hoy menos que nunca podía acercarme a la joven, que no era ya la modesta habitante de mi casita de Taxco, sino la opulenta hija de una casa aristocrática que vivía rodeada de una corte de pretendientes y de lacayos.

Poco después del encuentro que he referido, fui una noche al teatro Nacional. Entre ya comenzada la pieza, y apenas tomé asiento en mi luneta, junto a un amigo, cuando éste, que revisaba todos los palcos con su anteojo, me dijo:

— Chico: del palco que está a nuestra derecha te está mirando con mucha atención una muchacha linda como un cielo.

Alcé la vista y volví a bajarla apresuradamente. Era Julia, que me veía con sus gemelos. Estaba radiante de belleza.

Yo no podía quedar tranquilo. Sentía sobre mi semblante algo abrasador y terrible; era su mirada.

— ¡Qué bárbaro eres! —volvió a decirme mi amigo—; esa señorita te saluda y tú te portas como un payo miserable. Alza la cara.

— Déjame —le respondí—; tú no sabes lo que me pasa.

Al día siguiente me paseaba por la Alameda, por nuestra hermosa y poética Alameda, hoy tan desdeñada por las gentes que no buscan la bellezas naturales, sino las miradas del concurso. Era una tibia y tranquila tarde de otoño, pues estábamos en noviembre; los árboles comenzaban a cubrirse con un manto de hojas amarillentas; la brisa arrastraba suavemente a nuestros pies las hojas secas; el Sol se ponía, y todo me obligaba a pensar en mis esperanzas desvanecidas, en mi juventud herida de muerte, en mis sueños de amor perdidos, cuando de repente, vi aparecer al extremo de una calle, y en dirección a la glorieta principal, a un grupo de señoras que platicaban alegremente.

Conocí una voz fresca y argentina; no podía engañarme: era también Julia, que venía, que iba a encontrarme, que me había visto ya pasearme meditabundo y abatido.

Inmediatamente di la vuelta y fui a perderme en otra calle, me dirigí a una de las puertas y salí de la Alameda corriendo.

Si seguía por otros días aun en México, era darme por perdido. Sentía ya el huracán de la pasión rugir dentro de mi alma. Era preciso huir.

Así es que, escuchando los consejos de un excelente amigo mío, que es hoy uno de los más altos personajes del Estado, y que entonces trabajaba contra el dictador y en favor de la revolución, dejé a México y fui a unirme en el Estado de Veracruz a las fuerzas que, acaudilladas por el valiente general De la Llave, enarbolaban la bandera de la libertad.

XVI

Había encargado en México a un amigo que me transmitiera las noticias que juzgara importantes, que recibiera mi correspondencia y, sobre todo, que me hablara algo de Julia.

Era una debilidad bien perdonable en quien se alejaba para tomar parte en los peligros y para no volver, quizá.

Este amigo me escribió algunos meses después diciéndome: que tenía para mí una carta importantísima de Julia; pero que ignorando mi paradero no creía conveniente aventurarla; que se había visto obligado a hablar con ella y que tenía también cosas interesantes que comunicarme, y que si podía venir a México, lo hiciera.

Pero esto sí era difícil; estaba yo demasiado comprometido para que mi venida a México fuese segura para mí. Además, francamente, la guerra, mis nuevas esperanzas, mis nuevos pensamientos, habían amortiguado mucho mi amor y no me quedaban, por decirlo así, sino los dejos amarguísimos de aquella pasión que había comenzado a envenenarme.

Por fin, la guerra concluyó, el dictador se fue y ocupamos a México. Entonces vine a esta ciudad en diciembre de 1855, y tan pronto como pude fui a casa de mi amigo y le pedí la carta. Me la alargó, diciéndome:

— No es, con todo, lo más interesante; pero lee.

La carta decía esto:

Julián: Hace tiempo que no le veo a usted, y no comprendo por qué huye de mí. Estoy curada ya de aquella pasión que me arrepiento de haberle confesado. Conozco toda la nobleza de la conducta de usted para conmigo, que había ignorado hasta aquí. Venga usted a verme y hablaremos. No pronunciaré, lo prometo, la palabra amistad. Julia.

Esta carta me hubiera enloquecido de gozo un año antes. Entonces no me produjo sino una alegría mediana; ¿qué me había sucedido?

Después, mi amigo me refirió lo siguiente: Julia, en aquellos tiempos en que vivió entre la mejor sociedad de México, tuvo oportunidad de conocer y aun de relacionarse con la novia del inglés, quien, por su parte, también procuraba conocer a la que por algunos días le causó celos. Ya entonces, y poco antes de que yo viniera a México, la madre de Julia había escrito al inglés manifestándole su profundo agradecimiento por los servicios que había prestado a su hija; pero el inglés, sincero antes que todo, había contestado a la señora que, en verdad, no era él quien había prestado los mejores servicios a Julia, sino yo, que desde Puebla me había resuelto a protegerla a toda costa; de modo que para no atribuirse un mérito que no tenía, declaraba que yo había obrado en eso con entera independencia de él, y que había llevado mi delicadeza hasta el punto de no haber acudido a su bolsillo para nada. Pero advertía que siendo yo demasiado susceptible en esta materia, no era conveniente hablarme nada de ello. Tal fue la razón que hubo para no escribirme entonces y Julia se limitó a procurar que yo la viese, para manifestarme que sabía cuanto yo había hecho por ella.

Después, como indiqué al principio, se hizo amiga de la novia del inglés, y ésta, en una de sus conversaciones, le refirió las explicaciones que aquél le había dado a propósito de sus celos, explicaciones que la dejaron satisfecha, porque su novio la convenció de que nada tenía que temer. Con este motivo, la amiga había enseñado a Julia una carta del inglés en que éste ponía en claro la conducta de la joven prófuga, y qué sé yo qué frases contendría la carta, que indignaron a Julia y le dieron a conocer cuáles eran las opiniones del inglés acerca de ella. Lo cierto es que la malignidad de la novia de mi rival, enseñando la carta a Julia, produjo su efecto. Julia, que aún conservaba en silencio y sin esperanza un amor leal y apasionado al inglés, quedó curada de él instantáneamente y no volvió a mencionar su nombre.

Entonces fue cuando me escribió.

— ¡Ah!, ya comprendo —interrumpí yo, disgustado—. Quería vengarse; el despecho la hacía buscarme y quería dar celos al inglés haciéndome instrumento de su venganza.

— No —replicó mi amigo—; no seas injusto ni ligero. Julia no quería hacerte instrumento de venganza ninguna. Julia es demasiado noble y demasiado ingenua para engañarte. Y para que te convenzas, escúchame hasta el fin. Hace cinco meses, y cuando nadie sabía tu paradero ni se tenía por segura la conclusión de la guerra, hubo un gran suceso que vino a poner en claro los sentimientos de Julia.

El socio del inglés y padre de su novia, quebró y quedó arruinado; de modo que la muchacha, cuya dote importaba antes unos dos millones, quedó reducida a una condición tan mediocre que apenas podía ofrecer con su blanca mano lo suficiente para no morir de miseria. El golpe fue terrible para el inglés, pues por la sociedad que tenía con su futuro suegro, sus intereses tenían que sufrir, y además perdía la esperanza de una pingüe dote, como la que esperaba con su novia. Por lo tanto, el matrimonio se desbarató. El inglés fue quien renunció a la mano de la pobre niña. Justamente en esos días, y por una singular coincidencia, el padrastro de Julia murió, dejándola por eso en plena posesión de sus cuantiosos bienes, sin que nadie le pusiera ya obstáculos. Debes suponer que al saberse esto en México, la linda joven se vio literalmente asediada por los pretendientes; ¡cómo la importunaron!

Pero lo particular fue que el inglés, que antes la había desdeñado por la heredera de dos millones, ahora, viéndola como mejor partido que su antigua novia empobrecida, con la frente alta y la mirada de conquistador, se dirigió a ella, fiado en el conocimiento que tenía acerca del amor que la joven le había profesado.

El fracaso del inglés no pudo ser más completo; Julia le contestó con mucha amabilidad, pero con una frialdad glacial, que no lo amaba y que no podía, por lo mismo, otorgarle su mano.

— Pues ¿a quién ama usted, Julia, entonces? —le preguntó el inglés—; porque nuestro amigo Julián me ha asegurado que usted misma le reveló que yo no le era a usted indiferente y aun que era usted desgraciada a causa de mi reserva.

— Es verdad —contestó Julia—; así era entonces; tal vez consistió en que no conocía a fondo el carácter de Julián y en que no veía claro el estado de mi propio corazón. Hoy sé a qué atenerme, y aseguro a usted que me pasa lo contrario.

— ¿Es posible? ¿De modo que hoy ama usted a Julián?

— Tal vez —repuso Julia.

Como era natural, el inglés no volvió; de modo que por esto comprenderás si Julia te ama.

Yo me quedé pensativo y callado, como si esperase oír la voz de esa sibila que se llama la conciencia.

— Veremos —contesté—. ¿Y dónde está ahora Julia?

— En Puebla; ¿irás a verla?

— Más tarde; por ahora voy a los Estados Unidos en comisión de gobierno, y luego vendré a sentarme en la Cámara de Diputados, según todo me lo hace esperar.

Partí, en efecto, a la vecina República; en seguida, a Europa, después vine al congreso de 1857, primero constitucional; y que apenas comenzó a celebrar sus sesiones cuando fue disuelto por el golpe de Estado del general Comonfort.

XVII

Comenzó entonces la guerra terrible de los tres años contra la reacción. Yo estaba completamente consagrado a la política. No pensé, pues, más que en la compañía y sufrí todas sus vicisitudes, hasta concluir. En 1861 era yo coronel de ingenieros. Ocupado en comisiones importantes y aún en empleos de muy elevada categoría, me encontró la guerra extranjera. Serví en ella durante el hermoso año 1862, y en 1863 trabajé en la fortificación de la plaza de Puebla y tomé parte en su defensa heroica. Concluida ésta, como todo el mundo sabe, y conociendo la resolución de entregarnos prisioneros a los franceses, yo no quise aceptar ese sacrificio y me resolví a arriesgar mi vida más bien que caer en manos de nuestros enemigos de semejante manera.

Estaba gravemente herido, y hacía cuatro días que luchaba con la muerte, cuando llegó la hora de entregarnos. Los amigos me avisaron en el hospital; yo me levanté desesperado, y sin escuchar consejos me salí arrastrando: y mientras que los franceses entraban a la plaza por una parte, yo procuraba buscar asilo en la casa de algún vecino pobre y oscuro, a fin de poder salir de Puebla después, aunque fuera con peligro.

Pero mi energía era inferior a mis fuerzas; había andado apenas dos o tres calles cuando me acometió un vértigo y caí en el empedrado. Un carpintero generoso vino a levantarme, conoció por mi uniforme que era yo un oficial superior, y aventurándolo todo me llevó, ayudado de un hijo suyo, a su miserable vivienda, que era una accesoria incómoda y malsana. Su mujer le dijo que podría yo estar mejor en la gran casa vecina, cuyos dueños eran muy bondadosos, y yo, para evitar un compromiso a aquellos pobres artesanos, me dejé conducir.

Llegamos al zaguán; el carpintero tocó; abriéronle, y fue a hablar a las señoras, llevando mi tarjeta para que supiesen de quién se trataba. Yo estaba desfallecido y no podía hablar ni tenía fuerzas para nada. El carpintero volvió, furioso.

— ¡Mal hayan estos ricos! —dijo—; ¡no tienen entrañas, ni quieren a sus paisanos, ni sirven para nada! Pues en mi pobre vivienda estará usted, mi jefe, y aunque pobres, le serviremos a usted hasta morir.

Me conmoví ante el patriotismo del generoso artesano y volvimos a la accesoria, en donde me tendí en un pobre jergón, deseando morir para dar fin a mis penas y a las molestias de aquellos infelices.

No podía yo soportar aquel horrible estado. Oía el galope de los caballos franceses; oía la confusa gritería del ejército enemigo; cada rumor era para mí un tormento, y la cólera, el dolor físico y el aniquilamiento moral me hacían ansiar la muerte.

Estaba yo postrado y delirante; pero recuerdo que dos o tres horas después llamaron a la puerta de la vivienda. El carpintero y su mujer fueron a ver quién era, y apenas habían entreabierto la puerta cuando se precipitó por ella una señora muy hermosa y muy bien vestida, preguntando con una ansiedad dolorosa:

— ¿Dónde está? ¿Dónde está?

Los artesanos señalaron el lugar en que me hallaba apenas alumbrado por la débil claridad de una ventanilla medio cerrada, y cuando la dama me vio, se arrodilló, y tomándome las manos entre las suyas, dijo llorando:

— ¡Ah!; ¡por fin, por fin!

Era Julia. Julia, ya no la tierna joven de 1854, sino la mujer; una mujer de veintisiete años, en todo el brillo de su belleza, pero con la melancólica gravedad que imprimen en el semblante de una mujer inteligente los sufrimientos de una vida agitada y la energía de un espíritu independiente y firme.

Julia estaba hermosa e imponía respeto. Yo la vi en medio de mi abatimiento como la aparición de una madre o de una hermana.

— Gracias, Dios mío —añadió Julia— gracias que he encontrado a usted y que puedo velar a su cabecera, como debí hacerlo en otro tiempo.

Luego explicó que cuando los artesanos me llevaron a su casa, ella no estaba allí, y que su familia, sin saber quién era yo, me habían rechazado; pero que al volver ella y ver mi tarjeta, todo lo había comprendido y había volado a reparar la falta de su familia.

XVIII

Desde luego, quiso llevarme a su casa; pero aquellos artesanos se resistieron tanto, y yo, por mi parte, les estaba tan agradecido, que por fin se decidió que me quedaría y que sólo se me enviarían medicinas, hilas y todo, de la casa de Julia.

Así se hizo, y ella venía a sentarse junto a mi cama largas horas en compañía de sus hermanos y de sus criadas. Pasaron dos meses. Mi convalecencia, gracias a los cuidados que se me prodigaron, fue rápida y buena. El cirujano que me asistía declaró que ya podía yo caminar, y que con ciertas precauciones podía ir a San Luis Potosí, donde se hallaba a la sazón el gobierno de la República, o a Querétaro y Guanajuato, donde estaban nuestras tropas todavía.

Comuniqué mi resolución a Julia. Ella la escuchó con profunda tristeza.

— Julián —me dijo—: nada me ha dicho usted en nuestras horas de conversación de cierta carta que debe usted haber recibido en México, si es que no la recibió en el Estado de Veracruz en 1855; ¿la vio usted?

— Sí la vi, Julia.

— Y bien: ¿por qué no procuró usted verme?

— No pude, Julia; el gobierno me envió a varias comisiones; después vino la guerra; mi suerte estaba enteramente identificada con la política; me envolví en ese torbellino, y, sobre todo… ¿qué quiere usted? deseaba aturdirme y olvidar mis pesares de Taxco.

— ¡Olvidar! Pero ¿tenía usted, acaso, necesidad de olvidarlos en la guerra? ¿No creía usted que podía haberlos olvidado más pronto cerca de mí… ? —concluyó Julia, ruborizada.

— ¡Ah!, no —repuse yo—; cerca de usted hubiera vuelto a nacer mi pasión con mayor intensidad; y ¿qué habría yo logrado con eso? Una nueva humillación me hubiera matado.

— ¡Nueva humillación! ¿Qué quiere usted decir? Si en Taxco no había comprendido a usted, y un sentimiento que me duele mucho haber abrigado en el alma por algún tiempo, me ponía una venda en los ojos, ¿no creía usted posible que eso se terminara? ¿No era bastante decir a usted que estaba arrepentida? ¿No adivina usted en las palabras de mi carta el cambio que se había operado en mis pensamientos… ?

— ¡Oh!; eso no es posible; ¿qué clase de corazón tiene usted si no comprende esas cosas? ¿Qué más quería usted que le dijera?

Yo sentía que me iba conmoviendo de una manera alarmante.

— Julia —le dije—: ahora comprendo que fui desconfiado en demasía. ¡Había sufrido tanto!

— No recuerde usted aquello, Julián; me hace usted mal y es usted injusto. Pero en fin, amigo mío; sólo hay la circunstancia de que soy menos joven; pero soy libre, soy rica y no he amado a nadie después de usted… Los sentimientos que abrigaba usted hacia mí hace nueve años, ¿habrán cambiado, por ventura?

Yo quedé en silencio unos instantes; pero al oír aquella palabra amigo mío, que me recordaba la odiosa amistad que se me ofreció en Taxco; al oír esa otra: no he amado a nadie después de usted, que me traía a la memoria el le amo más que a mi vida, hablando de mi rival; al pensar que Julia pudo, en efecto, no haber amado a ninguno después de mí, pero que sí amó con pasión antes, y sólo se curó por un desprecio que le hizo el inglés; sobre todo, el sentir esa palabra, al sentir esa frase que Julia pronunció indiscretamente: soy rica, se despertó mi orgullo, mi indomable orgullo, que no se sacrifica ante nada. Tomé, pues, una resolución:

— Julia —le dije estrechándole las manos—: vea usted cuán desgraciado soy en no poder tocar la felicidad que el amor de usted me ofrece.

— ¿Por qué? —preguntó ella asustada y palideciendo.

— Porque es tarde, Julia; es tarde ya; ¡estoy casado!

— ¡Casado! —pudo apenas balbucir Julia—. ¡Dios mío… !

Y contuvo los sollozos que la ahogaban, haciendo un supremo esfuerzo. Entonces se levantó pálida y procurando sonreír tristemente, añadió:

— La fatalidad se atravesó entre nosotros desde un principio; ¡no hay más que resignarse! ¡Ay, qué triste es la vida así! ¡Cómo decide una palabra de la felicidad o de la desdicha! Es por palabras, Julián, por simples palabras, que nos ha separado la suerte.

Y tenía razón: palabras que hieren el amor propio; he aquí la clave misteriosa de muchas desgracias.

— En fin, Julián; adiós; que el cielo le ampare a usted y que sea feliz en su viaje… ; no nos veremos más… ; adiós —concluyó la joven ya sin poder contener el llanto. Y salió, echándose el manto sobre la cabeza y cubriéndose los ojos con el pañuelo.

— ¡Pobre señorita! — dijeron el carpintero y su mujer—. Y vea usted, jefe; tiene fama de muy orgullosa.

Yo me entristecí también. Los sacrificios que impone el orgullo cuestan a veces la vida.

Al día siguiente salí de Puebla, y ocho días después me hallaba en San Luis Potosí.

XIX

— Pero sepamos —pregunté yo a Julián—: ¿por qué dijiste a Julia que eras casado?; ¿es que realmente lo estabas?

— No, hombre —me respondió—; ¡qué casado!; yo soy incapaz de cometer esa debilidad. ¿No has comprendido que dije eso para destruir de una vez toda probabilidad de unión entre Julia y yo?

Es preciso que leas bien en ciertas almas. Julia, amada por mí con una pasión frenética, terrible, la única de mi vida, me hizo en un momento de coquetería confesarle lo que yo guardaba en silencio por no exponerme a una humillación. Yo, engañado por sus palabras, en las que creí vislumbrar una esperanza, abrí mi corazón y recibí una herida en mi amor propio. Esa mujer se sorprendió de que yo la amara: luego le parecía imposible que me atreviera a tanto; ¿por qué? Después me confesó que amaba a mi rival más que a su vida, y eso era mucho para un orgulloso como yo. Ella lo hacía llorando de pena también; pero aun esa pena tan inmensa parecía humillante para mí.

Sufrí mucho a consecuencia de tal desengaño; estuve próximo a morir; luché largos días con mi pasión; pero eso acaba con la fuerza del alma, con la savia juvenil que se necesitaba para seguir amando. La hoguera ardió voraz, pero se convirtió en ceniza prontamente. Corazón herido, corazón muerto.

Más tarde no quedan más que los sentidos. Verdad espantosa, pero indudable. La novela puede decir otra cosa; pero la vida real no admite esos fantasmas de la imaginación.

Así, pues, yo había dejado de amar a Julia. Los amores ligeros de soldado que he tenido han sido mariposas que han agotado la poca esencia que pudo haberme quedado en el cáliz del alma. Ahora no puedo amar.

Por otra parte, la consideración de que ella dejó de amar al inglés por una frase desdeñosa que vio en una carta de éste, era también una consideración desconsoladora. Yo hubiera querido deber la preferencia a mi amor, no al orgulloso desprecio de mi antagonista.

¿Y la riqueza de Julia? Yo no estoy organizado para cometer el acto de abnegación que consiste en casarse uno, siendo pobre, con una rica, lo cual da a la coyunda matrimonial el aspecto de una librea. Si Julia hubiera sido pobre, no hubiera vacilado a pesar de las otras consideraciones; ¡pero rica! ¡No; jamás!

He aquí lo que me ha hecho apartar de mis labios voluntariamente la copa de la felicidad.

XX

Ahora, para concluir: hace cuatro años que Julia se casó, dicen que todavía apesadumbrada y llevando al lado de su marido su virtud intachable, pero su corazón despedazado.

Dicen que él la adora; que ella es buena mujer y que cumple con sus deberes noblemente. Yo no entiendo así las cosas. No me alegraría de estrechar contra mi pecho un corazón que latiese al recuerdo de otro hombre.

Y agregan que la pobre Julia ha sabido perfectamente que yo no era casado. La cosa pasó de esta manera:

Díjose hace tres años que iba a casarme con una señorita que había yo dado en visitar (solamente para practicar el inglés que ella hablaba como su lengua). Pues bien: un día se platicaba acerca de esto en casa de Julia.

— ¿Saben ustedes —dijo uno— que se casa el general R… con la señorita S… ?

— ¡Cómo —exclamó Julia, asombrada—, si ese caballero es casado!

— No, señora, no es casado; ¿quién le ha dicho a usted semejante cosa?

— No sé quién; pero me lo han asegurado.

— Pues no hay tal; yo soy su amigo íntimo y puedo asegurar a usted que no se ha casado nunca y que ni siquiera le hemos conocido un amor formal. Parece que tuvo una pasión de joven y que fue desgraciado; desde entonces no tiene corazón.

Me han contado que Julia se puso pensativa, que estuvo sombría durante la tertulia y que se retiró pronto, pretextando un fuerte dolor de cabeza.

Yo estoy seguro de que a esta hora me odia mortalmente.

En cuanto a mí, ni la amo ya ni la aborrezco; pero le estoy agradecido porque me curó en mis primeros años de esa horrible enfermedad del amor que acosa mucho en la edad madura. El amor es como el vómito: se cura la primera vez y no vuelve a atacar nunca.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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